REVELACION

v. Manifestación, Venida
1Ki 14:6 he aquí yo soy enviado a ti con r dura
Luk 2:32 luz para r a los gentiles, y gloria de tu
Rom 16:25 según la r del misterio que .. oculto
1Co 14:6 no os hablare con r, o con ciencia
2Co 12:1 vendré a las .. y a las r del Señor
2Co 12:7 y para que la grandeza de las r no me
Gal 1:12 ni lo recibí .. sino por r de Jesucristo
Gal 2:2 pero subí según una r, y para no correr
Eph 1:17 Padre de gloria, os dé espíritu .. de r
Eph 3:3 que por r me fue declarado el misterio
1Pe 4:13 en la r de su gloria os gocéis con gran
Rev 1:1 la r de Jesucristo, que Dios le dio, para


griego apocalypsis, acción y efecto de correr el velo que encubre lo desconocido. El término es utilizado en la Biblia, casi exclusivamente en relación con Dios, convirtiéndose en un término teológico. Dios es el que nos r. los misterios de su ser y de sus obras, Dt 29, 29; Am 3, 7; Jn 1, 18; 1 Tm 6, 16. La búsqueda, independientemente de Dios, de conocimiento acerca de El, está destinada al fracaso, Jr 23, 28; 1 Co 1, 21. La r. no satisface la curiosidad humana acerca de la cosmologí­a, la metafí­sica o el futuro, sino que comunica los designios divinos, que incluyen normas de conducta y ciertas instituciones sociales, Nm 11, 16, polí­ticas, 1 S 9, 17, y religiosas, Ex 25, 40. Además Dios revela los significados de los acontecimientos vividos por su pueblo, interpretándolos como oportunidades de salvación. Así­, se revela el secreto de los últimos tiempos, y la promesa divina. En el N. T. la r. se desarrolla a través de Jesús. Sus milagros resultarí­an incomprensibles si no definiera con palabras el sentido exacto que encierran.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

El llamar a la Biblia la Palabra de Dios es afirmar que ella es la única y fiel declaración de la revelación de Dios de sí­ mismo a la humanidad (Joh 10:34-35; 2Ti 3:15-16; Heb 3:7-11; 2Pe 1:19-21). Dios se revela a sí­ mismo con el propósito de que su pueblo pueda conocerle, amarle, confiar en él, servirle y obedecerle como Señor. En el pasado, Dios habló a los patriarcas y a los profetas en muchas y variadas maneras, mas su palabra completa y final ha sido dada en y a través de Jesús, el Logos (Joh 1:1; Heb 1:1). La presencia, palabras, hechos y exaltación de Jesús constituyen la revelación (Mat 11:27; Luk 2:32; Tit 2:11; Tit 3:4). Los apóstoles se refieren al recibimiento de la revelación no solamente en términos de las realidades céntricas de la fe, sino también en la forma de instrucciones personales y guí­a para sus propias vidas y ministerio (p. ej., 2Co 12:1-10; Gal 2:2). Cristo revelará a Dios cuando él vuelva a la tierra a juzgar a los vivos y a los muertos; los creyentes deberí­an esperar la gloriosa aparición de su Salvador (2Th 2:8; 1Ti 6:14; 2Ti 4:1).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(dar a conocer).

Dios se da a conocer a todos los hombres y mujeres, y les hace conocer las verdades transcendentes, especialmente su gradeza y divinidad. y lo hace por medio de sus obras, de tal forma que quien se dice “ateo” o “agnóstico” es un “necio”, “insensato”, que es “inexcusable”, Rom 1:19-22, Sa114. y si no crees en Dios “pregúntaselo a las bestias”, Job 12:7-11.

E1 Sal 19 habla de los 2 libros con los que Dios se revela, se da a conocer.

1- La Naturaleza, sus obras: (1-7).

2- La Escritura, sus Leyes: (8-15).

Dios se nos revela en muchas maneras y muchas veces: (Heb 1:1-2.

1- A toda persona.

– por sus obras, la Naturaleza.

– por la conciencia.

– por la historia.

2- Por la Biblia: Profetas, leyes. y especialmente por Jesucristo: (Heb 1:1-2).

3- Por su Iglesia, que es el mismo Jesús presente, ¡hoy dí­a! en la tierra, Mat 16:19, Mat 18:18, Luc 10:16.

4- Revelación especial a ciertas personas, en apariciones, revelaciones interiores. a Pablo, a Ananí­as, a Pedro, a Cornelio: (Hec 9:5, Hec 9:11, Hec 9:10.

10-19, 30-33.

Revelación: Ver “Apocalipsis” .

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El término hebreo gala significa †œquitar la cubierta†, †œdescubrir†, †œquitar el velo†, †œrevelar†. Se utiliza en pasajes como 1Sa 9:15 (†œY un dí­a antes que Saúl viniese, Jehová habí­a revelado al oí­do de Samuel, diciendo…†). También aparece en Num 24:3-4, donde †¢Balaam se describe a sí­ mismo como †œel varón de los ojos abiertos. Dijo el que oyó los dichos de Dios, el que vio la visión del Omnipotente†. †œVer la visión† es el término gala. De manera que el sentido de la palabra se refiere al acto de hacer de conocimiento humano algo que estaba antes sólo en el conocimiento de Dios y que el hombre no podí­a, de no ser por esa acción, obtenerlo por sí­ mismo. Los hebreos estaban conscientes de que en vista de la grandeza de Dios y la imposibilidad humana de conocerle en su totalidad, Dios mismo tomaba la iniciativa de revelarse a los hombres. Otra expresión que se usa es nir†™ah, que significa †œmostrarse, aparecerse, manifestarse, revelarse† (Y apareció Jehová a Abram…. Y edificó allí­ un altar a Jehová, quien le habí­a aparecido” [Gen 12:7]). Lo que pasó a †¢Jacob en Bet-el fue una r. de Dios (†œY edificó allí­ un altar, y llamó aquel lugar El-bet-el, porque allí­ le habí­a aparecido Dios† [Gen 35:7]). Se sabí­a que la r. de Dios que recibí­an era parcial, porque †œlas cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios, mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre† (Deu 29:29).

La r. siempre es una iniciativa de Dios, quien dijo a Moisés: †œY aparecí­ a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre JEHOVí no me di a conocer a ellos† (Exo 6:3). Nabucodonosor dijo a Daniel: †œCiertamente el Dios vuestro es Dios de dioses, y Señor de los reyes, y el que revela los misterios, pues pudiste revelar este misterio† (Dan 2:47). La actividad profética es el resultado de una r. directa de Dios a un ser humano. Se dice de Samuel, cuando era joven, †œque no habí­a conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le habí­a sido revelada† (1Sa 3:7). Y después de su primera experiencia personal con Dios, se señala: †œY Jehová volvió a aparecer en Silo; porque Jehová se manifestó [reveló] a Samuel en Silo por la palabra de Jehovᆝ (1Sa 3:21). También en las relaciones entre humanos se usa el vocablo. †¢Jonatán prometió a David revelarle lo que su padre Saúl hiciera (†œ… si resultare bien para con David, entonces enviaré a ti para hacértelo saber† [1Sa 20:12]). Saúl se quejaba, diciendo: †œ… y no haya quien me descubra al oí­do cómo mi hijo ha hecho alianza con el hijo de Isaí­† (1Sa 22:8).
el NT el sustantivo griego apokalupsis y el verbo apokaluptö se traducen como r. y revelar, respectivamente. Se ratifica que el conocimiento de Dios sólo es posible si él mismo inicia el proceso (†œ… y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar† [Mat 11:27]). Cuando Pedro dijo al Señor: †œTú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente†, el Señor le respondió: †œ… no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos† (Mat 16:17).
es vano el énfasis que se pone en este hecho: es Dios quien se revela a sí­ mismo. La razón humana no puede por su propio esfuerzo llegar a conocer a Dios. Los eruditos gustan de decir que existen dos clases de revelación: la general y la especial. Algunos la llaman †œnatural† y †œsobrenatural†. La r. general es la que vemos en la creación y en el sentido de conciencia que tienen los hombres (†œPorque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas† [Rom 1:20]; †œSi bien no se dejó a sí­ mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructí­feros, llenando de sustento y de alegrí­a nuestros corazones† [Hch 14:17]). Pero hay que recordar que esa r. de Dios en la creación tiene su origen en Dios mismo, que se muestra en ella. La razón humana puede llegar a ciertas conclusiones sobre Dios basada en los resultados del acto creador. Pero nunca estarí­a en capacidad de llegar a saber algo de él dependiendo sólo de su propia fuerza o recursos. La r. especial se refiere a lo que Dios enseña de sí­ mismo sobre su actividad redentora. Para lograr que el hombre la comprenda, Dios concede al hombre el don de la fe, que es el único medio de conocimiento para ello.
habla de cierto desarrollo en la r. Además de lo creado, Dios fue revelando cosas acerca de él a hombres santos y a su pueblo escogido, mediante una serie de lecciones objetivas, leyes, estatutos, ceremonias y ritos. Debe notarse que la r. siempre viene acompañada de una responsabilidad del que la recibe, es decir, siempre es normativa. Dios no se manifiesta solamente para satisfacer la curiosidad humana. El acto de r. siempre produce un mandamiento o un deber. Todas esas manifestaciones de Dios eran, como se ha dicho, parciales e imperfectas. Por eso, en el cumplimiento de los tiempos, decidió revelarse más ampliamente en la persona de Jesucristo, quien hace más comprensible a nuestros ojos el carácter de Dios (†œEl que me ha visto a mí­, ha visto al Padre† [Jua 14:9]; †œDios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros dí­as nos ha hablado por el Hijo† [Heb 1:1-2]).
instrumento que Dios usa ahora para su r. es el Espí­ritu Santo. Porque así­ como lo que sabemos de nosotros mismos nos lo dice nuestro propio espí­ritu, lo que se quiera saber de Dios tiene que ser revelado por el Espí­ritu de Dios (†œ¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espí­ritu del hombre que está en él? Así­ tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espí­ritu de Dios† [1Co 2:11]). Por eso el Señor Jesús dijo a sus discí­pulos: †œMas el Consolador, el Espí­ritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas† (Jua 14:26).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

(Véanse DIOS, INSPIRACIí“N, JESUCRISTO, PROFECíA, PROFETA, APOCALIPSIS.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[226]
Es la comunicación de una verdad por Dios a una criatura inteligente. Dios puede hacer esas comunicaciones y el hombre recibirlas. La Escritura no habla de “revelación”, pero la presupone en cuanto comunica misterio inalcanzable por la inteligencia sola: divinidad de Jesús, redención, Eucaristí­a, etc.

Hay verdades reveladas inaccesibles por sí­ mismos a la mente humana y otros que pueden ser alcanzados por la mente, pero que Dios ha querido comunicar. Ambos conjuntos de verdades constituyen el Depósito de la Revelación. El Concilio Vaticano I, en su Constitución dogmática “De Fide Catholica” y el Decreto “Lamenatabili” del 3 de Julio de 1907, condenaron la idea de que los dogmas que la Iglesia presenta como revelados son “verdades descendidas del cielo”. El concepto de revelación es más amplio. Abarca a lo que Dios ha comunicado.

La inspiración es otra cosa diferente. Es todo lo que Dios ha querido que se escribiera en los libros sagrados, sea revelado o no. Es pues más amplia el concepto de inspiración que el de revelación. La revelación abarca pues tres grandes campos o conjuntos de verdades, según como se nos presenta: 1. Verdades de la ley natural, 2. Misterios de la fe, 3. Preceptos positivos.

La Iglesia enseñó siempre que la Revelación divina es un acto de amor y de misericordia de Dios con el hombre. Y afirmó que era necesaria para que el hombre llegara a conocer la verdad. El teólogo Antonio Günther (1783-1863), con muchos racionalistas del XIX, negaron esa necesidad, ensalzando la capacidad de la inteligencia humana para conseguir con sus fuerzas la luz divina. Pero el Concilio Vaticano I condenó tal pensamiento y reclamó esa necesidad de la luz divina.

Sus escritos fueron incluidos en el índice en 1857. El Decreto “Lamentabili” y la Encí­clica “Pascendi” del 8 de Septiembre de 1907, firmados por Pí­o X, renovaron tal rechazo y recordaron la necesidad de confesar que Dios nos ayuda a los hombres con sus luces misericordiosas. (Ver Biblia y catequesis 1.1 y ver Bí­blico. Vocabulario 3)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Dios ha hablado de muchas maneras

Desde el inicio de la historia humana, Dios se ha comunicado al hombre de modo especial. Es lo que llamamos la “revelación” (“apocalipsis”, “re-velar” o levantar-descorrer el velo). Dios se ha manifestado a los primeros hombres, a Noé, a Abraham, a Moisés, a los profetas… La “revelación cósmica” se ha hecho “histórico-salví­fica” (por medio de acontecimientos salví­ficos) y, en cierto modo, ha pasado a toda la humanidad (al menos desde Adán y Noé). Pero la revelación hecha a Abraham, Moisés y los profetas (revelación profética veterotestamentaria) es peculiar, por su profundidad y por orientarse directamente hacia la revelación definitiva en Cristo, el Hijo de Dios, el “Verbo” o Palabra personal de Dios (revelación cristiana).

Estas diversas manifestaciones y comunicaciones del mismo Dios, son fruto de su amor, una manifestación libre y gratuita, comunicando al hombre su “misterio”. Por esto todas las manifestaciones tienden a la manifestación plena y definitiva en Cristo, aunque todaví­a no ha llegado la visión en el encuentro del más allá. “Dios, creando y conservando el universo con su Palabra (cfr. Jn 1,3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí­ mismo (cfr. Rom 1,19-20); queriendo además abrir el camino de la salvación sobrenatural, se reveló desde el principio a nuestros primeros padres… De este modo fue preparando, a través de los siglos, el camino del evangelio” (DV 3). “Su Hijo, la Palabra eterna… lleva a plenitud toda la revelación” (DV 4).

La revelación estricta del Antiguo y del Nuevo Testamento

El concepto que se tenga de “revelación” (o de la “palabra” revelada por Dios) puede oscilar entre lo “irreversible” de los acontecimientos (como en la lí­nea materialista de Hegel) y un espiritualismo desencarnado que no quiere insertarse en la historia ni comprometerse en ella. Pero la revelación estricta del Antiguo y del Nuevo Testamento ayuda a comprender cualquier otra manifestación y comunicación de Dios, puesto que Dios se manifiesta con rasgos personales es la Verdad y el Amor, entiende y ama. Esta revelación auténtica supera tanto el materialismo como el espiritualismo.

La revelación es el fundamento de la fe. Dios ha revelado su propia misterio y, en él, también la revelado en misterio del hombre (cfr. GS 22). Toda reflexión teológica auténtica parte de este presupuesto de fe, para elaborar conceptos que ayuden a profundizar, aclarar, sintetizar y comunicar la revelación objetiva. A la revelación se la ha llamado también “tradición”, y “regla de fe”, porque se “entrega” o comunica a la Iglesia de todos los tiempos y a toda la humanidad. Es siempre un don “sobrenatural”, que se respeta tal como es en el misterio de Dios Amor.

Existe una gran armoní­a en los contenidos de la revelación, que fundamenta la armoní­a de todas las verdades de la fe. Esta armoní­a se hace patente, cuando no se hacen reducciones a su dimensión universalista. Es el mismo Dios, Creador de todos, quien se ha manifestado en Cristo su Hijo, como Padre de todos. La revelación, cuando se recibe, se convierte en misión o invitación a compartirla con los demás hermanos.

El anuncio de la revelación cristiana

La revelación cristiana, gracias al Verbo Encarnado, es “el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad” (TMA 6), pero, de modo especial, es el cumplimiento de la revelación estricta del Antiguo Testamento (cfr. Heb 1,1-2). Es el mismo y único Dios, quien se ha revelado a sí­ mismo como “Dios Amor” (1Jn 4,8), por el hecho de habernos “dado a su Hijo” para que el hombre pudiera participar en su misma vida filial (Jn 3,16; 1Jn 4,9). Es revelación de Dios uno y trino, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo (Lc 1,35; Mt 28,18; 1Jn 4,7-21).

La misión que deriva de la revelación cristiana es anuncio, llamada y oferta. Pero para aceptar esta revelación definitiva de Dios en Cristo, se necesita la gracia del mismo Dios, como ha dicho el mismo Jesús “Nadie puede venir a mí­, si el Padre que me ha enviado no le atrae” (Jn 6,44); “nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10,22).

Referencias Alianza, Antiguo Testamento, Escritura, historia de salvación, inspiración, magisterio, Nuevo Testamento, Palabra de Dios, semillas del Verbo, tradición.

Lectura de documentos DV; CEC 50-141.

Bibliografí­a AA.VV., Comentarios a la constitución “Dei Verbum” sobre la divina revelación ( BAC, Madrid, 1969); J. ALFARO, Revelación cristiana, fe y teologí­a (Salamanca, Sí­gueme, 1985); J. AUDINET, Révélation de Dieu et langage des hommes (Paris, 1972); R. FISICHELA, La revelación evento y credibilidad (Salamanca, Sí­gueme, 1989); R. LATOURELLE, Teologí­a de la revelación (Salamanca, Sí­gueme, 1982); B. MAGGIONI, Revelación, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1674-1692; G. OBERHAMMER, La Revelación como Historia (Salamanca, Sí­gueme, 1977); K. RAHNER, J. RATZINGER, Revelación y Tradición (Barcelona 1971); C. TRESMONTANT, Le problème de la Révélation (Paris 1969).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> Dios, conocimiento, sueños, Apocalipsis). En contra de lo que puede suponer cierta antropologí­a racionalista, el conocimiento* no es pura acción del hombre, sino que proviene de la manifestación de Dios o de la “realidad”, que se despliega a sí­ misma, a través de la misma vida humana. Eso significa que el hombre es un ser que debe mantenerse a la escucha de sí­ mismo, que es escucha de la Voz superior que le va guiando. En esa lí­nea podemos definirle como “oyente de la Palabra*” de Dios, pero de una Palabra que sólo se escucha y acoge acogiendo la palabra de otros hombres, en un proceso de comunicación y revelación compartida. En ese sentido, toda la antropologí­a bí­blica puede entenderse como revelación o despliegue de Dios que se va manifestando a sí­ mismo a través del despliegue o revelación de la historia de los hombres. Este es el sentido de la palabra Apocalipsis, que podemos traducir por des-velamiento (en inglés Revelation). Toda la Biblia es un libro de la revelación de Dios en la historia y vida de los hombres. Evidentemente, esa revelación o desvelamiento bí­blico de Dios ha de verse en el contexto de la revelación universal de lo divino, no sólo en la historia de las religiones, sino también en el conjunto de la historia humana, como ha destacado Heb 1,1-3.

Cf. W. PANNENBERG (ed.), La revelación como historia, Sí­gueme, Salamanca 1977; J. M. ROVIRA BELLOSO, Revelación de Dios, salvación del hombre, Sec. Trinitario, Salamanca 1988; G. SCHOLEM, Conceptos básicos del judaismo: Dios, creación, revelación, tradición, salvación, Trotta, Madrid 1998; A. TORRES QUEIRUGA, La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La revelación divina, que se ha realizado en Jesús, nos dice qué es lo que Dios —como Dominus historiae— ha querido, quiere y querrá realmente hacer en la historia: Dios ha querido, ante todo y sobre todo, que uno de los acontecimientos de la historia, es decir, la vida de Jesús, fuera la manifestación plena de su amor, la historia de una libertad verdadera y plenamente humana, que se deja llenar de Dios con una total obediencia filial, y llena de sí­ el universo, atrayendo a todas las criaturas hacia la unidad: “Y yo una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí­”; “Jesús iba a morir… para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos”. La historia humana de Jesús no solamente está llena de Dios y nos llena de Dios, sino que es una prueba tan intensa del amor de Dios por la humanidad, que constituye realmente una sola cosa con el mismo Dios, ya que es la historia humana del Hijo eterno de Dios. Una historia que culmina en la pascua, cuando Jesús, con su muerte y resurrección, revela hasta qué punto está dispuesto a hacer la voluntad del Padre y hasta qué punto el amor del Padre es capaz de comunicar vida, alegrí­a y paz a toda la humanidad.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Razón y revelación: 1. Distinción entre r. natural y r. sobrenatural; 2. Reinterpretación transcendental de la r. natural; 3. La razón iluminada por la fe alcanza los misterios divinos; 4. Crisis del concepto de r. sobrenatural e idea de una r. primitiva. El problema de la unidad, del conocimiento de Dios.-II. Revelación del Dios Trino y su transmisión.-III. Plenitud escatológica de la revelación.

I. Razón y revelación
1. LA DIFíCIL DISTINCIí“N ENTRE R. NATURAL Y R. SOBRENATURAL. Tradicionalmente se ha distinguido entre r. natural y r. sobrenatural. Se trazaba así­ una lí­nea divisoria entre la exploración racional del concepto de r. y aquel otro dominio semántico debido a la autocomunicación de Dios en la historia de la salvación. Con ello se indica de entrada que de estos dos conceptos es semántica y conceptualmente más amplio o abarcador el de r. que el de salvación, por lo que hace a su recí­proca referibilidad. Hoy en dí­a la distinción teológica tradicional entre r. natural y sobrenatural precisa ciertas matizaciones, justificadas por la forma en que queda afectada la doctrina clásica sobre la relación entre razón y r., tanto por la permeabilidad de la teologí­a a la crí­tica de la Ilustración y de la modernidad al concepto de r. sobrenatural, como por la atención prestada a dicha crí­tica por la Iglesia. Todo ello motiva nuevos planteamientos, que contribuyen a salvar los nucleos que el Magisterio trató históricamente de asegurar como acervo cristiano irrenunciable.

El contenido semántico más inmediato de r. es desvelamiento, manifestación de algo oculto, conforme a su etimologí­a latina: revelare. quitar el velo, dar a ver, descubrir, dar a conocer; de donde se deriva el sustantivo revelatio. Es el mismo contenido semántico de los vocablos griegos apokalyptó y apokálypsis, de los que se sirve de forma más común la versión de los LXX, que conoce otros (phaneró, epiphaí­nó, délo, sémaí­nó, khrématí­dsó) para traducir vocablos hebreos como galah, de contenido semántico y conceptual parejo. Según esto la noción de r. natural incluye la manifestación de Dios en el mundo creado, lo que de hecho lleva implí­cita la afirmación de la voluntad de automanifestación de Dios por sus obras, más que aludir inmediatamente a la noción de hallazgo por parte de la capacidad cognoscitiva del hombre para superar la dificultad del proceso de descubrimiento que lleva él.

Esto explica que la doctrina de la Iglesia sobre la r. natural no se identifica sin más con la teologí­a natural o filosófica. Con la modernidad esta teologí­a filosófica pasó a ser denominada de forma general y sin duda impropiamente teodicea, pero esta denominación (presente en la tradición filosofí­ca occidental a partir de Leibniz, defensor de la bondad de Dios y de la existencia del mejor mundo posible) hací­a originalmente alusión, según su etimologí­a griega (theós: Dios; dí­ké: justicia), a la necesidad de justificación [de la bondad] de Dios ante la razón filosófica, a causa de la constatación del mal como realidad que afecta al mundo y resulta insoslayable.

Se trata en esta r. natural de un saber de Dios que procede de la voluntad revelante de Dios mismo y que de algún modo se remite a la r. protológica, a aquella notitia dei dada al hombre por Dios en su misma condición creatural. Esta noticia divina ha alimentado y orientado de modo general el saber del hombre sobre Dios como causa y fundamento, origen y fin del mundo y del hombre, y ha alumbrado la razón filosófica. Por consiguiente, al hablar de r. natural es dificil teológicamente relacionar el saber de Dios que ella acumula con la supuesta capacidad de una racionalidad natural pura, que de hecho jamás ha existido como tal.

Esto no significa, empero, sostener la identidad entre el orden de la naturaleza y de la gracia,’porque tampoco el orden de la creación y de la redención se pueden reducir el uno al otro. Teóricamente no es lo mismo el orden de la naturaleza que el orden de la creación, pero ambos constituyen una realidad dada única. No existe una naturaleza pura porque la que existe es creación divina puesta bajo la “gracia de la creación” y en sí­ misma abierta a la “gracia de la redención”. El hombre fue creado en Cristo, por él y para él (Jn 1,3; Ef 1,4; Col 1,16; Heb 1,2), de forma que no es posible soslayar el fundamento cristológico de la protologí­a. Rahner entiende el concepto de naturaleza como un concepto lí­mite, “residual”, referido a “lo que queda”, filosóficamente concebido, como soporte de la acción divina: su condición de posibilidad’.

2. REINTERPRETACIí“N TRANSCENDENTAL DE LA R. NATURAL. De esta suerte Rahner ha ensayado una reinterpretación filosófica y teológica del concepto de r. natural, tradicionalmente vinculado a la doctrina del Concilio Vaticano 1 acerca de la capacidad natural de conocimiento de Dios (DS 3004. 3026). Esta reinterpretación es calificada de transcendental, porque con ella se alude a la condición aprióricamente dada de la criatura constituida libre, “puesta fuera de Dios” en alteridad verdadera frente a él, otra que él, distinta de Dios, y abierta a la r. natural; esto es, a la percepción refleja de la autocomunicación de Dios. Esto significa que la r. natural pasa por la experiencia del mundo alimentada y sustentada por la pregunta por su misterio. Es así­ porque el hombre realiza esta experiencia del mundo en el estado actual de su situación infralapsaria, posterior al pecado original, ante Dios; es decir, en clara dependencia de una situación de ceguera culpable. Tal es la situación dialéctica del hombre: aunque abierto a la autocomunicación divina, ontológicamente dada en su ser creatural (lo que le coloca en un estadode permanente determinación por la gracia o existencial sobrenatural, como quiere Rahner), el hombre no alcanza un saber de Dios sin dificultades, que provienen de su culpable alejamiento de Dios.

3. LA RAZí“N ILUMINADA POR LA FE ALCANZA LOS MISTERIOS DIVINOS. La r. natural no es resultado de una idea innata sobre Dios, pues, tal como piensa santo Tomás, la proposición “Dios existe” no posee una evidencia inmediata (SumTh I, q.2, a.l). Lo que significa que la r. natural, aún aceptando que permite un saber siempre posible y suficiente sobre la existencia de Dios y su acción providente en favor del hombre, en el estado actual del hombre ante Dios la realidad divina queda en su insondable misterio, haciéndose precisa la fe. De ahí­ que sea posible dar razón teológica de la existencia de las religiones y de la posibilidad de que sirvan a una auténtica experiencia de gracia, en virtud de la voluntad universal divina de salvación.

Se impone, en consecuencia, una lectura de los textos bí­blicos y neotestamentarios relativos a la r. natural, que apoyan la doctrina del Vaticano I, en conformidad con su alcance teológico. Sólo por la Sagrada Escritura es clara para el hombre la posibilidad de acceso a Dios por la r. natural (Sab 13,1-9; Eclo 17,8; He 17,24-29; Rom 1, 19-20; cf. 1 Cor 1,21), de modo que tal posibilidad está incluida en la imagen que del hombre se desprende de la revelación bí­blica. Gracias a ella puede el hombre estar seguro de la posibilidad de llegar naturalmente a Dios. En realidad, sólo por la r. conoce el hombre supropia identidad y cuál sea su situación ante Dios; y sólo por la fe en la r. alcanza aquella certeza religiosa acerca del designio divino de salvación que le coloca teologalmente ante Dios. De esta suerte, la razón iluminada por la fe llega a conseguir incluso “una cierta inteligencia muy fructuosa de los misterios [divinos], bien sea por analogí­a con lo que conoce por ví­a natural [analogí­a del ser], bien sea por la conexión de unos misterios con otros y con el último fin del hombre [analogí­a de la fe]”, aunque la esencia divina nunca pueda ser objeto inmediato del conocimiento finito. Así­, los misterios divinos nunca podrán ser penetrados por el conocimiento finito en estado de peregrinación “como verdades que constituyen su objeto propio”, enseña el Vaticano I (DS 3016).

4. CRISIS DEL CONCEPTO DE R. SOBRENATURAL E IDEA DE UNA R. PRIMITIVA. EL PROBLEMA DE LA UNIDAD DEL CONOCIMIENTO DE DIOS. La universalidad de la religión como fenómeno humano planteó desde la irrupción de la Modernidad la dificultad de conciliar el saber natural sobre Dios y el saber por r. de los misterios divinos. Sobre todo después de la crí­tica de la teologí­a natural de la Escolástica cristiana, medieval y barroca, por la demoledora impugnación de M. Kant en la “dialéctica transcendental” de la Crí­tica de la razón pura (1781); y tras su propuesta de reconvertir la religión de r. en religión de la razón (o religión natural), en la obra La religión dentro de los lí­mites de la mera razón (1793). Este programa ilustrado de desdogmatización del concepto de r. sobrenatural y su sustitución por el de religión natural, promovido por la Aufkldrung alemana, encontró en Lessing una formulación paradigmática de lo que habrí­a de ser el paso de una cristologí­a dogmática a otra prototí­pica, que renuncia a ver en Cristo la sobrenatural de Dios, para ver la del pedagogo divinamente inspirado, pero que en realidad no es sino la encarnación del ideal, del paradigma de lo humano, posible para la razón ilustrada. El cambio de perspectiva habí­a sido promovido desde la segunda mitad del siglo XVII y en el XVIII por la Ilustración inglesa (E.H. de Cherbury, M. Tindal, J. Toland) y el empirismo de J. Locke y D. Hume, partidarios de una crí­tica del cristianismo como religión revelada más moderada que la de librepensadores y materialistas franceses.

La Ilustración supuso, en consecuencia, un verdadero reto para la teologí­a cristiana, tentada por el racionalismo de la época como forma de superación de la crisis. El racionalismo vení­a a asimilar el conocimiento sobrenatural de Dios al conocimiento natural, fundado sobre una cierta idea innata de Dios que poseerí­a la mente, por lo cual fue condenada la doctrina de su principal defensor, Frohschammer (DS 2850-2861), e incluida con la de Hermes (DS 2738-2740) en el Syllabus (DS 2901-2914). El votum de Franzelin De erroribus nonnullis circa Dei cognitionem naturalem et supernaturalem, presentado a la Com. Teol. del Vaticano I, se hace eco de las opiniones ya entonces condenadas.

Al racionalismo se contrapusieron corrientes como el fideí­smo y el tradicionalismo (J. de Maistre, L. de Bonald, D. Cortés, H.F.R. de Lamennais), que atraviesan el siglo XVIII y llegan al Vaticano 1. Convencidos de la imposibilidad del conocimiento natural de Dios, sus defensores propugnaron como única ví­a de acceso a Dios la r. Para fideí­stas y tradicionalistas: 1) por sí­ misma, la razón es incapaz de alcanzar una certeza clara de la verdad moral y religiosa; 2) una y otra tienen su origen en una r. primitiva, que ha sido transmitida fielmente por la tradición a lo largo de los siglos, y que halla en la Iglesia el medio orgánico querido por Dios para su custodia y transmisión’. La universalidad de la religión no tendrí­a otra explicación posible que la de esta r. primitiva. L. Bautain (más moderado, igual que A. Bonetty) no dejaba de sostener que “la razón sola no puede demostrar la existencia de Dios; la razón no puede fundamentar los motivos de credibilidad de la fe cristiana”, viéndose obligado a modificar sus afirmaciones a propuesta del Magisterio (DS 2751-2756). El fideí­smo fue condenado en el sí­nodo de Tolosa de Languedoc (1832) y fue descalificado por Gregorio XVI (DS 2730-2732), doctrina que recoge el Vaticano I al afirmar: 1) que la razón tiene capacidad para conocer naturalmente a Dios (DS 3004); y 2) que la razón puede explorar y fundamentar los preámbulos de la fe (DS 3019).

La idea, empero, de una r. primitiva tuvo en el siglo XIX eco particular entre los teólogos de la escuela de Tubinga. J.S. Drey vio en ella el fundamento del desarrollo de la conciencia religiosa histórica, finalizada a la r. sobrenatural que halla mediación en ella. Esta idea teológica ha sido sostenida por diversos teólogos, hasta nuestros dí­as, católicos` (P. Schanz, Parente, Lombardi, De Letter, E. de Parí­s), igual que protestantes. Entre éstos, P. Althaus y E. Brunner’, que sostienen que la r. primitiva da razón del “conocimiento natural” de Dios que está en el origen de las religiones. Participaron de esta opinión estudiosos de la religión de la escuela de Viena, particularmente W. Schmidt (Der Ursprung der Gottesidee, 1912ss.), que vio en ella el fundamento del monoteí­smo como forma originaria de toda religión. Contrario a la explicación evolucionista de la religión propuesta por los estudiosos, finiseculares y de principios del s. XX, de las nacientes ciencias de la religión. Ya materialistas como J. Lubbock, que sostení­a el ateí­smo como mentalidad primitiva del hombre, ya espiritualistas, como E.B. Tylor, partidario del animismo originario de la religión, u otros. F. Ratzel y L. Frobenius profundizaron en las exigencias de una historia de las religiones basada en el “método histórico”, para aplicarlo a la reconstrucción del pasado religioso. F. Graeber, B. Ankermann y el propio Schmidt, seguido después por P. Schebesta’ y otros, trazaron ámbitos culturales y sus recí­procas influencias, hasta reconstruir las formas primitivas de monoteí­smo posible (Urmonotheismus)’. Sin embargo, la insuficiencia del método histórico para alcanzar la r. originaria es patente.

La teologí­a de Rahner permite una reinterpretación transcendental de esta categorí­a histórico-religiosa, pudiendo verse en esta r. del origen la formulación literaria de la realidad, no histórica sino ontológica, de la inmediatez creatural de Dios al hombre y de su situación ante Dios. El designio de salvación universal afecta de forma “existencialmente sobrenatural” a la realidad “natural” del hombre, capaz de acceder a Dios y por eso mismo capaz de experiencia religiosa y salví­fica. En gran medida también los teólogos protestantes mencionados sostienen, contra el cristomonismo de Barth una comprensión ontológica de la r. primitiva. Entre los católicos, H. Fries, siguiendo a Rahner, ve en la r. primitiva la constatación de la coexistencia de la historia universal y la historia explí­cita de la salvación, aunque sus diferencias sean sustantivas, haciendo de esta suerte posible una teologí­a de las religiones positiva.

Es, pues, sostenible la posibilidad de una filosofí­a de la religión, presupuesto necesario de una teologí­a cristiana de la misma. Aunque cabe una filosofí­a de la r. y de la fe cristianas (Rahner), sin embargo, contra ciertas reticencias, hay que sostener la posibilidad de una filosofí­a de la religión en general (B. Welte”), ya que es posible el conocimiento natural de Dios atestiguado por el hecho universal de la religión y de la existencia de religiones acristianar. Esta filosofí­a es posible incluso sin ninguna vinculación a una confesión religiosa concreta (H. Fries). No parece posible estar de acuerdo con quienes sostienen una postura pareja a la de la teologí­a radical anglosajona de la secularización y de la muerte de Dios, que imaginó una formulación irreligiosa del cristianismo (los americanos Hamilton, Altizer, Vahanian), como respuesta a una cultura secular’. Tampoco parece aceptable el extremo de Barth, partidario de la “abolición de la religión” por la r. Todo planteamiento teológico-formal que afronta las condiciones de posibilidad de la r. cuenta con una teodicea y una filosofí­a de la religión al menos implí­citas, aunque explí­citamente se renuncie a ellas; como renuncian a la fundamentación teorética del conocimiento que sustenta a una y otra, e incluso al mismo proceder epistemológico de la teologí­a, todos los que piensan que a la teologí­a fundamental no compete otra cosa que la fundamentación del cristianismo como religión revelada y la fundamentación del acto de la fe.

Si así­ no fuera, la teologí­a negarí­a lo que afirma el Vaticano I: la posibilidad de explorar racionalmente los presupuestos de la fe. Esta es anterior a la r. histórico-salví­fica, aunque su universalidad halle en esta última su razón teológica, porque en ella conoce el hombre el designio eterno de salvación. J.H. Newman sostuvo también esta valoración de la religión, resultado de la unidad de Dios y del conocimiento humano: el conocimiento natural de Dios es presupuesto de la r., que la naturaleza nos proporciona por tres canales diferentes, “a saber, nuestra propia mente, la voz de la humanidad y el curso del mundo”. De ahí­ que siguiera la opinión del obispo anglicano J. Butler’ respecto a la fundamental analogí­a entre religión natural y revelada. Newman cree que la religión natural crea expectación de que se nos dará una r.”, que alienta la convicción de que la historia humana ha sido finalizada por Dios hacia su meta. Idea próxima a la que en la actualidad desarrolla la teologí­a del proceso, inspirada en la filosofia del proceso de A.N. Whitehead y la teologia de la esperanza'”. Postura ésta bien lejana de la de Barth, que excluye toda consideración de la historia como teodicea igual que toda otra teologí­a natural’.

II. La revelación del Dios Trino y su transmisión.

La r. bí­blica más antigua es ofrecida en un conjunto de representaciones y fórmulas, próximas a ciertas concepciones del entorno religioso, que perviven en las diversas tradiciones literarias. La sacralización de los lugares teofánicos (Gén 12,7-8; 28,13.17; 18,1; Ex 3,5; 16,7.10; 24,15ss.; Ez 11,22) no llega a mundanizar a Dios al ubicar su presencia. La circunlocución del aparecerse del angel de Yahweh (Gén 18,1) defiende la transcendencia divina, no comprometida por los antropomorfismos con que se expresan sus acciones salví­ficas (Dt 3,24; Jer 16,21; Is 53,1; 66,14), manifestación del poder divino y de su soberaní­a, que reconocen los salmos (48,4; 8,lss.). Acaece así­ la r. del “Yo soy…” como r. del nombre divino (9,2-3; 76,2), siempre remitido a los hechos salví­ficos en favor de los padres (Gén 26,24), a la liberación presente (3,6.14), acontecida (Gén 15,7; Ex 20,2; Dt 5,6; Os 31,13) y esperada (Is 40; Jer 16,21).

Aunque el dogma trinitario no hubiera podido desarrollarse sin la r. de Jesucristo, el AT lo prepara al desarrollar los atributos de Dios: creador y redentor, autor de una promesa de salvación que hace de la palabra la categorí­a por excelencia de la r. por la historia. Con los profetas, la palabra de promesa abre la esperanza a la r. del misterio divino en la acción salví­fica del Mesí­as, actor de la redención (Is 42,1-8; 49,3-9; 50,4-9; 52,13-53,12). La apocalí­ptica especulará sobre el misterio que conmoverá al mismo cosmos y que permitirá interpretar a Jesús resucitado como el ser divino cuya venida se anuncia (Mt 24,30, 26,64; cf. Dan 7,13 y He 2,33). La polémica entre quienes han visto en la palabra de promesa (Rendtorff y J. Moltmann, apoyados en G. von Rad) la categorí­a por excelencia de la r. y quienes no (W. Zimmerli) ha permitido aclarar que, aunque la r. en el AT tiene su mediación en la historia, el “poder de la historia” no es sinónimo del poder transcendente de Dios. El fracaso es también lugar histórico de la r., manifestación del juicio divino y lugar privilegiado de la misericordia de Dios, que da origen a la lectura teológica del destierro y de la restauración. La misericordia es la forma propia de la fidelidad de Dios, su capacidad de perdón, el fundamento único (Is 43, 25; 44,21.24) de la continuidad de la alianza, objetivo de la historia salví­fica (Ex 20ss.; 24,3.7), renovada con miras al futuro escatológico (Ez 36,25-28ss.; Jer 31,31ss.). Las acciones salví­ficas de Dios y su soberaní­a absoluta sobre la creación y la historia (Is 48,12-13) acreditan su palabra y su exigencia de reconocimiento de parte de Israel y universal (1 Re 18,39; Ez 36, 6-7.23; 39,28).

La palabra es además categorí­a de la r. como palabra legal: la Ley es la objetivación única intramundana de Dios, que prohibe toda imagen suya (cf. Ex 20,4-5; Lv,19,4; Dt 4,15-20). Es verdad que la teologí­a postexí­lica defiendela atemporalidad y cuasi personificación de la Ley, pero ésta es ya anterior al exilio y expresión de la voluntad divina, condición y contenido de la alianza (Zimmerli). San Pablo polemizará contra la absolutización rabí­nica de esta objetivación de la r. divina, oponiéndole como topos nuevo y definitivo: Jesucristo (Rom 3,20; Gál 2,16). Cristo no cierra la historia salví­fica, la abre hacia la única consumación posible: la escatológica, de la cual él es Mediador (Heb 8,6), porque sólo en él, el Hijo, la ley encuentra satisfacción y Dios ve cumplida su voluntad en la obediencia de Cristo (Flp 2,8) .

La palabra divina se hace también palabra sapiencial en la corriente veterotestamentaria de este nombre, dando pie a la especulación de los escritos joánicos sobre el Logos divino, razón protológica de toda la creación, humanado en Jesucristo, idéntico con el Hijo eterno y preexistente. Este antecedente del AT (Hengel, Sanders) no obsta al helenismo de ciertas reflexiones joánicas sobre el Verbo divino, a las que por lo demás son sensibles autores del judaí­smo helenista como Filón.

Los Padres hablaron de la estructura trinitaria del hombre (S. Agustí­n) creado “a imagen de Dios” (Gén 1,27 ). La noción trinitaria de Dios es debida a la r. del NT y a su desarrollo dogmático en el cristianismo antiguo, pero su elaboración cuenta con el predente del AT. El NT recupera la r. trinitaria del AT al ver a Cristo contenido en las Escrituras (Lc 24,27) al objetivar en él la realidad divinamente pretendida por la historia de la r. en todas las ‘figuras’ (cf. 1 Cor 10,4; 15,3-40: katá tás graphás). Aun con el precedente del AT y el de las religiones que han visto a Dios bajo la figura paterna, la encarnación del Hijo eterno es la categorí­a cristológica fundante de la r. de Dios como Padre (S. Ireneo, Tertuliano, S. Agustí­n, Sto. Tomás)”, aunque la penetración epistemológica en el “misterio de Cristo” (Ef 1,9) sólo sea posible desde la resurrección, con la cual está dada la razón pneumatológica del dogma cristológico y de la constitución de la Iglesia como comunidad de Jesucristo. El Espí­ritu media la presencia de Dios sobre la creación (Gén 1,2; Sal 104,29-30); alienta en los mediadores de la r.; funda creadoramente la humanidad del Hijo y su investidura mesiánica (Mc 1,10 y par.); y es agente de su glorificación (Rom 1,4; 8,11s.) y de la novedad de vida y gloria de los que siguen a Jesús (Rom 8,13-17). Desde el acceso “en el Espí­ritu’ a las Escrituras, los Padres ven en las teofaní­as e historia de la r. del AT, las huellas de la Trinidad de la antigua economí­a, a la que aplican la exégesis espiritual. Penetran en el proceso genético-bí­blico del desarrollo dogmático, estableciendo la prueba escriturí­stica contando con los sentidos de la Escritura (H. de Lubac).

La transmisión de la r. en Cristo encontró desde el principio esta dificultad, que amenazaba la comprensión de la unidad de la r.: ¿cómo salvar la irreconciliación entre el mensaje de Jesús y su muerte bajo la ley de Israel? La respuesta quedó dada en la confesión de la fe que ve en Cristo el sentido de las Escrituras, sin restar nada a la gradualidad histórica de la r., ni entregar a la pura tipologí­a la r. de la economí­a antigua. En ella aparece no sólo el typos de Cristo, sino su realidad (cf. Lc 24, 27), conforme a cada momento de la economí­a salví­fica, lo cual impide la disolución del AT en la historia de las religiones, razón de la condena de marcionitas y gnósticos. La teologí­a antigua y medieval salvaron la unidad de la r. interpretándola de formas diversas: dialéctica “continuidad en la discontinuidad” del espí­ritu y la letra (S. Agustí­n); sucesión analógica de la lex vetera en la lex nova (Sto. Tomás); o dialéctica entre Ley y Evangelio que atraviesa ambos testamentos (Lutero). Se excluyó el literalismo mesianista del ala izquierda de la Reforma (anabaptistas) y ha resultado inaceptable el punto de vista del neoprotestantismo, desde Schleiermacher, que ha visto en el AT tan sólo el marco religioso histórico-genético del NT.

La teologí­a protestante contemporánea ha retornado a la lectura trinitaria plena de la Escritura, contenido de la r. y fundamento del dogma cristiano (K. Barth). Contra la cristologí­a prototí­pica de los teólogos liberales la reacción neoortodoxa propone: 1) la confesión de la divinidad del Hijo. Una reacción dirigida contra la disolución de la r. en el dinamismo inmanente de la historia, que explicita su condición divina en la culminación del hombre idéntico consigo mismo, acorde con su medida, cuyo prototipo la teologí­a liberal ve en Cristo. Propone además 2) la aceptación de la gratuidad e indisponibilidad de la redención; y 3) la confesión del valor soteriológico exclusivo de la muerte y resurrección del Redentor. La teologí­a federal31 (‘de la alianza’) protestante vio en la ‘alianza’ la clave de la r. del misterio salví­fico desde el siglo XVII (J. Coccejus) hasta desembocar en la moderna teologí­a históricosalví­fica protestante (O. Cullmann32). La teologí­a católica ha explorado las condiciones transcendentales de la theologia como historia salutis (K. Rahner, A. Darlap), descartando la reducción de la r. a la experiencia existencial y actualista de la salvación, intemporalmente percibida en la predicación (R. Bultmann). La teologí­a moderna ha visto en la Trinidad la razón dogmática de la historización de la r. (W. Pannenberg, J. Moltmann, R. Belloso, B. Forte) implicada en las misiones del Hijo y del Espí­ritu. Por el acceso en el Espí­ritu a Cristo tanto el proceso cognitivo de la fe como la vida teologal plena, experiencia continuada de la vida divina e inicio de su consumación eterna, toda la r. se actualiza en quien vive de ella; si bien le es entregada en estado de peregrino, en el tiempo de la Iglesia, y “como en un espejo” (1 Cor,13, 12).

III. Plenitud escatológica de la r.

De modo que la doctrina sobre la r. como anticipación escatológica de esta razón divina de la historia (W. Pannenberg) no es sino expresión de la fe a la que induce el conocimiento natural de Dios: que es imposible separar de la noción de Dios, fundamento del mundo, la idea de su poder soberano frente a los poderes del mundo y del mal. El hombre, abierto a lo fundamentante (X. Zubiri) y ser de creencias (J. Ortega y Gasset), fiado en su natural saber, cree por eso en la bondad originaria y radical de Dios; y espera de él la r. de la justicia contra la prepotencia aparente del absurdo, del mal y de la congoja, que Unamuno veí­a en su Agoní­a del cristianismo como cualificación del existir cristiano. Porque es así­ el hombre, animal de esperanza (P. Laí­n Entralgo), espera en Dios. Se puede decir que la razón antropológica de la fe constituye de esta suerte el núcleo de los prolegómenos que llevan a ella. Sobre esta razón natural de la esperanza se entenderá la esperanza teologal como movilizadora de la inteligencia y no sólo de su acción esperanzada. J. Moltmann modifica el axioma de san Anselmo y habla de la spes quaerens intellectum, explorando la noción reformada de la fe fiducial, eficaz en la existencia cristiana. No es separable la r. natural de Dios de la sobrenatural sin escindir al hombre y la realidad misma de Dios, sujeto transcendente del orden creado y del redimido.

[ -> Agustí­n, san; Alejandrinos (Padres); Analogí­a; Anselmo, san; Ateí­smo; Autocomunicación; Barth, K; Biblia; Comunión; Concilios; Confesión de fe; Conocimiento; Creación; Credos trinitarios; Encarnación; Escatologí­a; Esperanza; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Filosofia; Gnosis, gnosticismo; Gracia; Hijo; Historia; Iglesia; Ireneo, san; Jesucristo; Logos; Misión, misiones; Misterio; Monoteí­smo; Muerte de Dios; Naturaleza; Newman, J. H.; Nombres de Dios; Padre; Pascua; Racionalismo; Rahner, K; Redención; Religión, religiones; Salvación; Teodicea; Teologí­a y economí­a; Tertuliano; Tomás de Aquino, sto.; Transcendencia; Trinidad; Unamuno; Zubiri.]
Adolfo González Montes

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Acto libre por el que Dios comunica su misterio a la humanidad invitándola a compartirlo. La revelación constituye el fundamento de la fe y su referencia constante; la teologí­a, que nace de la revelación. intenta comprender su misterio a la luz de la inteligencia.

El término “revelación” debe su origen al griego apokalyptein, que significa quitar el velo, hacer manifiesto; sin embargo, el uso que hace de este término la Escritura no puede reducirse a la terminologí­a. En el Antiguo Testamento la revelación se expresa preferentemente por la expresión “palabra de Yahvé”; en efecto, según la concepción judí­a es imposible ver a Dios y sólo puede escucharse su voz. El Nuevo Testamento utiliza al menos 15 términos diferentes para hablar de la revelación, pero su referencia es siempre Jesús de Nazaret y su actividad; por tanto, la revelación es principalmente la descripción de su persona, de su actividad y de su enseñanza.

Es posible verificar una historia o una economí­a de la revelación, que tiene su origen en la creación y culmina en el acontecimiento Jesucristo.

1. La primera revelación, que se ex presa a través de la naturaleza, puede llamarse revelación cósmica o natural. Se refiere al acto creativo de Dios, que permite ya un conocimiento de sí­ como de un Dios que ama. A través de esta revelación, se puede llegar a conocer a Dios (Rom 1,20); por tanto, lo creado se convierte en el escenario en el que el hombre bí­blico ve cómo Dios sale por primera vez del silencio de su misterio.

2. Hay una segunda revelación llamada histórica. Se refiere sobre todo a las peripecias que constituyen la historia de Israel: la llamada de Abrahán con la promesa de una tierra y de un pueblo, la esclavitud en Egipto, la alianza y el don de la Torá, la deportación y las más variadas vicisitudes del pueblo se convierten en “palabras ” con las que Israel comprende quién es Dios y qué relación lo une a él. La historia de este pueblo constituye el horizonte ineliminable de toda posible comprensión de la revelación; parece como si se llegara a una identificación entre los dos, de manera que en las mismas peripecias de la historia Dios se manifiesta en su realidad personal.

3. La tercera expresión de la revelación es la profética. Se reconoce en los diversos oráculos o en los signos proféticos que se realizan. Esta revelación pasa a través de la mediación personal de algunos hombres llamados a expresar las palabras mismas de Yahvé; escuchar o rechazar su palabra coincide con escuchar o rechazar a Dios. La revelación profética recorre las grandes etapas de la historia de Israel, como la alianza, la Torá y la fidelidad a Yahveh, pero las inserta en una perspectiva más profunda y más espiritual, para que nadie se quede en una relación puramente formal con Dios.

4. La cima de la revelación es la re velación crí­stica. La revelación de la palabra se hace ella misma “carne” y el alfabeto de Dios toma cuerpo en e1 lenguaje de Jesús de Nazaret. Esta revelación, como indica la Dei Verbum en el n. 4, debe considerarse “definitiva” y “completa”, ya que en Jesús Dios nos dice todo lo que, en su misterio de amor, querí­a comunicar a la humanidad.

La revelación que lleva a cabo Jesús es definitiva, porque en él se da a conocer plenamente el misterio de Dios. En efecto, él manifiesta que Dios es Padre, Hijo y Espí­ritu; esta revelación sólo podí­a hacerla él, que comparte con Dios su misma naturaleza. Por tanto, la dimensión trinitaria de la revelación es fundamental, ya que permite alcanzar la unicidad de la naturaleza divina y su relacionalidad diversificada en la economí­a de la revelación. Esta perspectiva trinitaria es la que permite ver la revelación de Jesús de Nazaret completa, pero al mismo tiempo abierta, ya que remite siempre al misterio más grande de Dios. Dios, aun revelándose, no se deja aprisionar en las redes de lo humano; las asume en plenitud y se hace conocer por medio de ellas, pero todo el lenguaje humano es incapaz de expresar la grandeza de su misterio.

La revelación constituye el fundamento de la fe porque en ella Dios no sólo se comunica a sí­ mismo, sino que en la persona del Hijo hace evidente su proyecto sobre el hombre. Al revelarse a sí­ mismo en la naturaleza humana, Dios revela al hombre a sí­ mismo: le permite descubrir el plan de salvación original más allá de la desobediencia del pecado y le invita de nuevo a reconciliarse con él. La revelación, que es ante todo signo del amor que quiere darse a conocer para que el amado sea feliz, supone también la dimensión soteriológica en cuanto que la condición real de la persona humana es la del pecado y de la desobediencia. Así­ pues, al revelarse. Dios no sólo se da a conocer a sí­ mismo y su misterio de amor, sino que al mismo tiempo salva a los hombres de la condición de esclavitud.

Puesto que Dios entra en la historia, su revelación se dirige hacia un cumplimiento definitivo que sólo se dará al final de los tiempos. Así­ pues, la revelación posee en sí­ misma una dinámica creciente que mueve a entrar en la plenitud del misterio sabiendo que éste sólo podrá ser conocido plenamente en la visión final. Esto significa que la verdad comunicada y expresada por la revelación se ha dado una vez para siempre, pero tiene necesidad de ir creciendo hasta alcanzar la plenitud en el acontecimiento escatológico (Jn 16,13).

La Iglesia ha reflexionado siempre sobre el misterio de la revelación; esto ha hecho que en las diversas épocas históricas haya explicitado algunos de sus aspectos, que permití­an tener una visión más global del misterio. En el perí­odo patrí­stico, la revelación comienza a ser llamada también “traditio”, “regula fidei” o “regula evangelii”, para indicar que es la Palabra de Dios la que guí­a la vida de la comunidad. La Edad Media lee la revelación más bien como una “iluminación’. se convierte en “luz para la razón” y progresivamente se inclina hacia una comprensión de la revelación como un “conjunto de doctrinas”. A partir del siglo XVl, la Iglesia se ve obligada a defender el carácter sobrenatural de la revelación contra los errores de diversos movimientos culturales que negaban su origen divino. Este movimiento alcanzó su cima en el concilio Vaticano I, donde por primera vez se tiene una Constitución dogmática sobre la revelación: la Dei Filius. Las perspectivas personalistas asumidas por el concilio Vaticano I y sobre todo el retorno a las fuentes bí­blicas y patrí­sticas llevaron a una lectura de la revelación sumamente original y coherente por medido de la Constitución Dei Verbum, del concilio Vaticano II La revelación sigue siendo el misterio central, no sólo de la fe cristiana, sino de la historia de la humanidad, ya que constituye la exigencia esencial que encuentro al hombre abierto a entrar en una relación con lo divino. Sin embargo, la revelación posee su propia naturaleza que hay que respetar. en efecto, “revelar”, si por una parte indica levantar el velo, por otra parte señala también que hay . que volver a poner el velo sobre lo que se habí­a desvelado. La dialéctica del desvelar y del velar es constitutiva de la revelación cristiana. si no se quiere perder el carácter sobrenatural de su contenido.

R. Fisichella

Bibl.: R. Latourelle, Revelación. en DTF 1232-1289: íd” Teologí­a de la Revelación, Sí­gueme, Salamanca 51982; J. Alfaro. Revelación cristiana, fe y teologí­a, Sí­gueme, Salamanca 1985; R, Fisichella, La Revelación: evento y credibilidad, Sí­gueme, Salamanca 1989; 1d” Introducción a la teologí­a fundamental, Verbo Divino, Estella 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. “Dios ha hablado muchas veces y en diversas formas”. II. La revelación en el AT.: 1. El éxodo: historia y palabra; 2. Revelación y conocimiento de Dios; 3. Salvación, ley y promesa; 4. El relato de los orí­genes: revelación y reflexión; 5. Revelación y profetismo; 6. Revelación y sabidurí­a. III. La revelación en el NT: 1. La revelación en los evangelios sinópticos; 2. Pablo: el misterio en otro tiempo escondido es ahora desvelado; 3. La Palabra se hizo carne: la revelación en san Juan. IV. Las estructuras de la revelación.

No es posible en esta exposición reconstruir la génesis y el desarrollo de la concepción bí­blica de la revelación. Serí­a un trabajo demasiado largo y delicado. Es mejor limitarnos a poner de manifiesto las articulaciones y las estructuras básicas.

Nuestra exposición debe tener enseguida en cuenta dos datos. El primero es que el concepto de revelación no está terminológicamente fijado en la Biblia. No hay, pues, un vocabulario fijo al que atenerse, aunque no faltan expresiones privilegiadas; la primera de todas es la expresión palabra de Dios. El segundo es que la revelación es un concepto bí­blicamente complejo, que abarca acciones y realidades diversas entre sí­, aunque, obviamente, todas dentro de un cuadro común, a saber: la convicción de un mensaje que proviene, de un modo u otro, de la libre iniciativa de Dios, que manifiesta su voluntad y, por tanto, se presenta al hombre con valor obligatorio. Dentro de este cuadro común se dan, sin embargo, modalidades diferentes: todas las páginas de la Biblia son consideradas en la tradición judí­a y cristiana l palabra de Dios; pero una cosa son los profetas, otra los libros históricos, otra los sapienciales, otra el AT y otra el NT.

Teniendo esto presente, me parece que el camino a recorrer es examinar algunas páginas significativas, elegidas entre géneros diversos, capaces de mostrar tanto las diferentes modalidades de la revelación como sus constantes.

I. “DIOS HA HABLADO MUCHAS VECES Y EN DIVERSAS FORMAS”. Un texto que sintetiza admirablemente los múltiples aspectos y el camino entero de la revelación bí­blica, a manera de promontorio desde el cual se puede observar todo el panorama, es el prólogo de la carta a los Hebreos (1,1-4): “Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos dí­as, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. El, que es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa, y, una vez que realizó la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la majestad en lo más alto del cielo, llegando a ser superior a los ángeles en la medida en que los aventaja el nombre que ha recibido en herencia”.

En la raí­z de la revelación está la iniciativa gratuita y libre de Dios (“Dios ha hablado”). La revelación es un puro don de Dios, que sale de su misterio para encontrarse con el hombre. Ya por esto la revelación bí­blica aparece como un movimiento completamente diverso de aquel encumbramiento de sí­ al que muchas investigaciones religiosas invitan al hombre. El camino que conduce a Dios es la disposición a acoger, y no una penetración en el mundo celestial mediante técnicas ascéticas o contemplativas o mí­sticas.

La Biblia se sirve de diversas locuciones para expresar el manifestarse de Dios, pero la locución más frecuente e importante es la palabra (“Dios ha hablado”). La palabra es interpersonal y dialógica: va de persona a persona, interpela y espera respuesta, tiende por su naturaleza al diálogo. La revelación no sólo manifiesta el misterio de Dios y, a la luz de este misterio, revela al hombre a sí­ mismo, sino que también llama al hombre a la escucha y obediencia, a la fe y a la acción.

Mas subrayar que la revelación es palabra no significa devaluar la acción, la historia. La palabra bí­blica, a la cual se refiere ciertamente el prólogo de la carta a los Hebreos (v. 3), puede decir que el Hijo “sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” Y más adelante (4,12) la misma carta describirá la palabra de Dios como “viva y eficaz”.

La revelación bí­blica no es atemporal ni está inmediatamente dirigida a cada uno, sino que es histórica y mediata: Dios ha hablado en tiempos determinados y acabados (el verbo “hablar” está en aoristo: vv. 1-2) y a través de mediadores (“los profetas” y “el Hijo”). Y se trata de una revelación pública, dirigida a los “padres” y “a nosotros”; no de un saber secreto y reservado, como se pensaba, en cambio, en cí­rculos apocalí­pticos y gnósticos.

Dios ha hablado “muchas veces” y “en diversas formas”: son diversos los tiempos y las circunstancias de la manifestación de Dios, diversos los instrumentos expresivos (visiones, gestos y palabras) y los mediadores: Dios se ha manifestado en la creación y en la historia, en los oráculos de los profetas y en las investigaciones de los sabios.

Pero la variedad de los tiempos y de los modos no impide que la revelación sea profundamente unitaria. Es siempre el mismo Dios el que revela. Y las “muchas veces” y las “diversas formas” son fragmentos complementarios de un único discurso y etapas de una historia única, encaminada a un cumplimiento, que es la revelación “en el Hijo”. El autor de Hebreos marca fuertemente la diferencia -aun sabiendo que se da una continuidad fundamental- entre la revelación veterotestamentaria (“después de haber hablado”) y la revelación en Cristo (“en estos dí­as, que son los últimos”). Las múltiples palabras de la revelación antigua se unifican y encuentran su sentido definitivo en la palabra última y definitiva, que es el Hijo. A la multitud de revelaciones del tiempo antiguo se contrapone en el NT la revelación única del Hijo. Emerge con fuerza la conciencia escatológica. “Que son los últimos” no significa sólo que la revelación en el Hijo es la última ocurrida, sino que es la revelación definitiva, la del tiempo último, del tiempo escatológico. La razón de este carácter definitivo está en el hecho de que el Hijo no es un mediador cualquiera, sino el “resplandor” de la gloria de Dios y la “impronta” de su ser. Cristo es la transcripción histórica, visible e insuperable de Dios.

Esto nos permite dos últimas anotaciones. La primera es que el sujeto último de la revelación es la “gloria” y el “ser” de Dios -de ellos precisamente es el Hijo resplandor e impronta-, es decir, Dios mismo, su misterio, y no sólo su acción salví­fica. La segunda es que la revelación de Dios no es sólo una palabra que hay que escuchar, sino una persona a la que “ver”: resplandor e impronta no se refieren solamente a las palabras de Cristo, sino ante todo a su persona y a su vida.

II. LA REVELACIí“N EN EL AT. Las primeras lí­neas de la carta a los Hebreos, de rara densidad teológica, nos han permitido entrar inmediatamente en lo vivo de la concepción bí­blica de la revelación. Mas no podemos contentarnos con ello. Debemos tomar el discurso desde el principio y de un modo más articulado.

El ambiente oriental se serví­a de diversas técnicas para intentar comprender los secretos de los dioses y del destino: sueños, adivinación, presagios, consultas de la suerte a sacerdotes y adivinos. También el AT conserva mucho tiempo vestigios de estas técnicas, que en algunos pasajes parecen admitidas, o por lo menos toleradas. Sin embargo, no faltan textos de condena explí­cita, como, por ejemplo, este pasaje del Deuteronomio (18,10-12): “No haya en medio de ti quien queme en sacrificio a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el sortilegio, la superstición, el encantamiento, ni quien consulte a los adivinos y a los que invocan a los espí­ritus, ni quien interrogue a los muertos, pues todo esto es abominable a los ojos del Señor”. Se trata, en todo caso, de aspectos arcaicos y marginales; y no es cierto que se capte aquí­ el verdadero aspecto de la revelación bí­blica, aunque aparece ya una de sus caracterí­sticas, a saber: su solidaridad con el hombre y su ambiente cultural. La revelación no cae en el vací­o, sino en lo concreto de un ambiente, que asume, critica, purifica y renueva.

