FILOSOFIA

Col 2:8 nadie os engañe por medio de f y huecas


Filosofí­a (gr. filosofí­a, “amor a la sabidurí­a”). Término que sólo aparece en Col 2:8, donde el apóstol Pablo advierte a los creyentes de Colosas: “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofí­as y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo”. La filosofí­a es un intento de llegar a la verdad mediante de los procesos del razonamiento (mientras que la ciencia la busca por la observación y la experimentación, y la fe se apoya en una revelación sobrenatural y sus efectos visibles en quienes ordenan sus vidas en armoní­a con esa revelación). Las 3 avenidas hacia la verdad -la filosofí­a, la ciencia y la fe- son de origen divino, pero todas han sido pervertidas por el pecado. Dios creó la mente humana con la capacidad de realizar procesos de pensamiento lógico. Formó el mundo natural y lo dio al hombre para que lo observara y estudiara. Reveló su voluntad a sus siervos los profetas. La razón, la observación y la fe deben usarse con equilibrio, por cuanto ninguna de las 3 es adecuada, en sí­ misma y por sí­ misma, como un camino completo hacia la verdad. Cuando los hombres divorcian la revelación de la filosofí­a y de la ciencia con el fin de dejar a Dios fuera de sus pensamientos, se hacen vanos “en sus razonamientos, y su necio corazón” se llena de tinieblas (Rom 1:21). Cuando observan las cosas visibles del mundo creado pero rehusan reconocer al Creador, y no lo glorifican como a Dios ni aprecian su bondad, sus procesos de razonamiento se vuelven no confiables. Profesando ser sabios, 457 llegan a ser necios (v 22). Contra la confianza en la “filosofí­a” en este sentido, con exclusión de la verdad revelada, es que habla Pablo en Col 2:8 Las filosofí­as de la antigua Grecia proponí­an resolver el problema del origen, de la naturaleza y del destino del hombre y del mundo natural mediante procesos racionales, y así­ resultaban de un carácter casi religioso. Atenas fue el centro del pensamiento filosófico griego. Las 3 grandes luminarias de la antigua filosofí­a griega fueron Sócrates, Platón y Aristóteles, quienes se sucedieron en los ss V y IV a.C.; es decir, entre el siglo de oro de Atenas y el surgimiento de Alejandro Magno. Los sistemas de Platón y de Aristóteles influyeron mucho en el pensamiento hebreo, particularmente en Alejandrí­a, donde Filón el judí­o, contemporáneo de Jesús, combinó las enseñanzas de Moisés con las de los filósofos griegos (formando un nuevo sistema) e intentó eliminar las incoherencias entre ambos alegorizando las Escrituras. Tomando la razón sola como su fuente de autoridad absoluta, Aristóteles, que sirvió como tutor de Alejandro Magno, desarrolló un sistema de filosofí­a natural que más tarde dominó el pensamiento de la cristiandad hasta casi el perí­odo de la Reforma. Durante los primeros siglos de la era cristiana, los profesos cristianos intentaron explicar las verdades de su religión en términos del sistema platónico, poniendo con ello el fundamento de la teologí­a medieval, que más tarde se desarrolló siguiendo el pensamiento aristotélico. Durante la 1ª parte del s III a.C., Epicuro y Zenón fundaron 2 escuelas éticas de filosofí­a conocidas como epicúrea* y estoica.* Los escépticos, enseñando que el conocimiento humano es insuficiente para llegar a la verdad con algún grado de certeza, sostení­an que el hombre alcanza la felicidad cuando se da cuenta de que no puede conocer la verdad absoluta y deja de luchar por lograrlo.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Esta palabra y sus derivados suelen tener una connotación despectiva en la Biblia (Col 2:8; Act 17:18). Pablo enfatizó la insuficiencia de la sabidurí­a de este mundo y la absoluta suficiencia de la sabidurí­a basada en la revelación de Dios (1Co 1:18—1Co 2:16; 1Co 3:18-21; comparar Act 17:18).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(amor a la sabidurí­a).

San Pablo atacó a la falsa filosofí­a: (Col 2:8). En Hec 17:18 se mencionan los filósofos epicúreos y estóicos.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Tradicionalmente, en el pensamiento griego, el amor a la sabidurí­a, a la ciencia, al saber. A ella se refirió Pablo al escribir que †œlos griegos buscan sabidurí­a†, diciendo que †œel mundo no conoció a Dios mediante la sabidurí­a [filosofí­a]† (1Co 1:21-22). El NT menciona especí­ficamente a los filósofos †¢estoicos y †¢epicúreos, los cuales disputaban con Pablo en †¢Atenas (Hch 17:18).

El apóstol evidencia un amplio conocimiento de la f. griega. Y no tiene problema alguno en utilizar las ideas de los filósofos para predicar el evangelio. En su discurso en el Areópago de Atenas el apóstol citó a dos conocidos poetas-filósofos, Epiménides y Arato. Dice la Escritura que †œalgunos creyeron† (Hch 17:16-34).
embargo, cuando algunas personas trataron de confundir a los creyentes de Colosas, les advirtió: †œMirad que nadie os engañe por medio de f. y huecas sutilezas†, las cuales son †œsegún las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo† (Col 2:8). Parece que algunos introdujeron ideas que trataban de conciliar los planteamientos filosóficos griegos con el mensaje del evangelio. También el apóstol advierte a Timoteo que evite †œlos argumentos de la falsamente llamada ciencia, la cual profesando algunos, se desviaron de la fe† (1Ti 6:20-21).
el término ciencia es en el original griego gnosis, no se debe confundir con el †¢gnosticismo, pues éste es un movimiento del siglo II. Pero la mayorí­a de los estudiosos están de acuerdo que aun en el perí­odo precristiano existí­an ideas que pueden ser consideradas como semilla del gnosticismo. De todos modos, es evidente que esa †œfalsamente llamada ciencia† es una referencia a alguna clase de pensamiento filosófico que trataba de infiltrarse en la iglesia. †¢Colosenses, Epí­stola a los.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

[001]

Concepto indefinible, aunque cada filósofo aporta su idea. En términos aristotélicos, se la define como “el conocimiento de todas las cosas por sus causas últimas”. Pero, en la opinión general, se la entiende como una búsqueda perpetua del saber perfecto, sin que pueda llegarse nunca del todo a él.

Se le atribuye a Pitágoras, entre otros de quienes se relata, la afirmación de no sentirse sabio (“sofos”), sino de ser sólo amante del saber (“fileo” y “sofos”). Tal vez sea la idea más aproximada a lo que es “filosofí­a”.

Es bueno recordar que el cristianismo no es una filosofí­a, aunque tantas veces se hable de “filosofí­a cristiana”. Y por eso el mensaje cristiano es armonizable, como lo ha sido a lo largo de la historia, con toda filosofí­a que no se empeñe en defender lo indefendible: por ejemplo, que todo es materia (materialismo), que la mente nunca puede conocer la verdad (agnosticismo), que no hay libertad en el hombre (determinismo), y muchos planteamientos más alejados de la verdad y del orden.

El hecho de que el cristianismo no sea una filosofí­a no quiere decir que la verdad cristiana no necesite una filosofí­a para poder hallar cauces de expresión y conceptos lógicos para su comprensión. Por ello, a lo largo de dos milenios, los teólogos cristianos han hecho esfuerzos por ajustarse a las diversas formas filosóficas que han circulado por la historia: platonismo y plotinismo, estoicismo, racionalismo y aristotelismo, humanismo, idealismo, personalismo, etc.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

“Filosofí­a” significa “amor” a la “ciencia” o a la sabidurí­a. Es un saber superior al común o vulgar, pero también distinto del saber experimental de las ciencias de la naturaleza. La filosofí­a busca conocer las causas últimas de todas las cosas. Por esto tiene como objetivo toda la realidad existente, valiéndose de la reflexión humana, partiendo de los principios (método deductivo) y de las cosas (método inductivo), en un proceso de análisis y sí­ntesis. Busca encontrar la verdad y no excluye las consecuencias y compromisos que de ella se puedan derivar. El “culto de la verdad” debe convertirse en “veneración amorosa de la verdad” (PDV 52).

La filosofí­a ha elaborado una sí­ntesis de los conocimientos humanos, sistematizándolos el conocimiento humano, el ser, la psicologí­a, la ética o deberes morales, el cosmos, Dios. En resumen, es “un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios” (OT 15). Se busca, pues, la verdad sobre el hombre, el mundo y Dios, de suerte que, en realidad, aparezca el significado del mismo hombre (antropologí­a filosófica) en relación consigo mismo (ontologí­a, psicologí­a, ética), con los demás (sociologí­a), con el mundo (cosmologí­a), con Dios (teodicea). Así­ se llega “a un conocimiento y a una interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de sus relaciones con el mundo y con Dios” (PDV 52).

La capacidad de conocer se expresa en la claridad y el orden de las ideas (lógica), sopesándolas crí­ticamente (crí­tica) y exponiéndolas con una lenguaje sin doblez y capaz de entablar relaciones humanas (filosofí­a del lenguaje). Es importante hoy para todo creyente y especialmente para todo evangelizador, “garantizar aquella “certeza de verdad”, la única que puede estar en la base de la entrega personal total a Jesús y a la Iglesia” (PDV 52). En muchos ambientes apostólicos hay ciertos dejes de duda (debido a falta de base filosófica y teológica), que no ayudan ni para el gozo de la propia identidad vocacional, ni para la entrega generosa a la misión. La verdadera búsqueda (que es siempre hacia el infinito) se apoya en una parte de la verdad que ya es conocida o intuida.

La formación del apóstol debe tener esta base filosófica, para poder apreciar la relación entre ciencia y fe, sea en la profundización de los datos revelados, sea en la inserción del mensaje cristiano en las culturas y situaciones humanas (inserción, inculturación). Hay un “patrimonio filosófico siempre válido” (OT 15), a modo de “filosofí­a perennne”, que es común a todas las culturas y que va enriqueciéndose con la aportación de todas ellas y con el progreso ideológico (en evolución armónica) de cada época. Así­ el apóstol se prepara para entablar “el diálogo con los hombres de su tiempo” (OT 15).

Referencias Arte (belleza), bien, ciencia y fe, conciencia, creación, cultura, derechos humanos, diálogo, Dios, educación, escuela, formación, formación intelectual, historia, hombre, libertad, moral, persona-personalidad, religión, sociedad, teologí­a, verdad.

Lectura de documentos OT 15; PDV 52.

Bibliografí­a W. BRUGGER, Diccionario de filosofí­a (Barcelona, Heder, 1958); J. FISCHL, Manual de historia de la Filosofí­a (Barcelona, Herder, 1980); J. HIRSCHBERGER, Historia de la filosofí­a (Barcelona, Herder, 1974); B. MONDIN, Dizionario enciclopedico di filosofia, teologia e morale (Milano, Massimo, 1989); K. RAHNER, Filosofí­a y teologí­a, en Escritos de Teologí­a (Madrid 1969) VI, 89-100; J. SCHIMTZ, Filosofí­a de la religión (Barcelona, Herder, 1987); G. SOHNGEN, Filosofí­a y teologí­a, en Conceptos fundamentales de la teologí­a (Madrid, Cristiandad, 1979) I, 581-593. Ver estudios particulares en las referencias.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Exégesis filosófica

(-> crí­tica bí­blica). La Biblia no es un libro de filosofí­a (como son muchos libros clásicos de Grecia), pero ella ha dado que pensar a los filósofos: desde los primeros tiempos del judaismo y de la Iglesia (cf. Filón* y Clemente* de Alejandrí­a), la Biblia ha suscitado un amplio diálogo cultural y ha contribuido de forma decisiva al surgimiento de la identidad y pensamiento de Occidente. En este contexto se sitúa la doctrina clásica de las dos fuentes o premisas objetivas de la argumentación teológica, formuladas por la Escolástica cristiana: (1) Hay una premisa de fe, que viene dada básicamente por la Escritura, tal como se hallaba fijada en los dogmas definidos por concilios y papas y también en las declaraciones eclesiales de tipo no dogmático pero vinculante. (2) Hay una premisa de razón, centrada básicamente en la filosofí­a, concebida de un modo bastante uniforme, siguiendo el modelo del razonamiento aristotélico. (3) La teologí­a o pensamiento cristiano viene a presentarse así­ como una argumentación racional que brota de las dos premisas anteriores. Eso significa que entre Escritura (fe) y filosofí­a (razón) existen conexiones. En la actualidad, la relación entre pensamiento bí­blico y filosofí­a griega suele estudiarse de manera mucho más matizada, poniendo de relieve los aspectos racionales de la Biblia y los elementos religiosos del pensamiento griego, y señalando, al mismo tiempo, sus diferencias. En este sentido son significativos los nuevos intentos de los grandes autores judí­os (M. Buber, F. Rosenzweig, E. Levinas), que quieren recrear el sentido de la filosofí­a desde la verdad hebrea. Quizá son menos conocidos (y menos espectaculares) los esfuerzos cristianos, pero es evidente que existen ya algunos muy significativos, que nos permiten comprender de forma nueva la Escritura, suscitando, al mismo tiempo, un nuevo tipo de acceso a la realidad. Sea como fuere, la cultura occidental resulta inconcebible sin la fecundación e influjo mutuo que ha existido entre la Biblia y las tradiciones filosóficas.

Cf. S. H. BERGMAN, Fe y razón. Introducción al pensamiento judí­o moderno, Paidós, Buenos Aires 1967; M. BUBER, Yo y tú, Caparros, Madrid 1995; E. LEVINAS, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sí­gueme, Salamanca 2002; X. PIKAZA, Exégesis y filosofí­a, La Casa de la Biblia, Madrid 1972; F. ROSENSZWEIG, La estrella de la redención, Sí­gueme, Salamanca 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La palabra griega fi·lo·so·fí­Â·a significa literalmente †œamor a la sabidurí­a†. En su uso moderno, el término tiene que ver con los intentos humanos por entender e interpretar, por medio de la razón y la especulación, toda la experiencia humana, las causas y los principios fundamentales de la realidad.
Las palabras griegas para †œfilosofí­a† y †œfilósofo† aparecen solo una vez en las Escrituras Griegas Cristianas. (Col 2:8; Hch 17:18.) Cuando Pablo escribió a la congregación de Colosas (Asia Menor), probablemente algunos estaban en peligro de ser afectados por †œla filosofí­a [Continúa en la página 961] [Viene de la página 944] y el vano engaño según la tradición de los hombres†. La filosofí­a griega era entonces muy importante. Pero el contexto de Colosenses 2:8 muestra que quienes preocupaban a Pablo de manera especial eran los judaizantes, los cuales intentaban que los cristianos volviesen a observar la ley mosaica, con la circuncisión obligatoria, los dí­as de fiesta y la abstinencia de ciertos alimentos. (Col 2:11, 16, 17.) Pablo no estaba opuesto al conocimiento, pues oró que los cristianos fuesen llenos de conocimiento; pero, como dijo, para conseguir la sabidurí­a verdadera y el conocimiento exacto, se debe reconocer el papel de Jesucristo en el desarrollo del propósito de Dios. (Col 1:9, 10; 2:2, 3.) Los colosenses tení­an que estar atentos para que nadie, tal vez utilizando argumentos persuasivos, se los llevase como presa por medio de una manera de pensar o punto de vista humanos. Tal filosofí­a serí­a parte de las †œcosas elementales [stoi·kjéi·a] del mundo†, es decir, los principios o componentes básicos y factores motivadores del mundo, †œy no según Cristo†. (Col 2:4, 8.)
Cuando Pablo estuvo en Atenas, se enfrentó con †œfilósofos de los epicúreos así­ como de los estoicos†. (Hch 17:18.) Ellos llamaron †œcharlatán† al apóstol, usando la palabra griega sper·mo·ló·gos, que aplica literalmente a un ave que recoge semillas. La palabra también transmite la idea de alguien que recoge porciones sobrantes de conocimiento y las repite sin ningún orden o método. Aquellos filósofos desdeñaron a Pablo y su mensaje. Básicamente, la filosofí­a epicúrea decí­a que el obtener placer, en particular placer intelectual, era lo más importante en la vida (1Co 15:32), y aunque aceptaba la existencia de dioses, explicaba que estos estaban más allá de la experiencia y el interés humanos. La filosofí­a de los estoicos recalcaba la suerte o el destino natural; la persona deberí­a tener una elevada moralidad, pero debí­a ser indiferente al dolor o el placer. Ni los epicúreos ni los estoicos creí­an en la resurrección. En su discurso ante esos hombres, Pablo subrayó la relación y la responsabilidad del ser humano para con el Creador, y enlazó con ello la resurrección de Cristo y la †œgarantí­a† que esta ofrece a los hombres. Para los griegos que buscaban †œsabidurí­a†, el mensaje del Cristo era †œnecedad† (1Co 1:22, 23), y cuando Pablo mencionó la resurrección, muchos de sus oyentes empezaron a burlarse, aunque algunos se hicieron creyentes. (Hch 17:22-33.)
Pablo recalcó varias veces en sus cartas inspiradas que la sabidurí­a y el †œfalsamente llamado †˜conocimiento†™† del mundo son necedad para Dios, y que los cristianos tienen que evitarlos. (1Co 1:18-31; 2:6-8, 13; 3:18-20; 1Ti 6:20.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

I. Sentido de la palabra y variedad de significaciones
Según el sentido de la palabra, philosophia no es una disciplina teórica, sino una actitud de vida. Se distingue de las otras actitudes de vida, porque para ella la sophí­a es el fin del esfuerzo y el criterio supremo de valor, mientras que las otras actitudes se dirigen a otros valores supremos (p. ej., la riqueza, los honores, etc.). Para la manera como la f. se entiende a sí­ misma es siempre importante la cuestión de si ella mantiene esta pretensión -que va aneja a sus orí­genes – de ser forma de vida, o si se contenta con ser un saber particular o un método especial de adquirir el saber.

1. La filosofí­a como forma de vida
La f. como forma de vida está determinada tanto por su fin (sofí­a) como por su relación con este fin (philí­a).

a) En cuanto la sophí­a es para el filósofo superior a todos los otros bienes, él tiende a preferir las posturas teóricas a las prácticas (la vida filosófica como vita contemplativa). Negativamente, el filósofo se esfuerza por superar el error y la ceguera, y, positivamente, procura ejercitar aquellas disposiciones que favorecen la adquisición de la ciencia.

Si se busca la fuente de los errores preferentemente en las ilusiones de los sentidos, el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a liberar el pensamiento de sus implicaciones sensitivas, y, positivamente, al ejercicio de un conocimiento puramente espiritual, y, por fin, a la “purificación” del alma de todas las influencias del cuerpo (filosofí­a como katharsis, tendencia a un dualismo hostil al cuerpo, sobre todo en el –>platonismo). Si se piensa que el cuerpo y sus órganos sensorios no son, como tales, peligrosos para el conocimiento, sino únicamente por la excitación de afectos y pasiones, que enredan al pensamiento en prejuicios: el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a liberarse de estos afectos y pasiones; positivamente, al ejercicio de una valerosa imperturbabilidad (filosofí­a como átaraxia, particularmente en el -> estoicismo). Si, por otra parte, la validez indiscutida de opiniones tradicionales es mirada como la fuente más peligrosa de prejuicios erróneos, el filósofo se esfuerza, negativamente, por criticar lo indiscutido; positivamente, por ejercitar la independencia de juicio en el hábil manejo de los argumentos probatorios y por alcanzar una alta conciencia de sí­ mismo como sujeto que juzga (filosofí­a como seguridad metódica del juicio independiente y, con ello, como liberación del sujeto por la ilustración de un estado de minorí­a de edad en que se halla atado a la autoridad y a la tradición; como ejercicio de la virtud de la générosité, en Descartes).

Esta concepción de la f. como forma de vida constituye la transición a una inteligencia de la misma como ciencia y fundamentación de la ciencia.

En tiempos recientes se ha descubierto como una fuente de errores todaví­a más peligrosa el monismo metódico de una u otra ciencia particular o de la ciencia moderna en general. En este caso, el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a rechazar la pretensión de validez universal por parte de una ciencia que sobrepasa sus lí­mites (Kant contra el “dogmatismo” pseudocientí­fico, Jaspers contra la “superstición” de la ciencia); positivamente, a la apertura hacia aquellas modalidades de la verdad que, ante la pretensión de validez universal de la ciencia, corren peligro de hacerse invisibles (f. como fe de la razón práctica en Kant, como fe filosófica en Jaspers, y como un preguntar más originario que la ciencia en Heidegger).

Finalmente, la amenaza más radical a la facultad cognoscitiva puede verse también en que el pensamiento esté cautivo en grupos de intereses económicos y sociales. En tal caso el filósofo ve su tema capital, negativamente, en la crí­tica de la -> ideologí­a; positivamente, en la preparación de una revolución social, cuyo objeto sea eliminar, a la par de la sociedad de clases, la cautividad ideológica del pensamiento (filosofí­a como precursora de la práctica revolucionaria en el -> marxismo).

Las concepciones que acabamos de mencionar y una serie de otras concepciones acerca de la esencia y la tarea de la f. tienen en común la afirmación de que el objeto de la f. no es solamente transmitir verdades intelectuales, sino también posibilitar una forma de vida, e invitar a ella (générosité, fe filosófica, actividad revolucionaria, etc.). Pero en cada uno de esos casos esta forma de vida no es la “dada”, sino la “exigida”. Para lograrla, es menester apartarse de aquellos modos de vida y de entenderse a sí­ mismo en que “principal y normalmente” viven los hombres. En este sentido Platón habló de una “inversión” o cambio “del alma entera”. Los términos y el contenido recuerdan la llamada a la “conversión” por parte de las religiones.

En la edad moderna, esta inversión del alma entera fue entendida por Descartes como eversio omnium opinionum y, con ello, como destrucción de las tradicionales enseñanzas basadas en la autoridad. Kant consideraba la conversión exigida, por una parte, como “giro copernicano”, por el que el hombre ve cómo no es la naturaleza la que le da leyes a él, sino que es su razón la que da leyes a la naturaleza; por otra parte, como la “revolución moral en el ánimo”, por la que el hombre alcanza la autonomí­a moral y restablece la recta relación entre el respeto a la ley moral y la aspiración a la felicidad. La concepción marxista de la f. como iniciación a la revolución social trata de darse la mano con los factores antitradicionales de la eversio cartesiana y con la preferencia kantiana de la razón práctica sobre la teórica. Con ello, la cuestión sobre la primací­a objetiva de la conversión individual (cambio del alma) o de la revolución social, es punto capital de la controversia entre la filosofí­a no marxista y la marxista.

El que todas las filosofí­as hasta aquí­ mentadas y muchas otras se entiendan a sí­ mismas preferentemente como forma de vida o como servicio para lograr una forma de vida, no excluye, sino que incluye el hecho de que para esta forma de vida se requiera conocimiento y de que ella misma facilite el conocimiento. En cuanto la forma filosófica de vida aspira, en todos estos modos de entenderse a sí­ mismo, a la sophia, la f. misma está referida al conocimiento y a la manera de buscarlo.

b) Para el filósofo – tomada todaví­a la palabra como designación de una forma de vida – la sophia no es posesión asegurada, sino objeto de una plata. El filósofo sabe bastante para advertir su ignorancia y para juzgar necesaria la superación de la misma; pero es tan ignorante que tiene que empezar por aspirar a la sophia. Por su philí­a se distingue del necio, que no conoce su falta y por ello no puede aspirar a superarla; pero también del sabio (o de una inteligencia divina), al que nada falta y que por eso no tiene necesidad de aspirar. Como el filósofo no se distingue del necio por posesión real del saber, sino sólo porque conoce su propia ignorancia, él se harí­a más necio todaví­a y de manera irremediable tan pronto como se tuviera falsamente a sí­ mismo por sabio. Sí­guese que la f., precisamente como philí­a, estriba en la reflexión crí­tica sobre sí­ mismo (cf. la interpretación platónica de la inscripción délfica: gnosci seipso).