1. EL EXODO: HISTORIA Y PALABRA. Los hombres de la Biblia están profundamente convencidos de que Dios se revela también en la naturaleza. El Sal 19 dice que el cielo y la tierra “narran” la gloria del Señor; y podrí­amos citar a este respecto otros muchos testimonios. Pero la orientación más profunda, tí­pica y original del pensamiento bí­blico es otra: Israel ha encontrado a Dios en su historia, y la misma creación es vista como un acontecimiento histórico, como el primer gesto de la historia de la salvación (cf Sal 136:5-9). Esto explica por qué la Biblia concede tanto espacio a la historia y a los relatos. Cuando se interroga por el contenido de su fe, Israel responde generalmente con relatos y frases informativas. El conocimiento del Señor está precedido por su acción en la historia. Dios se revela obrando. Por eso la Biblia no concede mucho espacio a un conocimiento de Dios que surgirí­a de algún modo de la meditación del hombre replegado sobre sí­ mismo o del análisis del mundo.

Israel comprendió además que no solamente los acontecimientos excepcionales de su historia -como las llamadas de Abrahán y Moisés, la liberación de Egipto, la promulgación de la ley en el Sinaí­- revelan un designio divino, sino también la historia en su totalidad. Toda la historia bí­blica está sostenida por esta convicción.

Es, pues, importante la historia; sin embargo, la tesis de la revelación como historia es unilateral. La historia va acompañada por la palabra que la interpreta. Los gestos de Dios tienen necesidad de la palabra que los anuncia y los comenta. Sin la palabra permanecerí­an mudos. Por eso los relatos bí­blicos son un entrelazado inseparable de acción y palabra, historia e interpretación.

En el centro del credo bí­blico están los grandes acontecimientos del éxodo, que la conciencia de Israel percibió como gestas de Dios, irreducibles al puro juego de las causas históricas y de los protagonistas humanos. Los acontecimientos del éxodo son las “obras maravillosas” de Dios. Sobre todo recordando y meditando estos acontecimientos descubrió Israel los atributos de Dios y el estilo de su acción (Sal 136:10-15), y en estos acontecimientos centrales de su historia -no fuera de ella o en el mito-encontró Israel la clave de lectura de los acontecimientos acaecidos luego. Los acontecimientos del éxodo son vistos como punto de partida, modelo y promesa de los gestos futuros de Dios (Mar 7:14-17; Isa 10:20-26; Eze 20:32-44; el motivo vuelve con frecuencia en el Déutero-Isaí­as). Léase entero el Sal 136: la liberación de Egipto (vv. 10-15) proyecta su luz hacia atrás, a la creación (vv. 5-9), y, hacia adelante, a la historia entera de Israel (vv. 16-24). En el éxodo, en la creación yen toda la historia del pueblo, lo mismo que también en la providencia cotidiana (“El da el alimento a todo viviente”: v. 25), es siempre la misma cualidad de Dios la que se revela: “Para siempre es su misericordia”.

El libro del Exodo cuenta que Dios llamó a Moisés “desde la zarza” y le dijo: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oí­do el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias; voy a bajar a liberarlo” (Eze 3:7-8). La historia comienza con esta intervención libre y gratuita de Dios. La iniciativa es suya. El hombre del AT es profundamente consciente del carácter insólito y gratuito de la revelación, como lo atestigua un bellí­simo pasaje del Deuteronomio (Eze 4:32-34): “¿Desde uno a otro extremo del cielo se ha visto jamás cosa tan grande o se ha oí­do cosa semejante? ¿Hay pueblo que haya oí­do la voz de su Dios hablar en medio del fuego, como la has oí­do tú, y quede todaví­a con vida?”
Dios no revela a Moisés una verdad eterna, una verdad universal de la vida, un principio general, sino que anuncia un hecho histórico: “Voy a bajar a liberarlo de la mano de Egipto” (Exo 3:8). Un hecho histórico preciso y circunscrito, pero que trasciende el tiempo y el espacio. Debe revelarse a todas las generaciones, porque su fuerza de revelación es para todos y para siempre: “…Para que cuentes a tus hijos y a tus nietos cómo traté yo a los egipcios y los prodigios que hice en medio de ellos, y sepáis que yo soy el Señor” (Exo 10:2). Dios se revela en un momento particular de la historia; sin embargo se revela como el señor de la historia. Lo universal está implicado en lo particular.

Rasgo esencial de la revelación es también la presencia de un mediador. Dios obra en favor de todo Israel, quiere ser reconocido por todo Israel, pero su palabra no llega directamente a todo Israel; pasa a través de la mediación del profeta (Moisés): “Así­ responderás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros” (Exo 3:14). La Biblia conoce también mediaciones institucionalizadas, como el sacerdote y el rey; pero el profeta/mediador (como Moisés) es elegido libremente por Dios. Naturalmente, Dios no se limita a escoger el mediador y darle el encargo, sino que le acompaña con su propia presencia y con el poder de los “signos”, garantizando de ese modo el origen divino de las palabras que él comunica al pueblo (cf Exo 3:12; Exo 4:5).

2. REVELACIí“N Y CONOCIMIENTO DE DIOS. Dios obra ante todo para darse a conocer. La primera dirección de la revelación bí­blica es teológica: “Para que sepáis que yo soy el Señor” (Exo 10:2). Esta idea se subraya repetidamente. Los prodigios del éxodo son la respuesta de Dios a la pregunta despectiva del faraón: “¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje ir a Israel? No conozco al Señor y no dejaré ir a Israel” (Exo 5:2). Dios le dice a Moisés: “Cuando haya extendido mi mano contra Egipto y haya sacado a los israelitas de en medio de ellos, conocerán los egipcios que yo soy el Señor” (Exo 7:5; cf 7,17; 14,4; 16,7). En otros pasajes la afirmación es aún más explí­cita: “Así­ se hará para que sepas que no hay_ otro como el Señor, nuestro Dios” (Exo 8:6); “… para que sepas que no hay otro como yo en toda la tierra” (Exo 9:13-14); “Te he hecho ver todo esto para que sepas que el Señor es el verdadero Dios y que no hay otro” (Deu 4:35). Al obrar, Dios revela su presencia, su señorí­o sobre Israel y sobre el mundo entero, su fidelidad y su misericordia, su justicia y su amor. Atributos todos ellos activos. La revelación no es una mirada en el interior de la verdad atemporalmente estática de Dios, sino una mirada a Dios que se inclina sobre Israel y sobre el mundo.

Dios se revela para darse a conocer y para entablar un diálogo con el hombre; sin embargo, su ser í­ntimo es un misterio inaccesible. El libro del Exodo cuenta con complacencia que Dios “hablaba a Moisés cara a cara, como se habla entre amigos” (Deu 33:11). Pero ni siquiera a Moisés le mostró Dios su rostro: “Mi rostro no puedes verlo. Nadie puede verme y quedar con vida…; me verás de espaldas, mas mi rostro no puede verse” (Exo 33:18-25). El rostro en la concepción antigua significa el aspecto más profundo de la personalidad. Dios revela el esplendor que rodea su presencia, la bondad y misericordia que acompañan a su acción (Exo 34:6), pero no la plenitud de su ser. Ver el rostro de Dios es la aspiración profunda de toda la Biblia, objeto de una búsqueda apasionada y siempre insatisfecha: “Es tu rostro, Señor, lo que yo busco” (Sal 27:8). La misma revelación del nombre “Yhwh” (Exo 3:14) parece ambivalente; revela y oculta. “Yo soy” significa que Dios está presente y es activo, un Dios con el pueblo y para el pueblo. Pero, en el enigmático juego de palabras “Yo soy el que soy” hay también la sombra de una reserva, como de un tener para sí­ el nombre propio.

Hay autores que creen descubrir en el AT una evolución de la revelación como “visión” (más antigua) a la revelación como “palabra”. Los verbos de “decir” son ciertamente los más numerosos, y sin duda alguna la actitud primaria frente a la revelación es la escucha. Pero también los verbos de visión son numerosos; y no se ha de contraponer visión y palabra, como si la palabra representase un estadio más elevado y espiritual y la visión un estadio más tosco y arcaico. En realidad, incluso cuando se usa el verbo “ver”, no es nunca Dios en sí­ el objeto de la visión, Dios directamente, sino sus acciones históricas, su “gloria”, es decir, el esplendor visible que circunda y acompaña a su presencia activa.

3. SALVACIí“N, LEY Y PROMESA. Dios interviene en la historia no sólo para darse a conocer, sino para salvar. La segunda dirección de la revelación bí­blica es la salvación. La fórmula de autopresentación: “Yo soy el Señor,.tu Dios, el que te sacó de Egipto”(Exo 20:1), significa dos cosas: Dios es el que domina y exige (“Yo soy tu Dios”), pero es también el que da (“te sacó de Egipto”). Dios le revela al hombre un designio de salvación y responde a sus peticiones más acuciantes: cómo vivir y para qué vivir. La revelación no es para sí­ misma, sino para el hombre que la necesita. Para la Biblia, Dios es ante todo el salvador, un “aliado” fiel, apoyándose en el cual se encuentran vida y seguridad.

La tercera dirección de la revelación bí­blica es la ley. Dios manifiesta a Israel su voluntad, las exigencias de la nueva alianza, el camino que ha de recorrer. La liberación de Egipto serí­a incompleta sin la gran revelación del Sinaí­ (Ex 19-20). La naturaleza y la historia solas no están en condiciones de indicar las profundas exigencias morales que Yhwh impone a Israel. Es precisa una revelación. Las “diez palabras” (Exo 34:28), escritas por orden de Dios, muestran rasgos de sorprendente novedad, que impiden reducirlas simplemente a la cultura ambiente. Sin embargo, una mirada atenta descubre también claras afinidades con el ambiente, lo cual demuestra que la revelación de Dios, aun dentro de su innegable originalidad, entra en diálogo con la cultura circunstante y asume sus valores [1 Decálogo; l Cultura t Aculturación].

La cuarta dimensión de la revelación bí­blica es la promesa. Los gestos y las palabras de Dios están siempre abiertos al futuro. Moisés anuncia a los israelitas un acontecimiento aún no cumplido; y todo el acontecimiento del éxodo aparece, especialmente en la meditación de los profetas, como promesa de una salvación futura, escatológica. Este aspecto de promesa está clarí­simo – por dar un ejemplo conocido en la revelación de Dios a / Abrahán (Gén 12:1-3): “El Señor dijo a Abrahán: `Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al paí­s que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tu serás una bendición. Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra”‘. La palabra dirigida a Abrahán es simultáneamente orden y promesa. Por consiguiente, la respuesta de Abrahán es obediencia y confianza. Justamente por ser promesa, la revelación obliga al hombre no sólo a la escucha y a la obediencia, sino también, y sobre todo, al abandono confiado.

No se comprenderí­a nada de la experiencia de Israel -en particular su expectativa mesiánica- sin esta categorí­a de la promesa. El judí­o está convencido de que la historia de Dios y del hombre está abierta, y que no ha manifestado aún completamente su significado. Está convencido de que la explicación de la historia se encuentra adelante. La continua comprobación de una distancia entre la promesa de Dios (amplia) y la dura realidad del presente (siempre decepcionante), en vez de poner en discusión la verdad de la palabra de Dios, impulsó a Israel a purificarla y a diferirla, a proyectarla engrandecida en el futuro escatológico. En la comprobación de que el presente no puede ser la realización de la promesa, ésta se abre al futuro. Abierta al futuro, la revelación es siempre fiel a sí­ misma y a la vez nueva, memoria y novedad: “No os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis” (Isa 43:18).

4. EL RELATO DE LOS ORíGENES: REVELACIí“N Y REFLEXIí“N. La revelación procede siempre de la iniciativa divina, pero no es siempre necesariamente una caí­da en vertical. La revelación de Dios puede pasar también a través de la reflexión y la meditación del hombre, que lee su propia historia a la luz de la fe. Los relatos de los orí­genes (Gén 2-3), para dar un ejemplo, se presentan a la conciencia del judí­o y del cristiano como revelación; sin embargo, probablemente son fruto de la reflexión histórico-teológica del yahvista.

Confrontados con el ambiente humano y religioso circunstante, estos relatos muestran una vasta consonancia cultural, existencial y expresiva con los problemas y las ideas de los pueblos vecinos. Pero al mismo tiempo muestran una profunda originalidad. Es un dato constante de toda la revelación: una profunda solidaridad con el ambiente, y a la vez la presencia de un elemento irreductible a él.

Pero lo más importante es que en los revestimientos mitológicos que se le ofrecí­an, el yahvista introduce su experiencia histórico-religiosa: la fe en el Dios único y salvador y la convicción, verificada muchas veces en Israel, de que el mal viene del pecado y de la ruptura de la alianza, pero no del capricho de Dios. Se trata de una experiencia particular: la experiencia religiosa de Israel sobre el fin del reinado de Salomón, que el yahvista ensancha, sin embargo, hacia atrás, hasta los orí­genes, y que extiende a toda la humanidad. La experiencia de un pueblo se convierte en la clave interpretativa de toda la historia.

Así­ aparece de nuevo el doble aspecto de la revelación bí­blica: por una parte, la historicidad, la particularidad; por otra, la pretensión de expresar un valor universal y absoluto. Particularidad: el yahvista asume los interrogantes de su tiempo y los lee a la luz de la particular experiencia religiosa de su comunidad. Universalidad: la experiencia particular de Israel del tiempo se convierte en interpretación de toda la historia.

5. REVELACIí“N Y PROFETISMO.

Un filón esencial, incluso central, para comprender la revelación veterotestamentaria es el profetismo. En la / profecí­a la revelación es concebida normalmente como palabra: palabra de condenación y de salvación, palabra que lee el designio de Dios en el presente y descubre sus planes para el destino de Israel en el futuro; palabra que vela sobre cualquier rebajamiento de la experiencia religiosa, criticando toda falsa interpretación de la revelación y oponiéndose a todos sus falsos mediadores.

En la raí­z de toda misión profética hay una experiencia de vocación. El profeta es un llamado y un enviado. No es Amós el que decide ser profeta, sino Dios el que irrumpe en su vida (3,8). Esto vale también para cualquier otro profeta. La autoridad de la palabra profética estriba precisamente en el hecho de que no procede de una iniciativa personal, ni de la pertenencia a una escuela de profetas, sino de una iniciativa libre y gratuita de Dios. La concisa expresión de Amós (“El Señor me tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo”: 7,15) expresa muy bien el núcleo de toda auténtica experiencia profética: una llamada de pura gracia, de eficacia irresistible. El verbo “tomar”, referido a Dios, es clásico en el AT para indicar la acción divina, que escoge a un hombre, lo transforma radicalmente y le confí­a una misión. La acción de Dios se expresa en dos frases, que designan, respectivamente, el momento de la elección (“El Señor me tomó”) y el momento del enví­o (“Vete, profetiza”).

Junto a la eficacia irresistible de la iniciativa divina y al sentido agudo de la misión, hay un tercer elemento que caracteriza al profeta: la certeza de que la palabra que anuncia es de Dios, y no suya. Dios no es el objeto de su discurso, sino el sujeto. Dios es el que habla. En los libros proféticos son particularmente frecuentes algunas expresiones como éstas: “Palabra del Señor”, “El Señor ha dicho”, “El Señor me ha hecho ver”. ¿Cómo entenderlas? Sin duda está en juego una experiencia religiosa profunda, un encuentro personal con Dios, bajo diversos aspectos único y privilegiado. El profeta tiene, por así­ decir, un conocimiento inmediato de la voluntad de Dios. Es un inspirado. Mas esto no significa que todas las palabras pronunciadas por el profeta como palabras de Dios haya que hacerlas proceder siempre de una revelación divina directa. Gran parte del mensaje de los profetas es deducción e interpretación. Si se leen con atención sus palabras, se cae en la cuenta de que muchas son debidas a su formación sapiencial e histórica. Actualizan en el hoy las exigencias de Dios reveladas en la ley y en el patrimonio común y tradicional de la fe. Incluso la esperanza mesiánica, que en cierto sentido es la espina dorsal del mensaje profético, aunque es fruto de la revelación, no se debe pensar en ésta como en un acto mecánico de Dios. Como ya hemos notado, la esperanza mesiánica tiene sus raí­ces en una experiencia al mismo tiempo histórica y religiosa: la distancia entre la promesa de Dios, por una parte, y la decepción del presente, por otra. Por tanto, también en el momento profético -que es, sin duda, uno de los momentos más altos y decisivos de la revelación- revelación y experiencia, revelación e interpretación no son realidades contrapuestas, sino la una dentro de la otra.

6. REVELACIí“N Y / SABIDURíA. La reflexión sapiencial es muy antigua y ha acompañado a toda la experiencia de Israel. Gracias sobre todo a los sabios entra la revelación temáticamente en diálogo con la razón, y la experiencia con el patrimonio cultural común a los pueblos circunstantes. Es muy interesante observar que la Biblia conoce no sólo la escucha explí­cita de la palabra de Dios, sino también la escucha de las cosas, del hombre, de la experiencia y de la razón. Y al final también todo esto es considerado palabra de Dios.

Diversamente que los profetas, los sabios no presentan su doctrina como el resultado de una revelación directa. No dicen: “Habla al Señor”. Apelan a la reflexión, a la inteligencia y a la experiencia, y se inspiran en un patrimonio que va más allá de los confines de Israel. Qohélet, por ejemplo, se expresa en primera persona y se esfuerza en penetrar el misterio de la existencia sirviéndose de la razón y de la experiencia. Su camino es una investigación: “Consagré mi corazón a investigar y a observar con sabidurí­a todo lo que se hace bajo los cielos” (1,13). Y en el libro de los Proverbios se lee: “Vi aquello y reflexioné, y de cuanto contemplé saqué lección” (24,32).

Pero el sabio es un creyente, sabedor de que también la verdad que proviene de la investigación y de la razón es siempre una luz que viene de Dios. El mismo Dios que ilumina a los profetas se sirve de la experiencia humana para revelar al hombre a sí­ mismo. La sabidurí­a es don de Dios (Pro 2:6; Qo 2,26), enseñada por Dios (Sal 51:6), revelada (Sir 1:15; Sir 39:6). Naturalmente, no se trata de una sabidurí­a cualquiera, abandonada a sí­ misma, sino siempre de una sabidurí­a que se mueve dentro de la fe de Israel. La palabra de Dios está encerrada también en la creación, en la experiencia, en el patrimonio cultural de la humanidad, y por eso hay que escrutarla; pero con la conciencia de que se trata de una palabra de Dios y proveniente de él. Por tanto, una investigación que es al mismo tiempo una escucha. También en la investigación sapiencial -como siempre frente a la revelación- está en juego la apertura del corazón y la libertad de espí­ritu, y no sólo la inteligencia.

De ese modo los sabios echaron un puente entre fe y razón, revelación y experiencia, Israel y humanidad. Y aquí­ está su gran mérito. No simplemente razón y revelación como dos caminos paralelos, sino la revelación a través de la razón. Aunque el sabio sabe muy bien que la verdad de Dios y del hombre es más amplia de lo que consigue alcanzar y comprender con la propia razón. Es el caso de Job: “Pongo la mano en la boca. He hablado una vez…, no volveré a empezar; dos veces…; ya nada añadiré” (Sir 40:4-5).

La investigación racional de los sabios no ha eliminado el misterio de Dios, sino que, por el contrario, lo ha liberado y exaltado. Y ello porque la razón sapiencial ha impedido que la teologí­a se salga de la historia. Razón y experiencia fuerzan a la teologí­a a enfrentarse con los hechos, cualesquiera que sean; con los hechos positivos que confirman la revelación y con los hechos negativos que parecen contradecirla. Esta fidelidad a la historia real es esencial, pues aquí­ es donde Dios se revela y se oculta y permanece en el “misterio”. Ese es también el caso, por aducir un ejemplo, del libro de Job. Aceptando lealmente las contradicciones de la vida, Job supera de un salto no sólo las estrecheces de la sabidurí­a tradicional, fundada toda ella en un concepto mecánico de retribución, sino también las estrecheces y los estereotipos de una teologí­a que encerraba a Dios y su justicia dentro de esquemas abstractos y ahistóricos. Así­ la revelación queda abierta de nuevo y Dios reaparece en todo su misterio. Las contradicciones de la historia se convierten en la investigación sapiencial en camino de revelación; no sólo en una prueba para la fe, sino en una purificación de la fe.

III. LA REVELACIí“N EN EL NT. La intuición básica del NT, que le confiere unidad dentro de la misma variedad de las voces, es que en Cristo se ha manifestado la verdad de Dios, la verdad del hombre y el sentido de la historia. En Cristo se ha revelado quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para él. Al decir “en Cristo”, se deben entender no solamente sus palabras, sino también la historia que él vivió y la estructura de su persona. Jesús de Nazaret es la transcripción humana e histórica de Dios. El hombre Jesús -verdadero hombre en medio de la historia de los hombres- es la palabra de Dios. El himno de Col 1:15-20 (un antiguo himno litúrgico) define a Cristo “imagen del Dios invisible”. Jesús es el icono visible de Dios invisible. La invisibilidad de Dios se ha desvanecido en la aparición histórica de Jesús de Nazaret. En ésta se encierra un escándalo, y los autores del NT son conscientes de ello: la relación con el absoluto se hace depender de un acontecimiento histórico. Mas este escándalo, lejos de ser atenuado, es celosamente guardado y continuamente reafirmado [/ Jesucristo II-III; / Evangelio 1, 2; / Marcos II; / Mateo III-IV; / Lucas 11-III].

1. LA REVELACIí“N EN LOS EVANGELIOS SINí“PTICOS. Al contar la historia de Jesús, los sinópticos están persuadidos de que narran la historia de la manifestación de Dios. Jesús es el revelador. El ha hablado de Dios, y sus palabras son una explicación/comentario de la vida que ha vivido. Este es realmente el lugar más denso (y polémico) de la epifaní­a de Dios, y los evangelistas la cuentan con rasgos muy precisos.

El evangelista Marcos (pero el razonamiento vale también sustancialmente para Mateo y Lucas) cuenta la vida de Jesús evidenciando una especie de contradicción que constituye justamente el nudo que hay que desatar; por una parte, palabras y gestos de Jesús en los cuales se manifiesta el poder de Dios; por otra, una desconcertante debilidad que parece desmentirlo. Los milagros de Jesús no se sustraen al disenso. Jesús decepciona la pretensión farisea de un milagro que pruebe su origen divino por encima de toda duda (Mar 8:10-13). Y sobre todo, los gestos de poder disminuyen conforme se acerca a la cruz. Los milagros mueren en la cruz, y es aquí­ donde hay que comprenderlos. Los milagros están al servicio de la cruz. Los gestos de poder de Jesús confirman que Dios está con él, por lo cual hacen creí­ble la cruz; pero a su vez la cruz revela que el rostro de Dios es diverso de como suelen los hombres bosquejarlo partiendo de los milagros.

Los sinópticos evidencian con fuerza un segundo rasgo de la historia de Jesús: él busca perennemente a los pobres y los pecadores, no establece diferencias entre los hombres, distribuye a manos llenas el perdón. Para los fariseos es una praxis escandalosa e irritante: trastorna los criterios pastorales más obvios y está en contraste con la concepción más común de Dios. En carnbio, para Jesús es una praxis que revela el verdadero rostro de Dios. Esto aparece con claridad, por ejemplo, en las tres parábolas del capí­tulo 15 de Lucas: en la praxis de misericordia de Jesús se revela y se hace presente la misericordia del Padre.

La revelación pasa, pues, a través de las modalidades históricas precisas de la vida de Jesús. Si el Hijo de Dios hubiera vivido una vida diversa, hubiese sido diversa la revelación de Dios. Como también serí­a diversa la lectura de la epifaní­a de Dios ocurrida en Jesús, si tomáramos como centro hermenéutico de su historia los milagros, en lugar de la cruz-resurrección.

Para los sinópticos, Jesús es el único revelador de Dios, y ello porque él solo es el Hijo. Esta convicción, subyacente a todo el discurso evangélico, se tematiza en un célebre lóghion de la fuente Q, citada por Mateo y Lucas: “Mi Padre me ha confiado todas las cosas; nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mat 11:27; cf Lev 10:22). “Nadie conoce”: el concepto bí­blico de conocimiento no es sólo intelectual, sino vital; incluye experiencia, amor y comunión. Conocer es una relación vital y circular entre personas. El conocimiento entre el Padre y el Hijo es recí­proco y exclusivo (“nadie”); pero no es un cí­rculo cerrado, sino abierto: “Y a quien se lo quiera revelar”. El hombre puede ser admitido en el diálogo entre el Padre y el Hijo, pero como puro don. Y sólo Jesús puede admitirlo. Por el poder recibido (“Mi Padre me ha confiado todas las cosas”) y por el conocimiento del Padre que posee (“Nadie conoce al Padre sino el Hijo”), Jesús es el revelador único, verdadero, diverso de todos los demás maestros. Habla de un misterio de Dios que conoce profundamente. Diversamente del modo de transmitir de los rabinos de hombre a hombre, Jesús recibe el conocimiento directamente del Padre.

El objeto directo de la revelación de Jesús es el Padre; pero el lóghion que estamos examinando afirma que también el Hijo es un misterio que el hombre por sí­ solo no es capaz de conocer: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre”. Esto nos lleva a otra convicción sinóptica: Jesús no es sólo el revelador, sino el revelado. El misterio de su persona es inaccesible a la “carne” y a la “sangre”; imposible percibirlo sin una revelación del Padre (Mat 16:17), negada a los sabios y a los hábiles y concedida a los “pequeños” (Mat 11:25). Objeto de revelación es la persona de Jesús, su filiación divina, su misión de salvación, su destino de muerte y resurrección. Es emblemática a este respecto la teofaní­a del bautismo en el Jordán (Mar 1:9-11), con la cual se podrí­a relacionar también el relato de la transfiguración (Mar 9:2-8). Los cielos que se abren, el Espí­ritu que desciende y la voz del cielo son rasgos que hacen afí­n el relato del bautismo a las visiones apocalí­pticas. Pero hay una profunda diferencia. En las visiones apocalí­pticas el hombre es admitido como espectador a ver el desarrollo del designio de Dios y el misterio de la historia de la salvación. También en el relato del bautismo se abren los cielos y Jesús “ve”; pero la visión tiene por objeto a él mismo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

Finalmente, no faltan en los evangelios sinópticos algunos indicios de gran interés respecto al lenguaje de la revelación. Para hablar de Dios, del reino y de sí­ mismo, Jesús se ha servido ampliamente dé parábolas. Mateo incluso generaliza: “Les hablaba sólo en parábolas” (Mar 13:34). Y Marcos insinúa que la historia de Jesús es una parábola, y no sólo sus enseñanzas: “Todo ocurre en parábolas” (Mar 4:11b). No se trata, pues, solamente de las parábolas en sentido especí­fico, sino de toda la revelación de Jesús. El lenguaje de la revelación es necesariamente parabólico. No podemos hablar del misterio de Dios y de su reino directamente, sino sólo parabólicamente, indirectamente, mediante realidades tomadas de nuestra experiencia. Aquí­ radican las propiedades del lenguaje parabólico. Es un lenguaje inadecuado, porque está tomado de la realidad cotidiana; sin embargo, pretende conducir a algo que está más allá y en el fondo. Pero es al mismo tiempo un lenguaje abierto, capaz no ciertamente de expresar el misterio de Dios, pero sí­ de aludir a él; porque si es verdad que el reino no se identifica con nuestra experiencia, sin embargo tiene una profunda relación con ella. Es un lenguaje que fuerza a pensar; no define, sino que alude, invita a ir más allá. La parábola es un discurso global que deja intacto el misterio de Dios, pero que nos muestra con fuerza su impacto en nuestra existencia. De ahí­ la ambigüedad del lenguaje parabólico: es luminoso y oscuro, descubre y oculta. Requiere interpretación y decisión. Como dice Marcos (Mar 4:11), es luminoso para el que se deja arrastrar; oscuro para el que se queda fuera mirando. Las parábolas (pero hemos de decir, de manera más general, el lenguaje de la revelación) utilizan la experiencia humana como una lumbrera que permite entrever el misterio de Dios y abrirse a la novedad evangélica. Sin embargo, no nos conducen directamente de nuestra experiencia a Dios; nos hacen pasar a través de la experiencia de Jesús. Las parábolas evangélicas son todas cristológicas. La historia de Jesús es el paso obligado para acceder al misterio del reino.

2. PABLO: EL MISTERIO EN OTRO TIEMPO ESCONDIDO ES AHORA DESVELADO. Es sabido que la teologí­a de Pablo es una soteriologí­a. Por consiguiente, también la revelación es vista sobre todo como acontecimiento de salvación. En el rico vocabulario paulino de la revelación, el término que más expresa su intuición fundamental es “misterio”. Aparece en algunos pasajes de gran importancia: ICor 2,6-10; Rom 16:25-26; Col 1:25-27; Efe 3:2-12 [/ Pablo III; / Misterio II-11I; / Corintios (l.a) III, 1; / Romanos III, 1; / Colosenses III; / Efesios III, 1].

En los pasajes citados, la palabra “misterio” está acompañada de una amplia constelación de términos de revelación: evangelio, kerigma, revelación, Escrituras proféticas, conocimiento, palabra de Dios. Y los verbos se alinean en dos coordenadas: Dios revela según disposición, manifiesta, da a conocer, confí­a la misión de anunciar; en cambio, el apóstol anuncia, evangeliza, ejerce un ministerio de gracia, ilustra. Revelación de Dios y predicación de la Iglesia son vistas como dos caras de un único acontecimiento. Revelación no es el gesto de Dios en sí­, sino el gesto de Dios anunciado y actualizado hoy en la predicación y en la existencia misma de la Iglesia (Efesios). Sin la predicación que lo anuncia y hace presente, el gesto de Dios permanecerí­a encerrado en su pasado. Por eso habla Pablo de “palabra de la cruz” (1Co 1:18), expresión pregnante que liga estrechamente el acontecimiento (cruz) con el anuncio que lo transmite y lo actualiza (palabra). Pablo está convencido de que Dios no es sólo el objeto de la predicación, sino el protagonista. En este sentido se debe entender la expresión “palabra de Dios”, como se ve por 1Ts 2:13 y 2Co 5:20 (“Como si Dios exhortase por nosotros”). Dios está presente y activo en la predicación.

La revelación del misterio es, pues, contemporáneamente un hecho teológico y eclesial (“por medio de la Iglesia”: Efe 3:10). Añadamos que es un hecho trinitario. Los protagonistas son Dios, Cristo y el Espí­ritu: “Se ha manifestado por medio del Espí­ritu” (Efe 3:5). En los pasajes que estamos examinando Pablo no explora a fondo este aspecto. Se comprende, sin embargo, que al Espí­ritu se lo coloca en la vertiente de la predicación, que transmite y actualiza el acontecimiento. El misterio se ha manifestado en Cristo, y es transmitido e ilustrado por los apóstoles y por la Iglesia; pero el protagonista interior que lo revela y actualiza es el Espí­ritu. Su función es indispensable, porque sólo el Espí­ritu puede medir la profundidad de Dios (ICor 2,10).

El misterio es en su origen una realidad oculta e inaccesible, encerrada en Dios. Existe desde siempre en la mente de Dios; pero ha sido “mantenido en secreto desde tiempo eterno” (Rom 16:25), “escondido desde los siglos y las generaciones pasadas” (Col 1:26). Tampoco en el AT fue dado a conocer. Sólo ahora, en la revelación de Cristo y en la predicación de la Iglesia, ha salido a la luz. Para poner de relieve la unicidad y la novedad de la revelación de Cristo, Pablo subraya fuertemente la contraposición entre pasado y hoy, entre el tiempo antes de Cristo (“las generaciones pasadas”) y el tiempo después de Cristo (“nosotros”). Sin embargo, Pablo es consciente de que se trata de una novedad en la continuidad: “Manifestado ahora por los escritos proféticos” (Rom 16:26). El misterio se ha dado a conocer ahora (novedad), pero por medio de los escritos proféticos (continuidad). De algún modo, pues, el misterio estaba ya presente en las Escrituras, pero se necesitaba la luz de Cristo para descubrirlo.

Aunque el misterio se ha descubierto ahora -y esto distingue el tiempo presente del tiempo antiguo-, sin embargo la vida cristiana permanece todaví­a esperando la manifestación del Señor Jesús (2Ts 1:7; 1Co 1:7) y la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8:18-19.21; Col 3:4). La espera escatológica es muy viva en Pablo. El misterio manifestado es accesible sólo en la fe, no en una visión inmediata (1Co 13:12; 2Co 5:7).

La revelación del misterio no está reservada a unos pocos, sino que es para todos. La expresión “santos, apóstoles y profetas” (Efe 3:5) se refiere a todos los creyentes, no a categorí­as particulares. Es más; el misterio tiende a la universalidad; está destinado al mundo entero; en Rom 16:27 habla Pablo de “todas las naciones”; y en el contexto de la carta a los Colosenses, y aún más explí­citamente en la carta a los Efesios, las dimensiones del misterio son incluso cósmicas: el misterio es anunciado también “a los principados y potestades celestiales” (Efe 3:10). La misionariedad y la universalidad son intrí­nsecas al misterio. El misterio está como empujado por un movimiento irresistible; no ha permanecido encerrado en el silencio de Dios, y mucho menos soporta quedar confinado en la comunidad cristiana.

Mas ¿cuál es el contenido del misterio? Diversas expresiones lo indican como el proyecto divino de salvación (1Co 2:7; Efe 3:8-11), un proyecto sobre el hombre y sobre el mundo; no un proyecto parcial, sobre esto o sobre lo otro, sino el proyecto global, el sentido último de toda la creación. Según Colosenses (1,27), el proyecto es “Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria”. Según Efesios, el misterio es un proyecto de comunión, la reunificación de la humanidad en Cristo y en la Iglesia; no ya los judí­os por una parte y los gentiles por otra, sino un cuerpo único: “Los paganos comparten la misma herencia con los judí­os, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo” (3,6).

3. LA PALABRA SE HIZO CARNE: LA REVELACIí“N EN SAN JUAN. La revelación es el tema central del evangelio de / Juan [II, 1]. Más precisamente: la revelación, la / fe y la incredulidad. En el cuarto evangelio Jesús es por excelencia el revelador; habla y testimonia, cuenta lo que ha visto y oí­do directamente. Es el Hijo que habla del Padre: “Hablamos de lo que sabemos y atestiguamos lo que hemos visto” (3,11); “Os digo lo que he visto junto al Padre” (8,38; cf 3,32; 8,26.40). A su vez, el Padre testimonia en favor del Hijo, testimonio a la vez exterior e interior. Ante todo, testimonia con las obras: el Padre obra en el Hijo, el cual puede así­ hacer las obras que muestran su origen divino (5,36; 10,25). Secundariamente, el Padre ejerce una atracción interior en las personas, invitándolas a adherirse a la revelación de Jesús (6,44-45).

Un punto panorámico privilegiado para observar nuestro tema es sin duda el prólogo (1,1-18), que presenta algunas afirmaciones de excepcional densidad, a manera de sí­ntesis de todo el evangelio. Como lo muestra una simple mirada al vocabulario, su hilo conductor es la revelación: lógos (palabra), luz, gloria, verdad, manifestar, ver, comprender, creer, testimoniar. Revelación que no está nunca separada de una finalidad de salvación: junto a la presencia masiva del vocabulario de la revelación, está también la presencia del vocabulario de la salvación (vida, gracia, ser hijos de Dios, plenitud). Revelación, sobre todo, no atemporal y abstracta, sino histórica, concreta: la persona de Jesús, la Palabra hecha carne.

Decí­amos que el tema del cuarto evangelio es la revelación, la fe y la incredulidad; por una parte, lá palabra que se manifiesta; por otra, el hombre que acoge o rechaza. Hasta tres veces subraya el prólogo la respuesta negativa: las tinieblas (v. 5), el mundo (v. 10), los suyos (v. 11). El contraste constante entre revelación e incredulidad es el marco dentro del cual se desarrolla todo el drama evangélico. La visión juanista de la revelación es fuertemente dramática.

Tres son los planos en los cuales se desarrolla la historia de la revelación: la historia universal, la historia de Israel, la historia de Jesús. Tres aconteceres que constituyen una profundización progresiva, pero en todos los cuales se encuentra una misma dialéctica: revelación y rechazo. Por aquí­ se ve que para Juan la historia de Jesús es interpretativa de la historia universal. Aunque el movimiento literario del prólogo es inverso, en realidad Juan parte del drama de Jesús y se eleva a la historia de Israel y a la historia del mundo, y no viceversa.

“El Lógos se hizo carne… y vimos su gloria” (1,14): tenemos una primera afirmación grandiosa, henchida de muchos significados. Jesús es el revelador porque es la Palabra hecha carne. En él el mundo de Dios se ha hecho humano, visible, accesible. La palabra de Dios se ha hecho presente en la fragilidad, en el devenir y en la historicidad de la carne. Jesús es la revelación de Dios; pero es una revelación que ocurre en la “carne”, es decir, de una forma velada, en muchos aspectos cargada de relatividad y debilidad. Dios no ha elegido una manifestación gloriosa en el sentido de una transparencia lúcida a través de la cual serí­a posible contemplar directamente lo divino; al contrario, es una gloria oculta, que hay que captar a través de los “signos”, que hay que alcanzar penetrando dentro de la historia.

La segunda parte de la afirmación (“vimos su gloria”) está firmemente unida con la primera (“… Y el Lógos se hizo carne”). Al gesto de Dios sigue la respuesta de la fe, aquí­ descrita en términos de visión. Pero es una visión justamente en la fe. Contemplar no indica un ver mí­stico, que tiene lugar huyendo de la realidad y de la historia; indica, al contrario, un ver histórico y real, como histórico y real es el advenimiento de Jesús. Pero un ver que se hace penetrante por la fe y posible sólo en la fe. Para percatarse de la gloria hay que superar el desconcierto de la encarnación y de la cruz. Pues el término “gloria” conduce rectamente a la humanidad de Jesús y a los signos de que ha sembrado él su vida; pero sobre todo conduce a la cruz y la resurrección, que Juan llama justamente “glorificación”. En su humanidad y en toda su existencia, Jesús ha revelado a Dios; pero esta manifestación (“gloria”) alcanzó su punto culminante en la cruz. Por eso el recuerdo fijo del creyente de todos los tiempos es Cristo traspasado: “Verán al que traspasaron” (19,37).

La Palabra hecha carne está llena de “gracia y verdad”. La expresión se reitera en 1,17: “La gracia y la verdad vinieron (eghéneto) por Jesucristo”. La realidad divina -entiéndasela como quiera, la verdad juanista no es simplemente el plano de salvación, sino que involucra también la vida de Dios- se ha manifestado mediante un acontecimiento histórico. El camino es inverso respecto al platónico. En Platón hay que abandonar la historia para refugiarse en el mundo de las ideas invisibles; ahí­ está la verdad. Para Juan, en cambio, lo invisible se ha hecho historia; y la verdad no es la conclusión del discurso (lógos) del hombre, sino del don del discurso (Lógos) de Dios.

Dios se revela en Jesús, y solamente en Jesús. “La ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús” (v. 17): es una afirmación polémica frente a los judí­os y a su absolutización de la ley; no la ley, sino Jesús es la revelación última y defir’tiva de Dios. La afirmación sucesiva (v. 18) prolonga la polémica, excluyendo toda pretensión de revelación: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer”. Es una afirmación muy densa; ante todo dice que el hombre por sí­, en su estado de confusión, no sabe quién es Dios; luego, que la revelación hasta Cristo no lo ha revelado aún plenamente; finalmente, que en Cristo Dios se ha dado a conocer plenamente. El esfuerzo del hombre, sus investigaciones filosóficas y religiosas no son capaces de arrancar a Dios de su invisibilidad. Sólo el Hijo de Dios, justamente porque viene de Dios (“vive en su seno”) puede levantar el velo. La legitimación de la misión reveladora de Jesús radica en su vida en el seno de la Trinidad (v. 1): él es la Palabra junto a Dios y dirigida al Padre en actitud de escucha. La escucha y la obediencia son la estructura í­ntima del Hijo. Por eso en su aventura humana no hará otra cosa que obedecer a la voluntad del Padre (4,34). En el seno de la Trinidad, lo mismo que en su existencia humana, el Hijo es la transparencia del Padre.

Se nota en la obra juanista una paradoja del mayor interés. Por una parte, la gran importancia concedida a la visión como instrumento de búsqueda religiosa. “Ven y verás” (1,46) es la primera invitación que hace Jesús al discí­pulo. Y en los discursos de adiós: “Dentro de poco el mundo no me verá más, pero vosotros me veréis” (14,18-19); “Al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él” (14,21); “Un poco, y ya no me veréis; y otro poco, y me veréis” (16,16). Todos estos pasajes aluden no sólo a las apariciones del resucitado, sino más en general al tiempo de la Iglesia; y no se refieren sólo a los discí­pulos, sino a los creyentes.

Por otra parte están las reiteradas afirmaciones de que “a Dios nadie lo ha visto” (1,18; 5,37; 6,46; cf 1Jn 3:6; 1Jn 4:12; 1Jn 4:20). Con esta aparente contradicción Juan intenta responder a una pregunta, y al mismo tiempo corregirla: ¿Cómo y dónde puedo encontrar a Dios? No en una visión directa y personal, como algunos afirmaban que la habí­an tenido, ni a través de las técnicas de la contemplación helení­stica, sino únicamente en el Cristo histórico, que en el tiempo de la Iglesia es el Cristo predicado en la comunidad y consignado por escrito en el evangelio. En 1,18 afirma el evangelista la invisibilidad de Dios no como principio filosófico, sino más bien como la comprobación de un hecho permanente (el verbo está en perfecto). La afirmación parece inspirarse en la tradición sapiencial (cf Sir 18:4; Sir 43:31; Sab 9:16-17; Pro 30:4) y parece responder a ella y concluirla. Se preguntaba el Sirácida: “¿Quién ha contemplado a Dios y podrá describirlo?” Juan responde: el Hijo unigénito que viene de Dios, que ha visto a Dios y sigue viéndolo, nos ha hablado de él (el verbo está en aoristo; por tanto, una revelación histórica, ocurrida en un tiempo determinado). El Hijo, y sólo él, es el exegeta del Padre. A Felipe, que aspiraba a una iniciación religiosa más alta y más convincente (“Muéstranos al Padre”) la responde Jesús: “El que me ve a mí­ ve al Padre” (14,8-9). El Padre no es accesible más que al Hijo y en el Hijo.

Pero en este punto hay que tomar en consideración una tercera afirmación del prólogo; pues, de lo contrario, el discurso serí­a gravemente unilateral: “Existí­a la luz verdadera, que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre” (1,9). La luz de la Palabra está presente en el mundo entero y se manifiesta a todo hombre, ofreciéndole una posibilidad concreta de encuentro que hace responsable el rechazo (v. 10). Decir que sólo en Jesús se ha revelado Dios no significa afirmar que en las demás partes sólo hay tinieblas. Pero no está la plenitud de la verdad. La Palabra hecha carne es el momento de máxima condensación de una luz que brilla ante todo hombre. En cierto sentido, la universalidad de la revelación precede a la encarnación.

El prólogo no nos dice en qué consiste el secreto í­ntimo de Dios, que sólo en Jesús se ha manifestado. La revelación de este secreto está confiada a la narración evangélica en su totalidad, que tiene su punto de máxima claridad en la oración sacerdotal (c. 17). En el centro de la oración hay un núcleo yo/tú, es decir, la mutua inmanencia entre el Padre y el Hijo, núcleo que se abre en un movimiento de expansión: los discí­pulos (17,11), todos los que han de creer a través de su palabra (17,20-21), el mundo (17,23). Obsérvese que lo que se revela no es solamente una verdad relativa a Dios, sino una verdad que nos concierne a nosotros; pues se trata, no sólo del diálogo entre el Padre y el Hijo, sino de nuestra inserción en aquel diálogo suyo: “Que todos sean una sola cosa, como tú, Padre, estás en mí­ y yo en ti… Yo en ellos y tú en mí­, para que sean perfectos en la unidad… El amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos” (17,21.23.26). El objeto de la revelación es, pues, al mismo tiempo la verdad de Dios y la verdad del hombre: la unidad entre el Padre y el Hijo y nuestra participación en su diálogo de conocimiento y de amor.

Nos queda un último tema esencial. No se puede comprender la concepción juanista de la revelación, si no se capta la centralidad del [/ Espí­ritu II]. Para el evangelista no hay posibilidad de comprender a Jesús y su palabra, de ser testigos suyos, de participar en la vida divina, de entrar en comunión con el Padre sin el don del Espí­ritu. Función del Espí­ritu es interiorizar y actualizar la palabra de Jesús: “El defensor, el Espí­ritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho” (14,26); “Muchas cosas tengo que deciros todaví­a, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga él, el Espí­ritu de la verdad, os guiará a la verdad completa. Pues no os hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oí­do… El me honrará a mí­, porque recibirá de lo mí­o y os lo anunciará” (16,12-14). La relación entre el Espí­ritu y la palabra de Jesús es profunda y circular. Por una parte, sin el Espí­ritu las palabras de Jesús quedan incomprendidas (“ahora no estáis capacitados para entenderlas”), inertes; no aparecen como verdaderamente son, palabras de Dios (cf 6,62-64). Por otra parte, el Espí­ritu está ligado a las palabras de Jesús en un cierto sentido y subordinado a ellas; no dice palabras propias, sino que repite las dichas ya por Jesús (“No hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oí­do”). El Espí­ritu no se aparta de la tradición histórica de Jesús y de la tradición eclesial que la continúa. La enseñanza del Espí­ritu es la misma enseñanza de Jesús (“os recordará…”). Mejor, la enseñanza que es Jesús. Pues lo que importa comprender (y que el Espí­ritu descubre) es la persona de Jesús y su comunión con el Padre. Sin embargo, la enseñanza del Espí­ritu no es recuerdo repetido, no es simple memoria. No añade nada a la revelación de Jesús, pero la interioriza y la hace presente en toda su plenitud. Por esto precisa Juan: “Os guiará hacia y dentro de la plenitud de la verdad” (tal es el sentido de la expresión griega). Por tanto, una revelación interior, viva, actual y progresiva. No una progresiva acumulación de conocimientos, sino un progresivo viaje hacia el centro: desde el exterior hacia el interior, desde la periferia al centro, desde un conocimiento de oí­das a una comprensión personal, actual y transformante. El Espí­ritu transforma la revelación de Jesús de objetiva en personal, de histórica en contemporánea. Así­ como Jesús es la verdad, así­ también el Espí­ritu es la verdad: Jesús, porque es la encarnación histórica de la verdad; el Espí­ritu, porque nos la comunica.

IV. LAS ESTRUCTURAS DE LA REVELACIí“N. Al término de esta lectura analí­tica de muchas páginas bí­blicas, en la cual hemos visto articularse la concepción de la revelación, es oportuno recoger en sí­ntesis sus rasgos más cualificados y constantes.

La revelación bí­blica tiene una estructura histórica. Ha ocurrido en la historia, tiene una historia y se manifiesta por medio de la palabra. Aunque pretende ser universal y está destinada a los hombres de todos los tiempos, la Biblia registra un discurso de Dios situado: sucedido en un tiempo y en un ambiente, encarnado en un determinado lenguaje y en una determinada cultura. Su origen divino y su vocación a la universalidad no eximen a la revelación de las leyes de la historia, y de esto la Biblia no siente el menor embarazo. Origen divino y universalidad no eliminan la presencia de elementos caducos y particulares, contingentes, por lo cual no sustraen a la palabra de Dios a continuas exigencias de mediación y de interpretación. En esta profunda historicidad de la revelación encuentran su justificación las estructuras de mediación tales como la Escritura, la Iglesia y el magisterio. Protagonista invisible y principal de la interpretación y de la transmisión de la revelación es, sin embargo, siempre el Espí­ritu.

Además de situado en la historia, el discurso de Dios es progresivo, diseminado en el tiempo. La revelación no apareció de golpe, ya concluida, sino que siguió la progresión de un camino, con un principio, un desarrollo y un término, solicitado cada vez por el mismo cambio de las situaciones históricas. El camino de la revelación es progresivo y coherente, y encuentra su cumplimiento en Cristo. Mas esto no significa que el progreso de la revelación se haya verificado sin tensiones ni retrocesos. También en esto la revelación ha aceptado plenamente las leyes de la historia. Por su parte, el camino no se ha hecho tanto en virtud de revelaciones siempre nuevas, añadidas cada vez desde el exterior, sino más bien en virtud de un desarrollo interior, a partir de un núcleo básico, rico en virtualidades y orientado ya hacia su plenitud.

Situada en la historia y encaminada hacia un cumplimiento, la revelación ha tenido lugar mediante la historia y la `palabra” estrechamente unidas. Dios obra y comenta su acción. La revelación no es una simple serie de palabras, pero tampoco simplemente una serie de acciones. No existe antagonismo alguno entre la historia y la “palabra”. Los hechos son ciertamente siempre más ricos que las palabras que los interpretan; pero permanecerí­an mudos o ambiguos sin la palabra que los interpreta. En cierto sentido es la palabra la que está en el centro. Pues la palabra de Dios hace la historia, la dirige y la interpreta. Simplificando, podemos describir de este modo el proceso revelador: el acontecimiento histórico, la iluminación interior que da al profeta o a la comunidad la inteligencia del acontecimiento, la palabra oral o escrita que relata y transmite el acontecimiento interpretado.

La revelación bí­blica tiene una estructura de mediación. No está directa e inmediatamente dirigida a cada hombre, aunque no le falta una dimensión interior y personal (la atracción del Padre y la presencia del Espí­ritu). Mediata, no sólo porque llega a nosotros a través de los profetas y de los apóstoles; no sólo por ser histórica y particular, y por tanto necesitada de mediaciones para ser transmitida y actualizada, sino también porque -ya en su mismo formarse-está mediatizada por la experiencia del hombre que la acoge. No hay contraposición entre la iniciativa de Dios y la experiencia del hombre. La revelación es un entrelazado, por así­ decirlo, de movimiento horizontal y vertical, de iniciativa libre y gratuita de Dios y de reflexión del hombre. Los acentos, obviamente, son diferentes según los casos.

La revelación tiene una estructura dialógica y personal. Es un encuentro dialógico entre dos personas que hablan y se comunican entre sí­, una (Dios) como autopresentación y la otra (el hombre) como escucha obediencial. Es un diálogo profundo, vital; y no sólo intercambio de conocimientos. Dios habla con el hombre para salvar al hombre y hacerlo partí­cipe de su propia vida. Por eso la revelación es simultáneamente teológica y antropológica: revela el pensamiento de Dios sobre el hombre; o mejor, el misterio de Dios y la vocación del hombre. Los dos aspectos se identifican; el hombre es llamado justamente a conocer y participar del misterio de Dios. Esto sobre todo en el NT. Dios revela su designio sobre el hombre y sobre la historia, dicta las normas de conducta, explica los acontecimientos en los cuales le es dado al hombre vivir; pero no sólo eso. Dios se revela a sí­ mismo. En Cristo, Dios se revela como una comunión de personas, un diálogo de conocimiento y de amor; y el hombre, en la fe, es insertado en ese diálogo. La revelación manifiesta con ello una estructura trinitaria. El diálogo de Dios con el hombre, es decir, la revelación, es la traducción al exterior de un diálogo de Dios en el interior. Las tres personas están en el origen, con modalidades propias, de la revelación: la iniciativa del Padre, la manifestación en Cristo, la interpretación y la actualización del Espí­ritu. Y son el objeto último de la revelación, el punto hacia el cual tendí­a todo el camino.

La revelación tiene una estructura cristológica. Cristo es el revelador y el revelado. Es la perfecta manifestación de Dios; y por eso en él encuentra la revelación su cumplimiento. El largo camino del AT encuentra en él su punto de llegada. Los esquemas -sustancialmente bí­blicos- que intentan expresar esta relación son múltiples y signo de su complejidad: continuidad/novedad, preparación/cumplimiento, figura/realidad, promesa/realización. Todos estos esquemas ponen en claro dos cosas: que el AT es una espera de Cristo; que, sin embargo, el AT no es sólo espera, sino ya realidad, aunque sea abierta e incompleta [/ Teologí­a bí­blica III-IV].

Aunque revelación definitiva, escatológica y última, la de Cristo es siempre una revelación en la fe. Por eso subsiste la tensión hacia la plenitud de la visión. Un pasaje de la primera carta de Juan expresa mejor que ningún otro esta tensión entre el presente y el futuro, lo que ya somos y lo que se manifestará. “Desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es” (3,2).

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B. Maggioni

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO:
1. Introducción;
2. Premisas metodológicas;
3. Revelación veterotestamentaria;
4. La revelación en el NT;
5. El tema de la revelación en los padres de la Iglesia;
6. Las declaraciones del magisterio;
7. Reflexión sistemática: singularidad de la revelación cristiana;
8. Rasgos especí­ficos de la revelación cristiana;
9. Conclusiones
R. Latourelle

1. INTRODUCCIí“N. En el contexto del pensamiento contemporáneo, el tema de la revelación se encuentra en la encrucijada de todas las cuestiones y de todas las discusiones. En efecto, el hombre occidental discute la pretensión del cristianismo, que se presenta como la revelación absoluta. Por otra parte, el judaí­smo, el islam y el hinduismo tienen la misma pretensión. El hombre poscristiano, sobre todo occidental, ateo o indiferente, decepcionado, amargado o rebelde, que procede de una civilización forjada por el cristianismo, pero que se ha vuelto exangüe y es incapaz de engendrar otra cosa que no sea el vací­o y el sinsentido, no ve ya lo que el cristianismo podrí­a todaví­a aportarle, teniendo en cuenta sobre todo que muestra una ignorancia abismal.

Una crisis de tales dimensiones no puede superarse con paliativos, sino con un redescubrimiento de esa intervención desconcertante, inaudita, de Dios en la carne y el lenguaje de Cristo. En tiempos del imperio romano, el cristianismo tuvo que enfrentarse con el paganismo; esta vez se las tiene que ver con el hombre poscristiano, que ha abandonado o traicionado a Cristo. El primero vení­a a Cristo; el segundo tiene que convertirse y volver a él. Como se dijo en el sí­nodo de 1985 y en la exhortación Christifideles laici, el hombre occidental necesita una “segunda evangelización”.

Efectivamente, el cristianismo tiene algo que decir al hombre de hoy, en particular al hombre de Occidente, y ese algo es decisivo. Si no fuera capaz de decí­rselo, ningún poder en la tierra, ninguna ideologí­a, ninguna religión serí­a capaz de suplantarlo. Por ser Cristo la teofaní­a suprema,’el Dios revelador y el Dios revelado, el “universal concreto”, ocupa una posición única que distingue al cristianismo de todas las demás religiones que se dicen reveladas y que le discuten sus pretensión central. Es la única religión cuya revelación se encarna en una persona que se presenta como la verdad viva y absoluta, que recoge y unifica en sí­ todos los aspectos de la verdad que jalonan la historia de la humanidad: la trascendencia de la verdad que caracteriza a las corrientes platónicas, la historicidad de la verdad que caracteriza al pensamiento moderno y contemporáneo, la interioridad de la verdad destacada por las diversas formas del existencialismo. Cristo no es un simple fundador de religión; es a la vez inmanente a la historia de los hombres y el trascendente absoluto. Por eso es el único mediador de sentido, el único exegeta del hombre y de sus problemas.

Ayudar al hombre contemporáneo a descubrir en todo su frescor esa realidad primordial del cristianismo que es la revelación, captar su especificidad, no es una cuestión de opción libre para el teólogo que quiera ser a la vez contextual y sistemático, sino una necesidad natural.
2. PREMISAS METODOLí“GICAS.

Pero no es una tarea fácil lo que parece ser un servicio necesario. La primera dificultad proviene del distinto ángulo de aproximación que escogen los propios teólogos. En efecto, cierto número de teólogos, católicos o protestantes, a fuerza de “problematizar”, han “entenebrecido” tanto la reflexión teológica que han logrado “velar” esa realidad que, paradójicamente, se llama “revelación” o “desvelamiento”. El hecho es que han escogido, como punto de partida, lo inexplicado para iluminar lo explieante. En vez de dejarse llevar por la corriente misma de la revelación para escuchar lo que ella dice de sí­ misma, han partido de presupuestos teológicos.

1) Tal es el caso de teólogos protestantes como K. Barth, R. Bultmann, W. Pannenberg. Desde el principio, su reflexión está condicionada por una teologí­a de la fe, de la historia, de la existencia humana. Algunos teólogos católicos, excesivamente influidos por esta teologí­a reciente, han elaborado su reflexión sobre la revelación dentro de las perspectivas de la teologí­a dialéctica, de la hermenéutica existencial, de la teologí­a de la praxis, en vez de acudir a las tradiciones bí­blicas y patrí­sticas, menos sistemáticas sin duda, pero más cercanas a la fuente en su brotar original.

2) Otros teólogos han escogido como punto de partida el fenómeno universal de las religiones. Observando que todas ellas se dicen religiones de revelación, con modelos parecidos (mediadores, ritos, instituciones), concluyen que la revelación cristiana es la forma superior de una experiencia común. Este comparatismo religioso corre el riesgo de caer en las posiciones reductivas de Schleiermacher y de Sabatier o en las posiciones más avanzadas del modernismo. La fe cristiana tiene “lugares” normativos -como el don de Cristo- que desafí­an toda espera y toda experiencia humana.

3) Otros, en vez de partir del “universal concreto”, a saber: Cristo, creen preferible poner primero un telón de fondo, a saber: la “revelación trascendental”, la gracia universal de la salvación concedida a todo hombre que viene a este mundo. La revelación crí­stica o “especial” aparece entonces como un episodio más importante, un momento más intenso de esta revelación universal. En vez de partir del universal concreto y conocido, se parte del universal oculto e indeterminado, que escapa a la comprensión de la conciencia humana. Ni la Escritura ni los documentos del magisterio adoptan esta perspectiva.

4) Finalmente, otros se dejan guiar por los vocablos, concretamente por la palabra revelar (apokalyptein). Pero también los vocablos son un terreno con trampas. Si es verdad que el término “revelación” se ha convertido en el término técnico para designar la automanifestación y la autodonación de Dios en Jesucristo, no ocurre lo mismo en las fuentes bí­blicas. Así­, en el AT, revelar-revelación tiene un eco apocalí­ptico indiscutible y cubre tan sólo parcialmente una realidad mucho más amplia. En el NT hay una constelación de unas treinta palabras que sirven para describir la revelación en su aspecto activo o pasivo. En el AT el término palabra prevalece sobre el de revelación, ampliándose en el NT hasta convertirse en el Logos de san Juan. La verdad es que el término evangelio es el que más se acerca al sentido actual de revelación. Si la presencia de los vocablos tiene que mantenernos alerta, no puede ser suficiente.

5) ¿Estamos, entonces, en un callejón sin salida? ¿Es imposible definir esa realidad polivalente que llamamos revelación? Creo que podemos apelar a dos criterios de discernimiento:
a) ¿Encontramos en la tradición cristiana lo que hoy se indica con el término preciso y técnico de revelación, tal como se propone, por ejemplo, en la Dei Verbum? No se trata de forzar los textos para hacerles decir lo que comprendemos hoy, sino de ver si, ya en el origen, no habrá un surco luminoso, lejano al principio, apenas perceptible, como una serie de puntos claroscuros y separados, cuya unidad percibe con dificultad el ojo, pero que acaban estableciendo unos puentes, luego una lí­nea cada vez más firme, cada vez más brillante, hasta convertirse en la luz deslumbradora que es Cristo, mediador y plenitud de la revelación (DV 2,4). La l Dei Verbum, que es un punto de llegada, se parece a un faro que al que busca le evita perderse por caminos sin salida: va “jalonando” su búsqueda.

b) El segundo criterio llama la atención sobre la realidad que responde a lo que llamamos revelación. Comprobamos entonces con sorpresa la extraña diversidad de vocablos que corresponden a la fe. Así­ Jesús proclama el evangelio y dice: “Creed en el evangelio” (Mc 1,15); predica, enseña e invita a la fe (Mc 6,2.5); da testimonio, .aunque no se crea en su testimonio (Jn 1,1; 3,32); habla y dice la verdad, pero los judí­os no creen (Jn 8,46-47). A su vez; los apóstoles dan testimonio, predican, enseñan e invitan a la fe en Cristo resucitado (He 2,41). San Pablo dice: “Pues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos y lo que habéis creí­do” (1Cor 15,11). El misterio oculto y luego revelado se manifiesta y se notifica a todos los pueblos “para que abracen la fe” (Rom 16,25-26). Tanto en el AT como en el NT, Dios habla para ser escuchado (Heb 12,25) y creí­do (Heb 4,2). Tan sólo un término designa la respuesta del hombre: la fe, que responde a la acción reveladora de Dios, que se expresa por múltiples conceptos, ya que ante el misterio de Dios el hombre no puede hacer más que multiplicar los intentos de aproximación y balbucear lo que capta de él.

Para definir la revelación utilizaremos el doble criterio que hemos propuesto. No se trata evidentemente de repetir, en el marco de un artí­culo, las encuestas bí­blicas, patrí­sticas, teológicas ya hechas en el TW, en el DBS, en los dos fascí­culos del Handbuch der Dogmengeschichte o en las monografí­as elaboradas sobre la teologí­a de la revelación. Por otra parte, una sistematización de la revelación sin una perspectiva diacrónica serí­a muy pobre. Además, los lectores de un diccionario no siempre tienen acceso a esas obras de gran envergadura, ni siquiera tiempo para recorrerlas. Escogemos una solución media: la que consiste en subrayar los puntos de continuidad y de discontinuidad, en indicar los ángulos de aproximación, los puntos de relieve, los exegetas principales, responsables de nuevas orientaciones. No siempre se ha efectuado este tipo de operación, a pesar de que suele ser el primer objeto de las peticiones del lector; así­ pues, sincroní­a y diacroní­a a la vez, prioridad de la sistematización, pero a partir de fuentes seriamente inventariadas.

3. REVELACIí“N VETEROTESTAMENTARIA. El AT no posee un término técnico para designar lo que llamamos “revelación”, sino que utiliza un lenguaje variado. Tomada en su totalidad, como fenómeno complejo que incluye una multiplicidad de formas, de medios, de vocablos, esta revelación se presenta como la experiencia de la acción de una fuerza inesperada, pero soberana; que modifica el curso de la historia de los pueblos y de los individuos. Sin embargo, esta acción no es una manifestación brutal de poder, sino que se presenta como un encuentro entre uno que comunica y otro que recibe. En sentido amplio, se trata de un proceso de diálogo entre seres inteligentes, entre personas.

1) Etapas y formas de la revelación. a) Terminologí­a. El mundo oriental se serví­a de ciertas técnicas para intentar conocer los secretos de los dioses: adivinación, sueños, consultas de la suerte, presagios, etc. El AT conservó mucho tiempo algo de estas técnicas, purificándolas de sus adherencias politeí­stas o mágicas (Lev 19,26; Dt 18,10s; 1 Sam 15,23. 28), pero atribuyéndoles cierto valor. También es significativo que Israel se negara siempre a aceptar ciertas formas clásicas de técnicas destinadas a hacer conocer el pensamiento divino, concretamente la hepatoscopia, usada en todas partes en la mántica sacrificial del antiguo Oriente. Como en la mayor parte de los pueblos antiguos, los hebreos admitieron que Dios podí­a servirse de los sueños para dar a conocer sus deseos (Gén 20,3; 28,12-15; 37,5-10; 1Sam 28,6). José posee una copa adivinatoria y destaca en la interpretación de los sueños (Gén 40-41). Pero progresivamente se distingue entre los sueños que Dios enví­a a los auténticos profetas (Núm 12,6; Dt 13,2) y los de los adivinos profesionales, que se basan en sueños mentirosos (Jer 23,25-32; Is 28,7-13). El AT se muestra muy reservado en lo que concierne a las visiones de Dios, directas o indirectas. En las teofaní­as lo primero no es el hecho de ver a Dios, sino el de oí­r su palabra. La llamada de Dios a Abrahán se presenta como pura palabra divina (Gen 15,1 ss). Igualmente es significativo que Moisés, que podí­a tratar con Dios como un amigo con su amigo (Ex 33,11), no podí­a ver su rostro (Ex 33,21-23). En los profetas, incluso en las visiones, las palabras son lo esencial. La revelación concedida a Samuel es una audición (1Sam 3). En el lenguaje revelador del AT, las raí­ces más empleadas guardan relación con la acción de comunicar, decir, hablar, contar, de modo que la expresión palabra de Dios sigue siendo la expresión privilegiada para significar la comunicación divina. Por su palabra es como Dios va introduciendo progresivamente al hombre en el conocimiento de su ser í­ntimo, hasta el don supremo de su Palabra hecha carne.

b) Revelación patriarcal. La revelación recibe sus primeros contornos con Abrahán y los patriarcas. Sin embargo, los relatos patriarcales no son históricos” en el sentido moderno de la palabra: no son ni biografí­as, ni mitos, ni cuentos populares, ni leyendas, sino “relatos populares religiosos”: quieren hacer compartir la experiencia de un Dios de tipo particular, ya que ella fundamenta la experiencia de Israel como pueblo creyente. Habrí­a podido concebirse esta experiencia como la de una iluminación y un conocimiento sobre Dios, a la manera de Buda. Pero no hay nada parecido en la vida de Abrahán, sino una serie de acontecimientos y de decisiones provocadas por Dios y por su llamada: “La palabra del Señor fue dirigida a Abrán” (Gen 15,1). Ese Dios es un Dios “desconcertante”, que “pone en camino”: “Sal de tu tierra… y vete al paí­s que yo te indicaré” (Gen 12,1; 22,1-2). Abrán vive la experiencia de una partida hacia lo desconocido, con una sola garantí­a: la promesa de Dios. El sabe que Dios lo guí­a, pero en una dirección insospechada (Gen 15,5.6.12.17). En lo más profundo de esta noche de fe surge una promesa gratuita, unilateral, incondicionada: la de una descendencia innumerable (Gen 17), seguida de un cambio de nombre: Abrán se convierte en Abrahán, “padre de una multitud”. Esta promesa parece incluso estar en contradicción con los hechos, ya que Abrahán y Sara no tienen descendencia. Pero Dios es fiel más allá de lo improbable y hasta de lo imposible. Sara engendra un hijo. Mas apenas nacido Dios lo pide en sacrificio (Gen 22,1-19). En medio de las tinieblas, Abrahán se pone en manos de Dios “que ve” (Gen 22,1-14). Al Dios que se le habí­a manifestado como señor de la historia y de la vida y como el Dios de la promesa, Abrahán responde con una disponibilidad total: su reacción es la de la fe y la obediencia. Por eso Abrahán es el “padre de los creyentes” (Rom 4,16). En esta primera etapa de la revelación, prototipo de toda la revelación venidera, Dios se manifiesta por su obrar en la historia: un obrar que es promesa y cumplimiento, palabra eficaz que realiza la salvación que promete. Consiguientemente, a la promesa responde, no ya una “gnosis sobre Dios”, sino una fe obediente.

c) Revelación mosaica. La segunda etapa decisiva de la revelación se cumplió en el acontecimiento vivido del éxodo: un acontecimiento de salvación, que libera a Israel de la esclavitud de los egipcios y que va acompañado de la autopresentación de su autor. A1 revelar su nombre a Israel por mediación de Moisés, Dios revela no solamente que existe, sino que es el único Dios y el único salvador: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14).

Yhwh está siempre presente, activo, siempre dispuesto a salvar, y sólo él. Al revelar su nombre, Dios toma partido por Israel, que se convierte en su elegido y luego en su aliado. La liberación, la elección, la alianza, la ley, forman un todo indivisible. En efecto, la alianza y la ley no se comprenden más que a la luz de todo el proceso liberador que tiene en ellas su consumación. Por la alianza, Yhwh, que probó a Israel su poder y su fidelidad, hace de este pueblo su propiedad y se convierte en el jefe de la nación. Las “palabras de la alianza” (Ex 20,1-17), o las “diez palabras” (los debarim: Ex 34,28), expresan el exclusivismo del Dios de Israel y las exigencias morales del Dios “santo” que se alí­a con un “pueblo santo”. Al aceptar la alianza, Israel acepta el estilo de vida que responde a su vocación. Pero la salvación precede a la elección, a la alianza y a la ley. En adelante, el destino de Israel está ligado a la voluntad de Dios históricamente expresada y basada en el acontecimiento de la liberación. En el éxodo, Israel ha tenido la experiencia de un encuentro; pero Yhwh no puede reducirse al acontecimiento. Por medio de Moisés, revela su nombre y el sentido del acontecimiento. Israel emprende una existencia dialogada, situada en un contexto de llamada y de respuesta. Desde su origen, la revelación posee ya su estructura de acontecimiento-significante. La dialéctica de la promesa y del cumplimiento sigue adelante. Al revelarse como el Dios de la historia. a los patriarcas, y luego a Israel, Dios confiere ya a la revelación histórica su dimensión universal.

d) Revelación profética. La palabra va dirigida al pueblo; no directamente, sino por unos “mediadores” (Ex 20,18). Moisés, mediador de la . alianza y del decálogo, es el prototipo de los profetas (Dt 34,10-12; 18, 15-18). Aunque Josué aparece ya como el confidente y el portavoz de Yhwh, tan sólo a partir de Samuel (1Sam 3,1-21) se impone el profetismo, haciéndose casi permanente, bajo una forma más bien carismática que institucional, hasta el siglo v.

Los profetas anteriores al destierro (Amós, Oseas, Miqueas, Isaí­as) son los guardianes y los defensores de la alianza y, de la ley. Su predicación es una llamada a la justicia, a la fidelidad al Dios tres veces santo; pero como Israel es infiel a las condiciones de la alianza; el dabar divino pronuncia las más de las veces condenaciones y anuncia castigos (Am 4,1; 5,1; Os 8,7-14; Miq 6=7; Is 1,1020; 16,13; 28,13-14; 30,12-14). Estos castigos no serán revocados. El tema de la irreversibilidad y de la eficacia de la palabra.de Dios se afirma claramente en Is 9,7: “El Señor ha lanzado una orden contra Jacob y va a caer sobre Israel”. Puro dinamismo, la palabra se dispara como una flecha y produce sus efectos por etapas sucesivas.

En la reflexión teológica sobre la revelación, Jeremí­as ocupa un lugar importante, ya que intentó determinar los criterios de la palabra auténtica de Dios. Estos criterios son: el cumplimiento de la palabra del profeta (Jer 28,9; 32,6-8), la fidelidad a Yhwh y a la religión tradicional (Jer 23,13-32), y, finalmente, el testimonio, muchas veces heroico, del propio profeta en su vocación (Jer 1,4-6; 26,12-15).

El Deuteronomio, que se deriva de los ambientes del norte, influidos por la predicación profética de los siglos ix y vIII, se encuentra en la confluencia de dos corrientes: la corriente legalista, que es la expresión del sacerdocio, y la corriente profética. Bajo esta doble influencia se profundiza la teologí­a de la ley. El Deuteronomio vincula más que nunca la ley al tema de la alianza. Si Israel quiere vivir, tiene que poner en práctica todas las palabras de la ley (Dt 29,28), ya que esta ley, salida de la boca de Yhwh, es fuente de vida (Dt 32,47). Pero el Deuteronomio incluye además en la ley mosaica todas las cláusulas de la alianza (Dt 28,69), es decir, todo el corpus de leyes morales, civiles, religiosas, criminales. Por fin, la palabra de la ley se “interioriza”: “La palabra está muy cerca de ti; está en tu boca, en tu corazón, para que la pongas en práctica” (Dt 30,11-14). La ley consiste en amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma (Dt 4,29).

Paralelamente a las corrientes profética y deuteronómica, se elabora una literatura histórica (Jueces, Samuel, Reyes), que es de hecho una historia de la salvación y una teologí­a de la historia. La alianza establecida con Yhwh y las condiciones puestas por él suponen que el curso de los acontecimientos está regulado por la voluntad divina, en función de las actitudes del pueblo elegido. Desde entonces, Israel no ha dejado de pensar en. su religión dentro de las categorí­as de la historia. En definitiva, es la palabra de Dios la que hace la historia y la vuelve inteligible. Un texto importante de esta literatura histórica es la profecí­a de Natán (2Sam 7), que establece el mesianismodel rey. Por esta profecí­a, la dinastí­a de David se convierte directamente y paró siempre en 1a aliada de Yhwh (2Sam 7,16; 23,5), en el eje de la salvación. En adelante, la esperanza de Israel se basa en el rey: el rey presente primero; y luego, un rey futuro, escatológico, a medida que las infidelidades del rey histórico van retrasando las esperanzas en un rey según el ideal daví­dico. Esta profecí­a es el punto de partida de una teologí­a, elaborada por los profetas, que es eminentemente promesa, vuelta hacia el futuro, más bien que una teologí­a de la alianza que presenta unas exigencias ante todo cotidianas.

En tiempos del destierro la palabra profética, sin dejar de ser palabra viva, se hace cada vez más palabra escrita. En este sentido, es significativo que la palabra confiada a Ezequiel esté inscrita en un rollo que el profeta tiene que asimilar para predicar su contenido (Ez 3,1s). Un carácter importante de la profecí­a de Ezequiel es su tono pastoral. Tras la caí­da de Jerusalén (Ez 33,1-21), Israel deja de existir como nación. La palabra de Yhwh se hace entonces palabra de aliento y de esperanza para los desterrados abatidos. Ezequiel emprende la formación del nuevo Israel, a la manera de un director espiritual (Ez 33,1-9). Dejando entrever que la palabra que decretó y realizó el castigo sigue siendo todaví­a promesa fiel, Ezequielvela, sin embargo, para que nadie se engañe sobre su naturaleza: no basta con escuchar la palabra, hay que vivir de ella (Ez 33,31).

El Déutero-Isaí­as (Is 40-55), que hay que leer en el marco del destierro, considera el dabar divino en su dinamismo a laven cósmico e histórico. Su soberaní­a absoluta sobre la creación es el fundamento y la garantí­a de su acción omnipotente en la historia; Yhwh es el señor de las naciones, lo mismo que de las fuerzas naturales, porque con su palabra lo ha suscitado todo de la nada. El está en el punto de partida y en el término de los acontecimientos: su palabra predice, suscita, cumple. Dios mantiene los polos extremos de la historia (Is 41,4; 44,6; 48,12). Y ésta es inteligible porque se desarrolla según un plan que la Palabra va revelando progresivamente a los hombres, sin que deje nunca de alcanzar su resultado (Is 55,10-12).

Como vemos, si la revelación del Sinaí­ sigue siendo el bloque central de la revelación; si perdura a través del AT, sobre todo en la época real y durante el destierro; si se va profundizando, es sobre todo gracias al profetismo. Pues bien, lo que constituye la originalidad del profeta es que ha sido objeto de una experiencia privilegiada, ordinariamente en el momento de su vocación: conoce a Yhwh porque Yhwh le ha hablado y le ha confiado su palabra. Ha sido llamado a una intimidad especial con Dios; llamado a conocer sus secretos (Núm 24,16-17), sus designios (Am 3,7), para convertirse en su intérprete ante los hombres.

Esta experiencia es la experiencia fundamental del profeta: la palabra de Yhwh está en él (Jer 5,13). El profeta tiene conciencia de que no ha creado él esta palabra; de que esta palabra no es suya, sino de Dios. Si la ha recibido, es paca transmitirla, para publicarla, anunciarla. El.es la boca de Yhwh (Jer 15,19; Ez 7,1-2), el hombre de la palabra (Jer 18,18). Vive entre los hombres como el intérprete autorizado por Dios de todo lo que sucede en el universo (tempestades, cataclismos, hambres, prosperidad), en el mundo de los humanos (pecados, muertes, obstinación) y en la historia (derrotas, éxitos, sucesión de los imperios). Conviene subrayar el carácter objetivo y dinámico de esta palabra. Su primer efecto está en el profeta mismo que la recibe. Actúa en él como un fuego devorador (Jer 20,8-9), como una fuerza irresistible (Jer 20,8-9), como una luz deslumbradora. Yhwh ha hablado: el profeta ha de dar testimonio de ello. Tal es la experiencia de Amós (Am 3,8); de Jeremí­as (Jer 20,7-8), de Isaí­as (Is 8, 11), de Ezequiel (Ez 3,14), de Elí­as (1 Re 18,46), de Eliseo (2Re 3,15). Palabra de Dios en una palabra humana, la palabra profética participa de su eficacia. No es nunca estéril. Sin embargo, Dios es siempre el Señor y su palabra actúa según sus designios, que él va descubriendo poco a poco, y que son un proyecto de salvación y de vida. Por eso, en todo el AT, Dios tiene paciencia, escucha, se ablanda, perdona.

El campo de acción de la palabra profética es la historia; esta palabra es creadora e intérprete de la historia. Porque es en la historia, a través de las intervenciones de Dios, donde el pueblo hebreo tuvo la experiencia de la acción divina en su favor. La fe de Israel se apoya en estos acontecimientos fundadores, y su credo consiste en recitarlos (Dt 26,5-10). La acción de Dios que anuncian los profetas es por partida doble obra de la palabra: primero, porque es la palabra de Yhwh la que suscita y dirige los acontecimientos: “El Señor Dios no hace nada sin que manifieste su plan a sus siervos los profetas” (Am 3,7); para Israel, la historia es un proceso dirigido por Yhwh hacia un término querido por él. Pero el profeta no sólo anuncia la historia, sino que la interpreta; percibe el sentido divino de los acontecimientos y lo notifica a los hombres: interpreta la historia desde el punto de vista de Dios. El acontecimiento y la interpretación son como las dos dimensiones de la única palabra de Dios. La historia de la salvación es una serie de intervenciones divinas interpretadas por el profeta. Así­, a través de los acontecimientos del éxodo, interpretados por Moisés, el pueblo hebreo conoció a Yhwh como el Dios vivo, personal, único, omnipotente, fiel, que salva a su pueblo y hace alianza con él con vistas a una obra común de salvación (Dt 6,20-24). De aquí­ se sigue que Dios, sus atributos, sus designios se revelan no ya de forma abstracta, sino en la historia y por la historia. Hay un progreso en el conocimiento de Dios; pero ese progreso está ligado a unos acontecimientos que la palabra de Dios anuncia, realiza e interpreta por medio de los profetas; es una historia-significante.

e) Revelación sapiencial. Aunque la literatura sapiencia¡ del AT pertenece a una corriente de pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia), atestiguada ya en el segundo milenio, esa corriente de pensamiento se transformó muy pronto en Israel en instrumento de revelación. El mismo Dios que ilumina a los profetas se sirvió de la experiencia humana para revelar al hombre a sí­ mismo (Prov 2,6; 20,27). Is, rael asume la experiencia humana, pero la interpreta y profundiza en ella a la luz de su fe en Yhwh. Más aún, los datos sobre los que se ejerce la reflexión sapiencial pertenecen muchas veces a la revelación: la historia, la ley y los profetas. La sabidurí­a, como la palabra, salió de la boca del altí­simo. También ella finalmente se identifica con la palabra de Dios. El salterio, que se fue formando poco a, poco, a lo largo de la historia, es sobre todo respuesta a la revelación; pero es también revelación, ya que la oración de los hombres, por los sentimientos que expresa, le da a la revelación toda su dimensión. La majestad, el poder, la fidelidad, la santidad de Yhwh reveladas poi los profetas se reflejan en las actitudes del creyente y en la intensidad de su plegaria. Espejo de la revelación, los salmos son también su actualización cotidiana, en el culto del templo.

Con la revelación sapienciál se relaciona el tema de la revelación cósmica -es decir, a través de la creación-, que representa una etapa bastante tardí­a de la revelación inspirada. En efecto, por la historia conoció Israel a Yhwh cuando experimentó en Egipto su fuerza liberadora. La meditación incesante en esta fuerza ilimitada de Yhwh, que utilizaba a su antojo los elementos de la naturaleza para salvar a su pueblo, desembocó, por medio de una maduración orgánica y homogénea, en la creencia en la creación. Israel comprendió que Dios que suscitó a su pueblo de la nada de la esclavitud, suscitó también el cosmos de la nada. Su soberaní­a es universal: “Con su palabra hizo el Señor los cielos y con el soplo de su boca todo lo que hay en ellos… Porque él lo dijo, y todo fue hecho; él lo ordenó, y todo existió” (Sal 33 6.9). Cuando la palabra se impone a los hombres, se convierte en ley; cuando se impone a las cosas, crea. Como la creación es la cosa dicha por Dios, es también revelación (Job; Prov; Si; Sab; Sal; Rom 1,16).

2) Objeto y carácter de la revelación veterotestamentaria. La revelación del AT tiene rasgos especí­ficos que la distinguen de cualquier otro tipo de conocimiento:
a) La revelación es esencialmente interpersonal. Es manifestación de alguien a otro. Yhwh es a la vez el Dios que revela y el Dios revelado; se da a conocer y se hace conocer. Hace alianza con el hombre, primero como un señor con su siervo, luego progresivamente como un padre con su hijo, como un amigo con su amigo, como el esposo con la esposa. La revelación introduce en una comunión con Dios para la salvación del hombre.

b) La revelación veterotestamentaria procede de la iniciativa de Dios. No es el hombre el que descubre a Dios: es Yhwh el que se manifiesta cuando quiere, a quien quiere y porque quiere. Yhwh es libertad absoluta. Fue el primero en escoger, prometer, hacer alianza. Y su palabra, que desbarata las ideas humanas y carnales de Israel, hace brillar más aún la libertad de su designio. Esta libertad se manifesta además en la variedad de medios escogidos por él para revelarse: ví­as de la naturaleza, de la historia, de la experiencia humana; variedad de personalidades elegidas (sacerdotes, sabios, profetas, reyes y aristócratas, aldeanos y pastores); diversidad de modos de comunicación (teofaní­as, sueños, consultas, visiones, éxtasis, raptos, cte.); diversidad de géneros literarios (oráculos, exhortaciones, autobiografí­as, descripciones, himnos, poesí­a, reflexión sapiencia) cte.)
c) Lo que da su unidad a la economí­a de la revelación es la palabra. Las filosofí­as griegas y las religiones del perí­odo helenista tienden a la visión de la divinidad. La religión del AT, por el contrario, es la religión de la palabra escuchada. Este predominio del oí­r sobre el ver es uno de los rasgos esenciales de la revelación bí­blica. Dios le habla al profeta y lo enví­a a hablar; éste comunica los designios de Dios e invita a los hombres a la obediencia de la fe. Sin embargo, esta palabra inicia en la visión. Si los hombres no penetran todaví­a en lo más hondo del misterio, tienen ya por la palabra una primera idea de él. Notemos además que la palabra manifiesta, por parte de Dios, un gran respeto a la libertad del hombre. Dios se dirige al hombre, lo interpela,. pero éste sigue siendo libre de adherirse a su palabra o de rechazarla. Finalmente, la palabra, que es el intercambio más espiritual entre los hombres, es también el medio por excelencia de trato espiritual entre Dios y el hombre. El pecado consiste en endurecerse para no oí­r la palabra. Según se la acoja o no, la revelación se convierte para el hombre en muerte o en vida.

d) Pero la finalidad de la revelación es la vida y la salvación del hombre, una alianza con vistas a una comunión. La revelación del AT arranca de la promesa hecha a Abrahán y tiende a su cumplimiento. Para el profeta, el presente no es más que la realización parcial del futuro anunciado, esperado, preparado, pero todaví­a oculto. Lo que está presente no adquiere todo su peso más que por la promesa, en el pasado, de lo que ocurrirá en el futuro. Cada revelación profética marca un cumplimiento de la palabra, pero al mismo tiempo hace esperar un cumplimiento más decisivo todaví­a. La historia tiende así­ hacia la plenitud de los tiempos, que será el cumplimiento del designio de salvación en Cristo y por Cristo.

3) Noción veterotestamentaria de la revelación. La revelación se nos presenta en el AT como la intervención gratuita y libre por la que el Dios santo y oculto -en el terreno de la historia y en relación con los acontecimientos de la historia, interpretados auténticamente por la palabra de Yhwh dirigida a los profetas, según modos de comunicación muy diferentes- se va dando poco a poco a conocer, a sí­ mismo y el designio de salvación que tiene .que aliarse con Israel y, a través de él, con todas las naciones, para cumplir en la persona de su ungido o mesí­as la promesa hecha antaño a Abrahán de bendecir en su posteridad a todas las naciones de la tierra. Esta acción es concebida como palabra de Dios que invita al hombre a la fe y a la obediencia: una palabra esencialmente dinámica, que realiza la salvación al mismo tiempo que la anuncia y la promete.

4. LA REVELACIí“N EN EL NT. La intuición central del NT es que se ha producido un acontecimiento capital entre las dos alianzas: “Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos dí­as, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo” (Heb 1,1-2). En Jesucristo, la Palabra interior, en la que Dios conoce todas las cosas y se expresa totalmente, asume la carne y el lenguaje del hombre, se hace evangelio, palabra de salvación para llamar al hombre a la vida que no pasa. En Jesucristo, Verbo encarnado, el Hijo está presente entre nosotros y, en unos términos humanos que nosotros podemos comprender y asimilar, habla, predica, enseña, da testimonio de lo que ha visto y oí­do en e seno del Padre. Cristo es la cima y plenitud de la revelación, el que revela a Dios y el que revela al hombre sí­ mismo: tal es la gran novedad, e misterio inagotable, cuyo esplendor despliegan los escritores sagrados, insistiendo cada uno en un aspecto. Luego es preciso recomponer en la unidad esas perspectivas diferentes para captar su complejidad y la riqueza del todo, algo así­ como ocurre con las vistas complementarias de una misma catedral.

1) La tradición sinóptica. En Marcos están ausentes las palabras clave del vocabulario de revelación (P.ej., apokalypt6, apokalypsis). Más que en otros lugares, una atención exclusiva al logion de Mt 11,25-27; Le 10,21-22, y a los binomios ocultar-manifestar, conocer-revelar puede dar pie a caer en el equí­voco. Al narrar la historia de Jesús, los evangelistas no hacen más que contarla manifestación de Dios en Jesucristo, ya que Cristo es el lugar más denso de esta epifaní­a de Dios. El evangelio de Marcos, en concreto, es la manifestación progresiva de Jesús, mesí­as e Hijo del Padre, que se revela y revela al Padre por sus palabras, sobre todo las parábolas y por sus obras, concretamente sus milagros, sus ejemplos, su pasión, su muerte, pero que choca con el rechazo de los suyos.

Los términos que describen la acción reveladora de Cristo son: predicar (keryssein) y enseñar (didaskein). Cristo predica la buena nueva del reino y la conversión como medio para entrar en él: “El reino de Dios está cerca. Arrepentí­os y creed en el evangelio” (Me 1,15; Mt 4,17). Esta buena nueva decisiva apunta directamente hacia Jesús, a quien designa como si fuera en persona la inauguración del reino: es “hoy” (Le 4,21)
– cuando llega la era de gracia anunciada por los profetas. Al hoy del anuncio del reino responde el he aquí­: el rabbi el maestro que enseña con autoridad; su enseñanza es nueva, su autoridad es única (Mt 7,29), I una autoridad que lo sitúa en el rango r de Dios: “Amén”, “Pero yo os digo” (Mt 5,22.28.32). Basándose en Dt 18,18 la gente designa a Jesús como el profeta esperado para el fin de los tiempos (Me 6,14s; 8,28; Mt 21,11). Sin embargo, cuando Jesús habla de sí­ mismo, no reivindica nunca este tí­tulo de profeta, ya que como revelador supera a los profetas (Mt 12,40; Me 9 2-10; Mt 17,1-13; Le 7,18-23; 9,28.36). El predica y enseña pero como Hijo del Padre (Mt 7,21;10,3233; 11 25-27): “Nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera manifestar” (Mt 11,27). Nadie conoce (Le: gignóskein; Mt: epigignóskein), con ese conocimiento que es también experiencia, el carácter y la vida í­ntima, profunda, del Hijo sino el Padre; y nadie conoce la vida intima, profunda, del Padre sino el Hijo. Los dos se conocen, simplemente porque están el uno frente al otro, como dos magnitudes iguales, del mismo orden. Y nadie puede participar de ese misterio de conocimiento mutuo sin una revelación gratuita. Cristo, que es el Hijo, es el perfecto revelador del Padre. A los discí­pulos que ha escogido se les ha dado, como una gracia, conocer los misterios del reino de los cielos. También el Padre revela el misterio de la persona de Cristo “a los pequeños” que reconocen su indigencia ante Dios; pero esta revelación es también un don de Dios, una luz interior concedida por el Padre, que se niega al orgullo de “los sabios”. Este anuncio del reino, así­ como la revelación de la identidad de Cristo como Hijo del Padre, se realiza mediante “hechos y palabras”, por medio de parábolas y de milagros, según una economí­a rigurosa de encarnación.

Así­, en la tradición sinóptica, Cristo es revelador en cuanto que proclama la buena nueva del reino de los cielos y enseña con autoridad la palabra de Dios. En definitiva, si Cristo revela es por ser el Hijo, que conoce la vida í­ntima del Padre. El contenido esencial de la revelación es la salvación ofrecida a los hombres bajo la figura del reino de Dios anunciado e instaurado por Cristo. Cristo es a la vez aquel (ecce) que anuncia el reino y aquel en quien el reino se realiza (hodie).

2) Los Hechos de los Apóstoles. Los Hechos, en continuidad con la tradición sinóptica, presentan a los apóstoles como los testigos de Jesús, que proclaman la buena nueva y enseñan lo que han recibido del maestro. Atestiguar, proclamar el evangelio, enseñar, pertenece a la función apostólica.

La palabra testigo designa a los apóstoles y sólo a ellos, ya que sólo ellos estuvieron asociados a Cristo durante toda su vida .y después de su resurrección. Siguieron a Cristo por todas partes; fueron sus comensales antes y después de su resurrección. Sólo ellos tienen de Cristo una experiencia directa, viva; de su persona, de su mensaje, de su obra. Son ante todo testigos de su resurrección (He 1,22; 2,32; 3,13-16; 4,2.33; 5,30-31; 10,39.41.42; 13,31); pero, más en general, de toda su carrera (He 1,21), desde el bautismo hasta la resurrección; de toda su obra: de la que tiende hacia la pasión-resurrección y de la que se inaugura en la resurrección. El testimonio de los apóstoles se realiza con la fuerza del Espí­ritu (He 1,8), que les da coraje y constancia y que actúa en el corazón de sus oyentes para hacer que la palabra de Dios llegue hasta su alma y sea acogida por la fe (He 16 14). Como Cristo, los apóstoles proclaman la buena nueva de la salvación (He 2,14; 8,5; 10,42); no dejan de “enseñar y proclamar la buena nueva de Jesús” (He 15,35; 18,25; 28,31). Por tanto, su función es la de ser testigos y heraldos. Su palabra es dinámica, explosiva; no pueden callar la salvación dada por Cristo, ya que ésta es la única noticia válida, la única capaz de transformar los corazones, de incendiar al mundo para encender en él el amor. La deposición de los apóstoles-testigos constituye el objeto de nuestra fe: una deposición hecha no sólo de palabras, sino también de ejemplos de vida, de actitudes, de ritos. Este testimonio concreto, englobarte, realiza el crecimiento de la Iglesia bajo la acción del Espí­ritu.

3) El “corpus “paulino. El binomio misterio-evangelio nos sitúa en el corazón del pensamiento de san Pablo sobre la revelación. Este misterio, primero oculto, fue luego manifestado, predicado, notificado con vistas a la fe. Este vocabulario evoca la literatura sapiencial y apocalí­ptica; además, subraya más el contenido de la revelación que la misma acción reveladora.

El misterio, como intuición fundamental de Pablo adquiere en sus cartas una ampliación de sentido claramente perceptible. En 1 Cor 2,6-10, el misterio es ya el designio de salvación realizado en Cristo; pero aparece como una “sabidurí­a” que tiene por objeto los bienes destinados por Dios a los elegidos y que sólo pueden comprender los hombres animados por el Espí­ritu, ya que esta sabidurí­a gene su fuente en el Espí­ritu de Dios (1Cor 2,10-16).

En Col 1,26, el misterio, oculto en otro tiempo, se ha desvelado y realizado ahora. Se convierte en acontecimiento histórico: concierne a la participación de los gentiles, tanto como de los judí­os, en los bienes de la salvación (Rom 16,25). La carta a los Efesios amplí­a más aún esta visión (Ef 1,9-10): el misterio es la reunión de todas las cosas en Jesucristo, la agrupación de todos los seres terrenos y celestiales, bajo un mismo Señor, Cristo. El misterio del que habla san Pablo es el plan divino de la salvación, oculto en Dios desde toda la eternidad y desvelado ahora, por el cual Dios establece a Cristo como centro de la nueva economí­a y lo constituye, por su muerte y resurrección, en el único principio de salvación, tanto para los gentiles como para los judí­os, en la cabeza de todos los seres, ángeles y hombres; es el plan divino total (encarnación, redención, participación en la gloria) que, en definitiva, se reduce a Cristo, con sus insondables riquezas (Ef 3,8). Concretamente, el misterio es Cristo (Rom 16,25; Col 1,26-27;1Tim3,16). En su descripción del misterio, san Pablo pone al principio el acento en la vocación de los gentiles, de la que él es ministro por vocación especial (Ef 3,8-9; 1Tim 2,7; Rom 15,6); luego, en las cartas de la cautividad, el misterio se convierte principalmente en Cristo y en la participación en Cristo: todo se “recapitula” en él. Creado en la unidad, el mundo vuelve a la unidad por Cristo, salvador y Señor universal.

Una vez revelado a los testigos escogidos (Ef 3 5; Col 1,25-26), el misterio es notificado a todos los hombres. San Pablo establece una equivalencia práctica entre evangelio y misterio (Rom 16,25; Col 1,25-26; Ef 1,9-13; 3,5-6). En los dos casos se trata de la misma realidad, a saber: el designio divino de salvación, pero vista desde dos ángulos distintos. Por un lado, se trata de un secreto oculto, luego manifestado, desvelado; por otro, de una buena nueva, de un mensaje anunciado, proclamado. Plan divino oculto y revelado, plan divino proclamado: evangelio y misterio tienen el mismo objeto o contenido. Este objeto es doble: soteriológico, a saber: toda la economí­a de la salvación por Jesucristo (Ef 1,1-10), y escatológico, a saber: la promesa de la gloria, con todos los bienes de la salvación, destinados tanto a los gentiles como a los judí­os (Col 1,28; 1Cor 2,7; Ef 1,18). El misterio notificado a los hombres por la predicación del evangelio se convierte en el plan de salvación que ha llegado a la etapa dé acontecimiento personal. En lugar de evangelio, pero con el mismo sentido, Pablo utiliza también el término de palabra (Col 1 25-26; 1Tes 1,6) o palabra de Dios (1Tes 2,13; Rom 9,6; 1Cor 14,26) o palabra de Cristo (Rom 10,17). Por esta palabra, que es mensaje de Dios en labios humanos, sigue siendo Dios el que habla e interpela a la humanidad (Roen 10, 14), invitándola a la “obediencia de la fe” (Rom 16,26; 2Cor 10,5). “Esto es lo que predicamos y lo que habéis creí­do” (ICor 15,11).

Por ser el misterio la reunión en Cristo de los judí­os y de los gentiles, la Iglesia se presenta como el término definitivo del misterio, la realización esplendorosa de la economí­a divina, su expresión visible y estable. El designio de salvación no sólo es revelado y proclamado por el evangelio, sino que se realiza además efectivamente en la Iglesia, “cuerpo de Cristo” (Ef 4,13). El establecimiento de la Iglesia significa que ha llegado ya el tiempo de la sumisión de todas las cosas a Cristo (Col 1,16). Lo mismo que Cristo es el misterio de Dios hecho visible, también la Iglesia es el misterio de Cristo hecho visible. Los tiempos se han cumplido; se ha dado ya la salvación anunciada.

Sin embargo, para Pablo sigue habiendo una tensión entre la revelación histórica y la revelación escatológica, entre la primera y la última epifaní­a de Cristo, aquélla velada y ésta gloriosa (Flp 2,5-11). No cabe duda de que es “ahora” cuando se revela el misterio, antes oculto (Rom 16,25), y de que “ahora” se cumple la predicación del evangelio. Pero san Pablo desea aún más vivamente la revelación escatológica, cuando se realizará en plenitud la “revelación de nuestro Señor Jesucristo” (1Cor 1,7; 2Tes 1,7) y cuando aparecerá también la gloria de todos los que se han configurado con Cristo (Rom 8,1719). Esta tensión entre historia y escatologí­a, entre fe y visión, entre humildad y gloria, es caracterí­stica de san Pablo.

La revelación, según san Pablo, se concibe como la acción libre y gratuita por la que Dios, en Cristo y por Cristo, manifiesta al mundo la economí­a de la salvación, es decir, su designio eterno de reunir todas las cosas en Cristo, salvador y cabeza de la nueva creación. La comunicación de este designio se hace por la predicación del evangelio, confiada a los apóstoles y profetas del NT. La obediencia de la fe es la respuesta del hombre a la predicación evangélica, bajo la acción iluminadora del Espí­ritu. Esta fe inaugura un proceso de conocimiento cada vez mayor del misterio, que sólo acabará en la revelación de la visión.

4) La epí­stola a los Hebreos. El término prevaleciente para designar la revelación es el de palabra. En una comparación entre las dos fases de la economí­a de la salvación, la epí­stola subraya la continuidad entre las dos alianzas, al mismo tiempo que la excelencia de la nueva revelación inaugurada por el Hijo. La novedad de la epí­stola a los Hebreos, para la historia de la revelación, radica en dos puntos: cotejo entre la antigua y la nueva alianza, grandeza de las exigencias de la palabra de Dios.

Desde los dos primeros versí­culos, la epí­stola pone de relieve la autoridad de la revelación del NT, aunque manteniendo la relación histórica entre las dos fases de la historia de la salvación: entre las dos economí­as hay una continuidad (Dios ha hablado), una diferencia (tiempos, modos, mediadores, destinatarios) y una excelencia (superioridad de la nueva economí­a).

El elemento de continuidad es Dios y su palabra. La ausencia de complemento directo del verbo lalefn subraya que, ,por su palabra, Dios quiere ante todo entrar en comunicación, en diálogo personal con el hombre, con vistas a una comunión con él. La epí­stola no indica el contenido de esta comunicación, sino los destinatarios (los padres, los profetas, nosotros). Sin embargo, esta palabra está marcada por la historicidad: hay una diferencia en las épocas (los tiempos pasados y el tiempo presente), en los modos de expresión (palabra sucesiva, parcial, fragmentaria, multiforme del AT), en los mediadores (pluralidad de inspirados en el AT, en comparación con la unidad del NT, en donde todo se resuelve en la persona del Hijo, heredero de todas las cosas, irradiación de la gloria del Padre, mediador único, tanto en el plano de la revelación como en el del sacerdocio). En último análisis, es la Palabra la que hace la unidad de las dos alianzas, y es la persona del Hijo la que constituye la superioridad de la revelación nueva sobre la antigua.

El segundo tema en que insiste la carta a los Hebreos es el de la grandeza y las exigencias de la palabra de Dios, siempre en una perspectiva de confrontación de las dos alianzas. Hay que obedecer al evangelio más aún que a la ley (Heb 2,1), en virtud de la superioridad absoluta de Cristo. La palabra de Dios, en la carta a los Hebreos, se presenta con unos rasgos que evocan los del AT, pero con un carácter de mayor urgencia, debido a la presencia del Hijo entre nosotros.

Activa, eficaz más tajante que una espada de doble filo (Heb 4,12-13), siempre actual (Heb 3,7.15; 4,7), resuena en los oí­dos del cristiano en un hoy permanente que le invita a entrar en el descanso del Señor (Heb 3,7.15; 4,11). La palabra del NT exige una fidelidad, una obediencia en proporción con el origen y la autoridad de su mediador, el Hijo.

5) San Juan: evangelio y cartas. Juan, como Marcos, ignora los términos de revelación como apokalyptó, apokalypsis, igual que el binomio oculto-manifestado. No utiliza el vocabulario de Pablo sobre el mysterion, sino más bien el lenguaje de los ambientes helenistas: zóé, logos, phós, alétheia, doxa, substantivados todos ellos en Jesucristo. Se encuentra en él phanero6, y sobre todo un conjunto de términos que apelan a la misma reacción de fe como mandamiento (11 veces), testimonio (14 veces), atestiguar (33 veces), hablar (59 veces), gloria (18 veces), verdad (25 veces), palabra (40 veces), y vocablos que subrayan la acogida de la revelación, como escuchar (58 veces), creer (98 veces). Si san Juan lleva a cabo una reclasificación de los vocablos de revelación, esto se debe a la novedad traí­da por Cristo, que es ya Dios-entre-nosotros. El es en persona la verdad, el Logos, la luz, la vida. Se trata de un salto cualitativo. Cristo manifiesta al Dios invisible. La encarnación es la revelación realizada.

Para san Juan Cristo es el Hijo que manifiesta al Padre: “Da testimonio de lo que ha visto y oí­do” (Jn 3,32; 8,38). A su vez, el Padre da testimonio del Hijo por las obras de poder que le ha concedido realizar (Jn 5,36) y por el atractivo que ejerce en las personas haciéndolas consentir en el testimonio de Cristo (Jn 6, 44-45).

Ya en el prólogo, Juan establece una ecuación entre Cristo, Hijo del Padre, y el Logos. Cristo es la Palabra eterna, subsistente, y la revelación se cumple porque esta Palabra se ha hecho carne para darnos a conocer al Padre. El prólogo se presenta como la gesta del Logos, como un resumen de toda la historia de la revelación, en un texto de densidad nuclear. Aunque esta gesta comienza por la acción creadora del Logos, lo primero y lo que explica todo es el drama del Logos que se ha hecho carne, que habita entre los hombres, manifiesta su gloria y choca con el rechazo de los suyos. En una visión retrospectiva, el prólogo ve en la creación una primera manifestación de Dios y del Logos y un primer rechazo a los hombres. La luz brilló en las tinieblas (Gén 1,3), pero los hombres no comprendieron y ofuscaron aquella primera manifestación del Verbo (Jn 1,10; Rom 1,19-23; Sab 13,1-9). Dios se escogió luego un pueblo y se manifestó a él por la ley y los profetas; pero esta manifestación, como la primera, se saldó con un fracaso. El Verbo vino a los suyos, a su casa, “y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Finalmente, el Logos se hizo carne y plantó su tiedda entre nosotros. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Nadie puede ver lo. invisible: si conocemos a Dios, es porque en Cristo la Palabra se hizo carne, se hizo acontecimiento histórico y, al mismo tiempo, exegeta del Padre y de su designio de amor.

Tres elementos constituyen a Cristo perfecto revelador del Padre: su preexistencia como Logos de Dios (Jn 1,1-2), su entrada en la carne y en la historia (Jn 1,14) y su intimidad permanente de vida con el Padre, tanto antes como después de la encarnación (Jn 1,18). De este modo, san Juan le confiere a la revelación su mayor grado de significado y de extensión.

En virtud de su misión reveladora, que se arraiga en su vida misma en el seno de la Trinidad, Cristo habla y da testimonio: es el Hijo que da a conocer al Padre (Jn 1,18), el testigo que declara lo que ha visto y oí­do, y un testigo fiel (Ap 1,5; 3,14). En la tradición sinóptica, Jesús es el meslas que enseña, predica y anuncia la buena nueva del reino. En san Juan, el Mesí­as se identifica plenamente como el Hijo del Padre. Lo que cuenta el Hijo es la vida intima, el amor mutuo entre el Padre y el Hijo: un amor que el Padre quiere comunicar a todos los hombres, para que todos sean uno. La finalidad de la revelación es que “los hombres lleguen a la unidad perfecta” y que, así­, los hombres sepan que el Padre ha enviado al Hijo y que ama a los hombres como a su Hijo (Jn 1,23-25).

San Juan dice la última palabra sobre la revelación: obra de amor, de salvación, que tiene su origen en la Trinidad. Pero al presentar la revelación como acontecimiento histórico del Verbo que toma carne, la revelación aparece como un escándalo. Desconcierta todas las concepciones humanas, incluso las del AT. Lo trágico de la revelación es que los hombres se cierran a la luz, se encierran en su í­dolo de Dios y prefieren correr hacia su perdición. Drama descrito en el prólogo, recogido e ilustrado luego en el milagro del ciego de nacimiento (Jn 9).

Tras este recorrido, podemos describir la revelación neotestamentaria como la acción soberanamente amorosa y libre por la cual Dios, a través de una economí­a de encarnación, se da a conocer a sí­ mismo, en su vida í­ntima, así­ como el designio de amor que concibió eternamente de salvar y de traer a todos los hombres hacia él . en Jesucristo. Acción que realiza por el testimonio exterior de Cristo y de los, apóstoles y por el testimonio interior del Espí­ritu, que realiza por dentro la conversión de los hombres a Cristo. Así­, por la acción conjunta del Hijo y del Espí­ritu, el Padre declara y lleva a cabo su designio de salvación.

5. EL TEMA DE LA REVELACIí“N EN LOS PADRES DE LA IGLESIA. Serí­a inútil buscar en los padres de la Iglesia de los primeros siglos el equivalente de un tratado moderno sobre la revelación, ya que ellos no ven en la revelación un hecho que establecer ni un problema en el que ahondar. Las primeras generaciones cristianas están aún bajo la impresión de la gran epifaní­a de Dios en Jesucristo. La revelación es una realidad obvia. La reflexión entonces se preocupa menos de “demostrar” la posibilidad de la revelación que de proclamar al mundo entero el acontecimiento desconcertante, inaudito, de la irrupción de Dios en la carne y en el mensaje de Cristo. Así­ pues, el primer problema que se plantea es el de la inculturación en la revelación cristiana en el seno del mundo griego. La reflexión de ahí­ resultante no está sistematizada todaví­a, sino ligada directamente a las exigencias de las comunidades evangelizadas o por evangelizar: es esencialmente una teologí­a “contextual”, en relación con las corrientes de pensamiento de la época: objeciones judí­as, gnosis, etc. No se duda de la realidad de la revelación; más bien se remite a ella como al único criterio de interpretación.

En esta reflexión contextual y ocasional de los primeros padres de la Iglesia hay a la vez menos y más que en la reflexión actual sobre la revelación. No cabe duda de que algunos problemas de hoy ni siquiera asoman a la conciencia de esos cristianos. Por otra parte, hay en el pensamiento patrí­stico unos principios de fecundidad inagotable, de los que puede sacar partido la sistemática actual: a) Muy cerca del acontecimiento, el pensamiento patrí­stico evoluciona dentro de una visión de conjunto del misterio cristiano. Se inspira en la Escritura y sigue en contacto con los primeros testigos; bebe y se elabora en la fuente; todo discurso es discurso sobre Dios que crea, que salva, que revela; en cada reflexión hay siempre una teologí­a implí­cita de la revelación. b) Para responder a las objeciones, a las herejí­as, a las visiones reductivas, los padres de la Iglesia se ven movidos a componer “grandes planos” para ilustrar mejor los puntos de encuentro con las culturas y las religiones, pero también la singularidad, la especificidad del fenómeno cristiano; así­ se desarrollan con especial intensidad los temas de la relación entre AT y NT en la diferencia y en la unidad, el del carácter gradual de las etapas de la revelación, el de la economí­a y pedagogí­a del plan divino, el de la centralidad de Cristo, el de la tensión entre el misterio de Dios revelado pero siempre oculto, el de la acción necesaria del Espí­ritu tanto para acceder a la revelación como para comprenderla. Estos “grandes planos”, representados periódicamente, acaban por imponer una imagen de la revelación cristiana en su totalidad: un paisaje del que cada detalle ha sido iluminado por un flash en un momento de la historia. El impacto sobre los espí­ritus es más intenso que el de un punteado uniforme. Siguiendo otra comparación, podrí­a decirse que la reflexión patrí­stica, al hacer surgir a lo largo de los siglos bloques de pensamiento, acabó formando archipiélagos y luego continentes de contornos y relieves bien definidos. El contexto de esta reflexión, con todos sus imprevistos, nos conduce muchas veces a tomas de conciencia más fuertes que un pensamiento teológico lineal y demasiado bien organizado. Por eso, más que presentar un desfile de padres de la Iglesia, creemos que será útil indicar algunos de los aspectos de la revelación que ellos iluminaron. La Iglesia posapostólica, en un primer tiempo, vivió en la espera del retorno inmediato del Señor. Por este motivo la revelación tomó un tinte escatológico. Pero muy pronto fue el problema de la articulación de los dos Testamentos el que movilizó la atención.

1) Los dos Testamentos: unidad y progreso. Los judaizantes querí­an conservar la primací­a de la revelación profética, mientras que los marcionistas oponí­an los dos Testamentos. Representaban a Cristo como el revelador de un Dios absolutamente nuevo, desconocido del mundo judí­o. Establecí­an una oposición radical entre el Dios del AT y el del NT. Entre estas dos actitudes -no captar suficientemente la novedad del evangelio (tentación de los ambientes judí­os tradicionales), o bien subestimar el AT y romper con él (a la manera de Marción)-, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandrí­a y Orí­genes subrayan la continuidad y la unidad profunda de los dos Testamentos. Un mismo y único Dios es el autor de la revelación por su Verbo o Logos; la creación, las teofaní­as, la ley, los profetas, la encarnación, son las etapas de esta manifestación única y continua de Dios a través de la historia humana. Por otra parte, subrayan con no menor claridad el progreso realizado de una economí­a a la otra. Progreso que cada uno de ellos considera de forma un tanto diferente. Para Justino, manifestación parcial y oscura del Logos en el AT; clara y en plenitud en el NT. Según Ireneo, preparación, educación de la humanidad, esbozos y promesas de la encarnación en el AT; luego, cumplimiento y don de Cristo en el NT. Según Clemente de Alejandrí­a, enigmas y misterio en el AT; explicación de la profecí­a en el NT. Según Orí­genes, conocimiento del misterio en el AT; realización y posesión en el NT; paso de las sombras y de las imágenes a la verdad, de la letra y de la historia al Espí­ritu.

2) La teologí­a del Logos: punto de encuentro de las culturas. La predicación a los paganos significaba la confrontación del mensaje cristiano con una corriente de pensamiento marcada por categorí­as no bí­blicas, sino filosóficas. Para hacer el evangelio accesible a los paganos, la reflexión cristiana adoptó una filosofí­a elaborada por el /platonismo y el estoicismo, con el riesgo de invertir la noción de revelación en el sentido de un conocimiento, de una gnosis superior, en detrimento de su carácter histórico. Para Platón, Dios es inefable, y por tanto no interviene en la historia. Para echar un puente entre la idea de la trascendencia radical de Dios y su revelación en la historia, Justino llama la atención sobre la función mediadora de Cristo; pues el Jesús de la historia se identifica con el Logos, con el Verbo de Dios, que se apareció primero a Moisés y a los profetas y luego se hizo carne para la salvación de todos los hombres. Justino concibe la revelación como un proceso soteriológico, pero tiende a atribuir al Cristo-Logos un alcance universal. Esta doctrina aparece en el tema del Logos spermatikos: antes de Cristo habí­a spermata tou Logou; esas semillas son la participación de un conocimiento í­nfimo, parcial, del que sólo Cristo, Logos encarnado, dará la perfección. En virtud de esta participación, los pensadores paganos pudieron percibir algunos rayos de verdad y merecer el tí­tulo de cristianos (1 Apol. 46,2-3). Situando así­ al Logos Domo centro de perspectiva, Justino pone a la revelación bajo el signo del conocimiento.

Este aprecio y este recurso a la filosofí­a griega, que existe ya en Justino, es más visible todaví­a en Clemente de Alejandrí­a (muerto antes de 21 S), cuyo sistema de pensamiento se basa en la teologí­a del Logos salvador y revelador. Clemente no vacila en conceder la prioridad al conocimiento de Dios sobre la salvación (Strom. IV, 136,5). Al optar por un Logos, fuente de luz y de verdad, Clemente propone la revelación como una “gnosis” cristiana, respondiendo así­ al deseo de conocimiento que animaba a su ambiente cultural. “El rostro del Padre es el Logos, por el que el Dios se ilumina y revela” (Paed. I, 57,2; Strom. VII, 58,3-4). Luz del Padre, el Logos revela todo lo que hay en el mundo, todo lo que hace al hombre capaz de comprenderse a sí­ mismo y de participar de la vida de Dios. Este conocimiento ofrecido por Dios en plenitud, que procura al hombre la salvación: tal es el contexto de la revelación. Sólo el Logos encarnado confiere la “iniciación reveladora de Cristo”, y no los sistemas gnósticos. No cabe duda de que, fiara Clemente, el conocimiento de Dios está en el primer plano de su reflexión, más aún que la historia de la salvación. En consecuencia, nuestro único pedagogo es el Logos. Somos “alumnos de Dios; su propio Hijo nos da una instrucción verdaderamente santa” (Strom. I, 98,4; Prot. 112,2). La incomparable superioridad del cristianismo se debe a que tiene al Logos por maestro (Strom. II, 9,4-6), de quien recibe una enseñanza superior. Antes de Cristo, la filosofí­a se les dio a los griegos como un tercer testamento para conducirlos a Cristo. En adelante, la filosofí­a está al servicio de la fe. Es el Logos encarnado el que nos enseña cómo puede el hombre hacerse hijo de Dios; él es el pedagogo universal, que reúne la ley, los profetas y el evangelio. La dimensión de la historia de la salvación se mantiene en sus etapas, pero subordinada al principio de la gnosis total. No hay verdadera gnosis más que en el cristianismo; pero su fuente es Dios que, por esta gnosis, conduce a una salvación indisolublemente ligada a Cristo.

Orí­genes (muerto en el 253-254) elabora también una reflexión sobre la revelación a partir del Logos, imagen fiel del Padre. “En el Verbo se ve al que es Dios e imagen del Dios invisible, del Padre que lo engendró” (Com. Joh. 32,29). La revelación se lleva a cabo porque el Verbo se encarna y, a través de la encarnación, o sea, por la carne de su cuerpo y la carne de la Escritura, nos permite comprender al Padre invisible y espiritual. El Logos es mediador de una revelación que va de la creación a la ley, a los profetas y al evangelio. La revelación alcanza su primera cima en la encarnación del Logos. Sin embargo, a los ojos de Orí­genes, la encarnación no es tanto un brusco descenso del Logos a la historia como una promoción de todas las cosas al Espí­ritu. La encarnación del Logos inaugura un conocimiento progresivo según la trí­ada sombras-imagenverdad. Más aún que el paso de las preparaciones al cumplimiento, Orí­genes subraya el paso de los signos a la realidad: de la carne al espí­ritu, de las sombras y de las imágenes a la verdad, de la letra al espí­ritu, del evangelio temporal al evangelio eterno. Lo que importa no es tanto el hecho de la encarnación como el hecho de captar, de reconocer la venida de Dios bajo la acción de la gracia. Por eso Orí­genes subraya más que Clemente de Alejandrí­a la subjetividad de la revelación. La iluminación, inaugurada por la fe, lleva consigo un proceso de progreso en la inteligencia de la revelación: tensión del evangelio temporal, captado cada vez mejor, al evangelio eterno; realidad de los misterios esbozados en el evangelio temporal. No es el conterfido lo que cambia, sino su manifestación progresiva, su espirituafizáción, hasta el cumplimiento definitivo en la visión. Orí­genes, como Clemente, acoge el esfuerzo de inculturación de la filosofí­a griega, pero no llega a hablar de un testamento de los gentiles.

La reflexión de los alejandrinos, al hacer salir a la Iglesia de su aislamiento y marchar al encuentro de la cultura helení­stica, representa un esfuerzo positivo de reconciliación con el mundo antiguo; pero también un peligro de “intelectualización” excesiva de la revelación bí­blica, concebida como una gnosis, una enseñanza, una doctrina superior. Esta corriente, que corre el riesgo de desenganchar la revelación de sus lazos históricos, tuvo repercusión en toda la teologí­a ulterior, y hasta en el reciente concilio. Ya en el perí­odo postridentino, con Suárez y De Lugo, la revelación se fue comprendiendo cada vez más como una doctrina, como un conjunto de verdades sobre Dios. Las quejas que se manifestaron en ví­speras del Vaticano II subrayan todo el empobrecimiento de la noción de revelación, afectada de intelectualismo, reduciéndola a la comunicación de un sistema de ideas más que a la manifestación y a la entrega de una persona que es la verdad personificada.

3) Economí­a y pedagogí­a de la revelación. Si el pensamiento patrí­stico de los primeros siglos supo evitar estos peligros, es porque nunca perdió el contacto con las categorí­as bí­blicas y, sobre todo, porque nunca dejó de reflexionar en la historia de la salvación. Esta vinculación a la historia sirvió de contrapeso a una revelación concebida como puro conocimiento. En este sentido, la teologí­a de san Ireneo, provocada por los gnósticos, constituye un punto de referencia insoslayable.

En cierto sentido los gnósticos llevan a su apogeo la idea de revelación, porque para ellos el conocimiento 0 gnosis viene de arriba, por iluminación. La gnosis entra así­ en competencia con el cristianismo, ya que se aleja de la historia. Se aparta del Jesús histórico para aferrarse al Cristo pneumático. Cristo conserva su papel mediador, pero desfigurado; la Iglesia tuvo que redeflnir y precisar este papel en la historia de la salvación.

En el contexto antignóstico, que opone el AT al NT, Ireneo subraya la unidad de la historia de la salvación. Consiguientemente, el tema de la revelación. se relaciona con el tema más amplio de la acción del Verbo de Dios, ala vez creador y salvador. Con su concepto de “economí­a” o “disposición”, Ireneo insiste en la unidad orgánica de la historia de la salvación. El mismo Dios realiza, por su único Verbo, un único plan de salvación, desde la creación hasta la visión. Bajo la guí­a del Verbo, la humanidad nace, crece y va madurando hasta la plenitud de los tiempos (Adv. Haer, IV, 38,3).

A los gnósticos, que distinguen entre el Cristo y Jesús según la carne, Ireneo opone el tema de la economí­a y propone la encarnación como la cima de la economí­a que comenzó ya en el AT. Más aún, como el Verbo está presente a la totalidad de los tiempos, es ese Verbo el que ya desde el comienzo, desde la creación, revela al Dios creador (Adv. Haer. II, 6,1; 27,2; IV, 6,6). “Igualmente, por la ley y los profetas el Verbo se proclamaba a sí­ mismo y proclamaba a su Padre” (Adv. Haer. IV, 6,6; 9,3). Finalmente, el Hijo vino a este mundo y “nos dio toda la novedad al darse a sí­ mismo” (Adv. Haer. IV, 34,1).

La novedad del cristianismo es la vida humaiya del Verbo: no hay un Dios nuevo, sino una manifestación nueva de Dios en Jesucristo. La encarnación es una teofaní­a del Verbo de Dios, y el progreso consiste en la presencia humana y carnal del Verbo, hecho visible y palpable entre los hombres, a fin de manifestar al Padre, que sigue siendo invisible (Adv. Haer. IV, 24,2). El AT es el tiempo de la promesa; el NT es la realización de la promesa y el don del Verbo encarnado. Los dos Testamentos forman una trama indesgarrable. Ireneo pone de relieve los acontecimientos de la historia de la salvación y vincula estrechamente el AT al “evangelio tetramorfo”. Los apóstoles son el eslabón entre Cristo y la Iglesia (Adv. Haer. I, 27,2; IV, 37,7), pero Cristo es la clave de bóveda de todo el edificio.

Casi todos los padres, especialmente Justino, Clemente, Orí­genes, Basilio, Gregorio de Nisa y Agustí­n, insisten, como Ireneo, en este carácter de “economí­a” de la revelación. Esta se presenta como un plan de salvación, infinitamente sabio, que Dios concibe desde toda la eternidad y realiza pacientemente por caminos previstos por él, preparando y educando ala humanidad, haciéndola madurar y revelándole progresivamente lo que ella es capaz de comprender. Los padres, sobre todo Ireneo, se complacen en trazar la historia de los pasos que Dios ha dado para “acostumbrar” al hombre a su presencia.

Con esta idea se relaciona la de los plazos de la venida de Cristo. La Carta a Diogneto afirma que los hombres tení­an que pasar por la experiencia de su impotencia antes de conocer la plenitud de la salvación (perspectiva dramática). Ireneo, Clemente, Orí­genes (en algunos textos) desarrollan la tesis de la pedagogí­a divina. Dios educa a la humanidad para que reciba la plenitud de los dones divinos de la encarnación (perspectiva optimista). Para Agustí­n y Orí­genes (en otros textos) apenas se plantea este problema, ya que la Iglesia tiene la extensión de toda la humanidad. Comenzó ya con los patriarcas. La verdad de Cristo era ya conocida por los profetas del AT.

Evocando constantemente las etapas de esta economí­a y de esta pedagogí­a, los padres no dejan de afirmar el carácter histórico de la revelación: su vinculación profunda a la historia en su preparación, en su anuncio y en su plenitud en Jesucristo, en su extensión a todo el mundo por medio de los apóstoles y de la Iglesia. Este esquema conoce algunas variantes concretamente en el lugar que se concede a los profetas y a los apóstoles, así­ como en la importancia que se le atribuye a la filosofí­a. Pero, para todos, la revelación culmina en Cristo, Hijo del Padre, Verbo o Logos encarnado y, por consiguiente, perfecto revelador.
4) Centralidad de Cristo. Todos los padres de la Iglesia ven en Cristo la cima, la consumación de la historia de la salvación. Verbo de Dios, Hijo del Padre, asume todos los caminos de la encarnación, tanto la palabra como la acción, para darnos a conocer al Padre y su designio de salvación. Sin embargo, ordinariamente es a la palabra humana de Cristo a la que atribuye el papel principal. Prioridad que se expresa en los vocablos que emplean: palabra de Dios, palabra de Cristo, buena nueva o evangelio, enseñanza, doctrina de la fe, de la salvación, prescripciones, mandamientos, órdenes de Dios o de Cristo, regla de verdad, regla de fe, ete. Para Ignacio de Antioquí­a, Ireneo y Atanasio, la encarnación y la revelación forman una unidad.

Ignacio de Antioquí­a ve en la persona de Cristo el todo de la revelación y de la salvación: “No hay más que un solo Dios que se manifestó por Jesucristo, su Hijo, que es su Verbo, salido del silencio” (Magn: 8,2; 6,1-2). Todas las manifestaciones del AT se orientan hacia la manifestación definitiva de la encarnación: “El conocimiento de Dios es Jesucristo” (Eph. 15,1; Magn. 9,1). A los judaizantes, que oponen el evangelio y los profetas y que subordinan el evangelio a los archivos del AT, Ignacio les presenta la persona de Cristo, en el que todo se resuelve en la unidad, esperanza y cumplimiento: “Para mí­, mis archivos son Jesucristo; mis archivos inviolables son su cruz, su muerte y su resurrección y la fe que viene de él” (Phil. 8,1-2). Cristo es “la puerta por la que entran Abrahán, Isaac y Jacób y los profetas y los apóstoles de la Iglesia; todo esto conduce a la unidad con Dios” (Phil. 9,1). Cristo es el único salvador y revelador.

Ireneo polariza igualmente todo el acontecimiento de la revelación en la encarnación del Hijo: “Por el Verbo hecho visible y palpable aparecí­a el Padre” (Adv. Háer. IV, 6,6). El Hijo encarnado no procura solamente un conocimiento abstracto del Padre; es su manifestación viva: No es que el Hijo sea naturalmente visible; es invisible por naturaleza, lo mismo que el Padre; pero la encarnación lo hace visible y a través de múltiples caminos le permite manifestar al Padre (Adv. Haer. IV, 6,6). La revelación por consiguiente, a los ojos de Ireneo, se presenta como la epifaní­a del Padre a través del Verbo encarnado. Cristo o el Verbo encarnado es el visible, el palpable, el que manifiesta al Padre, mientras que el Padre es el invisible que manifiesta al Hijo encarnado y visible. Así­ pues, Ireneo establece una equivalencia práctica entre la encarnación tomada en concreto y la revelación: las dos pueden intercambiarse.

Atanasio distingue dos aspectos en la manifestación del Verbo por la encarnación: la manifestación de Cristo como persona divina, imagen del Padre y la comunicación por medio de él de la doctrina de la salvación. A pesar de la ley y de los profetas, los hombres se han olvidado de Dios y han pecado. Por “condescendencia”, por “filantropí­a” y para restaurar en el hombre la imagen del Padre, el Verbo de Dios se ha encarnado (De Inc. 8), “divina epifaní­a a los hombres” (De Inc. 1). Capta a los hombres en su nivel: así­ podrán reconocer “en sus obras hechas corporalmente al Verbo de Dios que está en- el cuerpo y, por medio de él, al Padre” (De Inc. 14). Lo mismo que el Verbo invisible se manifestaba por la obra de su creación, el Verbo encarnado se hace reconocer por sus obras de poder, los milagros (De Inc. 16). Atanasio afirma, como Orí­genes: “El Verbo… se ha hecho visible en su cuerpo para que tuviéramos una idea de su Padre invisible” (De Inc. 54). En segundo lugar, la encarnación le permitió a Cristo dar a conocer al hombre la doctrina de la salvación (De Ine. 52) e invitarlo a la fe.