En esta reflexión el filósofo tropieza con una paradoja: la autocrí­tica consiste en que el pensamiento se mide a sí­ mismo y su supuesta posesión de la ciencia por un criterio, y lo juzga insuficiente. El criterio en que puede demostrarse la insuficiencia del pensamiento no es otro que la verdad misma. Pero, para medirse a sí­ mismo por este criterio, el pensamiento deberí­a conocerlo. Así­ la autocrí­tica parece necesaria solamente porque el pensamiento no conoce la verdad; pero, a la vez, sólo parece posible si la conoce. La f. estriba, pues, en la experiencia de que los hombres estamos de búsqueda y, consiguientemente, no conocemos; pero, sin un conocimiento previo de lo buscado, no sabrí­amos que no conocemos ni podrí­amos medir crí­ticamente los ensayos de respuesta. Muchas doctrinas sobre un saber que actúa a priori y se hace más tarde conscientemente reflejo, se fundan en esta experiencia; p. ej., la doctrina de Platón sobre las ideas no conscientes que actúan inconscientemente en la conciencia (las cuales están “olvidadas”, pero dirigen como restos del recuerdo la búsqueda y la autocrí­tica), o la doctrina cartesiana sobre la idea del ens perfectissimum, que hace posible todo preguntar y hasta toda duda.

Así­ la posición intermedia del filósofo entre Dios y el necio se debe al saber de lo no sabido implicado en el no saber. Sólo así­ se hace posible designar lo no sabido en una cuestión expresa, juzgar esquemas propios de respuesta y ofertas ajenas de respuesta como “aproximaciones a lo buscado” o como “pasos que apartan de ello”, y realizar en la sucesión de estados un progreso en el conocimiento. El conocimiento de la verdad implicado en el saber de la propia ignorancia convierte la f. como forma de vida en un camino. Y sólo aquí­ radica la razón de la posibilidad para el desarrollo de una f. como método. Consiguientemente, la conciencia filosófica de método se desenvuelve por el hecho de que el filósofo reflexiona sobre su forma de vida en su propiedad de data. Los múltiples resultados de esta reflexión contienen, además de las indicaciones sobre el procedimiento en ella logradas, con frecuencia muy variadas, los dos factores siguientes:
1º. Entre la verdad y el pensamiento humanos se da una relación dialéctica en el estricto sentido de la palabra. Precisamente no siendo poseí­da, la verdad está más “cerca” del hombre que todo objeto por el que él pueda preguntar, y hasta más cerca que él mismo respecto de sí­ mismo. Precisamente en su carácter oculto está la razón de la posibilidad de todo buscar y encontrar. La negatividad de su no estar poseí­da aparece así­ como lo positivo y propulsor por antonomasia (cf. a este respecto sobre todo la interpretación hegeliana de lo no sabido o inconsciente y de la negación).

La verdad que, sin ser poseí­da, posibilita todo buscar y preguntar, se distingue frecuentemente como veritas qua cognoscitur de todos los objetos reales y posibles de conocimiento, de la veritas quae cognoscitur, que es presentada frecuentemente bajo la imagen de la luz. La luz se hace “visible” en cuanto ella hace visibles los objetos iluminados. El conocer especí­ficamente filosófico es en este sentido, no conocimiento de objetos, sino conocimiento de las condiciones por las que éstos pueden aparecer como tales. El giro del conocimiento de objetos al conocimiento de las condiciones que posibilitan su objetividad, realizado por primera vez en Platón con la comparación del sol, vino a ser posteriormente bajo el nombre de “reflexión transcendental” un tema capital de la filosofí­a.

2º. Así­, pues, la verdad con que se relaciona el filósofo en su philí­a, porque ella es la única fuente posible de la apetecida sophí­a, tiene para él una doble función: la de ser criterio en que se mide crí­ticamente a sí­ mismo (veritas iudicans de homine), y la de ser origen de la posibilidad por la que él es capaz de conocer los objetos, de ver las condiciones para su aparición y de juzgar crí­ticamente por la manera de aparecer (veritas qua homo iudicat). Precisamente a su autocrí­tica por el criterio de la verdad que no es sabida pero posibilita todo saber, agradece el filósofo su capacidad de comportarse crí­tica y objetivamente con los objetos que tiene ante los ojos. La particularidad de la philí­a filosófica tiene en esta unidad de crí­tica propia y crí­tica objetiva su consecuencia necesaria y su criterio de distinción.

En cuanto la f. reflexiona así­ sobre su peculiaridad y sobre las condiciones de su posibilidad, ha realizado ya el tránsito de una forma de vida a un estudio teórico del saber en un campo especí­fico de temas.

2. La filosofí­a como disciplina teórica
a) La transición de la f. como forma de vida a f. como especial disciplina teórica se debe histórica y objetivamente sobre todo a los hechos siguientes:
1º. En cuanto la f. aspira a la sophí­a y por ello reflexiona sobre el origen del error y busca un criterio para distinguir el error de la verdad, se convierte en una clase particular de conocimiento. Antes de conocer cualquier objeto busca el criterio para discernir el saber aparente del real. En este sentido Platón llamó a la f. un saber, “no de algo” (es decir, de ningún objeto particular), “sino del saber mismo”. Comoquiera que el verdadero conocimiento debe probarse frente al conocimiento aparente por el arte de argumentar (en el diálogo), la f. se convierte en arte del diálogo y en arte del manejo de las pruebas. Este arte por su parte intentó interpretarse teóricamente en una “dialéctica” y una “lógica”. Así­, este saber del saber mismo, por una parte, vino a ser modelo de toda posterior teorí­a y crí­tica del conocimiento, teorí­a de la ciencia y metodologí­a; por otra parte, contiene una iniciación a la reflexión del que piensa sobre sí­ mismo, y así­ se convirtió en origen de la doctrina sobre el alma y de la -> antropologí­a filosófica, de la doctrina sobre el tránsito del “ser consciente” a la “conciencia de sí­ mismo”, del esclarecimiento de la existencia, etc. Aquí­ pudo surgir la cuestión acerca de si merece la preferencia la fundamentación “antropológica” o la fundamentación “lógica” de la f. Recientemente esta cuestión ha dado ocasión entre otras cosas a la discusión entre la fundamentación de cuestiones filosóficas y sus ensayos de respuesta en una lógica puramente formal, y la “reducción antropológica” de la f. (cf. el contraste entre las escuelas kantianas y el -> vitalismo). Esto no impide que las mencionadas cuestiones se desprendan de su origen, que es la reflexión sobre la peculiaridad y la condición de posibilidad de la forma filosófica de vida, y se conviertan en “disciplinas parciales” e independientes de la f., las cuales luego pueden discutir sobre su primací­a como “disciplina fundamental” de la f. En el curso de la historia de la f., la base antropológica se diferencia esencialmente por el hecho de que se cayó en la cuenta de la diferencia entre los modos de pensar según la cultura, el grupo social y la época histórica.

La doctrina sobre el yo pensante recibió una dimensión etnológica, social e histórica. Junto a la antigua psicologí­a, aparecieron la f. de la cultura, la f. ->social (en –> sociedad) y la f. de la -> historia, que incluso ocuparon su lugar y hasta recogieron su pretensión de ser disciplina filosófica fundamental.

Igualmente se diferenció la base lógica por la consideración de que el logos sólo aparece en concreto para el hombre como palabra hablada. De ahí­ pudo sacarse la conclusión de que la lógica formal necesita ser complementada por una f. del -> lenguaje o por un análisis de éste, o de que la lógica misma no es en su fondo sino una teorí­a, inconsciente de sí­ misma, sobre un lenguaje especial (el lenguaje de la ciencia). Ahora bien, comoquiera que a la lengua debe corresponder además el oí­r y a éste el entender, si el logos ha de actuar dialogí­sticamente, sí­guese que a la tarea de una f. del lenguaje corresponde también la tarea de una f. del entender y de la interpretación. Dicho de otro modo, la función de la lógica, fundamental para la f., puede ser reclamada por la f. del lenguaje, pero también por la -> hermenéutica.

2º. En cuanto la f. se entiende a sí­ misma como una forma de philí­a, en cuanto busca, por tanto, las condiciones que posibilitan su estar en camino por la aspiración y pregunta en consecuencia sobre el saber de lo no sabido implicado en el no saber, logra a la vez un tema propio. Pregunta no sólo sobre el saber mismo, no sólo sobre los objetos del saber, sino también sobre aquella condición de posibilidad que a su vez fundamenta dos posibilidades: la de que el pensante busque, pregunte y sea capaz de juzgar lo hallado (real o aparentemente), y la de que los objetos sean capaces de mostrarse al que busca como lo que son. En este sentido, Platón describe el objeto de la f. como la “tercera magnitud”, que “concede la fuerza al pensamiento y la verdad a lo conocido”. Este triton genos no es un objeto particular, sino que está situado “más allá del ser”. De él no puede saberse otra cosa, por tanto, sino que “existe por naturaleza para uncir al yugo a los dos” (pensamiento y objeto conocido), es decir, para mediar entre ellos.

Con esta descripción la reflexión transcendental, es decir, la pregunta retrospectiva por lo que hay detrás de la relación sujeto-objeto, queda designada por primera vez y en forma históricamente eficaz como la tarea especial de la f. Pero con este tema especial se atribuye también a la f. una especie particular de conocimiento. Lo que ella busca antecede -como condición del buscar y hallar- a todo conocimiento objetivo e incluso a toda cuestión sobre objetos. Dicho de otro modo, lo buscado por la f. es el a priori objetivo del -> conocimiento en general. Por eso, en cuanto a la forma sólo puede ser hallado por el hecho de que el pensamiento reflexiona sobre aquellos factores que actúan en él mismo “de antemano”, “a priori”, aun cuando en el orden del conocimiento sean sometidos a la reflexión después de haber conocido otras cosas. La f. como reflexión transcendental es esfuerzo por el conocimiento del a priori y de su forma, es reflexión sobre los factores apriorí­sticos del conocimiento. Así­, la reflexión transcendental y el problema del a priori puede también deducirse de la manera como la f., en cuanto forma de vida, comprende su peculiaridad y condición de posibilidad. Pero eso no impide que también estos momentos se independicen como peculiares disciplinas filosóficas frente a la f. como forma de vida, o que pretendan incluso en esta independencia desempeñar el papel de una disciplina filosófica fundamental. Sin embargo, tanto la reflexión transcendental como la elaboración del problema del a priori admiten múltiples diferenciaciones.

En la búsqueda del “tercero mediador” -de aquella luz que ilumina al entendimiento (lo hace capaz de conocer) y esclarece los objetos (los hace cognoscibles)- Platón en la República tiene que recurrir al bien como sol en el reino del espí­ritu. En su obra tardí­a, el Uno es para él cada vez con mayor claridad el principio común del ser y del conocer; Aristóteles pudo mostrar negativamente que la pérdida de la unidad (en la contradicción consigo mismo) hace al pensamiento incapaz de pensar y al objeto incapaz de existir (el “principio de contradicción” como “principio gnoseológico” y a par “ontológico”, se convierte a la vez en principio de mediación entre el pensar y el ser). Finalmente, los principios de unidad y bondad juntamente con la verdad así­ posibilitada (cognoscibilidad), descubiertos en la cuestión sobre las razones de posibilidad de la mediación entre el pensar y el ser, son atribuidos como passiones generales al ente como tal. De esta manera, de la reflexión transcendental salió la teorí­a de los -* “transcendentales”. El redescubrimiento del problema transcendental en su sentido primigenio se debe sobre todo a Kant y, después de él, al -> idealismo alemán. Kant buscó las condiciones de posibilidad de los objetos conocidos no en un tercero, sino en las formas mismas del pensar (y del intuir), Schelling tomó como punto de partida la indiferencia de un sujeto-objeto no separado, Hegel intentó describir la constitución del sujeto y del mundo de los objetos como la vida del espí­ritu que se realiza a sí­ mismo.

En consonancia con esto también la forma apriorí­stica del conocimiento filosófico pudo ser entendida distintamente: como intuición originaria (innata, pero “olvidada”) de los principios materiales (ideas), como reflexión sobre las formas del pensamiento e intuición, como conciencia activa del espí­ritu, etc.

3º. La f. en cuanto forma especial de vida, al entenderse a sí­ misma, no como una “variante” subjetivamente condicionada de las posibilidades de vida humana, sino como la forma de vida que ha de exigirse necesariamente al hombre, ella se expresa en normas de conducta y posibilita así­ la formación de un especial tratado filosófico bajo el nombre de -> “ética”. También ésta puede pretender, p. ej. en Kant, desempeñar el papel central entre las disciplinas filosóficas que se han hecho independientes.

b) Una vez cumplida la transición de la f. como forma de vida a la f. como variedad de tratados especiales, surge para la f. la cuestión de cómo ella pueda distinguirse de las restantes maneras de saber y de adquirir el saber. Es significativo para este proceso que ya en Aristóteles el nombre de “filosofí­a” pasa a ser una idea genérica que designa todas las especies del saber. Pero la f. en sentido estricto reclama ahora una primací­a objetiva sobre todas las filosofí­as.

Partiendo de aquí­, la f. vino a ser la “fundamentación de la ciencia”, que tiene por objeto asegurar el conocimiento en todos sus pasos particulares, y doctrina material sobre los –>principios universales, que debe señalar a todos los objetos y conocimientos particulares su puesto en el todo ordenado del ente o de lo cognoscible, y hacer así­ posible una sí­ntesis de lo sabido para formar un sistema. Y comoquiera que tanto las reglas formales del conocimiento como los principios sistemáticos para el todo de lo sabido pretenden universalidad, la f. pudo contraponerse como “ciencia universal” a las restantes formas del saber como “ciencias particulares”.

La f. como ciencia universal debe tender sobre todo a asegurar la universalidad del conocimiento intentado por ella, y a evitar un “estancamiento en lo particular”.

Por lo que atañe a las reglas formales del conocimiento, precisamente su carácter puramente formal parece garantizar la indiferencia respecto de la diversidad de contenidos y asegurar así­ la universalidad de su vigencia para todo conocimiento (el principio de contradicción para formar conceptos y pronunciar juicios y el dictum de omni et nullo para la conclusión son principios que, precisamente por ser puramente formales, tienen validez para toda idea, para todo juicio y toda conclusión, sea el que fuere el objeto a que se refieran). Sólo en tiempo reciente han surgido dudas sobre si precisamente la formalización del pensamiento por tales reglas lógicas no limita el conocimiento a determinadas esferas de posibles contenidos (p. ej., a la esfera de los “objetos”, que, según el juicio del vitalismo, de la ontologí­a heideggeriana y de la metafí­sica de Jaspers sólo constituyen un campo parcial de posibles contenidos).

Más difí­cil todaví­a pareció desde el principio asegurar la universalidad de los “supremos principios” materiales, que permitirí­an a la f. clasificar los resultados de las ciencias particulares en un todo de lo verdadero y real. Esta universalidad material ha podido buscarse en la universalidad lógica de un concepto supremo, en el cual quedan lógicamente subsumidos los conceptos de todos los objetos particulares, o en la universalidad fí­sica de una estructura real, a la que se incorporan fí­sicamente todas las realidades particulares. En el primer caso la filosofí­a se convierte en ciencia “del ente como tal”, mientras que las ciencias particulares tienen por tema diversos genera entis; en el segundo caso, la f. se entiende a sí­ misma como ciencia del universo o del cosmos, mientras que las ciencias particulares estudian campos parciales del mundo. Sin embargo, el universo sólo puede describirse en su totalidad si es entendido desde un supremo fundamento real; en cambio, las ciencias particulares no tienen por qué investigar el fundamento del mundo, es suficiente que cada una busque su propio sistema de fundamentación regional. Dicho de otro modo, la f. intenta ser consecuente con su propia concepción como ciencia universal, desarrollándose en la –>ontologí­a, en la filosofí­a de la ->naturaleza y en la teologí­a filosófica (->teologí­a natural).

Si en el curso ulterior de la evolución ya no se entiende por “mundo” el conjunto de todo lo real, sino una región especial del ente -junto a Dios y al alma-, entonces la cosmologí­a, la teologí­a y la psicologí­a como partes de la “metafí­sica especial” se subordinan a la “ontologí­a general” como ciencia universal en el estricto sentido de la palabra. Pero, al surgir la noción de una “metafí­sica especial”, en principio queda ya abandonada la idea de que sólo pueda ser tema de la f. lo simplemente universal; ahora parecen posibles ciertas filosofí­as regionales (una f. de la naturaleza, de la historia, del arte, del Estado, de la religión, etc.), que se distinguen de las ciencias sobre los respectivos campos particulares (ciencias naturales, ciencia de la historia y del arte, etc.) por su pretensión de no describir solamente fenómenos, sino de plantear y responder la cuestión sobre la esencia o naturaleza de lo fenoménico. La f. que pasó antes de la reflexión sobre una forma de vida a teorí­a de los principios más universales, se cambia ahora de nuevo en la cuestión sobre las esencias peculiares de especies particulares del ente.

1. Amor a la sabidurí­a y amor a Dios
La forma de vida cristiana y la f. son comparables entre sí­ por el hecho de que ambas se realizan como una forma de amor, que prescribe despreciar por razón del bien amado todos los otros bienes (según Platón, todos los bienes deben permutarse por “la única moneda verdadera”; según Mt 13, 45s, debe entregarse todo lo poseí­do por “la única piedra preciosa”). Se da aquí­ semejanza en la forma, pero es problemática la relación en lo referente al contenido (sophí­a o theos).

a) Philí­a cristiana y filosófica
No sólo el filósofo, sino también el cristiano -aun cuando por motivos distintos y de manera distinta- se siente como un ser en un reino intermedio. Es una parte de este mundo y, sin embargo, no está simplemente sometido a los “elementos del mundo”; es “familiar de Dios” y, con todo, no está simplemente a salvo en el orden divino. Y sabe, como el filósofo, que es un ser en camino: ha recibido el Espí­ritu como “prenda”, pero vive enteramente en expectación. Y si bien no es su reflexión la que lo pone en ese reino intermedio y en camino, no obstante el creyente está llamado a apropiarse con su logos lo que la gracia de Dios ha operado en él y le promete para lo futuro. Y lo mismo que el filósofo particularmente se convierte en necio si no se siente y confiesa necio, así­ también el cristiano sobre todo se convierte sin remedio en pecador si no se siente y confiesa pecador y, en lugar de eso, intenta “erigir su propia justicia” (apostasí­a de la fe de los “judaizantes”). Y lo mismo que el filósofo desconoce y malogra su relación con la verdad si la tiene por posesión segura y no por meta de su philí­a, así­ también el cristiano desconoce y malogra su relación con la gloria prometida si piensa poseerla ya (apostasí­a de la fe de los “iluminados”). Por eso, al igual que la forma de vida del filósofo, también la del cristiano está ligada a una inteligencia crí­tica de sí­ mismo.

Cuando el filósofo habla de que sólo puede buscar la verdad en cuanto ésta se halla previamente en él (como veritas qua cognoscitur), el cristiano puede ver ahí­ una interpretación de su relación con Dios, pues él sólo tiene la posibilidad de estar en camino hacia Dios, porque Dios está previamente en él; es más -como la verdad respecto del filósofo-, está “más cerca de él que su propio yo”. El filósofo debe su libertad crí­tica frente a los objetos a la autocrí­tica ante aquella veritas iudicans de homine que hace patente su propia insuficiencia. El cristiano puede ver ahí­ una interpretación de su relación con el mundo: es libre para juzgar crí­ticamente sobre el mundo, y lo es precisamente porque sabe que está juzgado por Dios y que no puede subsistir bajo el juicio divino. Y si la verdad está cerca del filósofo precisamente bajo una forma no disponible, también para el cristiano la gloria y la gracia de Dios se revelan esencialmente sub contrario. Así­, la reflexión del filósofo sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad de su vida filosófica, pudo señalar al cristiano diversas pautas sobre la manera de entenderse en su existencia cristiana y desde los fundamentos de su posibilidad. Ahí­ parece radicar una razón esencial por la que la manera como el cristiano se entiende a sí­ mismo puede expresarse en una teologí­a desarrollada a base de medios filosóficos.

b) Dios y la verdad como objeto de la philí­a
Si entre la forma cristiana de vida y la filosófica existe una semejanza en cuanto ambas son philí­a según su forma, sin embargo, la diversidad en los objetos de esta philí­a (Dios para el cristiano, la sabidurí­a para el filósofo) da origen a una relación muy tensa entre la vida filosófica y la cristiana. En este campo pueden plantearse las cuestiones que a continuación formulamos.

¿Es el amor a la verdad como actitud de vida una posibilidad que aparece junto al amor de Dios, de manera que sea necesario escoger entre ambos? Esta respuesta es dada por aquellos que -apoyándose tal vez en 1 Cor 1, 18-25 – resaltan la locura de la cruz y de ahí­ deducen que quien ame al Dios del crucificado deberá dar un sí­ a la locura, de forma que no podrá reconocer la sabidurí­a como valor supremo.

¿O es el amor a la sabidurí­a en su fondo (consciente o inconscientemente) expresión de un anhelo de la “luz divina”, de forma que contiene en sí­ implí­citamente el amor a Dios y en el curso ulterior de su aspiración prepara el amor explí­cito de Dios? Dan esta solución aquellos que – apoyándose quizá en Act 17, 23-28 – entienden el mensaje cristiano como una respuesta que sólo puede recibir rectamente quien se percata del carácter problemático de su condición humana, ha aprendido a preguntar y desea una respuesta.

¿O es el Dios del mensaje de la fe idéntico con la sabidurí­a a que aspira el filósofo, de suerte que la f. sólo se entiende rectamente a sí­ misma cuando llega a ser amor a Dios? Responden así­ aquellos que -fundándose tal vez en 1 Cor 2, 6ss – quieren que la verdad cristiana sea entendida como verdadera sophí­a y, en consecuencia, que la fe cristiana sea concebida como verdadero amor a la sabidurí­a.

La dificultad de la relación entre el amor de Dios y el amor a la sabidurí­a aparece más concretamente cuando el cristiano intenta tomar posición ante las respuestas filosóficas a la cuestión sobre dónde haya que buscarse la fuente de los errores humanos y qué actitudes hayan de adoptarse para que el hombre llegue a la “sabidurí­a”. En este punto, la f. y la predicación de la fe tienen de común que ambas exigen del hombre un giro o conversión radical. Sin embargo, el objeto de aversión y la dirección por la que debe dirigirse el llamado, de ningún modo se definen siempre en la misma forma.

El menosprecio de los sentidos y, con ellos, del cuerpo en favor de la razón, para el filósofo se funda en la teorí­a del conocimiento, y por eso no tiene ninguna función originaria dentro del mensaje cristiano. Sin embargo, el contraste entre nous (entendimiento) y méle (miembros del cuerpo) es utilizado por Pablo (Rom 7, 23) para designar la escisión interna, de carácter totalmente distinto, en el hombre pecador; y esto dio pie a que algunos teólogos cristianos pudieran poner en estrecha relación la katharsis del pecado, exigida por el cristianismo, con la katharsis del alma respecto del cuerpo, exigida por la f. (más precisamente, por el platonismo).

La lucha contra los afectos o sentimientos y la exigencia de ejercitarse en la actitud de la ataraxia, son juzgadas muy diversamente en el campo cristiano. Por una parte, ya el autor de la carta de Santiago designa la epithemí­a como madre del pecado y la argué como contraria a la justicia divina (Sant 1, 15.20), mientras que los restantes autores del NT parecen entender las malas pasiones como consecuencia del pecado y no tanto como su origen (cf. Rom 1, 24-27). Por otra parte, Agustí­n acentúa que la ataraxia estoica merecerí­a llamarse mejor un stupor animi, mientras que el temor y la esperanza, la tristeza y la alegrí­a deben contarse entre los factores necesarios de la vida cristiana.

La repulsa a opiniones no comprobadas, que mantienen su validez autoritariamente por tradiciones e instituciones, y el imperativo de ejercitarse en una altiva independencia de juicio, en la antigüedad tuvieron su objeto concreto de polémica en el mito. En la época de la ilustración, ésta se dirigió contra la tradición fundada en la autoridad del cristianismo y contra las instituciones creadas para protegerla. Consecuentemente, la actitud filosófica de vida articulada en estos imperativos, halló su expresión sobre todo en la crí­tica a la –>religión y a la Iglesia. En cuanto el mensaje cristiano prohí­be al hombre todo gloriarse en sí­ mismo, tampoco puede aprobar el ideal del sujeto autónomo, y tiene que oponerse al postulado de autonomí­a con la invitación a la hypakoé pí­steos. Por otra parte, precisamente por estar sometido al juicio de Dios y a la gracia, el cristiano se siente liberado del mundo y capaz de juzgarlo serenamente. “El hombre dotado de Espí­ritu puede examinar todas las cosas, pero él no puede ser examinado por nadie” (1 Cor 2, 15). En este sentido, el ejercicio en la independencia de juicio es de exigir tanto en nombre del cristianismo, como en nombre de la forma filosófica de vida, y la “salida de la culpable minorí­a de edad” (Kant) puede entenderse no sólo como programa de la ilustración, sino también como exigencia de una mayorí­a de edad cristiana.