Aunque reconoce el papel central de Cristo, la teologí­a griega se muestra menos atenta al papel de la encarnación. Así­, Justino y Clemente ven sobre todo en Cristo al maestro, fuente de toda verdad; y en la revelación, la comunicación de la verdad absoluta, de la verdadera filosofí­a. Orí­genes se sitúa en la unión de estas dos teologí­as; Para él, Cristo revela en el sentido de que, por medio de la carne, podemos hacernos una idea del Verbo y, por el Verbo, imagen del Padre, una idea de Dios mismo. Los alejandrinos ven en Cristo al que trae la luz a las inteligencias sumergidas en las tinieblas. Nostalgia platónica del mundo de la luz y de su contemplación por la inteligencia.

5) Inaccesibilidad y conocimiento de Dios! La herejí­a de Eunomio, en el siglo iv, obliga a los eapadocios :a tratar de nuevo el problema de la centralidad de Cristo, pero desde una perspectiva distinta. En efecto, Eunomio pretendí­a que la esencia divina, una vez revelada, no presenta ya ningún misterio. Frente a este error, Gregorio de Nacianzo, Basilio y Gregorio de Nisa confiesan que Dios sigue siendo el inefable, el inaccesible, incluso después de haberse revelado; es la tiniebla misteriosa que nadie puede penetrar por entero. Incluso los grandes confidentes de Dios, como Moisés, David, Isaí­as, Pablo, declaran que la esencia de Dios sigue siendo misterio. Lo que sabemos de los secretos de Dios nos viene de Cristo. Sólo él atraviesa la opacidad de las tinieblas de nuestra ignorancia. Nuestra fe, dice Gregorio de Nisa, viene “de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo de Dios, vida, luz y verdad, Dios y sabidurí­a, y todo esto por naturaleza”. “Convencidos de que Dios se ha aparecido en la carne; creemos este solo verdadero misterio de piedad, que se nos ha transmitido por el mismo Verbo, que por sí­ mismo habló a los apóstoles” (C. Eunom. 11,45,466-467).

Lo mismo que los capadocios, san Juan Crisóstomo insiste en el hecho de que Dios, aun revelado, sigue siendo el Dios invisible, inenarrable, inescrutable, inaccesible, indefinible, irrepresentable; sigue siendo el abismo, la tiniebla. Lo que sabemos de Dios, se nos ha revelado por Cristo y su Espí­ritu (Job. hom. 15,1).

Los capadocios, como los alejandrinos, atienden particularmente a la apropiación subjetiva de la verdad y a su fructificación en el alma por la fe y los dones del Espí­ritu. Bajo su acción iluminadora, el alma penetra cada vez más en los misterios del Padre y del Hijo: una búsqueda de la verdad que nunca acaba y que es cada vez más ardorosa. El Espí­ritu irradia su luz en el alma, que, bajo los efectos de esta irradiación, se va haciendo cada vez más transparente y espiritual. Sólo el Espí­ritu, observa san Basilio, “conoce las profundidades de Dios y la criatura recibe de él la revelación de sus misterios” (De Sp. S. 24).

6) Doble dimensión de la revelación. Esta insistencia en la acción iluminadora del creyente por el Espí­ritu nos introduce en un último rasgo de la revelación, que subrayan la mayor parte de los padres de la Iglesia: un tema especialmente ilustrado por san Agustí­n, inspirado en san Juan y también en†¢ la filosofí­a platónica y neoplatónica. A la acción exterior de Cristo, que habla, predica y enseña, corresponde una acción interior de la gracia, que los padres, siguiendo a la Escritura, designan como una revelación, una atracción, una audición interior, una iluminación, una unción, un testimonio. A1 mismo tiempo que la Iglesia proclama la buena nueva de la salvación, el Espí­ritu actúa por dentro para hacer asimilable y fecunda la palabra oí­da.

Los alejandrinos insisten en esta segunda dimensión de la revelación, pero es sobre todo Agustí­n el que explica su función y su mecanismo. La palabra de Cristo no es ya una palabra humana; está dotada de una doble dimensión, exterior e interior, en virtud de la gracia que la acompaña y vivifica. Agustí­n desarrolla esta idea sobre todo en su comentario a Juan 6,44: “Nadie puede venir a mí­ si el Padre que me envió no lo atrae”, y en su De gratia Christi, dirigido contra Pelagio: “Venir a Cristo” es sufrir la atracción del Padre, es creer. Si Pedro pudo confesar a Cristo como mesí­as, fue en virtud de esta atracción, que es un don. Cristo hace oí­r su palabra, pero es el Padre el que concede al hombre acogerla, en virtud de la atracción hacia el Hijo que él produce en el alma. Recibir las palabras de Cristo, observa también Agustí­n, es no solamente oí­rlas exteriormente “con los oí­dos del cuerpo, sino en el fondo del corazón”, como los apóstoles (Joh. Tr. 106,6). Oí­r con los oí­dos interiores, obedecer a la voz de Cristo y creer es todo la misma cosa (Joh. Tr. 115,4). Agustí­n insiste en ello: la palabra oí­da exteriormente no es nada si el Espí­ritu de Cristo no actúa interiormente para hacer que reconozcamos como palabra dirigida personalmente a nosotros la palabra oí­da: “Jesucristo es nuestro maestro y su unción nos instruye. Si esta inspiración y esta unción fallan, las palabras resonarán inútilmente a nuestros oí­dos” (Ep. Joh. Tr. 3,13). Esta gracia es al mismo tiempo atractivo y luz. Atractivo que solicita las fuerzas del deseo; luz que hace ver en Cristo a la verdad en persona.

El concilio de Orange, expresándose según las ideas de Agustí­n, dirá que nadie puede adherirse a la enseñanza del evangelio y poner un acto salví­fico sin “una iluminación y una inspiración del Espí­ritu Santo, que da a todos la suavidad de la adhesión y de la creencia a la verdad” (DS 377). El hombre recibe de Dios un doble don: el del evangelio y el de la gracia, para adherirse a él en la fe (De gr. Christi I, 10,11; 26,27; 31,34). De forma más universal, Cristo, como Verbo de Dios, es la luz única del hombre, el principio de todo conocimiento, tanto natural como sobrenatural. En términos joánicos, Agustí­n se complace en definir a Cristo como el camino, la verdad, la luz y la vida.

En conclusión, la temática desarrollada por los padres de la Iglesia sobre los puntos que hemos indicado es demasiado importante para que pueda prescindir de ella una teologí­a de la revelación. En varios puntos disipa las tinieblas acumuladas por una reflexión construida fuera de las categorí­as bí­blicas o tributaria de una filosofí­a de inspiración racionalista.

Para el perí­odo medieval cf. Tomás de Aquino.

6. LAS DECLARACIONES DEL MAGISTERIO. En una perspectiva diacrónica, las declaraciones del magisterio suceden naturalmente a la reflexión de la época patrí­stica y medieval. El magisterio no interviene generalmente más que para enderezar o condenar una desviación grave. Pues bien, durante los primeros siglos y durante toda la Edad Media jamás se discutió la existencia de la revelación. En todo caso, nunca se pronunció un anatema o una condenación que hiciera creer eí­i la negación del hecho o en una contaniináción del concepto. Las controversias que ocupan la atención de la Iglesia se refieren principalmente a la Trinidad,,a la encarnación, a los misterios de Cristo. Nadie piensa en negar o .poner en duda el hecho de que Dios hablara a los hombres por Moisés y los profetas, y luego por Cristo y los apóstoles.

La expresión más completa en la época medieval de la noción de revelación es sin duda la que nos ofrece el IV concilio de Letrán, en el año 1215: “Esta santa Trinidad…, primero por Moisés y los santos profetas y por sus demás servidores, según una disposición muy sabia de las circunstancias, dio al género humano una doctrina de salvación. Y finalmente el Hijo único de Dios, Jesucristo…, hizo ver de manera más manifiesta el camino de la vida” (DS 800-801). El concilio, como los padres de la Iglesia, subraya los temas de la economí­a y del progreso de la revelación, que culmina en Jesucristo. Como san Buenaventura y santo Tomás,. habla de doctrina de la salvación. La revelación es la acción-fuente de donde procede esta doctrina, pero es la doctrina la que retiene la atención. Todaví­a no aparece el término revelación.

1) El concilio de Trento y el protestantismo. El protestantismo del primer perí­odo, aunque no pone directamente en discusión la noción de revelación, supone una amenaza para la misma. Así­ Calvino, en su Institution de la religion chrétienne (1, 5,2), admite que Dios se manifiesta a los hombres por las obras de su creación, pero añade inmediatamente después que la razón humana quedó tan gravemente tocada por el pecado de Adán, que esta manifestación de sí­ mismo es inútil para nosotros. Por eso Dios regaló a la humanidad no sólo “maestros mudos”, sino también su divina palabra (ib, I, 6,1). Así­, de los dos tipos de conocimiento de Dios reconocidos tradicionalmente, a saber: por la creación y por la revelación histórica, el primero se ve marginado en beneficio del segundo. Muy pronto, el protestantismo tendió a desvalorizar todo conocimiento de Dios que no fuera por revelación en Jesucristo. Además, al mismo tiempo que afirmaba el principio de la salvación por la gracia y la fe solamente, el protestantismo asentaba el de la autoridad soberana de la Escritura. La regla de fe es la Escritura sola, con la asistencia individual del Espí­ritu, que permite captar lo que se ha revelado, y por tanto lo que hay que creer. El testimonio del Espí­ritu en las almas es inseparable de la palabra de Dios en la Escritura. Sólo el Espí­ritu ilumina la palabra.

Así­ pues, a primera vista, el protestantismo parece exaltar el carácter trascendente de la revelación, al suprimir todo intermediario entre la palabra de Dios y el alma que la recibe. Pero de hecho la compromete, pues al mismo tiempo que establece el principio de la autoridad soberana de la Escritura, se opone a la autoridad de la Iglesia (DS 1477), bien en su tradición, bien en las decisiones actuales de su magisterio. Corre el peligro de caer en una inspiración incontrolable, encaminándose hacia el individualismo o el racionalismo. Un proceso que aparece con toda su desnuda claridad con el protestantismo liberal, pero que comenzó ya en el siglo xvii. Por su parte, el concilio de Trento intentó apartar el peligro más inmediato que constituí­a una atención demasiado exclusiva a la Escritura, en detrimento de la Iglesia y de su tradición viva. El decreto sobre esta materia fue publicado el 15 de abril de 1546; dice así­:
“El sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento…, poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del evangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras santas, promulgó primero por su propia boca nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus apóstoles a toda criatura (Mt 28, 19s; Mc 16,15) como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres; y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros -desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo o bien por inspiración del Espí­ritu Santo; siguiendo los ejemplos de los padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así­ del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe, ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por el Espí­ritu Santo dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia Católica” (DS 1501).

Señalemos, en primer lugar, que en este párrafo no aparece el término de revelación: el que está en primer plano es el de evangelio, que representa un uso neotestamentario ampliamente utilizado, a saber: la buena nueva o el mensaje de salvación traí­do y realizado por Cristo y predicado a toda criatura (Mc 16,15-16). El concilio se alinea entonces con el uso medieval y con el concilio de Letrán.

El evangelio, la doctrina de la salvación, es el objeto propuesto a nuestra fe. De forma más sistemática, el texto encierra una triple afirmación: a) El evangelio se nos ha dado de forma progresiva: anunciado primero por los profetas, promulgado luego por Cristo, predicado finalmente por orden suya, por los apóstoles, a toda criatura. En él está “la fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres”. b) Esta verdad salví­fica y esta ley ‘de nuestro obrar moral, que tienen su única fuente en el evangelio, están contenidas en los libros inspirados de la Escritura y en las tradiciones no escritas. c) El concilio acoge con la misma piedad y respeto la Escritura (AT y NT) y las tradiciones “que vienen de labios de Cristo o bien por inspiración del Espí­ritu Santo’.’ y “se conservan en la Iglesia católica por continua sucesión”. Por eso hay que creer todo lo que está contenido en la palabra de Dios, escrita o transmitida (DS 3011). El mensaje evangélico único, la buena nueva única encuentra su expresión en dos formas distintas: escrita y oral. En el decreto sobre la justificación se presenta de nuevo el objeto de fe como. una doctrina enseñada por Cristo, transmitida por los apóstoles, conservada por la Iglesia y defendida por ella contra todo error (DS 1520). No cabe duda: lo que está en el primer plano de la revelación es el mensaje de salvación; la doctrina enseñada por Cristo. La centralidad de Cristo, corno persona, fuente, mediador y plenitud de la revelación, pasa a un segundo plano.

2) El concilio Vaticano I y el racionalismo. Por primera vez un concilio emplea expresamente el término revelación. Pero lo que está en discusión no es todaví­a la naturaleza y los rasgos especí­ficos de esta revelación, como en el Vaticano II, sino el hecho de su existencia, de su posibilidad, de su objeto. Como en el concilio de Trento, lo que llama la atención no es tanto la acción reveladora original como el resultado, el objeto de esta acción, a saber: la doctrina de fe y su contenido: Dios y sus decretos, sus misterios.

Para comprender el /Vaticano 1 hay que recordar el contexto histórico precedente. Con la ilustración europea de los siglos xvti y xviit llegan a ocupar el primer plano de la conciencia occidental las exigencias del sujeto pensante. Inevitablemente tení­a que plantearse el problema de una intervención divina de modo trascendente.
Aparte de la posición católica, se podí­a teóricamente pensar en tres respuestas diferentes, que existieron de hecho: o bien rechazar la hipótesis de una revelación y de una acción trascendente de Dios en la historia humana (respuesta del deí­smo y del progresismo -DS 3027-3028-,que exigen para la razón una autonomí­a absoluta: la fe en una religión revelada representa un desprecio de la razón humana; el hombre ha de cesar de portarse como un “niño”, siempre sometido, siempre a remolque de la Iglesia), o bien reducir la revelación a una forma especialmente intensa del sentimiento religioso universal (respuesta del protestantismo liberal y de las posiciones extremas del modernismo), o bien, finalmente, suprimir uno de los dos términos: Dios (así­ los partidarios del evolucionismo absoluto, como los hegelianos, que conservan todaví­a la palabra revelación, pero vací­a de todo sentido tradicional; el cristianismo no representa más que un momento, ya superado, de la evolución de la razón hacia su devenir total).

Frente al panteí­smo y el deí­smo, el Vaticano I declara el hecho de una revelación sobrenatural, su posibilidad, su conveniencia, su finalidad, su discernibilidad, su objeto. Para captar el alcance de su intervención, hay que recordar los nombres que desde hace dos siglos dominan el pensamiento occidental: protestantes en su mayorí­a, que fueron derivando poco a poco hacia las diversas formas del racionalismo y del materialismo. En Alemania, VVolf (16791754), Kant (1724-1804), Fichte (1762-1810), Schelling (1775-1854), Hegel (1770-1831), Schopenhauer (1788-1860), Schleiermacher (17681834), Strauss (1808-1874), Baur (1792-1860). El racionalismo inglés se relaciona con la filosofí­a de Bacon (1561-1626), con el materialismo de Hobbes (1588-1679), con el sensualismo de Locke (1631-1704); en continua deriva, aparecieron el positivismo de Stuart Mill (17721836), el evolucionismo sabio de Spencer (1820-1903) y de Darwin (1809-1882). En Francia, Voltaire (1694-1778) y Rousseau (1712-1778) fueron, con la Enciclopedia, los maestros del laicismo moderno. Las teorí­as de Locke penetraron allí­ a través de Condillac (1715-1780), mientras que el positivismo inglés, con Hume, Spencer y Darwin, se introducí­a por medio de Comte (1798-1857), Taine (1828-1893) y Littré (1801-1880).

Ateniéndonos al contexto inmediato del concilio, recordemos que el siglo xlx, excepto un corto perí­odo de religiosidad romántica, sufrió sobre todo la influencia de los deí­stas ingleses y de los enciclopedistas franceses. Se discuten en los ambientes cultos las nociones de sobrenatural, de revelación, de misterio, de milagro, y se rechazan los tí­tulos del cristianismo en nombre de la crí­tica histórica y de la filosofí­a. La ciencia de las religiones, nueva por entonces, rechaza incluso su carácter de trascendencia. La izquierda hegeliana, con Feuerbach, prepara el camino al ateí­smo de Marx, mientras que las explicaciones materialistas del mundo y de la vida van ganando rápidamente .el favor del público, bajo la influencia de Spencer y de Darwin.

En cuatro capí­tulos, la constitución Dei Filius, del Vaticano 1, expone la doctrina de la Iglesia sobre Dios, la revelación, la fe, las relaciones entre la fe y la razón. Nos quedaremos sobre todo con la.contribución del segundo capí­tulo, que se refiere a la revelación; no tanto a su naturaieza como al hecho de su existencia, de su posibilidad, de su objeto.

a) En el primer párrafo de este capí­tulo, el concilio distingue dos caminos por los que el hombre puede acceder al conocimiento de Dios: el camino ascendente, que arranca de la creación (per ea quae Jacta sunt), tiene por instrumento la luz de la razón y alcanza a Dios, no en su vida í­ntima, sino en su relación causal con el mundo; el segundo camino tiene por autor al Dios que habla, autor del orden sobrenatural, que se da a conocer a sí­ mismo y los decretos de, ,su voluntad. A1 hablar del primer camina de acceso al conocimiento de Dios a través de lo creado, el concilio no dice si este conocimiento se logra de hecho con o sin la ayuda de la gracia. Si el concilio afirma que la razón humana puede acceder al conocimiento de Dios por lo contingente, es ante todo porque ve esta verdad afirmada en la Escritura (Rom 1,18-32; Sab 13,1-9) y en toda la tradición patrí­stica, y también porque la negación de esta verdad conducirí­a al escepticismo religioso.

El segundo camino de acceso a Dios es el camino sobrenatural de la revelación: “Sin embargo, plugo a la sabidurí­a y a la bondad de Dios revelar al género humano por otro camino, sobrenatural esta vez, a sí­ mismo y los decretos eternos de su voluntad; así­ lo dice el apóstol: `Después de haber hablado Dios en otro tiempo en varias ocasiones y de diversas formas a los padres,por los profetas, en estos dí­as, que son los últimos, nos ha hablado por el. Hijo”‘ (DS 3004). Aunque sumario, este texto nos ofrece varios datos importantes sobre la revelación: 1. E1 texto establece el hecho de la revelación sobrenatural y .positiva, tal como la proponen, el AT y el NT. 2. Esta operación es esencialmente gracia, don del amor, efecto del “beneplácito” de Dios (placuisse). 3. Iniciativa de Dios, la revelación no se ha dado sin embargo sin motivo: convení­a a la sabidurí­a y a .la bondad de Dios: a la sabidurí­a de Dios, creador y providencia (DS 3001, 3003), para que las verdades religiosas de orden natural “pudieran ser conocidas por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error” (3005); y también a su sabidurí­a de autor del orden sobrenatural, ya que si Dios elevó al hombre a ese orden, tení­a que darle a conocer el fin y los medios para alcanzarlo. Convení­a además a la bondad de Dios: ya la. misma iniciativa por la que Dios sale de su misterio, se dirige al hombre, lo interpela, entra en comunicación personal con él, es un signo de su benevolencia; el que esta comunicación no sólo haga más fácil el camino natural del hombre hacia él, sino que lo asocie a los secretos de su vida í­ntima, a “la participación en los-bienes divinos” (DS 3005), es lo que conviene al amor infinito. 4. El objeto material de la revelación es Dios mismo y los decretos eternos de su libre voluntad. Los párrafos siguientes (DS 3004, 3005) indican que este objeto comprende tanto las verdades accesibles a la razón como los misterios que la superan. Por Dios hay que entender su existencia, sus atributos, así­ como la vida í­ntima de las tres personas; por decretos, los que conciernen a la creación y al gobierno natural del mundo, así­ como los que se refieren a nuestra elevación al orden sobrenatural, la encarnación, la redención, la vocación de los elegidos. 5. Todo el género humano es beneficiario de la revelación; ésta es tan universal como la salvación. 6. El texto de la carta a los Hebreos viene a confirmar esta doctrina del hecho de la revelación y a marcar el progreso de una alianza a otra. La cita, estrechamente vinculada al texto, da a entender que la revelación se concibe como palabra de Dios a la humanidad: Deus loquéns… locutus est. Lo que establece la unidad y la continuidad de las dos alianzas es la palabra de Dios: la del Hijo es la continuación y la consumación de la de los profetas:
b) 1. El segundo párrafo aporta a estos elementos de definición unas nuevas determinaciones relativas a la necesidad, la finalidad y el objeto de la revelación. Si la revelación es absolutamente necesaria, dice el concilio, es “porque Dios, en su bondad infinita, ha ordenado al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a la participación de los bienes divinos” (DS 3005). Por tanto, es en definitiva la intención salví­fica de Dios lo que explica el carácter necesario de la revelación de las verdades de orden sobrenatural. Respecto a las verdades religiosas del orden natural, el concilio, recogiendo los mismos términos de santo /Tomás, la describe con unos rasgos propios de la necesidad moral: esta necesidad no depende ni del objeto, ni del poder activo de la razón, sino de la condición actual de la humanidad. Sin la revelación, esas verdades no “pueden ser conocidas por todos, sin dificultad, con una firme certeza, sin mezcla de error” (S.Th. I, 1-1; II-II, 2-4, c).

La encí­clica Humani generis, en el 1950, habla expresamente de “necesidad moral”. Se trata siempre del mismo objeto que en el párrafo anterior, pero considerado esta vez bajo su aspecto de proporción o desproporción con las fuerzas de la razón.

2. Una palabra como “revelación” evoca tanto la acción como el término de esa acción, a saber: el don recibido, la verdad revelada. Por eso el concilio se ve llevado, por una transición normal; a considerar la revelación bajo su aspecto objetivo de palabra dicha o expresada. Lo que contiene esa revelación, dice el concilio recogiendo las mismas palabras del concilio de Trento, son los libros escritos o las tradiciones que “habiendo sido recibidas por los apóstoles de labios de Jesucristo en persona; o habiendo sido transmitidas por así­ decirlo de mano en mano por los mismos apóstoles, a quienes se las dictó el Espí­ritu Santo, han llegado hasta nosotros” (DS 3006). Pero, con una precisión nueva que no aparecí­a en el concilio de Trento, el Vaticano I emplea expresamente el término “revelación” para designar el contenido de la palabra divina: haec porro supernaturalis revelatio. Esta palabra dicha por Dios, contenida en la Escritura y en la tradición, es el objeto de nuestra fe. Por eso el concilio declara en el capí­tulo III que debemos creer “todo lo que está contenido en la palabra de Dios escrita o transmitida” (DS 3011).

c) A la revelación de parte de Dios responde la fe de parte del hombre. El motivo de esta fe es la autoridad de Dios que habla. La fe, dice el concilio, se adhiere a las cosas reveladas, “no por su verdad intrí­nseca percibida a la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios mismo que no puede ni engañarse ni engañar” (DS 3008). La declaración va dirigida evidentemente contra los racionalistas. Al distinguir así­ entre fe y ciencia, evidencia natural y asentimiento de fe, el concilio dice equivalentemente -aunque no aparece el término- que la palabra de Dios pertenece al orden del testimonio. En efecto, una palabra que exige una reacción de fe, es decir, que invita a admitirla sólo por la autoridad del que habla, es propiamente un “testimonio”. ero la fe misma es un don de Dios. Recogiendo el texto del concilio de Orange (DS 377) y las afirmaciones vanas veces repetidas de la Escritura, de la tradición patrí­stica y medieval, es concilio declara: nadie puede adherirse a la enseñanza del evangelio como es preciso para llegar ala salvación, sin una iluminación y una inspiración del Espí­ritu Santo, que da a todos la suavidad de la adhesión y de la creencia en la verdad (DS 3010). El sí­ de la fe en la predicación del evangelio es al mismo tiempo abandono libre a la moción del Espí­ritu.

De este modo; el Vaticano I concibe la. revelación, en sentido activo, como acción de Dios con vistas a la salvación del hombre, por la que él se da a conocer: a sí­ mismo y los decretos de su voluntad. Sin embargo, está claro que es la revelación en sentido objetivo lo que atrae su atención. En la constitución sobre la Iglesia, el Vaticano I establece una ecuación entre revelación y’/ depósito de la fe: “A los sucesores de Pedro se les ha, prometido el Espí­ritu Santo para que conserven santamente y expongan fielmente la revelación transmitida por los apóstoles o el depósito de la fe”(DS 3070).

La contribución del Vaticano I se reduce a los puntos siguientes: 1, afirmación de la existencia de la revelación sobrenatural de su posibilidad, de su necesidad, de su finalidad; 2, determinación de su objeto material principal: Dios mismo y los decretos de su voluntad de salvación;
3, la adopción del término “revelación” en sentido activo y en sentido objetivo, que pasa a ser desde entonces un término oficias y técnico; 4, el recurso a las analogí­as de la palabra y del testimonio (implí­citamente) para describir esta realidad inédita; 5, la fe adhesión libre a la predicación del evangelio, es- sostenida par una acción interior del Espí­ritu, que. fecunda la palabra escuchada. Esta contribución, comparada con la del Vaticano II, parece todaví­a muy pequeña, pero hay que apreciarla en su contexto.

3) La crisis modernista. El modernismo, en su aspecto más profundo, es la manifestación “contextual” de un esfuerzo, que hay que reanudar continuamente, por armonizar los datos de la revelación con la historia, las ciencias y las culturas. Problema demasiado grave para resolverse de un solo golpe. El esfuerzo del modernismo no se comprende más que a la luz de los cambios que debí­a arrostrar la Iglesia de la época ante un mundo que se transformaba en todos los niveles. El proyecto de los modernistas se sitúa en el nivel religioso e intelectual, pero tuvo la mala fortuna de llegar en un momento en que la Iglesia, mal preparada, inquieta ante un pensamiento cada vez más sedicioso, se sentí­a desbordada por todas partes. En vez de abrirse “al mundo de su tiempo”, como en es Vaticano I3, sólo pensó en defender= se, en condenar: produjo la Pascendi en vez de la Gaudium et spes. ¡Qué contraste entre estos dos momentos de la historia de la Iglesia!
Los factores que estaban en juego en esta toma de conciencia de una nueva cultura en gestación eran demasiado complejos para ser comprendidos por los mismos que se agruparon bajo el nombre de modernistas. ¿Cómo reunir bajo una misma etiqueta y acercar a pensadores tan distintos como M. Blondel, monseñor Mignot, L. Laberthonniére, G. Tyrrell, el barón von Hügel y A. Loisy?Ciertamente, ningún modernista se habrí­a reconocido en ese cuerpo doctrinal tan fuertemente estructurado que presenta la Pascendi. No existe un modernismo común, sino tendencias que en aquella época parecí­an conducir a graves y seguras desviaciones.

En el movimiento de reflexión sobre la revelación, los documentos antimodernistas representan un momento de la crisis de una Iglesia perdida todaví­a en el “laberinto de la modernidad” (E. Poulat) y que debí­a aventurarse por pistas inexploradas. Los documentos de la época dan “testimonio” de una transición: se preocuparon más de proteger, de defender, que de crear y renovar. Por lo demás, no podemos concederla misma autoridad, a las decisiones de la Comisión bí­blica, al decreto Lamentabili, ala encí­clica Pascendi, al,motu proprio Sacrorum antistitutn, que a un concilio de la amplitud del Vaticano II.

Esencialmente, lo que temí­a la Iglesia en las tendencias avanzadas hasta el extremo del modernismo era ver cómo se disolví­a la revelación histórica en un sentimiento religioso ciego, surgido de las profundidades del subconsciente, bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad. En ese momento se caerí­a en las posiciones de A. Sabatier. La revelación se reducirí­a a una vaga experiencia religiosa, de la que las diversas religiones son otros tantos puntos de emergencia en la conciencia de cada una. Se concibe que el magisterio, ante semejantes desviaciones, defendiera con vigor el carácter a la vez histórico y trascendente de la revelación y su contenido doctrinal. Sin negar sus rasgos de inmanencia, se niega s aeducirla a una pura inmanencia.Contra los excesos del modernismo, que se oponí­a a !a noción de revelación como “depósito divino” o “conjunto de verdades definidas”, para sustituirla por una revelación, creación humana, nacida de las profundidades de la subconsciencia, que se iba elaborando paulatinamente de lo oscuro a lo claro, de lo informulado a lo formulado, él juramento antimodernista declara que el objeto de fe es “todo lo que Dios ha dicho, atestiguado y revelado” (DS 3542). La revelación es el contenido de una palabra, de un testimonio, Ese contenido se llama en otros lugares doctriná, palabra revelada, evangelio (DS 3538-3550). Por primera vez en un documento oficial, se encuentran reunidos los tres términos de palabra (dicta), testimonio (testctta) y revelación (revelttta). Cada uno de estos tres términos recoge ,y precisa al anterior: palabra, la revelación se dirige al hombre y le comunica los designios de Dios: testimonio, exige la reacción especí­fica de la fe. La revelación es palabra de testimonio: de ahí­ la definición de locutip Dei attestans, que hará fortuna durante varios decenios y que condensa en una fórmula las declaraciones de la Escritura, de la tradición patrí­stica y de la teologí­a. Lo que Dios ha dicho, atestiguado, revelado, la Iglesia lo llama: palabra revelada, doctrina de fe, depósito divino confiado a ella para ser conservado sin añadidos, sin alteraciones, sin cambios de sentido o de interpretación. Esta doctrina no es del hombre, sino de Dios.

Sobre el tema de la revelación, los documentos antimodernistas aportan una terminologí­a más precisa, al mismo tiempo que se caracterizan por una evidente inflación del carácter doctrinal de la revelación, en perjuicio de su carácter histórico y personal. Se comprende mejor entonces la alergia de la teologí­a preconciliar, representada por hombres cómo De Lubac, Daniélou, Brouillard, Vón Balthasar, Chenu, que se elevan contra cierto intelectualismo que tenderí­a a hacer de la revelación la comunicación de un sistema de ideas más bien que la manifestación de una persona que es verdad personificada, punto de llegada de una historia que culmina en Jesucristo. Los excesos de los teólogos antimodernistas provocaron una reacción que se manifestó en la l Dei Verbum. Las quejas de la teologí­a preconciliar se reducí­an a dos: temor de reducir el cristianismo a un intelectualismo exagerado; positivamente, deseo de una mayor fidelidad a los datos de la Escritura y de la tradición.

7. REFLEXIí“N SISTEMíTICA: SINGULARIDAD DE LA REVELACIí“N CRISTIANA. I) Contexto. La teologí­a actual de la revelación concilar y posconciliar no es fruto de una generación espontánea, sino más bien el resultado de un camino laboriosamente recorrido, a lo largo de muchos años, en medio de tensiones dramáticas. Esta reflexión ha nacido en un contexto de cambios acelerados, muy bien descrito por la Gaudium et spes (nn. 4-10). El espí­ritu cientí­fico ha extendido su imperio sobre todo el mundo del conocimiento: sobre las ciencias fí­sicas, biológicas, psicológicas, económicas y sociales. Además, esta ciencia no se ha constituido fuera de la filosofí­a. Las- filosofí­as de moda son las de la existencia, la persona, la historia, el lenguaje, la praxis (R. WINLING, La teologí­a del siglo XX, Salamanca 1987).

El interés por la teologí­a de la revelación en el mundo católico se vio estimulado por la renovación bí­blica y patrí­stica. La vuelta a las fuentes bí­blicas tuvo como corolario la primací­a de la palabra y de la acción reveladora. Efectivamente, en las enciclopedias y diccionarios recientes, los artí­culos bajo las rúbricas “palabra”, “lenguaje”, “revelación”, “fe” constituyen muchas veces por su amplitud y la riqueza de su información verdaderas monografí­as. Además, se han multiplicado los trabajos sobre las nociones fundamentales necesarias para la inteligencia de la revelación (p.ej., gnosis, misterio, epifaní­a, testigo, testimonio, palabra, verdad). Aunque la teologí­a patrí­stica sobre el tema de la revelación no ha progresado al mismo ritmo, la teologí­a de la revelación ha podido aprovecharse ya de la renovación de los estudios patrí­sticos, bien a nivel de las grandes colecciones (Sources chrétiennes, Handbuch der Dogmengeschichte), bien a nivel de las monografí­as (p.ej., sobre, Orí­genes, Ireneo, la escuela de Alejandrí­a, Gregorio de Nisa, Hilario de Poitiers, Agustí­n, etc.). Por su parte, la teologí­a protestante, por su abundancia y su calidad, ha contribuido notablemente a la renovación de la teologí­a católica. Baste recordar algunos de los nombres más importantes: t K. Barth, 1 R. Bultmann, E. Brunner, H.W. Robinson, l P. Tillich, H. R. Niebuhr, G. Kittel, J. Baillie. Acción, acontecimiento, historia, encuentro, significatividad, son otros tantos aspectos que la teologí­a protestante se complace en subrayar. En el mundo católico son las reflexiones sobre el estatuto de la teologí­a, sobre el sentido de la predicación (teologí­a kerigmática, teologí­a de la predicación), sobre el desarrollo del dogma, sobre la fe, las que han servido de catalizadores. Luego, después de la guerra, aparecieron los primeros ensayos de sistematización, que fueron el punto de partida de una prodigiosa proliferación de monografí­as sobre la revelación misma, sobre la Dei Verbum, sobre la teologí­a fundamental.

Esta toma de conciencia de la importancia del tema de la revelación no se ha producido sin sufrimientos y sin ví­ctimas. En efecto, la teologí­a de la revelación se ha construido en un clima de tensión entre la enseñanza oficial y una investigación marcada por las nuevas corrientes de pensamiento. La teologí­a de los manuales no era bastante sensible al movimiento de la historia, al carácter interpersonal de la revelación y de la fe. Su atención se dirigí­a más bien al aspecto objetivo de la revelación que a la acción reveladora en sí­ misma. Estaba más preocupada por conservar la doctrina que por hacer fructificar el tesoro. La libertad de investigación estaba severamente controlada por el Santo Oficio. En este sentido es tí­pico el debate que rodeó ala “nueva teologí­a”, que se desarrolló en medio de sospechas, de denuncias, de suspensiones de enseñanza.

2): Tipologí­a de la revelación. La verdad es que muchas de estas tomas deposición aparentemente irreductibles se deben ala complejidad misma de la revelación, a sus paradojas, a la multiplicidad de sus aspectos. Lo cierto es que la revelación es de una riqueza inagotable: a la vez acción, historia, conocimiento, encuentro, comunión, trascendencia e inmanencia, progreso, economí­a y consumación definitiva. La polivalencia misma de la realidad expone constantemente al teólogo a valorar un aspecto en detrimento del otro, falseando así­ el equilibrio. ¿Quién puede pretender recoger todo el esplendor de una catedral desde un solo ángulo de perspectiva? Esta diversidad de perspectiva es lo que legitima ciertos ensayos como el de A. Dulles Models of Revelation (Nueva York 1983).

En un estudio diacrónico hemos constatado ya cómo la reflexión contextual de cada época privilegió algún que otro aspecto, pero sin excluir o negar los demás. Así­, bajo la influencia griega se desarrolló una reflexión que subrayó en la revelación sobre todo el carácter de conocimiento, de gnosis superior, en detrimento de una revelación centrada en la manifestación de la persona. Luego, el perí­odo gregoriano, que culmina con Melchor Cano, estableció una diferencia -que se convirtió casi en ruptura- entre el perí­odo constitutivo de la revelación y el perí­odo siguiente, dedicado a exponer, a explicar, a interpretar el dato revelado concebido, ddeforma estática y jurí­dica. Así­ se brra la contemporaneidad de la revelación y de la fe actual. Con la Ilustración, la razón se convierte en el Absoluto, capaz de conocerlo todo: el hombre no tiene ya nada que recibir de Dios. La reacción del Vaticano I fue reafirmar el don sobrenatural de la revelación, sin liberarse sin embargo de cierto extrinsecismo, que separa la acción y el contenido de la revelación, signos de una revelación concebida sobre todo como doctrina. Con el Vaticano II, la revelación recobra su centro en Jesucristo: Dios revelante, Dios revelado, signo de la revelación. Cristo es el universal concreto, que estamos invitados a acoger en la fe.

A. Dulles, en una perspectiva a la vez diacrónica y sincrónica, propone cinco modelos fundamentales de la revelación, que comprenden todos los demás: a) El primer modelo es el de la revelación concebida principalmente como una doctrina formulada en unas proposiciones que la Iglesia ofrece a nuestra fe. Este modelo pone de relieve el aspecto objetivo de la revelación, identificada con el depósito de la fe confiado a la Iglesia. El origen divino de esta enseñanza está atestiguado por unos signos exteriores. Este modelo es el que comparten los evangelistas conservadores y la neoescolástica; se encuentra igualmente en el ala integrista actual de la Iglesia católica. b) Frente al primer modelo, el segundo pone en el primer plano de la revelación los grandes acontecimientos de la historia de la salvación, que culminan en la muerte y la resurrección de Jesús, y que permiten interpretar la historia anterior y la venidera. Esta revelación pide una respuesta de indefectible esperanza en el Dios de la promesa y de la salvación. Con acentuaciones muy diversas, este modelo está representado por O. Cullmann, W. Pannenberg, G.-E. Wright. c) En un tercer modelo, representado por Schleiermacher, Sabatier y Tyrrel, la revelación se concibe sobre todo como una experiencia interior de gracia y de comunión con Dios, que se realiza en un encuentro directo e inmediato de cada uno con lo divino. Dios se comunica a sí­ mismo al alma que se abandona a su acción: esta experiencia es portadora de salvación y de vida eterna. Para algunos, Cristo sigue siendo el mediador de esta experiencia. En cualquier hipótesis, la respuesta del hombre a esta experiencia mí­stica es la del afecto piadoso, la de la plegaria del corazón. d) El cuarto modelo, representado por K. Barth, R. Bultmann, E. Brunner, G. Ebeling, concibe la revelación como “manifestación dialéctica”. Puesto que Dios es el trascendente, el totalmente otro, es él el que sale al encuentro del hombre que lo reconoce en la fe. La palabra de Dios revela y oculta al mismo tiempo la manifestación de Dios. La primací­a de Dios es absoluta. Los bultmannianos, sin embargo, subrayan que el desvelamiento de Dios es al mismo tiempo desvelamiento al hombre de su condición de pecador. e) Según un quinto modelo, la revelación encuentra su lugar privilegiado en un cambio del horizonte último del hombre. Se trata de una nueva toma de conciencia del hombre frente a la acción trascendente de Dios que se revela y frente al compromiso del hombre en la historia humana. Los acontecimientos del pasado sólo tienen interés en cuanto que interpretan el presente. La revelación tiene un poder salví­fico en cuanto que contribuye a restructurar incesantemente nuestra experiencia y el mundo mismo. La fe es la toma de conciencia de este proceso transformador de la revelación. Este modelo está representado, con matices diferentes, por M. Blondel, P. Tillich, K. Rahner, G. Baum, G. Moran, D. Tracy, A. Darlap y por la teologí­a de la liberación bajo la guí­a de G. Gutiérrez y L. Boff.

A. Dalles intenta recuperar los valores de cada uno de estos modelos, no por la opción privilegiada de uno de ellos, o por una agrupación selectiva de los mismos, o por medio de una armonización, sino por el camino de una “superación”, que él descubre en la mediación simbólica: concretamente, en el Cristo-sí­mbolo, que integra todos los modelos precedentes y los completa.

Nosotros pensamos igualmente que Cristo es el único camino de aproximación a la revelación: es su persona de Verbo encarnado la que lo asume todo, lo reclasifica todo, lo interpreta todo, lo descifra todo. Optamos por una aproximación totalizante a la revelación cristiana que permita expresar su “singularidad”, sus rasgos “especí­ficos”, ofreciendo así­ la posibilidad de identificarla como tal, y al mismo tiempo distinguirla de las otras religiones que tienen la misma pretensión de ser “reveladas”. Presentamos a continuación estos rasgos que nos parecen pertenecer a la especificidad de la revelación cristiana.

8. RASGOS ESPECíFICOS DE LA REVELACIí“N CRISTIANA. 1) Principio de historicidad. El primer rasgo especí­fico de la revelación cristiana es el ví­nculo orgánico que la vincula a la historia. En un sentido muy general, todas las religiones son históricas, es decir, coexisten con la historia; pero lo que especifica a la religión cristiana es no solamente que se dio en la historia y que posee ella misma una historia, sino que se despliega a partir de unos acontecimientos históricos, cuyo sentido profundo fue notificado por unos testigos autorizados, y que se acaba en un acontecimiento por excelencia, el de la encarnación del Hijo de Dios: un suceso cronológicamente definido, puntual, en situación y en contexto respecto a la historia universal. Así­, a diferencia de las filosofí­as orientales, del pensamiento griego y de los misterios helénicos, que no conceden ningún lugar a la historia o le hacen poco caso, la fe cristiana está esencialmente referida a unos “acontecimientos” que han “sucedido”. La Escritura narra hechos, presenta a unas personas, describe unas instituciones. En otras palabras, el Dios de la revelación cristiana no es simplemente el Dios del cosmos, sino el Dios de las intervenciones, de las irrupciones inesperadas en la historia humana; es un Dios que viene, interviene, actúa, salva. No se hablarí­a de revelación, ni de AT ni de NT, ni de promesa ni de cumplimiento, sin una serie de acontecimientos situados en el tiempo, en un ambiente cultural determinado y sin unos mediadores que notifican de parte de Dios la “significatividad” de esa historia, proyectada hacia un cumplimiento definitivo en Jesucristo.

Nunca se ha negado ni olvidado este ví­nculo orgánico de la revelación con la historia, aunque a lo largo de los siglos a veces ha sido poco subrayado. Así­ el Vaticano I, como hemos visto, presenta la revelación como un obrar divino por el que se nos comunica la doctrina revelada o el depósito de la fe. Cita a Heb 1,1; pero las implicaciones de este texto no entran de manera significativa en la descripción de la revelación: ésta se presenta como una acción vertical, cuya conclusión es una doctrina sobre Dios, pero esta acción apenas roza la historia. La conciencia cristiana no se ha olvidado nunca de este rasgo fundamental de la revelación: la prueba está en que la Iglesia ha rechazado constantemente todas las formas de gnosis que renacen continuamente: desde Marción hasta Bultmann. El Vaticano II ha creí­do oportuno reafirmar con energí­a este carácter histórico de la revelación.

2) Estructura sacramental. La DV subraya con la misma energí­a que la revelación no se identifica con la trama opaca de los acontecimientos de la historia. Afirma que se trata al mismo tiempo de una historia y de su interpretación auténtica, incluyendo a la vez la horizontalidad del hecho y la verticalidad del sentido salví­fico, querido por Dios y notificado por sus testigos autorizados: los profetas, Cristo, los apóstoles. La revelación es al mismo tiempo acontecimiento y comentario. Decir que Dios se revela verbis gestisque es decir que Dios interviene en la historia, pero por unas mediaciones: mediación de los acontecimientos, de las obras, de los gestos y mediación de algunos elegidos para interpretar estos acontecimientos. Dios entra verdaderamente en comunicación con el hombre, le habla; pero por la mediación de una historia significante’y auténticamente interpretada. El acontecimiento no entrega todo su sentido más que por la mediación de la palabra. Sin Moisés; como ya hemos visto, el éxodo no seria más que una emigración como otras muchas. Esta estructura sacramental de la revelación distingue a la revelación cristiana de cualquier otra forma de revelación, así­ como de toda apariencia de gnosis o de ideologí­a. La afirmación de esta estructura, claramente expresada en la DV, constituye una revelación cuyas implicaciones se hacen sentir en todos los niveles. Por ejemplo, si es verdad que la revelación cristiana se realiza por los verba y los gesta de Cristo, se sigue que la transmisión de esta revelación no puede reducirse a la comunicación de un cuerpo doctrinal. En ese caso la revelación se convertirí­a en un discurso sobre Dios, pero sin impacto en la vida.

3). Progreso dialéctico del AT: La dimensión histórica afecta a la revelación en su progreso tanto como en su estructura. Esté progreso se efectúa según un doble movimiento dialéctico: promesa y cumplimiento por parte de Dios, atención meditativa y confiada por parte de Israel.

a) A los ojos de Israel, lo que cuenta no es tanto el ciclo anual, en el que toda comienza de nuevo, como lo que Dios hizo, hace y hará según sus promesas. La,promesa y el cumplimiento constituyen el dinamismo de este tiempo en tres dimensiones. Pero lo que pone en movimiento-esta historia y mantiene su impulso es la intervención del Dios de la promesa. En efecto, es la promesa, con la esperanza que suscita en el acontecimiento que la, colmará, lo que sensibiliza a la historia. Como Dios es fiel a sus promesas, cada nuevo cumplimiento hace esperar un cumplimiento más decisivo todaví­a y constituye una especie de relevo en el desarrollo continuo de la historia hacia su término final. Por eso Israel no sólo conmemora el pasado, sino que lo considera como promesa. del porvenir. La misma salvación escatológica se describe en la categorí­a de la promesa; pero de una promesa ampliada, de un cumplimiento que será la transfiguración del pasado. El acontecimiento decisivo será un nuevo éxodo, una nueva alianza, ,una salvación universal. Así­, gracias a la promesa, toda la historia está en marcha hacia el futuro, hacia un cumplimiento definitivo de esa historia, sin que pueda sin embargo anticiparla m definirla con claridad. Aunque desde el punto de vista fenomenal la historia de Israel parece ir en declive, caminando hacia un fracaso, realmente en el nivel más profundo de la promesa y de la historia de la salvación, la revelación se encamina hacia el tiempo de la plenitud, que, es el tiempo de Cristo.

b) A la dialéctica de la promesa y del cumplimiento de la palabra de Dios responde por parte de Israel una actitud de atención meditativa y de confianza en la promesa. En efecto, puesto que la historia es el lugar de la revelación de Yhwh, Israel no deja de meditar en los acontecimientos que marcaron su nacimiento y su desarrollo como pueblo. En particular, los acontecimientos del éxodo; de la elección, de la alianza y de la ley constituyen una especie de prototipo de las relaciones de Yhwh y de su pueblo, que es como la clave de toda interpretación ulterior. El AT, en su forma actual, es el fruto del rumiar multisecular del pueblo de Dios, bajo la guí­a de los profetas y de los escritores inspirados, pero a partir de los mismos acontecimientos. Las .grandes recopilaciones que llamamos el Yahvista, el Elohí­sta, la tradición sacerdotal, el Deuteronomio, el Cronista, nacieron de esta reflexión: representan otras tantas relecturas de la historia de la salvación. Así­ pues, la unificación del AT se hizo no sobre la base de una sistematización lógica, sino a partir de la sucesión de los acontecimientos prometidos y cumplidos por Dios. El principio de unificación es ante todo el obrar de Dios en la historia, según una concepción del tiempo, no solamente lineal, sino más bien en espiral, por cí­rculos cada vez más amplios y ricos de inteligibilidad. En fin, al ser la revelación sobre todo promesa y cumplimiento, el tiempo presente aparece como un tiempo de espera vigilante, de esperanza y de confianza. Para Israel, creer es obedecer y confiarse; es reconocer a Yhwh como el único Dios salvador y confiar en sus promesas. A medida que va avanzando Israel en el tiempo, pasando dolorosamente por la experiencia de su fracaso y su pecado, va viviendo en la esperanza de Aquel que viene y de la salvación definitiva que trae consigo. La esperanza va creciendo al ritmo de la desgracia.

4) Principio encarnacional. Si la revelación cristiana es histórica, hay que añadir inmediatamente un segundo rasgo, más especí­fico aún que el primero, a saber: el de la encarnación del Hijo de Dios entre los hombres. La encarnación es el tiempo de la plenitud, el momento en que el ritmo de la historia se precipita y se concentra en la persona del Verbo hecho carne. La novedad es radical y absoluta. Dios no solamente entra en la historia, sino que, para manifestarse, asume lo que hay más distinto de él: el cuerpo y la carne del hombre, con todos los riesgos y los lí­mites del lenguaje, de la cultura y de la institución. Cristo no trae consigo solamente la revelación: es él mismo la revelación, la epifaní­a de Dios. Sin embargo, esta oscuridad de la carne se convierte en el medio privilegiado por el que Dios quiere manifestarse y darse definitivamente a nosotros en una revelación que no pasará. La gracia de Dios, dice san Pablo, “ahora se ha manifestado con la aparición de nuestro Señor, Cristo Jesús” (2Tim 1,10). Es decir, en Jesucristo, la agape de Dios, “Dios ha manifestado su bondad y su amor por los hombres” (Tit 3,4). En Jesucristo, “la vida se ha manifestado” (1Jn 1,2-3). Gracias al signo de la humanidad de Cristo, Juan pudo ver, escuchar y palpar al Verbo encarnado. Así­ pues, según los términos de la Escritura, la encarnación es, en su realización concreta, la revelación de Dios mismo en persona. Cristo es la palabra epifánica de Dios. La humanidad de Cristo es la ex-presión de Dios. En Cristo, el signo alcanza su punto más alto de expresividad, ya que está presente y activo por la plenitud del significado, a saber: Dios mismo. Cristo es el sacramento de Dios, el signo de Dios. Este principio encarnacional de la revelación está indicado en la DV en un texto de rara densidad y concisión; “Pues él (Jesucristo; Verbo hecho carne), con su presencia y manifestación…, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino, a saber: que Dios está con nosotros” (DV 4).

Este principio encarnacional tiene múltiples consecuencias para la inteligencia de la revelación:
a) En primer lugar hay que subrayar que la función reveladora de Cristo es el resultado inmediato de la encarnación. La revelación y la encarnación pertenecen al mismo misterio de la elevación de la naturaleza humana y del lenguaje humano. La encarnación subraya cómo el Hijo tomó la carne del hombre por la unión hipostática, mientras que la revelación subraya la manifestación de Dios por los caminos de la carne y del lenguaje. Pero la encarnación, como la revelación, es automanifestación y autodonación de Dios. Al revelarse, Dios se da; y al darse por la encarnación, Dios se revela.

b) En segundo lugar, si por la encarnación hay una verdadera “inhumanización” de Dios, se sigue que todas las dimensiones del hombre son asumidas y utilizadas para servir de expresión a la persona absoluta. No solamente las palabras de Cristo, su predicación, sino también sus acciones, sus ejemplos, sus actitudes, su comportamiento con los pequeños, con. los pobres, con los marginales, con todos los que la humanidad ignora, desprecia o rechaza, así­ como su pasión y su muerte, su existencia entera, es una perfecta actuación para revelarnos su propio misterio, el misterio de la vida trinitaria y nuestro misterio de hijos. Cristo se compromete por entero en la revelación del Padre y de su amor. Por tanto, hay que decir que el amor de Cristo es el amor de Dios en visibilidad, que las palabras y acciones de Cristo son las acciones y las palabras humanas de Dios.

c) Ampliando la aplicación de este principio encarnacional, podemos decir que el Verbo de Dios, al encarnarse asume las diversas culturas de la. humanidad para decir la salvación cristiana a cada pueblo y para llevar a esas culturas a su perfección. Por otra parte, si es verdad que Cristo pertenece a una cultura determinada, es en virtud de su trascendencia, en cuanto absoluto, como salva a las culturas, incluso a la suya, de sus desviaciones y escorias; como las purifica, las endereza, las eleva y las perfecciona. .

d) Comprendemos mejor el sentido de esta economí­a de la encarnación, si observamos que lo que Cristo viene a revelar a los hombres, es decir, su condición de hijos, es un nuevo estilo de vida, una praxis. Pues bien, la revelación de este nuevo estilo de vida por el único camino de una enseñanza oral hubiera sido muy poco eficaz y sin un verdadero impacto. Habí­a que “ilustrar”, “ejemplificar”, vivir ese nuevo estilo de vida. Por eso Cristo, Hijo del Padre en el seno de la Trinidad, vino a los hombres para revelarles su condición de hijos tomando él mismo una condición de hijo. Escuchando a Cristo y contemplándolo, viéndole obrar, es como se nos revela nuestra condición de hijos y aprendemos con qué amor ama el Padre al Hijo y a los hombres, sus hijos adoptivos.

5) Centralidad absoluta de Cristo. Si Cristo es a la vez el misterio revelante y el misterio revelado, el mediador y la plenitud de la revelación (DV 2 y 4), se sigue que él ocupa en la fe cristiana una posición absolutamente única, que distingue al cristianismo de todas las otras religiones, incluido el judaí­smo. El cristianismo es la única religión cuya revelación se encarna en una persona que se presenta como la verdad viva y absoluta. Otras religiones tuvieron sus fundadores; pero ninguno de ellos (Buda, Confucio, Zoroastro, Mahoma) se propuso como objeto de la fe de sus discí­pulos. Creer en Cristo es creer en Dios. Cristo no es un simple fundador de una religión; es a la vez inmanente a la historia y el trascendente absoluto; uno entre millones, pero como el único, el totalmente otro.

Si Cristo está entre nosotros como el Verbo encarnado, los signos que permiten identificarlo como tal no son exteriores a él, a la manera de un pasaporte o un sello de consulado, sino que emanan de ese centro personal de irradiación que es Cristo. Como él es en su persona, en su ser interno, luz y fuente de luz, Jesús puede hacer gestos, proclamar un mensaje, introducir en el mundo una calidad de vida y de amor jamás vista, jamás imaginada, jamás vivida, y hacer surgir la cuestión de su identidad real. En efecto,, las obras, el mensaje, el comportamiento de Jesús son de otro orden: manifiestan en nuestro mundo la presencia del totalmente otro: El cercano es realmente el trascendente; el uno entre millones es el único; el predicador sin techo es el omnipotente; el condenado a muerte es.el tres veces santo. Esta presencia simultánea nos pone alerta y nos interpela. En él hubo signos de debilidad, pero también signos de gloria, suficientes para ayudarnos a penetrar hasta el misterio de su identidad real. Jesús mismo es el signo que hay que descifrar, y todos los signos particulares apuntan hacia él como un haz convergente. Este misterio del discernimiento de la epifaní­a del Hijo entre los hombres, por la mediación de los signos de su gloria, es otro rasgo distintivo y al mismo tiempo escandaloso de la revelación cristiana.
6) Principio de la “economia”. Uno de los principales méritos de la DV ha sido presentar la revelación cristiana no como un misterio aislado, sino (siguiendo la tradición patrí­stica) como una amplia “economí­a”, es decir, como un designio infinitamente sabio, que Dios descubre y realiza según unos caminos previstos por él. Iniciativa del Padre, esta economí­a afecta a la historia y culmina en Jesucristo, plenitud de la revelación, para perpetuarse luego, bajo la acción del Espí­ritu Santo, en la comunidad eclesial, a través de la tradición y de la Escritura, en la espera de la consumación escatológica. Todas las piezas de esta economí­a se sostienen y se iluminan mutuamente, se organizan en una sí­ntesis de la que Cristo y el Espí­ritu son el principio de unificación y de irradiación. Ilustremos brevemente este otro rasgo de la- revelación cristiana.

En esta economí­a, el AT ejerce una triple función de preparación, de profecí­a y de prefiguración, ya que al asumir la carne y el tiempo, el Verbo de Dios cualifica todo el tiempo de la economí­a de la salvación. Todo lo que precede es preparación de su venida: preparación de una familia según la carne, preparación de un ambiente social, preparación de un lenguaje como medio de expresión, preparación de unas instituciones (alianza, ley, templo, sacrificios, etc.) y de unos grandes acontecimientos (éxodo, conquista, monarquí­a, destierro, restauración), que hicieron de la aparición,de Cristo una revelación situada, “en contexto”. En segundo lugar, el AT, como totalidad, es una profecí­a del acontecimiento de Cristo, es decir, un esbozo del acontecimiento escatológico que se va constituyendo en el curso de los siglos, y que suscita la espera y el deseo del acontecimiento mismo, imprevisible e inaudito en su determinación concreta. Cuando se da el acontecimiento, sólo entonces adquiere la profecí­a todo su sentido y todo su peso. Finalmente, el AT ejerce una función de prefiguración o de representación simbólica del eschaton: representación en la que el hecho antiguo (acontecimiento, instituciones, personajes) mantiene toda su consistencia de hecho histórico, pero se encuentra al mismo tiempo incrementado, superado, trascendido por la presencia de Cristo entre nosotros, el Enmanuel.

En efecto, cuando el Hijo está presente entre nosotros, se. nos da la novedad total. El acontecimiento colma y desborda la espera.

Sin embargo, si es verdad que el AT comprendido, a la luz del evangelio adquiere un sentido nuevo, el AT confiere a su vez al NT una densidad y un peso temporal que no podrí­a tener por sí­ mismo. No se puede comprender el NT sin el discurso del AT, siempre presente como en filigrana. Sin la clave hermenéutica del AT, ciertos pasajes del NT (la cena,_pascual, la copa de la alianza nueva y eterna) siguen estando en la penumbra. Caminando con los discí­pulos de Emaús, Cristo inauguró una nueva era en la exégesis: El es en persona la exégesis del AT, pues es su culminación y su cumplimiento.

Con Cristo, la revelación fundadora alcanza todo su apogeo y su carácter definitivo. Sin embargo, tiene que transmitirse y perpetuarse a través de los siglos, tan presente y tan actual como el primer dí­a. Con el tiempo’de la Iglesia, la revelación entra en su fase de expansión, de despliegue espacio-temporal. Bajo su aspecto de “economí­a”, esta nueva fase de asimilación y de inculturación de la revelación no es menos admirable en sabidurí­a que la fase constitutiva.

En efecto, así­ como la plenitud de la revelación en Jesucristo estuvo preparada por la elección de un pueblo, por una larga, paciente y progresiva formación de ese pueblo, por una preparación del lenguaje y de las categorí­as que sirven para expresar el evangelio, tampoco la transmisión de la revelación se deja al azar de la historia y de la interpretación individual. Hay que notar desde ahora que la plenitud de la revelación se nos ha dado, no por el medio relativamente ordinario de un profeta, sino por el medio extraordinario del Verbo encarnado. Igualmente, la transmisión de la revelación está protegida por un conjunto de carismas que son obra del Espí­ritu: carisma del origen apostólico de la tradición, carisma de la inspiración de la Escritura, carisma.de la infalibilidad confiado al magisterio de la Iglesia. No solamente estos carismas están al servicio de la revelación para asegurar su transmisión fiel, sino que ellos mismos están ligados entre sí­ y se ofrecen un mutuo servicio (DV, c. II).

No cabe duda de que esta “economí­a” es algo inaudito, algo único en la historia; pero, ¿acaso Cristo y el cristianismo no son igualmente únicos? Por tanto, si es verdad que una revelación dada en la historia y por la mediación de la historia no puede, por lo visto, librarse de las vicisitudes del devenir histórico, nunca hay qué perder sin embargo de vista la singularidad de la revelación cristiana y la especificidad de su “economí­a”: en su preparación (elección), su progreso (profetismo), su comunicación definitiva (Cristo, Verbo encarnado), en su transmisión (tradición y Escritura inspirada), en su conservación e interpretación (Iglesia y carisma de infalibilidad). En definitiva, lo mismo que Cristo preside la fase constitutiva dé la revelación, el Espí­ritu de Cristo preside su fase de expansión a lo largo de los siglos. Esta economí­a tan singular y tan especí­fica prohí­be asimilar la revelación cristiana a cualquier gnosis humana y a las otras religiones que se dicen igualmente “reveladas”.

7) Unicidad y gratuidad. Si la revelación se presenta como una intervención del obrar de Dios en la historia humana que culmina en la encarnación del Hijo, es fácil comprender su carácter de gratuidad y de unicidad.

Efectivamente, la revelación no se presenta bajo la forma de un conocimiento que se debe descubrir, comunicada por un ser más inteligente, sino como una novedad absoluta. Su punto de partida es una iniciativa del Dios vivo, cuya libertad infinita no se agota en el acto creador del cosmos. Esta vez se trata de un acontecimiento creador de una creación nueva, de un hombre nuevo, de una vocación nueva y de un estilo de vida nuevo. Se trata de un nuevo estatuto de la humanidad que hace del hombre un hijo de Dios y de la humanidad el cuerpo de Cristo. Semejante iniciativa escapa a toda exigencia y a toda imposición del hombre.

Si se admite que la historia es un elemento constitutivo del hombre en cuanto espí­ritu encarnado, se sigue que la historia es el lugar de una manifestación eventual de Dios y que el hombre tiene que interrogar a la historia para descubrir en ella el tiempo y el lugar donde la salvación quizá ha tocado a la humanidad. Pero que Dios salga efectivamente de su misterio para invitar al hombre a compartir su vida y que intervenga en el terreno de la historia humana, aquí­ y no allí­, ahora y no después, esto pertenece al misterio de su libertad.
Este es ya uno de los rasgos subrayados, más vigorosamente por la revelación veterotestamentana. No es el hombre el que descubre a Dios; es Yhwh el que se manifiesta cuando quiere, a quien quiere y como quiere. Yhwh es libertad absoluta. Fue el primero en escoger, en prometer, en hacer alianza. Y su palabra, en contradicción con las ideas humanas y carnales de Israel, hace brillar más aún la libertad y la continuidad de su designio. Esta libertad se sigue manifestando también en la variedad y multiplicidad de los medios escogidos por él para revelarse, Pero se palpa sobre todo en la intervención decisiva de la encarnación. El que Dios decretara revelarse y salvar al hombre asumiendo la carne .y el lenguaje del hombre, y que decretara prolongar esta economí­a, por una economí­a de signos que fuera homogénea, esto es algo que pertenece al misterio insondable de su amor. La revelación no es menos gratuita y sobrenatural que la encarnación y la redención: todas ellas pertenecen al misterio de la elevación gratuita de la naturaleza humana.

Finalmente, el que Dios revelara al hombre las dimensiones del amor divino (del que le invita a participar) mediante la economí­a de la cruz, esta iniciativa no puede menos de presentarse como, locura y delirio a los ojos del hombre. Sin embargo, sumergiéndose en el abismo más profundo y más increí­ble de esa muerte en la cruz es como el amor de Dios, en Jesucristo, se revela como el amor del totalmente otro. En ninguna parte mejor que aquí­ aparece la absoluta libertad y gratuidad de la revelación.

Epifaní­a de Dios en Jesucristo, la revelación cristiana es luz vertical del misterio de Dios sobre el misterio del hombre. No es el hombre el que sirve de parámetro a Dios y le dicta las formas más aceptables de su acción, sino que Dios es el que mide al hombre y le invita a la obediencia de la fe.

Esta es la perspectiva constante de la Escritura. Por eso una concepción de la revelación que tendiera a reducirla al sentido que el hombre quisiera reconocerle en la comprensión de sí­ mismo, serí­a una perversión de uno de los rasgos más claramente atestiguados en el AT y en el NT. La revelación es gracia del Dios absolutamente libre. Y san Pablo, para hablar de ello, no sabe más que balbucear y glorificar (Ef 1). Renunciando a sus ideas y dejándose llevar por el Espí­ritu que murmura en él, es como podrá el hombre captar algo, de ese misterio de gracia y de liberad.