La lucha contra el monismo de método de una u otra ciencia o de la ciencia moderna en general y la ejercitación en actitudes cognoscitivas de otra especie, han reducido la f. y la fe cristiana a una común postura defensiva; de una parte, contra el positivismo; de otra, contra sistemas mecanicistas de interpretación del mundo, o contra otros sistemas esbozados a partir de una ciencia particular.

Sin embargo, aun reconociendo esta situación común, no deben olvidarse las diferencias. La crí­tica filosófica del saber demuestra la limitación de las posibilidades cientí­ficas analizando la forma en que la ciencia llega a sus conclusiones. La crí­tica cristiana de la sabidurí­a humana, en cambio, demuestra su insuficiencia por el hecho de que la “sabidurí­a de este mundo” fue incapaz de comprender una materia determinada: la acción salvadora de Dios en Jesús (cf. 1 Cor 2, 7s). El esfuerzo filosófico por dilatar el horizonte de inteligencia, que ha restringido un monismo metodológico, se apoya en la inmanente forma de ser de la razón o de la existencia, o bien en una transformación de la conciencia que lleva a cabo el hombre mismo. El esfuerzo cristiano por la capacidad de oí­r la palabra, confiesa que el Dios mismo que habla debe dar al hombre “nuevos ojos y oí­dos” para que él pueda ver el signo de Dios y percibir su palabra.

Finalmente, si la f. marxista ve la razón de nuestra cautividad humana no en una falsa actitud sujetiva e individual, sino en un estado objetivo y social, la crí­tica cristiana del mundo está de acuerdo con ella en un punto, en que también entiende la esclavitud del hombre (bajo el señorí­o del pecado) no sólo como una falta moral individual, sino como un estado de la humanidad y del mundo en su totalidad. Por mucho que el llamamiento cristiano a la conversión se dirija al individuo, sin embargo la esperanza cristiana tiene por objeto una renovación que sobrepuja en mucho el cambio del estado individual, hasta tal punto que trae “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Pero si el ->marxismo ve la verdadera f. como una iniciación a la praxis revolucionaria, el cristiano debe preguntarse si él puede esperar de su propia acción la renovación del mundo, y si con ello no caerí­a en una nueva forma de la “justicia por las obras”, que contradice a la esperanza de la salvación “por la sola gracia”.

Los ejemplos muestran que dondequiera el amor cristiano a Dios se encuentra en concreto con el amor humano a la sabidurí­a (philosophia), de forma que la invitación cristiana y la filosófica a la conversión tienen que mostrar su compatibilidad o su oposición, se requiere un juicio diferenciador. Pero este juicio sólo puede lograrse mediante una nueva reflexión sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad de la forma filosófica de vida y de la forma cristiana. De la reflexión sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad de la forma filosófica o la cristiana (ofrecida por el kerygma) de vida, han nacido respectivamente la filosofí­a y la teologí­a como disciplinas teóricas. A la polémica sobre ambas maneras de vida se añade la polémica entre la doctrina filosófica y la teológica.

2. La filosofí­a como disciplina teórica y la teologí­a cristiana
Es peculiar de las religiones bí­blicas y posbí­blicas el hecho de haber desarrollado una disciplina teórica a partir de la predicación de un mensaje. Del mismo modo que la fe cristiana se relaciona con la f. como forma de vida, así­ también la teologí­a cristiana (t.) entra en una estrecha pero compleja relación con la f. como disciplina teórica.

Primeramente el kerygma tiene que deslindarse respecto de la f. y de la mitologí­a; ambas interpretan lo que el hombre tiene siempre ya ante los ojos (reducen los fenómenos a su arjé) y recuerdan al hombre lo que ya sabe de manera inicialmente oculta (tienen carácter de anámnesis). El kerygma, por lo contrario, anuncia lo que ha salido del designio de Dios hasta entonces oculto y promete al hombre lo que él no puede decirse a sí­ mismo por ninguna anamnesis. A esto va unido que el mensaje no argumenta (con lo que se abandonarí­a el juicio al oyente), sino que anuncia el juicio y la gracia de Dios (y pone consiguientemente al oyente bajo el juicio divino).

Sin embargo, precisamente esta peculiaridad de las religiones bí­blicas, la de estar fundadas en un kerygma, ha hecho secundariamente necesaria una t. Porque el kerygma mismo es interpretación (la nueva acción de Dios que se anuncia interpreta todas las anteriores), exige un arte de interpretación (ermeneia) y para ello una teorí­a de la interpretación (–>hermenéutica). Estas se desarrollan por la reflexión en las controversias de interpretación (literatura de sentencias) y en el esfuerzo por resolverlas crí­ticamente (literatura de cuestiones). La teologí­a teórica así­ nacida halló ya su expresión en los escritos del AT y del NT. Posteriormente desarrolló su conciencia metódica, sobre todo en el ámbito cultural helení­stico, por la polémica con la f. (–>helenismo y cristianismo).

a) La teologí­a como reflexión sobre el mensaje de la fe con medios filosóficos
1º. Tan pronto como se reúnen interpretaciones divergentes del mensaje (sentencias) y se plantea la cuestión sobre su enjuiciamiento (cuestiones), la t. necesita, no menos que la f., un arte de la argumentación recí­proca y, con ello, un arte de manejar los argumentos. Las reglas de esta dialéctica y lógica no pueden ser otras que las desarrolladas ya en la f. La t. no puede menos de servirse de la lógica y la metodologí­a filosóficas.

En la argumentación cada uno de los participantes puede pedir a su interlocutor según las reglas de la lógica que se atenga a sus afirmaciones o negaciones en acuerdo consigo mismo. Con ello, cualquier intento de interpretar el mensaje se ve obligado a formar un todo armónico por la relación de los enunciados particulares entre sí­. Así­, de la literatura de cuestiones nace la teologí­a sistemática por influjo de la dialéctica y de la lógica filosófica.

2º. El hecho de que el mensaje en general necesita de una interpretación, presupone que él no se entiende por sí­ mismo tan pronto como es predicado. El predicador hace la experiencia de que los oyentes no pueden por lo pronto oí­r en la forma necesaria para un recto entender. Esto radica en que los oyentes, por razón de un supuesto saber, juzgan precipitadamente sobre el mensaje (p. ej., teniéndolo por “escándalo y necedad”) en lugar de dejarse convencer por él de su propio no saber. Por eso, el que interpreta el mensaje (es decir, trata de hacer a los oyentes capaces de entenderlo), ante todo tiene que imponerse la tarea de engendrar en el oyente un saber de su propio no saber; tarea que corresponde a la “aporética” filosófica. Así­, pues, la iniciación en una inteligencia crí­tica de sí­ mismo, que es uno de los temas centrales de la f., se convierte en presupuesto para una iniciación en la inteligencia del mensaje. La t., no menos que la f., necesita no sólo de una fundamentación lógica, sino también de una fundamentación antropológica y, para ello, de nuevo no tiene a su disposición más medios que los prestados por la reflexión filosófica.

3º. El mensaje bí­blico pretende ser verdadero. En este punto no sólo tiene la pretensión de poner rectamente ante los ojos un hecho particular, sino que, en el acontecimiento de la salvación que predica (p. ej., en la salida de Israel de Egipto o en la resurrección de Jesús de entre los muertos), se propone dar la prueba del señorí­o ilimitado y, por tanto, universal de Dios sobre el mundo y el hombre. Por eso no puede hacer inteligible el hecho anunciado de la salvación sin confesar juntamente al Dios que lo realiza como Señor del cielo y de la tierra, e interpretar así­ la predicación histórica mediante una cosmologí­a teológica (cf., para el AT los relatos de la creación; para el NT, la “cristologí­a cosmológica” de Col 1, 15ss). Pero con ello la t. entra en competencia con la doctrina filosófica sobre el cosmos y su principio supremo, y se ve obligada, o bien a reconocer la cosmologí­a y la “teologí­a” filosóficas (doctrina sobre el principio supremo del mundo) como conocimiento “natural” de las mismas verdades que ella expone fundándose en la “revelación sobrenatural” (cf. el intento de Tomás de Aquino de interpretar la reflexión filosófica sobre la causa prima del mundo como idéntica por su contenido con la confesión del creador divino del mundo: Et hoc est quod omnes dicunt Deum), o bien a superarlas con una cosmologí­a y t. especí­ficamente bí­blicas.

4°. La pretensión de verdad del mensaje bí­blico incluye no sólo la convicción de que él habla del señorí­o absoluto y, por ende, universal de Dios (motivo para una “cosmologí­a” bí­blica), sino también la persuasión de que anuncia aquel acontecimiento por el que el hombre se hace capaz de asir el “misterio” hasta entonces oculto. Sólo aquellos hombres a quienes Dios ha escogido precisamente por la elección gratuita de que habla el mensaje, reconocen este mensaje como “poder de Dios” (1 Cor 1, 25); los reprobados, en cambio, ven en él una necesidad (ibid. 1, 8). El mensaje se propone, consiguientemente, no sólo dar a conocer el señorí­o de Dios como verdad central quae cognoscitur, sino a la vez entregar la gracia de Dios como verdad transformadora qua cognoscitur. No es casual que en el AT (Is 42, 6) y en el NT (Jn 12, 35-50) aparezca la comparación, usual por la f., de la nueva fuente de conocimiento con la luz que ilumina los ojos y hace cognoscibles los objetos.

Para hacer inteligible el mensaje en esta pretensión, el intérprete debe apelar a la conciencia del oyente de que éste no dispone por sí­ mismo de su capacidad de oí­r, sino que debe recibir el poder para ello por una condición de posibilidad de que no puede disponer. El teólogo apela en este sentido a la reflexión transcendental de la f. sobre las condiciones de posibilidad de la “capacidad de ver” en general. Únicamente así­ aparece claro cómo la interpretación del mensaje bí­blico se distingue de la reflexión filosófica, a saber, por la pretensión de que la condición de posibilidad del nuevo oí­r y entender se comunica por una figura determinada dentro de la historia: “Yo soy la luz” (Jn 8, 1).

5º. De lo dicho se sigue que la t., al proponerse facilitar una recta inteligencia del mensaje, echa mano del punto de partida lógico y antropológico de la f. La t. pretende responder a la cuestión de la cosmologí­a filosófica sobre la arjé del universo y a la cuestión de la f. transcendental sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento, recurriendo al verdadero Señor del mundo y a la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y mantiene esta pretensión, manifestada al hablar de la absoluta soberaní­a de Dios y del carácter contingente de la iluminación divina, incluso cuando, según su programa, quiera abstenerse de tomar parte en la discusión de los filósofos.

b) Crí­tica teológica de la filosofí­a como autocrí­tica de la teologí­a
El programa teológico que acabamos de mencionar, el de abstenerse de participar en las discusiones internas de la f., no sólo se debe a la razón de que es necesario conceder un margen de libertad al pensamiento natural. Más bien, el intento de muchas teologí­as de no incluir el campo de los problemas filosóficos en el de sus propios esfuerzos, está bajo el signo de una crí­tica por principio a la filosofí­a. El uso de reflexiones filosóficas para interpretar el mensaje bí­blico se halla bajo la sospecha de que la palabra de Dios se mezcla aquí­ con la palabra de los hombres (tal es el reproche de Lutero) o de que aquí­ se “heleniza” la inteligencia del mensaje bí­blico, o sea, se somete a condiciones de inteligencia del pensamiento especí­ficamente griego. Por eso, al enlace positivo de la t. con problemas filosóficos de cosmologí­a y de f. transcendental y con conocimientos filosóficos de lógica y antropologí­a, se contrapone (en los “antidialécticos” de la edad media y sobre todo en la teologí­a protestante de la reforma y en la posterior a la reforma) una crí­tica teológica por principio a la filosofí­a.

1º. La lógica filosófica, o bien hace del principio de contradicción su norma suprema (lógica clásica), o bien subordina las antí­tesis a una ley clara de su mediación (lógica dialéctica). En cambio, la t. puede poner de relieve la “paradoja” como la forma necesaria en que aparece la salvación operada por Dios y en que ésta debe ser predicada. Contra el punto de partida antropológico de la f. cabe objetar teológicamente que la fe no puede apoyarse en una recta autointeligencia del hombre, sino que, a la inversa, éste sólo a la luz de la fe se libera de las ilusiones sobre sí­ mismo y se hace capaz de una recta inteligencia de su propia mismidad. Frente a la “teologí­a” filosófica como doctrina sobre la suprema arjé&pX$ del mundo se establece la -> escatologí­a cristiana, que demuestra cómo el Dios de la Biblia no se define por ser razón o fundamento del mundo, pues él es igualmente capaz de aniquilar el mundo existente e instaurar, por libre voluntad, un nuevo cielo y una nueva tierra. Y a la relación natural del fundamento del mundo filosóficamente investigado con el mundo mismo se contrapone la libre relación del juez del mundo, predicado por el mensaje bí­blico, con el mundo que se halla bajo su juicio y está remitido a su libre gracia. La reflexión transcendental pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento y de la cognoscibilidad en general. A ello se contrapone el mensaje bí­blico, que es anuncio histórico de un nuevo deber oí­r, con un contenido determinado. Usando la metáfora de la luz: a la luz de la verdad necesaria y eterna se contrapone la iluminación de la gracia libre e histórica (cf. historia de la -> salvación II).

2° Sin embargo, esta contraposición que existe en principio de hecho no exime a la t. de la necesidad de reflexionar filosóficamente, aun cuando lo haga frecuentemente contra su voluntad y además, por lo general, sin saberlo expresamente. Pues, en cuanto el teólogo no puede renunciar a relacionar entre sí­ los enunciados bí­blicos particulares (p. ej., a referirlos a un “centro de la Escritura”), tendrá que hacer suya la exigencia de permanecer en armoní­a consigo mismo en la variedad de sus enunciados; y si polemiza contra la lógica clásica y la dialéctica, se verá obligado a tomar siempre otra lógica como base. En cuanto, además, la teologí­a no puede renunciar a hacer comprensible el mensaje a los oyentes, buscará siempre al hombre en su propia inteligencia y deberá persuadirle de lo inadecuado de la inteligencia que hasta entonces ha tenido de sí­ mismo; y si en esta tarea tiene por insuficientes las doctrinas tradicionales sobre el “alma”, sobre la “persona”, sobre la “razón”, etc., “se verá obligada a dar en lugar de ello otra “fundamentación antropológica” (p. ej., la del análisis filosófico de la existencia en el sentido de la f. existencial) y a exponerse en tal caso a la crí­tica filosófica. Por lo demás, ora la t. reduzca el mundo en su totalidad como creación a su creador, ora lo someta como objeto de juicio a su juez, siempre habrá hablado del mundo en su totalidad y a la vez habrá hecho afirmaciones cosmológicas. Si contrapone finalmente a la “luz”, que hace posible todo conocimiento por la naturaleza del mismo, la “iluminación” que viene de la gracia, con ello ha dado desde luego a la reflexión transcendental un giro que constituye un auténtico acontecimiento histórico (y así­ ha llamado también la atención de esta rama del trabajo filosófico sobre una nueva posibilidad de plantear los problemas), pero con ello precisamente ha intervenido ya en la discusión filosófica sobre la posibilidad de un “ver”, “oí­r” y “entender” humanos. En una palabra, aun en el intento de una crí­tica por principio a la f., de hecho el teólogo también cultiva inevitablemente la f. e interviene precisamente en aquellas discusiones internas de la f. en las que, según su programa, no querí­a inmiscuirse. A ello corresponde la observación de que en el repudio de la f. en nombre del mensaje de la fe (como ha sido propuesto sobre todo por los secuaces de la teologí­a dialéctica), de hecho se suele atacar a determinadas filosofí­as en nombre de otras filosofí­as (p. ej., a la f. aristotélica en nombre de la existencial). Y cuando ciertos teólogos afirman que ellos están exentos de premisas filosóficas, lo que en realidad hacen es eludir el deber de reflexionar, crí­ticamente sobre los principios filosóficos empleados de hecho.

3º. De ahí­ se sigue que la función de una crí­tica teológica de la f. no puede consistir en presentar una t. “purificada” de todos los ingredientes filosóficos. Consiste más bien en engendrar una conciencia crí­tica de la teologí­a respecto de sí­ misma.

Efectivamente, si, frente a las leyes de la lógica filosófica (tanto en su forma clásica como en su forma dialéctica), el teólogo resalta la paradoja como forma de manifestarse la libertad divina, con ello pone en tela de juicio no sólo la formación de un sistema filosófico, sino también toda posibilidad de un sistema teológico. Pero esto implica la renuncia a toda posibilidad de asegurar el symfonein autó.

Si, frente a la antropologí­a filosófica (en su antigua forma idealista o incluso en la forma de la f. existencial), el teólogo acentúa la novedad de la nueva creación, que libera la palabra divina de su vinculación a la capacidad de oí­r del hombre viejo, con ello pone en tela de juicio no sólo el método filosófico de apelar a una conciencia de sí­ mismo previamente dada, aunque oculta (con lo que sustrae la predicación del nuevo mensaje a toda &v&livrjatq ), sino también toda posible apelación teológica a la conciencia de sí­ mismo del hombre viejo. Mas esto entraña la renuncia a todos los argumenta credibilitatis, que tienen por objeto aproximar el mensaje al oyente que todaví­a no cree; brevemente, eso implica la confianza exclusiva en la fuerza de la palabra que se hace inteligible a sí­ misma. Ahora bien, con esta confianza exclusiva la teologí­a en su totalidad se harí­a superflua.

Si, finalmente, frente a la cuestión filosófica sobre la totalidad y el fundamento del mundo, el teólogo resalta la libertad del Señor divino, que en el juicio puede aniquilar o renovar el mundo como él quiera, con ello hace problemática no sólo la “teologí­a metafí­sica”, sino juntamente toda posible “cosmologí­a teológica”. Ahora bien, eso entraña la renuncia a toda posibilidad de entablar diálogo, en nombre de la fe, sobre cosas de este “mundo profano”.

La radical crí­tica teológica a la f., si se mantiene consecuente, hace necesaria una crí­tica igualmente radical de la t. frente a sí­ misma. De esta manera, en lugar de una separación entre f. y t. (que se muestra irrealizable), despierta la conciencia de la diferencia entre t. y fe. La crí­tica de la f. intentada en nombre de la fe, recuerda a la t. misma que todo intento de interpretar el mensaje de fe por reflexiones humanas, se queda necesariamente atrás respecto del mensaje mismo que se interpreta. Esta conciencia autocrí­tica que nace de la discusión con la f., parece ser tan necesaria para la t. como el servicio positivo que deben prestar aquí­ la lógica, la antropologí­a, la cosmologí­a y la metafí­sica filosóficas.

c) Cuestiones teológicas especiales y ayuda de la filosofí­a
Bajo la impresión de esta crí­tica a sí­ misma a través de la crí­tica a la f., la teologí­a puede inclinarse a renunciar a la formación de un sistema (con ayuda de la lógica filosófica), a la apelación a la inteligencia de sí­ mismo que tiene el hombre (con ayuda de la antropologí­a filosófica y del esclarecimiento de la existencia), a la interpretación del mundo (y a la confrontación con la cosmologí­a y metafí­sica filosóficas) y a la reflexión sobre las posibilidades de su propia inteligibilidad (con los medios de la reflexión transcendental). Hasta ahora bajo todas estas formas a la vez se ha cultivado necesariamente la f. Pero la t., para evitarlo puede intentar limitarse a hacer oí­r la palabra, anunciar la hora de esta palabra y confesarla ante los pueblos con todo el apremio de su exigencia.

Sin embargo, ni aun así­ escapa la t. a la necesidad de reclamar la ayuda de la f. Su puro servicio a la palabra no es posible sin reflexionar sobre qué es “palabra”, cómo puede “administrarse” la palabra y cómo llega ésta a ser “entendida” por el oyente. Con tales reflexiones se pisa ya el terreno de la f. del –>lenguaje y de la -a hermenéutica.

El anuncio de la hora de la salvación o del juicio requiere una reflexión acerca de cuál sea el fundamento de que el mundo y el hombre estén constituidos de tal manera que en una determinada “hora” se decida sobre ellos en conjunto (p. ej., cómo se comporta la historicidad del hombre que existe en tales horas con la “historia” inherente a los acontecimientos acaecidos en fechas concretas). Ahora bien, con tales reflexiones la t. ha entrado ya en los temas de la f. de la historia (cf. también ->historia e historicidad).

Si, finalmente, debe predicarse ante los pueblos la exigencia apremiante del mensaje, es necesario reflexionar sobre cómo se comporta este mensaje con las religiones y la irreligiosidad de esos pueblos (se plantea, p. ej., la cuestión de si el cristianismo ha de contraponerse como “verdadera” religión a las religiones “falsas” de los pueblos, o si ha de predicarse como “perfección de la religión en general”, o si en virtud de su esencia no puede incluirse en el nombre genérico de “religión” y en consecuencia ha de realizar la superación de la religión en general positivamente y, por tanto, más radicalmente que el ateí­smo moderno). Comoquiera que se defina la relación del mensaje cristiano con la religión o la irreligiosidad de los pueblos, esta definición incluye en todo caso una afirmación sobre la religión como tal y se mueve por tanto en el campo de la f. de la -+ religión.

Dentro de la ciencia histórica, muchas cosas hablan en favor de la tesis de que los estudios filosóficos en el campo de la f. del lenguaje y de la hermenéutica, de la f. de la historia y de la f. de la religión, tienen que prestar a la teologí­a en sus problemas actuales servicios todaví­a más urgentes que las reflexiones -por lo demás también imprescindibles hoy dí­a – de la lógica, de la f. natural y de la metafí­sica.

d) Retrospección: puntos fundamentales sobre la relación entre filosofí­a y teologí­a
1º. Desde hace algunos siglos, parece que en la conciencia de filósofos y teólogos la relación mutua entre los dos modos de “amor a la sabidurí­a” está determinada por la preocupación de que a cada uno le amenaza el otro con una restricción de su libertad y autonomí­a.

De lado filosófico, se da expresa o tácitamente la sospecha de que la t. espera de la f. que le ayude a demostrar o, por lo menos, hacer verosí­miles con medios de la razón natural tesis que son ciertas para la fe por otro motivo. Con semejante imposición del contenido por parte de la t., la f. se verí­a obligada a ligar de antemano su preguntar y buscar a un resultado previamente fijado, y con ella la apertura de su preguntar y la peculiaridad crí­tica de su investigar serí­an una mera ficción hacia fuera. Y de esa manera se convertirí­a en una ancilla theologiae carente de libertad.

De lado teológico, se da la sospecha de que la f., con sus esquemas sistemáticos, somete los contenidos del mensaje de la fe, como nuevos “casos”, a las antiguas reglas de su lógica, metafí­sica y antropologí­a, logradas por otros métodos, de que así­ hace al espí­ritu humano juez de la palabra de Dios y, al penetrar en la teologí­a, somete la libre locución de Dios a las leyes de la sabidurí­a humana.

2 ° Esta sospecha mutua puede documentarse por ambas partes con ejemplos históricos. En la historia de la t. se han dado una y otra vez intentos de utilizar la f. con intención misional o apologética, para fundamentar a posteriori lo que ya estaba de otro modo asegurado para el creyente. Igualmente en la historia de la f. se han dado una y otra vez intentos de “hacer inteligibles”, o por lo menos “salvar”, los enunciados bí­blicos interpretándolos como testimonios de una conciencia, en el fondo filosófica, que se habrí­a expresado en forma religiosa solamente por falta de una adecuada inteligencia de sí­ misma, pero cuya “verdad” sale a la luz tan pronto como se desarrollan explí­citamente la metafí­sica, la antropologí­a e incluso la filosofí­a existencial implicadas en ella.

3° Pero estos intentos, que se han dado en casos concretos de la historia, y la fundamental desconfianza mutua que de ahí­ se deriva, se fundan, sin embargo, en una mutua interpretación falsa de la f. y de la t.

T. y f. se refieren a una verdad que no es sólo, ni en primer término, la apertura de un objeto, sino, más bien, la condición de posibilidad del “ver” y de lo “visto”. Por eso, sólo se entienden ambas a sí­ mismas en la medida en que se dan cuenta de la necesaria inadecuación de su lenguaje. En efecto, tienen que utilizar la forma del discurso objetivo para designar aquello que, como condición de la posibilidad del conocer y de lo conocido, permanece esencialmente distinto de todos los objetos. Ambas son, por tanto, modos de servir a la verdad una, la cual es siempre mayor que cuanto puede predicarse de ella en las proposiciones filosóficas o teológicas. Esta relación constitutiva con la veritas semper mayor impide a la t., no menos que a la f., realizar su tarea a base de un sistema cerrado. Ahora bien, si la inadecuación del hablar y, por ende, el carácter provisional y la apertura del pensamiento son caracteres esenciales de la f., no menos que de la t., consecuentemente es infundada la preocupación de que una de las dos pueda imponer a la otra su propio sistema cerrado y someterla a una ley extraña.