Con este carácter de gratuidad y de libertad de la revelación podemos relacionar el de su unicidad. En efecto, si Cristo es la palabra de Dios hecha carne, el Hijo del Padre presente entre nosotros, aquél en quien sé expresa y agota el amor de Dios a la humanidad, hay que.deducir, con el Vaticano I y el Vaticano II, que la economí­a. traí­da en él y por él no puede cosiderarse como un simple episodio de la historia de la revelación (DV 4): La revelación de Cristo hace inútil un tercer testamento. Hemos entrado ya en el tiempo del fin. En Jesucristo, Dios nos ha dicho su única palabra y nos ha dado a su Hijo único. Todo lo. que Dios querí­a decirle al hombre sobre el misterio de Dios y el misterio humano ha sido ya dicho y consumado en la palabra total y definitiva del Verbo de Dios.

8) Carácter dialogal. Para designar esta relación única que establece la revelación entre Dios y el, hombre por la mediación de los acontecimientos y de su interpretación, el Vaticano II, siguiendo. a la Escritura y a toda la tradición patrí­stica y teológica, conserva la analogí­a de la palabra: Dios ha hablado a la humanidad. Palabra diálogo, trato de amistad.con los hombres; la analogí­a de la palabra incluye aquí­ todas esas formas y medios de comunicación que atestigua la Escritura. Pero ¡qué profundidad revela esta analogí­a cuando, aplicada a Dios y purificada de todas sus imperfecciones, sirve para describir ese encuentro inaudito del Dios vivo con su criatura por la mediación de Moisés y de los profetas, y luego por la carne, el rostro y la voz de Cristo, Palabra interna del Padre hecha carne para llamar a los hombres e invitarles a la “comunión” con él! Palabra articulada, hecha evangelio, Palabra dada, inmolada hasta el silencio de la cruz, en donde se dijo la palabra suprema con los brazos extendidos y el corazón traspasado: Dios es amor. Esta estructura dialogal caracteriza toda la revelación del AT y del NT.

Pero hablar de l analogí­a es hablar de desemejanza tanto o más que de semejanza. Por una parte, es verdad que la revelación, como la fe, se abre al misterio de una persona y no de una cosa: de un yo que se dirige a un tú; de- un yo que, al descubrir el misterio de su vida, descubre al hombre que todo el sentido de la existencia humana reside en el encuentro con ese yo y en la acogida del don que hace de sí­ mismo. También es verdad que el evangelio no es simplemente encuentro “inefable” con el Dios vivo, sin rostro ni contenido, sino notificación de la salvación en Jesucristo. Por este doble aspecto de mensaje y de interpelación, dentro de un desvelamiento del misterio personal de Dios con vistas a una comunión de vida, la palabra de Dios evoca evidentemente lo que los hombres designan con el nombre de “palabra”, es decir, esa forma superior de trato entre los hombres por la que una persona se expresa y se dirige a otra persona con vistas a una comunicación.

Pero, por otra parte, ¡qué abismo entre esa palabra humana y la palabra de revelación! El que se dirige al hombre en Jesucristo no es un simple profeta, sino el trascendente que se hace el totalmente cercano, el intocable que se hace palpable, el eterno que invade el tiempo, el tres veces santo que se dirige en la amistad a su criatura, que se habí­a vuelto por el pecado miserable y rebelde contra él. Dios encuentra a ese pecador en su nivel, hombre entre los hombres, y se dirige a él con los gestos y las palabras que puede captar. Cristo inicia a ese pecador en lo que hay de más í­ntimo en él, es decir, el misterio de su intimidad con el Padre y con el Espí­ritu. En efecto, todo el evangelio se presenta corno una confidencia de amor (Jn 13,1). Dios prosigue esta confidencia hasta el término del amor. Cuando Cristo agotó todos los recursos de la palabra, del gesto y del comportamiento, llevó su testimonio hasta la consumación del martirio, que es el testimonio supremo. Todo lo que hay de inefable en el amor del Padre a los hombres se expresa entonces en el don de su Hijo. A1 hombre no le queda más que mirar y comprender. Juan, que vio los brazos extendidos, que vio correr el agua y la sangre, que vio el corazón traspasado por la lanza, atestigua que Dios es amor. El amor, en Jesucristo, se expresa y se entrega a la vez.

El hombre pecador no puede abrirse a este abismo del amor sin una acción interior que recree al hombre por dentro y le permita acoger al totalmente otro (Jn 6,44; 2Cor 4,4-6; He 16,14). El hombre no puede consentir en la revelación y asimilarla en la fe más que cuando se ve movido por un nuevo principio de conocimiento y de amor. Mensaje del evangelio y acción interior del Espí­ritu constituyen, por tanto, las dos caras, las dos dimensiones de la única revelación cristiana: dos dimensiones complementarias, que a veces separan las circunstancias históricas, pero que en la economí­a de la salvación están destinadas a encontrarse y vivificarse mutuamente. En efecto, sin el mensaje, el hombre no podrí­a saber que la salvación viene a él, conocer lo que Dios realiza en las profundidades del hombre por Cristo y en su Espí­ritu; y, por otra parte, sin la palabra interior, dirigida personalmente a él, no podrí­a abandonarse al Dios invisible y poner en él el todo de su vida. Porque hay siempre un abismo que separa al hombre de Dios. El hombre tiene necesidad de seguridad, y encuentre esta seguridad en lo que toca y en lo que ve, en la comprensión del universo en que habita y en la domesticación de sus fuerzas. Pues bien, por la revelación el hombre se ve invitado a fundamentar su vida, no ya en la seguridad que le procuran sus sentidos, sino en la palabra del Dios. invisible. Sin la acción interior del Espí­ritu el hombre no podrí­a “convertirse”, renunciar a apoyarse en lo que ve, para abandonarse, a partir de una palabra, en lo que no ve. Así­, la revelación se da objetivamente en Jesucristo como una realidad, pero no es asimilada por el hombre más que gracias al Espí­ritu. La revelación cristiana’es al mismo tiempo automanifestación y autodonación de Dios en Jesucristo, pero bajo la acción finteriorizante del Espí­ritu.

Por su estructura dialogal, que la asemeja y la distingue a la vez de la palabra de los hombres, la revelación cristiana, como palabra de Dios, constituye una realidad absolutamente original y especí­fica.

9) Revelación de Dios, revelación del hombre. El hombre es para sí­ mismo un enigma, un misterio. Porque lo que hay de más profundo en el hombre, lo que constituye el primer horizonte sobre el que destaca todo su ser y su devenir, es el misterio mismo de Dios que se inclina hacia el hombre, lo cubre con su amor y lo invita a una intimidad de vida con las personas divinas. “En realidad -declara la Gaudium el spes- el misterio del hombre no se ilumina de verdad más que en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del Padre y del misterio de su amor, manifiesta plenamente al hombre a él mismo y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22). “Todo el que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace también más humano” (GS 41).

La revelación, según Bultmann, no hace más que notificar el sentido de nuestra existencia de pecadores salvados por la fe. Hablar de la revelación es hablar del hombre en su relación con Dios; es ante todo un discurso sobre el hombre. Es verdad que la revelación nos descubre el sentido de la condición humana, pero hay que añadir enseguida que lo hace revelándonos ante todo el misterio de Dios y de la vida trinitaria; así­ es cómo se le revela al hombre su propio misterio. Cristo es la luz que ilumina a todo hombre, no con una claridad que le fuera extraña, sino en el acto mismo por. el que nos descubre el misterio de la unión del Hijo con el Padre en el Espí­ritu. En efecto, Dios no puede revelar el secreto de su vida í­ntima si no es para que comulguemos de él y compartamos su vida.

Sin ser en primer lugar una antropologí­a, la revelación tiene un destino antropológico en la misma medida en que es luz que brota del misterio divino, proyectada sobre el misterio del hombre. La grandeza del hombre está en ser llamado a conocer a Dios y a compartir su vida. Para discernir la especificidad de la revelación cristiana en su relación con el hombre, hay que partir por tanto de la fuente de luz, de Cristo; y no de las tinieblas que hay que iluminar.

En este caos y en estas tinieblas, Cristo se presenta como mediador de sentido: aquél en quien el hombre llega a situarse, a descifrarse, a com-
prenderse, a acabarse e incluso a superarse. Cuando el hombre escucha a Cristo, aprende algo del motivo por el que se siente aislado, desorientado, ansioso, desesperado. Ante él se abre un camino de luz que ilumina la vida, el sufrimiento, la muerte. El mensaje dé Cristo es misterioso, pero es fuente siempre viva de sentido.

Lo esencial de este mensaje es que el hombre, dejado a sí­ mismo, no es más que odio y pecado, egoí­smo y muerte; pero que, por gracia, el amor absoluto se ha introducido en el corazón del hombre para darle, si el hombre lo acepta, su propia vida y su propio amor. Cristo es aquél por el cual y en el cual se nos da este don. Hijo del Padre en el seno de la Trinidad, Dios en la carne entre los hombres, hace de nosotros hijos del Padre, que tiene en sí­ el Espí­ritu del Padre y del Hijo, que es Espí­ritu de amor y reúne a todos los hombres en este amor. En Cristo aflora igualmente el “misterio de los otros” en su verdad profunda. “Los otros” son el hijo del hombre, el siervo doliente, que tiene hambre y sed, que está desnudo, enfermo, abandonado, pero destinado ala gloria del Hijo amado. En Cristo no hay nadie “extraño”: todos son hijos del mismo Padre y hermanos del mismo Cristo. No hay nada más que el amor del Padre y del Hijo y el amor de todos los hombres reunidos por el mismo Espí­ritu. La libertad, a su vez, es consentimiento en el. amor que invade al hombre, apertura a la amistad divina, que invita a compartir la vida. Y la misma muerte no es tanto una ruptura como un acabamiento y una maduración, un paso del hijo a la casa del Padre, el encuentro definitivo del amor acogido en la fe. En eso está la salvación.

La presencia de Cristo en el mundo se presenta así­ como una plenitud de amor. Este es su sentido y el sentido que confiere a la condición humana. Si Dios es amor (Un 4,8-10), nunca
el amor de Dios, en Cristo, ha sido más parecido a este amor; nunca lo ha señalado él de forma más impresionante. En un mundo de intereses y egoí­smos, Cristo aparece como el amor puro y sin sombra, ardiente y fiel, dado, entregado hasta el sacrificio de su vida por la salvación de todos: dilexit… tradidit seipsum. En Cristo, los hombres descubren la existencia de un amor absoluto, que ama al hombre en él mismo y por él mismo, sin la menor sombra de rechazo, y la posibilidad de un diálogo y de una comunión con ese amor. Tienen de pronto la revelación de que el verdadero sentido del hombre está en entrar libremente en la corriente de la vida trinitaria: entrar “libremente”, como una persona, sin disolverse o perderse en el absoluto: El sentido último del hombre es responder al don de Dios, acoger esa incomprensible y desconcertante amistad, responder a ese ofrecimiento de alianza del infinito con nuestra ruindad. En la perspectiva cristiana, el hombre no se realiza finalmente a sí­ mismo más que en la espera y en la acogida del don de Dios, del amor.

10) Tensión presente pisado. El mensaje de la fe ha quedado definitivamente constituido por la deposición de los testigos y confidentes de Cristo; los apóstoles. Sin embargo, para que no se convierta en una palabra sin eco, ese mensaje debe seguir estando tan vivo como el dí­a de su proclamación. El hombre del siglo xx tiene que sentirse afectado por la palabra de Cristo tan vivamente como el judí­o, el griego o el romano del siglo i, ya que el proyecto del evangelio es suscitar en la humanidad un diálogo que no acabará más que cuando acabe la historia. Palabra dirigida a un ambiente determinado, en un momento preciso de la duración, tiene que llegar sin embargo a los hombres de todos los tiempos, en su situación histórica siempre única, y responder a sus preguntas, a sus inquietudes, para encaminarlos hacia Dios. La Iglesia transmite el mensaje; pero al mismo tiempo tiene que reexpresarlo en función de la cultura, del lenguaje y de las necesidades de cada generación.

De, aquí­ se sigue una tensión inevitable entre el presente y el pasado. En efecto, por una parte la Iglesia no tiene que apegarse a la letra del pasado, hasta llegar a caer en una especie de primitivismo o romanticismo de las fuentes. Pero, por otra parte, tampoco debe, .bajo el pretexto de responder a las aspiraciones del mundo contemporáneo, sacrificar a Cristo y su mensaje; al estilo de Bultmann o del protestantismo liberal del siglo pasado.

En este trabajo de interpretación y de actualización indefinida del mensaje, la Iglesia se ve constantemente expuesta a este doble peligro: prescindir de la adaptación necesaria en nombre de -la fidelidad al pasado o comprometer`el mismo mensaje so pretexto de un revisionismo perpetuo. Puede ser ví­ctima del estancamiento, del inmovilismo, o ví­ctima de las formas pasajeras de la moda y del tiempo. Lo cierto es que hay una tensión inevitable entre el pasado, dado y tranquilamente poseí­do, y la adaptación todaví­a oscura, incierta, al presente y al futuro inminente. La Iglesia está condenada a vivir en la precariedad.

Los binomios de tradición y de interpretación (a nivel del mensaje), de evangelio y de inculturación (en la presentación del mensaje), de tradición y desarrollo (a nivel de la inteligencia y de la formulación), expresan cada uno a su modo esta condición singular de la revelación cristiana.

De hecho, la. Iglesia manifiesta en su predicación la voluntad de no dejar caer nada del mensaje recibido, de no alterarlo, de no introducir en él ninguna novedad, sino de guardarlo intacto y proponerlo según su verdadero sentido. Pero, por otra parte, siente la obligación de comprender el evangelio con un frescor siempre nuevo para sacar de él respuestas inéditas a preguntas inéditas. Tiene que predicar el evangelio como buena nueva para hoy. La Ecclesiam suam declara que la Iglesia “debe insertar el mensaje cristiano en, la circulación de pensamiento, de expresión, de cultura, de usos, de tendencias de la humanidad, tal como vive y se agita hoy sobre la faz de la tierra” [“AAS” (1964) 640.641]. Por su parte, la Gaudium et spes reconoce que la Iglesia está atravesando una nueva época de la historia y que tiene la obligación en todo momento de “escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio” para responder a las cuestiones de los hombres de cada generación (GS 4). Y añade: “La investigación teológica no debe perder el contacto con los hombres de su tiempo”; de esta manera hará un gran servicio a los pastores, que “podrán presentar la doctrina de la Iglesia sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo de una manera más adaptada a nuestros contemporáneos, que de este modo acogerán con mayor agrado su palabra” (GS 62). Este trabajo de actualización y de presentación de la palabra de Dios se articula con una tradición que comenzó en los orí­genes de la Iglesia y no se ha interrumpido jamás. De esta forma, el Vaticano II ha confrontado en una serie de puntos el evangelio con unos problemas que las épocas anteriores no podí­an ni siquiera plantear por haber surgido en un contexto diferente.

Esta fidelidad al pasado sin ser su esclavo, esta fidelidad en la actualización constituye, al mismo tiempo que una paradoja, un rasgo especí­fico de la revelación cristiana. Para apreciar la gravedad de esta tensión basta con pensar en las dificultades de varias comuniones protestantes: unas, obstinadamente apegadas a la letra del evangelio, pero sin verdadera creatividad (comunidades protestantes de tipo fundamentalista), y otras, por el contrario, demasiado preocupadas del hombre contemporáneo y de su filosofí­a y dispuestas a sacrificarle puntos esenciales del mensaje. La Iglesia quiere ser guardiana de un pasado que no es un museo, sino fuente siempre viva y vivificante. Se apoya en el pasado para comprender el presente; permanece fiel a la revelación, sin desvirtuarla; fiel a Cristo, sin eliminarlo; y, por otra parte, no deja de repetir: Cristo está vivo y presente hoy.
11) Tensión historia-escatologí­a. Lo mismo que existe una tensión entre el pasado y el presente, existe también otra tensión entre la revelación de la historia y la revelación de la parusí­a. Muchos teólogos actuales dirigen especialmente su interés a este acto final de la revelación, hasta el punto de romper a veces el equilibrio, difí­cil de mantener, entre los dos términos de esta nueva tensión.

No cabe duda de que, para la Escritura, el acontecimiento decisivo de la revelación fue dado en Jesucristo. En él se ha notificado y cumplido la salvación y ha comenzado el futuro. En efecto, decir que la revelación culmina y acaba en Jesucristo es decir que, al ser Cristo Dios-entre-nosotros como palabra del Padre, el diálogo de Dios ha llegado a su cima, porque en este diálogo no se trataba tanto para Dios de comunicar a los hombres cierta cantidad de verdades como de comunicarse a sí­ mismo por su Palabra. Así­ pues, se consigue el objetivo buscado por la revelación cuando, a través de la Palabra, “aparece” el amor y cuando, en esa Palabra, Dios y el hombre se encuentran y comulgan entre sí­. Pues bien, en Jesucristo, Dios se ha dado y comunicado por entero. Por eso la revelación dada históricamente en Jesucristo es la revelación decisiva, la que alimenta nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.

Lo que caracteriza a la revelación histórica es la categorí­a del ahora (nunc) y del hoy (hodie). Con la’presencia de Cristo, “el tiempo se ha cumplido” (Me 1,15), ha llegado “la plenitud de los tiempos” (Gál 4,4). San Pablo, que desea vehementemente la manifestación final de Cristo, no deja sin embargo de repetir: es “ahora” cuando se revela el misterio antes’oculto (Ron 16’,25); es “ahora” cuando se manifiesta la justicia de Dios (Ron 3,21); es “ahora” cuando se cumple la predicación del evangelio para “presentar a todos los hombres perfectos en Cristo” (Coi 1,2528). La revelación del NT se presenta taxnbién,’sobre’todo en san Juan, éomo el he aquí­. (ecce) de-una persona, a saber: Cristo, con la salvación que él manifiesta y aporta. A este he aquí­ responde él Yo soy de Cristo. En él la revelación se ha hecho una persona, presente entre nosotros.

Este carácter decisivo de la revelación histórica no excluye sin embargo la esperanza y el anhelo del Cristo glorioso. El cumplimiento incluye un ya y un todaví­a no. San Pablo, que predica con tanto celo la revelación traí­da por Cristo, sigue deseando la revelación escatológica (1Cor 1,7; 2Tes 1,7). Beneficiario en el momento de su conversión de un “apocalipsis” del Hijo de Dios, aguarda la plena manifestación de la gloria de su Señor y de la gloria de todos los que se han configurado con Cristo (Rom 8,17-19). Porque “todaví­a no se ha manifestado lo que somos” (Jn 3,2). Finalmente, la Iglesia sigue anunciando que el Señor viene, que va a venir. Espera el regreso del esposo y la manifestación esplendorosa de lo que ya existe bajo el velo de la fe.

No obstante, hay que subrayar que existe una diferencia esencial entre la primera y la última espera de Cristo, entre la revelación de la historia y la de la escatologí­a. En el AT la promesa encuentra su cumplimiento en un porvenir que no se ha producido todaví­a. Con Cristo, por el contrario, el porvenir ya se ha dado y ha comenzado. La historia conoce un umbral, un jalón inesperado en Cristo, vida eterna entre nosotros. La revelación no define .simplemente a Dios y al hombre como estando en el “no-mundo”, sino que anuncia que Dios está en el mundo, para que los hombres vivan en el mundo, pero orientados hacia Dios en un aquí­ que es ya la vida eterna, inaugurando en el tiempo la vida fuera de los lí­mites del tiempo, pero pasando, como Cristo, por la muerte temporal y la resurrección a la vida eterna. El cristianismo tiene su. porvenir detrás de él, puesto que por el bautismo ha pasado de la muerte a la vida. Si la esperanza y el anhelo del Señor es tan vivo en san Pablo y en la Iglesia, es precisamente porque el acontecimiento decisivo ya ha tenido lugar y garantiza lo que ha de venir. Si esperamos el retorno de Cristo, es porque ya ha venido. No es la parusí­a la que ilumina el NT, sino más bien es el acontecimiento de Cristo, con todo lo que incluye, el que ilumina el futuro. El futuro es cierto porque el acontecimiento de Cristo ha iluminado e irradiado el antes y el después, entenebrecidos hasta entonces. Es la epifaní­a en la historia la que garantiza el apocalipsis y la que relanza continuamente a la Iglesia por los caminos de la conversión, del rejuvenecimiento y de la santidad, a fin de que sea digna de encontrarse con su Señor. Todo futuro, el de Cristo y el de los cristianos, será el futuro de este ahora. Todo porvenir es el porvenir de la revelación ya cumplida en Jesucristo.

Por eso nos parece excesivo presentar la revelación como si fuera tan sólo promesa, esperanza, escatologí­a, apocalipsis. En este sentido creemos que la teologí­a de J. Moltmann está demasiado influida por la pattern de la revelación veterotestamentaria. Es verdad que no llegaremos nunca a suprimir la tensión real que existe entre lo que ocurrió y lo que vendrá. La misma revelación histórica atestigua tanto el apocalipsis final de Cristo corno su epifaní­a en la historia. Reducir o eliminar la una o la otra serí­a, por tanto, una infidelidad al dato revelado.

Para el Vaticano II, la revelación que corresponde a nuestra condición real de viatores, de peregrinos, es la que podemos captar y asimilar en Cristo, que “con su presencia y manifestación… lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testiní­onio divino” (DV 4). I~1 concilio reserva el téririino de revelación pasa designar ante todo la manifestación histórica de Dios por el Verbo -hecho carne. Para designar la manifestación de Dios por su creación, el concilio habla dé su “testimonio permanente en las cosas creadas” (DV.3); y para designar el acontecimiento final de la parusí­a, habla de la “manifestación gloriosa” de Cristo (DV 4). La revelación es un término reservado para la manifestación y la comunicación histórica de Dios en Jesucristo. También la creación y la parusí­a se llaman “manifestación” de Dios; pero sólo la manifestación histórica de Dios por la encarnación del Verbo encarnado recibe el nombre de revelación, que sigue siendo el término consagrado. La fe y la esperanza tienden hacia el retorno glorioso de Cristo, pero en Cristo el futuro ya es nuestro. Entonces descubriremos, con un asombro lleno de gozo, a Aquel que, en la fe, era ya el compañero de todos nuestros dí­as.

12) Cristo, norma de toda interpretación de la salvación. El punto de partida de toda consideración teológica sobre la salvación y la revelación es Cristo. El es el único punto de referencia y de inteligibilidad de la historia de la salvación y de la historia de la revelación. Arjé y Telos, es él el que da a todas las cosas su sentido último e inequí­voco. El es la clave de interpretación de los tiempos que preceden y.siguen a su venida, así­ como de todas las formas de salvación anteriores; contemporáneas y ulteriores a su venida histórica. Tomar así­ la revelación crí­stica como criterio universal en materia de salvací­ón y de revelación no es un signo de desprecio o desconfianza de las otras religiones, sino más bien el único medio de situarlas y de valorarlas. Así­ pues, esa partir de Cristo, el “Universal concreto”, como hemos de intentar precisar las relaciones de la revelación, en el sentido “técnico” que se le reconoce después del Vaticano II y de la DV, con unas realidades estrechamente emparentadas con él y que a veces, abusivamente, se llaman también “revelación”. Aquí­, como en otros lugares, las confusiones terminológicas conducen con frecuencia a la confusión en el plano de las realidades.

13) Revelación e historia de la salvación. La historia de la salvación es coextensiva con la historia de la humanidad. “Dios cuidó continuamente del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación” (DV 3). Sin embargo, el concilio no identifica la revelación con la salvación. Cada fase de la historia, antes de Cristo, es historia de la salvación; pero no es estrictamente historia de la revelación, ya que se ignora a sí­ misma, incluso como historia de la salvación. Sin la revelación cristiana no podemos saber con certeza lo que ocurre en el corazón de la historia profana. Repitámoslo: la emigración de Israel. sin la interpretación de Moisés, en nombre de Dios, no pertenecerí­a a la historia de la revelación, sino que se confundirí­a con la serie de emigraciones de la historia universal. La salvación está presente por todas partes, pero no está “plenamente revelada” más que en Jesucristo. En efecto, es Cristo con el AT quien la anuncia y la prepara el que da a la historia de la salvación conciencia de sí­ misma y de especificidad respecto a la historia profana (polí­tica, jurí­dica social, económica, militar, cultural). Si esto es así­, ¿no serí­a mejor, siguiendo la tradición de la Iglesia, reservar el tema de revelación y de historia de la revelación para designar ante todo la revelación en y por Jesucristo?

14) Revelación trascendental (o universal) y revelación especial (o cristiana, histórica, categorial). Entonces, ¿cómo designar la gracia de la salvación concedida a todos los hombres (que algunos autores llaman también revelación trascendental o universal) y cómo precisar su relación con la revelación cristiana?

Empecemos por describir e identificar la realidad de que se trata. Por “revelación trascendental o universal” se entiende la autocomunicación directa y gratuita que Dios hace de sí­ mismo a todo hombre que viene a este mundo (en la economí­a actual). Esta acción “elevante” de Dios se inserta misteriosamente en el dinamismo cognoscitivo y volitivo del hombre. Aunque no sea objeto de conciencia refleja y discursiva, es sin embargo como el horizonte primero que se da con la existencia, en el que se inscribe el obrar humano. Cuando el hombre, en el fondo de su conciencia, se entrega a esta gracia, aunque ignore su existencia, su nombre y su autor, realiza su salvación. Pero una cosa es reconocer esta acción interior de la gracia y otra cualificarla de “revelación”.

La Escritura, por su parte, atestigua que la revelación histórica-, dada en Jesucristo, no puede ser acogida más que en el contexto de una subjetividad tocada por la gracia. Llama a esta acción interior una “atracción” (Jn 6,44), una “iluminación” similar a la luz de la creación en la primera mañana (2Cor 4 4-6), una “unción” de Dios (2Cor 1,22), un “testimonio” del Espí­ritu (Un 5,6) y -tan sólo en una ocasión– una “revelación” interior (Mt 11,25; 16,17). En el movimiento hacia Cristo, que es la acogida de la revelación por la fe, hay alguien que es el primero en obrar. Esta acción interior conserva, sin embargo, el incógnito; deforma que en Mt 16,17 se observa que es el mismo Cristo el que tiene que notificar a Pedro esta acción de la gracia en él.

Esta acción interior de Dios, que es idénticamente la gracia de la salvación y de la fe, es como la dimensión interior de la revelación cristiana: porque no hay dos revelaciones, dos evangelios, sino dos caras o dos dimensiones de una misma y única revelación, de una misma y única palabra de Dios. La gracia interior es la salvación ofrecida, pero no identificada. La acción salví­fica de Dios se hace consciente y notificada en categorí­as humanas por la revelación histórica y categorial solamente. Sólo por el evangelio conocemos la voluntad salví­fica universal de Dios, así­ como los medios de salvación puestos a disposición de todos los hombres. Pues bien, pertenece a la economí­a de la salvación que el designio de Dios en Jesucristo sea conocido, notificado y llevado al conocimiento de las naciones. Peftenece también a la naturaleza del hombre, criatura racional, que la opción de fe, en la que se compromete toda su vida, surja en el seno de una conciencia plenamente ilustrada sobre la gravedad y la rectitud de esa opción.

De esta forma la revelación no alcanza su punto de madurez más que cuando la historia de la salvación se conoce de forma positiva y cierta como querida por Dios. Pues bien, sólo el acontecimiento de Cristo es el acontecimiento pleno y definitivo, que se escapa no sólo del anonimato, sino también de toda falsa interpretación de la historia de la salvación, de toda ambigüedad. La revelación trascendental sigue siendo fundamentalmente ambigua sin la luz de la revelación histórica y categorial. El horizonte del hombre hacia el futuro es apertura a un horizonte indefinido que puede recibir una interpretación de tipo panteí­sta, teí­sta o ateí­sta. Tan sólo la revelación de Dios en la historia puede disolver la ambigüedad de fondo que rodea a la revelación trascendental.

En consecuencia, nos parece abusivo, a nivel del lenguaje teológico, confundir simplemente historia de la salvación, gracia de la salvación e historia de la revelación, creando así­ la impresión de que la revelación es ante todo la gracia de la salvación otorgada a los hombres de todos los siglos, mientras que la revelación cristiana, histórica, categorial, no serí­a más que un episodio más importante, un momento más intenso de la revelación universal, una especie de revelación sectorial o filial de la revelación trascendental. La verdad es que esta distinción entre revelación universal (gracia de la salvación) y revelación especial (en Jesucristo) es una traición de la realidad. La revelación universal auténtica no es anónima; es la que se realiza en Jesucristo y la que confiere al hombre la gracia de la salvación, antes y después de él. Lo que es especial no es el cristianismo, que es el l universal concreto, en Jesucristo, el universal absoluto. Este universalismo cristiano incluye el AT, que es el desarrollo progresivo de la revelación plena, germinación de la revelación total, hasta Jesucristo. Invertir las perspectivas es oscurecer la luz, prolongar una confusión que no encuentra ningún apoyo en la Escritura ni en el magisterio, para los cuales la revelación se presenta como una irrupción histórica, de Dios entre nosotros. Confundir esta irrupción puntual con la gracia salví­fica, anónima y universal, que invade al hombre sin saberlo es aumentar el número ya demasiado elevado de las ambigüedades que estorban a la teologí­a. La DV se mantiene cuidadosamente al margen de estos equí­vocos. Si buscamos un término apto para definir la acción de esta gracia de la salvación, podemos hablar, siguiendo a la Escritura, de atracción, de iluminación, de testimonio, o -como santo Tomás- de instinto interior, de palabra interior. Más aún,. si queremos subrayar que la revelación cristiana es a la vez evangelio exterior y gracia interior, acción conjunta de Cristo y de su Espí­ritu, podemos hablar de la dimensión interior de la única,revelación, .de la única palabra de Dios.

15) Revelación e historia de las religiones. Si Cristo es la plenitud de la revelación, Dios-entre-nosotros, se sigue que él es la única interpretación auténtica de todas las formas de salvación, anteriores, contemporáneas o posteriores a su venida histórica. Es verdad que la gracia de la salvación, al actuar en un espí­ritu marcado por la historicidad, tiende a objetivarse en unos ritos, en unas prácticas, en un lenguaje. Bajo la acción de esta gracia, los hombres buscan como a tientas, presienten vagamente un misterio de salvación. Las grandes religiones (p.ej., el / hinduismo, el 1 budismo), cuyo principal objetivo es la liberación del hombre, son intentos de interpretación de esta gracia que actúa sin que ellas lo sean y sin que tengan de ello una conciencia refleja; pero, como carecen de un criterio de discernimiento, la interpretación que dan del incógnito de la salvación encierra junto con algunos elementos válidos- ciertos ingredientes humanos, ciertas ambigüedades, desviaciones y errores. Las grandes religiones de la historia mantienen una relación positiva con la revelación cristiana, pero la calidad de su contenido y su exactitud tienen necesidad de ser precisados. Pues bien, sólo Cristo es la “plenitud de la vida religiosa” (Nostra aetate, 2). Aun el AT, tomado aisladamente, no tiene de su propia revelación una interpretación absoluta e infalible, porque no conoce todaví­a la Palabra definitiva que disuelva sus propias ambigüedades, que ilumine sus figuras y disipe sus sombras. Sólo Cristo hace posible la inteligencia perfecta del AT, así­ como la de todas las experiencias religiosas de la humanidad. Sólo el evangelio de Cristo, proclamado por la Iglesia, constituye un acontecimiento que se interpreta infaliblemente a sí­ mismo, ya que aquí­ el principio de interpretación es Dios mismo en Jesucristo. Pues bien, el Verbo ilumina de forma diferente las diversas religiones, que se presentan como rayos de esta verdad que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (NA 2). Se puede hablar a propósito de esto de la iluminación o de la manifestación que Dios hace de sí­ mismo a través del cosmos, del camino de la inteligencia o de otras experiencias, para significar así­ la acción del Verbo sobre la humanidad: no hay nada que se escape a esa acción, que es fuente y norma de toda verdad. Pero la revelación cristiana es una realidad muy especí­fica, que no debe confundirse con otras realidades connexas o que presentan algunos elementos parciales de la misma.

16) Revelación y experiencia. En estos últimos tiempos la teologí­a de la revelación se ha confrontado a veces con el concepto de experiencia, un concepto también muy ambiguo cuando se lo aplica a la revelación. En el origen de esta relación revelación-experiencia hay que poner al protestantismo liberal de F. Schleiermacher y de A. Sabatier. Reaccionando contra Kant, Schleiermacher (1768-1834) se dedicó a revalorizar el sentimiento y la experiencia religiosa. Para él la revelación se confunde con la experiencia religiosa e imanente del hombre. Lo que ocurre en el creyente es la repetición personal e imperfecta de la conciencia de Dios que Jesús tení­a en estado perfecto. Para A. Sabatier, como para Schleiermacher, de quien depende, la esencia del cristianismo se encuentra “en una experiencia religiosa, en una revelación interior de Dios, que tuvo lugar por primera vez en el alma de Jesús de Nazaret, pero que se verifica y se repite, menos luminosa sin duda, pero no impalpable, en el alma de todos sus verdaderos discí­pulos” (Esquisse d úne philosophie de la religion, Parí­s 1897, 187-188). La revelación es “una experiencia religiosa” que “debe poder repetirse. y continuarse como revelación actual y experiencia individual” en la conciencia de todos los hombres de todas las generaciones (ib, 58-59). Más recientemente, G. Moran, en The Present Revelation. The Search of religious Foundations (Nueva York 1972), ha asumido, consciente o inconscientemente, las posiciones de Schleiermacher y de Sabatier, identificando revelación y experiencia interior personal. Esta experiencia personal no está sometida a ninguna norma. La Escritura merece respeto, pero la guí­a suprema es la experiencia. La revelación es una experiencia que se realiza entre dos personas, de sujeto a sujeto. Desde que empieza a subrayarse el lado objetiva del término, se cae -según Moran- en.la idea de revelación “cristiana”, obstáculo insuperable. La revelación se llena a cabo en la experiencia de cada dí­a.

En estas posturas sobre la relación, revelación-experiencia aparece de nuevo una ambigüedad de fondo. Se olvida que la revelación supone siempre un doble don: Dios se manifiesta y se da,pero tenemos además aquello por lo cual podemos nosotros recibir ese don, a saber: la experiencia original y fundadora que es la autoconciencia de Jesús, la iluminación del profeta, la experiencia de Jesús vivida por las apóstoles. Por otra parte, tenemos la acogida de la revelación fundadora mediante la fe en los testigos qué están en el origen de la revelación. En las posiciones que acabamos de describir se confunde la fe en los testigos con la experiencia de la revelación fundadora. Antes de ser experiencia de la palabra de Dios siempre actual en nuestra conciencia y en nuestra vida de hoy, la revelación fue en su origen experiencia de esa palabra en la conciencia de Jesús, de los profetas y de los apóstoles. Nuestra experiencia se vive por completo bajo el régimen de la fe, a saber: la fe y la mediación de la experiencia de los testigos de la revelación constitutiva. La revelación cristiana no es solamente paso de una experiencia común a una experiencia más intensa, sino un salto cualitativo, una novedad absoluta, realizada por la presencia personal de Dios entre nosotros en su Hijo. La categorí­a de experiencia no basta para explicar la revelación; hay que añadir a ella la mediación histórica de Cristo, de los profetas, de los apóstoles, y la mediación de la fe en esos testigos autorizados. No se pueden confundir y asimilar esos dos tipos de experiencia. Una justa concepción de la revelación cristiana evita los dos extremos: el inmanentismo, que elimina prácticamente la revelación en Jesucristo, y el extrinsecismo, que la hace objeto de un puro asentimiento del espí­ritu a unas verdades que le son inaccesibles.

Si se puede hablar propiamente de experiencia viva y consciente, es primero en el nivel de la revelación fundadora. Así­, la autoconciencia de Jesús como Hijo del Padre es la revelación en su fuente. Se nos escapa la profundidad de esta autoconciencia. En Jesús hay un santo de los santos, un santuario, ya que él tiene su origen en la misma vida trinitaria, que se expresa en y por la humanidad de Jesús. Sin embargo, esta autoconciencia nos es accesible por los indicios o radiaciones que nos dan de ella los evangelios a través de unos términos como l Abba, que indica una intimidad única y exclusiva con el Padre; en las parábolas sobre la relación Padre-Hijo (como la de los viñadores homicidas), o en el Logion de Mt 11,27; Le 10,21-22, que manifiesta entre el Padre y el Hijo un conocimiento mutuo que es también comunión de vida (t Cristologí­a). El profeta goza, por su parte, de una experiencia privilegiada gracias a la luz que lo invade, que levanta su espí­ritu y le permite discernir lo que él serí­a incapaz de descubrir por sí­ mismo. El resplandor de esta luz es tal que el profeta capta, sin un razonamiento explí­cito, que Dios es el autor de la luz recibida y de la verdad que le descubre. El profeta no es sólo un receptor de la revelación por la fe, como nosotros, sino también órgano de la revelación y fuente de su crecimiento. Sin embargo, no podemos comprender cómo se articulan en la conciencia del profeta estos dos planos de la revelación constitutiva y de la revelación acogida por la fe. Finalmente, los apóstoles tienen de Cristo una experiencia única, privilegiada (1Jn 1,1-3). No comulgamos de su experiencia del Verbo de vida más que a través de su testimonio y de la fe en ese testimonio. La experiencia que atestiguan es de una riqueza inagotable. Nadie puede rivalizar con los apóstoles en el conocimiento de Cristo, momento único de la historia de la revelación, alba de la creación nueva. De esta plenitud de experiencia, los apóstoles no lo transmitieron todo ni lo podí­an transmitir. Su predicación y hasta su estilo de vida no podí­an agotar la parte de inefable que tení­a esta experiencia personal única. A nosotros lo que se nos propone creer es el testimonio apostólico, o sea, la disposición de los que vieron y oyeron y que dan testimonio de lo que vieron y oyeron. La fe en el testimonio de Cristo y de los apóstoles no es, sin embargo, un puro asentimiento del espí­ritu, sino el fruto conjugado de la predicación y de la gracia interior. Mas esta gracia, en la economí­a habitual, no es objeto de una experiencia consciente y refleja, ni puede llamarse estrictamente revelación.
17) Revelación y luz de la fe. Siguiendo a la Escritura, la tradición patrí­stica y la reflexión teológica subrayaron siempre cómo la revelación afecta a la subjetividad del hombre, la eleva y la transforma para que éste perciba como palabra viva, dirigida personalmente a él, el mensaje del evangelio. Nunca se deja de ver la acción conjugada de la palabra exterior y de la palabra interior. Esta gracia interior, que hace eco a la palabra exterior y la hace soluble en el alma, ¿puede, sin embargo, recibir el nombre de “revelación”? Como hemos visto, la Escritura habla de atracción, de testimonio, de enseñanza, de iluminación, de apertura del corazón y, a veces, de revelación. Santo Tomás habla de instinto interior (S. Th. II-Il, 2-9, ad 3) y de palabra interior.

La atracción interior y la buena nueva del evangelio están en estrecha relación, pero esta atracción no es estrictamente revelación; más aún, sólo conocemos su existencia por las fuentes de la revelación, más bien que por una reflexión psicológica sobre la experiencia viva de nuestra fe. La atracción de la verdad y de la verdad personal están ligadas en el dinamismo intelectual que, fuera de los casos de mí­stica extraordinaria, no se les puede distinguir por conciencia refleja. La influencia de esta atracción es real, decisiva en la adhesión de fe, puesto que es ella la que da al creyente poder adherirse al evangelio y al Dios del evangelio. Ella es primera en el orden de la eficiencia; pero no es el evangelio ni una palabra nueva. En un discurso teológico riguroso no se la puede designar con el nombre de revelación; invita a creer, concede creer, pero sin levantar el anonimato; es más bien una inspiración o una iluminación del Espí­ritu (DS 3010). Se le puede dar, sin embargo, el nombre de l testimonio (en un sentido amplio, pero no impropio) de Dios, que actúa por dentro, con la garantí­a de la verdad increada. Pero ese testimonio sigue siendo indistinto.

Precisemos ahora la relación que une a las dos realidades. Se trata de dos realidades complementarias, ordenadas la una a la otra y que constituyen como las dos dimensiones de la única palabra de Dios. Este interpela e invita a creer por medio del evangelio de Cristo, de la predicación de los apóstoles y de la Iglesia y, complementariamente, por la inclinación y la atracción interior que produce en el alma. Hay una acción conjugada entre el anuncio exterior y la atracción interior. La atracción, adaptándose al testimonio exterior, lo sostiene, lo asume, lo vivifica, lo fecunda. Cristo y los apóstoles declaran lo que el Espí­ritu insinúa y fija en las almas. La atracción interior se da para connaturalizar al hombre con ese mundo nuevo, inconcebible, que es el reino de Dios: está al servicio del evangelio. En el orden de la revelación, la misión del Espí­ritu completa y acaba la misión de Cristo. La manifestación de Cristo y de su designio de salvación proviene del evangelio; la eficiencia (disposición para oí­r y fuerza para captar) proviene de la atracción. En virtud de esta dimensión interior, la revelación constituye una palabra de una especie única. A su eficacia de palabra exterior se añade una eficacia particular, que alcanza al hombre en lo más í­ntimo de su subjetividad, en el corazón de su acción cognoscitiva y volitiva, para suscitar la respuesta de la fe. Esta gracia que mueve, excita, llama, previene, suscita, aunque pertenezca al orden de la iluminación, no puede, sin embargo, postular para sí­ el tí­tulo de revelación.

18) Escándalo y sobreabundancia. Todos estos rasgos que acabamos de describir, juntos y cualitativamente contrastantes, múltiples y complejos, componen el rostro de la revelación cristiana y constituyen su especificidad. Por tanto, .la revelación cristiana no carece de rostro ni de relieve, apenas distinto de las otras formas de religión, de modo que deberí­amos contentarnos con un vago pre-revelacionismo. Al contrario, se la puede descubrir en el tiempo y reconocer en sus rasgos bien definidos. Más aún. El conjunto de los rasgos mencionados nos manifiestan en la revelación cristiana dos caracteres nuevos que re ultan de la consideración de su tot lidad misma, a saber: un carácter de escándalo y un carácter de sobreabundancia.

a) En efecto, la revelación cristiana se prese ta a los ojos del hombre contemporáneo sobre todo como algo escandaloso y hasta ininteligible. Este carácter afecta a la revelación en todos sus niveles. Primeramente, escándalo de una revelación que nos viene en la fragilidad y la caducidad del acontecimiento, expuesta a todas las fluctuaciones de la historia; luego, escándalo de una revelación que nos llega por los caminos de la carne y del lenguaje del Verbo encarnado, figura tenue, punto perdido en la historia de una cultura, de una nación que no es a su vez nada entre las potencias de este mundo. Escándalo, finalmente, de una revelación confiada en su expansión a través de los siglos a una Iglesia integrada por miserables pecadores. La kénosis de Dios en la historia de Israel, la kénosis del Hijo en la carne de Cristo, la kénosis del Espí­ritu en la debilidad de los hombres de la Iglesia: esos anonadamientos sucesivos de Dios, consumados en la forma escandalosa de la revelación suprema del amor en la forma visible y tangible de un crucificado, desconciertan toda concepción humana. Realmente, no es ése el tipo de singularidad que habrí­amos esperado del absoluto y del trascendente. Sin embargo, en esa misma confusión de nuestras concepciones humanas, en ese escándalo hay un rasgo fundamental de la revelación de Dios como el totalmente otro. El hombre jamás logrará superar este escándalo si no elimina su autosuficiencia para abrirse al amor que se le ofrece.

b) El segundo carácter que afecta a la revelación en la totalidad de sus rasgos es la sobreabundancia de salvación que manifiesta: sobreabundancia de los medios de comunicación y de expresión; sobreabundancia de los caminos que anuncian y preparan el acontecimiento culminante de la encarnación del Hijo; sobreabundancia de los carismas que acompañan y protegen la expansión de la revelación a través de las edades (tradición, inspiración, infalibilidad); sobreabundancia, finalmente, de los dones y de los medios de salvación. Esta sobreabundancia, que es ya la marca de Dios en el universo, es también un rasgo de la historia de la salvación. Lo que extraña no es la salvación ofrecida a todos los hombres; es más bien la sobreabundancia de salvación que acompaña a la revelación cristiana. Ella representa, respecto a la salvación universal y respecto a las religiones históricas, un plus, una sobreabundancia en los dones de la salvación, que es la prodigalidad de Dios en la nueva creación. Lo que extraña es la sobreabundancia del amor de Dios al hombre pecador. Se concibe que Dios salga de su silencio y que le declare al hombre su amor; pero que exprese este amor hasta el agotamiento de su expresión, es decir, hasta el don de sí­ mismo y hasta el abismo de la cruz, es algo que manifiesta un amor que abunda y sobreabunda. Ante esta “sobreabundancia”, que “señala” la revelación cristiana a la atención de todos los hombres, no cabe más respuesta que la del amor: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creí­do” (Un 4,16).

19) Revelación y Trinidad. La clave hermenéutica que descifra la revelación se encuentra, en último análisis, en el misterio de los misterios: la l Trinidad, particularmente en la teologí­a de las misiones trinitarias y de la apropiación.

La revelación es obra de la Trinidad entera: Padre, Hijo y Espí­ritu. La fecundidad espiritual de la Trinidad se despliega según la doble lí­nea del pensamiento y del amor: de ahí­ la pronunciación del Verbo y la espiración del Espí­ritu. La pronunciación ad intra se,prolonga en una pronunciación ad extra: es la revelación. La palabra de Cristo tiene su origen en la comunión de vida del Padre y del Hijo; por eso es palabra de Dios. El Espí­ritu prolonga la misión de Cristo, pero no la prolonga hablando de sí­ mismo: ilumina la palabra de Cristo en comunión de vida con el Hijo, que está también en comunión de vida con el Padre. La revelación no es la verdad de una persona, sino la verdad de las tres personas. Se arraiga en la comunión de vida de las tres personas y traduce esta comunión.

Aunque el Padre, el Hijo y el Espí­ritu son un mismo y único principio de la revelación, no se sigue que la Trinidad como tal no influya de ningún modo en la revelación. Cada una de las personas actúa según unos efectos que responden misteriosamente a lo que son, respectivamente, el Padre, el Hijo y el Espí­ritu en el seno de la Trinidad.

Como en todas las cosas, es al Padre a quien le corresponde la iniciativa, ya que el Hijo lo recibe todo del Padre, naturaleza y misión. Es el Padre el que enví­a al Hijo como revelador de su designio de amor (Un 4,910; Jn 3,16); es el Padre el que da testimonio del Hijo y de su misión reveladora por las obras que concede realizar al Hijo (Jn 10,25; 5,36-37; 15,24; 9,41), y es el Padre el que atrae a los hombres hacia el Hijo por la atracción interior que produce en los corazones (Jn 6,44).

Siendo ya el Hijo en el seno del Padre la Palabra eterna del Padre, en quien el Padre se expresa adecuadamente, está ontológicamente cualificado para ser entre los hombres la revelación suprema del Padre y para iniciarlos en su vida de hijos. Cristo es el perfecto revelador del Padre y de su designio. Pues bien, el designio del Padre es la extensión a la humanidad de la vida misma de la Trinidad. El Padre quiere reengendrar a su propio Hijo en cada uno de los hombres, infundir en ellos su Espí­ritu y asociárselos en la comunión más í­ntima, para que todos sean uno, como el Padre y el Hijo son uno, en un mismo Espí­ritu de amor. Si acogemos el testimonio que el Padre nos dirige por el Hijo, el Padre hace de nosotros sus propios hijos (Jn 1,12). Entonces recibimos en nosotros un espí­ritu de hijos, un espí­ritu de amor: “Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!” (Gál 4,6).

Mientras que el Hijo “hace conocer”, el Espí­ritu “inspira”. Es el soplo y el calor del pensamiento divino. Da fuerza y eficacia a la palabra. Cristo propone la palabra de Dios; el Espí­ritu nos la aplica y la interioriza, para que permanezca en nosotros. Hace a la palabra ‘soluble en el alma por la unción que derrama en ella. Hace efectivo el don de la revelación. Es también el Espí­ritu el que actualiza la revelación para cada generación, a través de los siglos. A las cuestiones de cada época, el Espí­ritu responde por una sugerencia que es su presente.

Así­ el Padre, por la acción conjugada del Verbo y del Espí­ritu, por sus dos brazos de amor, se revela a la humanidad y la atrae hacia sí­. El movimiento de amor por el que el Padre se descubre a los hombres por Cristo y la devolución que le hacen los hombres de ese amor por la fe y la caridad aparecen como inmersos en el flujo y reflujo de amor que une al Padre y al Hijo en el Espí­ritu. La revelación es una acción que compromete a la vez a la Trinidad y a la humanidad; que entabla un diálogo ininterrumpido entre el Padre y sus hijos, adquiridos por la sangre de Cristo. Se desarrolla a la vez en el plano del acontecimiento histórico y en el plano de la eternidad. Se inaugura por la palabra y la fe, y se acabará en el cara a cara de la visión.

9. CONCLUSIONES. Subrayaremos tres conclusiones. La primera se refiere, evidentemente, a la noción misma de la revelación.

1) Noción de revelación. La revelación cristiana es la automanifestación y la autodonación de Dios en Jesucristo, en la historia, como historia, por la mediación de la historia, es decir, de unos acontecimientos y de unos gestos interpretados por los testigos autorizados de Dios. Esta manifestación tiene unos rasgos absolutamente especí­ficos, que hacen de la revelación cristiana una realidad única y sin precedentes: historicidad, estructura sacramental, progreso dialéctico de un tiempo en espiral, principio encarnacional, centralidad absoluta de Cristo, Verbo hecho carne, “economí­a” y pedagogí­a, diálogo de amor, revelación al mismo tiempo de Dios y del hombre a sí­ mismo, realidad siempre en tensión (presente-pasado, historia-escatologí­a). La singularidad de esta revelación hace de Cristo la clave de la interpretación de todas las realidades conexas con él o que se le parecen: gracia universal de la salvación, experiencia de las religiones históricas, iluminación de la fe. Todos estos rasgos de la revelación se parecen a una inmensa galaxia que tiene su centro en Cristo, punto universal de interpretación. Esta singularidad de la revelación cristiana permite identificarla y al mismo tiempo distinguirla de todas las religiones que se dicen igualmente “reveladas”.

2) Implicaciones en el terreno de la “comunicación”: Después de lo dicho sobre la revelación y sus rasgos especí­ficos, es evidente que su ! “comunicación” difiere de la de un sistema filosófico, la de un descubrimiento cientí­fico, la de una técnica artesanal. La comunicación de la revelación pertenece al orden del testimonio. Lo mismo que el testimonio de Cristo fue indisolublemente un docere y un facere, también la comunicación del evangelio incluye no sólo la praxis de un estilo de vida filial, sino la proclamación de la fe. De hecho, por el testimonio conjugado de su enseñanza y de su vida, los apóstoles transmitieron lo que habí­an aprendido de Cristo “viviendo con él y viéndolo actuar” (DV 7). A su vez; la Iglesia “perpetúa en su doctrina, su vida y su culto, y transmite a cada generación todo lo que ella es y todo lo que cree” (DV 8 y 10). Comunicar la revelación significa que “el que comunica y proclama la salvación” es al mismo tiempo el testigo vivo de una fe que iluminó y transformó antes su vida. Si no, el evangelio corre el riesgo de convertirse en una ideologí­a, en un sistema, en una gnosis, en una ética.

En régimen cristiano, la “comunicación participa de la elevación del hombre por la encarnación y la gracia. Los medios de comunicación social se ven de alguna manera “agraciados” con una dimensión nueva, que se debe a la especificidad de la revelación cristiana. En efecto: a) lo que se comunica es el evangelio, palabra revelada e inspirada, palabra eficaz; b) el que comunica e invita a la fe es él mismo testigo viviente del evangelio que propone; c) el oyente de la palabra es un hombre en quien actúa el Espí­ritu de Cristo. Las técnicas son las mismas (radio, televisión, cine, prensa), pero la realidad comunicada, el que comunica y el que “escucha”, representan una condición única.
3) El “hoy” de la revelación. El “hoy” de la palabra de salvación proclamada por Cristo sigue siendo actual y se dirige a todos los hombres. Hoy viene la salvación; hoy llega el tiempo de la conversión. La salvación no está al final del camino, sino en cada instante de nuestra vida: hoy, ahora. Las injusticias actuales, la guerra omnipresente, el terrorismo, el genocidio, deberí­an contribuir á reactivar en cada uno el sentimiento del hoy de la salvación notificado por la revelación. El hombre no es hoy menos “odioso” que ayer. La injusticia y el odio son una llamada desesperada del siervo doliente a un reino de justicia y de amor. Como en tiempos de los patriarcas y de los profetas, Dios dirige la historia. Cuando nos sentimos aplastados; sofocados por tanta violencia, el silencio de Dios nos proyecta hacia la revelación. Los hombres de hoy se parecen a los del AT: esperan la paz, la justicia, la verdad, la vida, el amor, la salvación. En el secreto de sus corazones buscan un sentido a todas las cosas en un mundo aparentemente desprovisto de sentido. A estos extraviados, a estos hombres que caminan en las tinieblas; Cristo, plenitud de la revelación, lesresponde: Yo soy el camino, la verdad, la luz, la vida, el amor. A todos les dice: Yo soy. Para Dios no hay nada imposible, con tal de que se encuentre con nuestra “buena voluntad”.

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R. Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

(GR. A·PO·KíÂ·LY·PSIS).
El significado literal del sustantivo griego a·po·ká·ly·psis es †œdescubrimiento† o †œrevelación†, y se suele utilizar para hacer referencia a manifestaciones de asuntos espirituales o de la voluntad y los propósitos divinos. (Lu 2:32; 1Co 14:6, 26; 2Co 12:1, 7; Gál 1:12; 2:2; Ef 1:17; Rev 1:1; NTI.) Tales revelaciones son posibles gracias a la acción del espí­ritu de Dios. Con respecto a la revelación del †œsecreto sagrado†, el apóstol Pablo escribió: †œEn otras generaciones este secreto no fue dado a conocer a los hijos de los hombres como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por espí­ritu, a saber, que gente de las naciones hubieran de ser coherederos y miembros del cuerpo y participantes con nosotros de la promesa en unión con Cristo Jesús mediante las buenas nuevas†. (Ef 3:1-6; Ro 16:25.)
El libro de Hechos confirma con claridad que esta revelación del secreto sagrado era el resultado de la acción del espí­ritu de Dios. Guiados por el espí­ritu, Pedro, Pablo y Bernabé predicaron a los no judí­os. Los no judí­os, o †œgente de las naciones†, que se hicieron creyentes recibieron espí­ritu santo aunque eran incircuncisos, y de este modo pasaron a formar parte del pueblo para el nombre de Dios. (Hch 10:9-48; 13:2-4.) El profeta Amós habí­a predicho este acontecimiento bajo inspiración, y en el siglo I E.C., se hizo patente el cumplimiento de su profecí­a mediante la acción del espí­ritu de Dios. (Hch 15:7-20; compárese con Am 9:11, 12, LXX.)
La Biblia también habla de la †œrevelación del justo juicio de Dios† (Ro 2:5), la †œrevelación de los hijos de Dios† (Ro 8:19) y la †œrevelación de Jesucristo† y †œde su gloria†. (1Pe 1:13; 4:13.) Para determinar cuándo tienen lugar estas revelaciones, es útil examinar el contexto y otros textos relacionados. En cada caso, la revelación es un tiempo en el que los justos reciben recompensas y bendiciones particulares, o en el que los inicuos sufren destrucción.

De los hijos de Dios. El apóstol Pablo explicó en la carta a los Romanos que los †œhijos† de Dios eran los que habí­an recibido el espí­ritu de adopción. Como son coherederos con Cristo, estos hijos de Dios también serán glorificados. (Ro 8:14-18.) El Señor Jesucristo †˜amoldará de nuevo sus cuerpos humillados†™ para que se conformen al cuerpo glorioso de él (Flp 3:20, 21), y reinarán con él. (2Ti 2:12.) De modo que la †œrevelación de los hijos de Dios† indica el tiempo en que será obvio que han sido realmente glorificados y que reinan con Cristo Jesús. La gloria que será revelada en ellos será tan magní­fica como para hacer que todos los sufrimientos que hayan tenido antes en la Tierra parezcan insignificantes. (Ro 8:18, 19.) Esta revelación va acompañada de magní­ficas bendiciones, pues el apóstol Pablo escribe: †œLa creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios†. (Ro 8:21.)

Del justo juicio de Dios. En Romanos 2:5 la †œrevelación del justo juicio de Dios† se relaciona con el †˜dí­a de la ira de Dios†™. Por lo tanto, el justo juicio de Dios se revela cuando †˜él da a cada uno según sus obras†™: vida eterna a los que aguantan en la obra que es buena y destrucción a los que obedecen la injusticia. (Ro 2:6-8.)

De Jesucristo. La †œrevelación de Jesucristo† y †œde su gloria† es un tiempo para recompensar a sus seguidores fieles y ejecutar venganza sobre los impí­os. El se revela como Rey glorioso, con autoridad para recompensar y castigar. Las Escrituras muestran que los cristianos ungidos por espí­ritu que aguantan fielmente el sufrimiento tendrán †œgran gozo† durante la revelación de la gloria de Cristo. (1Pe 4:13.) En ese tiempo, la cualidad probada de su fe será hallada una causa de alabanza, gloria y honra, y estos cristianos recibirán bondad inmerecida. (1Pe 1:7, 13.) Por otro lado, los que no conocen a Dios y no obedecen las buenas nuevas acerca del Señor Jesús serán destruidos para siempre, una acción que aliviará a quienes habí­an sufrido tribulación por su causa. (2Te 1:6-10.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. †œDios ha hablado muchas veces yen diversas formas †œ. II. La revelación en el A T: 1. El éxodo: historia y palabra; 2. Revelación y conocimiento de Dios; 3. Salvación, ley y promesa; 4. El relato de los orí­genes: revelación y reflexión; 5. Revelación y profetismo; 6. Revelación y sabidurí­a. ???. La revelación en el NT: 1. La revelación en los evangelios sinópticos; 2. Pablo: el misterio en otro tiempo escondido es ahora desvelado; 3. La Palabra se hizo carne: la revelación en san Juan. IV. Las estructuras de la revelación.
No es posible en esta exposición reconstruir la génesis y el desarrollo de la concepción bí­blica de la revelación. Serí­a un trabajo demasiado largo y delicado. Es mejor limitarnos a poner de manifiesto las articulaciones y las estructuras básicas.
Nuestra exposición debe tener enseguida en cuenta dos datos. El primero es que el concepto de revelación no está terminológicamente fijado en la Biblia. No hay, pues, un vocabulario fijo al que atenerse, aunque no faltan expresiones privilegiadas; la primera de todas es la expresión palabra de Dios. El segundo es que la revelación es un concepto bí­blicamente complejo, que abarca acciones y realidades diversas entre sí­, aunque, obviamente, todas dentro de un cuadro común, a saber: la convicción de un mensaje que proviene, de un modo u otro, de la libre iniciativa de Dios, que manifiesta su voluntad y, por tanto, se presenta al hombre con valor obligatorio. Dentro de este cuadro común se dan, sin embargo, modalidades diferentes: todas las páginas de la Biblia son consideradas en la tradición judí­a y cristiana / palabra de Dios; pero una cosa son los profetas, otra los libros históricos, otra los sapienciales, otra el AT y otra el NT.
Teniendo esto presente, me parece que el camino a recorrer es examinar algunas páginas significativas, elegidas entre géneros diversos, capaces de mostrar tanto las diferentes modalidades de la revelación como sus constantes.
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1. †œDIOS HA HABLADO MUCHAS VECES Y EN DIVERSAS FORMAS†.
Un texto que sintetiza admirablemente los múltiples aspectos y el camino entero de la revelación bí­blica, a manera de promontorio desde el cual se puede observar todo el panorama, es el prólogo de la carta a los Hebreos (1,1-4): †œDios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos dí­as, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. El, que es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa, y, una vez que realizó la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la majestad en lo más alto del cielo, llegando a ser superior a los ángeles en la medida en que los aventaja el nombre que ha recibido en herencia†.
En la raí­z de la revelación está la iniciativa gratuita y libre de Dios (†œDios ha hablado†). La revelación es un puro don de Dios, que sale de su misterio para encontrarse con el hombre. Ya por esto la revelación bí­blica aparece como un movimiento completamente diverso de aquel encumbramiento de sí­ al que muchas investigaciones religiosas invitan al hombre. El camino que conduce a Dios es la disposición a acoger, y no una penetración en el mundo celestial mediante técnicas ascéticas o contemplativas o mí­sticas.
La Biblia se sirve de diversas locuciones para expresar el manifestarse de Dios, pero la locución más frecuente e importante es la palabra (†œDios ha hablado†). La palabra es interpersonal y dialógica: va de persona a persona, interpela y espera respuesta, tiende por su naturaleza al diálogo. La revelación no sólo manifiesta el misterio de Dios y, a la luz de este misterio, revela al hombre a sí­ mismo, sino que también llama al hombre a la escucha y obediencia, a la fe y a la acción.
Mas subrayar que la revelación es palabra no significa devaluar la acción, la historia. La palabra bí­blica, a la cual se refiere ciertamente el prólogo de la carta a los Hebreos (y. 3), puede decir que el Hijo †œsostiene todas las cosas con su palabra poderosa†™ Y más adelante (4,12) la misma carta describirá la palabra de Dios como †œviva y eficaz†.
La revelación bí­blica no es atem-poral ni está inmediatamente dirigida a cada uno, sino que es histórica y mediata: Dios ha hablado en tiempos determinados y acabados (el verbo †œhablar† está en aoristo: VV. 1-2) y a través de mediadores (†œlos profetas† y †œel Hijo†). Y se trata de una reve-í­ación pública, dirigida a los †œpadres† y †œa nosotros†; no de un saber secreto y reservado, como se pensaba, en cambio, en cí­rculos apocalí­pticos y gnósticos.
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Dios ha hablado †œmuchas veces† y †œen diversas formas†: son diversos los tiempos y las circunstancias de la manifestación de Dios, diversos los instrumentos expresivos (visiones, gestos y palabras) y los mediadores: Dios se ha manifestado en la creación y en la historia, en los oráculos de los profetas y en las investigaciones de los sabios.
Pero la variedad de los tiempos y de los modos no impide que la revelación sea profundamente unitaria. Es siempre el mismo Dios el que revela. Y las †œmuchas veces† y las †œdiversas formas† son fragmentos complementarios de un único discurso y etapas de una historia única, encaminada a un cumplimiento, que es la revelación †œen el Hijo†. El autor de Hebreos marca fuertemente la diferencia -aun sabiendo que se da una continuidad fundamental- entre la revelación veterotestamentaria (†œdespués de haber hablado†) y la revelación en Cristo (†œen estos dí­as, que son los últimos†). Las múltiples palabras de la revelación antigua se unifican y encuentran su sentido definitivo en la palabra última y definitiva, que es el Hijo. A la multitud de revelaciones del tiempo antiguo se contrapone en el NT la revelación única del Hijo. Emerge con fuerza la conciencia escatológica. †œQue son los últimos† no significa sólo que la revelación en el Hijo es la última ocurrida, sino que es la revelación definitiva, la del tiempo último, del tiempo escatológico. La razón de este carácter definitivo está en el hecho de que el Hijo no es un mediador cualquiera, sino el †œresplandor† de la gloria de Dios y la †œimpronta† de su ser. Cristo es la transcripción histórica, visible e insuperable de Dios.
Esto nos permite dos últimas anotaciones. La primera es que el sujeto último de la revelación es la †œgloria† y el †œser† de Dios -de ellos precisamente es el Hijo resplandor e impronta-, es decir, Dios mismo, su misterio, y no sólo su acción salví­fica. La segunda es que la revelación de Dios no es sólo una palabra que hay que escuchar, sino una persona a la que †œver†: resplandor e impronta no se refieren solamente a las palabras de Cristo, sino ante todo a su persona y a su vida.
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II. LA REVELACION EN EL AT.
Las primeras lí­neas de la carta a los Hebreos, de rara densidad teológica, nos han permitido entrar inmediatamente en lo vivo de la concepción bí­blica de la revelación. Mas no podemos contentarnos con ello. Debemos tomar el discurso desde el principio y de un modo más articulado.
El ambiente oriental se serví­a de diversas técnicas para intentar comprender los secretos de los dioses y del destino: sueños, adivinación, presagios, consultas de la suerte a sacerdotes y adivinos. También el AT conserva mucho tiempo vestigios de estas técnicas, que en algunos pasajes parecen admitidas, o por lo menos toleradas. Sin embargo, no faltan textos de condena explí­cita, como, por ejemplo, este pasaje del Deutero-nomio (18,10-1 2): †œNo haya en medio de ti quien queme en sacrificio a su hijo o a su hija, ni quien practique la adivinación, el sortilegio, la superstición, el encantamiento, ni quien consulte a los adivinos y a los que invocan a los espí­ritus, ni quien interrogue a los muertos, pues todo esto es abominable a los ojos del Señor†. Se trata, en todo caso, de aspectos arcaicos y marginales; y no es cierto que se capte aquí­ el verdadero aspecto de la revelación bí­blica, aunque aparece ya una de sus caracterí­sticas, a saber: su solidaridad con el hombre y su ambiente cultural. La revelación no cae en el vací­o, sino en lo concreto de un ambiente, que asume, critica, purifica y renueva.
2860 1. EL EXODO: HISTORIA Y PALABRA.
Los hombres de la Biblia están profundamente convencidos de que Dios se revela también en la naturaleza. El Ps 19 dice que el cielo y la tierra †œnarran† la gloria del Señor; y podrí­amos citar a este respecto otros muchos testimonios. Pero la orientación más profunda, tí­pica y original del pensamiento bí­blico es otra: Israel ha encontrado a Dios en su historia, y la misma creación es vista como un acontecimiento histórico, como el primer gesto de la historia de la salvación (Sal 136,5-9). Esto explica por qué la Biblia concede tanto espacio a la historia y a los relatos. Cuando se interroga por el contenido de su fe, Israel responde generalmente con relatos y frases informativas. El conocimiento del Señor está precedido por su acción en la historia. Dios se revela obrando. Por eso la Biblia no concede mucho espacio a un conocimiento de Dios que surgirí­a de algún modo de la meditación del hombre replegado sobre sí­ mismo o del análisis del mundo.
Israel comprendió además que no solamente los acontecimientos excepcionales de su historia -como las llamadas de Abrahán y Moisés, la liberación de Egipto, la promulgación de la ley en el Sinaí­- revelan un designio divino, sino también la historia en su totalidad. Toda la historia bí­blica está sostenida por esta convicción.
Es, pues, importante la historia; sin embargo, la tesis de la revelación como historia es unilateral. La historia va acompañada por la palabra que la interpreta. Los gestos de Dios tienen necesidad de la palabra que los anuncia y los comenta. Sin la palabra permanecerí­an mudos. Por eso los relatos bí­blicos son un entralaza-do inseparable de acción y palabra, historia e interpretación.
En el centro del credo bí­blico están los grandes acontecimientos del éxodo, que la conciencia de Israel percibió como gestas de Dios, irreducibles al puro juego de las causas históricas y de los protagonistas humanos. Los acontecimientos del éxodo son las †œobras maravillosas†™ de Dios. Sobre todo recordando y meditando estos acontecimientos descubrió Israel los atributos de Dios y el estilo de su acción SaI 136,10-15), y en estos acontecimientos centrales de su historia -no fuera de ella o en el mito- encontró Israel la clave de lectura de los acontecimientos acaecidos luego. Los acontecimientos del éxodo son vistos como punto de partida, modelo y promesa de los gestos futuros de Dios (Mc 7,14-17; Is 10,20-26; Ez 20,32-44 el motivo vuelve con frecuencia en el Déutero-lsaí­as). Léase entero el Ps 136: la liberación de Egipto (Vv. 10-15) proyecta su luz hacia atrás, a la creación (vv. 5-9), y, hacia adelante, a la historia entera de Israel (Vv. 16-24). En el éxodo, en la creación yen toda la historia del pueblo, lo mismo que también en la providencia cotidiana (El da el alimento a todo viviente†™: y. 25), es siempre la misma cualidad de Dios la que se revela: †œPara siempre es su misericordia†™.
El libro del Exodo cuenta que Dios llamó a Moisés †œdesde la zarza† y le dijo: †œAc visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oí­do el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias; voy a bajar a liberarlo†™ (3,7-8). La historia comienza con esta intervención libre y gratuita de Dios. La iniciativa es suya. El hombre del AT es profundamente consciente del carácter insólito y gratuito de la revelación, como lo atestigua un bellí­simo pasaje del Deuteronomio (4,32-34): cDesde uno a otro extremo del cielo se ha visto jamás cosa tan grande o se ha oí­do cosa semejante? ¿Hay pueblo que haya oí­do la voz de su Dios hablar en medio del fuego, como la has oí­do tú, y quede todaví­a con vida?†™
Dios no revela a Moisés una verdad eterna, una verdad universal de la vida, un principio general, sino que anuncia un hecho histórico: †œVoy a bajar a liberarlo de la mano de Egipto† (Ex 3,8). Un hecho histórico preciso y circunscrito, pero que trasciende el tiempo y el espacio. Debe revelarse a todas las generaciones, porque su fuerza de revelación es para todos y para siempre: †œ… Para que cuentes a tus hijos y a tus nietos cómo traté yo a los egipcios y los prodigios que hice en medio de ellos, y sepáis que yo soy el Señor† (Ex 10,2). Dios se revela en un momento particular de la historia; sin embargo se revela como el señor de la historia. Lo universal está implicado en lo particular.
Rasgo esencial de la revelación es también la presencia de un mediador. Dios obra en favor de todo Israel, quiere ser reconocido por todo Israel, pero su palabra no llega directamente a todo Israel; pasa a través de la mediación del profeta (Moisés): †œAsí­ responderás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros† (Ex 3,14). La Biblia conoce también mediaciones institucionalizadas, como el sacerdote y el rey; pero el profeta! mediador (como Moisés) es elegido libremente por Dios. Naturalmente, Dios no se limita a escoger el mediador y darle el encargo, sino que le acompaña con su propia presencia y con el poder de los †œsignos, garantizando de ese modo el origen divino de las palabras que él comunica al pueblo Ex 3,12; Ex 4,5).
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2. Revelación y conocimiento de Dios.
Dios obra ante todo para darse a conocer. La primera dirección de la revelación bí­blica es teológica:
†œPara que sepáis que yo soy el Señor† (Ex 10,2). Esta idea se subraya repetidamente. Los prodigios del éxodo son la respuesta de Dios a la pregunta despectiva del faraón: †œ,Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje ir a Israel? No conozco al Señor y no dejaré ir a Israel† (Ex 5,2). Dios le dice a Moisés: †œCuando haya extendido mi mano contra Egipto y haya sacado a los israelitas de en medio de ellos, conocerán los egipcios que yo soy el Señor (Ex 7,5 cf Ex 7,17; Ex 14,4; Ex 16,7). En otros pasajes la afirmación es aún más explí­cita: †œAsí­ se hará para que sepas que no hay otro como el Señor, nuestro Dios† (Ex 8,6); †œ… para que sepas que no hay otro como yo en toda la tierra† (Ex 9,13-14); †œTe he hecho ver todo esto para que sepas que el Señor es el verdadero Dios y que no hay otro† (Dt 4,35). Al obrar, Dios revela su presencia, su señorí­o sobre Israel y sobre el mundo entero, su fidelidad y su misericordia, su justicia y su amor. Atributos todos ellos activos. La revelación no es una mirada en el interior de la verdad atemporalmente estática de Dios, sino una mirada a Dios que se inclina sobre Israel y sobre el mundo.
Dios se revela para darse a conocer y para entablar un diálogo con el hombre; sin embargo, su ser í­ntimo es un misterio inaccesible. El libro del Exodo cuenta con complacencia que Dios †œhablaba a Moisés cara a cara, como se habla entre amigos†™ (33,11). Pero ni siquiera a Moisés le mostró Dios su rostro: †œMi rostro no puedes verlo. Nadie puede yerme y quedar con vida…; me verás de espaldas, mas mi rostro no puede verse† (Ex 33,18-25). El rostro en la concepción antigua significa el aspecto más profundo de la personalidad. Dios revela el esplendor que rodea su presencia, la bondad y misericordia que acompañan a su acción (Ex 34,6), pero no la plenitud de su ser. Ver el rostro de Dios es la aspiración profunda de toda la Biblia, objeto de una búsqueda apasionada y siempre insatisfecha: †œEs tu rostro, Señor, lo que yo busco† (SaI 27,8). La misma revelación del nombre †œYhwh† (Ex 3,14) parece ambivalente; revela y oculta. †œYo soy significa que Dios está presente y es activo, un Dios con el pueblo y para el pueblo. Pero, en el enigmático juego de palabras †œYo soy el que soy hay también la sombra de una reserva, como de un tener para sí­ el nombre propio.
Hay autores que creen descubrir en el AT una evolución de la revelación como †œvisión (más antigua) a la revelación como †œpalabra. Los verbos de †œdecir† son ciertamente los más numerosos, y sin duda alguna la actitud primaria frente a la revelación es la escucha. Pero también los verbos de visión son numerosos; y no se ha de contraponer visión y palabra, como si la palabra representase un estadio más elevado y espiritual y la visión un estadio más tosco y arcaico. En realidad, incluso cuando se usa el verbo †œver, no es nunca Dios en sí­ el objeto de la visión, Dios directamente, sino sus acciones históricas, su †œgloria†, es decir, el esplendor visible que circunda y acompaña a su presencia activa.
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3. Salvación, ley y promesa.
Dios interviene en la historia no sólo para darse a conocer, sino para salvar. La segunda dirección de la revelación bí­blica es la salvación. La fórmula de autopresentación: †œYo soy el Señor, Au Dios, el que te sacó de Egipto† (Ex 20,1), significa dos cosas: Dios es el que domina y exige (†œYo soy tu Dios†), pero es también el que da (†œte sacó de Egipto†). Dios le revela al hombre un designio de salvación y responde a sus peticiones más acuciantes: cómo vivir y para qué vivir. La revelación no es para sí­ misma, sino para el hombre que la necesita. Para la Biblia, Dios es ante todo el salvador, un †œaliado† fiel, apoyándose en el cual se encuentran vida y seguridad.
La tercera dirección de la revelación bí­blica es la ley. Dios manifiesta a Israel su voluntad, las exigencias de la nueva alianza, el camino que ha de recorrer. La liberación de Egipto serí­a incompjeta sin la gran revelación del Sinaí­ (Ex 19-20). La naturaleza y la historia sDIAS no están en condiciones de indicar las profundas exigencias morales que Yhwh impone a Israel. Es precisa una revelación. Las †œdiez palabras† Ex 34,28), escritas por orden de Dios, muestran rasgos de sorprendente novedad, que impiden reducirlas simplemente a la cultura ambiente. Sin embargo, una mirada atenta descubre también claras afinidades con el ambiente, lo cual demuestra que la revelación de Dios, aun dentro de su innegable originalidad, entra en diálogo con la cultura circunstante y asume sus valores [1 Decálogo; ¡ Cultura ¡ Acultura-ción].
La cuarta dimensión de la revelación bí­blica es la promesa. Los gestos y las palabras de Dios están siempre abiertos al futuro. Moisés anuncia a los israelitas un acontecimiento aún no cumplido; y todo el acontecimiento del éxodo aparece, especialmente en la meditación de los profetas, como promesa de una salvación futura, escatológica. Este aspecto de promesa está clarí­simo -por dar un ejemplo conocido- en la revelación de Dios a ¡Abrahán (Gn 12,1-3): †œEl Señor dijo a Abrahán: †˜Ps de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al paí­s que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tu serás una bendición. Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra†. La palabra dirigida a Abrahán es simultáneamente orden y promesa. Por consiguiente, la respuesta de Abrahán es obediencia y confianza. Justamente por ser promesa, la revelación obliga al hombre no sólo a la escucha y a la obediencia, sino también, y sobre todo, al abandono confiado.
No se comprenderí­a nada de la experiencia de Israel -en particular su expectativa mesiánica- sin esta categorí­a de la promesa. El judí­o está convencido de que la historia de Dios y del hombre está abierta, y que no ha manifestado aún completamente su significado. Está convencido de que la explicación de la historia se encuentra adelante. La continua comprobación de una distancia entre la promesa de Dios (amplia) y la dura realidad del presente (siempre decepcionante), en vez de poner en discusión la verdad de la palabra de Dios, impulsó a Israel a purificarla y a diferirla, a proyectarla engrandecida en el futuro escatológico. En la comprobación de que el presente no puede ser la realización de la promesa, ésta se abre al futuro. Abierta al futuro, la revelación es siempre fiel a sí­ misma y a la vez nueva, memoria y novedad: †œNo os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis† (Is 43,18).
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4. El relato de los orí­genes: revelación y reflexión.
La revelación procede siempre de la iniciativa divina, pero no es siempre necesariamente una caí­da en vertical. La revelación de Dios puede pasar también a través de la reflexión y la meditación del hombre, que lee su propia historia a la luz de la fe. Los relatos de los orí­genes (Gn 2-3), para dar un ejemplo, se presentan a la conciencia del judí­o y del cristiano como revelación; sin embargo, probablemente son fruto de la reflexión histórico-teológica del yahvista.
Confrontados con el ambiente humano y religioso circunstante, estos relatos muestran una vasta consonancia cultural, existencial y expresiva con los problemas y las ideas de los pueblos vecinos. Pero al mismo tiempo muestran una profunda originalidad. Es un dato constante de toda la revelación: una profunda solidaridad con el ambiente, y a la vez la presencia de un elemento irreductible a él.
Pero lo más importante es que en los revestimientos mitológicos que se le ofrecí­an, el yahvista introduce su experiencia histórico-religiosa: la fe en el Dios único y salvador y la convicción, verificada muchas veces en Israel, de que el mal viene del pecado y de la ruptura de la alianza, pero no del capricho de Dios. Se trata de una experiencia particular: la experiencia religiosa de Israel sobre el fin del reinado de Salomón, que el yahvista ensancha, sin embargo, hacia atrás, hasta los orí­genes, y que extiende a toda la humanidad. La experiencia de un pueblo se convierte en la clave interpretativa de toda la historia.
Así­ aparece de nuevo el doble aspecto de la revelación bí­blica: por una parte, la historicidad, la particularidad; por otra, la pretensión de expresar un valor universal y absoluto. Particularidad: el yahvista asume los interrogantes de su tiempo y los lee a la luz de la particular experiencia religiosa de su comunidad. Universalidad: la experiencia particular de Israel del tiempo se convierte en interpretación de toda la historia.
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5. Revelación y profetismo.
Un filón esencial, incluso central, para comprender la revelación vete-rotestamentaria es el profetismo. En la / profecí­a la revelación es concebida normalmente como palabra: palabra de condenación y de salvación, palabra que lee el designio de Dios en el presente y descubre sus planes para el destino de Israel en el futuro; palabra que vela sobre cualquier rebajamiento de la experiencia religiosa, criticando toda falsa interpretación de la revelación y oponiéndose a todos sus falsos mediadores.
En la raí­z de toda misión profética hay una experiencia de vocación. El profeta es un llamado y un enviado. No es Amos el que decide ser profeta, sino Dios el que irrumpe en su vida (3,8). Esto vale también para cualquier otro profeta. La autoridad de la palabra profética estriba precisamente en el hecho de que no procede de una iniciativa personal, ni de la pertenencia a una escuela de profetas, sino de una iniciativa libre y gratuita de Dios. La concisa expresión de Amos (†˜El Señor me tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo: 7,15) expresa muy bien el núcleo de toda auténtica experiencia profética: una llamada de pura gracia, de eficacia irresistible. El verbo †œtomar†™, referido a Dios, es clásico en el AT para indicar la acción divina, que escoge a un hombre, lo transforma radicalmente y le confí­a una misión. La acción de Dios se expresa en dos frases, que designan, respectivamente, el momento de la elección (†œEl Señor me tomó†) y el momento del enví­o (†œVete, profetiza†).
Junto a la eficacia irresistible de la iniciativa divina y al sentido agudo de la misión, hay un tercer elemento que caracteriza al profeta: la certeza de que la palabra que anuncia es de Dios, y no suya. Dios no es el objeto de su discurso, sino el sujeto. Dios es el que habla. En los libros proféticos son particularmente frecuentes algunas expresiones como éstas: †œPalabra del Señor†, †œEl Señor ha dicho†, †œEl Señor me ha hecho ver†. ¿Cómo entenderlas? Sin duda está enjuego una experiencia religiosa profunda, un encuentro personal con Dios, bajo diversos aspectos único y privilegiado. El profeta tiene, por así­ decir, un conocimiento inmediato de la voluntad de Dios. Es un inspirado. Mas esto no significa que todas las palabras pronunciadas por el profeta como palabras de Dios haya que hacerlas proceder siempre de una revelación divina directa. Gran parte del mensaje de los profetas es deducción e interpretación. Sí­ se leen con atención sus palabras, se cae en la cuenta de que muchas son debidas a su formación sapiencial e histórica. Actualizan en el hoy las exigencias de Dios reveladas en la ley y en el patrimonio común y tradicional de la fe.
Incluso la esperanza mesiánica, que en cierto sentido es la espina dorsal del mensaje profético, aunque es fruto de la revelación, no se debe pensar en ésta como en un acto mecánico de Dios. Como ya hemos notado, la esperanza mesiánica tiene sus raí­ces en una experiencia al mismo tiempo histórica y religiosa:
la distancia entre la promesa de Dios, por una parte, y la decepción del presente, por otra. Por tanto, también en el momento profético -que es, sin duda, uno de los momentos más altos y decisivos de la revelación- revelación y experiencia, revelación e interpretación no son realidades contrapuestas, sino la una dentro de la otra.
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6. Revelación y ¡sabidurí­a.
La reflexión sapiencial es muy antigua y ha acompañado a toda la experiencia de Israel. Gracias sobre todo a los sabios entra la revelación temáticamente en diálogo con la razón, y la experiencia con el patrimonio cultural común a los pueblos circunstantes. Es muy interesante observar que la Biblia conoce no sólo la escucha explí­cita de la palabra de Dios, sino también la escucha de las cosas, del hombre, de la experiencia y de la razón. Y al final también todo esto es considerado palabra de Dios.
Diversamente que los profetas, los sabios no presentan su doctrina como el resultado de una revelación directa. No dicen: †œHabla al Señor†. Apelan a la reflexión, a la inteligencia y a la experiencia, y se inspiran en un patrimonio que va más allá de los confines de Israel. Qohélet, por ejemplo, se expresa en primera persona y se esfuerza en penetrar el misterio de la existencia sirviéndose de la razón y de la experiencia. Su camino es una investigación: †œConsagré mi corazón a investigar y a observar con sabidurí­a todo lo que se hace bajo los cielos† (1,13). Y en el libro de los Proverbios se lee: †œVi aquello y reflexioné, y de cuanto contemplé saqué lección† (24,32).
Pero el sabio es un creyente, sabedor de que también la verdad que proviene de la investigación y de la razón es siempre una luz que viene de Dios. El mismo Dios que ilumina a los profetas se sirve de la experiencia humana para revelar al hombre a sí­ mismo. La sabidurí­a es don de Dios (Pr 2,6; Qo 2,26), enseñada por Dios (SaI 51,6), revelada (Si 1,15; Si 39,6). Naturalmente, no se trata de una sabidurí­a cualquiera, abandonada a sí­ misma, sino siempre de una sabidurí­a que se mueve dentro de la fe de Israel. La palabra de Dios está encerrada también en la creación, en la experiencia, en el patrimonio cultural de la humanidad, y por eso hay que escrutarla; pero con la conciencia de que se trata de una palabra de Dios y proveniente de él. Por tanto, una investigación que es al mismo tiempo una escucha. También en la investigación sapiencial -como siempre frente a la revelación- está en juego la apertura del corazón y la libertad de espí­ritu, y no sólo la inteligencia.
De ese modo los sabios echaron un puente entre fe y razón, revelación y experiencia, Israel y humanidad. Y aquí­ está su gran mérito. No simplemente razón y revelación como dos caminos paralelos, sino la revelación a través de la razón. Aunque el sabio sabe muy bien que la verdad de Dios y del hombre es más amplia de lo que consigue alcanzar y comprender con la propia razón. Es el caso de Jb: †œPongo la mano en la boca. Ac hablado una vez…, no volveré a empezar; dos veces…; ya nada añadir醝 (40,4-5).
La investigación racional de los sabios no ha eliminado el misterio de Dios, sino que, por el contrario, lo ha liberado y exaltado. Y ello porque la razón sapiencial ha impedido que la teologí­a se salga de la historia. Razón y experiencia fuerzan a la teologí­a a enfrentarse con los hechos, cualesquiera que sean; con los hechos positivos que confirman la revelación y con los hechos negativos que parecen contradecirla. Esta fidelidad a la historia real es esencial, pues aquí­ es donde Dios se revela y se oculta y permanece en el †œmisterio†. Ese es también el caso, por aducir un ejemplo, del libro de Jb. Aceptando lealmente las contradicciones de la vida, Jb supera de un salto no sólo las estrecheces de la sabidurí­a tradicional, fundada toda ella en un concepto mecánico de retribución, sino también las estrecheces y los estereotipos de una teologí­a que encerraba a Dios y su justicia dentro de esquemas abstractos y ahistóricos. Así­ la revelación queda abierta de nuevo y Dios reaparece en todo su misterio. Las contradicciones de la historia se convierten en la investigación sapiencial en camino de revelación; no sólo en una prueba para la fe, sino en una purificación de la fe.
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III. LA REVELACION EN EL NT.
La intuición básica del NT, que le confiere unidad dentro de la misma variedad de las voces, es que en Cristo se ha manifestado la verdad de Dios, la verdad del hombre y el sentido de la historia. En Cristo se ha revelado quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para él. Al decir †œen Cristo†, se deben entender no solamente sus palabras, sino también la historia que él vivió y la estructura de su persona. Jesús de Nazaret es la transcripción humana e histórica de Dios. El hombre Jesús -verdadero hombre en medio de la historia de los hombres- es la palabra de Dios. El himno de Col 1,15-20 (un antiguo himno litúrgico) define a Cristo †œimagen del Dios invisible†. Jesús es el icono visible de Dios invisible. La invisibilidad de Dios se ha desvanecido en la aparición histórica de Jesús de Nazaret. En ésta se encierra un escándalo, y los autores del NT son conscientes de ello: la relación con el absoluto se hace depender de un acontecimiento histórico. Mas este escándalo, lejos de ser atenuado, es celosamente guardado y continuamente reafirmado [1 Jesucristo 11-111; / Evangelio 1, 2; / Marcos II / Mateo 111-1V; / Lucas 11-111].
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1. LA REVELACION EN LOS EVANGELIOS sinópticos.
Al contar la historia de Jesús, los sinópticos están persuadidos de que narran la historia de la manifestación de Dios. Jesús es el revelador. El ha hablado de Dios, y sus palabras son una explicación/comentario de la vida que ha vivido. Este es realmente el lugar más denso (y polémico) de la epifaní­a de Dios, y los evangelistas la cuentan con rasgos muy precisos.
El evangelista Marcos (pero el razonamiento vale también sustancial-mente para Mateo y Lucas) cuenta la vida de Jesús evidenciando una especie de contradicción que constituye justamente el nudo que hay que desatar; por una parte, palabras y gestos de Jesús en los cuales se manifiesta el poder de Dios; por otra, una desconcertante debilidad que parece desmentirlo. Los milagros de Jesús no se sustraen al disenso. Jesús decepciona la pretensión farisea de un milagro que pruebe su origen divino por encima de toda duda (Mc 8,10-13). Y sobretodo, los gestos de poder disminuyen conforme se acerca a la cruz. Los milagros mueren en la cruz, y es aquí­ donde hay que comprenderlos. Los milagros están al servicio de la cruz. Los gestos de poder de Jesús confirman que Dios está con él, por lo cual hacen creí­ble la cruz; pero a su vez la cruz revela que el rostro de Dios es diverso de como suelen los hombres bosquejarlo partiendo de los milagros.
Los sinópticos evidencian con fuerza un segundo rasgo de la historia de Jesús: él busca perennemente a los pobres y los pecadores, no establece diferencias entre los hombres, distribuye a manos llenas el perdón. Para los fariseos es una praxis escandalosa e irritante: trastorna los criterios pastorales más obvios y está en contraste con la concepción más común de Dios. En cambio, para Jesús es una praxis que revela el verdadero rostro de Dios. Esto aparece con claridad, por ejemplo, en las tres parábolas del capí­tulo 15 de Lucas: en la praxis de misericordia de Jesús se revela y se hace presente la misericordia del Padre.
La revelación pasa, pues, a través de las modalidades históricas precisas de la vida de Jesús. Si el Hijo de Dios hubiera vivido una vida diversa, hubiese sido diversa la revelación de Dios. Como también serí­a diversa la lectura de la epifaní­a de Dios ocurrida en Jesús, si tomáramos como centro hermenéutico de su historia los milagros, en lugar de la cruz-resurrección.
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Para los sinópticos, Jesús es el único revelador de Dios, y ello porque él solo es el Hijo. Esta convicción, subyacente a todo el discurso evangélico, se tematiza en un célebre Ióghion de la fuente Q, citada por Mateo y Lucas: †œMi Padre me ha confiado todas las cosas; nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar† (Mt 11,27; Lc 10,22 ). †œNadie conoce†: el concepto bí­blico de conocimiento no es sólo intelectual, sino vital; incluye experiencia, amor y comunión. Conocer es una relación vital y circular entre personas. El conocimiento entre el Padre y el Hijo es recí­proco y exclusivo (†œnadie†); pero no es un cí­rculo cerrado, sino abierto: †œY a quien se lo quiera revelar†. El hombre puede ser admitido en el diálogo entre el Padre y el Hijo, pero como puro don. Y sólo Jesús puede admitirlo. Por el poder recibido (†œMi Padre me ha confiado todas las cosas†) y por el conocimiento del Padre que posee (†œNadie conoce al Padre sino el Hijo†), Jesús es el revelador único, verdadero, diverso de todos los demás maestros. Habla de un misterio de Dios que conoce profundamente. Diversamente del modo de transmitir de los rabinos de hombre a hombre, Jesús recibe el conocimiento directamente del Padre.
El objeto directo de la revelación de Jesús es el Padre; pero el Ióghion que estamos examinando afirma que también el Hijo es un misterio que el hombre por sí­ solo no es capaz de conocer: †œNadie conoce al Hijo sino el Padre†. Esto nos lleva a otra convicción sinóptica: Jesús no es sólo el revelador, sino el revelado. El misterio de su persona es inaccesible a la †œcarne† y a la †œsangre†; imposible percibirlo sin una revelación del Padre (Mt 16,17), negada a los sabios y a los hábiles y concedida a los †œpequeños† Mt 11,25). Objeto de revelación es la persona de Jesús, su filiación divina, su misión de salvación, su destino de muerte y resurrección. Es emblemática a este respecto la teo-faní­a del bautismo en el Jordán Mc 1,9-11), con la cual se podrí­a relacionar también el relato de la transfiguración (Mc 9,2-8). Los cielos que se abren, el Espí­ritu que desciende y la voz del cielo son rasgos que hacen afí­n el relato del bautismo a las visiones apocalí­pticas. Pero hay una profunda diferencia. En las visiones apocalí­pticas el hombre es admitido como espectador a ver el desarrollo del designio de Dios y el misterio de la historia de la salvación. También en el relato del bautismo se abren los cielos y Jesús †œve†™; pero la visión tiene por objeto a él mismo: †œTú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
Finalmente, no faltan en los evangelios sinópticos algunos indicios de gran interés respecto al lenguaje de la revelación. Para hablar de Dios, del reino y de sí­ mismo, Jesús se ha servido ampliamente de parábolas. Mateo incluso generaliza: †œLes hablaba sólo en parábolas†™ (13,34). Y Marcos insinúa que la historia de Jesús es una parábola, y no sólo sus enseñanzas: †œTodo ocurre en parábolas†,! Ib). No se trata, pues, solamente de las parábolas en sentido especí­fico, sino de toda la revelación de Jesús. El lenguaje de la revelación es necesariamente parabólico. No podemos hablar del misterio de Dios y de su reino directamente, sino sólo parabólicamente, indirectamente, mediante realidades tomadas de nuestra experiencia. Aquí­ radican las propiedades del lenguaje parabólico. Es un lenguaje inadecuado, porque está tomado de la realidad cotidiana; sin embargo, pretende conducir a algo que está más allá y en el fondo. Pero es al mismo tiempo un lenguaje abierto, capaz no ciertamente de expresar el misterio de Dios, pero sí­ de aludir a él; porque si es verdad que el reino no se identifica con nuestra experiencia, sin embargo tiene una profunda relación con ella. Es un lenguaje que fuerza a pensar; no define, sino que alude, invita a ir más allá. La parábola es un discurso global que deja intacto el misterio de Dios, pero que nos muestra con fuerza su impacto en nuestra existencia. De ahí­ la ambigüedad del lenguaje parabólico:
es luminoso y oscuro, descubre y oculta. Requiere interpretación y decisión. Como dice Marcos (4,11), es luminoso para el que se deja arrastrar; oscuro para el que se queda fuera mirando. Las parábolas (pero hemos de decir, de manera más general, el lenguaje de la revelación) utilizan la experiencia humana como una lumbrera que permite entrever el misterio de Dios y abrirse a la novedad evangélica. Sin embargo, no nos conducen directamente de nuestra experiencia a Dios; nos hacen pasar a través de la experiencia de Jesús. Las parábolas evangélicas son todas cristológicas. La historia de Jesús es el paso obligado para acceder al misterio del reino.
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2. Pablo: el misterio en otro tiempo escondido es ahora desveLADO.
Es sabido que la teologí­a de Pablo es una soteriologí­a. Por consiguiente, también la revelación es vista sobre todo como acontecimiento de salvación. En el rico vocabulario paulino de la revelación, el término que más expresa su intuición fundamental es †œmisterio. Aparece en algunos pasajes de gran importancia:
1 Cor2,6-1O; Rom 16,25-26; Col 1,25-27; Ep 3,2-12 [1 Pablo III; ¡Misterio??-??; ¡Corintios (la) III, 1; ¡Romanos III, 1; / Colosenses III; / Efe-sios III, 11.
En los pasajes citados, la palabra †œmisterio† está acompañada de una amplia constelación de términos de revelación: evangelio, kerigma, revelación, Escrituras proféticas, conocimiento, palabra de Dios. Y los verbos se alinean en dos coordenadas: Dios revela según disposición, manifiesta, da a conocer, confí­a la misión de anunciar; en cambio, el apóstol anuncia, evangeliza, ejerce un ministerio de gracia, ilustra. Revelación de Dios y predicación de la Iglesia son vistas como dos caras de un único acontecimiento. Revelación no es el gesto de Dios en sí­, sino el gesto de Dios anunciado y actualizado hoy en la predicación y en la existencia misma de la Iglesia (Efesios). Sin la predicación que lo anuncia y hace presente, el gesto de Dios permanecerí­a encerrado en su pasado. Por eso habla Pablo de †œpalabra de la cruz (1Co 1,18), expresión pregnante que liga estrechamente el acontecimiento (cruz) con el anuncio que lo transmite y lo actualiza (palabra). Pablo está convencido de que Dios no es sólo el objeto de la predicación, sino el protagonista. En este sentido se debe entender la expresión †œpalabra de Dios, como se ve por lTh 2,13 y 2Co 5,20 (†œComo si Dios exhortase por nosotros). Dios está presente y activo en la predicación.
La revelación del misterio es, pues, contemporáneamente un hecho teológico y eclesial (†˜por medio de la Iglesia†™: Ef 3,10). Añadamos que es un hecho trinitario. Los protagonistas son Dios, Cristo y el Espí­ritu:
†œSe ha manifestado por medio del Espí­ritu (Ef 3,5). En los pasajes que estamos examinando Pablo no explora a fondo este aspecto. Se comprende, sin embargo, que al Espí­ritu se lo coloca en la vertiente de la predicación, que transmite y actualiza el acontecimiento. El misterio se ha manifestado en Cristo, y es transmitido e ilustrado por los apóstoles y por la Iglesia; pero el protagonista interior que lo revela y actualiza es el Espí­ritu. Su función es indispensable, porque sólo el Espí­ritu puede medir la profundidad de Dios (1Co 2,10).
El misterio es en su origen una realidad oculta e inaccesible, encerrada en Dios. Existe desde siempre en la mente de Dios; pero ha sido †œmantenido en secreto desde tiempo eterno†(Rm 16,25), †œescondido desde los siglos y las generaciones pasadas† (Col 1,26). Tampoco en el AT fue dado a conocer. Sólo ahora, en la revelación de Cristo y en la predicación de la Iglesia, ha salido a la luz. Para poner de relieve la unicidad y la novedad de la revelación de Cristo, Pablo subraya fuertemente la contraposición entre pasado y hoy, entre el tiempo antes de Cristo (las generaciones pasadas†) y el tiempo después de Cristo (†œnosotros†™). Sin embargo, Pablo es consciente de que se trata de una novedad en la continuidad:
†œManifestado ahora por los escritos proféticos†™ (Rm 16,26). El misterio se ha dado a conocer ahora (novedad), pero por medio de los escritos proféticos (continuidad). De algún modo, pues, el misterio estaba ya presente en las Escrituras, pero se necesitaba la luz de Cristo para descubrirlo.
Aunque el misterio se ha descubierto ahora -y esto distingue el tiempo presente del tiempo antiguo-, sin embargo la vida cristiana permanece todaví­a esperando la manifestación del Señor Jesús (2Ts 1,7; ico l,7†™)y la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8,18-19; Rm 8,21; Col 3,4). La espera escatológica es muy viva en Pablo. El misterio manifestado es accesible sólo en la fe, no en una visión inmediata ico 13,12; 2Co 5,7).
La revelación del misterio no está reservada a unos pocos, sino que es para todos. La expresión †œsantos, apóstoles y profetas† (Ef 3,5) se refiere a todos los creyentes, no a categorí­as particulares. Es más; el misterio tiende a la universalidad; está destinado al mundo entero; en Rom 16,27 habla Pablo de †œtodas las naciones†; y en el contexto de la carta a los Colosenses, y aún más explí­citamente en la carta a los Efesios, las dimensiones del misterio son incluso cósmicas: el misterio es anunciado también †œa los principados y potestades celestiales† (Ef 3,10). La misionarie-dad y la universalidad son intrí­nsecas al misterio. El misterio está como empujado por un movimiento irresistible; no ha permanecido encerrado en el silencio de Dios, y mucho menos soporta quedar confinado en la comunidad cristiana.
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Mas ¿cuál es el contenido del misterio? Diversas expresiones lo indican como el proyecto divino de salvación (1Co 2,7; Ef 3,8-11), un proyecto sobre el nombre y sobre el mundo; no un proyecto parcial, sobre esto o sobre lo otro, sino el proyecto global, el sentido último de toda la creación. Según Colosenses (1,27), el proyecto es †œCristo entre vosotros, la esperanza de la gloria†. Según Efesios, el misterio es un proyecto de comunión, la reunificación de la humanidad en Cristo y en la Iglesia; no ya los judí­os por una parte y los gentiles por otra, sino un cuerpo único: †œLos paganos comparten la misma herencia con los judí­os, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo† (3,6).
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3. La Palabra se hizo carne: la revelación en san Juan.
La revelación es el tema central del evangelio de ¡ Juan [II, 1]. Más precisamente: la revelación, la ¡fe y la incredulidad. En el cuarto evangelio Jesús es por excelencia el revelador; habla y testimonia, cuenta lo que ha visto y oí­do directamente. Es el Hijo que habla del Padre: †œHablamos de lo que sabemos y atestiguamos lo que hemos visto† (3,11); †œOs digo lo que hevistojuntoalPadre†(8,38;cf3,32; 8,26.40). A su vez, el Padre testimonia en favor del Hijo, testimonio a la vez exterior e interior. Ante todo, testimonia con las obras: el Padre obra en el Hijo, el cual puede así­ hacer las obras que muestran su origen divino (5,36; 10,25). Secundariamente, el Padre ejerce una atracción interioren las personas, invitándDIAS a adherirse a la revelación de Jesús (6,44-45).
Un punto panorámico privilegiado para observar nuestro tema es sin duda el prólogo (1,1-18), que presenta algunas afirmaciones de excepcional densidad, a manera de sí­ntesis de todo el evangelio. Como lo muestra una simple mirada al vocabulario, su hilo conductor es la revelación: lagos (palabra), luz, gloria, verdad, manifestar, ver, comprender, creer, testimoniar. Revelación que no está nunca separada de una finalidad de salvación: junto a la presencia masiva del vocabulario de la revelación, está también la presencia del vocabulario de la salvación (vida, gracia, ser hijos de Dios, plenitud). Revelación, sobre todo, no atemporal y abstracta, sino histórica, concreta: la persona de Jesús, la Palabra hecha carne.
Decí­amos que el tema del cuarto evangelio es la revelación, la fe y la incredulidad; por una parte, la palabra que se manifiesta; por otra, el hombre que acoge o rechaza. Hasta tres veces subraya el prólogo la respuesta negativa: las tinieblas (y. 5), el mundo (y. 10), los suyos (y. 11). El contraste constante entre revelación e incredulidad es el marco dentro del cual se desarrolla todo el drama evangélico. La visión juanista de la revelación es fuertemente dramática.
Tres son los planos en los cuales se desarrolla la historia de la revelación: la historia universal, la historia de Israel, la historia de Jesús. Tres acon-teceres que constituyen una profun-dización progresiva, pero en todos los cuales se encuentra una misma dialéctica: revelación y rechazo. Por aquí­ se ve que para Juan la historia de Jesús es interpretativa de la historia universal. Aunque el movimiento literario del prólogo es inverso, en realidad Juan parte del drama de Jesús y se eleva a la historia de Israel y a la historia del mundo, y no viceversa.

†œEl Lagos se hizo carne.., y vimos su gloria† (1,14): tenemos una primera afirmación grandiosa, henchida de muchos significados. Jesús es el revelador porque es la Palabra hecha carne. En él el mundo de Dios se ha hecho humano, visible, accesible. La palabra de Dios se ha hecho presente en la fragilidad, en el devenir y en la historicidad de la carne. Jesús es la revelación de Dios; pero es una revelación que ocurre en la †œcarne†, es decir, de una forma velada, en muchos aspectos cargada de relatividad y debilidad. Dios no ha elegido una manifestación gloriosa en el sentido de una transparencia lúcida a través de la cual serí­a posible contemplar directamente lo divino; al contrario, es una gloria oculta, que hay que captar a través de los †œsignos†, que hay que alcanzar penetrando dentro de la historia.
La segunda parte de la afirmación (†œvimos su gloria†) está firmemente unida con la primera (†œ… Y el Lagos se hizo carne†). Al gesto de Dios sigue la respuesta de la fe, aquí­ descrita en términos de visión. Pero es una visión justamente en la fe. Contemplar no indica un ver mí­stico, que tiene lugar huyendo de la realidad y de la historia; indica, al contrario, un ver histórico y real, como histórico y real es el advenimiento de Jesús. Pero un ver que se hace penetrante por la fe y posible sólo en la fe. Para percatarse de la gloria hay que superar el desconcierto de la encarnación y de la cruz. Pues el término †œgloria† conduce rectamente a la humanidad de Jesús y a los signos de que ha sembrado él su vida; pero sobre todo conduce a la cruz y la resurrección, que Juan llama justamente †œglorificación†. En su humanidad y en toda su existencia, Jesús ha revelado a Dios; pero esta manifestación (†œgloria†) alcanzó su punto culminante en la cruz. Por eso el recuerdo fijo del creyente de todos los tiempos es Cristo traspasado: †œVerán al que traspasaron† (19,37).
La Palabra hecha carne está llena de †œgracia y verdad†. La expresión se reitera en 1,17: †œLa gracia y la verdad vinieron (eghéneto) por Jesucristo†. La realidad divina -entiéndasela como quiera, la verdad juanista no es simplemente el plano de salvación, sino que involucra también la vida de Dios- se ha manifestado mediante un acontecimiento histórico. El camino es inverso respecto al platónico. En Platón hay que abandonar la historia para refugiarse en el mundo de las ideas invisibles; ahí­ está la verdad. Para Juan, en cambio, lo invisible se ha hecho historia; y la verdad no es la conclusión del discurso (lagos) del hombre, sino del don del discurso (Lagos) de Dios.
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Dios se revela en Jesús, y solamente en Jesús. †œLa ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús† (y. 17): es una afirmación polémica frente a los judí­os ya su absolutización de la ley; no la ley, sino Jesús es la revelación última y defir;tiva de Dios. La afirmación sucesiva (y. 18) prolonga la polémica, excluyendo toda pretensión de revelación: †œA Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer†. Es una afirmación muy densa; ante todo dice que el hombre por sí­, en su estado de confusión, no sabe quién es Dios; luego, que la revelación hasta Cristo no lo ha revelado aún plenamente; finalmente, que en Cristo Dios se ha dado a conocer plenamente. El esfuerzo del hombre, sus investigaciones filosóficas y religiosas no son capaces de arrancar a Dios de su invisibilidad. Sólo el Hijo de Dios, justamente porque viene de Dios (†˜vive en su seno†) puede levantar el velo. La legitimación de la misión reveladora de Jesús radica en su vida en el seno de la Trinidad (y. 1): él es la Palabrajunto a Dios y dirigida al Padre en actitud de escucha. La escucha y la obediencia son la estructura í­ntima del Hijo. Por eso en su aventura humana no hará otra cosa que obedecer a la voluntad del Padre (4,34). En el seno de la Trinidad, lo mismo que en su existencia humana, el Hijo es la transparencia del Padre.
Se nota en la obra juanista una paradoja del mayor interés. Por una parte, la gran importancia concedida a la visión como instrumento de búsqueda religiosa. †œVen y verás†™ (1,46) es la primera invitación que hace Jesús al discí­pulo. Y en los discursos de adiós: †œDentro de poco el mundo no me verá más, pero vosotros me veréis† (14,18-1 9); †œAl que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él† (14,21); †œUn poco, y ya no me veréis; y otro poco, y me veréis† (16,16). Todos estos pasajes aluden no sólo a las apariciones del resucitado, sino más en general al tiempo de la Iglesia; y no se refieren sólo a los discí­pulos, sino a los creyentes.
Por otra parte están las reiteradas afirmaciones de que †œa Dios nadie lo ha visto†™(l,18; 5,37; 6,46; cf Un 3,6; 4,12; 4,20). Con esta aparente contradicción Juan intenta responder a una pregunta, y al mismo tiempo corregirla: ¿Cómo y dónde puedo encontrar a Dios? No en una visión directa y personal, como algunos afirmaban que la habí­an tenido, ni a través de las técnicas de la contemplación helení­stica, sino únicamente en el Cristo histórico, que en el .tiempo de la Iglesia es el Cristo predicado en la comunidad y consignado por escrito en el evangelio. En 1,18 afirma el evangelista la invisibilidad de Dios no como principio filosófico, sino más bien como la comprobación de un hecho permanente (el verbo está en perfecto). La afirmación parece inspirarse en la tradición sapiencial (Si 18,4; Si 43,31; Sb 9,16-17; Pr 30,4) y parece responder a ella y concluirla. Se preguntaba el Siráci-da: †˜,Quién ha contemplado a Dios y podrá describirlo?† Juan responde: el Hijo unigénito que viene de Dios, que ha visto a Dios y sigue viéndolo, nos ha hablado de él (el verbo está en aoristo; por tanto, una revelación histórica, ocurrida en un tiempo determinado). El Hijo, y sólo él, es el exegeta del Padre. A Felipe, que aspiraba a una iniciación religiosa más alta y más convincente (†œMuéstranos al Padre†) la responde Jesús: †œEl que me ve a mí­ ve al Padre† (14,8-9). El Padre no es accesible más que al Hijo y en el Hijo.
Pero en este punto hay que tomar en consideración una tercera afirmación del prólogo; pues, de lo contrario, el discurso serí­a gravemente unilateral: †œExistí­a la luz verdadera, que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre† (1,9). La luz de la Palabra está presente en el mundo entero y se manifiesta a todo hombre, ofreciéndole una posibilidad concreta de encuentro que hace responsable el rechazo (y. 10). Decir que sólo en Jesús se ha revelado Dios no significa afirmar que en las demás partes sólo hay tinieblas. Pero no está la plenitud de la verdad. La Palabra hecha carne es el momento de máxima condensación de una luz que brilla ante todo hombre. En cierto sentido, la universalidad de la revelación precede a la encarnación.
El prólogo no nos dice en qué consiste el secreto í­ntimo de Dios, que sólo en Jesús se ha manifestado. La revelación de este secreto está confiada a la narración evangélica en su totalidad, que tiene su punto de máxima claridad en la oración sacerdotal (c. 17). En el centro de la oración hay un núcleo yo! tú, es decir, la mutua inmanencia entre el Padre y el Hijo, núcleo que se abre en un movimiento de expansión: los discí­pulos (17,11), todos los que han de creer a través de su palabra (17,20-21), el mundo (17,23). Obsérvese que lo que se revela no es solamente una verdad relativa a Dios, sino una verdad que nos concierne a nosotros; pues se trata, no sólo del diálogo entre el Padre y el Hijo, sino de nuestra inserción en aquel diálogo suyo: †œQue todos sean una sola cosa, como tú, Padre, estás en mí­ y yo en ti… Yo en ellos y tú en mí­, para que sean perfectos en la unidad… El amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos† (17,21 .23.26). El objeto de la revelación es, pues, al mismo tiempo la verdad de Dios y la verdad del hombre: la unidad entre el Padre y el Hijo y nuestra participación en su diálogo de conocimiento y de amor.
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Nos queda un último tema esencial. No se puede comprender la concepción juanista de la revelación, si no se capta la centralidad del [!Espí­ritu II]. Para el evangelista no hay posibilidad de comprender a Jesús y su palabra, de ser testigos suyos, de participar en la vida divina, de entrar en comunión con el Padre sin el don del Espí­ritu. Función del Espí­ritu es interiorizar y actualizar la palabra de Jesús: †œEl defensor, el Espí­ritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho†(14,26); †œMuchas cosas tengo que deciros todaví­a, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga él, el Espí­ritu de la verdad, os guiará a la verdad completa. Pues no os hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oí­do… El me honrará a mí­, porque recibirá de lo mí­o y os lo anunciarᆝ (16,12-14). La relación entre el Espí­ritu y la palabra de Jesús es profunda y circular. Por una parte, sin el Espí­ritu las palabras de Jesús quedan in-comprendidas (†œahora no estáis capacitados para entenderlas†), inertes; no aparecen como verdaderamente son, palabras de Dios (cf 6,62-64). Por otra parte, el Espí­ritu está ligado a las palabras de Jesús en un cierto sentido y subordinado a ellas; no dice palabras propias, sino que repite las dichas ya por Jesús (†œNo hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que ha oí­do†). El Espí­ritu no se aparta de la tradición histórica de Jesús y de la tradición eclesial que la continúa. La enseñanza del Espí­ritu es la misma enseñanza de Jesús (†œos recordará…†). Mejor, la enseñanza que es Jesús. Pues lo que importa comprender (y que el Espí­ritu descubre) es la persona de Jesús y su comunión con el Padre. Sin embargo, la enseñanza del Espí­ritu no es recuerdo repetido, no es simple memoria. No añade nada a la revelación de Jesús, pero la interioriza y la hace presente en toda su plenitud. Por esto precisa Juan: †œOs guiará hacia y dentro de la plenitud de la verdad† (tal es el sentido de la expresión griega). Por tanto, una revelación interior, viva, actual y progresiva. No una progresiva acumulación de conocimientos, sino un progresivo viaje hacia el centro: desde el exterior hacia el interior, desde la periferia al centro, desde un conocimiento de oí­das a una comprensión personal, actual y transformante. El Espí­ritu transforma la revelación de Jesús de objetiva en personal, de histórica en contemporánea. Así­ como Jesús es la verdad, así­ también el Espí­ritu es la verdad: Jesús, porque es la encarnación histórica de la verdad; el Espí­ritu, porque nos la comunica.
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IV. LAS ESTRUCTURAS DE LA REVELACION.
Al término de esta lectura analí­tica de muchas páginas bí­blicas, en la cual hemos visto articularse la concepción de la revelación, es oportuno recoger en sí­ntesis sus rasgos más cualificados y constantes.
La revelación bí­blica tiene una estructura histórica. Ha ocurrido en la historia, tiene una historia y se manifiesta por medio de la palabra. Aunque pretende ser universal y está destinada a los hombres de todos los tiempos, la Biblia registra un discurso de Dios situado: sucedido en un tiempo y en un ambiente, encarnado en un determinado lenguaje y en una determinada cultura. Su origen divino y su vocación a la universalidad no eximen a la revelación de las leyes de la historia, y de esto la Biblia no siente el menor embarazo. Origen divino y universalidad no eliminan la presencia de elementos caducos y particulares, contingentes, por lo cual no sustraen a la palabra de Dios a continuas exigencias de mediación y de interpretación. En esta profunda historicidad de la revelación encuentran su justificación las estructuras de mediación tales como la Escritura, la Iglesia y el magisterio. Protagonista invisible y principal de la interpretación y de la transmisión de la revelación es, sin embargo, siempre el Espí­ritu.
Además de situado en la historia, el discurso de Dios es progresivo, diseminado en el tiempo. La revelación no apareció de golpe, ya concluida, sino que siguió la progresión de un camino, con un principio, un desarrollo y un término, solicitado cada vez por el mismo cambio de las situaciones históricas. El camino de la revelación es progresivo y coherente, y encuentra su cumplimiento en Cristo. Mas esto no significa que el progreso de la revelación se haya verificado sin tensiones ni retrocesos. También en esto la revelación ha aceptado plenamente las leyes de la historia. Por su parte, el camino no se ha hecho tanto en virtud de revelaciones siempre nuevas, añadidas cada vez desde el exterior, sino más bien en virtud de un desarrollo interior, a partir de un núcleo básico, rico en virtualidades y orientado ya hacia su plenitud.
Situada en la historia y encaminada hacia un cumplimiento, la revelación ha tenido lugar mediante la historia y la †œpalabra†estrechamente unidas. Dios obra y comenta su acción. La revelación no es una simple serie de palabras, pero tampoco simplemente una serie de acciones. No existe antagonismo alguno entre la historia y la †œpalabra. Los hechos son ciertamente siempre más ricos que las palabras que los interpretan; pero permanecerí­an mudos o ambiguos sin la palabra que los interpreta. En cierto sentido es la palabra la que está en el centro. Pues la palabra de Dios hace la historia, la dirige y la interpreta. Simplificando, podemos describir de este modo el proceso revelador: el acontecimiento histórico, la iluminación interior que da al profeta o a la comunidad la inteligencia del acontecimiento, la palabra oral o escrita que relata y transmite el acontecimiento interpretado.
La revelación bí­blica tiene una estructura de mediación. No está directa e inmediatamente dirigida a cada hombre, aunque no le falta una dimensión interior y personal (la atracción del Padre y la presencia del Espí­ritu). Mediata, no sólo porque llega a nosotros a través de los profetas y de los apóstoles; no sólo por ser histórica y particular, y por tanto necesitada de mediaciones para ser transmitida y actualizada, sino también porque -ya en su mismo formarse- está mediatizada por la experiencia del hombre que la acoge. No hay contraposición entre la iniciativa de Dios y la experiencia del hombre. La revelación es un entrelazado, por así­ decirlo, de movimiento horizontal y vertical, de iniciativa libre y gratuita de Dios y de reflexión del hombre. Los acentos, obviamente, son diferentes según los casos.
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La revelación tiene una estructura dialógica y personal. Es un encuentro dialógico entre dos personas que hablan y se comunican entre sí­, una (Dios) como autopresentación y la otra (el hombre) como escucha obediencial. Es un diálogo profundo, vital; y no sólo intercambio de conocimientos. Dios habla con el hombre para salvar al hombre y hacerlo partí­cipe de su propia vida. Por eso la revelación es simultáneamente teológica y antropológica: revela el pensamiento de Dios sobre el hombre; o mejor, el misterio de Dios y la vocación del hombre. Los dos aspectos se identifican; el hombre es llamado justamente a conocer y participar del misterio de Dios. Esto sobre todo en el NT. Dios revela su designio sobre el hombre y sobre la historia, dicta las normas de conducta, explica los acontecimientos en los cuales le es dado al hombre vivir; pero no sólo eso. Dios se revela a sí­ mismo. En Cristo, Dios se revela como una comunión de personas, un diálogo de conocimiento y de amor; y el hombre, en la fe, es insertado en ese diálogo. La revelación manifiesta con ello una estructura trinitaria. El diálogo de Dios con el hombre, es decir, la revelación, es la traducción al exterior de un diálogo de Dios en el interior. Las tres personas están en el origen, con modalidades propias, de la revelación: la iniciativa del Padre, la manifestación en Cristo, la interpretación y la actualización del Espí­ritu. Y son el objeto último de la revelación, el punto hacia el cual tendí­a todo el camino.
La revelación tiene una estructura cristológica. Cristo es el revelador y el revelado. Es la perfecta manifestación de Dios; y por eso en él encuentra la revelación su cumplimiento. El largo camino del AT encuentra en él su punto de llegada. Los esquemas -sustancialmente bí­blicos- que intentan expresar esta relación son múltiples y signo de su complejidad: continuidad/novedad, preparación! cumplimiento, figura/realidad, promesa! realización. Todos estos esquemas ponen en claro dos cosas: que el AT es una espera de Cristo; que, sin embargo, el AT no es sólo espera, sino ya realidad, aunque sea abierta e incompleta [1 Teologí­a bí­blica 111-1V].
Aunque revelación definitiva, es-catológica y última, la de Cristo es siempre una revelación en la fe. Por eso subsiste la tensión hacia la plenitud de la visión. Un pasaje de la primera carta de Juan expresa mejor que ningún otro esta tensión entre el presente y el futuro, lo que ya somos y lo que se manifestará. †œDesde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es† (3,2).
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B. Maggioni

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Teologí­a fundamental. B) Explicación teológica.

A) TEOLOGíA FUNDAMENTAL
1. Estudio comparado de las religiones
1. Si bien los investigadores de la religión no pueden confirmar la tesis de una -> revelación primitiva, sin embargo, tampoco es recta, por otra parte, la hipótesis según la cual todas las representaciones sobre una r. en religiones fuera de la judí­a y cristiana son filosofí­a. El que en la crí­tica de la religión se decide a considerar como no religiosos los procedimientos de redención por sí­ mismo – sean de carácter interior o exterior -, puede decir, contra una estimación negativa de las religiones fuera del judaí­smo y cristianismo, que la r. pertenece al modo de entenderse a sí­ misma toda religión que pretenda ser creación divina y no mera obra humana (RGG3 Iv 1597). La fenomenologí­a de la religión confirma esa tesis.

2. Así­ en el -> islam, el Dios personal es el autor de la r., y el contenido de la misma es la voluntad insondable de Dios, cuyo designio gobierna las realidades del mundo y las dispone como mandato. Pero no se promete allí­ una r. de Dios mismo y una participación en la vida divina, las cuales fundamentarí­an la historia de -> salvación.

3. A un acto de voluntad del Dios personal se remonta también la r. en Zarathustra. En la religión iránica tardí­a, esta resolución de Dios se torna llamamiento a una irrevocable responsabilidad espiritual y ética de todos los hombres ante el mundo dualista de la historia. La historia se torna lucha, cuyo desenlace para Dios y para los hombres que se han decidido por él tiene un carácter definitivo.

4. En la religión revelada indio-védica, una palabra increada se expresa en los Vedas dentro del tiempo de los hombres. En esta manifestación de sí­ mismo la palabra sigue siendo fundamento trascendente del ser y como tal es transmitida por la r., que se convierte en ley sagrada positiva para el orden social y el culto.

5. En las demás religiones fuera del judaí­smo y cristianismo se atenúa tanto más el carácter revelado, cuanto más domina el conocimiento racional de ocultas leyes del ser o la participación irracional en la vida como tal. Sin embargo, hasta en etapas arcaicas de la conciencia religiosa queda aún no sólo un anhelo de experimentar el fundamento originario de un mundo más humano, sino también un conocimiento revelado del fundamento primero, que se presenta como un “algo” universal, más raramente como persona, y en cuanto fin da sentido a toda inducción y así­ abre caminos de vida salví­fica no sólo en una búsqueda a manera de tanteo, sino también mostrándose a sí­ mismo. La naturaleza de la Iglesia exige, por ser signo universal, que se admita la existencia de representaciones no cristianas sobre la r. allí­ donde se menciona y fomenta a su manera la paz universal (Vaticano II, Lumen gentium, n.° 13-17 y Declaratio de Ecclesiae habitudine ad religiones non christianas; cf. también RAHNER v 135-156: El cristianismo y las religiones no cristianas; J. RATZINGER, Der christliche Glaube und die Weltreligionen, en RAHNER GW II 207-305; J. FEINER, Kirche und Heilsgeschichte, ibid. 317-345; G. THIIS, La valeur salvi/ique des religions non-chrétiennes [Bru 1965] 197-211; cf. también -> religiones no cristianas; teologí­a de la -> religión).

II. “Revelar” y “revelarse” en la terminologí­a bí­blica
1. Contra la tendencia del hombre, que se da también en la Iglesia, a afirmarse a sí­ mismo, el concilio Vaticano II pone a la Iglesia y al creyente en la situación de oyente de la r. Escuchar la r. significa por de pronto oí­r la sagrada Escritura de la antigua y nueva alianza, que por su parte remite a Dios, el cual se revela a sí­ mismo en su bondad y sabidurí­a. Cabe, pues, interrogar a la sagrada Escritura por la r. de Dios, pues por ella habla Dios hoy con la Iglesia y con el hombre (Vaticano It, Dei verbum, n.° 2, 8, 9, 25; H. DE LUBAC, en BARAÚNA I 15-22). La sagrada -> Escritura se define según esta funcionalidad como el obrar y el hablar de Dios fijados por escrito en favor de los hombres y de la Iglesia, como r. de Dios que se comunica a si mismo por la palabra.

2. La Escritura del Antiguo Testamento no piensa en Dios mediante categorí­as abstractas. Dios sólo es conocido si él se da a conocer, si quiere revelarse (Dt 4, 32ss), porque se ha manifestado a Israel (Sal 147, 19s). Sin embargo, como Israel viví­a de la r. de Dios, la posterior literatura sapiencial no puede ya imaginar verdadera vida sin r. (Sal 1, Iss; 19, 8s; 119). La r. posibilita, y hasta es, vida real.

Está en relación con esa referencia a la vida el que, en el AT, la r. no se halla significada mediante sustantivos, sino que se describe por verbos, y los tres verbos usuales (“descubrir”, “manifestar”, “aclarar un hecho ante alguien”) no están exclusivamente reservados a la r. divina, sino que designan también funciones de conocer o dar a conocer en el orden interhumano (Est 4, 14; Prov 20, 19; Gén 31, 20). Es evidente que, a pesar de toda la sublimidad divina, el revelarse de Dios y el conocer del hombre no divergen hasta tal punto que, la r. por la que Dios manifiesta su nombre (Is 64, 1s), su poder (Jer 16, 21), su obrar (Hab 3, 2) y su ayuda (Sal 98, 2) sea mero decreto de su voluntad. Más bien, el manifestarse de Dios no sólo se refiere a su obrar en la historia y con los hombres (EICHRODT 1147-150), sino que es también entendido por los hombres que oyen y puesto en práctica o sufrido como historia (1 Sam 16, 3; 2 Sam 7, 21; Jer 11, 18; Dt 8, 19). La r. de Dios acontece en la historia, y la historia de Dios con los hombres es a la vez objeto y medio de su r. (HAAG BL2 1244). A la referencia histórica de la r. de Dios corresponden las formas en que Dios se manifiesta: la tormenta, la columna de nube y fuego, el murmullo de los árboles y el susurro del viento. En general la majestad de las obras creadas no se presenta como magia de una r., sino como comentarios de una manifestación de Dios en el mundo, que despiertan la atención, como lo hacen de otro modo los métodos históricamente más eficaces de la percepción interna, del contacto con los hombres y de los conmovedores acontecimientos de la historia (Ex 19, 16; 14, 24; 2 Sam 5, 24; 1 Re 19, 12; Sal 8, 4; 19, 2; Job 38ss). Aquí­, lo mismo que en las prendas o garantí­as de la r. – arca, tienda, templo, vara de Dios, sacrificio -, la crí­tica profética de los medios de la r. (Is 28, 7; 29, 9s; 30, 10; Jer 23, 16.25; Ez 13, 6; Zac 13, 4) hace que, como fin de la r. aparezca con claridad creciente la elección de Israel para pueblo de la alianza (éxodo y alianza del Sinaí­) como voluntad revelada de Dios en la historia. Bajo esta voluntad de Dios en la historia, puesta de manifiesto por la crí­tica, la historia se torna lugar de la decisión humana. El hombre tiene que responder, tiene que decidirse por la dirección y los designios de Dios, dar gracias por esta ayuda y estar dispuesto a ponerse al servicio de la gracia divina en la historia: Dios hace historia juntamente con Israel “para que conozcan que yo soy Yahveh” (Jer 31, 34; Ez 36, 38; 37, 28; Is 43, 10).