Sin embargo, el hecho de que pueda darse esta impresión se funda en que la apertura teórica de la f., por una parte, y de la t., por otra, tiene en cada caso un fundamento particular y, por ende, una peculiaridad distinta en cada caso. Para la f. el fundamento es el carácter transcendental (y, por tanto, no objetivo) de la verdad; para la t. el fundamento es la decisión soberana de la libertad divina (la cual no puede deducirse de ningún principio). Y su peculiaridad es la interminable reflexión transcendental en la f., y la confesión del carácter misterioso del designio divino en la t. Así­ surge para la f. la impresión de que la t., al apoyarse en que “así­ plugo a Dios”, zanja la cuestión sobre las condiciones de posibilidad de lo fáctico. Para la t. surge la apariencia’ de que la f., con su reflexión sobre las razones de la posibilidad, somete la libertad de Dios a una ley, que ha decidido de antemano sobre lo posible y lo imposible.

También esta impresión es todaví­a superficial y queda superada fundamentalmente por la evolución histórica de la ciencia.

La reflexión filosófica transcendental, por razones internas de la f., de una doctrina sobre las formas eternas a priori ha pasado a ser una doctrina sobre los modos históricos o fácticos de la mediación entre sujeto y objeto. Por eso, no hay aquí­, en las condiciones de posibilidad del conocer y de lo conocido, que deben formularse filosóficamente, ley alguna para tales variaciones efectivas, por las que pueda atribuirse al pensamiento una nueva capacidad de ver y a los objetos una nueva manera de manifestarse. En este punto, la t. queda en libertad de atribuir las condiciones fácticas, en que “el pensamiento logra su fuerza y lo conocido su cognoscibilidad”, ya al estado de la razón pecadora, ya al entender que en la gracia ha desplegado su fuerza intelectiva.

En consonancia con esto, por motivos internos de la teologí­a, los enunciados teológicos acerca de las libres acciones salví­ficas de Dios han pasado, de una descripción hermenéuticamente indiferente de los “hechos históricos”, a una interpretación de esos hechos cuya peculiaridad es haber fundamentado un nuevo entender (cf. la unidad entre el suceso pascual y el nacimiento de la fe pascual). Por eso, la apelación teológica a las acciones libres de Dios no exige una renuncia a la pregunta filosófica sobre la manera como este hecho, en cuanto tal, haya podido darse a entender a la nueva inteligencia del hombre provocada por él. Y a este respecto la f. queda en libertad de concebir la unidad de nueva verdad y nuevo entender como una forma especial de mediación histórica o fáctica entre sujeto y objeto y de preguntar por la estructura transcendental que la hace posible.

Así­ se ve que la f. y la t. sólo pueden amenazarse mutuamente con la imposición de un sistema en la medida en que, al elaborar sus respectivos sistemas doctrinales, dejen de considerar su relación especí­fica con la verdad. La apertura que en principio les exige su relación con la veritas semper maior, las coloca a las dos en una situación muy parecida. Esta apertura se mantiene en la medida en que ambos reflexionan sobre el hecho de que tanto la f. como la t., en cuanto doctrina elaborada, tienen su origen histórico y su origen real en la philí­a filosófica o en la teológica, respectivamente.

BIBLIOGRAFíA: SOBRE LA PARTE i: 1) Para los textos fundamentales véanse las referencias de R. Schaeffler, Wege zu einer Ersten Philosophic (F 1964) 221-229. – 2) Bibliografí­a general W. Windelband, Was ist Philosophic? Über Begriff and Geschichte der Philosophic: Preludien I (1884, T 51915) 1-54; J. Rehmke, Philosophic als Grundwissenschaft (1910, L – F 21929); H. Rickert, Vom Begriff der Philosophic: Logos 1(T 1910-11)1-34;E. Husserl, Philosophic als strenge Wissenschaft: ibid. 289-341; W. Dilthey, Das Wesen der Philosophic: Gesammelte Schriften V (1907, St – GS 21957) 339-416, tr. cast.: La esencia de la filosofí­a (Losada B Aires); J. Rehmke, Die Wissenschaft Philosophic: Gesanunelte philosophische Aufsátze (Erfurt 1928) 31-38; E. R. Curtius, Zur Geschichte des Wortes Philosophic im Mittelalter: Romanische Forschungen 57 (Erl 1943) 290-309; H: G. Gadamer, Das Verhaltnis der Philosophic zu Kunst and Wissenschaft: Ober die Ursprünglichkeit der Philosophic (B 1948) 15-28; K. Jaspers, La fe filosófica (Losada B Aires 1953); H. Plessner, Die Frage nach den Wesen der Philosophic: Zwischen Philosophic and Gesellschaft (Berna 1953) 70-98; W. Stegmüller, Metaphysik – Wissenschaft – Skepsis (F – W 1954); M. Heidegger, Was ist das – die Philosophic? (Pfullingen 1956), tr. cast.: ¿Qué es eso de filosofí­a? (Sur B Aires); K. Lówith, Wissen, Glaube and Skepsis (1956, GS 31962); J. Pieper, Was heiBt philosophieren? (Mn 1959 y frec.); W. Burkert, Platon oder Pythagoras? Zum Ursprung des Wortes “Philosophic”: Hermes 88 (Wie 1960) 159-177; K. Lówith, Weltgeschichte and Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie (St 41961); G. Patzig: RGG3 V 349-356; K. Jaspers, Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung (Mn 1962); R. Schaeffier, Wege zu einer Ersten Philosophic (F 1964); J. Passmore, Philosophy: The Encyclopedia of Philosophy VI (Lo- NY 1967) 216-226. – SOBRE LA PARTE II R. Bultmann, Welchen Sinn hat es, von Gott zu reden? ThBI 4 (1925) 129-135 (= Bultmann GV 1 26-37); E. Przywara, Religionsphilosophie katholischer Theologie: HPh, Sonderband (1927) (= Schriften II [Ei 1962] 373-511); E. Brunner, Religionspbilosophie evangelischer Theologie: HPh 11 (1928, Mn 21948); R. Bultmann, Die Geschichtlichkeit des Daseins und der Glaube: ZThK 11 (1930) 339-364 (= G. Noller [dir.], Heidegger und die Theologie. Beginn und Fortgang der Diskussion [Mn 1967] 72-94); E. Przywara, Analogia entis: Metaphysik I Prinzip (Mn 1932) (= Schriften III [Ei 19621); E. Brunner, Natur und Gnade. Zum Gesprlich mit K. Barth (T 1934); K. Barth, Nein! Antwort an E. Brunner: ThEx 14 (1934); W. Bange, Formeinheit von Philosophic und Theologie?: Cath 2 (1934) 10-26; G. Sóhngen, Natürliche Theologie und Heilsgeschichte. Antwort an E. Brunner: Cath 3 (1935) 97-114, G. Klamp. Philosophie und “Dialektische”, Theologie: ZphF 2 (1947) 84-110; Barth KD I11/3 384-402 (Zur Diskussion mit M. Heidegger und J.-P. Sartre); G. Sóhngen, Analogia entis oder analogia fidei?: Die Einheit der Theologie (Mn 1952) 235-247; E. Fuchs, Gesetz, Vernunft und Geschichte. Antwort an E. Reisner: ZThK 51 (1954) 251-270; G. Sóhngen, Propedéutica filosófica de la teologí­a (Herder Ba 1963); E. Reisner, Die Frage der Philosophic und die Antwort der Theologie: ZThK 53 (1956), 251263; H. Ott, Denken und Sein. Der Weg M. Heideggers und der Weg der Theologie (Z 1959); G. Ebeling, Verantworten des Glaubens in Begegnung mit dem Denken M. Heideggers. Thesen zum Verhaltnis Philosophic und Theologie: ZThK, fasc. 2 (1961) 119-124; idem, Theologie und Philosophie: RGG3 VI 782-830; G. Noller, Philosophic und christliche Theologie: EvTh 22 (1962) 650-661; R. Bultmann, Der Gottesgedanke und der moderne Mensch: ZThK 60 (1963) 335-348 (= Bultmann GV IV 113-127); W. Pannenberg y otros (dir.), Offenbarung als Geschichte (GS 21963); H. Rombach: LThK2 VII 472-478; W. Pannenberg, Hermeneutik und Universalgeschichte: ZThK 60 (1963) 90-121 (= W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie [Go 1967] 91-122); F. K. Mayer, Philosophie im Wandel der Sprache. Zur Frage der “Hermeneutilo>: ZThK 61 (1964) 439-491; Rohner GW I 3-268; J. M. Robinson – J. B. Cobb jr. (dir.), Neuland der Theologie, I: Der splte Heidegger und die Theologie (Z – St 1964); H. Gollwitzer – W. Weischedel, Denken und Glauben (St 1965); W. Pannenberg, Die Frage nach Gott: EvTh 25 (1965) 238262 (= W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie [GO 1967] 361-386); J. M. Robinson – J. B. Cobb jr. (dir.), Neuland der Theologie, III: Theologic als Geschichte (Z – St 1967); W. Weischedel, Von der Fragwürdigkeit einer philosophischen Theologie: Philosophische Grenzgdnge (St 1967) 151-178; M. J. Riaza, Ciencia y filosofí­a (Ma 1953); J. Iriarte, La controversia sobre la noción de filosofí­a cristiana: Pens. 1 (1945) 7-29; A. Brunner, La religión. Encuesta filosófica sobre bases históricas (Herder Ba 1963); J. Pieper, Defensa de la filosofí­a (Herder Ba 1970).

Richard Schaeffler

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

filosofia (filosofiva, 5385) denota el amor y seguimiento de la sabidurí­a, y de ahí­, filosofí­a, la investigación de la verdad y de la naturaleza; en Col 2:8, la llamada filosofí­a de falsos maestros. “Aunque esencialmente griega como nombre y como concepto, habí­a penetrado en cí­rculos judí­os †¦ Josefo habla de las tres sectas judaicas como tres “filosofí­as”. Vale la pena observar que este término, que para los griegos denotaba el mayor esfuerzo del intelecto, aparece solo aquí­ en todos los escritos de Pablo †¦ el evangelio habí­a depuesto este término como inadecuado para la norma más elevada, tanto de conocimiento como de práctica, que habí­a introducido” (Lightfoot).¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La palabra filosofía se deriva de dos palabras griegas, filein («amar») y sofia («sabiduría»). El origen exacto del término es oscuro, pero a través de los años ha llegado a denotar varios tipos diferentes de actividades, todas ellas relacionadas con las palabras de las que se deriva.

(1) El uso clásico se aplica más al producto que a la actividad (amor a la sabiduría) que le da origen. La filosofía, así, es la interpretación global del universo desde un punto de vista particular. En este sentido, filosofía es el equivalente del alemán Weltanschauung. La filosofía agustiniana, por ejemplo, es una interpretación general del universo desde el punto de vista de Agustín; y su filosofía de la historia es su visión de conjunto de la historia.

(2) El término filosofía, usado en la frase «filosofía de vida», difiere considerablemente del uso clásico. La filosofía de vida de uno consiste meramente de aquellas creencias que sirven de guía en la vida del hombre, no importa la falta de sentido crítico en que ellas puedan haber sido tomadas y lo inconsecuente o circunstancial que puedan ser.

(3) Tomás de Aquino limitó la filosofía a una interpretación del universo lo cual puede asegurarse sólo por la razón aparte de la revelación. En esto, él es seguido por los católicos romanos y por muchos protestantes.

(4) Filósofos críticos modernos (positivistas, analistas, etc.) definen la filosofía como el intento de investigar y clarificar significados y relaciones antes que intentar llegar a cualquier verdad final (el ser final, una meta por la cual estos pensadores se desesperan). Para los clasicistas, la filosofía crítica representa únicamente la primera etapa en el desarrollo hacia la meta de una interpretación de la verdad (véase).

Los antiguos enfatizaron la necesidad de una imparcialidad en la búsqueda de la filosofía. El pensamiento moderno, por el contrario, afirma que el hombre no puede ser neutral cuando filosofa, sino que las condiciones personales y sociales determinan en gran parte el proceso filosófico.

El hecho que las Escrituras digan poco acerca de la filosofía (la palabra se usa únicamente en Col. 2:8, y usado aquí en una manera despectiva), no excusa al cristiano de la responsabilidad de involucrarse en este arte. La referencia de Pablo a la filosofía es en contra de un tipo de especulación superflua la cual no está basada en la Escritura y porque contiene elementos paganos míticos. Aunque no presenta una declaración formal de una visión del mundo (con la posible excepción del libro de Eclesiastés), el AT es una filosofía de la historia y de la experiencia moral y religiosa (nótese especialmente el libro de Job y Proverbios). El NT, sin embargo, contiene pasajes que son un claro intento de principios éticos universales (Ro. 7:8), en cosmología (Col. 1) y en historia (Ro. 9–11).

BIBLIOGRAFÍA

C.D. Broad, «Critical and Speculative Philosophy», en Contemporary British Philosophy, Series One; Jacques Maritain, An Introduction to Philosophy, pp. 102–143; James Orr, Christian View of God and the World, pp. 1–36; Bertrand Russell, The Problems of Philosophy.

Kenneth S. Kantzer

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (269). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Sócrates Platón Aristóteles Epicuro Boecio enseñando a sus alumnos en prisión. MIniatura del Libro I de Boecio, “On the Consolation of Philosophy” (1385, Glasgow, Glasgow University Library) Avicena Santo Tomás de Aquino Descartes Kant Leibniz Hegel

Contenido

  • 1 Etimología
  • 2 Divisiones de la filosofía
  • 3 Principales soluciones sistemáticas
  • 4 Métodos filosóficos
  • 5 Las grandes corrientes de pensamiento históricas
  • 6 Orientaciones contemporáneas
  • 7 ¿Es indefinido el progreso en la filosofía, o hay una Philosophia Perennis?
  • 8 La filosofía y las ciencias
  • 9 La filosofía y la religión
  • 10 La Iglesia Católica y la filosofía
  • 11 La enseñanza de la filosofía
  • 12 La enseñanza de la filosofía
  • 13 Bibliografía

Etimología

Según su etimología, la palabra “filosofía” (philosophia, de philein, amar, y sophia, sabiduría) significa “amor a la sabiduría”. Este sentido aparece de nuevo en sapientia, la palabra usada en la Edad Media para designar la filosofía.

En las primeras etapas de la civilización griega, como en todas las demás, la línea divisoria entre la filosofía y las otras ramas del conocimiento humano no estaba claramente definida, y se entendía que filosofía significaba “todo esfuerzo hacia el conocimiento”. Este sentido de la palabra sobrevive en Herodoto (L, XXX) y en Tucídides (II, XL). En el siglo IX de nuestra era, Alcuino, empleándola en el mismo sentido, dice que filosofía es naturarum inquisitio, rerum humanarum divinarumque cognitio quantum homini possibile est aestimare—la investigación de la naturaleza, y tal conocimiento de las cosas humanas como le es posible al hombre (P.L., CI, 952).

En su acepción correcta, filosofía no significa el conjunto de las ciencias humanas, sino “la ciencia general de cosas en el universo por sus determinaciones y razones finales”, además, “el conocimiento íntimo de las causas y razones de las cosas”, el conocimiento profundo del orden universal. Sin enumerar aquí todas las definiciones históricas de filosofía, se pueden dar algunas de las más significativas: Platón la llama “la adquisición de conocimiento”, griego: ktêsis epistêmês (Eutidemo, 288 d). Aristóteles, más poderoso que su maestro en la compresión de las ideas, escribe: griego: ten onomazomeneu sophian peri ta prota aitia kai tas archas upolambanousi pantes. “Todos los hombres consideran que la filosofía se interesa por las causas y principios primarios” (Metaph., I, I). Estas nociones se perpetuaron en las escuelas post-aristotélicas ( estoicismo, el epicureísmo, el neoplatonismo), con la diferencia de que los estoicos y los epicúreos acentuaban el aspecto moral de la filosofía (Philosophia studium summae virtutis, dice Séneca en “Epist.” , LXXXIX, 7), y los neoplatónicos su relación mística (véase la sección V infra). Los Padres de la Iglesia y los primeros filósofos de la Edad Media no parecen haber tenido una idea muy clara de la filosofía, por razones que vamos a desarrollar más adelante (sección IX), pero su concepción surge una vez más en toda su pureza entre los filósofos árabes a finales del siglo XII y los maestros del escolasticismo en el XIII. Santo Tomás, adoptando la idea aristotélica, escribe: Sapientia est scientia quit considerat causas primas et universales causas; sapientia causas primas omnium causarum considerat—“La sabiduría [es decir, la filosofía] es la ciencia que considera las causas primeras y universales; la sabiduría considera las primeras causas de todas las causas “(En Metafísica, I, lect. II).

En general, se puede decir que los filósofos modernos han adoptado esta forma de mirarlo. Descartes considera la filosofía como sabiduría: Philosophiat voce sapientiat studium denotamus—“Por el término filosofía denotamos la búsqueda de la sabiduría” (Princ. philos., preface); y entiende por él “cognitio veritatis per primas suas causas”—”el conocimiento de la verdad por sus causas primeras” (ibid). Para Locke, la filosofía es el conocimiento verdadero de las cosas; para Berkeley, “el estudio de la sabiduría y la verdad” (Principio). Las varias concepciones de la filosofía dadas por Kant la reducen a una ciencia de los principios de conocimiento generales y de los objetos esenciales obtenibles por el conocimiento——”Wissenschaft von den letzten Zwecken der menschlichen Vernunft”. Para los numerosos filósofos alemanes que derivan su inspiración de su crítica—Fichte, Hegel, Schelling, Schleiermacher, Schopenhauer, y el resto—es la enseñanza general de la ciencia (Wissenschaftslehre). Muchos autores contemporáneos la consideran como la teoría sintética de las ciencias particulares: “La filosofía”, dice Herbert Spencer, “es conocimiento completamente unificado” (First Principles, § 37). Ostwald tiene la misma idea. Para Wundt, el objeto de la filosofía es “la adquisición de una concepción general tal del mundo y de la vida que pueda satisfacer las exigencias de la razón y las necesidades del corazón”—Gewinnung einer allgemeinen Welt- and Lebensanschauung, welche die Forderungen unserer Vernunft and die Bedurfnisse unseres Gemuths befriedigen soil” (Einleit. in d. Philos., 1901, p. 5). Windelband, Doring y otros enfatizan esta idea de filosofía como la ciencia esencial de los valores (Wertlehre).

La lista de concepciones y definiciones podrían prolongarse indefinidamente. Todos ellas afirman el carácter eminentemente sintético de la filosofía. En opinión de este autor, la definición más exacta y completa es la de Aristóteles. Cara a cara con la naturaleza y consigo mismo, el hombre reflexiona y se esfuerza por descubrir cómo es el mundo, y qué es él mismo. Una vez hecho el verdadero objeto de estudios en detalle, cada uno de los cuales constituye la ciencia (véase la sección VIII), se ve arrastrado a un estudio del conjunto, para investigar los principios o razones de la totalidad de las cosas, un estudio que provee las respuestas a los últimos porqués. El último de los porqués descansa sobre todo lo que es y sobre todo lo que pasa a ser: no se aplica, como en cualquier ciencia particular, un (por ejemplo, la química), a tal o cual proceso de llegar a ser, o a este o ese ser (por ejemplo, la combinación de dos cuerpos), sino a todo ser y a todo llegar a ser. Todo ente tiene dentro de sí sus principios constitutivos, los cuales explican su substancia (materia constitutiva y causas formales); todo devenir, o cambio, ya sea superficial o profundo, es provocado por una causa eficiente que no sea su sujeto, y por último las cosas y acontecimientos tienen su sentido a partir de una finalidad o causa final. La armonía de los principios, o causas, produce el orden universal. Y así, la filosofía es el conocimiento profundo del orden universal, en el sentido de que tiene como objeto los principios más simples y más generales, a través de los cuales se explican, en última instancia, todos los demás objetos de pensamiento.

Por estos principios, dice Aristóteles, sabemos otras cosas, pero otras cosas no son suficientes para hacernos conocer estos principios (en griego: dia gar tauta kai ek touton t`alla gnorizetai, all ou ou tauta dia ton upekeimenon —Metaph., I). La expresión orden universal debe ser entendida en el sentido más amplio. El hombre es una parte de ella: por lo tanto, las relaciones del hombre con el mundo de los sentidos y con su Autor pertenecen a la esfera de la filosofía. Ahora el hombre, por una parte, es el autor responsable de estas relaciones, porque es libre, pero está obligado por la misma naturaleza a alcanzar una meta, la cual es el fin moral. Por otra parte, él tiene el poder de reflexionar sobre el conocimiento que adquiere de todas las cosas, y esto le lleva a estudiar la estructura lógica de la ciencia. Así, el conocimiento filosófico lleva a la familiaridad filosófica con la moral y la lógica. Y por lo tanto, tenemos esta definición más amplia de la filosofía: “El conocimiento profundo del orden universal, de los deberes que dicho orden le impone al hombre, y del conocimiento que el hombre adquiere a partir de la realidad”— “—”La connaissance approfondie de l’ordre universel, des devoirs qui en resultent pour I’homme et de la science que l’homme acquiert de la realite” (Mercier, “Logique”, 1904, p. 23). El desarrollo de estas mismas ideas bajo otro aspecto se verá en la sección VIII de este artículo.

Divisiones de la filosofía

Dado que el orden universal entra en el ámbito de la filosofía (que estudia sólo sus principios primeros, y no sus razones en detalle), la filosofía está dirigida a la consideración de todo lo que es: el mundo, Dios (o su causa), y el hombre mismo (su naturaleza, origen, operaciones, fin moral y sus actividades científicas).

Estaría fuera de la cuestión enumerar aquí todos los métodos de dividir la filosofía que se han dado: nos limitamos a los que han desempeñado un papel en la historia y posee el más profundo significado.

A. En la filosofía griega

Dos divisiones históricas dominan la filosofía griega: la platónica y la aristotélica.

1. Platón divide la filosofía en dialéctica, física y ética. Esta división no se encuentra en los propios escritos de Platón, y sería imposible adaptar sus diálogos al marco triple, pero corresponde con el espíritu de la filosofía platónica. Según Zeller, Jenócrates (314 a.C.) su discípulo, y el representante principal de la Vieja Academia, fue el primero en adoptar esta división triádica, que estaba destinada a pasar a través de los tiempos (Grundriss d. Geschichte d. griechi”schen Philosophie, 144), y Aristóteles la sigue en la división de la filosofía de su maestro. La dialéctica es la ciencia de la realidad objetiva, es decir, de la Idea (griego, idea eidos), de modo que por dialéctica platónica debemos entender la metafísica. La física se ocupa de las manifestaciones de la Idea, o de lo Real, en el universo sensible, al que Platón no le atribuye ningún valor real independiente del de la Idea. La ética tiene por objeto los actos humanos. Platón trata con la lógica, pero no tiene un sistema de lógica; el cual fue un producto del genio de Aristóteles.

La clasificación de Platón fue adoptada por su escuela (la Academia), pero no tardó en ceder a la influencia de la división más completa de Aristóteles y en concederle un lugar a la lógica. A raíz de las inspiraciones de los viejos académicos, los estoicos dividieron la filosofía en física (el estudio de lo real), lógica (el estudio de la estructura de la ciencia), y moral (el estudio de los actos morales). Esta clasificación fue perpetuada por los neoplatónicos, quienes la transmitieron a los Padres de la Iglesia, y a través de ellos a la Edad Media.

2. Aristóteles, el ilustre discípulo de Platón, el más didáctico y al mismo tiempo el más sintético, con una mente producto del mundo griego, elaboró un esquema extraordinario de las divisiones de la filosofía. Las ciencias filosóficas se dividen en teóricas, prácticas y poéticas, según que su ámbito sea el puro conocimiento especulativo, la conducta (en griego: Praksis), o la producción externa (poiêsis). La filosofía teórica consta de:

  • (a) la física, o el estudio de las cosas corpóreas que están sujetas a cambios (achorista men all ouk akiveta);
  • (b), matemáticas, o el estudio de la extensión, es decir, de una propiedad corpórea no sujeta a cambios y considerada, por abstracción, aparte de la materia (akinêta men ou chôrista d’isôs, all’ hôs en hulê);
  • (c) metafísica, llamada teología, o primera filosofía, es decir, el estudio del ser en sus determinaciones (chôrista kau akinêt) inmutables e incorpóreas (ya sea naturalmente o por abstracción).

La filosofía práctica comprende la ética, la economía y la política; la segunda de las tres a veces se mezcla con la última. La filosofía poética se refiere, en general, con las obras exteriores concebidas por la inteligencia humana. A éstos se puede añadir convenientemente la lógica, el vestíbulo de la filosofía, que Aristóteles estudió extensamente, y de la que puede ser llamado el creador.

En la agrupación de los estudios filosóficos, Aristóteles le concede correctamente el lugar de honor a la metafísica. Él la llama “filosofía primera”. Su clasificación fue adoptada por la escuela peripatética y fue famosa en toda la antigüedad; fue eclipsada por la clasificación platónica durante el período alejandrino, pero reapareció en la Edad Media.

B. En la Edad Media

Aunque la división de la filosofía en sus ramas no es uniforme en el primer período de la Edad Media en Occidente, es decir, hasta el final del siglo XII, las clasificaciones de este periodo son en su mayoría similares a la división platónica en lógica, ética y física. La clasificación aristotélica de las ciencias teóricas, aunque dada a conocer por Boecio, no ejerció ninguna influencia debido a que en la Alta Edad Media, Occidente no conocía nada sobre Aristóteles, excepto sus obras sobre lógica y algunos fragmentos de su filosofía especulativa (véase la sección V infra). Cabe añadir aquí que la filosofía, reducida al principio a la dialéctica, o lógica, y colocada como tal en el Trivio, no tardó en erigirse por encima de las artes liberales.

Los filósofos árabes del siglo XII (Avicena, Averroes) aceptaron la clasificación aristotélica, y cuando sus obras—especialmente sus traducciones de los grandes tratados originales de Aristóteles—penetraron en Occidente, la división aristotélica definitivamente tomó su lugar allí. Su venida es anunciada por Gundisalino (véase la sección XII), uno de los traductores toledanos de Aristóteles, y autor de un tratado, “De divisione philosophiae”, que fue imitado por Michael Scott y Robert Kilwardby. Santo Tomás no hizo más que adoptarlo y darle una forma científica precisa. Más adelante veremos que, conforme con la noción medieval de un sapientia, a cada parte de la filosofía corresponde el estudio preliminar de un grupo de ciencias especiales. El esquema general de la división de la filosofía en el siglo XIII, con los comentarios de Santo Tomás en él, es el siguiente:

Hay tantas partes de la filosofía como distintos dominios en el orden sometidos a la reflexión del filósofo. Ahora bien, hay un orden que la inteligencia no forma, sino que sólo considera; tal es el orden percibido en la naturaleza. Otro orden, el práctico, se forma ya sea por los actos de nuestra inteligencia, o por los actos de nuestra voluntad, o por la aplicación de esos actos a las cosas externas en las artes: de ahí la división de la filosofía práctica en lógica, filosofía moral y estética, o la filosofía de las artes (Ad philosophiam naturalem pertinet considerare ordinem rerum quem ratio humana considerat sed non facit; ita quod sub naturali philosophia comprehendamus et metaphysicam. Ordo autem quem ratio considerando facit in proprio actu, pertinet ad rationalem philosophiam, cujus est considerare ordinem partium orationis ad invicem et ordinem principiorum ad invicem et ad conclusiones. Ordo autem actionum voluntariarum pertinet ad considerationem moralis philosophiae. Ordo autem quem ratio considerando facit in rebus exterioribus per rationem humanam pertinet ad artes mechanicas.” A la filosofía natural le corresponde la consideración del orden de cosas que la razón humana considera pero no crea—así como incluimos también la metafísica bajo la filosofía natural. Pero el orden que la razón crea por su propio movimiento le atañe a la filosofía racional, cuyo oficio es considerar la orden de las partes de un discurso con referencia a otro y el orden de los principios en relación con los otros y con las conclusiones. El orden de las acciones voluntarias le corresponde a la consideración de la filosofía moral, mientras que el orden que la razón crea en las cosas exteriores a través de la razón humana le atañe a las artes mecánicas.—En “X Ethic.ad Nic.”, I,lect. I.

La filosofía de la naturaleza, o la filosofía especulativa, se divide en metafísica, matemática y física, de acuerdo con las tres etapas atravesadas por la inteligencia en su esfuerzo por lograr una comprensión sintética del orden universal, mediante la abstracción del movimiento (física), la cantidad inteligible (matemáticas), el ser (la metafísica) (En lib. Boeth. de Trinitate, Q. v., a. 1). En esta clasificación, es preciso señalar que, al ser el hombre un elemento del mundo de los sentidos, se sitúa a la psicología como parte de la física.

C. En la filosofía moderna

Hablando generalmente, se puede decir que la clasificación escolástica duró, con algunas excepciones, hasta el siglo XVII. A partir de Descartes, nos encontramos que surgen una multitud de clasificaciones que difieren en los principios que los inspiran. Kant, por ejemplo, distingue la metafísica, la filosofía moral, la religión y la antropología. El esquema más ampliamente aceptado, el que rige todavía la división de las ramas de la filosofía en la enseñanza, se debe a Wolff (1679-1755), discípulo de Leibniz, que ha sido llamado el educador de Alemania en el siglo XVIII. Este esquema es el siguiente:

  • 1. Lógica
  • 2. Filosofía especulativa
    • a. ontología, o metafísica general
    • b. metafísica especial
      • teodicea (el estudio de Dios)
      • cosmología (el estudio del mundo).
      • psicología (el estudio del hombre.
  • 3. Filosofía práctica
    • a. ética
    • b. política
    • c. economía

Wolff rompió los vínculos que unían las ciencias particulares a la filosofía, y las colocó por sí mismas; en su opinión la filosofía debe seguir siendo puramente racional. Es fácil ver que los miembros del régimen de Wolff se encuentran en la clasificación aristotélica, en la que la teodicea es un capítulo de la metafísica y la psicología es un capítulo de la física. Incluso puede decirse que la clasificación griega es mejor que la de Wolff en lo que respecta a la filosofía especulativa, donde los antiguos eran guiados por el objeto formal del estudio—es decir, por el grado de abstracción a la que todo el universo está sujeto, mientras que los modernos siempre miran el objeto material—es decir, las tres categorías de seres que es posible estudiar: Dios, el mundo de los sentidos y el hombre.

D. En la filosofía contemporánea

El impulso recibido por la filosofía durante la última mitad del siglo XIX dio lugar a nuevas ciencias filosóficas, en el sentido de que las distintas ramas se han desprendido de los tallos principales. En psicología este fenómeno ha sido notable: criteriología, o la epistemología (el estudio de la certeza del conocimiento) se ha convertido en un estudio especial. Otras ramas que se han formado en las nuevas ciencias de la psicología son: psicología fisiológica, o el estudio de los concomitantes fisiológicos de la actividad psíquica; la didáctica, o la ciencia de la enseñanza; la pedagogía, o ciencia de la educación; la psicología colectiva y la psicología de la los pueblos (Vólkerpsychologie), que estudia los fenómenos psíquicos observables en los grupos humanos como tales y en las diferentes razas. Una parte importante de la lógica (llamada también noética, o canónica) tiene la tendencia a separarse del cuerpo principal, a saber, la metodología, que estudia la formación lógica especial de varias ciencias. En la filosofía moral, en el sentido amplio, se han injertado la filosofía del derecho, la filosofía de la sociedad, o la filosofía social (que es muy parecida a la sociología), y las filosofías de la religión y de la historia.

Principales soluciones sistemáticas

A partir de lo dicho anteriormente, es evidente que la filosofía se ve acosada por un gran número de preguntas. No sería posible enumerar aquí todas esas preguntas, y mucho menos los detalles de las diversas soluciones que se les han dado. La solución de una cuestión filosófica se llama una doctrina o teoría filosófica. Un sistema filosófico (del griego: sunistêmi, reunir, juntar) es un grupo completo y organizado de soluciones. No es un conjunto incoherente o una amalgama enciclopédica de este tipo de soluciones, sino que está dominado por una unidad orgánica. Sólo los sistemas filosóficos que se construyen conforme a las exigencias de la unidad orgánica son realmente de gran alcance: tales son los sistemas de los Upanishads, de Aristóteles, del neoplatonismo, del escolasticismo, de Leibniz, Kant y Hume. De modo que una o varias teorías no constituyen un sistema; pero algunas teorías, es decir, respuestas a una pregunta filosófica, son lo suficientemente importantes para determinar la solución de otros problemas importantes de un sistema. El alcance de esta sección es indicar algunas de estas teorías.

A. Monismo o panteísmo, y pluralismo, individualismo o teísmo

¿Hay muchos entes distintos en su realidad, con un Ser Supremo, Dios, en la cúspide de la jerarquía; o hay sólo una realidad (monas, de ahí monismo), un Todo-Dios (pan-theos) del cual cada individuo es sólo un miembro o fragmento (panteísmo substancialista), o bien una fuerza o energía (panteísmo dinámico)? Tenemos aquí una importante pregunta de metafísica cuya solución reacciona sobre todos los demás dominios de la filosofía. Los sistemas de Aristóteles, de los escolásticos y de Leibniz son pluralistas y teístas; los indio, neoplatónico y hegeliano son monistas. El monismo es una explicación fascinante de lo real, pero sólo pospone las dificultades que se imagina que está resolviendo (por ejemplo, la dificultad de la interacción de las cosas), sin decir nada de la objeción, desde el punto de vista humano, de que se opone a nuestros más profundamente arraigados sentimientos. (vea individualismo).

B. Objetivismo y subjetivismo

¿Posee el ente, ya sea uno o muchos, vida propia, independiente de nuestra mente, de modo que ser conocido por nosotros es sólo accidental al ente, como en el sistema objetivo de la metafísica (por ejemplo, Aristóteles, los escolásticos, Spinoza)? ¿O no es el ente otra realidad que la presencia mental y subjetiva que adquiere en nuestra representación del mismo como en el sistema subjetivo (por ejemplo, Hume)? Es en este sentido que la “Revue de metaphysique et de la moral” (ver bibliografía) utiliza en su título el término metafísica. El subjetivismo no puede explicar la pasividad de nuestras representaciones mentales, que no sacamos de nosotros mismos, y que por tanto nos obligan a inferir la realidad de un no-ego.

C. Substancialismo y fenomenismo

¿Es toda la realidad un flujo de fenómenos (Heráclito, Berkeley, Hume, Taine), o aparece la manifestación sobre una base, o substancia, que se manifiesta a sí misma, y el fenómeno demanda un noúmeno (los escolásticos)? Sin una sustancia subyacente, que sólo conocemos por medio de este fenómeno, ciertas realidades, como caminar y hablar, no se pueden explicar, y hechos como la memoria se vuelven absurdos.

D. Mecanismo y dinamismo (puro y modificado)

Algunos consideran que los organismos naturales son agregaciones de partículas homogéneas de la materia (átomos) que reciben un movimiento que es extrínseco a ellos, de modo que estos organismos sólo se diferencian en el número y disposición de sus átomos (el atomismo, o mecanismo, de Demócrito, Descartes y Hobbes). Otros los reducen a fuerzas específicas, no extendidas, inmateriales, cuya extensión es sólo la manifestación superficial (Leibniz). Entre los dos está el dinamismo modificado (Aristóteles), que distingue en los cuerpos un principio específico inmanente (forma) y un elemento indeterminado (materia) que es la fuente de la limitación y la extensión. Esta teoría explica los caracteres específicos de las entidades en cuestión, así como la realidad de su extensión en el espacio.

E. Materialismo, agnosticismo y espiritualismo

Que todo lo real es material, que todo lo que podría ser inmaterial sería irreal, tal es la doctrina cardinal del materialismo (los estoicos, Hobbes, De la Mettrie). El materialismo contemporáneo es menos franco: se inspira en una ideología positivista (véase la sección VI), y afirma que, si existe algo supra-material, es incognoscible (agnosticismo, a partir de a y gnôsis, conocimiento; Spencer, Huxley). El espiritualismo enseña que existen, o que son posibles, entes incorpóreos o inmateriales ( Platón, Aristóteles, San Agustín, los escolásticos, Descartes, Leibniz). Algunos incluso han afirmado que sólo existen espíritus: Berkeley, Fichte y Hegel son espiritualistas exagerados. La verdad es que hay cuerpos y espíritus; entre los últimos estamos familiarizados (aunque mucho menos que con los cuerpos) con la naturaleza de nuestra alma, la cual es revelada por la naturaleza de nuestros actos inmateriales, y con la naturaleza de Dios, la inteligencia infinita, cuya existencia es demostrada por la misma existencia de las cosas finitas. Junto a estas soluciones relativas a los problemas de lo real, hay otro grupo de soluciones, no menos influyentes en la orientación de un sistema, y relativas a los problemas psíquicos o los del ego humano.

F. Sensualismo y racionalismo, o espiritualismo

Estos son los polos opuestos de la cuestión ideogenética, la cuestión del origen de nuestro conocimiento. Para el sensualismo la única fuente del conocimiento humano es la sensación: todo se reduce a sensaciones transformadas. Esta teoría, expuesta desde hacía mucho tiempo en la filosofía griega ( estoicismo, epicureísmo) fue desarrollada al máximo por los sensualistas ingleses (Locke, Berkeley, Hume) y los asociacionistas (Brown, Hatley, Priestley); su forma moderna es el positivismo (John Stuart Mill, Huxley, Spencer, Comte, Taine, Littré, etc.) Si esta teoría fuese verdadera, seguiría que sólo podemos conocer lo que cae bajo nuestros sentidos, y por lo tanto no podemos pronunciarnos sobre la existencia o no existencia, la realidad o irrealidad, de lo super-sensible. El positivismo es más lógico que el materialismo. En el Nuevo Mundo, el término agnosticismo ha sido empleado afortunadamente para indicar esta actitud de reserva hacia el super-sensible. El racionalismo (de ratio, razón), o espiritualismo, establece la existencia en nosotros de conceptos más altos que las sensaciones, es decir, de conceptos abstractos y generales ( Platón, Aristóteles, San Agustín, los escolásticos, Descartes, Leibniz, Kant, Cousin, etc.). El espiritualismo ideológico ha ganado la adhesión de los más grandes pensadores de la humanidad. Sobre la espiritualidad, o inmaterialidad, de nuestras mayores operaciones mentales se basa la prueba de la espiritualidad del principio del que proceden y, por ende, de la inmortalidad del alma.

G. Escepticismo, dogmatismo y criticismo

Se han dado tantas respuestas a la pregunta de si el hombre puede alcanzar la verdad, y cuál es el fundamento de la certeza, que no vamos a tratar de enumerarlas todas. El escepticismo declara que la razón es incapaz de llegar a la verdad, y afirma que la certeza es un asunto puramente subjetivo (Sexto Empírico, Enesidemo). El dogmatismo afirma que el hombre puede alcanzar la verdad, y que, en medida a determinarse más adelante, nuestras cogniciones son ciertas. Para los tradicionalistas el motivo de la certeza es una revelación divina; para la Escuela Escocesa (Reid) es una inclinación de la naturaleza a afirmar los principios del sentido común; es una necesidad irracional, pero social, de admitir ciertos principios para el dogmatismo práctico (Balfour en su “Foundations of Belief” habla de “impulsos no racionales”, mientras que Mallock sostiene que “se encuentra que la certeza es hija, no de la razón, sino de la costumbre” y Brunetière escribe sobre “la quiebra de la ciencia y la necesidad de la creencia”); es un sentimiento afectivo, una necesidad de querer que ciertas cosas puedan ser realidades (voluntarismo; dogmatismo moral de Kant), o el hecho de vivir ciertas verdades (pragmatismo contemporáneo y humanismo; William James, Schiller) . Pero para otros—y esta es la teoría que aceptamos—el motivo de la certeza es la evidencia misma de la relación que aparece entre el predicado y el sujeto de una proposición, una evidencia que la mente percibe, pero que no crea (dogmatismo moderado). Por último, para el criticismo, que es la solución kantiana al problema del conocimiento, la mente crea la evidencia por medio de las funciones estructurales que posee cada intelecto humano (las categorías del entendimiento). De conformidad con estas funciones, conectamos las impresiones de los sentidos y construimos el mundo. El conocimiento, por lo tanto, sólo es válido para el mundo según representado a la mente. El criticismo de Kant termina en un idealismo excesivo, que es llamado también subjetivismo o fenomenalismo, y según el cual la mente saca todas sus representaciones fuera de sí misma, tanto las impresiones sensoriales y las categorías que las conectan: el mundo se convierte en un poema mental, el sujeto crea el objeto como representación (Fichte, Schelling, Hegel).

H. Nominalismo, realismo y conceptualismo

Nominalismo, realismo y conceptualismo son varias respuestas a la pregunta de la objetividad real de nuestras predicaciones, o de la relación de fidelidad existente entre nuestras representaciones generales y el mundo exterior (vea nominalismo, realismo, conceptualismo).

I. Determinismo e indeterminismo

Tiene todo fenómeno o hecho su causa adecuada en un fenómeno antecedente o hecho (determinismo cósmico)? Y, con respecto a los actos de la voluntad, ¿son igualmente determinados en todos sus elementos constitutivos (determinismo moral, estoicismo, Spinoza)? Si es así, entonces desaparece la libertad, y con ella la responsabilidad humana, mérito y demérito. O, por el contrario, ¿existe una categoría de voluntades que no son necesarias, y que dependen de la facultad discrecional de la voluntad de actuar o no actuar y en la actuación a seguir una dirección libremente elegida? ¿Existe la libertad? La mayoría de los espiritualistas de todas las escuelas han adoptado una filosofía libertaria, y afirman que solo la libertad da un sentido aceptable a la vida moral; por varios argumentos han confirmado el testimonio de la conciencia y los datos de común consentimiento. En la naturaleza física rigen la causa y el determinismo; en la vida moral rige la libertad. Otros, no muy numerosos, incluso han pretendido descubrir casos de indeterminismo en la naturaleza física (las llamadas teorías de contingencia, por ejemplo, Boutroux).

J. Utilitarismo y la moralidad de la obligación

¿Qué constituye el fundamento de la moralidad en nuestras acciones? Algunos dicen que s el placer o la utilidad, el placer personal o egoísta (egoísmo — Hobbes, Bentham y “la aritmética del placer”); o de nuevo, en el placer y la utilidad de todos (altruismo — John Stuart Mill). Otros afirman que la moralidad consiste en el cumplimiento del deber por amor al deber, la observancia de la ley porque es la ley, independientemente del beneficio personal (el formalismo de los estoicos y de Kant). Según otra doctrina, que en nuestra opinión es más correcta, la utilidad o ventaja personal no es incompatible con el deber, pero la fuente de la obligación de actuar es, en último análisis, como nos dicen las propias exigencias de nuestra naturaleza, la ordenanza de Dios (vea utilitarismo).

Métodos filosóficos

Método (griego, meth odos), un camino seguido para llegar a algún punto objetivo. Por método filosófico se entiende el camino que conduce a la filosofía, que, de nuevo, puede significar el proceso empleado en la construcción de una filosofía (método constructivo, método de la invención), o el camino de la enseñanza de la filosofía (método de enseñanza, método didáctico). Vamos a tratar aquí el primero de estos dos sentidos; el último será tratado en la sección XI. Tres métodos pueden ser y han sido aplicados a la construcción de la filosofía.

A. Método experimental (empírico o analítico)

El método empírico de todos los filósofos es observar, acumular y coordinar los hechos. Llevado a sus últimas consecuencias, el método empírico se niega a subir más allá de los hechos observados y observables hecho; se abstiene de investigar todo lo que es absoluto. Se encuentra entre los materialistas, antiguos y modernos, y es el más aplicado sin reservas en el positivismo contemporáneo. Comte opone el “modo de pensar positivo”, basado únicamente en la observación, a los modos teológico y metafísico. Para Mill, Huxley, Bain, Spencer, no es una proposición filosófica sino que es producto, simple y llanamente, de la experiencia; lo que consideramos una idea general es un conjunto de sensaciones; un juicio es la unión de dos sensaciones; un silogismo, el paso de lo particular a lo particular (Mill, “A System of Logic, Rational and Inductive”, ed. Lubbock, 1892; Bain, “Logic”, Nueva York, 1874). Las proposiciones matemáticas, los axiomas fundamentales tales como a = a, el principio de contradicción, el principio de causalidad son solo “generalizaciones a partir de hechos de experiencia” (Mill, op. Cit., VII, # 5). Según este autor, lo que creemos que es superior a la experiencia en la enunciación de leyes científicas se deriva de nuestra incapacidad subjetiva de concebir su contradictoria; de acuerdo a Spencer, lo inconcebible de la negación es desarrollado por la herencia. Aplicado en una forma exagerada y exclusiva, el método experimental mutila los hechos, ya que es incapaz de ascender a las causas y las leyes que rigen los hechos. Suprime el carácter de necesidad objetiva que es inherente a los juicios científicos, y los reduce a fórmulas colectivas de los hechos observados en el pasado. Se nos prohíbe hacer valer, por ejemplo, que los hombres que van a nacer después de nosotros estarán sujetos a la muerte, ya que toda certeza se basa en la experiencia, y que por mera observación no podemos llegar a la naturaleza inmutable de las cosas. El método empírico, dejado a sus propios recursos, comprueba el movimiento ascendente de la mente hacia las causas u objeto de los fenómenos a los que se enfrenta.

B. Método deductivo o sintético a priori

En el polo opuesto al anterior, el método deductivo parte de principios muy generales, de causas más altas, hasta descender ( latín deducere, dirigir hacia abajo) a relaciones más y más complejas y a los hechos. El sueño del deduccionista es tomar como punto de partida una intuición del Absoluto, de la Suprema Realidad—para los teístas, Dios, para los monistas, el Ente Universal—y sacar de esta intuición el conocimiento sintético de todo lo que depende de ello en el universo, de conformidad con la escala metafísica de lo real.

Platón es el padre de la filosofía deductiva: él comienza por el mundo de las Ideas, y a partir de la Idea del Soberano Bien, él conocería la realidad del mundo de los sentidos sólo en las Ideas de las cuales es el reflejo. San Agustín, también, encuentra su satisfacción en el estudio del universo, y del menor de los entes que lo componen, sólo en una contemplación sintética de Dios, la causa ejemplar, creativa y final de todas las cosas. Así, también, en la Edad Media se le concedió gran importancia al método deductivo. “Propongo”, escribe Boecio, “que la ciencia se construya por medio de conceptos y máximas, como se hace en matemáticas.” San Anselmo de Canterbury extrae de la idea de Dios, no sólo la prueba de la existencia real de un ente infinito, sino también un grupo de teoremas sobre sus atributos y sus relaciones con el mundo.

Dos siglos antes de Anselmo, Escoto Eriúgena, el padre del anti escolasticismo, es el tipo más completo del deduccionista: su metafísica es una larga descripción de la odisea divina, inspirada por los neoplatónicos, la concepción monista del descenso del Uno en sus generaciones sucesivas. Y, en el mismo umbral del siglo XIII, Alain de l’Isle le habría aplicado a la filosofía una metodología matemática. En el siglo XIII, Raimundo Lulio creía que había encontrado el secreto de “el Gran Arte” (ars magna), una especie de silogismo-máquina, construida de tabulaciones generales de ideas, la combinación de lo que daría la solución a cualquier cosa. Descartes, Spinoza y Leibniz son deduccionistas: ellos podrían construir la filosofía a la manera de la geometría (more geometrico), enlazando los más especiales y complicados teoremas a algunos axiomas muy sencillos. La misma tendencia aparece entre los ontologistas y los panteístas post-kantianos en Alemania (Fichte, Schelling, Hegel), que basan su filosofía en la intuición del Ser Absoluto.

Los filósofos deductivos generalmente pretenden desdeñar las ciencias de observación. Su gran defecto es el comprometimiento del hecho, sometiéndolo a una explicación preconcebida o teoría asumida a priori, mientras que la observación del hecho debería preceder a la asignación de su causa o de su razón adecuada. Este defecto en el método deductivo aparece manifiestamente en una obra de juventud de Leibniz, “Specimen demonstrationum politicarum pro rege Polonorum eligendo”, publicada anónimamente en 1669, donde demuestra por métodos geométricos (more geometrico), en sesenta proposiciones, que el Conde Palatino de Neuburg debía ser elegido para el trono de Polonia.