Sin embargo, la repartición de la historia de Dios con los hombres entre lugares de salvación (Sinaí­, murallas de Jerusalén, Egipto [Dt 33, 2; Sam 7, 8-16; Is 11, 11]; H. GROSS, Zur O.entwicklung im AT, en RAHNER GW I 407-422), lo mismo que entre dí­as de salvación y tribulación (Is 9, 1; 49, 8; 10, 3; 61, 2; Jer 46, 10; 50, 27), dificulta el conocimiento del plan revelado de salvación divina para la historia, hasta tal punto que es menester una clave para encontrar en el vaivén de los fragmentos históricos particulares acceso al estar de Dios con el mundo, que es su r. La historia de la humanidad como tal no es reconocible en el AT como historia de salvación ni siquiera para los israelitas escogidos. Lo es sólo con ayuda de la experiencia clave de la palabra de Dios, que creó el mundo y al hombre, y como palabra en acción hace vivir en una historia que es interpretada desde Dios por los profetas y la ley (Gén 1; Sal 147, 15-18; Dt 8, 3; Sal 106, 9; 107, 20.25; Is 50, 2; Jer 18, 18; Dt 1, 1.18).

También el que advierta que en Ezequiel se presentan como r. acontecimientos de la historia sin palabras de interpretación (Ez 17, 24; 29, 6; 37, 28; 39, 7.23; R. RExDTORFE, Die O.vorstellungen im Alten Israel: O. als Geschichte, ed. por W. Pannenberg [Gö 21963] 21-41; cf. A. GAMPER: ZKTh 86 [1964] 186), deberá considerar igualmente que aquéllos están propuestos por la palabra profética. Y la unión de palabra e historia en la idea de r. del AT deberá interpretarse de tal forma que “la historia de Yahveh con Israel aparezca como el lugar en que puede reconocerse en su realización la verdad de su palabra que revela” (W. ZIMMERLI, Gottes O. [Mn 1961]22). Dios se presenta a sí­ mismo en las palabras reveladas, que, dentro de “fórmulas de conocimiento”, aparecen como fórmulas de “presentación de sí­ mismo” (Dt 7, 8s), y que en la literatura profética están dentro de las promesas y valen luego como “palabra de prueba” de Dios (1 Re 20, 28; 2 Sam 7, 12; ZIMMERLI, ibid., 14.41-119.121). Por operar en la historia (Is 55, 10s), la palabra de Dios abre la historia como promesa, y tiende así­ en aquélla el arco – decisivo para el AT – que va desde la promesa al cumplimiento, arco que, como voluntad revelada de Dios, hace de la historia una historia de salvación y, desde Daniel, introduce una inteligencia apocalí­ptica de la historia, la cual opera hasta dentro del NT (A. OEPKE, apokalypto, apocalypsys: ThW III 565-597; H. RINGGREN, Jüdische Apokalyptik: RGG3 I 464ss).

Mas si en el AT la palabra de Dios en cuanto opera se convierte en historia, y la historia se torna palabra que remite a la r. de Dios en su cumplimiento, consecuentemente, no obstante la ocasional opulencia de visiones apocalí­pticas, la diferencia entre oí­r y ver la r. se relativiza bajo el modelo universal: la r. de Dios por sí­ mismo, que permanece incognoscible en un plano puramente humano, es experimentada en aquella realización humana que se llama historia. Como actor de la historia, Dios se revela según el AT como promesa para los hombres de Israel y para todos los pueblos (Miq 4, 5; 6, 3ss; Jer 11, 5; 33; Dt 4, 37; Ex 32, 13; Is 41, 8ss; Gén 9, 1). Dios revela el fin de los hombres y de su historia al manifestarse a sí­ mismo en la historia como un factor de ésta.

3. Dentro del Nuevo Testamento, en Pablo y en Juan aparecen concepciones diferentes de la r., según lo indica ya la terminologí­a. Pablo designa la r. con los verbos “descubrir-desvelar” (Rom 1, 17s; 2, 5; 1 Cor 1, 7; Gál 3, 23) y “poner de manifiesto ante alguien” (Rom 3, 21; 2 Cor 4, 10s), que conoce el AT, lo mismo que con el sustantivo mysterium (Ef 1, 9) de la literatura sapiencial y de la apocalí­ptica del judaí­smo (Sab 6, 22ss; Hen [et] 9, 6; 81, 1; 103, 2s; 4 Esd 2, 1; L. CERFAUX, La théologie de l’Eglise suivant St. Paul [P 31965] 265-270). La teologí­a de Juan, en cambio, no emplea el sustantivo r., aunque está completamente dominada por el concepto de r., y el verbo correspondiente sólo lo usa una vez en una cita del AT (Jn 12, 38). Esto, así­ como la ausencia de las expresiones mysterium y “desvelar” y el uso general de “poner de manifiesto”, indica una aceptación deliberada de la terminologí­a religiosa del helenismo tardí­o. Cierto que todaví­a es judí­o el punto de partida de la teologí­a joánica de la r.: la esencial “invisibilidad” de Dios (Jn 1, 18; 6, 46; 1 Jn 4, 20); pero, al acentuar que Dios se hahecho visible en la encarnación de Cristo, en las obras y palabras de Jesús (Jn 1, 14; 1 Jn 1, ls; 4, 7ss; Jn 5, 36; 9, 4; 10, 37s; 14, 10; 1, 18; 3, 11; 17, 6ss), se traza una clara lí­nea de separación entre la r. del AT y la r. en Cristo. En Juan, Jesús es el que revela, la luz, la verdad, el revelador (BULTMANN GV III 22.29; H. ZIMMERMANN: BZ NF 4 [1960] 54-69; H. SCHLIER, Besinnung auf das NT [Fr 21967] 254-263).

Por lo contrario en Pablo, que enlaza con el AT, el que revela sigue siendo Dios, en quien estaba oculto el misterio de su voluntad, que él realiza en el tiempo por la muerte y resurrección de Jesús y en la unión de éste con la Iglesia como cuerpo, así­ como en la recapitulación del universo en Cristo (Rom 3, 25; 16, 25s; 1 Cor 15, 28; Ef 1, 9s; 3, 9s; Col 1, 18). En la visión paulina Cristo es el contenido del misterio de Dios (Rom 3, 21-24; Gál 1, 16; Ef 3, 3.5; 1 Tim 3, 16), no tanto el que revela cuanto el revelado (W. GRossouw, Offenbarung, en HAAG DB, 1708ss).

Mas de pararse en la distinción entre “Jesús revelante y Jesús revelado”, no se harí­a justicia a Juan, para quien la salvación viene también de los judí­os (cf. Jn 5, 39.46s; 8, 56; 12, 41), ni a los sinópticos (Mc 8, 1; Lc 1, 19.72; 2, 25. 38; 19, 9), ni a los restantes escritores del NT (Act 2, 36; 13, 32s; 26, 16; Heb 8, 8ss; 1 Pe 1, 3.10ss) ni a Pablo, para quien Cristo es el fin de la ley (Rom 10, 3s). Estos pasajes neotestamentarios y la exégesis de ideas fundamentales, comunes al AT y al NT, como “alianza” (Jer 31, 31s; Ez 37, 26ss; Heb 8, 8-12; 10, 16s), “reino de Dios” (Sal 47; 93; Is 52, 7; Mc 1, 14s), “pueblo de Dios” (Ex 4, 4s; 5, 22s; 17, 4; Núm 11, 41-34; 1 Pe 2, 9s), hacen ver que con la imagen veterotestamentaria de Dios está también dada la promesa divina de la antigua alianza en la nueva alianza, es decir, en Cristo (Ef 3, 6), como plenitud de la revelación.

Este cumplimiento de todas las promesas en Cristo (2 Cor 1, 20) no puede desde luego probarse histórica y crí­ticamente por medio de la tipologí­a de las pruebas proféticas aducidas por el NT (Zac 9, 9 en Mt 21, 5; Is 7, 14 en Mt 1, 23; Is 59, 20 en Rom 11, 26s; Jer 31, 31-34 en Heb 8, 8-11). Y el cumplimiento de todas las promesas de la r. en Cristo tampoco hace de Jesús el “centro” de una inteligencia histórico-salví­fica del tiempo, visto en forma cí­clica o lineal; ni la plenitud de la r. en Cristo se traga finalmente de manera definitiva y escatológica la historia de los hombres, por razón de una historicidad en que la fe se decide en forma única y definitiva. Tales modelos corresponden más a una preinteligencia filosófica – a la de la alegorí­a estoica, o de la filosofí­a hegeliana de la historia, o de la ontologí­a existencial -, que a la inteligencia bí­blica de la historia de la revelación.

Si Rom 9ss une a Cristo y la historia de Israel, si Jn 5, 39 presenta las Escrituras de AT como testimonios del Hijo, y Gál 3, 15 considera a los creyentes como herederos de las promesas de Abraham, puede decirse bajo la perspectiva neotestamentaria que Jesús es la r. de Dios a la luz de las promesas del Antiguo Testamento, el cumplimiento anticipado de todas las promesas (W. PANNENBERG, Heilsgeschehen und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 22ss). Jesús es la r. de Dios porque trae el cumplimiento de todas las promesas; pero lo trae en una historia de salvación cuyas obras, como obras de Dios, se extienden desde el AT hasta la acción decisiva de la resurrección de Jesús, en la que a su vez se anticipa la resurrección – todaví­a venidera – de los creyentes en la r. Por eso no se desvirtúa el presente, sino que éste, estando determinado por el cumplimiento actual de un pasado de promesa, permanece como futuro abierto (J. MOLTMANN, Theologie der Hof fnung [Mn 1965] 101.125s). La palabra operante en el Jesús resucitado toma la forma de la historia que llega a su plenitud en la resurrección de Jesús, y se torna promesa de la reconciliación de la vida y del amor de Dios mismo, que se manifestó en Cristo (2 Cor 5, 20; 6, 2; 1 Jn 1, 2; 3, 5.8; 4, 7ss). La resurrección de Jesús es la r. personal del Dios vivo, que quiere la vida para los hombres. Dios se revela a sí­ mismo en la historia, que, entre los polos de la palabra de promesa y la obra de cumplimiento se tiende como un arco tenso desde el pasado a través del presente hacia el futuro abierto, hacia la definitiva y vigorosa participación salví­fica en la vida de Dios. La r. es, según el NT, historia de la salvación, que no va más allá de Jesús porque se cumplió ya en él, pero sigue operando para los hombres, cuya salvación es promesa en el cumplimiento de Jesús. La r. es palabra de Dios dirigida a la historia, y, como palabra fiel, historia de la palabra de Dios en el hombre.

III. Interpretación del sentido de la historia de la revelación
Evidentemente, con la ordenación lograda bí­blicamente de la r. a la palabra y a la historia, sólo está elaborado el punto de partida, pero todaví­a no la interpretación del sentido de la r. En el análisis lingüí­stico una palabra con sentido consta de palabras; y la historia se presenta ante la crí­tica histórica en datos particulares. En el aquí­ y hoy concreto tiene lugar la coordinación del sujeto existencial con la historia, en lo cual se traspasan todas las acciones particulares, pues la historia es más que la suma de las acciones de todos los individuos. Partiendo de la conducta humana, el todo de palabra e historia no puede hallarse, mediante una metodologí­a cientí­fica, por un recuento de palabras, datos y hechos particulares, ni por mera inducción sin un principio que guí­a la ví­a inductiva. Una inteligencia sin principios de la r. conducirí­a a positivismos revelados y, según los puntos de partida, disociarí­a irremediablemente el AT y el NT y, por ende, el judaí­smo y el cristianismo; o conducirí­a a que dentro del cristianismo se formaran escuelas de la palabra, de las obras o de la antropologí­a existencial, las cuales, como lo prueba la experiencia, se petrifican en confesiones. Los positivismos de la r., hechos escuela, producen y mantienen el problema ecuménico.

La Iglesia y la teologí­a están empeñadas en evitar parejo desmenuzamiento por el destrozo de la r. una en muchas revelaciones, dirigiendo una y otra su mirada a Jesucristo, en quien apareció la plenitud de la r. como “comunicación de Dios mismo”. Sin embargo, si en este contexto la unidad de la r. se mantuviera en el marco sistemático del mero monoteí­smo, solamente por la atribución de su origen al Dios uno, la r. vendrí­a a ser un decreto promulgado por Jesús y en favor de jesús, que podrí­a ejecutarse fielmente, pero no cumplirse con libre responsabilidad. Frente a tal inteligencia meramente jurí­dica de la r. previene el concilio Vaticano II, al insertar de nuevo los artí­culos doctrinales de la r. (que el Vaticano I, siguiendo al Tridentino, presentaba como informaciones intelectuales que debí­an “tenerse por verdaderas”) en la revelatio una de la plenitud en Cristo, que manifiesta en palabra y obra el diálogo salví­fico como comunicación de persona a persona (el Vaticano II, Dei verbum, n° 5, cambia revelata [Dz 1789] en revelatio; y habla, en el n.° 6 [a diferencia de Dz 1785s], de manifestare y communicare; J. RATZINGER: LThK Vat u 512-515).

Si en esta visión es Cristo como Hijo del Padre mismo el hablar de Dios, porque al fin de la r. Dios mismo se ha expresado y mostrado en Cristo (A. OEPICE: ThW III 596; IgnMagn 8, 2; Vaticano I [Dz 1785]; Vaticano II, Dei verbum, n.° 4), queda superado un cristocentrismo aislado en la inteligencia de la r. mediante una concepción trinitaria: el movimiento de la r. parte de Dios Padre, llega a nosotros por Cristo y crea un acceso a la comunidad con Dios por el Espí­ritu Santo (Gál 3, 26ss; Rom 8, 9-11, 29; 2 Cor 3, 17s; Vaticano II, Dei verbum, n.° 2; W. THÜSING, Per Christum in Deum [Pa 1965]). Si se admite esta concepción trinitaria de la r., se plantea evidentemente la cuestión de la interpretación del sentido de la r., de forma que debe preguntarse cómo se reveló Dios a sí­ mismo en Cristo. Si Dios sigue siendo, de acuerdo con la inteligencia bí­blica, inexperimentable para el hombre por sus propias fuerzas, pues la naturaleza y la historia sólo nos enseñan por de pronto que no tenemos aún la r., si no es visto el cumplimiento de Cristo para todo (J. RATZINGER: LThK Vat u 506 514; BULTMANN GV II 103), hácese apremiante la pregunta de cómo Dios, no experimentable por nosotros, se pueda comunicar tan inmediatamente que lo experimentemos. La respuesta de un positivismo de la r., que, partiendo de la obediencia a a la fe de la Iglesia, sólo afirma que la r. es un hecho, aun cuando no pueda explicarse, se queda evidentemente demasiado corta, pues en la experiencia de la r. no importan las explicaciones, sino el entender, por el que los creyentes son llamados a dar cuenta de su esperanza por la r. (1 Pe 3, 15; 1 Cor 14, 20-25; I.A. PHILLIPS, The Form of Christ in the World [NY 1967] 156-172). Este dar cuenta debe comenzar por el cumplimiento de la obra de Cristo, es decir, por la -> resurrección de Jesús, pues en el Señor resucitado se pone de manifiesto cómo la vida diaria y no diaria recibe nuevo sentido por el hablar de Dios como podrí­a mostrarlo aquella perí­copa final del evangelio de Juan, que comienza en estilo de r. con las palabras: “después se manifestó Jesús de nuevo”, y narra luego una inesperada pesca milagrosa y el nuevo destino de Pedro y Juan (Jn 21, Iss).

Si aquí­, como en otras composiciones de los Evangelios, se insertan milagros particulares en el gran milagro singular de Dios, que es Jesucristo mismo, sobre todo en su resurrección (1 Jn 1, 2; 3, 5,8; 1 Pe 1, 20; Heb 9, 20; Vaticano II, Dei verbum, n.0 4), con esta alusión al milagro en el hecho de la r. se indica ya ciertamente que Jesús “habló las palabras de Dios” (Jn 3, 34), pero todaví­a no que él revelara a Dios Padre como palabra suya, que fue enviada como “hombre a los hombres” (cf. Jn 1, 1-18; Diog vii 4). El que quiera dar razón de la venida de Dios Padre en la Palabra, que es el Hijo y que interpreta el Espí­ritu Santo, puede referirse a dos fenómenos fundamentales de la realidad humana, que, como horizontes de inteligencia, son a la vez realidades de la r. de Dios mismo en el mundo: el lenguaje y la historia. Podrá experimentar con R. Bultmann que la vida está patente en la palabra; pero en la palabra sabedora de que la vida está orientada a la muerte, aunque el -> lenguaje guarece también aquel ser más profundo del hombre que es existencial e histórico y, por tanto, está destinado a la vida. Si esto puede entenderlo aun todo hombre interior, la predicación del acontecimiento de la r. en el hecho de Jesús es, sin embargo, aquella paradójica afirmación de que ese acontecimiento histórico es a la vez vida escatológica que se hace visible en la vida del Señor resucitado, y, para quien cree en esta palabra, puede percibirse ya ahora como futuro que llega (BULTMANN GV III 14ss, Iv 190-198).

La interpretación verbal y existencial de Bultmann ofrece una base para una inteligencia de sí­ mismo que, afectada por la r. de la vida desde Dios, acepta por la fe ya aquí­ y ahora la paradoja racional de la victoria de la vida sobre la muerte. Pero, aunque la inteligencia bultmanniana de la r., manteniendo la paradoja, no se desliza hacia la problemática “cristiandad anónima”, sin embargo la aceptación de la fe propugnada por Bultmann estriba sobre una decisión individual existencial, que privatiza la r. en la fe y el entender, y está por lo menos en la tentación de hacerse ciega para la historia (W. PANNENBERG, Heilsgeschehen und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 37 72s).

El reparo de una privatización de la r., para la cual, por añadidura, la historia de la r. veterotestamentaria cristológicamente queda sin valor (BULTMANN GV II 32ss), nos hace pensar sobre la historia como un segundo fenómeno fundamental de la realidad humana e inherente a la r. La historia, como lugar de la decisión humana particular, no sólo es más amplia que ésta, sino que como nexo de tradición, es además un pasado en el presente, el cual, lejos de hacer parar la historia ni tornarla penetrable, se orienta hacia un futuro que, como condición aún no conocida para nuevas experiencias, exige la confianza de quienes se ponen en camino (J. MOLTMANN, Theologie der Hoffnung [Mn 1965] cap. ii). A tal experiencia de la historia se abre una -> hermenéutica que, en el nexo de la tradición y a través de éste, supera la moderna separación de facticidad y significación (W. PANNENBERG, Kerygma und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 88s). Y precisamente esta hermenéutica es aplicable también a la r. personal de Dios, que se extiende desde las palabras de promesa de las fórmulas de manifestación divina en el AT, pasando por la profecí­a y la apocalí­ptica, hasta aquel futuro prometido que se abrió a la mirada en la plenitud de Cristo. La r. está en esta visión dentro de un contexto tradicional de instrucción divina y promesa asegurada por Dios, desde el cual lo que acontece se hace cognoscible como obrar divino y aceptable de cara a una participación en la vida de Dios consumada en lo futuro. En la contradicción de la resurrección a la cruz, la historia se torna definitivamente escatologí­a, la cual hace hablar al futuro señalando a todos los predicados de Cristo, que dicen: “El es nuestra esperanza” (Col 1, 27). Según esto, lo que los hombres hayan de esperar de la r. de Dios mismo en la resurrección de Jesús, partiendo de esta resurrección no se descubre tanto en un riesgo de la fe, que habrí­a de calificarse como paradoja de la razón, cuanto en una confianza de la fe, que entra por un camino cuyo término es aún desconocido, pero que por eso cabalmente no es sistema doctrinal, sino precisamente historia de los que esperan (J. MOLTMANN, ibid. 13).

Partiendo de Cristo, el primer resucitado de entre todos los muertos, la r. se entiende como cercana a la historia, no por el supuesto conocimiento de la realidad en el todo de una “historia universal”, sino por razón de la condición de posibilidad (en principio inasequible para el hombre) de la realidad como historia, a saber, la promesa y el cumplimiento de una vida eterna divina, que hacen perdurar la historia y son r. de Dios mismo (H.U. v. BALTHASAR, Prometheus [Hei 1947] 91ss; J. MOLTMANN, ibid. 38ss 69s). De donde se sigue que la “historia como tal” en sentido idealista no es aún r. o epifaní­a de Dios. Y tampoco la “profundidad del hombre”, ni la “palabra más humana” son por sí­ mismas r. de Dios. Pero la r. como promesa de Dios afecta a la historia, al ser humano y a la palabra humana. Y la r. es entendida dondequiera la historia y el ser y la palabra del hombre no quedan encapsulados tradicionalí­sticamente, sino que están dirigidos al futuro, dondequiera, consiguientemente, se consideran como no consumados todaví­a y, por tanto, como abiertos. La r. de Dios sale al encuentro como palabra de Dios, y de la paradoja del entendimiento que se da en la pregunta de si en el hecho del existir humano hay aún esperanza, por ser vida, hace un entender de la esperanza de que en el mundo crece cada vez más la vida (H.G. GEYER: EvTh 22 [1962] 103; W. PANNENBERG, Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 229ss).

La r. como manifestación de Dios en los escritores veterotestamentarios, en Jesús y a través de los apóstoles no define a Dios ni al hombre simplemente como “no mundo” (K. JASPERS, Philosophie ii [B 1932] 1), sino que anuncia que Dios está en el mundo, para que los hombres puedan estar para Dios en la historia y, partiendo de esta orientación, criticar sus tradiciones ya adquiridas. Por la r. de Dios, que permanece siempre promesa presente, las obras, las palabras y las invenciones propias del hombre están bajo el juicio de Dios, lo mismo que bajo la promesa en este juicio; promesa que en la contradicción de la resurrección a la cruz de Jesús se hizo cumplimiento (Rom 1, 17-3, 20). Como palabra una de Dios, la r. se da siempre como “-> ley y evangelio”; no como ideologí­a atemporal, sino como “obrar histórico de Dios que llega en este tiempo al hombre y lo remite al contexto de esta historia concreta como lugar de su salvación espiritual” (J. RArzINGER: LThK Vat II 508). La r. de Dios como “misterio de la voluntad” (Ef 1, 9), es manifestación de la “fundación” de Dios para el mundo como historia de los hombres. La r. como el estar de Dios en el mundo, puede interpretarse en lenguaje eclesiástico – con la Vulgata y el Vaticano II – como “sacramento” de su voluntad para con nosotros, como cumplimiento de la comunicación de la vida de Dios mismo en Cristo. En Jesús como palabra prometida y cumplida del Padre, que el Espí­ritu recuerda en el tiempo para hacer posible la aceptación de la historia pasada, Dios mismo ha venido a ser para nosotros juicio y evangelio. Dios mismo se hizo, es y seguirá siendo para nosotros r., para que mantengamos como hombres la -> esperanza en el mundo.

B) EXPLICACIí“N TEOLí“GICA Observaciones metodológicas previas
Hemos de plantearnos aquí­ la cuestión de qué es teológicamente la r. y por qué, no obstante su inmediato origen divino, pueda ser lo más í­ntimo de la historia humana; de cómo la r. está presente siempre y en todas partes para poder ser la salvación de todos los hombres en todos los tiempos, sin dejar por ello de ser la libre acción de Dios, que no puede calcularse por la historia desde abajo, el milagro de su gracia en un hic et nunc con carácter de evento, y al mismo tiempo en un “de una vez por todas”, en la carne de Cristo, en la palabra de un profeta que habla aquí­ precisamente, en la letra de la Escritura. Para indicar el principio fundamental hermenéutico en orden a la solución de esa cuestión, hemos de resaltar que la relación más universal entre Dios y un mundo en devenir consiste en que aquél, como el ser más í­ntimo del mundo y así­ precisamente como el absolutamente superior al mismo, concede al ente finito una verdadera y activa trascendencia de sí­ mismo en su devenir, cosa que en definitiva equivale a la concesión de un futuro, que es la causa final, la cual constituye la verdadera y auténtica causa eficiente en todo devenir. Así­ la pregunta sobre la esencia de la r. es la cuestión sobre el caso más alto y radical de aquel pensamiento en que se muestra cómo la evolución real operada desde abajo, la cual llega a lo superior partiendo de la inferior, que se supera a sí­ mismo, y, por otro lado, la creación permanente desde arriba, son sólo dos caras – ambas igualmente verdaderas y reales – del prodigio único del devenir y de la historia.

O también, dicha pregunta es el caso supremo del pensamiento de que Dios, en su libre relación con su creación, no es una causa categorial junto a otras en el mundo, sino la razón viva, permanente y trascendental del propio movimiento del mundo mismo. Y esto precisamente tiene validez a su manera también respecto de la relación entre Dios y el mundo en el acontecer y en la historia de la r.; y hasta tiene validez allí­ en grado supremo, porque esa historia debe ser en máximo grado acción de Dios y a la vez acción del hombre, puesto que es la más alta realidad en el ser y evolución del mundo.

Así­ quedan también mencionadas las posiciones para superar en principio el muerto contraste entre el inmanentismo del modernismo y el extrinsecismo en la concepción de la r. Para el modernismo (por lo menos en la forma sistematizada de la condenación eclesiástica) la r. no es más que la evolución, inmanente y necesaria en la historia humana, de la necesidad religiosa, que se objetiva en las más varias formas de la historia de las religiones y lentamente se eleva a una pureza superior y a una plenitud más universal hasta objetivarse en el judaí­smo y el cristianismo. Según el extrinsecismo en la concepción de la r., ésta es el acontecimiento de una intervención extrí­nseca de Dios, que habla a los hombres y por los profetas les comunica verdades en proposiciones que de otro modo les son inaccesibles, y les imparte instrucciones – de orden moral y de otros órdenes – que el hombre debe seguir puntualmente.

Teologia de la revelación
a) Si la teologí­a toma en serio la doctrina (obvia para ella) sobre la -> gracia divinizante y la “universal voluntad salví­fica de Dios” (cf. salvación), así­ como la necesidad de la gracia interna elevante para la fe y la teorí­a tomista sobre la trascendental significación ontológica de la gracia entitativa, y aplica eficazmente esas doctrinas al tratarse del concepto de r., en tal caso, sin caer en el modernismo, puede y debe reconocer la historia de la r. y todo lo que acostumbra a llamar simplemente r. como la propia interpretación categorial histórica de Dios en su relación con el hombre o, más sencillamente y exactamente, como la historia de aquella relación trascendental entre Dios y el hombre que está dada por la comunicación sobrenatural y gratuita de -> Dios mismo a todo espí­ritu, la cual, a pesar de su sobrenaturalidad, se halla ineludiblemente inserta en el hombre y con razón merece llamarse ya r. Si la -> trascendencia se realiza siempre históricamente y se da a través de la mediación histórica, y si hay una constitución trascendental del hombre a manera de -> existencial HI) permanente, consistente en lo que llamamos gracia divinizante por la comunicación de Dios mismo y no por eficiencia causal de otro ser, en tal caso esta trascendencia absoluta precisamente con miras a la cercaní­a absoluta del misterio inefable que hace donación de sí­ mismo al hombre, tiene una historia, que llamamos historia de la r. (cf. historia de la -> salvación II).

Así­ el acontecimiento mismo de la r. tiene siempre un doble aspecto: la constitución de la trascendencia del hombre sobrenaturalmente elevada como su existencial permanente, aunque gratuito, y eficaz siempre y en todas partes, pues se halla presente incluso a modo de repulsa; lo cual implica la experiencia trascendental de la cercaní­a absoluta y clemente de Dios, aun cuando aquélla no pueda objetivarse para cualquiera ni de cualquier modo, de una parte. Y, por otra parte, la mediación histórica, la objetivación de esta experiencia sobrenatural y trascendental, que acontece en la historia y en su totalidad constituye la historia entera (de forma que la arbitraria reflexión teológica del individuo pertenece también a esta historia, pero no la funda ni constituye primariamente), y que se llama historia de la r. en sentido usual allí­ donde es realmente historia de la verdadera interpretación de esta experiencia sobrenatural y trascendental, y no su tergiversación, allí­ donde, por eso, es realmente resultado de la comunicación trascendental de Dios por la gracia y acontece por tanto bajo la voluntad de esta comunicación, o sea, bajo una sobrenatural providencia salvadora de Dios, y, además, allí­ donde es comprendida como tal. Si se ve así­ la unidad y el recí­proco condicionamiento entre la r. trascendental y la categorial e histórica o, mejor dicho, entre el momento trascendental y el histórico (mediador) de la r. una y de su historia una, se hace también visible una distinción realmente originaria en lo revelado en ella:
Está revelado Dios como el que, en absoluta y misericordiosa cercaní­a, se comunica a si mismo como Dios y, consiguientemente, como misterio absoluto; está revelada la mediación histórica de esta experiencia trascendental como experiencia de Dios válida y absoluta que acontece y se acredita en cuanto tal; está revelada, en el ya acontecido punto culminante, singular y definitivo de esta historia de la r., la absoluta e irrevocable unidad de la comunión de Dios a la humanidad y de su mediación histórica en la unidad del Dios-hombre, -> Jesucristo, que es Dios mismo como comunicado y la aceptación humana de tal comunicación y, a la vez, la definitiva aparición histórica de esa donación y de su aceptación. Y en esa unidad de la comunicación trascendental de Dios y de su definitiva mediación y aparición histórica, comoquiera que está en obra la comunicación de Dios en sí­ mismo, se revela también el misterio fundamental del Dios trino, pues en este misterio sólo se trata del “en-sí­” del “para-nosotros” de Dios en historia y trascendencia, de Dios en su siempre incomprensible primigenidad, de Dios en su poder real de venir a la trascendencia del hombre y a su historia: Padre, Espí­ritu e Hijo. En cuanto aqui la historia es mediadora de trascendencia, el Hijo enví­a al Espí­ritu; en cuanto la trascendencia crea historia, el Espí­ritu opera la -” encarnación del Logos; en cuanto la aparición en la historia significa el desencubrimiento de la realidad, el Logos encarnado está en verdad patente como lugar en que el Padre se expresa a si mismo; en cuanto la venida de Dios entre nosotros en el centro de nuestra existencia significa su amor y nuestro amor, el Pneuma se revela en su “en-si” como -> amor. Al hacer nosotros, en la mediación histórica, la experiencia de la trascendental y absoluta cercaní­a de Dios en la comunicación de sí­ mismo, y al aceptarla gracias a su propia acción, sabemos en absoluto en este acto de fe lo que decimos cuando hablamos de la -> Trinidad y en ella expresamos brevemente la forma y el contenido de nuestra fe cristiana, de su r. y de la historia de esa r. y cuando somos bautizados en estos tres nombres.

b) Lo que así­ ha quedado resaltado como sí­ntesis de la r., ha de aclararse respecto de su fundamento y sus consecuencias por algunas reflexiones ulteriores.

Si lo dicho es exacto, sí­guese que la r. trascendental y la categorial, junto con la historia de la r., coexisten con la historia espiritual de la humanidad en general. Esto no es un error del modernismo, sino una verdad cristiana, la cual puede documentarse por el hecho de que la historia de la salvación sobrenatural se opera por doquier en la historia; hecho cierto que ha entrado con más claridad aún en la conciencia cristiana por las declaraciones del Vaticano ii (Lumen gentium, n.° 16); ahora bien, no puede darse salvación espiritual sin -> fe, ni fe sin r. propiamente dicha. No es menester explicar esta posibilidad de r. y de fe fuera de la historia de la r. y de la fe en el AT y el NT por una teorí­a especial, ni apelar a una tradición categorial explí­cita de la -> revelación primitiva, en la que temática y doctrinalmente se hubiera transmitido la experiencia categorial de Adán, cosa no muy verosí­mil ante el actual conocimiento de la historia de las religiones y la duración de la historia de la humanidad. Basta admitir lo que es atestiguado por los datos de la teologí­a actual, que cada hombre por la gracia está elevado de manera no refleja en su espiritualidad trascendental, y que esa divinización “entitativa” (dada previamente a la libertad, aunque ésta no es aceptada por la fe) significa una divinización trascendental de la situación fundamental del hombre, de su postrer horizonte de conocimiento y libertad, bajo el cual él realiza su existencia.

Eso supuesto, por el existencial sobrenatural del hombre, de todo hombre en general, se da ya una r. de Dios por la gratuita comunicación de sí­ mismo. Y dicha situación fundamental gratuita del hombre, que está dirigida al Dios de la vida trinitaria, puede de todo punto entenderse ya como palabra revelada, supuesto, por una parte, que ese concepto de palabra no se limite a una dimensión fonética, y que no se olvide, por otra parte, cómo la r. trascendental se comunica siempre históricamente, y cómo la realidad histórica del hombre nunca puede carecer de palabras, nunca consiste en hechos muertos, pues la interpretación de los mismos es un factor constitutivo en todo acontecer histórico. Por la sola apertura del hombre trascendentalmente experimentada hacia el Dios trino de la vida eterna no se da ya una r. objetiva de verdades o proposiciones particulares, pero sí­ algo más importante y latente en todos los enunciados de la fe como condición de su posibilidad, algo que por primera vez puede hacerlos palabras reales de Dios: el horizonte sobrenatural de experiencia con carácter apriorí­stico, la luz de la fe como tal, usando términos de la tradición. Todo ello no quiere decir, naturalmente, que esta apriorí­stica apertura trascendental del hombre al Dios de la vida eterna y de la comunicación absoluta pueda darse por sí­ sola en forma ahistórica, y que ella por sí­ misma, en una introspección individualista y ajena a la historia, divague sin controles en una esfera mí­stica. Se realiza necesariamente en la historia de la acción y del pensamiento de la humanidad, donde puede realizarse muy expresa o muy ocultamente. En este sentido no hay nunca una historia de la r. trascendental por sí­ misma, sino que la historia concreta es siempre individual y colectivamente la historia de la r. trascendental de Dios.

Naturalmente, tal historia concreta nunca es simplemente la pura historia de la r. en sí­ misma. Esta acontece siempre en aquélla; en medio de una unidad indisoluble de error, falsa interpretación, culpa y abuso, es historia a la vez justa y pecadora, en que se compenetran inseparablemente, hasta el juicio de Dios, la historia de la culpa y la historia de la gracia. Esto de ningún modo excluye una auténtica historia de la r. en la historia de la humanidad, de modo que, p. ej., para el cristiano una posibilidad diacrí­tica de distinción en la historia religiosa veterotestamentaria entre auténtica historia de la r. e historia de la religión culpablemente sellada por la propia gloria sólo es posible partiendo de Cristo, y nunca partiendo únicamente de los criterios que nos procura la antigua alianza misma, tanto más por el hecho de que los escritos del AT sólo en Cristo tienen un canon interno y externo como norma de su hermenéutica. Pero, no obstante, esos escritos deben ser reconocidos por el cristiano como auténtica historia de la r. del Padre de nuestro Señor (-> Escritura I-III).

c) Mas también el que quiera desarrollar la noción de r. partiendo totalmente del encuentro con la palabra de Dios predicada o escrita, se encuentra a la postre con el lado trascendental del acontecimiento de la r. Porque exige un canon dentro del -> canon, ya que para él la palabra pronunciada o escrita de Dios sólo se torna simplemente palabra de Dios en el interior acontecimiento gratuito de la fe, y con ello el que así­ procede desmitologiza el mensaje exterior de la fe mediante una forma trascendental. Si la historia de las -> religiones es la parte de la historia humana en general donde la naturaleza teológica del hombre no sólo se realiza de hecho (como en toda historia), sino que se hace también temática, sí­guese que la historia de las religiones es a la vez la parte más explí­cita de la historia de la r. y el lugar espiritual en que aparecen de la manera más clara y con las más graves consecuencias las falsas interpretaciones históricas de la experiencia trascendental de Dios. Pero siempre ambas cosas. Y siempre en una duplicidad indisoluble para nosotros.

d) En la teologí­a de los últimos decenios, en contraste con la teologí­a medieval, que trataba preferentemente la cuestión de la acreditación del portador de la r. por medio de -> milagros ante el oyente llamado a la fe, apenas se trata o sólo se trata al margen la cuestión del hecho de la r. en su portador, que es el profeta mismo (cf. -> profetismo). De lo dicho se sigue que la teologí­a del proceso de la fe y la del acontecimiento de la r. son en gran parte idénticas, y que, consiguientemente, la teologí­a fundamental tiene metódicamente toda la razón al tratar dentro de su campo el analysis fidei, con la sola condición de que lo haga allí­ donde la – fe y la recepción de la r. pueden aún ser vistas en su primigenia unidad, pues el aspecto trascendental de la recepción originaria de la r. y el de la fe son una y misma cosa: la constitución del hombre como gratuitamente determinado por la comunicación ontológica que Dios hace de sí­ mismo, y la radical y libre entrega del hombre a este existencial de su existencia (cf. también acceso a la -> fe, A).

Respecto de la desmitización, que para la teologí­a católica se concreta en gran parte en la cuestión sobre la posibilidad, el sentido y la cognoscibilidad de lo que la teologí­a fundamental llama milagro, partiendo de la idea fundamental que acabamos de insinuar ha de plantearse expresamente la cuestión de si en este contexto no habrá de hacerse valer con más claridad el pensamiento de que la mediación misma de una experiencia trascendental de Dios no puede de nuevo mediarse (transmitirse) adecuadamente, sino que también cuenta siempre con que el sujeto receptor está en lo inmediato. Por eso no es en principio posible ni necesaria una distinción entre la mediación por el factum brutum de la así­ llamada realidad objetiva y la mediación por la representación que interpreta aquel factum brutum, porque la mediación tiene su última verdad en lo mediado mismo; por eso, consiguientemente, tanto el que desmitizando separa puramente como el que identifica absolutamente la mediación y lo mediado, pasan por alto la diferencia y la unidad ontológica entre lo categorial y lo trascendental, y la diferencia e indisoluble unidad en la mediación entre lo que se llama hecho histórico y su interpretación. Claro que en este punto hay que recordar también que, como histórica, la mediación también es siempre social, es decir, “eclesial” en el más profundo sentido de la palabra y, por tanto, también un entregarse a la fe de la Iglesia, que la reflexión no penetrará nunca adecuadamente, o de la comunión de los creyentes, a la fe de la Iglesia que en el cuerpo colectivo y en el individuo es siempre la unidad de signo y verdad, los cuales, como en la palabra del sacramento y en el Logos hecho carne, se dan previamente sin división y sin mezcla y no se unen primeramente por obra del creyente.

e) Partiendo de aquí­ puede resultar claro qué sea la fides implicita: en el fondo esta expresión quiere decir que toda fe expresada categorialmente como tal es una aprehensión del signo, y, por tanto, sólo es realmente fe cuando aprehende el signo al ser aprehendida por el misterio inefable de la presencia del Dios que misericordiosamente se comunica a sí­ mismo, y cuando entienden también la mediación categorial como un signo, que es el de la Iglesia y se da en la Iglesia. Comoquiera que por la r. no se levantan las tinieblas sagradas del Dios incomprensible, sino que cobran carácter definitivo y son recibidas en sí­ mismas por el hombre con adoración y amor, la “condición implí­cita” de lo propiamente revelado en la palabra de la r. y la “condición implí­cita” de la propia fe en la de la Iglesia pertenecen a la esencia de la r. y de la fe, y no son simplemente un momento que sólo se dé cuando los incultos o los tontos aceptan la r. por la fe.

f) Partiendo de aquí­ puede entenderse mejor un fenómeno conocido en la historia de la religión y en la historia de los dogmas cristianos: el intento reiterado una y otra vez de reducir la totalidad de una polifacética y amplia dogmática y de las instituciones de una religión a un núcleo, a lo real y únicamente importante, llámese y evóquese como se quiera ese núcleo único y decisivo. Desde el punto de vista de la indicada unidad entre la r. categorial y la trascendental, cabe decir sobre ese intento: que realmente se da en la religión tal núcleo uno y único, pero éste no puede ser sustituido por ninguna reducción que se quede en lo categorial, ni experimentarse por ello más inmediata y seguramente; que el -> cristianismo, si quiere ser la religión absoluta de todos y no sólo una alianza particular de un pueblo determinado con Dios, no puede renunciar a confesar a Cristo como mediador y salvador de tal manera que, en su verdadera corporeidad y carácter intramundano, integra en sí­ toda mediación imaginable a través de todo lo real, y así­ la relativiza y pone simultáneamente como válida. Consiguientemente, no hay ningún “lugar” en esta mediación que en principio pueda excluir por completo lo otro, ni la palabra, ni el signo ritual, ni la socialización eclesiástica, ni el ministerio, ni la imagen, ni siquiera lo profano. Pero, sin perjuicio de la pluralidad de la mediación y de su legitimidad y obligación en sí­ misma bajo todos los aspectos, puede suceder que, en los distintos tiempos y espacios que el Dios único ha puesto a la gracia aun en la nueva alianza, la urgencia y la perceptibilidad de las mediaciones particulares, aun donde éstas son permanentemente válidas, tengan a su vez una historia. Y esa historia de la r. hecha definitiva en Cristo dentro del último y eterno eón, puede también refiejarse como legí­tima y querida por Dios en la trágica historia de la cristiandad dividida, en cuya escisión la auténtica pluralidad de las muchas mediaciones históricas de la r. una se reproduce, nos acusa y, no obstante, nos promete la gracia de Dios.

g) De esta unidad y distinción entre la r. trascendental y la r. categorial e histórica, que implican la misma diferencia y la misma unidad en la fe, resulta también la referencia a la credulidad (disposición para creer), tal como ésta ha de pensarse como distinta de la fe y en unidad con ella. Si se prescinde de lo que se dice sobre la gracia (por lo general en un plano accesorio) en la descripción teológica de la fe, el carácter de ésta como oí­r es interpretado tan a posteriori y empí­ricamente desde determinadas proposiciones reveladas de fe, que ese carácter de “audición” inherente a la fe aparece casi con una facultad formal (la cual no tiene necesidad de reflexión ulterior) de aprehender cualesquiera proposiciones, que se entienden con tal sean propuestas de manera recta, legí­tima y adecuada. La capacidad misma “a priori” de la fe, la credulidad precisamente, apenas es tema de reflexión en la teologí­a. Naturalmente, esta credulidad como capacidad apriorí­stica de la r. y de la fe no debe pensarse a manera de una facultad regional junto a otros, p. ej., como un determinado sentimiento, como una “necesidad” delimitada por sí­ misma. Debiera más bien entenderse como unidad de lo que hemos llamado el aspecto trascendental en la r. y de la capacidad apriorí­stica (idéntica con la trascendentalidad del hombre entero) para la comunicación de Dios en la gracia, por la que es constituida la apertura trascendental de Dios. Una y otra cosa deben entenderse en un sentido no óntico, sino ontológico.

h) Todo análisis de la fe declara la autoridad de Dios como el supremo, último y único “objeto formal” y “motivo” de la fe. Luego, lógicamente, llega por lo general a un verdadero e insuperable callejón sin salida, pues piensa esta “autoridad” misma como mediada categorialmente por un conocimiento a posteriori, o sea como condicionada en su cognoscibilidad por el horizonte de conocimiento humano, que tal análisis quiere superar para que la palabra permanezca realmente palabra de Dios y no se desvirtúe por el apriorismo humano hasta un nivel puramente creado. Pero si en el acontecimiento de la r. y de la fe Dios mismo es en su propia comunicación lo creí­do y el principio apriorí­stico de la fe, si la lógica de la fe no es aprehendida categorialmente desde fuera, sino (exactamente como la lógica natural originariamente actualizada) una estructura ontológica interna del acto mismo de fe, si el mensaje exterior de fe no transmite el motivo a posteriori de la fe, sino el apriorí­stico para la inmediatez consigo mismo, en tal caso el problema mencionado carece de objeto. Así­ resulta también mucho más comprensible por qué un acto de fe materialmente falso puede ser, no sólo un reconocimiento humano de un objeto formal aposteriorí­stico, aprehendido bajo un apriorismo puramente humano, sino también un auténtico acto de fe.

3. La revelación y el magisterio
Donde se da la presencia escatológica y refleja de la comunicación revelante de Dios por Cristo (como punto culminante y definitivo de esta comunicación), con una constitución social explí­cita y una definitividad escatológica, se da lo que llamamos Iglesia. La Iglesia es la destinataria y anunciadora de esta r. absoluta. En cuanto la verdad de esa absoluta manifestación de Dios es la definitiva y, por cierto, como victoriosa, como dada en Cristo de manera real y permanente y no sólo de manera ideológica, la Iglesia es infalible en su profesión de la verdad, es decir, su credo, en que está la verdad objetiva y real de la donación de Dios mismo en Cristo, no puede perecer, no puede errar, cuando se realiza con absoluto compromiso de la Iglesia, pues de lo contrario ya no estarí­a allí­ la verdad misma de Cristo (-> infalibilidad). En cuanto esta victoria de la verdad de Cristo en la Iglesia es la verdad – que la constituye – de una Iglesia estructurada jerárquicamente, la función de servicio de la “infalibilidad” debecorresponder a su dirección jerárquica, a su magisterio (-> papa y -> episcopado). Misión de éste es guardar la permanente presencia de la verdad de Cristo en la actualización y el desarrollo de la misma para cada nuevo presente histórico.

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La religión de la Biblia está fundada en una revelación histórica; este hecho la sitúa aparte en medio de las religiones. Algunas de ellas no recurren en absoluto a la revelación: el budismo tiene como punto de partida la iluminación completamente humana de un sabio. Otras presentan su contenido como una revelación celeste, pero atribuyen su transmisión a un fundador legendario o mí­tico, como Hermes Trismegisto para la gnosis hermética. En la Biblia, por el contrario, la revelación es un hecho histórico perceptible: sus intermediarios son conocidos, sus palabras se han conservado, ya directamente, ya en una *tradición sólida. El Corán estarí­a en el mismo caso. Pero, sin hablar de los signos que autentizan la revelación bí­blica, esta no reposa en la enseñanza de un fundador único; se la ve desarrollarse durante quince o veinte siglos, antes de alcanzar su plenitud en el hecho de Cristo, revelador por excelencia. Para un cristiano creer es acoger esta revelación que llega a los hombres traí­da por la historia.

AT. ¿Por qué, pues, esta revelación? Es que Dios está infinitamente pór encima de los pensamientos y de las palabras del hombre (Job 42,3). Es un Dios escondido (Is 45,15), tanto más inaccesible cuanto que el pecado hizo perder al hombre su familiaridad con él. Su designio es un *misterio (cf. Am 3,7); dirige los pasos del hombre sin que éste comprenda el camino (Prov 20,24). En conflicto con los enigmas de su existencia (cf. Sal 73,21s) no puede el hombre hallar por sí­ mismo las claridades necesarias. Le es necesario volverse hacia aquél “cuyas son las cosas ocultas” (Dt 29,28), para que él le descubra estos secretos en que no es posible penetrar (cf. Dan 2, 17s), para que le haga “ver su gloria” (Ex 33,18). Ahora bien, aun antes de que el hombre se vuelva hacia Dios, Dios mismo toma la iniciativa y le habla el primero.

I. Cí“MO REVELA Dios. 1. Técnicas arcaicas. El medio oriental usaba de ciertas técnicas para tratar de penetrar los secretos del cielo: adivinación, presagios, sueños, consulta de la suerte, astrologí­a, etc. El AT conservó durante largo tiempo algo de estas técnicas, purificándolas de sus adherencias politeí­stas o mágicas (Lev 19,26; Dt 18,10s; lSa 15, 23; 28,3), pero atribuyéndoles todaví­a cierto valor. Dios, condescendiendo con la mentalidad imperfecta de su pueblo, confí­a efectivamente su revelación a estos canales tradicionales. Los sacerdotes lo consultan por medio de los Urim y los Tummim (Núm 27,21; Dt 33,8; ISa 14, 41; 23,10ss) y sobre esta base pronuncian oráculos (Ex 18,15s; 33.7-11 ; Jue 18,5s). José posee una copa adivinatoria (Gén 44,2.5) y es perito en la interpretación de sueños (Gén 40-41). En efecto, los sueños se consideran como portadores de las indicaciones del cielo (Gén 20,3; 28.12-15; 31,Ilss: 37,5-10), y esto hasta una época bastante baja (Jue 7,13s; ISa 28,6; 1 Re 3,5-14); pero progresivamente se van distinguiendo los que Dios mismo enví­a a los profetas auténticos (Núm 12,6; Dt 13,2) y los de los adivinos profesionales (Lev 19,26; Dt 18,20), contra los cuales batallan los profetas (Is 28,7-13; Jer 23,25-32) y los sabios (Ecl 5,2; Eclo 34,1-6).

2. La revelación profética. Estas técnicas son habitualmente superadas por los *profetas. En ellos se traduce de dos maneras la experiencia de la revelación : por visiones y por la audición de la *palabra divina (cf. Núm 23,3s.15s). Las visiones en sí­ mismas serí­an enigmáticas: ni siquiera un profeta podrí­a *ver directamente las realidades divinas ni el desenvolvimiento futuro de la historia. Lo que ve queda envuelto en sí­mbolos, unas veces tomados del acervo común de las religiones orientales (p.e. lRe 22,16; Is 6,lss; Ez 1), otras veces creadas en forma original (p.e. Am 7,1-9; Jer 1,11s; Ez 9). De todas formas se requiere la palabra de Dios para suministrar la clave de estas visiones simbólicas (p. e. Jer 1,14ss; Dn 7,15-18; 8,15.. ); las más de las veces llega la palabra a los profetas sin que la acompañe visión alguna, y hasta sin que puedan decir de qué manera les ha llegado (p.e. Gén 12,1s; Jer 1, 4s). Tal es la experiencia fundamental, que en el AT caracteriza a la revelación.

3. La reflexión de sabidurí­a. Los sabios, a diferencia de los profetas, no presentan su doctrina como resultado de una revelación directa. La *sabidurí­a recurre a la reflexión humana, a la inteligencia, a la’ comprensión (Prov 2,1-5; 8,12.14). Sin embargo. es un don de Dios (2,6), pues todo saber dimana de una Sabidurí­a trascendente (8,15-21.32-36; 9,1-6). Más aún: los datos sobre los que se ejercita esta reflexión guiada por Dios pertenecen con pleno derecho a la revelación divina: la *creación, que manifiesta a su manera al creador (cf. Sal 19,1 ; Eclo 43); la historia, que da a conocer sus caminos (Eclo 44-50, sin contar los libros históricos) la *Escritura, que contiene la *ley divina y las palabras de los profetas (Eclo 39,1ss). Semejante sabidurí­a no es, pues, cosa humana; en sí­ misma es un modo de revelación que prolonga el modo profético; porque la Sabidurí­a divina que la guí­a es, como el Espí­ritu, una realidad trascendente, “un reflejo de la esencia de Dios” (Sab 7,15-21); igualmente la luz que aporta a los hombres es la de un conocimiento sobrenatural (Sab 7,25s; 8, 4-8).

4. El apocalipsis. Al final mismo del AT profecí­a y sabidurí­a se entrecruzan en la literatura apocalí­ptica, que es por definición una revelación de los secretos divinos. Esta revelación está en conexión tanto con la Sabidurí­a (Dan 2,23; 5,11.14) como con el Espí­ritu divino (Dan 4,5s.15; 5,11.14). Puede tener como fuentes sueños y visiones; pero puede también proceder de una meditación de las Escrituras (Dan 9,lss). En todo caso la palabra de Dios es la que da, por conocimiento sobrenatural, la clave de estos sueños, de estas visiones, de estos textos sagrados.

II. LO QUE Dios REVELA. El objeto de la revelación divina es siempre de orden religioso. No se carga ni con el fárrago cosmológico ni con las especulaciones metafí­sicas de que están llenos los libros sagrados de la mayorí­a de las religiones antiguas (así­ los Vedas de la India y las obras gnósticas, como también ciertos apócrifos judí­os). Dios revela sus designios, que trazan para el hombre la ví­a de la salvación; se revela él mismo para que el hombre pueda encontrarlo.

1. Dios revela sus designios. El hombre, nacido en una raza pecadora, no sabe siquiera exactamente lo que Dios quiere de él. Dios le revela por tanto reglas de conducta: su palabra toma forma de enseñanza y de *ley (Ex 20,1…), y el hombre†¢ posee así­ “cosas reveladas” que debe poner en práctica (Dt 29,28). La ley saca todo su valor de este origen divino, que la arranca del plano jurí­dico para hacer de ella la delicia de las almas religiosas (cf. Sal 119, 24.97…). Igualmente, las instituciones del pueblo de Dios son objeto de revelación: instituciones sociales (Núm 11,16s) y polí­ticas (1Sa 9,17), así­ como instituciones cultuales (Ex 25,40). Es que, aun conservando un carácter provisional, como todo el estatuto del *pueblo de Dios en el AT, no por eso dejan de tener significado positivo respecto a la realización de la salvación en el NT: son sus *figuras proféticas.

En segundo lugar, Dios revela a su pueblo el sentido de los acontecimientos que le es dado vivir. Estos acontecimientos constituyen la materia visible del *designio de salvación ; preparan su realización final y son ya su prefiguración. Por esta doble razón tienen una faz secreta que el ojo humano no es capaz de descubrir; pero Dios “no hace nada sin descubrir su secreto a sus servidores los profetas” (Am 3,7). Historiadores, profetas, salmistas, sabios se aplican a porfí­a a esta inteligencia religiosa de la historia, que nace del contacto entre la palabra divina y los hechos, queridos y dirigidos por Dios. Los hechos acreditan la palabra y conducen a los hombres a la *fe, pues tienen valor de signos (Ex 14,30s). La palabra esclarece los hechos, que sustrae a la banalidad cotidiana y al azar (p. e. Jer 27,4-11; Is 45,1-6) para hacerlos entrar en un plan establecido.

Finalmente, Dios revela progresivamente el secreto de los “últimos tiempos”. Su palabra es *promesa. A este tí­tulo enfoca, más allá del presente y hasta del futuro próximo, el término de su designio de salvación. Revela el futuro del linaje de David (2Sa 7,4-16), la gloria final de Jerusalén y del templo (Is 2,1-4; 60; Ez 40-48), el increí­ble papel del siervo doliente (Is 52,13-53, 12), etc. Este aspecto de la revelación profética da a los hombres un conocimiento anticipado del NT, revestido todaví­a de figuras por una parte, pero esbozando ya los rasgos de la alianza escatológica.

2. Dios mismo se revela también a través de lo que realiza acá en la tierra. Su *creación ya lo manifiesta, en su sabidurí­a y en ‘su poder soberano (Job 25,7-14; Prov 8,23-31; Eclo 42,15-43,33). Está como tejida de signos que permiten representarlo simbólicamente, velado en la *nube (Ex 13,21), ardiente como un *fuego (Ex 3,2; Gén 15,17), tronando en la *tormenta (Ex 19,16), suave como la brisa ligera (lRe 19,12s)… Estos signos, observados por los paganos, eran con frecuencia interpretados por ellos torcidamente (Sab 13,1s); la revelación permite ahora al pueblo de Dios contemplar por analogí­a al creador a través de la grandeza y la belleza de las criaturas (Sab 13,3ss).

Sin embargo, por la historia de Israel es como Dios se revela sobre todo en forma especí­fica. Sus actos muestran quién es: el Dios terrible que juzga y combate; el Dios compasivo que consuela (Is 40,1) y que cura; el Dios fuerte que libera y que triunfa… Su definición bí­blica (Ex 34,6s) no es consecuencia de una especulación filosófica; resulta de una experiencia vivida. Y este conocimiento concreto, profundizado a lo largo de los siglos, determina la actitud que los hombres deben tomar frente a él: fe y confianza, temor y amor. Actitud compleja, que rectifica y completa la que adoptarí­a espontáneamente el hombre religioso. Este Dios es creador y dueño, rey y señor; pero para con Israel se muestra igualmente padre y esposo. Así­ el *temor religioso que le es debido debe matizarse con una *piedad cordial (Os 6,6) que puede conducir a la intimidad mí­stica.

¿Se puede decir más? ¿Revela Dios en el AT el secreto í­ntimo de su ser? Aquí­ entramos en el terreno de lo inefable. El AT conoce misteriosas manifestaciones del *ángel de Yahveh, en las que el Dios invisible adopta en cierto modo una forma accesible a los sentidos (Gén 16,7; 21,17; 31,11; Jue 2,1). Conoce las visiones de Abraham, de Moisés, de Elí­as, de Miqueas ben Yimla, de Isaí­as, de Ezequiel, de Zacarí­as… Sin embargo, la gloria divina se vela siempre en ellas bajo sí­mbolos: sí­mbolos cósmicos del fuego y de la tormenta, sí­mbolos que traducen la realeza divina (IRe 22,19; Is 6,lss), sí­mbolos inspirados en el arte babilónico (Ez 1). De todos modos, a Yahveh mismo no se le describe nunca (cf. Ez 1,27s); su *rastro no se ve nunca (Ex 33,20), ni siquiera por Moisés que le habla “cara a cara” (Ex 33,11; Núm 12,8), y los hombres se velan instintivamente el semblante para no fijar sus ojos en él (Ex 3,6; 1Re 19,9s). A Moisés le otorga la revelación suprema, la de su *nombre (Ex 3,14). Pero ésta mantiene intacto el misterio de su ser; en efecto, su respuesta — “Yo soy el que es” o “Yo soy el que soy” – puede interpretarse como una declaración de *misterio: Israel no poseerá el nombre de su Dios de modo que pueda tenerlo dominado, como los paganos circunvecinos tení­an cogidos a sus dioses. Así­ Dios se mantiene en su trascendencia absoluta, aun concediendo a los hombres cierta aproximación concreta a su misterio. Si no penetran todaví­a hasta lo í­ntimo de su ser, están ya ilustrados por su *palabra, por la acción de su *sabidurí­a; están santificados por su ‘Espí­ritu. En los “últimos tiempos” irá más adelante. Entonces “se revelará su *gloria y toda carne la verá” (Is 40,5; 52,8; 60,1). Revelación suprema, cuyo modo no se precisa anticipadamente. Sólo el acontecimiento dirá cómo debe realizarse.

NT. La revelación comenzada en el AT se consuma en el NT. Pero en lugar de ser transmitida por múltiples intermediarios, ahora se concentra en Jesucristo, que es a la vez su autor y su objeto. En ella hay que distinguir tres estadios. En el primero es comunicada por Jesús mismo a sus apóstoles. En el segundo es comunicada a los hombres por los apóstoles, luego por la Iglesia bajo la dirección del Espí­ritu Santo. En el tercero hallará su consumación final cuando la visión directa del misterio de Dios sucederá en los hombres al conocimiento de fe. Para caracterizar estos estadios sucesivos usa el NT un vocabulario variado: revelar (apokalypí­o), manifestar (phaneroo), dar a conocer (gnorizo), poner en claro (photizo), explicar (exegomai), mostrar (deiknyo / -mi), o sencillamente: decir; y los apóstoles proclaman (kerysso), enseñan (didasko) esta revelación que constituye ahora la *palabra, el *Evangelio, el *misterio de fe. Todos estos temas reaparecen en los diferentes grupos de escritos del NT.

I. LOS SINí“PTICOS Y LOS HECHOS.

1. La revelación de Jesucristo.

a) Revelación por los hechos. Incluso en el AT el conocimiento del designio de Dios seguí­a envuelto en sombras; su consumación final, aunque prometida, sólo se evocaba en *figuras. Lo que desgarra actualmente los velos y disipa la ambigüedad de la promesa es el acontecimiento de Cristo. El destino histórico de Jesús, coronado por su muerte y su resurrección da, en efecto, a conocer el contenido real de esta promesa realizándola en los hechos.

b) Revelación por las palabras. Sin embargo, la revelación por los hechos resultarí­a incomprensible si Jesús no explicitara con sus palabras el sentido de sus actos y de su vida. En las *parábolas del reino “proclama las cosas ocultas desde el comienzo del mundo” (Mt 13,35); si para la multitud vela todaví­a su enseñanza bajo sí­mbolos, descubre clara-mente a sus discí­pulos el *misterio de este reino (Mc 4,11 p), que es el término del designio de Dios. Asimismo les revela el sentido oculto de las Escrituras cuando les muestra que el Hijo del hombre debe sufrir, ser entregado a muerte y resucitar al tercer dí­a (Mt 16,21 p). Así­ pues, gracias a él la revelación camina hacia su plenitud: “No hay nada velado que no se haya de revelar, nada oculto que no haya de ser conocido” (Mc 4,22 p).

c) Revelación por la persona de Jesús. Más allá de las palabras de Jesús, más allá de los hechos de su vida, tienen los hombres acceso hasta el centro misterioso de su ser; allí­ es donde hallan finalmente la revelación divina. Jesús no sólo contiene en sí­ mismo el reino y la salvación que anuncia, sino que es la revelación viva de *Dios. Siendo el *Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), él es el único que conoce al Padre y puede revelarlo (Mt 11,27 p). Por el contrario, el misterio de su persona es inaccesible a la “*carne y a la sangre”: imposible de penetrarlo sin una revelación del Padre (Mt 16,17), que se niega a los sabios y a los prudentes, pero se otorga a los pequeños (Mt 11,25 p). Estas relaciones í­ntimas del Hijo y del *Padre, de que no tení­a conocimiento el AT, constituyen el punto culminante de la revelación aportada por Jesús. Y todaví­a el misterio del Hijo se vela bajo una humilde apariencia: la del *Hijo del hombre llamado a sufrir (Mt 8,31ss p). Aun después de su resurrección no se manifestará Jesús al mundo en la plenitud de su gloria. 2. La revelación comunicada.

a) La revelación en la Iglesia. Los actos y las palabras de Jesús no fueron conocidos directamente sino por un pequeño número de personas. Todaví­a más pequeño fue el número de los que creyeron en él y se hicieron sus discí­pulos. Ahora bien, la revelación que aportaba estaba destinada al mundo entero. Por eso la confió Jesús a sus *apóstoles con *misión de comunicarla a los otros hombres (cf. ya Mt 10,26s); irán por el mundo entero a llevar el Evangelio a todas las *naciones (Mt 28,19s; Mc 16,15). Por eso inmediatamente después de su resurrección hace de ellos sus *testigos (Act 1,8). No sólo en cuanto que habiéndole visto con sus propios ojos y habiendo oí­do sus palabras podrán referir exactamente la que él habí­a dicho y hecho (cf. Le 1,2), sino en cuanto que Jesús autentica su testimonio: “El que os escucha me escucha” (Le 10,16). El libro de los Hechos muestra cómo, gracias a estos testigos, la revelación de Jesucristo arraigó en la historia del mundo entero. En él vemos cómo se difunde la palabra desde Jerusalén hasta las extremidades de la tierra. Esbozo concreto que anunciaba la acción de la *Iglesia, prolongación de la de los *apóstoles, desde pentecostés hasta el fin de los tiempos.

b) La revelación y la acción del Espí­ritu Santo. Los Hechos muestran además la estrecha relación que hay entre la comunicación de la revelación en la Iglesia y la acción del Espí­ritu Santo acá en la tierra. Desde el dí­a de pentecostés se da el Espí­ritu Santo y él es el que garantiza la validez del testimonio apostólico (Act 1,8; 2,1-21). Rajo su luz descubren al mismo tiempo los apóstoles el significado total de las Escrituras y el de la existencia de Jesús, y sobre este doble objeto versa ya su testimonio (cf. 2,22-41). Siendo así­ notificada la revelación a los hombres, los que son dóciles al Espí­ritu Santo la acogerán con fe, y con su *bautismo entrarán por la ví­a de la salvación (2,41.47).