C. Método analítico-sintético

Esta combinación de análisis y síntesis, de observación y deducción, es el único método apropiado a la filosofía. De hecho, ya que se compromete a proporcionar una explicación general del orden universal (véase la sección I), la filosofía debe comenzar con efectos complejos, hechos conocidos por la observación, antes de tratar de incluirlos en una explicación general del universo. Esto se manifiesta en la psicología, donde se comienza con un examen cuidadoso de las actividades, en particular de los fenómenos de los sentidos, la inteligencia y el apetito; en cosmología, donde se observa una serie de cambios, superficiales y profundos, de los cuerpos; en la filosofía moral, que sale de la observación de los hechos morales; en la teodicea, donde interrogamos las creencias y sentimientos religiosos; incluso en la metafísica, el punto de partida de lo que es realmente el ente.

Pero una vez finalizados la observación y el análisis, comienza el trabajo de síntesis. Tenemos que pasar adelante a una psicología sintética que nos permita comprender el destino del principio vital del hombre; a una cosmología que explique la constitución de los cuerpos, sus cambios y la estabilidad de las leyes que los rigen; a una filosofía moral sintética que establezca el fin del hombre y el fundamento último del deber; a una teodicea y a una metafísica deductiva que examine los atributos de Dios y las concepciones fundamentales de todos los seres. En su conjunto y en cada una de sus divisiones, la filosofía aplica el método analítico-sintético. Su ideal sería dar una explicación del universo y del hombre por un conocimiento sintético de Dios, de quien depende toda realidad. Esta vista panorámica—la visión del águila de las cosas—ha seducido a todos los grandes genios. Santo Tomás se expresa admirablemente sobre este conocimiento sintético del universo y su causa primera.

El proceso analítico-sintético es el método, no sólo de la filosofía, sino de todas las ciencias, porque es la ley natural del pensamiento, cuya función correcta es el conocimiento unificado y ordenado. “Sapientis est ordinare.” Aristóteles, Santo Tomás, Blas Pascal, Newton, Louis Pasteur, entendieron así el método de las ciencias. Hombres como Helmholtz y Wundt adoptaron puntos de vista sintéticos después de hacer el trabajo analítico. Incluso los positivistas son metafísicos, aunque ellos no lo saben o lo desean. ¿No llama Herbert Spencer sintética a su filosofía? ¿Y acaso no pasa, por razonamiento, más allá de ese dominio de lo “observable” dentro del que profesa a limitarse?

Las grandes corrientes de pensamiento históricas

Entre los muchos pueblos que han cubierto el mundo, la cultura filosófica aparece en dos grupos: el semita y el indo-europeo, a los que pueden añadirse los egipcios y los chinos. En el grupo semita ( árabes, babilonios, asirios, arameos, caldeos) los árabes son los más importantes; sin embargo, su parte se hace insignificante cuando se compara con la vida intelectual de los indoeuropeos. Entre estos últimos, la vida filosófica aparece sucesivamente en varias divisiones étnicas, y la sucesión forma los grandes períodos en los que se divide la historia de la filosofía: en primer lugar, entre la gente de la India (desde el año 1500 a. C.), luego entre los griegos y los romanos (siglo VI a.C. al siglo VI de nuestra era); de nuevo, mucho más tarde, entre los pueblos de Europa Central y del Norte.

A. Filosofía india

La filosofía de la India se registra principalmente en los libros sagrados de los Vedas, ya que ha estado siempre estrechamente unida con la religión. Sus numerosas producciones poéticas y religiosas llevan dentro de sí una cronología que nos permite asignarla a tres períodos.

(1) El período de los himnos del Rig Veda (1500 – 1000 a.C.): Este es el monumento más antiguo de la civilización indo-germánica; en él se puede ver la aparición progresiva de la teoría fundamental de que existe un solo ser bajo mil formas en los múltiples fenómenos del universo (monismo).

(2) El período de los brahmanes (1000 – 500 a.C.): Esta es la época del brahmanismo. Permanece la teoría del Ser Único, pero poco a poco las concretas y antropomórficas ideas del Ser Único son sustituidas por la doctrina de que la base de todas las cosas es uno mismo (âtman). El [monismo]] psicológico aparece en su totalidad en los upanishads: la identidad absoluta y adecuada del Ego—el cual es la base constitutiva de nuestra individualidad (âtman), y de todas las cosas, con Brahmán, el ser eterno, exaltado por encima del tiempo, espacio, número y cambio, el principio generador de todas las cosas, en la que todas las cosas son finalmente reabsorbidas—tal es el tema fundamental que se encuentra en los upanishads bajo mil variaciones de forma. Para llegar al âtman no debemos detenernos en la realidad empírica, que es múltiple y reconocible; debemos perforar esta cáscara, penetrar en la super esencia incognoscible e inefable, e identificamos con ella en una unidad inconsciente.

(3) El período post-védico o sánscrito (desde 500 a.C.): De los gérmenes de las teorías contenidas en los upanishads surgen una serie de sistemas, ortodoxos o heterodoxos. Vedanta es el más interesante de los sistemas ortodoxos. En él encontramos los principios de los upanishads desarrollados en una filosofía integral que comprende la metafísica, la cosmología, la psicología y la ética (la transmigración, metempsicosis). Entre los sistemas no en armonía con los dogmas védicos, el más famoso es el budismo, una especie de pesimismo que enseña la liberación del dolor en un estado de reposo inconsciente, o una extinción de la personalidad (Nirvana). El budismo se extendió en China, donde vive junto a las doctrinas de Lao Tsee y la de Confucio. Es evidente que incluso los sistemas que no están en armonía con los Vedas están impregnados de ideas religiosas.

B. Filosofía griega

Esta filosofía, que ocupó seis siglos antes y seis después de Cristo, se puede dividir en cuatro períodos, correspondientes a la sucesión de las principales líneas de investigación:

  • (1) Desde Tales de Mileto a Sócrates (siglos VII – V a.C.—preocupados con la cosmología);
  • (2) Sócrates, Platón y Aristóteles (siglos V – IV a.C.—psicología);
  • (3) Desde la muerte de Aristóteles hasta el surgimiento del neoplatonismo (finales del siglo IV a.C. hasta el siglo III d.C.—filosofía moral);
  • (4) Escuela neoplatónica (desde el siglo III d.C., o, incluidos los sistemas de los precursores del neoplatonismo, desde el siglo I d.C., hasta el fin de la filosofía griega en el siglo VII—misticismo).

(1) El período pre-socrático: Los filósofos presocráticos o bien buscan la base estable de las cosas—la cual es el agua, para Tales de Mileto; el aire, para Anaxímenes de Mileto; el aire dotado de inteligencia, para Diógenes de Apolonia; el número, para Pitágoras (siglo VI a.C.); los seres abstractos e inmutables, para los eleáticos—o estudian lo que cambia; mientras que Parménides y los eleáticos afirman que todo es, y nada cambia o llega a ser. Heráclito (alrededor de 535 – 475) afirma que todo llega a ser, y que nada es inmutable. Demócrito (siglo V) reduce todos los seres a grupos de átomos en movimiento, y este movimiento, según Anaxágoras, tiene como causa un ser inteligente.

(2) El período de apogeo: Sócrates, Platón, Aristóteles: Cuando los sofistas (Protágoras, Gorgias) habían demostrado la insuficiencia de estas cosmologías, Sócrates (470 – 399 a.C.) le aplicó la investigación filosófica al hombre mismo, y estudió al hombre principalmente desde el punto de vista moral. De la presencia en nosotros de ideas abstractas Platón (427-347) dedujo la existencia de un mundo de realidades o ideas suprasensibles, de las cuales el mundo visible no es más que un pálido reflejo. Estas ideas, a las que el alma contempló en una vida anterior, se perciben ahora vagamente debido a su unión con el cuerpo. Aristóteles (384 – 322), por el contrario, demuestra que lo real mora en los objetos de los sentidos. La teoría del acto y potencia, de forma y materia, es una nueva solución de las relaciones entre lo permanente y lo cambiante. Su psicología, fundada en el principio de la unidad del hombre y la unión substancial del alma y cuerpo, es una creación del genio. Y otro tanto puede decirse de su lógica.

(3) El Período Moral: Después de Aristóteles (finales del siglo IV a.C.) se dieron a conocer cuatro escuelas: estoicos, epicúreos, platónica y aristotélica. Los estoicos (Zenón de Citio, Cleantes, Crisipo), como los epicúreos, colocan la especulación subordinada a la búsqueda de la felicidad, y ambas escuelas, a pesar de sus divergencias, consideran que la felicidad es ataraksia o ausencia de dolor y preocupación. Las enseñanzas de ambos sobre la naturaleza (monismo dinámico con los estoicos y mecanismo pluralista con los epicúreos) son sólo un prólogo a su filosofía moral. Después de la segunda mitad del siglo II a. C. en que percibimos infiltraciones recíprocas entre las diversas escuelas. Este resulta en el eclecticismo. Séneca (siglo I a. C.) y Cicerón (106 – 43 a.C.) se adhieren al eclecticismo con base estoica; dos grandes comentaristas de Aristóteles, Andrónico de Rodas (siglo I a. C.) y Alejandro de Afrodisias (alrededor de 200) siguen un eclecticismo peripatético. Paralela al eclecticismo fluye una corriente de escepticismo (Enesidemo, finales del siglo I a.C., y Sexto Empírico, siglo II d.C.).

(4) El Período Místico: En el siglo I a.C. Alejandría se había convertido en la capital de la vida intelectual griega. Tendencias [[misticismo | místicas y teúrgicas, nacidas del anhelo por lo ideal y el más allá, comenzaron a aparecer en una corriente de la filosofía griega que se originó en una restauración del pitagorismo y su alianza con el platonismo (Plutarco de Chieronea, siglo I a. C.; Apuleyo de Madaura; Numenio, cerca de 160 y otros), y aún más en la filosofía greco-judaica de Filón el Judío (30 a.C. al 50 d.C.). Pero el predominio de estas tendencias es más aparente en el neoplatonismo. El pensador más brillante de la serie neoplatónica es Plotino (20 – 70 d.C.). En su “Enéadas” traza los caminos que conducen el alma al Uno, y establece, de conformidad con su misticismo, un sistema metafísico emanacionista. Porfirio de Tiro (232 – 304), discípulo de Plotino, populariza su enseñanza, hace hincapié en su relación religiosa, y coloca el “Organón” de Aristóteles como introducción a la filosofía neoplatónica. Más tarde, el neoplatonismo, haciendo hincapié en sus características religiosas, se colocó, con Jámblico, al servicio del panteón pagano que el creciente cristianismo estaba arruinando en todas partes, o también, como en Temistio en Constantinopla (siglo IV), Proclo y Simplicio en Atenas (siglo V), y Ammonio de Alejandría, tomó un giro enciclopédico. Con Amonio y Juan Filópono (siglo VI) de la escuela neoplatónica de Alejandría se desarrolló en dirección del cristianismo.

C. Filosofía patrística

En los últimos años del siglo II y, más aún, en el siglo III, se desarrolló la filosofía de los Padres de la Iglesia. Nació en una civilización dominada por las ideas griegas, principalmente el neoplatonismo, y de este lado su modo de pensar sigue siendo el antiguo. Sin embargo, si algunos, como San Agustín, le dan el mayor valor a las enseñanzas neoplatónicas, no hay que olvidar que las ideas monistas o panteístas y emanacionistas, que fueron acentuadas por los sucesores de Plotino, se sustituyen cuidadosamente por la teoría de la creación y la diferencia substancial de los seres; en este sentido, un nuevo espíritu anima la filosofía patrística. Fue desarrollada, también, como un auxiliar del sistema dogmático que los Padres iban a establecer. En el siglo III los grandes representantes de la escuela cristiana de Alejandría son Clemente de Alejandría y Orígenes. Después de ellos aparecen San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno, San Ambrosio, y, sobre todo, San Agustín (354-430). San Agustín recoge los tesoros intelectuales del mundo antiguo, y es uno de los principales intermediarios para su transmisión al mundo moderno. En su forma definitiva el agustinismo es una fusión de intelectualismo y misticismo, con un estudio de Dios como el centro de interés. En el siglo V, pseudo-Dionisio perpetúa una doctrina neoplatónica adaptada al cristianismo, y sus escritos ejercen una poderosa influencia en la Edad Media.

D. Filosofía medieval:

La filosofía de la Edad Media se desarrolló simultáneamente en Occidente, en Bizancio y en diversos centros orientales; pero la filosofía occidental es la más importante. Se construyó con mucho esfuerzo sobre las ruinas de la barbarie: hasta el siglo XII, no se sabía nada de Aristóteles, excepto algunos tratados de lógica, o de Platón, excepto unos pocos diálogos. Surgieron problemas gradualmente y, el más importante, la cuestión de los universales en los siglos X, XI y XI (véase nominalismo, realismo, conceptualismo). San Anselmo (1033-1109) hizo un primer intento de sistematización de la filosofía escolástica, y desarrolló una teodicea. Pero tan temprano como en el siglo IX ya había surgido una filosofía anti escolástica con Eriúgena, quien revivió el monismo neoplatónico.

En el siglo XII el escolasticismo formuló nuevas doctrinas anti-realistas con Adelardo de Bath, Gauthier de Mortagne, y, sobre todo, Pedro Abelardo y Gilberto de la Porrée, mientras que el realismo extremo se formaba en las escuelas de Chartres. Juan de Salisbury y Alain de l’Isle]], en el siglo XII, son las mentes coordinadoras que indican la madurez del pensamiento escolástico. De l’Isle libró una campaña contra el panteísmo de David de Dinant y el epicureísmo de los albigenses—las dos formas más importantes de filosofía anti escolástica.

En Bizancio, la filosofía griega se mantuvo firme durante toda la Edad Media, y se mantuvo apartada de la circulación de las ideas occidentales. Lo mismo puede decirse de los sirios y árabes. Pero al final del siglo XII, el movimiento árabe y bizantino entró en relación con el pensamiento occidental, y efectuó, para beneficio de este último, el brillante reavivamiento filosófico del siglo XIII. Esto se debió, en primer lugar, a la creación de la Universidad de París; luego, a la fundación de las órdenes de los dominicos y los franciscanos;, por último, a la introducción de las traducciones latinas de Aristóteles y los autores antiguos. En el mismo período las obras de Avicena y Averroes llegaron a ser conocidas en París. Una pléyade de nombres brillantes llena el siglo XIII—Alejandro de Hales, San Buenaventura, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, Godofredo de Fontaines, Enrique de Gante, Giles de Roma y Juan Duns Escoto—llevan la síntesis escolástica a la perfección. Todos ellos le hacen la guerra al averroísmo latino y al anti escolasticismo, defendido en las escuelas de París por Siger de Brabante. Roger Bacon, Raymond Lully y un grupo de neoplatónicos ocupan un lugar aparte en este siglo, que está completamente lleno de figuras notables.

En el siglo XIV la filosofía escolástica muestra los primeros síntomas de decadencia. En lugar de individualidades tenemos escuelas, siendo las principales la tomista, la escotista y la Escuela Terminista de Guillermo de Occam, que pronto atrajo numerosos partidarios. Con Juan de Jandun, el averroísmo perpetúa sus proposiciones más audaces; Eckhart y Nicolás de Cusa formulan filosofías que son sintomáticas de la inminente revolución. El Renacimiento fue un período turbulento para la filosofía. Los antiguos sistemas fueron revividos: la dialéctica de los filólogos humanistas (Lorenzo Valla, Vives), el platonismo, el aristotelismo, estoicismo. Telesio, Campanella y Giordano Bruno siguen una filosofía naturalista. La ley natural y social se renuevan con Santo Tomás Moro y Grocio. Todas estas filosofías se aliaron contra el escolasticismo, y muy a menudo contra el catolicismo. Por otro lado, los filósofos escolásticos se volvieron cada vez más débiles, y, excepto por el brillante escolasticismo español del siglo XVI (Domingo Báñez, Francisco Suárez, Gabriel Vázquez, etc), se puede decir que se generalizó la ignorancia de la doctrina fundamental. En el siglo XVII no hubo nadie que apoyara la escolástica: decayó, no por falta de ideas, sino por falta de defensores.

E. Filosofía moderna

Las filosofías del Renacimiento son en su mayor parte negativas: la filosofía moderna es, ante todo, constructiva. Esta última está liberada de todo dogma, y muchas de sus síntesis son poderosas; la formación definitiva de las distintas nacionalidades y la diversidad de lenguas favorecen la tendencia al individualismo.

Los dos grandes iniciadores de la filosofía moderna son René Descartes y Francis Bacon. El primero inaugura una filosofía espiritualista basada en los datos de la conciencia, y su influencia puede ser rastreada en Malebranche, Spinoza y Leibniz. Bacon encabeza una línea de empiristas que consideraban la sensación como la única fuente de conocimiento.

En los siglos XVII y XVIII, una filosofía sensualista creció en Inglaterra, basada en el empirismo de Bacon, y pronto se desarrolló en dirección del subjetivismo. Hobbes, Locke, Berkeley y David Hume marcan las etapas de esta evolución lógica. Al mismo tiempo apareció una psicología asociacionista también inspirada por el sensualismo, y, en poco tiempo, formó un campo de investigación especial. Brown, David Hartley y Priestley desarrollaron la teoría de asociación de ideas en varias direcciones. En principio, el sensualismo tropezó con una oposición vigorosa, incluso en Inglaterra, de parte de los místicos y los platónicos de la Escuela de Cambridge (Samuel Parker y, sobre todo, Ralph Cudworth). La reacción fue todavía más vivo en la Escuela Escocesa, fundada y representada principalmente por Thomas Reid, a la que pertenecieron Adam Ferguson, Oswald y Dugald Stewart en los siglos XVII y XVIII, y que tuvo una gran influencia sobre el espiritualismo ecléctico, principalmente en América y Francia.

El sistema “egoísta” de Hobbes fue desarrollado en uno moral por Bentham, un partidario del utilitarismo egoísta, y por Adam Smith, un defensor del altruismo, pero provocó una reacción entre los defensores de la teoría del sentimiento moral (Shaftesbury, Hutcheson, Samuel Clarke). En Inglaterra, también, se desarrolló principalmente el teísmo o deísmo, el cual instituyó una crítica de toda religión positiva, la que pretendía sustituir con una religión filosófica. El sensualismo inglés se propagó en Francia durante el siglo XVIII: su influencia puede rastrearse en la de Condillac, De la Mettrie, y los enciclopedistas; Voltaire lo popularizó en Francia y con Jean-Jacques Rousseau se abrió paso entre las masas, lo que socavó su cristianismo y preparó la Revolución de 1789. En Alemania, la filosofía del siglo XVIII está, directa o indirectamente, relacionada con Leibniz—la Escuela de Wolff, la Escuela Aestética (Baumgarten), la filosofía del sentimiento. Sin embargo, todos los filósofos alemanes del siglo XVIII fueron eclipsados por la gran figura de Kant.

Con Kant (1724-1804) la filosofía moderna entra en su segundo período y toma una orientación crítica. Kant basa su teoría del conocimiento, su sistema moral y estético, y sus juicios de finalidad en la estructura de la mente. En la primera mitad del siglo XVIII, la filosofía alemana está repleta de grandes nombres relacionados con el kantismo—después que éste pasó por una evolución monista, sin embargo—Fichte, Schelling y Hegel han sido llamados el triunvirato del panteísmo;luego de nuevo, Schopenhauer, mientras que Herbart regresó al individualismo. la filosofía francesa del siglo XIX en un principio estuvo dominada por un movimiento ecléctico espiritualista con el que se asocian los nombres de Maine de Biran y, especialmente, Víctor Cousin. Cousin tuvo discípulos en América (C. Henry), y en Francia ganó el favor de aquellos que estaban alarmados por los excesos de la Revolución. En la primera mitad del siglo XIX, los católicos de Francia aprobaron el tradicionalismo inaugurado por de Bonald y de Lamennais, mientras que otro grupo se refugió en el ontologismo. En el mismo período Augusto Comte fundó el positivismo, al que se adhirieron Littré y Taine, aunque alcanzó su mayor altura en los países angloparlantes. De hecho, puede decirse que Inglaterra ha sido la segunda patria del positivismo; John Stuart Mill, Huxley, Alexander Bain y Herbert Spencer ampliaron sus doctrinas, las combinaron con el asociacionismo e hicieron hincapié en su aspecto criteriológico, o intentaron (Spencer) construir una vasta síntesis de las ciencias humanas. La filosofía asociacionista en este momento se enfrentó con la filosofía escocesa que, en Hamilton, combinó las enseñanzas de Reid y de Kant, y encontró un campeón americano en Noé Porter. Mansel difundió las doctrinas de Hamilton. El asociacionismo recuperó el favor con Thomas Brown y James Mill, pero pronto fue envuelto en la concepción más amplia del positivismo, la filosofía dominante en Inglaterra. Por último, en Italia, fue Hegel durante mucho tiempo el líder del pensamiento filosófico del siglo XIX (Vera y D’Ercole), mientras que Gioberti, el ontólogo; y Rosmini ocupan una posición distinta. Más recientemente, el positivismo ha ganado numerosos adeptos en Italia. A mediados del siglo XIX, una gran escuela krausista existía en España, representado principalmente por Sanz del Río (m. 1869) y N. Salmerón. Balmes (1810-1848), autor de “Filosofía Fundamental”, fue un pensador original cuyas doctrinas tienen muchos puntos de contacto con el escolasticismo.

Orientaciones contemporáneas

A. Problemas favoritos

Dejando de lado las cuestiones sociales, cuyo estudio pertenece a la filosofía sólo en algunos de sus aspectos, se puede decir que en el interés filosófico de nuestros días las cuestiones psicológicas ocupan el primer lugar, y que el principal de ellos es el problema de la certeza. Kant, en efecto, es un factor tan importante en los destinos de la filosofía contemporánea, no sólo porque él es el iniciador del formalismo crítico, sino más aún porque obliga a sus sucesores a hacer frente a la cuestión previa y fundamental de los límites del conocimiento. Por otra parte, la investigación experimental de los procesos mentales se ha convertido en el objeto de un nuevo estudio, la psicofisiología, en la cual los hombres de ciencia cooperan con los filósofos, y la cual tiene un éxito creciente. Este estudio figura en el programa de las universidades más modernas. Se originó en Leipzig (la Escuela de Wundt) y Würzburgo, rápidamente se ha naturalizado en Europa y América. En Estados Unidos, “The Psychological Review” ha dedicado numerosos artículos a esta rama de la filosofía. Los estudios psicológicos son el campo elegido de los americanos (Ladd, William James, Hall).

El gran éxito de la psicología ha hecho hincapié en el carácter subjetivo de la estética, en la que casi nadie reconoce ahora el elemento objetivo y metafísico. Las soluciones en boga son las de Kant, las que representan el juicio estético según formado de conformidad con las funciones estructurales y subjetivas de la mente, u otras soluciones psicológicas que reduzcan lo hermoso a una impresión psíquica (la “simpatía”, o Einfühlung, de Lipps ; la “intuición concreta” de Benedetto Croce). Estas explicaciones son insuficientes, ya que descuidan el aspecto objetivo de lo bello—aquellos elementos que, por parte del objeto, son la causa de la impresión y el disfrute estético. Se puede decir que la filosofía neoescolástica solo tiene en cuenta el factor estético objetivo.

La influencia absorbente de la psicología también se manifiesta en detrimento de otras ramas de la filosofía. En primer lugar, en detrimento de la metafísica, que nuestros contemporáneos han condenado al ostracismo injustamente —injustamente, ya que, si la existencia o posibilidad de una cosa en sí misma se considera de importancia, nos toca averiguar en qué aspectos de la realidad se revela. Este ostracismo de la metafísica, por otra parte, se debió en gran parte a la mala interpretación y a un entendimiento erróneo de las teorías de la substancia, de las facultades, de las causas, etc., que pertenecen a la metafísica tradicional. Por otra parte, la invasión de la psicología se manifiesta en la lógica: lado a lado con la lógica o dialéctica antigua, se ha desarrollado una lógica matemática o simbólica (Peano, Russell, Peirce, Mitchell, y otros) y, más recientemente, una lógica genética que estudiaría, no las leyes fijas de pensamiento, sino el proceso de cambio de la vida mental y su génesis (Baldwin).

Hemos visto más arriba (sección II, D) cómo el creciente cultivo de la psicología ha producido otras ramificaciones científicas que encuentran el favor del mundo instruido.