3. Hacia la revelación perfecta. La revelación dada por Jesús y comunicada por sus apóstoles y su Iglesia es todaví­a imperfecta, pues las realidades divinas están veladas en ella bajo signos. Pero anuncia ya la revelación total que sobrevendrá al final de la historia. Entonces el Hijo del hombre se revelará en su gloria (Le 17,30; cf. Mc 13,26 p) y los hombres pasarán del “mundo presente” al “mundo venidero”.

II. LAS EPíSTOLAS APOSTí“LICAS. 1. La revelación de Jesucristo.

a) Revelación de la salvación. Si las alusiones a las palabras de Jesús son raras en las epí­stolas apostólicas, en cambio el hecho de Cristo, y particularmente su muerte y su resurrección, ocupan en ellas un puesto central. Es que en este hecho se reveló la salvación prometida en otro tiempo a Israel. Cristo, *cordero sin mancha escogido desde la fundación del mundo, se ha manifestado en los últimos tiempos por causa nuestra (IPe 1,20). Se ha manifestado de una vez para siempre a fin de abolir el pecado por su sacrificio (Heb 9,26). Por esta aparición de nuestro salvador Cristo Jesús se ha manifestado la *gracia de Dios (2Tim 1,10). En él se ha manifestado la *justicia salví­fica de Dios, que testimoniaban la ley y los profetas (Rom 3,21; cf. 1,17). En él se ha revelado el “misterio oculto a las generaciones de tiempos anteriores (Rom 16,26; Col 1,26; lTim 3,16); Dios nos lo hadado a conocer (Ef 1,9), como lo ha notificado también a los principados y a las potestades (3,10). Este misterio es el último secreto del designio de salvación.

b) Revelación del misterio de Dios. Incluso más allá del misterio de la salvación se nos revela en Cristo el ser mismo de *Dios. La creación habí­a sido una primera manifestación de sus perfecciones invisibles, que no tardó en borrarse en el espí­ritu de los hombres pecadores (Rom 1,19ss). Luego el AT habí­a aportado una revelación, todaví­a parcial, de su *gloria. Finalmente “Dios hizo resplandecer el conocimiento de su gloria en la faz de Cristo Jesús” (2Cor 4,6), realizando así­ el oráculo profético de Is 40,5. Tal es el sentido profundo de Cristo, en sus actos y en su persona.

2. La revelación comunicada. Los apóstoles no comprendieron todo esto por sí­ mismos, sino gracias a una revelación interior que les dio su inteligencia (cf. Mt 16,17). Pablo recibió su Evangelio de una revelación de Jesucristo, cuando plugo a Dios revelar en él a su Hijo (Gál 1,12.16). El Espí­ritu que escudriña hasta las profundidades de Dios le reveló el sentido de la *cruz, que es la verdadera sabidurí­a (ICor 2,10). Por revelación le fue notificado el misterio de Cristo, como a todos los apóstoles y profetas, en el Espí­ritu (Ef 3,3ss).

He aquí­ por qué el Evangelio del Apóstol no es a medida humana (Gál 1,11): eco de la *palabra de Dios mismo, es “una fuerza divina para la salvación de los creyentes” (Rom 1,16). Notificando el misterio del Evangelio (Ef 6,19) pone Pablo en claro a los ojos de todos la dispensación de este misterio, en otro tiempo oculto y ahora revelado (3,9s). Tal es el sentido de la palabra apostólica: comunica a los hombresla revelación divina para llevarlos a la *fe que les procurará la salvación.

3. Hacia la revelación perfecta. Sin embargo, el régimen de la fe durará un tiempo limitado. Tiene como fundamento “la aparición del amor de Dios nuestro salvador” en la vida terrenal de Jesús (Tit 3,4). Se prosigue aun cuando Jesús ha entrado ya en la gloria. Tendrá fin con “la aparición en gloria, de nuestro gran Dios y salvador, Cristo Jesús” (Tit 2,13; Le 17,30). Esta revelación final de Jesús (IPe 1,7.13), esta manifestación del cabeza de los pastores (lPe 5,4), forma el objeto de la *esperanza cristiana (2Tes 1,7; 1Cor 1,7; cf. Tit 2,13). En efecto, cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, también nosotros seremos manifestados con él en la gloria (Col 3,4). A esta revelación escatológica de los hijos de Dios aspira con nosotros la creación entera (Rom 8,19-23). Acontecimiento misterioso, imposible de describir, después del cual la visión directa sucederá al régimen de la fe (iCor 13,12; 2Cor 5,7).

III. SAN JUAN. En el vocabulario joánnico se expresa el tema de la revelación sobre todo por el verbo manifestar (phaneroo), pero la idea asoma en todas partes en los textos.

1. La revelación de Jesucristo.

a) La manifestación sensible de Jesús. En el centro de la revelación se halla la persona de *Jesús, *Hijo de Dios venido en carne. Juan Bautista habí­a testimoniado “a fin de que se manifestara a Israel” (Jn 1,31). Efectivamente “se manifestó” (IJn 3,5.8), es decir, se hizo objeto de experiencia sensible. No fue una manifestación fulgurante a los ojos del mundo, como la que habrí­an deseado sus hermanos (Jn 7,4), sino una manifestación cuasi-secreta, paradójica, que culminó en la elevación en *cruz (Jn 12,32), pues miraba esencialmente a quitar el pecado y a destruir la obra del diablo (Un 3,5.8). Sólo después de su resurrección se manifestó Jesús en gloria; y entonces no lo hizo sino para sus discí­pulos (Jn 21,1.14).

b) La manifestación de Dios en Jesucristo. La manifestación sensible de Jesús tení­a un alcance trascendente: era la revelación suprema de *Dios. Revelación por las palabras de Jesús: él que, como Hijo, ha visto a Dios, explica a los hombres (Jn 1,18), primero en términos velados, luego, en ví­speras de su partida, claramente y sin figuras (16,29). Revelación por los actos: sus *milagros eran signos, por los que manifestaba su gloria a fin de que se creyera en él (2,11), pues tal *gloria era la que tení­a del Padre como Hijo único (1,14). Por este doble camino manifestó a los hombres el *nombre de Dios (17,6), es decir, el misterio de su ser, coronando así­ toda la revelación del AT (cf. 1,17). El evangelista, que ha visto, oí­do, palpado al Verbo de vida (IJn 1,1), resume así­ el misterio de su experiencia : en Jesús se manifestó la *vida (1,2), en Jesús se manifestó el *amor de Dios para con nos-otros (4,9).

2. La revelación comunicada. La revelación de Jesucristo no fue recibida por todos los hombres. No solamente porque tan sólo un pequeño número la conoció, sino sobre todo porque su aceptación requerí­a una *gracia interior : “Nadie viene a mí­ si no lo atrae el Padre que me envió” (Jn 6,44). Ahora bien, pocos son los que “oyen la enseñanza del Padre” (6,45); muchos esquivan la luz y prefieren las tinieblas (3,19ss) porque pertenecen al *mundo maligno. Así­ pues, Jesús no manifestó el nombre del Padre sino a los que el Padre mismo habí­a retirado del mundo para dárselos (17,6).

Pero a éstos confió una misión: la de dar *testimonio de El (16,27). Misión difí­cil, que exigirá una inteligencia profunda de lo que dijo e hizo Jesús. Por esto precisamente después de su partida les enviará el Espí­ritu Santo, para que los guí­e hacia la verdad entera (16,12ss). Gracias al Espí­ritu el testimonio apostólico dará a conocer a todos los hombres la revelación de Jesucristo, a fin de que crean y posean la vida: “La vida se manifestó, nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella” (1Jn 1,2): “nosotros hemos visto y testimoniamos que el Padre envió a su Hijo, salvador del mundo” (4,15). Todo hombre podrá, acogiendo este testimonio, como los primeros testigos, “entrar en comunión con el Padre y su Hijo, Jesucristo” (1,3s).

3. Hacia la revelación perfecta. A través del misterio del Verbo hecho carne no se contempla todaví­a la gloria divina, sino en la fe. El hombre “*permanece en Dios”, pero todaví­a no ha alcanzado el término. “Ahora ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos.” Dí­a llegará en que Cristo se manifestará en gloria, en el momento de su advenimiento (cf. 2,28); entonces también nosotros seremos manifestados con él y “seremos semejantes a Dios porque le veremos tal cual es” (3,2). Tal es el objeto de la esperanza cristiana.

IV. EL APOCALIPSIS. El Apocalipsis de Juan es, por su misma definición, una revelación (Ap 1,1). No ya centrada en la vida terrena de Jesús, sino orientada hacia su manifestación final, cuyos pródromos están contenidos en la historia de la Iglesia y del mundo. Es una profecí­a cristiana (1,3), que supone conocida la revelación de la salvación por la cruz y por la resurrección de Cristo. A esta luz lee el vidente las antiguas Escrituras proféticas (cf. 5,1 ; 10.8ss).

Una vez que ya posee su cifra, la utiliza para exponer el misterio de Cristo en todo su desarrollo, desde su nacimiento (12,5) y su inmolación en la cruz (1,18; 5,6) hasta su advenimiento en gloria (19,11-16). Lo esencial de su testimonio versa sobre este último objeto, esta venida de Cristo a la que aspira la Iglesia (22,17).

Su libro nace así­ en la confluencia de dos revelaciones divinas, igual-mente ciertas: la que condensa las Escrituras y la de Cristo que las realizó. El vidente, iluminando una por otra estas dos fuentes del conocimiento de fe, les aporta un último complemento. Gracias a esto, la Iglesia puede ver claro en su destino histórico, donde la *persecución sirve paradójicamente de medio para la *victoria de Dios sobre el mundo y sobre Satán. Los cristianos, en medio de su prueba, contemplan ya en la fe la Jerusalén celeste en espera de que se les revele plenamente (22,2…). Así­ la revelación de Jesucristo, que es ((él mismo ayer, hoy y para siempre” (Heb 13,8), ilumina toda la historia del mundo, desde el principio hasta el fin.

-> Conocer – Designio de Dios – Escuchar – Escritura – Misterio – Parábola – Palabra de Dios – Sabidurí­a – Tiempo – Ver.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

I. El concepto de revelación

El vocablo “revelar”, del lat. revelo, se usa normalmente para traducir el heb. gālâ y el gr. apokalyptō (sustantivo, apokalypsis), que corresponde a gālâ en la LXX y en el NT. gālâ, apokalyptō y revelo expresan todos la misma idea: la de dar a conocer algo oculto, a fin de que pueda verse y conocerse por lo que es. De conformidad, cuando la Biblia habla de revelación, el pensamiento que se quiere expresar es el de Dios el Creador dando a conocer activamente a los hombres su poder y gloria, su naturaleza y carácter, su voluntad, su modo de proceder y sus planes—en pocas palabras, su propia persona—a fin de que puedan conocerlo. El léxico de la revelación, en ambos testamentos, es amplio, y abarca la idea de hacer claras las cosas oscuras, la de dar a conocer las cosas ocultas, la de mostrar señales, la de pronunciar palabras, y la de hacer que las personas a quienes se habla vean, oigan, perciban, entiendan, y conozcan. Ninguno de los vocablos veterotestamentarios es término específicamente teológico—todos ellos tienen su uso profano a la vez—pero en el NT apokalyptō y apokalypsis se usan únicamente en contextos teológicos, y el uso profano ordinario de los mismos no aparece, ni siquiera en circunstancias en que se lo podría esperar (cf. 2 Co. 3.13ss); esto sugiere que para los escritores neotestamentarios ambos términos poseían significación cuasi técnica.

Otros vocablos neotestamentarios que expresan la idea de revelación son faneroō, ‘manifestar, aclarar’; epifainō, ‘dar a conocer’ (sustantivo, epifaineia, ‘manifestación’); deiknuō, ‘mostrar’; exegemai, ‘desplegar, explicar, mediante narración’, cf. Jn. 1.18; jrēmatiō, ‘instruir, amonestar, advertir’ (usado en el gr. secular para los oráculos divinos, cf. Arndt, MM, s.v.; sustantivo, jrēmatismos, ‘respuesta de Dios’, Ro. 11.4).

Desde la perspectiva de su contenido, la revelación divina es tanto indicativa como imperativa, y en ambos sentidos normativa. Las revelaciones de Dios se hacen siempre en el contexto de una demanda de confianza en lo que se revela, y de obediencia a lo que ella determina; vale decir una respuesta que el contenido de esa revelación determina y rige totalmente. En otras palabras, la revelación llega al hombre, no como información sin obligación, sino como regla obligatoria de fe y conducta. La vida del hombre debe gobernarse, no por antojos y fantasias personales, ni tratando de adivinar cosas divinas no reveladas, sino por una reverente aceptación de lo que Dios le haya dado a conocer, lo cual debe llevar a un cumplimiento cabal de todos los imperativos que evidencie contener la revelación (Dt. 29.29).

La revelación gira en torno a dos puntos centrales: (1) los propósitos de Dios; (2) la persona de Dios.

1. Por un lado, Dios informa al hombre acerca de sí mismo: quién es, lo que ha hecho, está haciendo, y va a hacer, y lo que quiere que haga él. Así, tomó a Noé, Abraham, y Moisés y les brindó confianza, contándoles lo que había pensado hacer, y cuál iba a ser el lugar de ellos en lo que había planeado (Gn. 6.13–21; 12.1ss; 15.13–21; 17.15–21; 18.17ss; Ex. 3.7–22). Además, dio a conocer a Israel las leyes y promesas de su pacto (Ex. 20–33, etc.; Dt. 4.13s; 28, etc.; Sal. 78.5ss; 147.19). Reveló sus intenciones a los profetas (Am. 3.7). Cristo habló a sus discípulos acerca de “todas las cosas que oí de mi Padre” (Jn. 15.15), y les prometió el Espíritu Santo para que completara la obra de instruirlos (Jn. 16.12ss). Dios reveló a Pablo el “misterio” de su propósito eterno en Cristo (Ef. 1.9ss; 3.3–11). Cristo le reveló a Juan “las cosas que deben suceder pronto” (Ap. 1.1). Desde este punto de vista, como *revelación precisa emanada de Dios mismo, relativa a sus propósitos y su obra salvífica, Pablo llama al evangelio “la verdad”, en contraste con el error y la falsedad (2 Ts. 2.11–13; 2 Ti. 2.18; etc.). De allí el uso de la frase “verdad revelada” en la teología cristiana para denotar lo que Dios ha dado a conocer a los hombres acerca de sí mismo.

2. Por otro lado, cuando Dios manda su palabra a los hombres, al mismo tiempo los enfrenta con su propia Persona. La Biblia no concibe la revelación como mera difusión de información, divinamente garantizada, sino como un acercamiento personal de Dios a los individuos, destinado a hacerse conocer por ellos (cf. Gn. 35.7; Ex. 6.3; Nm. 12.6–8; Gá. 1.15s). Esta es la lección que se ha de aprender de las teofanías del NT (cf. Ex. 3.2ss; 19.11–20; Ez. 1; etc.), y del lugar que representa el enigmático “ángel (mensajero) de Yahvéh”, que resulta ser, tan evidentemente, manifestación de Yahvéh mismo (cf. Gn. 16.10; Ex. 3.2ss; Jue. 13.9–23): la lección, vale decir, de que Dios no es sólo el autor y el tema de sus mensajes a los hombres, sino que es, también, su propio mensajero. Cuando el hombre se encuentra con la palabra de Dios, por casual y accidental que pueda parecer ese encuentro, Dios se encuentra con ese hombre, le dirige la palabra a él personalmente, y le exige una respuesta personal como Autor de ella.

Hablando en general, los primeros teólogos protestantes analizaban la revelación enteramente en función de la comunicación por parte de Dios de verdades relativas a sí mismo. Sabían, por supuesto, que Dios ordenó la historia bíblica, y que ahora ilumina a los hombres a fin de que acepten el mensaje bíblico, pero consideraban lo primero bajo el encabezamiento de providencia, y lo segundo bajo el encabezamiento de iluminación, y no relacionaban formalmente su concepto de revelación con ninguno de los dos. Su doctrina de la revelación giraba en torno a la Biblia; para ellos las Sagradas Escrituras constituían la verdad revelada confiada a la pluma, y la revelación la actividad divina que llevaba a su producción. Correlacionaban revelación con inspiración, definiendo la primera como la comunicación divina, a los escritores bíblicos, de verdades acerca de Dios mismo, que de otro modo resultaban inaccesibles, y la segunda como la capacitación necesaria para que pudieran escribir lo revelado con veracidad, según su voluntad. (Es evidente que esta formulación tiene sus raíces en el libro de Daniel: cf. Dn. 2.19, 22, 28ss, 47; 7.1; 10.1; 12.4.)

Muchos teólogos modernos, por reacción contra esta perspectiva, debido a una supuesta necesidad de abandonar la noción de la Escritura como verdad revelada, hablan de la revelación como la acción por la cual Dios dirige la historia bíblica y hace que el individuo tome conciencia de su presencia, actividad, y pretensiones. El foco central de la doctrina de la revelación se desplaza así hacia la historia de la redención que registra la Biblia. Esto generalmente va aparejado a la afirmación de que no hay, hablando con propiedad, tal cosa como verdad comunicada (“revelación proposicional”) por Dios; la revelación es esencialmente no verbal en carácter. Pero esto equivale a decir en efecto que el concepto bíblico de que Dios habla (el acto revelatorio más común y fundamental que le atribuye la Escritura) no es más que una metáfora que confunde; lo cual parece improbable. Sobre esta base, además, se sostiene que la Biblia no es, estrictamente hablando, revelación, sino respuesta humana a la revelación. Esto, sin embargo, parecería no ser bíblico, ya que el NT invariablemente cita afirmaciones veterotestamentarias—proféticas, poéticas, legales, históricas, admonitorias, y relativas a hechos—como autorizadas expresiones divinas (cf. Mt. 19.4s; Hch. 4.25s; He. 1.5ss; 3.7ss; etc.). La perspectiva bíblica es la de que Dios se revela tanto mediante hechos como mediante palabras: primero ordenando la historia redentora, luego inspirando un registro explicativo escrito de esa historia a fin de que las generaciones posteriores pudiesen ser “sabias para la salvación” (cf. 2 Ti. 3.15ss; 1 Co. 10.11; Ro. 15.4), y finalmente iluminando a los hombres de todas las edades para que puedan discernir la significación de la revelación así entregada y registrada, y reconocer su autoridad (cf. Mt. 16.17; 2 Co. 4.6). Así, al destacar positivamente los dos conjuntos de ideas que se contrastan arriba resultan complementarios antes que contradictorios; deben combinarse ambos a fin de cubrir todo el campo del concepto bíblico de la revelación.

II. Necesidad de la revelación

La Biblia da por sentado en todo momento que Dios tiene que darse a conocer antes que los hombres puedan conocerlo. La idea aristotélica de un Dios inactivo a quien el hombre puede descubrir mediante el razonamiento es totalmente antibíblica. Hace falta la iniciativa revelatoria, primero, porque Dios es trascendente. Está tan lejos del hombre en su modo de ser que el hombre no puede verlo (Jn. 1.18; 1 Ti. 6.16; cf. Ex. 33.20), ni descubrirlo escudriñando (cf. Job 11.7; 23.3–9), ni leer sus pensamientos mediante hábiles conjeturas (Is. 55.8s). Aun si el hombre no hubiera pecado, por lo tanto, no hubiera conocido a Dios sin la revelación. De hecho, vemos que Dios le habla al Adán no caído en el Edén (Gn. 2.16). Hay, sin embargo, una segunda razón que hace que el conocimiento de Dios por parte del hombre deba depender de la iniciativa revelatoria divina. El hombre es pecador. Su poder de percepción en el reino de lo divino se ha embotado tanto por influencia de Satanás (2 Co. 4.4) y el pecado (cf. 1 Co. 2.14), y su mente está tan ocupada con su propia y fantasiosa “sabiduría”, que se desenvuelve en sentido contrario al verdadero conocimiento de Dios (Ro. 1.21ss; 1 Co. 1.21), que con sus facultades naturales no puede aprehender a Dios, cualquiera sea la forma en que le sea presentado. En efecto, según Pablo, Dios se presenta constantemente a sí mismo a todos los hombres por medio de sus obras de creación y providencia (Ro. 1.19ss; Hch. 14.17; cf. Sal. 19.1ss), y por la acción espontánea de la conciencia natural (Ro. 2.12–15; cf. 1.32); y sin embargo no es reconocido ni conocido. La presión de esta constante autorrevelación de parte de Dios produce idolatría, por cuanto en su perversidad la mente caída procura apagar la luz, transformándola en oscuridad (Ro. 1.23ss; cf. Jn. 1.5), pero no lleva al conocimiento de Dios, ni a la santidad de vida. La “revelación general” (como se la suele llamar) de su eternidad, su poder, y su gloria (Ro. 1.20; cf. Sal. 19.1), de su bondad para con los hombres (Hch. 14.17), de su ley moral (Ro. 2.12ss), de su demanda de culto y obediencia (Ro. 1.21), y de su ira para con el pecado (Ro. 1.18, 32), sirve, por lo tanto, sólo para que el hombre “no tenga excusa” por toda su “impiedad e injusticia” (Ro. 1.18–20).

Esto demuestra que la necesidad que tiene el hombre caído de la revelación va mas allá de la de Adán en dos sentidos. Primero, necesita una revelación de Dios como redentor y restaurador, alguien que evidencie misericordia para con los pecadores. La revelación de Dios a través de la creación y la conciencia habla de ley y juicio (Ro. 2.14s; 1.32), pero no de perdón. Segundo, suponiendo que Dios otorgue esa revelación (la Biblia es toda ella una larga proclamación de lo que hace), el hombre caído todavía necesita iluminación espiritual antes de que pueda entenderla; de otro modo la ha de pervertir, así como ha pervertido la revelación natural. Los judíos recibieron revelación de la misericordia divina en el AT, que los orientaba hacia Cristo, pero sobre el corazón de la mayoría de ellos había un velo que les impedía entenderla (2 Co. 3.14ss), y por esto fueron víctimas de un entendimiento legalista y erróneo de ella (Ro. 9.31–10.4). Hasta Pablo, que lllama la atención a estos hechos, había él mismo conocido el evangelio cristiano antes de su conversión, y había tratado de eliminarla; sólo cuando “agrado a Dios … revelar a su Hijo en mí”—en, o sea dentro de él, iluminándolo interiormente—la reconoció como palabra de Dios. Ocasionalmente se hace alusión en el AT (Sal. 119.12, 27, etc.; Jer. 31.33ss) a la necesidad de la iluminación divina para que le sea revelada al individuo la realidad, la autoridad, y el significado de la revelación dada objetivamente, y para que conforme a ella su vida; en el NT Pablo es quien la destaca más, como también lo hace la enseñanza de Cristo (Mt. 11.25; 13.11–17; Jn. 3.3ss; 6.44s, 63ss; 8.43–47; 10.26ss; cf. 12.37ss).

III. Contenido de la revelación

a. Antiguo Testamento

El marco y fundamento de la perspectiva religiosa de Israel lo constituía la concertación del pacto que Dios anunció entre él mismo y la simiente de Abraham (Gn. 17.1ss). Un *pacto es una relación de promesa y obligación conjunta que se define entre dos partes. Este pacto fue una imposición de tipo monárquico mediante el cual Dios se comprometió ante el clan de Abraham a ser su Dios, autorizándolo por ello a invocarlo como nuestro Dios y mi Dios.

El hecho de que Dios diera a conocer su nombre (Yahvéh) a Israel (Ex. 3.11–15; 6.2ss; sobre la exégesis, cf. J. A. Motyer, The Revelation of the Divine Name, 1960) daba testimonio de esa relación. El “nombre” representa todo lo que es la persona que lo lleva, y el que Dios le dijera su nombre a los israelitas era señal de que, con todo lo que él representaba, con todo su poder y gloria, se estaba obligando a sí mismo para bien de ellos. El objetivo de su relación con Israel era el perfeccionamiento de la relación misma: es decir, el que Dios bendijera la simiente de Abraham con la plenitud de sus dones, y que la simiente de Abraham bendijese en forma perfecta a Dios mediante adoración y obediencia perfectas. Por ello Dios siguió revelándose a la comunidad del pacto mediante las palabras de la ley y la promesa, y mediante sus hechos redentores como Señor de la historia para la realización de la escatología que se desprende del pacto.

Dios hizo más explícito el carácter monárquico de su pacto en Sinaí, donde, habiendo demostrado dramáticamente su poder salvador en el éxodo de Egipto, fue formalmente reconocido como Soberano de Israel (Ex. 19.3–8; Dt. 33.4s), y por boca de Moisés, profeta arquetípico (cf. Dt. 18.15), promulgó las leyes del pacto, dejando en claro que el disfrute de las bendiciones del mismo estaban condicionadas a la obediencia a ellas (Ex. 19.5; cf. Lv. 26.3ss; Dt. 28). Dichas leyes fueron escritas, el Decálogo en primera instancia por Dios mismo (Ex. 24.12; 31.18; 32.15s), el código completo finalmente por Moisés, en realidad como amanuense de Dios (Ex. 34.27s; Dt. 31.9ss, 24ss; cf. Ex. 24.7). Es de notar que Dios, hablando más tarde por boca de Oseas, se expresó como si la tarea de escribir toda la ley hubiese sido su propia obra, aunque la tradición aceptaba unánimemente que lo había hecho Moisés (Os. 8.12); he aquí algunas de las raíces del concepto de la *inspiración bíblica. La ley, una vez escrita, fue considerada como la revelación definitiva y permanentemente válida de la voluntad de Dios para la vida de su pueblo, y a los sacerdotes se les asignó la responsabilidad permanente de enseñarla (Dt. 31.9ss; cf. Neh. 8.1ss; Hag. 2.11s; Mal. 2.7s).

Dios prohibió a los israelitas practicar la brujería la adivinación para la guía diaria, cosa que hacían los cananeos (Dt. 18.9ss); habían de pedírsela únicamente a él (Is. 8.19). Él les prometió una sucesión de profetas, hombres en cuyos labios pondría sus propias palabras (Dt. 18.18; cf. Jer. 1.9; 5.14; Ez. 2.7–3.11; Nm. 22.35, 38; 23.5), para darle a su pueblo la dirección periódica que pudiera necesitar (Dt. 18.15ss). Los profetas de Israel cumplieron un ministerio vital. Los grandes profetas, por mandato de Yahvéh, hablaban las palabras de Dios e interpretaban su pensamiento para los reyes y la nación; exponían y aplicaban su ley, urgiendo arrepentimiento y amenazando juicio en su nombre, y declaraban lo que él haría, tanto a modo de juicio como también en el cumplimiento de la escatología pactual, instaurando su reino una vez cumplido el juicio. Los profetas también pueden haber cumplido funciones cúlticas como videntes, como hombres que podían contestar de parte de Dios a las personas que hacían preguntas individuales sobre cómo debían proceder, como también acerca del futuro (cf. 1 S. 9.6ss; 28.6–20; 1 R. 22.5ss; véase A. R. Johnson, The Cultic Prophet in Ancient Israel, 1944). Otro medio de orientación en la época preexílica lo constituía la suerte sagrada, *Urim y Turnim, manejada por los sacerdotes (Dt. 33.8ss; cf. 1 S. 14.36–42; 28.6). Guía divina para la vida en sentido más general podía obtenerse también de las máximas de los “sabios”, cuya sabiduría se consideraba emanada de Dios (cf. Pr. 1.20; 8).

Además de estas disposiciones para la comunicación verbal o cuasi verbal de Dios, Israel conoció ciertas manifestaciones teofánicas y experimentales que indicaban la proximidad de Dios: la *“gloria” (cf. Ex. 16.10; 40.34; Nm. 16.19; 1 R. 8.10s; Ez. 1, etc.); la tormenta eléctrica (Sal. 18.6–15; 29); la visión de su “rostro” y la gozosa conciencia de su “presencia”, a la que aspiraban los adoradores fieles (Sal. 11.7; 16.11; 17.15; 51.11s).

Los aspectos más destacados de la revelación divina veterotestamentaria se refieren a: (a) la unicidad de Dios, como Hacedor y Gobernador de todas las cosas; (b) su *santidad, e. d. la conjunción de sobrecogedoras características que lo colocan aparte de los hombres: majestad, grandeza, y fortaleza, por un lado, y pureza, amor a la justicia, y odio al mal obrar, por otro; (c) su fidelidad al pacto, su paciencia y misericordia, y la lealtad a sus propios propósitos de gracia para con el pueblo del pacto.

b. Nuevo Testamento

En el NT Cristo y los apóstoles son órganos de la nueva revelación, correspondientes a Moisés y los profetas del AT. El cumplimiento de la escatología del pacto veterotestamentario se da en el reino de Cristo, y en la esperanza cristiana de gloria. El Dios único del AT se revela como trino, por la venida de Cristo primero y del Espíritu luego, y por la revelación del propósito redentor divino como algo para lo cual las tres personas de la deidad obran en conjunto (cf. Ef. 1.3–14; Ro. 8). Dos acontecimientos que harán que el plan divino relacionado con la historia humana llegue a su culminación se mencionan como actos de revelación que todavía tienen que producirse (la aparición del anticristo, 2 Ts. 2.3, 6, 8, y de Cristo, 1 Co. 1.7; 2 Ts. 1.7–10; 1 P. 1.7, 13). El NT afirma que la revelación del AT se ha visto aumentada en dos sentidos principales.

(i)     La revelación de Dios en Cristo. El NT proclama que “Dios … en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1.1s). Esta es la revelación culminante y final de Dios, su última palabra al hombre. Por medio de sus palabras y sus obras, y por medio del carácter total de su vida y ministerio, Jesucristo reveló perfectamente a Dios (Jn. 1.18; 14.7–11). Su vida personal fue una revelación perfecta del carácter de Dios; porque el Hijo es la imagen de Dios (2 Co. 4.4; Col. 1.15; He. 1.3), su logos (“palabra”, considerada como expresión de su pensamiento, Jn. 1.1ss), en el cual, como encarnado, habitó toda la plenitud de la divinidad (Col. 1.19; 2.9). Igualmente, su obra mesiánica reveló perfectamente los propósitos salvíficos de Dios; porque Cristo es sabiduría de Dios (1 Co. 1.24), por el cual, como Mediador (1 Ti. 2.5), se llevan a cabo todos los propósitos salvíficos de Dios y se puede encontrar toda la sabiduría que el hombre necesita para su salvación (Col. 2.3; 1 Co. 1.30; 2.6s). La revelación del Padre por el Hijo, a quien los judíos condenaron como impostor y blasfemo por declararse Hijo de Dios, es uno de los temas principales del Evangelio de Juan.

(ii)     La revelación del plan de Dios mediante Cristo. Pablo declara que el “misterio” (secreto) de la “buena voluntad” de Dios para la salvación de la iglesia y la restauración del cosmos por medio de Cristo ha sido revelada ahora, luego de haber sido mantenida oculta hasta el momento de la encarnación (Ro. 16.25s; 1 Co. 2.7–10; Ef. 1.9ss; 3.3–11; Col. 1.19ss). Pablo muestra que esta revelación elimina la antigua pared divisoria entre judío y gentil (Ro. 3.29ss; 9–11; Gá. 2.15–3.29; Ef. 2.11–3.6); en forma semejante, el escritor de la carta a los Hebreos muestra la forma en que anula el antiguo culto judaico sarerdotal y de sacrificios (He. 7–10).

IV. El carácter de la revelación

Está claro por lo que antecede que la Biblia concibe la revelación como comunicación verbal primeramente y fundamentalmente: la tôrâ (‘enseñanza, introducción, ley’), o los deḇārim (‘palabras’), de Dios en el AT, y su logos o rhēma, ‘palabra, dicho’, en el NT. El pensamiento de Dios como se revela en sus acciones es secundario, y para su validez depende de la presuposición de la revelación verbal. Porque el hombre puede “saber que él es Yahvéh” al observar sus obras en la historia solamente si habla para aclarar que son obras suyas, y para explicar lo que significan. Igualmente, los hombres nunca hubieran podido adivinar o deducir quién era y qué era Jesús de Nazaret, si no mediaban las declaraciones de Dios acerca de él en el AT, y el propio testimonio que de sí mismo ofreció Jesús (cf. Jn. 5.37–39; 8.13–18). (* Inspiración, * Profecía )

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J.I.P.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Significado de revelación
  • 2 Posibilidad de la Revelación
  • 3 Necesidad de la revelación
  • 4 Criterios de la revelación
  • 5 La revelación cristiana

Significado de revelación

El término “revelación” puede ser definido como la comunicación de una verdad por Dios a una criatura racional por medios que están más allá del comportamiento ordinario de la naturaleza. Las verdades reveladas pueden ser tales que de otro modo sean inaccesibles a la mente humana—misterios que, aun siendo revelados, el intelecto del hombre es incapaz de penetrar completamente—pero la Revelación no se restringe a éstas. Dios puede juzgar conveniente utilizar medios sobrenaturales para afirmar verdades cuyo descubrimiento no se encuentra por sí mismo fuera de las facultades de la razón. La esencia de la revelación radica en el hecho de que es el diálogo directo de Dios al hombre. Sin embargo, el modo de comunicación puede ser mediato. La revelación no deja de ser tal si el mensaje divino nos es transmitido por un profeta, quien es el único que recibe la comunicación inmediata. Esto es sucintamente lo que dice de la revelación el Concilio Vaticano I en su Constitución “De Fide Catholica”. El decreto “Lamenatabili” (3 de julio de 1907), condenando una proposición contraria, declara que los dogmas que la Iglesia presenta como revelados son “verdades descendidas del cielo” (veritates e coelo delapsoe) y no “una cierta interpretación de hechos religiosos que la mente humana ha logrado mediante un laborioso esfuerzo” (prop. 22). Se podrá ver que la revelación, de la forma en que se ha presentado, difiere claramente de:

• la inspiración tal como es otorgada al autor de un libro sagrado; pues esta, mientras conlleva una iluminación especial de la mente en virtud de la cual el autor concibe los pensamientos que Dios desea que ponga por escrito, no supone necesariamente una comunicación sobrenatural de estas verdades;

• las “ilustraciones” que Dios puede conceder de vez en cuando a cualquiera de los fieles para exponer de manera conveniente a la mente comprenda el sentido de alguna verdad religiosa hasta el momento captada en forma confusa; y

• la ayuda divina, por la cual el Papa, cuando actúa como maestro supremo de la Iglesia, es preservado de todo error en materia de fe o moral. La función de esta ayuda es meramente negativa: no necesita llevar consigo ningún don positivo de luz a la mente.

Gran parte de la confusión en que se sume la discusión de la revelación en obras no católicas proviene de la negligencia en distinguirla de una u otra de éstas.

En el siglo XIX la Iglesia debió rechazar como erróneas varias concepciones de la revelación irreconciliables con la creencia católica. Aquí se señalan tres de ellas:

• La opinión de Anton Günther (1783-1863). Este autor negaba que la revelación pudiera abarcar misterios propiamente dichos, en vista de que el intelecto es capaz de penetrar completamente toda verdad revelada. Enseñaba, además, que el significado a ser asignado a las doctrinas reveladas experimenta un cambio constante a medida que el conocimiento humano progresa y la mente del hombre se desarrolla; de manera que las fórmulas dogmáticas que ahora son ciertas dejarán de serlo gradualmente. Sus escritos fueron incluidos en el Índice en 1857, y sus proposiciones erróneas fueron condenadas definitivamente en los decretos del Concilio Vaticano I.

• El punto de vista modernista (Loisy, Tyrrell). Según esta escuela, no existe tal cosa como la revelación en el sentido de una comunicación directa de Dios al hombre. El alma humana, en su intento de alcanzar al Dios incognoscible, procura permanentemente interpretar sus sentimientos en fórmulas intelectuales. Las fórmulas que construye de ese modo son nuestros dogmas eclesiásticos. Estos sólo pueden simbolizar lo incognoscible; no nos pueden ofrecer un conocimiento real acerca de ello. Tal error es manifiestamente subversivo de toda creencia, y fue condenado explícitamente por el Decreto “Lamentabili” y la Encíclica “Pascendi” (8 de septiembre de 1907).

• Con el punto de vista antes mencionado está estrechamente conectada la opinión pragmática de M. Leroy (“Dogme et Critique”, París, 2da ed., 1907). Como los modernistas, él ve en los dogmas revelados simplemente los resultados de una experiencia espiritual, pero afirma que su valor reside no en el hecho de que simbolizan lo incognoscible, sino que tienen valor práctico al señalar el camino por el que podemos disfrutar mejor la experiencia de lo divino. Esta concepción fue condenada en los mismos documentos que las anteriores.

Posibilidad de la Revelación

La posibilidad de revelación según se ha expuesto fue rechazada enérgicamente desde varios puntos de vista en el siglo XIX. Por esta razón la Iglesia juzgó necesario promulgar decretos específicos sobre el asunto en el Concilio Vaticano I. Sus antagonistas pueden ser separados en dos clases, de acuerdo a los diferentes puntos de vista desde los que dirigen su ataque, a saber:

• Racionalistas: Bajo esta denominación incluimos tanto a autores deístas como agnósticos. Aquellos que adoptan esta postura se apoyan principalmente sobre dos objeciones fundamentales: o pretenden que lo milagroso es imposible, y que la revelación implica una intervención milagrosa por parte de la Deidad, o recurren a la autonomía de la razón, que, según se sostiene, puede únicamente aceptar como verdades los efectos de sus propias actividades.

• Inmanentistas. Puede asignarse a esta clase a todos aquellos cuyas objeciones se basan en doctrinas kantianas o hegelianas acerca del carácter subjetivo de todo nuestro conocimiento. Las perspectivas de estos escritores suponen frecuentemente una doctrina puramente panteísta. Pero incluso quienes repudian el panteísmo sustituyen al Dios personal, gobernante y juez del mundo, a quien el cristianismo predica, por la vaga noción del “Espíritu” inmanente en todos los hombres, y consideran todos los credos religiosos como intentos del alma humana de hallar expresión para su experiencia interior. Por lo tanto ninguna religión, pagana o cristiana, es totalmente falsa, mas ninguna puede pretender ser un mensaje de Dios libre de cualquier mezcla de error (Cf. Sabatier, “Esquisse, etc.”, Lib. I, cap. II) Aquí también se invoca la autonomía de la razón como fatal para la doctrina de la revelación propiamente dicha. En vista de estas objeciones, es evidente que la cuestión sobre la posibilidad de la revelación es uno de los puntos más vitales de la apologética cristiana.

Una vez establecida la existencia de un Dios personal, al menos la posibilidad física de la revelación es innegable. Dios, quien ha dotado al hombre de los medios de comunicar sus pensamientos a sus semejantes, no puede carecer de la facultad de comunicarnos sus propios pensamientos. [Martineau, por cierto, niega que poseamos las facultades de recibir o de autenticar una revelación divina acerca del pasado o el futuro (“Seat of Authority in Religion”, p. 311); pero tal declaración es sumamente arbitraria y extravagante.] Sin embargo, se han planteado numerosas dificultades sobre fundamentos distintos de los de la posibilidad física. Para estimar su valor parece conveniente distinguir tres aspectos de la revelación, es decir, según se nos da a conocer:

  • 1. verdades de la ley natural;
  • 2. misterios de la fe;
  • 3. preceptos positivos, por ejemplo, respecto al culto divino.

(1) La revelación de las verdades de la ley natural ciertamente no es inconsistente con la sabiduría de Dios. Él creó al hombre de manera de concederle dotes ampliamente suficientes para que alcance su fin último. Si hubiera sido de otra manera, la creación habría sido imperfecta. Si además de esto Dios decretó que el logro de la bienaventuranza fuera más fácil aún para el hombre al poner a su alcance un modo más simple y mucho más seguro de conocer la ley de cuya observancia dependía su suerte, esto es una prueba de la generosidad divina; no contradice la sabiduría de Dios. Asumir, como ciertos racionalistas, que la intervención excepcional de Dios sólo puede explicarse sobre la base de que Dios haya sido incapaz de incluir su designio último en su plan original es una mera petitio principii. Más aún, la doctrina del pecado original proporciona una razón adicional para tal revelación de la ley natural. Esa doctrina nos enseña que el hombre, por el abuso de su libre albedrío, ha tornado difícil la consecución de su salvación. Aunque sus facultades intelectuales no están radicalmente viciadas, su comprensión de la verdad se ha debilitado; su reconocimiento de la ley moral es oscurecido constantemente por dudas y cuestionamientos. La revelación le otorga a su mente la certeza que él había perdido, y hasta cierto punto repara los males resultantes de la catástrofe que le había sobrevenido.

(2) Mayor dificultad todavía ha habido respecto a los misterios. Se afirma generalmente que un misterio es algo que repugna a la razón, y, en consecuencia, algo intrínsecamente imposible. Esta objeción se apoya sobre un simple malentendido acerca de lo que significa un misterio. En la terminología teológica, una concepción supone un misterio cuando es tal que las facultades naturales de la razón son incapaces de ver cómo sus elementos pueden unirse. Pero esto no implica nada contrario a la razón. Una concepción es contraria a la razón solamente cuando la mente puede reconocer que sus elementos son mutuamente excluyentes, y consecuentemente, encierra una contradicción en los términos. Una objeción más sutil es la planteada por el Dr. J. Caird, al efecto de que toda verdad que puede ser comunicada parcialmente a la mente por analogías es, en última instancia, capaz de ser comprendida completamente por el entendimiento. “De todas estas representaciones, a menos que sean puramente ilusorias, debe tenerse por cierto que, implícitamente y en forma no desarrollada, contienen pensamiento racional y por lo tanto pensamiento que la inteligencia puede finalmente liberar de su velo sensorio… Nada que sea absolutamente inescrutable a la razón puede ser conocido por la fe.” (“Philosophy of Religion”, p. 71). La objeción descansa sobre una visión totalmente exagerada de las capacidades del intelecto humano. La facultad cognitiva de cualquier naturaleza se corresponde con el grado de esta última en la escala del ser. La inteligencia de un intelecto finito puede penetrar solo un objeto finito; es incapaz de comprehender el infinito. Los tipos finitos a través de los cuales el Infinito se le manifiesta bajo ninguna circunstancia pueden conducir a algo mayor que un conocimiento análogo.

Se alega frecuentemente, además, que la revelación de lo que la mente no puede comprender sería un acto de violencia contra el entendimiento, y que esta facultad puede aceptar únicamente aquellas verdades cuya racionalidad intrínseca reconoce. Esta afirmación, basada en la alegada autonomía de la razón, solo puede alcanzarse con la negación. La función de la inteligencia es reconocer y admitir cualquier verdad que se le presente adecuadamente, ya sea que esa verdad esté garantizada por criterios internos o externos. La razón no se ve despojada de su actividad legítima porque los criterios sean externos. Halla una amplia esfera de acción al ponderar los argumentos para establecer la credibilidad del hecho afirmado. La existencia de misterios en la religión cristiana fue enseñada expresamente por el Concilio Vaticano I (De Fide Cath., cap. IV, can. I): “Si alguno dijere que en la revelación divina no está contenido ningún misterio verdadero y propiamente dicho, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser comprendidos y demostrados a partir de los principios naturales por una razón humana rectamente cultivada, sea anatema.”

(3) La escuela ( deísta) de racionalistas más antigua negaba la posibilidad de una revelación divina que impusiera cualesquier leyes distintas a las que la religión natural le impone al hombre. Estos autores consideraban la religión natural como, por así decirlo, una constitución política que determina el gobierno divino del universo, y sostenían que Dios podía actuar únicamente según prescribían sus términos. Como el anterior, este error fue proscrito al mismo tiempo (De Fide Cath., cap. II, can. II): “Si alguno dijere que es imposible, o inconveniente, que el ser humano sea instruido por medio de la revelación divina respecto a Dios y el culto que debe tributársele por revelación divina, sea anatema.”

Apenas puede ponerse en duda que la “autonomía de la razón” surta la fuente principal de dificultades que se perciben contra la revelación en el sentido cristiano. Parece conveniente indicar muy brevemente los diversos modos en que se entiende aquel principio. M. Blondel, un miembro eminente de la escuela inmanentista, lo explica dando a entender que “nada puede entrar en el hombre que no proceda de él, y que no se corresponda de alguna manera con una necesidad interior de expansión; y que ni en la esfera de los hechos históricos ni en la de la doctrina tradicional, ni en las órdenes impuestas por la autoridad, puede una verdad considerarse válida para un hombre o cualquier precepto como obligatorio, a menos que sea de algún modo autónomo y autóctono.” (“Lettre sur les Exigences, etc.”, p. 601). Aunque M. Blondel en su propio caso ha reconciliado este principio con la aceptación del credo católico, puede verse fácilmente que abona un terreno obvio para la negación no solamente de la posibilidad de una revelación externa, sino de la entera base histórica del cristianismo. El origen de esta doctrina errónea se encuentra en el hecho de que, dentro de la esfera de la razón natural especulativa, las verdades que se reciben meramente por autoridad externa, y que de ninguna manera están conectadas con principios ya admitidos, difícilmente pueda decirse que formen parte de nuestro conocimiento. La ciencia requiere la razón interna de las cosas, y no puede hacer uso de las verdades a menos que alcance los principios de los que estas fluyen. Extender esto a las verdades religiosas es un error que se remonta directamente a la suposición de los filósofos del siglo XVIII de que no hay verdades religiosas salvo aquellas a las que el intelecto humano puede acceder por sí mismo. A veces, sin embargo, se aplica el principio con una significación menos extensiva. Puede entenderse meramente como que la razón no puede ser forzada a admitir una doctrina religiosa cualquiera o una obligación moral cualquiera solo porque poseen garantías extrínsecas de verdad; aquellas deben ser capaces en todos los casos de justificar su validez con fundamentos intrínsecos. De esta suerte escribe el Prof, J. Caird: “Ni las ideas morales ni las religiosas pueden ser transferidas sin más al espíritu humano en forma de hecho, ni pueden ser verificadas por cualquier evidencia fuera de o menor que ellas mismas.” (“Fundamental Ideas of Christianity”, p. 31). Un significado un tanto diferente se implica en el canon del Concilio Vaticano I en el que se niega al intelecto el derecho de independencia absoluta (autonomía): “Si alguno dijere que la razón humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea anatema.” (De Fide Cath., cap. III, can. I). Este canon está dirigido contra la posición mantenida, como se ha dicho ya, por los viejos racionalistas y los deístas, de que la razón humana se basta sobradamente para llegar a la verdad absoluta en todas las cuestiones religiosas sin ayuda exterior (cf. Vacant, “Études Théologiques”, I, 573; II, 387).

Necesidad de la revelación

¿Puede decirse que la revelación es necesaria para el hombre? No hay lugar a duda en cuanto a su necesidad si se admite que Dios destina al hombre para lograr una beatitud sobrenatural que sobrepasa las posibilidades de sus capacidades naturales. En ese caso, Dios debe revelar igualmente la existencia de ese fin sobrenatural y los medios por los cuales hemos de conseguirlos. Pero ¿es la revelación necesaria incluso para que el hombre observe los preceptos de la ley natural? Si se ve a nuestra especie en su condición actual como la historia la expone, la respuesta solo puede ser que, moralmente hablando, es imposible para los hombres, sin ayuda de la revelación, obtener por sus facultades naturales un conocimiento de aquella ley en la medida que es suficiente para la recta ordenación de la vida. En otras palabras, la revelación es moralmente necesaria; aunque no decimos que sea absolutamente necesaria.

Según enseña la teología católica, el hombre posee las facultades indispensables para descubrir la ley natural. Lutero, de hecho, afirmaba que el intelecto del hombre se había opacado irremediablemente por el pecado original, de manera que hasta la verdad natural estaba fuera de su alcance. Y los tradicionalistas del siglo XIX ( Bautain, Augustin Bonnetty | Bonnetty]], etc.) también cayeron en error, al enseñar que el hombre era incapaz de acceder a la verdad moral y religiosa sin contar con la revelación. La Iglesia, por el contrario, reconoce la capacidad de la razón humana, y conviene en que aquí y allá pueden haber existido paganos que se liberaron de los errores prevalecientes, y que lograron tal conocimiento de la ley natural que les haya bastado para llevarlos al logro de la bienaventuranza. Pero ella enseña, no obstante, que este puede ser el caso solo de unos pocos, y que para el grueso de la humanidad la revelación es necesaria. Que esto es así puede verse por los hechos de la historia y por la naturaleza del caso.

En cuanto al testimonio de la historia, es notorio que hasta las más civilizadas de las culturas paganas han caído en los más crasos errores acerca de la ley natural; y se puede decir sin duda que nunca habrían emergido de ellos. Ciertamente, las escuelas filosóficas no lo habrían hecho posible, pues muchas de ellas negaban incluso principios fundamentales de la ley natural como la personalidad de Dios y el libre albedrío.. Asimismo, por la naturaleza del caso en sí, las dificultades envueltas en el logro del conocimiento necesario son insuperables. Para que los hombres sean capaces de obtener el conocimiento de la ley natural que les permita ordenar rectamente su vida, las verdades de esa ley deben ser tan sencillas que la masa de los hombres pueda descubrirla sin dilación y poseer un conocimiento de ellas a la vez libre de toda incertidumbre y resguardado de error grave. Ningún hombre sensato sostendrá que esto es posible para la mayor parte de la humanidad. Hasta las verdades más vitales se cuestionan y objetan seriamente. Separar la verdad del error es una obra que implica tiempo y esfuerzo, y la mayoría de los hombres no tiene inclinación ni oportunidad para ello. Sin la seguridad que otorga la revelación, se desentenderían de una obligación tediosa e incierta. Se sigue, entonces, que una revelación incluso de la ley natural es, para el hombre en su estado actual, una necesidad moral.

Criterios de la revelación

El hecho de que la revelación es no solo posible sino moralmente necesaria es en sí mismo un poderoso argumento a favor de la existencia de una revelación, e impone a todos los hombres la obligación estricta de examinar las credenciales de una religión que a primera vista se presenta con señales de veracidad. Por otro lado, si Dios ha conferido a los hombres una revelación, es razonable que haya unido a ella criterios simples y evidentes que permitan incluso a los iletrados reconocer su mensaje por lo que es, y distinguirlo de todos los falsos reclamantes.

Los criterios de la revelación son externos o internos:

  • (1) Los criterios externos consisten en ciertas señales ligadas a la revelación como un testimonio de su verdad; por ejemplo, los milagros.
  • (2) Los criterios internos son aquellos que se encuentran en la naturaleza de la doctrina misma en la manera en que fue presentada al mundo, y en los efectos que produce en el alma. Estos se distinguen en criterios negativos y positivos:
    • (a) La inmunidad de la alegada revelación contra cualquier enseñanza, especulativa o moral, que sea manifiestamente errónea o contradictoria en sí; la ausencia de todo fraude por parte de los que la transmiten al mundo, proveen criterios internos negativos.
    • (b) Los criterios internos positivos son de varios tipos. Puede observarse uno de ellos en los efectos benéficos de la doctrina y en su capacidad de cumplir incluso las más altas aspiraciones que el hombre pueda forjarse. Otro consiste en la convicción interna que siente el alma frente a la verdad de la doctrina (Suárez, “De Fide”, IV, sec. 5 n. 9).

En el siglo XIX, en ciertas escuelas de pensamiento hubo una tendencia expresa a negar el valor de todo criterio externo. Esto se debió en gran medida a la polémica racionalista en contra de los milagros. No pocos teólogos no católicos, ansiosos de llegar a acuerdos con el enemigo, adoptaron esta actitud. Aceptaban que los milagros son inútiles como cimiento de la fe, y que constituyen por el contrario uno de los mayores obstáculos que yacen en su camino. La fe, admitían, debe presuponerse antes de que el milagro pueda ser aceptado. De aquí que estos autores hayan mantenido que el único criterio de la fe radica en la experiencia interna—en el testimonio del ” Espíritu”. Así, dice Schleiermacher: “Rehusamos por completo cualquier intento de demostrar la verdad y la necesidad de la religión cristiana. Por el contrario, asumimos que cada cristiano antes de realizar inquisiciones de esta naturaleza está ya convencido de que ninguna otra forma de religión sino la cristiana puede armonizar con su piedad.” (“Glaubenslehre”, n. 11). Los tradicionalistas, al negar la potestad de la razón humana de poner a prueba los fundamentos de la fe, se vieron obligados a recurrir al mismo criterio (cf. Lamennais, “Pensées Diverses”, p. 488).

Esta posición es del todo insostenible. El testimonio provisto por la experiencia interna sin duda no debe ser dejado de lado. Los doctores católicos han reconocido siempre su valor. Pero su virtud se limita al individuo sujeto de la misma. No puede ser utilizada como un criterio válido para todos, ya que su ausencia no es prueba de que la doctrina no es verdadera. Más aún, de todos los criterios, este es el que acarrea mayor posibilidad de engaño. Cuando se presenta a la mente la verdad mezclada con el error, sucede a menudo que se cree que toda la enseñanza, lo cierto y lo falso por igual, tiene una garantía divina, toda vez que el alma ha reconocido y acogido la verdad de alguna que otra doctrina, por ejemplo, la Expiación. Tomado aisladamente y sin contar con una prueba objetiva, encierra solo una probabilidad de que la revelación sea verdadera. De ahí que el Concilio Vaticano I condena expresamente el error de quienes enseñan que es el único criterio (De Fide Cath., cap. III, can. III).

La concordancia perfecta de una doctrina religiosa con las enseñanzas de la razón y la ley natural; su facultad de satisfacer, y colmar, las aspiraciones humanas más sublimes, su influencia benéfica sobre la vida pública y privada, nos proporcionan una prueba más confiable. Este es un criterio que se ha aplicado a menudo contundentemente al alegar que la Iglesia Católica es la sola custodia de la Revelación de Dios. Ciertamente, estas cualidades atañen en grado tan trascendente a la enseñanza de la Iglesia que el argumento necesariamente transmite convicción a una mente seria y que busca celosa la verdad. Otro criterio que a primera vista guarda semejanza con este merece mención aquí. Se basa en la teoría de la inmanencia, y fue defendido enérgicamente por algunos de los miembros más moderados de la escuela modernista. Estos autores insistían en que las necesidades vitales del alma demandan, como su necesario complemento, la co-operación divina, la gracia sobrenatural, e incluso el supremo magisterio de la Iglesia. A estas necesidades solo corresponde la religión católica. Y esta correspondencia con nuestras necesidades vitales es, dicen, el único criterio de verdad. Esta teoría es del todo inconsistente con el dogma católico. Supone que la revelación cristiana y el don de la gracia no son dádivas gratuitas de Dios, sino algo que la naturaleza del hombre exige en forma absoluta, y sin lo cual estaría incompleta. Esto es un retorno a los errores de Bayo (Denz. 1021, etc.).

Aunque la Iglesia, como hemos dicho, está lejos de subestimar los criterios internos, siempre ha considerado los criterios externos como los más fácilmente reconocibles y más decisivos. Por ello enseña el Concilio Vaticano I: “…para que la obediencia de nuestra fe sea conforme a la razón, quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén unidas pruebas externas de su revelación, esto es, hechos divinos (facta divina), y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la omnipotencia y conocimiento infinitos de Dios, son signos certísimos de la revelación divina y son adecuados al entendimiento de todos.” (De Fide Cath., cap. III). Como un ejemplo de una obra evidentemente divina y no obstante distinta del milagro o profecía, el Concilio cita a la Iglesia Católica, la cual, “en razón de su admirable propagación, su sobresaliente santidad y su incansable fecundidad en toda clase de buenas obras, por su unidad católica y su invencible estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión divina.” (1. c). La verdad de la enseñanza del Concilio en referencia a los criterios externos es clara para cualquier mente imparcial. Una vez asentida la presencia de los criterios negativos, las garantías externas establecen el origen divino de una revelación como nada más podría hacerlo. Son, por así decirlo, un sello fijado por la mano de Dios mismo, autenticando la obra como suya. (Para una exposición más completa de su valor apologético, y para una discusión de las objeciones, ver milagro, apologética.)

La revelación cristiana

Resta aún distinguir la revelación cristiana o “depósito de la fe” de lo que se denomina revelaciones privadas. Esta distinción es importante, ya que, aunque la Iglesia reconoce que Dios ha hablado a sus siervos en todas las edades, y continúa haciéndolo a favor de unas almas privilegiadas, ella distingue con cuidado estas revelaciones de la revelación que le ha sido encomendada, y que propone a sus miembros para su aceptación. Esta revelación ha sido concedida en su integridad a Nuestro Señor y sus Apóstoles. Luego de la muerte del último de los Doce, no sufrió incremento alguno. Era, según lo llama la Iglesia, un depósito—“la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre” ( Judas 3)—por el cual la Iglesia debía “combatir”, pero al que no podía añadir nada. De esta manera, siempre que ha debido definir una doctrina, sea en Nicea, en Trento, o en el Vaticano, el punto excluyente de debate ha sido si la doctrina se halla en la Escritura o en la Tradición apostólica. El don de la asistencia divina, confundido a veces con la revelación por los menos informados de los escritores anticatólicos, únicamente preserva al supremo pontífice de error al definir la fe; no permite que le añada ni un ápice. Todas las revelaciones posteriores otorgadas por Dios se conocen como revelaciones privadas, en razón de que no se dirigen a toda la Iglesia sino que son meramente para el bien de miembros individuales. Ellas pueden en verdad ser un objeto legítimo de nuestra fe, pero esto dependerá de la evidencia en cada caso particular. La Iglesia no nos las propone como parte de su mensaje. Es cierto que en unos casos ha dado su aprobación a algunas revelaciones privadas. Esto, sin embargo, solo significa:

• que nada en ellas es contrario a la fe católica o a la ley moral, y
• que hay suficientes indicios de su veracidad como para justificar que los fieles les den crédito sin hacerse culpables de superstición o de imprudencia.

Se podría plantear, no obstante, si la revelación cristiana no sufre incremento a través del desarrollo de la doctrina. Durante la segunda mitad del siglo XIX esta cuestión del desarrollo doctrinal fue debatida ampliamente. Debido a la enseñanza errónea de Günther de que las doctrinas de la fe asumen un nuevo sentido conforme la ciencia humana progresa, el Concilio Vaticano I declaró de una vez por todas que el significado de los dogmas de la Iglesia es inmutable (De Fide Cath., cap. IV, can. III). Por otro lado, reconoce explícitamente que existe un modo legítimo de desarrollo, y cita a tal efecto (op. cit., cap. IV) las palabras de San Vicente de Lérins: “Que el entendimiento de la ciencia y la sabiduría [acerca de la doctrina de la Iglesia] crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto solo de manera apropiada, esto es, reteniendo el mismo dogma, el mismo sentido y el mismo contenido.” (Commonit. 28). Dos de los más eminentes escritores teológicos del período, el Cardenal Franzelin y el cardenal Newman, han reflexionado en líneas muy diferentes sobre el progreso y la naturaleza de este desarrollo. El Cardenal Franzelin en su “De Divina Traditione et Scriptura” (parte XXII VI) tiene a la vista principalmente las teorías hegelianas de Günther. Por consiguiente, pone el énfasis principal sobre la identidad en todos los puntos del dato intelectual, y explica el desarrollo casi exclusivamente como un proceso de deducción lógica.

El Cardenal Newman escribió su “Essay on the Development of Christian Doctrine” en el curso de los dos años (1843-45) previos a su admisión a la Iglesia Católica. Le habían solicitado que se encargara de otros adversarios, a saber, los protestantes que justificaban su separación del cuerpo principal de los cristianos sobre la base de que Roma había corrompido la enseñanza primitiva con una serie de añadiduras. En esa obra él examina en detalle la diferencia entre una corrupción y un desarrollo. Muestra cómo una idea verdadera y fértil ostenta una peculiar energía vital y asimilativa en virtud de la cual, sin sufrir el menor cambio sustantivo, llega a una expresión cada vez más completa, según el paso del tiempo la pone en contacto con nuevos aspectos de la verdad o la fuerza a enfrentar nuevos errores: la vida de la idea se percibe como análoga a un desarrollo orgánico. Newman aporta una serie de pruebas que distinguen un verdadero desarrollo de una corrupción, siendo las más importantes la preservación del tipo y la continuidad de principios; y luego, aplicando las pruebas al caso de las adiciones de la enseñanza de Roma, demuestra que estas tienen las señales no de corrupciones sino de desarrollos verdaderos y legítimos. La teoría, aunque menos escolástica en su forma que la de Franzelin, está en perfecta conformidad con la creencia ortodoxo. Newman, no menos que su contemporáneo jesuita, enseña que la doctrina en su totalidad, lo mismo en sus formas ulteriores que en las iniciales, estaba contenida en la revelación original transmitida a la Iglesia por Nuestro Señor y sus Apóstoles, y que esa identidad nos está garantizada por el magisterio infalible de la Iglesia. Es mera ficción la pretensión de ciertos autores modernistas de que sus opiniones sobre la evolución del dogma están en conexión con la teoría del desarrollo de Newman.

Bibliografía

OTTIGER, Teología fundamentalis (Friburgo, 1897); VACANT, Études Théologiques sur la Concile du Vatican (París, 1895); LEBACHELET, De l’apologétique moderne (París, 1897); DE BROGLIE, Religion et Critique (París, 1906); BLONDEL, Lettre sur les Exigences de la Pensée moderne en matière apologétique en Annales de la Philos.: Chrétienne (París, 1896). Sobre las revelaciones privadas: SUÁREZ, De Fide, disp. III, sec. 10; FRANZELIN, De Scriptura et Traditione, tesis xxii (Roma, 1870); POULAIN, Graces of Interior Prayer, parte IV, trad. (Londres, 1910). Sobre el desarrollo de la doctrina:. BAINVEL, De Magisterio vivo et Traditione (París, 1905); VACANT, op. cit., II, p. 281 s.; PINARD, art. Dogme en Dict. Apologétique de la Foi Catholique, ed. D’Ales (París, 1910); O’DWYER, Cardinal Newman and the Encyclical Pascendi (Londres, 1908).

Entre aquellos que desde un punto de vista u otro han contradicho la doctrina cristiana de la Revelación, cabe mencionar a los siguientes: PAINE, Age of Reason (ed. 1910) 1 30; F. W. NEWMAN, Phases of the Faith (4ta ed., Londres, 1854); SABATIER, Esquisse d’une philosophie de la religion, I, ii (París, 1902); PFLEIDERER, Religionsphilosophie auf geschichtlicher Grundlage (Berlín, 1896), 493 s.; LOISY, Autour d’un petit livre (París, 1903), 192 ss. ; WILSON, art. Revelation and Modern Thought en Cambridge Theol. Essays (Londres, 1905); TYRRELL, Through Scylla and Charybdis (Londres, 1907), ii; MARTINEAU, Seat of Authority in Religion, III, ii (Londres, 1890).

Fuente: Fuente: Joyce, George. “Revelation.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13001a.htm

Traducido por Emilce S. Fékete. L M H.

Fuente: Enciclopedia Católica