La filosofía moral, descuidada durante mucho tiempo, disfruta de un auge renovado en particular en América, donde la etnografía se dedica a su servicio (véase, por ejemplo, las publicaciones de la Institución Smithsoniana). “El Diario Internacional de Ética” es una revista dedicada especialmente a esta línea de trabajo. En algunos sectores, donde la atmósfera es positivista, hay un deseo de deshacerse de la vieja moral, con sus nociones de valor y del deber, y sustituirla por un conjunto de reglas empíricas sujetas a la evolución (Sidgwick, Huxley, Leslie Stephen, Durkheim, Lévy-Bruhl).

En cuanto a la historia de la filosofía, no sólo se le han dedicado estudios especiales muy extensos, sino que se le ha dado cada vez más espacio al estudio de cada cuestión filosófica. Entre las causas de esta boga exagerada están el impulso dado por las escuelas de Cousin y de Hegel, el progreso de los estudios históricos en general, la confusión originada por el choque de doctrinas rivales y la desconfianza generada por esa confusión. Deussen ha producido obras notables sobre filosofía india y oriental; Zeller, sobre la antigüedad griega; Denifle, Hauréau, Bäumker y Mandonnet, sobre la Edad Media; Windelband, Kuno Fischer, Boutroux y Hoffding, sobre la época moderna, y la lista fácilmente podría ser considerablemente prolongada.

B. Los sistemas opuestos

Los sistemas rivales de la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX se pueden reducir a varios grupos: el positivismo, el neokantismo, el monismo, el neoescolasticismo. La filosofía contemporánea vive en un ambiente de fenomenalismo, ya que el positivismo y el neokantismo concuerdan en esta importante doctrina: que la ciencia y la certeza sólo son posibles dentro de los límites del mundo de los fenómenos, el cual es el objeto inmediato de la experiencia. El positivismo, insistiendo en los derechos exclusivos de la experiencia sensorial, y el criticismo kantiano, razonando desde la estructura de nuestras facultades cognitivas, sostienen que el conocimiento se extiende sólo hasta las apariencias, que más allá de esto está lo absoluto, el fondo oscuro, para cuya negación hay cada vez menos y menos disposición, pero que ninguna mente humana puede comprender. Por el contrario, este elemento de lo absoluto forma un componente integral en el neoescolasticismo, que ha revivido, con sobriedad y moderación, las nociones fundamentales de la metafísica aristotélica y medieval, y ha logrado reivindicarlas contra el ataque y las objeciones.

(1) Positivismo: El positivismo, bajo diversas formas, es defendido en Inglaterra por los seguidores de Spencer, por Huxley, Lewes, Tyndall, F. Harrison, Congreve, Beesby, J. Puentes, Grant Allen (James Martineau es un reaccionario contra el positivismo); por Balfour, quien al mismo tiempo propone una teoría característica de la creencia, y vuelve al fideísmo. De Inglaterra, el positivismo pasó a América, donde muy pronto destronó las doctrinas escocesas (Carus). De Roberty, en Rusia, y Ribot, en Francia, son algunos de sus discípulos más distinguidos. En Italia se encuentra en los escritos de Ferrari, Ardigo y Morselli; en Alemania, en las de Lass, Riehl, Guyau y Durkheim. Menos brutal que el materialismo, el vicio radical del positivismo es su identificación de lo cognoscible con lo sensible. Busca en vano reducir las ideas generales a imágenes colectivas, y negar el carácter abstracto y universal de los conceptos de la mente. Niega inútilmente el valor super-experiencial de los primeros principios lógicos en los que está arraigada la vida científica de la mente; ni nunca logrará mostrar que la certeza de un juicio tal como 2 +2 = 4 aumenta con nuestras adiciones repetidas de número de bueyes o de monedas. En la moral, donde reduciría los preceptos y juicios a los datos sociológicos formados en la conciencia colectiva y que varían con la época y el medio ambiente, el positivismo tropieza con los juicios de valor, y las ideas suprasensibles de obligación, el bien moral, y la ley, grabada en toda conciencia humana e invariable en sus datos esenciales.

(2) Kantismo: El kantismo había sido olvidado en Alemania durante unos treinta años (1830-1860); Vogt, Büchner y Moleschott habían ganado para el materialismo una boga efímera, pero el materialismo fue arrastrado por una fuerte reacción kantiana. Esta reversión hacia Kant (Rftckkehr zu Kant) empieza a ser detectable en 1860 (en particular, como resultado de la “Historia del Materialismo” de Lange), y se puede decir que la influencia de las doctrinas kantianas impregnan toda la filosofía alemana contemporánea (Otto Liebmann, von Hartmann, Paulsen, Rehmke, Dilthey, Natorp, Eucken, los inmanentistas y los empírico-críticos). El neocriticismo francés, representado por Renouvier, estaba relacionado principalmente con la segunda “Critique” de Kant e introducía un voluntarismo específico. Vacherot, Secretan, Lachelier, Boutroux, Fouillée y Bergson están todos más o menos bajo tributo al kantismo. Ravaisson se proclama seguidor de Maine de Biran. El kantismo ha tomado su lugar en el programa estatal de educación y Paul Janet, quien, con F. Bouillier y Caro, fue uno de los últimos legatarios del espiritualismo de Cousin, aparece, en su “Testamento filosófico”, afectando un monismo con una inspiración kantiana. Todos aquellos que, con Kant y los positivistas, proclaman la “quiebra de la ciencia” buscan la base de nuestra certeza en una demanda imperiosa de la voluntad. Este voluntarismo, también llamado pragmatismo (William James), y, muy recientemente, humanismo (Schiller en Oxford), es inadecuado para el establecimiento de las ciencias morales y sociales teóricas sobre una base inconmovible; tarde o temprano, la reflexión se preguntará qué vale esta necesidad de vida y de la voluntad, y entonces la inteligencia volverá a su posición como el árbitro supremo de la certeza.

Desde Alemania y Francia kantismo se ha extendido por todas partes. En Inglaterra ha puesto en actividad el idealismo crítico asociado con T.H. Green y Bradley. Hodgson, por el contrario, vuelve al realismo. S. Laurie se puede colocar entre Green y Martineau. Emerson, Harris, Everett y Royce propagaron el criticismo idealista crítica en América; Shadworth Hodgson, por otra parte, y Adamson tienden a volver al realismo, mientras que James Ward enfatiza la función de la voluntad.

(3) Monismo: Con un gran número de kantianos, un estrato de ideas monistas se sobrepone sobre al criticismo, la cosa en sí se considera una numéricamente. Las mismas tendencias se observan entre los evolucionistas positivistas como Clifford y Romanes, o G.T. Ladd.

(4) Neoescolasticismo: El neoescolasticismo, cuyo reavivamiento data del último tercio del siglo XIX ( Liberatore, Taparelli, Cornoldi y otros), y que recibió un fuerte impulso bajo el Papa León XIII, tiende cada vez más a convertirse en la filosofía de los católicos. Sustituye al ontologismo, al tradicionalismo, el dualismo de Gunther, el espiritualismo cartesiano, que se había vuelto manifiestamente insuficiente. Su síntesis, renovada y completada, se puede configurar en oposición al positivismo y el kantismo, e incluso sus adversarios ya no sueñan con negar el valor de sus doctrinas. Los resultados del neoescolasticismo se han tratado en otro lugar (vea neoescolasticismo).

¿Es indefinido el progreso en la filosofía, o hay una Philosophia Perennis?

Teniendo en cuenta la sucesión histórica de los sistemas y la evolución de las doctrinas desde las más remotas épocas de la India hasta nuestros días, y frente a frente con los avances logrados por la filosofía científica contemporánea, ¿no debemos inferir el progreso indefinido del pensamiento filosófico? Muchos se han dejado llevar por este sueño ideal. El idealismo histórico (Karl Marx) considera la filosofía como un producto engendrado fatalmente por causas preexistentes en nuestro entorno físico y social. La “ley de los tres estados” de Auguste Comte, el evolucionismo de Herbert Spencer, el “devenir indefinido del alma” de Hegel”, arrastran la filosofía a lo largo de una corriente ascendente hacia una perfección ideal, cuya realización nadie puede prever. Para todos estos pensadores, la filosofía es variable y relativa: ahí está su error grave. El progreso indefinido, condenado por la historia en muchos campos, es insostenible en la historia de la filosofía. Tal noción es evidentemente refutada por la aparición de pensadores como Aristóteles y Platón tres siglos antes de Cristo, pues estos hombres, que durante siglos han dominado y siguen dominando, el pensamiento humano, serían anacronismos, ya que serían inferiores a los pensadores de nuestro propio tiempo. Y nadie se atrevería a afirmar esto. La historia demuestra, en efecto, que hay adaptaciones de una síntesis a su entorno, y que cada época tiene sus propias aspiraciones y su forma especial de ver los problemas y sus soluciones, pero también presenta evidencia inconfundible de incesantes y nuevos comienzos, de oscilaciones rítmicas de un polo de pensamiento al otro. Si Kant encontró una fórmula original de subjetivismo y el reine Innerlichkeit, sería un error pensar que Kant no tenía antepasados intelectuales: los tuvo en las primeras edades históricas de la filosofía: M. Deussen ha encontrado en el himno védico de los upanishads la distinción entre noúmeno y fenómeno, y escribe, sobre la teoría de Mâyâ, “Kants Grunddogma, so alt wie die Philosophie” (“Die Philos.” des Upanishad, Leipzig, 1899, p. 204).

Es falso afirmar que toda verdad es relativa a una época y latitud dadas, y que la filosofía es el producto de las condiciones económicas en un curso de evolución incesante, como sostiene el materialismo histórico. Lado a lado con estas cosas, que están sujetas a cambios y pertenecen a una condición particular de la vida de la humanidad, hay un alma de verdad que circula en cada sistema, un mero fragmento de esa verdad completa e inmutable que acecha a la mente humana en sus investigaciones más desinteresadas. En medio de las oscilaciones de los sistemas históricos hay espacio para una philosophia perennis —como si fuera una purísima atmósfera de verdad, que envuelve las edades, y su claridad se siente de cierta forma, a pesar de las nubes y la niebla.

“La verdad que se busca después de Pitágoras, de Platón y Aristóteles, es la mismo que perseguían Agustín y Tomás de Aquino. En la medida en que se desarrolla en la historia, la verdad es hija del tiempo; en la medida en que lleva en sí misma un contenido independiente del tiempo , y por tanto de la historia, es la hija de la eternidad” [Willmann, “Gesch. d. Idealismus”, II (Brunswick, 1896), 550, cf. Commer “Die immerwahrende Philosophie” (Viena, 1899)].

Esto no quiere decir que las verdades esenciales y permanentes no se adaptan a la vida intelectual de cada época. La inmovilidad absoluta en la filosofía, no menos que la relatividad absoluta, es contraria a la naturaleza y a la historia; lleva a la decadencia y a la muerte. Es en este sentido que debemos interpretar el adagio: Vita in motu.

La filosofía y las ciencias

Desde hace mucho tiempo Aristóteles sentó las bases de una filosofía apoyada por la observación y la experiencia. Basta echar un vistazo a la lista de sus obras para ver que la astronomía, la mineralogía, la física y la química, la biología, la zoología, le proporcionaron ejemplos y bases para sus teorías sobre la constitución de los cuerpos celestes y terrestres, la naturaleza del principio vital, etc. Además, toda la clasificación aristotélica de las ramas de la filosofía (vea la sección II) se inspira en la idea misma de hacer que la filosofía — ciencia en general—descanse sobre las ciencias particulares. La alta Edad Media, con una cultura científica rudimentaria, consideraba que todos sus aprendizajes estaban construidos sobre el trivio (gramática, retórica y dialéctica) y el cuadrivio (aritmética, geometría, astronomía, música), como preparación para la filosofía.

En el siglo XIII, cuando llegó el escolasticismo bajo la influencia aristotélica, incorporó las ciencias en el programa de la filosofía misma. Esto puede ser visto en un reglamento expedido por la Facultad de Artes de París, 19 de marzo de 1255, “De libris qui legendi essent”. Esta orden establece el estudio de varios tratados científicos de Aristóteles, en particular aquellos sobre el primer libro de la “Meteorologica”, sobre los tratados sobre el cielo y la tierra, la generación, los sentidos y sensaciones, el sueño y la vigilia, la memoria, las plantas y los animales. Éstos son medios ampliamente suficientes para que el magistri familiarice a los “artistas” con la astronomía, la botánica, la fisiología y la zoología, por no hablar de la “física” de “Aristóteles, que fue establecida también como un texto clásico, y que ofreció oportunidades para numerosas observaciones en química y física según se entendían entonces. La gramática y la retórica servían como estudios preliminares a la lógica; la historia de la Biblia, la ciencia social y la política eran introductorias a la filosofía moral. Hombres como San Alberto Magno y Roger Bacon expresaron sus opiniones sobre la necesidad de vincular las ciencias con la filosofía, y predicaron con el ejemplo. Así que tanto la antigüedad como la Edad Media conocían y apreciaban la filosofía científica.

En el siglo XVII, la cuestión de la relación entre las dos entra en una nueva fase: a partir de este período la ciencia moderna va tomando forma y comienza esa marcha triunfal que está destinada a continuar durante todo el siglo XX, y de la cual la mente humana está justamente orgullosa. El conocimiento científico moderno difiere del de la antigüedad y del de la Edad Media en tres aspectos importantes: la multiplicación de las ciencias, su valor independiente, la divergencia entre el conocimiento común y el conocimiento científico. En la Edad Media la astronomía estaba estrechamente emparentada con la astrología, la química con la alquimia, la física con la adivinación; la ciencia moderna ha excluido seriamente todas estas conexiones fantásticas. Considerado ahora de un lado y otra vez de otro, el mundo físico ha puesto de manifiesto continuamente nuevos aspectos, y cada punto de vista específico se ha convertido en el foco de un nuevo estudio. Por otra parte, mediante la definición de sus límites respectivos, las ciencias han adquirido autonomía; en la Edad Media sólo eran útiles como una preparación para la física racional y la metafísica; hoy día son de valor por sí mismas, y ya no desempeñan el papel de damas de la filosofía. De hecho, los avances logrados dentro de sí misma por cada ciencia en particular trae una revolución más en el conocimiento. En tanto que los instrumentos de observación fueron imperfectos, y los métodos inductivos restringidos, era prácticamente imposible superar un conocimiento elemental. En la Edad Media la gente sabía que cuando el vino se deja expuesto al aire se convierte en vinagre, pero ¿qué importan hechos como éste en comparación con las fórmulas complejas de la química moderna? Por ello fue que en esos días un Alberto Magno o un Roger Bacon podían vanagloriarse de haber adquirido toda la ciencia de su tiempo, una pretensión que ahora sólo provocaría una sonrisa. En cada departamento el progreso ha dibujado una línea clara entre el conocimiento popular y el científico; el primero es normalmente el punto de partida del último, pero las conclusiones y las enseñanzas en ciencias son ininteligibles para aquellos que carecen de la preparación necesaria.

¿Acaso estas modificaciones profundas en la condición de las ciencias no implican modificaciones en las relaciones que, hasta el siglo XVII, habían sido aceptadas como existentes entre las ciencias y la filosofía? ¿No debe la separación de la filosofía y la ciencia ampliarse hasta una completa separación? Tanto los científicos como los filósofos lo han creído así, y fue por esto que en los siglos XVIII y XIX muchos sabios y filósofos se dieron la espalda entre sí. Para los primeros, la filosofía se ha vuelto inútil; las ciencias particulares, dicen, multiplicando y volviéndose perfectas, deben agotar todo el campo de lo cognoscible, y llegará un momento en que la filosofía ya no será más. Para los filósofos, la filosofía no tiene necesidad de la masa inconmensurable de nociones científicas que han sido adquiridas, muchas de los cuales sólo poseen un valor precario y provisional. Wolff, quien pronunció el divorcio de la ciencia de la filosofía, hizo mucho para acreditar este punto de vista, y ha sido seguido por algunos filósofos católicos que sostenían que el estudio científico debía ser excluido de la cultura filosófica.

¿Qué vamos a decir sobre esta cuestión? Que las razones que existían antes para mantener contacto con la ciencia son mil veces más imperativas en nuestros días. Si la profunda visión sintética de las cosas que justifica la existencia de la filosofía presupone investigaciones analíticas, la multiplicación y la perfección de esas investigaciones es ciertamente razón para descuidarlas. El horizonte de conocimientos detallados se ensancha sin cesar; la investigación de todo tipo está ocupada explorando los departamentos del universo que se ha trazado. Y la filosofía, cuya misión es explicar el orden del universo por razones esenciales aplicables, no sólo para un grupo de hechos, sino para el conjunto de fenómenos conocidos, no puede ser indiferente a la materia que tiene que explicar. La filosofía es como una torre desde donde se obtiene el panorama de una gran ciudad—sus monumentos, sus grandes arterias, con la forma y la ubicación de cada uno—las cosas que un visitante no puede discernir mientras va por las calles y callejuelas, o visita bibliotecas, iglesias, palacios y museos, uno tras otro. Si la ciudad crece y se desarrolla, hay mucha más razón, si la conocemos como un todo, por qué hemos de dudar en subir a la torre y el estudiar desde esa altura el plan sobre el que los barrios nuevos se han dispuesto.

Afortunadamente, es evidente que la filosofía contemporánea tiende a ser, ante todo, una filosofía científica; ha encontrado su camino de regreso de sus andanzas de antaño. Esto se nota en los filósofos de las tendencias más opuestas. No habrá fin a la lista si tuviéramos que enumerar todos los casos en que se ha adoptado esta orientación de las ideas. “Esta” unión “, dice Boutroux, hablando de las ciencias y la filosofía, “es en verdad la tradición clásica de la filosofía. Pero se habían establecido una psicología y una metafísica que aspiran a erigirse más allá de las ciencias, por mero reflejo de la mente sobre sí misma. Hoy día todos los filósofos están de acuerdo en tomar los datos científicos como su punto de partida” (Discurso en el Congreso Internacional de Filosofía en 1900; Revue de Métaph. et de Morale, 1900, p. 697). Boutroux y muchos otros hablaron de manera similar en el Congreso Internacional de Bolonia (abril de 1911). Wundt presenta esta unión en la definición misma de la filosofía, que, dice, es “la ciencia general cuya función es unir en un sistema libre de todas las contradicciones el conocimiento adquirido a través de las ciencias particulares, y reducir a sus principios generales los métodos de la ciencia y las condiciones del conocimiento supuestas por ellos” (“Einleitung in die Philosophie “, Leipzig, 1901, p. 19). Y R. Eucken dice: “Cuanto más atrás retroceden los límites del mundo observable, más conscientes somos de la falta de una explicación integral adecuada” [“Gesammelte Aufsätze zur Philos. U. Lebensanschanung” (Leipzig, 1903), p . 1571. Este mismo pensamiento inspiró al Papa León XIII cuando colocó la enseñanza paralela y armoniosa de la filosofía y de las ciencias en el programa del Instituto de Filosofía creado por él en la Universidad de Lovaina (vea neoescolasticismo).

Por su parte, los científicos han estado llegando a las mismas conclusiones desde que ascendieron a una visión sintética de ese asunto que es objeto de su estudio. Así fue con Pasteur, así fue con Newton. Ostwald, profesor de química en Leipzig, ha emprendido la publicación del “Annalen der Naturphilosophie”, una revista dedicada al cultivo del territorio que es común a la filosofía y a las ciencias”. Muchos hombres de ciencia también se dedican a la filosofía sin saberlo: en sus constantes discusiones de “mecanismo”, “evolucionismo”, “transformismo”, están utilizando términos que implican una teoría filosófica de la materia.

Si la filosofía es la explicación en su conjunto de ese mundo que las ciencias particulares investigar en detalle, se deduce que estas últimas encuentran su culminación en la primera, y que según son las ciencias, así lo será también la filosofía. Es cierto que se presentan objeciones contra esta forma de unir la filosofía y las ciencias. Se dice que la observación común es el apoyo suficiente para la filosofía. Esto es un error: la filosofía no puede ignorar ramas enteras de conocimiento que son inaccesibles a la experiencia ordinaria; la biología, por ejemplo, ha arrojado una nueva luz sobre el estudio filosófico del hombre. Otros aducen la extensión y el crecimiento de las ciencias para demostrar que la filosofía científica siempre debe seguir siendo un ideal inalcanzable; la solución práctica de esta dificultad le atañe a la enseñanza de la filosofía (véase la sección XI).

La filosofía y la religión

La religión le presenta autoritativamente al hombre la solución de los problemas humanos que también le conciernen a la filosofía. Tales son las cuestiones de la naturaleza y atributos de Dios, de sus relaciones con el mundo visible, del origen y destino del hombre. Ahora la religión, que precede a la filosofía en la vida social, naturalmente obliga a tomar en consideración los puntos de la doctrina religiosa. De ahí la estrecha relación de la filosofía con la religión en las primeras etapas de la civilización, un hecho sorprendentemente evidente en la filosofía india, que, no sólo en sus comienzos, sino en todo su desarrollo, estaba íntimamente ligada a la doctrina de los libros sagrados (vea arriba). Los griegos, al menos durante los períodos más importantes de su historia, estaban mucho menos sujetos a las influencias de las religiones paganas; de hecho, combinaban con escrupulosidad extrema en lo que concernía al uso ceremonial una amplia libertad respecto al dogma. El pensamiento griego pronto tomó su vuelo independiente; Sócrates se burlaba de los dioses en los que creía la gente común; Platón no destierra las ideas religiosas de su filosofía, pero Aristóteles las mantiene totalmente aparte, su Dios es el Actus purus, con un significado exclusivamente filosófico, el principal motor del mecanismo universal.

Los estoicos señalan que todas las cosas obedecen a una fatalidad irresistible y que el hombre sabio no teme a los dioses. Y si Epicuro enseña el determinismo cósmico y niega toda finalidad, es sólo para concluir que el hombre puede dejar de lado todo miedo a la intervención divina en los asuntos mundanos. La cuestión toma un nuevo aspecto cuando las influencias de las religiones orientales y judías comienzan a incidir sobre la filosofía griega mediante el neopitagorismo, la teología judía (finales del siglo I), y, sobre todo, el neoplatonismo (siglo III a.C.). Un anhelo por la religión se movía en el mundo, y la filosofía se enamoró de toda doctrina religiosa. Plotino (siglo III d.C.), que seguirá siendo siempre el tipo más perfecto de la mentalidad neoplatónica, dice que la filosofía es idéntica a la religión, y le asigna como su mayor objetivo la unión del alma con Dios por medios místicos. Esta necesidad mística de los temas sobrenaturales resultó en las más extravagantes elucubraciones de los sucesores de Plotino, por ejemplo, Jámblico (m. hacia el año 330), que, basándose en el neoplatonismo, erigió un panteón internacional para todas las divinidades cuyos nombres se conocían.

Se ha señalado a menudo que el cristianismo, con sus dogmas monoteístas y su serena y purificadora moral, llegó en la plenitud de los tiempos y apaciguó la inquietud interior que afligía a las almas al final del mundo romano. Aunque Cristo no se hizo el jefe de una escuela filosófica, la religión que fundó provee soluciones para un grupo de problemas que la filosofía resuelve por otros medios (por ejemplo, la inmortalidad del alma). Los primeros filósofos cristianos, los Padres de la Iglesia, estaban imbuidos de las ideas griegas y tomaron del neoplatonismo circundante la mezcla de la filosofía y la religión. Para ellos la filosofía es incidental y secundaria, usada sólo para satisfacer las necesidades de polémica y para apoyar el dogma; su filosofía es religiosa. En esto Clemente de Alejandría y Orígenes concurren con San Agustín y con Dionisio el Pseudo-Areopagita.

La alta Edad Media continuó las mismas tradiciones, y se puede decir que los primeros filósofos recibieron las influencias neoplatónicas a través del canal de los Padres. Juan Escoto Eriúgena (siglo IX), la mente más notable de este primer período, escribe que “la verdadera religión es verdadera filosofía y, a la inversa, la verdadera filosofía es verdadera religión” (De div. Praed., I, I). Pero a medida que avanza la era surge un proceso de disociación, el cual termina en la separación total entre las dos ciencias de la teología escolástica o el estudio del dogma, basado fundamentalmente en la Sagrada Escritura y la filosofía escolástica, basada en la investigación puramente racional. Para entender las etapas sucesivas de esta diferenciación, que no se completó hasta mediados del siglo XIII, debemos llamar la atención sobre ciertos hechos históricos de importancia capital.

(1) El origen de varios problemas filosóficos, en la alta Edad Media, debe ser buscado dentro del dominio de la teología dogmática, en el sentido que las discusiones filosóficas surgieron en referencia a las cuestiones teológicas. La discusión, por ejemplo, de la transubstanciación (Berengario de Tours), hizo surgir el problema de la substancia y del cambio, o devenir.

(2) Al considerarse la teología como una ciencia superior y sagrada, toda la organización pedagógica y didáctica de la época llevó a la confirmación de dicha superioridad (vea la sección XI).

(3) El entusiasmo por la dialéctica, que alcanzó su máximo en el siglo XI, puso de moda ciertos métodos de razonamiento puramente verbales limítrofes de la sofística. Anselmo de Besata (Anselmo Peripatético) es el tipo de esta clase de razonador. Ahora los dialécticos, en la discusión de temas teológicos, reclamaban validez absoluta para sus métodos, y terminaron en herejías tales como la predestinación de Gottschalk, la transubstanciación de Berengario y el triteísmo de Roscelin. El lema de Berengario fue: Per omnia ad dialecticam confugere. Siguió una reacción excesiva por parte de los teólogos timoratos, hombres prácticos antes que todo, que acusaron a la dialéctica por los pecados de los dialécticos. Este movimiento antagónico coincidió con un intento de reformar la vida religiosa. A la cabeza del grupo estaba San Pedro Damián (1007-1072), el adversario de las artes liberales; fue el autor de la frase de que la filosofía es sierva de la teología. De este dicho se ha concluido que la Edad Media en general puso a la filosofía bajo tutela, mientras que la máxima estaba en boga sólo entre un reducido círculo de teólogos reaccionarios. Lado a lado con Pedro Damián en Italia estaban Manegold de Lautenbach y Othloh de San Emeram, en Alemania.

(4) Al mismo tiempo se comenzó a discernir una nueva tendencia en el siglo XI, en Lanfranco, William de Hirschau, Rodulfo Arden y en particular San Anselmo de Canterbury; el teólogo pide la ayuda de la filosofía para demostrar ciertos dogmas o para demostrar su parte racional. San Anselmo, en un espíritu agustiniano, intentó esta justificación del dogma, aunque quizá aplicando invariablemente al valor demostrativo de sus argumentos las limitaciones necesarias. En el siglo XIII estos esfuerzos resultaron en un nuevo método teológico, la dialéctica.

(5) Mientras continuaron estas controversias en cuanto a las relaciones de la filosofía y la teología, muchas cuestiones filosóficas, sin embargo, fueron tratadas por su propia cuenta, como hemos visto anteriormente (universales, la teodicea de San Anselmo, la filosofía de Pedro Abelardo, etc.)

(6) El método dialéctico, desarrollado completamente en el siglo XII, justo cuando la teología escolástica recibía un poderoso ímpetu, es un método teológico, no filosófico. El principal método en teología es la interpretación de la Escritura y de la autoridad; el método dialéctico es secundario y consiste en establecer primero un dogma y luego demostrar su racionabilidad, confirmando el argumento a partir de la autoridad por el argumento a través de la razón. Es un proceso de apologética. Desde el siglo XII en adelante, estos dos métodos teológicos se distinguen bastante por las palabras auctoritates, rationes. La teología escolástica, condensada en las “summae” y “libros de sentencias” fue de ahí en adelante considerada como distinta a la filosofía. La actitud de los teólogos hacia la filosofía es triple: un grupo, el menos influyente, todavía se opone a su introducción en la teología, y prosigue con las tradiciones reaccionarias del período precedente (por ejemplo, Gauthier de Saint-Víctor); otro acepta la filosofía, pero toma una actitud utilitaria de ella, considerándola meramente como un pilar del dogma (Pedro Lombardo); un tercer grupo, el más influyente, puesto que incluye las tres escuelas teológicas de San Víctor, Pedro Abelardo y Gilberto de la Porrée, le concede a la filosofía, en adición a su rol apologético, un valor independiente que le da derecho a ser cultivada y estudiada por sí misma. Los miembros de este grupo son a la vez teólogos y filósofos.

(7) A comienzos del siglo XIII una parte de los teólogos agustinos continuaron enfatizando el oficio utilitario y apologético de la filosofía. Pero Santo Tomás creó nuevas tradiciones escolásticas, y escribió un capítulo sobre metodología científica en la cual establece completamente la distinción y la independencia de las dos ciencias. Juan Duns Escoto, de nuevo, y los terministas exageraron esta independencia. El averroísmo latino, que tuvo una brillante pero efímera boga en los siglos XIII y XIV, aceptó todo y entero en la filosofía el peripatetismo averroísta, y, para salvaguardar la ortodoxia católica, se refugiaron detrás del sofisma de que lo que es verdad en la filosofía puede ser falso en teología y, viceversa —en lo cual eran más reservados que Averroes y los filósofos árabes, que consideraban la religión como algo inferior, lo suficientemente bueno para las masas, y que no se molestaban por la ortodoxia musulmana. Lully, yéndose a los extremos, sostuvo que todo dogma es susceptible de demostración, y que la filosofía y la teología se unen. Tomada en su conjunto, la Edad Media, profundamente religiosa, buscó constantemente reconciliar su filosofía con la fe católica. La filosofía del Renacimiento rompió este vínculo. En el período de la Reforma un grupo de publicistas, habida cuenta de las luchas actuales, formaron proyectos de reconciliación entre los numerosos organismos religiosos. Ellos estaban convencidos de que todas las religiones tienen un fondo común de verdades esenciales en relación con Dios, y que su contenido es idéntico, a pesar de los dogmas divergentes. Además, el teísmo, siendo sólo una forma de naturalismo aplicado a la religión, se adaptó a las formas independientes del Renacimiento. Al igual que en la construcción de la ley natural, se tomó en cuenta la naturaleza humana, por lo que la razón fue interrogada para descubrir las ideas religiosas. Y de ahí la amplia aceptación del teísmo, no sólo entre los protestantes sino generalmente entre las mentes que habían sido arrastradas por el movimiento renacentista (Desiderio Erasmo, Coornheert).

La filosofía moderna en más de una instancia ha sustituido esta tolerancia o indiferentismo religioso por un desprecio de las religiones positivas. El teísmo inglés o deísmo de los siglos XVII y XVIII critica toda religión positiva y, en nombre de un sentido religioso innato, construye una religión natural que se puede reducir a una colección de tesis sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. El iniciador de este movimiento fue Herbert de Cherbury (1581-1648; J. Toland (1670-1722), Tindal (1656-1733), y Lord Bolingbroke tomó parte en él. Este movimiento critico, inaugurado en Inglaterra fue adoptado en Francia, donde se combinó con un rotundo odio al catolicismo. Pierre Bayle (1646-1706) propuso la tesis de que toda religión es anti-racional y absurda, y que es posible un estado compuesto por ateos. Voltaire quiso sustituir el catolicismo por una masa incoherente de doctrinas acerca de Dios. La filosofía religiosa del siglo XVIII en Francia llevó al ateísmo y pavimentó el camino para la Revolución. Haciendo justicia a la filosofía contemporánea se le debe acreditar con la enseñanza de la más amplia tolerancia hacia las diversas religiones; y en su programa de investigación ha incluido la psicología de las religiones, o el estudio del sentimiento religioso.

A favor de la filosofía católica, las relaciones entre la filosofía y la teología, entre la razón y la fe, fueron fijadas en un capítulo de metodología científica por los grandes pensadores escolásticos del siglo XIII. Sus principios, que todavía retienen su validez, son como sigue:

(a) Diferencia entre las dos ciencias: La independencia de la filosofía respecto a la teología, como respecto a cualquiera otra ciencia, es sólo una interpretación de este innegable principio del progreso científico, tan aplicable en el siglo XXI como lo fue en el siglo XIII, que una ciencia correctamente constituida deriva su objetivo formal, sus principios y su método constructivo de sus propios recursos, y que, siendo esto así, no puede tomar prestado de ninguna otra ciencia sin comprometer su propio derecho a existir.

(b) Material negativo, no positivo, no formal, subordinación de la filosofía respecto a la teología: Esto significa que, mientras las dos ciencias mantienen su independencia formal (la independencia de los principios por los que se guían sus investigaciones), hay ciertos asuntos donde la filosofía no puede contradecir las soluciones presentadas por la teología. Los escolásticos de la Edad Media justificaban esta subordinación, pues estaban profundamente convencidos de que el dogma católico contiene la infalible palabra de Dios, la expresión de la verdad. Una vez que una proposición, por ejemplo, que dos más dos son cuatro, ha sido aceptada como cierta, la lógica prohíbe a cualquier otra ciencia que forme ninguna conclusión subversiva de esa proposición. La subordinación mutua material de las ciencias es una de esas leyes de las cuales la lógica hace la indispensable garantía de la unidad de conocimiento. “La verdad debidamente demostrada por una ciencia sirve como una atalaya para otra ciencia.” “La certeza de una teoría de la química impone su aceptación en la física, y el físico que vaya en contra de ella estaría fuera de su curso. Del mismo modo, el filósofo no puede contradecir los datos certeros de la teología, más de lo que puede contradecir las conclusiones ciertas de las ciencias particulares. Negar esto sería negar la conformidad de la verdad con la verdad, impugnar el principio de contradicción, rendirse a un relativismo que es destructivo de toda certeza. “Suponiendo que en esta ciencia (la sagrada teología) no se incluye nada más que lo que es cierto… suponiendo que cualquier cosa que sea verdadera por la decisión y la autoridad de esta ciencia de ninguna manera puede ser falsa por la decisión de la recta razón: estas cosas, digo, suponiendo, ya que se manifiesta desde ellas que la autoridad de esta ciencia y la razón descansan por igual en la verdad, y una verdad no puede ser contraria a otra, hay que decir absolutamente que la razón no puede de ninguna manera ser contraria a la autoridad de esta Escritura, más aún, toda recta razón está de acuerdo con ella.” (Enrique de Ghent, “Summa Theologica”, X, III, n. 4).

Pero ¿cuándo es cierta una teoría? Esta es una cuestión de hecho y el error es fácil. A medida que el principio es simple y absoluto, así de complejas y variables son sus aplicaciones. No corresponde a la filosofía establecer la certeza de los datos teológicos, no más que para fijar las conclusiones de la química o la fisiología. La certeza de esos datos y esas conclusiones debe proceder de otra fuente. “Se tiene la idea preconcebida de que un sabio católico es un soldado al servicio de su fe religiosa, y que, en sus manos, la ciencia es sólo un arma para defender su credo. A los ojos de un gran número de personas, el sabio católico parece estar siempre bajo la amenaza de excomunión, o enredado en los dogmas que lo obstaculizan, y obligado, en aras de la lealtad a su fe, de renunciar al amor desinteresado por la ciencia y su cultivo libre “(Mercier, “Rapport sur les études supér. De philos.”, 1891, p. 9). Nada podría ser más falso.

La Iglesia Católica y la filosofía

Los principios que rigen las relaciones doctrinales de la filosofía y la teología han movido a la Iglesia Católica a intervenir en varias ocasiones en la historia de la filosofía. En cuanto al derecho de la Iglesia y el deber de intervenir con el fin de mantener la integridad del dogma teológico y el depósito de la fe, no hay necesidad de discusión en este lugar. Sin embargo, es interesante señalar la actitud de la Iglesia hacia la filosofía a lo largo de los siglos, y particularmente en la Edad Media, cuando una civilización saturada con el cristianismo había establecido relaciones sumamente íntimas entre la teología y la filosofía.

A. La Iglesia nunca ha censurado a la filosofía como tal, sino sus aplicaciones teológicas, juzgadas falsas, que se basaron en el razonamiento filosófico. Juan Escoto Eriúgena, Roscelin, Berengario, Pedro Abelardo, Gilberto de la Porrée fueron condenados debido a que sus enseñanzas tendían a subvertir los dogmas teológicos. Eriúgena negó la distinción substancial entre Dios y las cosas creadas; Roscelin sostuvo que hay tres dioses; Berengario, que no hay transubstanciación real en la Eucaristía; Abelardo y Gilberto de la Porrée modificaron esencialmente el dogma de la Santísima Trinidad. La Iglesia, a través de sus concilios, condenó sus errores teológicos; ella nunca se ocupó de su filosofía como tal. “El nominalismo”, dice Hauréau, “es el viejo enemigo. Es, de hecho, la doctrina más remota de los axiomas de la fe porque es la que mejor concuerda con la razón. Denunciado concilio tras concilio, el nominalismo fue condenado en la persona de Abelardo como lo había sido en la persona de Roscelin” (Hist. Philos. Scol., I, 292).

Ninguna afirmación podría ser más inexacta. Lo que la Iglesia ha condenado no es ni el llamado nominalismo, ni el realismo, ni la filosofía en general, ni el método de discusión en la teología, sino algunas aplicaciones de este método que se consideran peligrosas, es decir, asuntos que no son filosóficas. En el siglo XIII una gran cantidad de profesores adoptó las teorías filosóficas de Roscelin y Abelardo, y no se convoco ningún concilio para condenarlos. Lo mismo puede decirse de la condena de David de Dinant (siglo XIII), quien negó la distinción entre Dios y la materia, y de diversas doctrinas condenadas en el siglo XIV como una tendencia a la negación de la moral. Ha sido lo misma en los tiempos modernos. Para mencionar sólo las condenas de Gunther, de Rosmini y del ontologismo en el siglo XIX, lo que alarmó a la Iglesia fue el hecho de que las tesis en cuestión tenían una incidencia teológica.

B. La Iglesia nunca ha impuesto ningún sistema filosófico, aunque ha anatematizado muchas doctrinas, o las ha etiquetado como sospechosas: Esto corresponde con la prohibitiva, pero no imperativa, actitud de la teología en lo que respecta a la filosofía. Por poner un ejemplo, la fe nos enseña que el mundo fue creado en el tiempo; y sin embargo Santo Tomás afirma que el concepto de la creación eterna (ab aeterno) no implica ninguna contradicción. No se creyó obligado a demostrar la creación en el tiempo: su enseñanza hubiera sido heterodoxos sólo si, con los averroístas de su tiempo, hubiese afirmado la necesaria eternidad del mundo. Quizás se pueda objetar que muchas doctrinas tomistas fueron condenados en 1277 por Etienne Tempier, obispo de París. Pero es bueno señalar, y obras recientes sobre el tema han [[prueba | probado esto abundantemente, que la condena de Tempier, en la medida en que se aplica a Tomás de Aquino, fue el producto de intrigas y animosidad personal, y que, en derecho canónico, no tenía ninguna fuerza fuera de la Diócesis de París. Por otra parte, fue anulada por uno de los sucesores de Tempier, Etienne de Borrete, en 1325.

C. La Iglesia ha alentado la filosofía: Por no hablar del hecho de que todos los que se dedicaron a la ciencia y la filosofía en la Edad Media eran eclesiásticos, y que las artes liberales encontraron asilo en las escuelas monásticas y capitulares hasta el siglo XII, es importante señalar que las principales universidades de la Edad Media fueron fundaciones pontificias. Este fue el caso de París. Sin duda, en los primeros años de la relación de la universidad con la enciclopedia aristotélica (finales del siglo XII) hubo prohibiciones contra la lectura de la “Física”, la “Metafísica”, y el tratado “Sobre el alma”. Pero estas restricciones fueron de carácter temporal y surgieron de circunstancias particulares. En 1231, el Papa Gregorio IX le encomendó a una comisión de tres consultores la tarea de preparar una edición corregida de Aristóteles ne utile per inutile vitietur (no sea que lo que es útil sufra daños por lo que no sirve para nada). El trabajo de expurgación se hizo, en efecto, por la Escuela Albertina-Tomista, y, a partir del año 1255, la Facultad de Artes, con el conocimiento de la autoridad eclesiástica, ordenó la enseñanza de todos los libros prohibidos anteriormente (vea Mandonnet, “Siger de Brabante et l’averroïsme latin au XIIIe s.”, Lovaina, 1910). También se puede demostrar cómo en los tiempos modernos y en nuestros días los Papas han fomentado los estudios filosóficos. León XIII, como es bien sabido, consideró la restauración del tomismo filosófico una de las principales tareas de su pontificado.

La enseñanza de la filosofía

La enseñanza de la filosofía

Los métodos de enseñanza de la filosofía han variado en las diferentes épocas. Sócrates solía entrevistar a sus oyentes, realizar simposios en el mercado, en los pórticos y en los jardines públicos. Su método era el interrogatorio; estimulaba la curiosidad de la audiencia y practicaba lo que se ha llegado a conocer como ironía socrática y el arte mayéutico (del griego maieutike techne), el arte de librar las mentes de sus concepciones. Sus sucesores abrieron escuelas propiamente dichas, y varios sistemas tomaron sus nombres de los lugares ocupados por estas escuelas (la escuela estoica, la Academia, el Liceo). En la Edad Media y hasta el siglo XVII, la lengua ilustrada era el latín. Se mencionan los discursos alemanes de Eckhart como meros ejemplos esporádicos.

Desde el siglo IX hasta el XII la enseñanza se confinó a las escuelas monásticas y de la catedral. Fue la época dorada de las escuelas. Los maestros y estudiantes iban de una escuela a otra. Lanfranco viajó por toda Europa, Juan de Salisbury (siglo XII) escuchó en París a todos los entonces famosos profesores de filosofía; Pedro Abelardo reunió multitudes alrededor de su tribuna. Por otra parte, como las mismas materias se enseñaban en todas partes y con los mismos libros de texto, se asistía a los viajes escolásticos con pocos inconvenientes. Los libros tomaban la forma de comentarios o monografías. Desde el tiempo de Abelardo se comenzó a usar exitosamente el método de exponer los pros y los contras de un asunto, el cual era luego perfeccionado al añadir una solutio. La aplicación de este método se propagó en el siglo XIII (por ejemplo, en la “Summa theologica” de Santo Tomás). Por último, al ser la filosofía una preparación educativa para la teología, la “reina de las ciencias”, los temas teológicos y filosóficos se combinaron en uno y el mismo libro, o incluso en la misma disertación.

A finales del siglo XII y principios del XIII se organizó la Universidad de París, y la enseñanza filosófica se concentró en la Facultad de Artes. La enseñanza fue dominada por dos principios: internacionalismo y libertad. El estudiante era un aprendiz-profesor; después de recibir los diferentes grados, obtenía del rector de la universidad una licencia para enseñar (licentia docendi). Muchos de los cursos de este período se han conservado, y la escritura abrevada de la Edad Media es virtualmente un sistema de taquigrafía. El programa de cursos elaborado en 1255 es bien conocido. Comprende la exégesis de todos los libros de Aristóteles. El comentario, o lectio (de legere, leer), es la forma ordinaria de instrucción (de ahí el alemán Vorlesungen y inglés lecture). También había disputas, en las que las preguntas eran tratadas por medio de objeciones y respuestas; el ejercicio tenía un carácter animado; se invitaba a cada uno a contribuir con sus pensamientos sobre el tema. La Universidad de París fue el modelo para todas las demás, especialmente las de Oxford y Cambridge. Estas formas de enseñanza en las universidades duraron tanto como el aristotelismo, es decir, hasta el siglo XVII. En el siglo XVIII — el siècle des lumières (Erklärung)— la filosofía tomó una forma popular y enciclopédica, y circulaba en las producciones literarias de la época. En el siglo XIX reanudó su actitud didáctica en las universidades y en los seminarios, donde, de hecho su enseñanza había continuado por mucho tiempo. El avance de los estudios filológicos e históricos tuvo una gran influencia sobre el carácter de la enseñanza filosófica; se le dio la bienvenida a métodos críticos, y poco a poco los profesores adoptaron la práctica de especializarse en una u otra rama de la filosofía, una práctica que todavía está en boga. Sin pretender abordar todos los asuntos planteados en los métodos modernos de la filosofía de enseñanza, indicaremos a continuación algunas de sus características principales:

El lenguaje de la filosofía

El primero de los modernos —como René Descartes o Leibniz— usaron tanto el latín como el vernáculo, pero en el siglo XIX (excepto en los seminarios eclesiásticos y en algunos ejercicios académicos, principalmente de carácter ceremonial) las lenguas vivas suplantaron al latín; el resultado ha sido una ganancia en la claridad del pensamiento y el interés y la vitalidad de la enseñanza. La enseñanza en latín se conforma a menudo con las fórmulas; el lenguaje vivo produce una mejor comprensión de las cosas que sería difícil en cualquier caso. La experiencia personal, escribe el P.. Hogan, ex superior del seminario de Boston, en su “Estudios clericales” (Filadelfia, 1895-1901), ha demostrado que entre los estudiantes que han aprendido la filosofía, en particular el escolasticismo, sólo en latín, muy pocos han adquirido algo más que una masa de fórmulas, que apenas entienden; aunque esto no siempre impide su adhesión a sus fórmulas contra viento y marea. Los que siguen escribiendo en latín —como muchos filósofos católicos, a me-nudo de la máxima valía— tienen la triste experiencia de ver sus libros confinados a un círculo de lectores muy estrecho.

Procesos didácticos

El consejo de Aristóteles, seguido por los escolásticos, todavía conserva su valor y su fuerza: antes de dar la solución de un problema, exponer las razones en pro y en contra. Esto explica, en particular, la gran parte que desempeña la historia de la filosofía o el examen crítico de las soluciones propuestas por los grandes pensadores. El comentario sobre un tratado todavía figura en algunos cursos superiores especiales, pero la enseñanza filosófica contemporánea está principalmente dividida de acuerdo a las numerosas ramas de la filosofía (vea la sección II). La introducción de laboratorios y seminarios prácticos (séminaires practiques) en la enseñanza filosófica ha sido de la mayor ventaja. Lado a lado de las bibliotecas y estantes llenos de revistas hay espacio para laboratorios y museos, una vez se admita la necesidad de vivificar la filosofía mediante el contacto con las ciencias (vea sección VIII). En cuanto al seminario práctico, en el que un grupo de estudiantes, con la ayuda de un profesor, investiga algún problema especial, puede ser aplicado a cualquier rama de la filosofía con resultados notables. El trabajo en común, donde cada uno dirige sus esfuerzos individuales hacia un objetivo general, hace a cada uno beneficiario de las investigaciones de todos; les acostumbra al manejo de los instrumentos de investigación, facilita la detección de los hechos, le enseña al alumno a descubrir por sí mismo las razones de lo que observa, ofrece una verdadera experiencia en los métodos constructivos de descubrimiento propios de cada tema, y muy a menudo decide la vocación científica de aquellos cuyos esfuerzos han sido coronados con un primer éxito.

El orden de la enseñanza filosófica

Una de las preguntas más complejas es la siguiente: ¿Con qué rama debe comenzar la enseñanza filosófica, y qué orden debe seguir? De conformidad con una tradición inmemorial, el comienzo se hace a menudo con la lógica. Ahora bien, la lógica, la ciencia de la ciencia, es difícil de entender y poco atractiva en las primeras etapas de la enseñanza. Es mejor comenzar con las ciencias que tienen lo verdadero como objeto: la psicología, la cosmología, la metafísica y la teodicea. La lógica científica se comprenderá mejor más adelante; la filosofía moral presupone la psicología; la historia sistemática de la filosofía requiere un conocimiento preliminar de todas las ramas de la filosofía (vea Mercier, “Manuel de Philosophie”, Intr-, 3ra. Ed., Lovaina, 1911).

Hay otra pregunta relacionado con el orden de la enseñanza, a saber: ¿Cuál debe ser la enseñanza científica preliminar a la filosofía? Sólo un curso en ciencias especialmente adecuado a la filosofía puede cumplir con las múltiples exigencias del problema. Los cursos científicos generales de nuestras universidades modernas incluyen demasiado o demasiado poco: “demasiado en el sentido de que la enseñanza profesional debe pasar por numerosos hechos y detalles técnicos con los que la filosofía no tiene nada que hacer; muy poco, porque la enseñanza profesional a menudo hace que la observación de los hechos sea su objetivo último, mientras que, desde nuestro punto de vista, los hechos son, y pueden ser, sólo un medio, un punto de partida, hacia la adquisición de un conocimiento de las causas y leyes más generales” (Mercier, “Rapport sur les études supérieures de philosophie”, Louvain, 1891, p. 25). M. Boutroux, un profesor de la Sorbona, resuelve el problema de la enseñanza filosófica en la universidad en el mismo sentido, y, según él, la organización flexible y muy liberal de la facultad de filosofía debe incluir “todo el conjunto de las ciencias, ya sea teórico, matemático-físico o filológico-histórico (“Revue internationale de l’enseignement”, Paris, 1901, p. 510). El programa de cursos del Instituto de Filosofía de Lovaina está redactado en conformidad con este espíritu.

Bibliografía

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Fuente: De Wulf, Maurice. “Philosophy.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911.
http://www.newadvent.org/cathen/12025c.htm

Está siendo traducido por L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica