FRATERNIDAD

(hermandad).

1- De todos los hombres y mujeres: Porque todos fuimos creados por: El mismo Dios, que hizo las manos de los cristianos y de los paganos, y el corazón de los judí­os y de los musulmanes, por eso es que la segunda Ley de Dios es que todos tenemos que amarnos, Mar 12:30-33.

2- De los Cristianos: Todos formamos parte de un mismo Cuerpo: (Ro.12, Ef.4, 1 Cor.12, Jn.15). Por eso somos tan hermanos como mi mano derecha es hermana de mi mano izquierda. De ahí­ el mandamiento de Jesús, que nos amemos los unos a los otros como El nos amó: (Jua 13:34-35, Jua 15:12, Jua 15:17).

2- Deberes: Mt. 5 a 7: (Sermón de la Montaña).

3- EL Reino de Dios, antepuesto a los hermanos, Luc 14:26, Luc 14:29.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

[324]
Cualidad de sentir la hermandad con todos los hombres, de modo especial con los más cercanos o con los más necesitados. (Ver Hombre. 7.1)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
La “fraternidad” (adelphotés) es un nombre neotestamentario con el que se designa a la Iglesia (lPe 2,17; 5,9). Las connotaciones ideológicas de la palabra “fraternidad” no debe disuadirnos de usarla y de experimentar su riqueza en un contexto cristiano.

La palabra griega adelphoi, hermanos, incluye también a las hermanas, aunque exista la palabra especí­fica adelphé. En el Nuevo Testamento la palabra que suele usarse para designar a la comunidad es “hermanos”. Esto tiene su fundamento en el bautismo, que nos hace hijos adoptivos del Padre y hermanos de Jesús, “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29; Heb 2,11-17). En otro lugar se especifica que los parientes de Jesús son los que hacen la voluntad del Padre (Mc 3,35). De esta relación de fraternidad se derivan varias consecuencias: el amor a los enemigos, que son hijos del mismo Padre que nosotros (Mt 5,44-45); todos, sin distinción de dignidad, han de aceptar a Cristo como único maestro (Mt 23,8); no debe haber diferencias basadas en la pobreza o la riqueza (1Cor 11,20-22.33), o en la diversidad de raza, clase social o sexo (Gál 3,28; Col 3,11); Jesús resucitado restablece la dignidad de quienes lo habí­an abandonado llamándolos “hermanos” (Mt 28,10; Jn 20,17; cf Heb 2,11); Ananí­as reconoce en el perseguidor Saulo a un hermano (He 9,17; 22,13). Dado que Pablo reconoce que los judí­os, que no han aceptado a Jesús, siguen siendo “hermanos” (Rom 9,3), la Iglesia ha de estar atenta para no poner limitaciones a la fraternidad. Aparte del ví­nculo común de la humanidad, reconocido ya por los antiguos filósofos estoicos, por los ilustrados y la Revolución francesa, la visión cristiana afirma que todos los hombres somos hijos de un mismo Padre. Puede considerarse que es lo que subyace bajo la enseñanza del Vaticano II sobre las relaciones del pueblo de Dios con la humanidad en su conjunto (LG 14-16).

>San Agustí­n tiene una teologí­a desarrollada de la fraternidad: “Nuestros primeros padres fueron Adán y Eva: el primero nuestro padre, y la segunda nuestra madre; por tanto, somos hermanos (fratres). Pero, aparte de nuestro origen común, Dios es nuestro Padre, y la Iglesia nuestra madre; por lo cual somos también hermanos (fratres)”. En otro lugar afirma que “es necesario reconocer el bautismo de los que están en la herejí­a o en el cisma: dado que no los rebautizamos, tenemos que aceptar que son nuestros hermanos, mostrarles gran amor y pedir nuestra unidad con ellos”.

El movimiento mendicante medieval fue una respuesta a los signos de los tiempos. La sociedad cada vez se hací­a más urbana y estratificada. Los frailes (de frater, hermano) evangelizaban tanto en las ciudades como en las aldeas, mientras que de otros religiosos se tení­a una visión más remota en sus monasterios. Su fraternidad tení­a una dimensión doble: dentro del convento y con el pueblo al que serví­an. La suya era una “vida mixta” de oración y apostolado, mientras que los monasterios se dedicaban principalmente a la contemplación. La >vida religiosa tiene como una de sus funciones la proclamación viva de la fraternidad como un signo de los valores más profundos de la Iglesia (PC 15; LG 44).

La palabra “fraternidad” aparece 26 veces en el Vaticano II: GS (12 veces), LG (4), PO (2), AA (2) y una vez en cada uno de los siguientes documentos: AG, OE, PC y UR. Su significación tiene muchos matices: la Iglesia reunida en torno a la eucaristí­a (LG 28, PO 6); el ví­nculo que une a los cristianos entre sí­ (PO 9; AA 23); el amor fraterno (caritate fraternitatis) ha de existir entre los cristianos de Oriente y Occidente (OE 30); la unión de la Trinidad hará que aumente la fraternidad mutua (mutuam fraternitatem, UR 7); los ví­nculos que unen a los que pertenecen a un cuerpo determinado son calificados de fraternos: sacerdotes (LG 28; PO 28), la misma congregación religiosa (PC 15) y los miembros de una familia (LG 41); al margen de toda referencia eclesial, se usa también para indicar el ideal de la convivencia de toda la familia humana (las 12 referencias de GS, AA 14; AG 8). La palabra hermano (frater) aparece 105 veces, y siempre con un fundamento cristológico, explí­cito o implí­cito (26 en UR; 20 en LG; 17 en GS; 14 en PO; 11 en AA, 6 en AG, 5 en PC y una en DV, SC, CD, OT, NA y GE). Es especialmente importante la designación de los otros cristianos como fratres separati en los textos ecuménicos, la significación de la fraternidad universal en GS y la fraternidad que ha de existir entre los sacerdotes. Por medio de este uso de fraternitas/fratres, el Vaticano II insiste en la igualdad fundamental de todos en la Iglesia (incluso en PO 9, que habla de los sacerdotes como hermanos entre los hermanos, fratres inter fratres).
En un antiguo texto preconciliar, J. Ratzinger desarrollaba lo que podí­an ser las notas de una teologí­a de la fraternidad, desarrollo que sigue siendo válido: la fraternidad no tiene más fundamento que la fe; tiene que procurar eliminar las barreras; está edificada sobre la eucaristí­a, y siempre será frágil a la hora de hacer realidad en la comunidad lo que ha recibido en el sacramento; por último, está al servicio del mundo por medio de la misión, el amor y el sufrimiento redentor.

La fraternidad cristiana no es simplemente un don, es también para los discí­pulos de Jesús una tarea: continuamente han de dejar que esta se edifique y han de estar atentos frente a la constante amenaza del pecado, la división y la tentación de dominar a los otros (cf Mt 20,25-28; lPe 1,22; 3,8).

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

(v. caridad, comunidad, solidaridad, vida comunitaria)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. La fraternidad en el lenguaje neotestamentario es sinónimo de agapé de amor; son muchos los términos que encontramos ligados a la fraternidad.

” Hermanos” son todos los discí­pulos de Jesús (Mt23,8; Hch 1,5; 1 Cor 15,6;Flp 4,1; Heb 2,12; etc.). Por donde pasa Jesús, deja seguidores que, con sus familias, aguardan el Reino de Dios y lo acogen a él y a sus mensajeros; se encuentran por todo el paí­s, sobre todo en Galilea, pero también en Judea, por ejemplo en Betania, y en la Decápolis (cf. Mc 5,19ss). “Hermano” es aquel que forma una sola cosa con Jesús a través de la acogida de su palabra (Mt 12,46-50; Lc 8,19-21). “Hermano”, en el lenguaje de Juan, es sinónimo de amor (1 Jn 2,9-10; 3,10-17: 4,20).

2. Los cristianos siguen llamándose “hermanos”. Justino (mártir en Roma en el 165) refiere que todos los bautizados se llamaban “hermanos”. San Clemente romano usa unas quince veces el apelativo ” hermanos” dirigiéndose a los cristianos de Corinto (año 101). Ignacio de Antioquí­a (mártir en Roma el año 107), escribiendo a los cristianos de Esmirna y de Filadelfia y a Policarpo, utiliza el término “hermanos”.

Orí­genes (187-253) escribe en el De Oratione: “En torno a Jesús podemos “sentirnos” y “llamamos” hermanos, por ser hijos del mismo Padre” Agustí­n, comentando a 1 Jn 2,10, dice: “El que ama a su hermano lo soporta todo por salvaguardar la unidad; en la unidad de la caridad consiste el amor fraterno”. Y el Vaticano II (AG 3; LG 7, GS 9; 32) afirma que Dios podrá establecer la comunión í­ntima entre él mismo y los hombres y la de los hombres entre sí­, si se establece esta unión fraterna.

El obispo san Cipriano (200-258) exhorta a los obispos: “Ninguno de vosotros tiene que permitirse engañar a los hermanos con mentiras'” Y el Vaticano II (PO 8; L~ 28), refiriéndose a los presbí­teros, dice que están í­ntimamente unidos entre sí­ con la fraternidad sacerdotal.

3, San Cipriano en el De Eleemosynis: “Le damos nuestra precedencia a Dios, no a nuestros hermanos en miseria”. El prójimo es el “hermano'” al que hay que ayudar. San Basilio (329~379) dice sobre el recto uso de las riquezas: “Haz partí­cipe de tu trigo a los hermanos, dáselo hoy al necesitado antes de que muera mañana’. Juan Crisóstomo (350~407), comentando la primera carta a los Tesalonicenses, escribe: “Quien tiene la posibilidad de dar limosna y no la da, es un asesino de sus hermanos, como Caí­n”. Y Agustí­n (I 1 Jon 3,16-17): “Si todaví­a no eres capaz de dar la vida por tu hermano, empieza a ser capaz de ayudarle con tus bienes”, Clemente de Alejandrí­a (150215i: “Pero si debemos la vida a nuestros hermanos y si tenemos un pacto estrecho semejante con el Salvador, ¿nos negaremos todaví­a a dar?, ¿seguiremos reservando para nosotros las riquezas terrenas2” Y Juan Crisóstomo en el tratado sobre la Incomprensibilidad de Dios escribe: “Un enamorado de Cristo tiene esta caracterí­stica: se preocupa por la salvación de sus hermanos’. Tertuliano (155-220) en el De Paenitentia señala la práctica de que el pecador arrepentido suplica a los hermanos que intercedan para obtenerle el perdón: es mutua la convicción de la subsistencia de la fraternidad. San Cipriano, en el De Lapsis, invita al arrepentimiento a los pecadores, a los que sigue llamando hermanos.

4. La unidad entre los miembros de la fraternidad sólo se alcanza si cada uno está unido a Dios y, por medio de él, con todos los demás hermanos, Si uno ama a Dios de verdad, ama también al prójimo. Los primeros cristianos eran reconocidos no por su vestido, que era el mismo que el de los demás, sino por su manera de amarse, El Espí­ritu es el que nos hace una sola cosa con Cristo y en Cristo, con el Padre, y una sola coSa entre nosotros: el Espí­ritu que nos ha dado el Cristo Resucitado. El Espí­ritu que es ví­nculo entre el Padre y el Hijo es también ví­nculo, entre nosotros y Cristo y por medio de él, con el Padre – y entre nosotros.

Al amarse entre sí­ el Padre y el Hijo, perdiéndose por así­ decirlo el no en el otro, se encuentran unidos y distinto” en el Espí­ritu. Nosotros, perdiéndonos por amor el uno en el otro, tenemos a Jesús resucitado en medio de nosotros” y vivimos su Espí­ritu: nos encontramos unidos y distintos en él y entre nosotros en su Espí­ritu, Así­ pues, el mandamiento nuevo en un pequeño reflejo de la vida trinitaria en la tierra; cuando dos o más la viven, la Trinidad mora no sólo en cada uno de ellos, sino que entre ellos hay una única Trinidad, en donde los dos están como Padre e Hijo y entre ellos está el Espí­ritu Santo. Jesús es el que nos hace una sola cosa con el Padre y una S(ola cosa entre nosotros; así­ es como forma la fraternidad (Ef 1,3-14; 2,11~22l, “Yo en ellos y tú en mi” (Jn 17 23) Esta fraternidad sólo Dios puede realizarla. Es un don suyo. Jesús se dirige al Padre para pedí­rsela: “Te pido que todos sean uno, Padre, lo mismo que tú estás en mí­ y yo en ti” (Jn 17,21). A través de Jesús – se puede conocer a Dios (Jn 1,18); a través de él podemos reconocernos hermanos. Jesús en el lenguaje paulino es el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29; cf Heb 2,11). También en el ámbito de la fraternidad es él el que nos indica el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6-7).

A. A. Tozzi

Bibl.: J Ratzinger, La fraternidad cristiana, Taurus, Madrid 1962; M. Legido, Fraterniidad en el mundo, Sí­gueme, Salamanca 1982; L. Evely – Fratemidad y evangelio, Sí­gueme. Salamanca 1972; L, de Cándido, Fraternidad, en NDE, 567-578; Gandhi, Todos los nombres son hermanos, Atenas, Madrid 1981

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Indicaciones de la Biblia: 1. Quién es hermano; 2. Por qué es hermano – II. Indicaciones de la tradición: 1. Literatura; 2. Liturgia; 3. Monaquismo – III. Búsqueda de la fraternidad: 1. Algunas exigencias; 2. Algunas respuestas: a) La persona, b) Dimensión vertical, c) Dimensión horizontal, d) Las obras del Espí­ritu.

El vocablo fraternidad es la meta de un proceso cultural de abstracción que parte de la concreción del término hermano. El concepto abstracto de fraternidad es posterior al nombre concreto de hermano. Ambas voces contienen una intención: la de aludir a una realidad. “Hermano” viene a significar una entidad personal, la de aquel que posee determinadas caracterí­sticas individuadas por la experiencia y por la elaboración cultural en la “fraternidad”. Hermano es una persona; fraternidad es una prerrogativa.

I. Indicaciones de la Biblia
En la Biblia la palabra “fraternidad” es rarí­sima y se halla en contextos tardí­os; en cambio, es predominante el uso concreto de “hermano” o “hermana”.

1. QUIEN ES HERMANO – Los vocablos veterotestamentarios ha y rea indican tanto al hermano carnal como al pariente (ej., Gén 13,8), al amigo (ej., Gén 29,4, afectuoso cumplido; 2 Sam 1,25-26; Prov 17,17), al colega (ej., Esd 6,20; cf 2 Crón 31,15), al connacional (ej., Lev 19,17-18; Dt 15,2.12), al aliado (ej., 1 Re 9,13). El hebreo del AT atribuye de buen grado su sentimiento de fraternidad a numerosas personas; mejor, a cualquier persona que sea como él. En efecto, los contenidos del término hermano se limitan a aquellos que pertenecen al pueblo, excepción hecha de los aliados (cf el tardí­o 1 Mac 12,10.17, donde aparece el vocablo “fraternidad”; cf, sin embargo, ib, 12,6-7.21) por el obvio motivo de la ayuda que pueden prestar. La fraternidad en el AT se refiere a una sola categorí­a de personas, excluyendo a todas las demás. Dentro del pueblo de Israel significa superación de las barreras individuales; pero levanta al mismo tiempo vallas ante los otros, los extraños, respecto de los cuales la ley dicta precisas órdenes de comportamiento, de sentimiento y de discriminación.

Los hebreos del AT se sienten hermanos por ser hijos del mismo padre, Abrahán. La polémica de Jesús con sus connacionales, relatada en Jn 8,33-42 (cf 53.56), ilumina esa mentalidad, si bien la supera. Esta página joanea constituye el punto de paso entre la concepción de fraternidad en el AT y en el NT. Hermanos significa solidarios, reunidos en un solo pueblo alimentado por los mismos ideales (la fe de Abrahán), cimentado por una sola alianza (el pacto entre Yahvé y su pueblo itinerante hacia la tierra prometida), iluminado por la misma esperanza (la salvación).

La fraternidad del mensaje neotestamentario ciertamente se hace concreta mediante el uso de concepciones veterotestamentarias, pero su caracterí­stica reside en el hecho de que las supera y ensancha en la viva realidad de la agape. En las páginas del NT son muy numerosos los vocablos y conceptos ligados a la fraternidad. En esta abundancia se puede recoger una breve sí­ntesis conceptual. Hermanos son los discí­pulos del Señor (Mt 23,8; He 1,15; 1 Cor 15,6; FIp 4,1; Heb 2,12; etc.). Hermano es el que está unido a Cristo a través de la escucha de su palabra (Mt 12,46-50; Lc 8,19-21). Hermano es el otro como destinatario del amor (Mt 5,22-24; 1 Jn 2,9-10; 3,10-17; 4,20). Hermano es el ofensor perdonado (Mt 18,15-22). Hermano es ese al que no hay que juzgar, sino ayudar (Mt 7,1-5; Rom 14,10-13). Hermano es quien tiene el mismo padre que Cristo primogénito (Rom 8,29).

2. POR QUE ES HERMANO – El primer fundamento de la fraternidad es la revelación de Jesús de que Dios es padre. Esta definición constituye el factor que determina la fraternidad según el mensaje cristiano. La psicologí­a actual desconfí­a de presupuestos como éste; mas esto no es suficiente para prescindir de la confrontación con la palabra del evangelio o para minimizarla. Quienes tienen a Dios como padre son hermanos entre sí­. La afirmación se refuerza analizando los numerosos pasajes neotestamentarios que contienen la revelación de que Dios es padre y de que los hombres son hijos suyos. Jesús dosificó este anuncio en un lento acompasamiento de declaraciones centradas en el estribillo “vuestro Padre que está en los cielos”. Los discí­pulos no se sienten traumatizados por esta enunciación, ya presente en la conciencia de Israel, si bien de manera exclusiva y fundamentalmente discriminatoria, como aparece en la citada polémica entre el Señor y los judí­os relatada por Jn 8,12-58. Los discí­pulos hacen suya la plegaria que el maestro les enseña, dirigida al “Padre nuestro que está en los cielos…” (Mt 6,9-13; cf Lc 11,2-4). La catequesis pospentecostal va ulteriormente precisando y ampliando las fronteras de esta realidad (cf Rom 8,14-16; Gál 4,4-7; 1 Jn 3,1-2…) [.”Hijos de Dios].

Las conclusiones en el plano de la fraternidad no se repiten demasiado en los textos, pero comprometen a los discí­pulos en el terreno de la existencia vigilante y operosa. La fraternidad se basa igualmente en la presencia de Cristo. Cristo es el que lleva al Padre (Ef 1,3-14; 2,11-22). El es el alfa y la omega (Ap 22,13); alfa y omega son la primera y la última letra del alfabeto griego, y la imagen sirve para indicar que Cristo es el nuevo alfabeto, la mediación para poner en comunión operativa a las personas, para permitir un diálogo entre entidades que salen de su aislamiento. Cristo, con esta imagen, es reconocido también como aquel que permite comprender a Dios y poder hablar con él.

Cristo es la palabra (Jn 1,1-18). A través de él se puede conocer a Dios (Jn 1,18); a través de él los hombres se conocen y se comprenden (Jn 1,14); a través de él se conoce la creación (Jn 1,3.10). Cristo es, por consiguiente, el puente de conexión entre las personas aisladas y estas otras entidades; él es el mediador de una comunión; es como el modelo interpretativo de toda la realidad, según canta el himno que se nos ha transmitido en Col 1,12-20.

Cristo es hermano. Jesús, escribe Pablo, es el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29; cf Heb 2,11). El es el primero, el que va por delante abriendo el camino, sobre todo el camino de la vida con su resurrección. También en el ámbito de la fraternidad su rol es el de maestro (He 1,1); son muchos sus dichos sobre el amor, sobre la amistad, sobre el modo de relacionarse con los demás, modo basado en la ley del amor (Mt 5,21-24.38-48; Lc 10,25-37…). El tiene un rol de modelo; como él ha dado su vida por los otros, así­ también sus discí­pulos deben dar la vida los unos por los otros (Jn 15,12-13; Mt 20,28b); como él, el maestro, los ha servido, así­ ellos deben servirse recí­procamente porque son hermanos entre sí­ (Mt 20,26-28). Jesús es una presencia dinámica; la fuerza que hace posible la realización de cuanto anuncia y escuchan sus discí­pulos; que hace posible,por tanto, también la realización de la fraternidad. Los salvados constituyen una comunidad mediante su inserción bautismal-pascual en Cristo (Gál 3,26-27).

La fraternidad se basa, asimismo, en la acción del Espí­ritu Santo. La acción de Cristo y del Espí­ritu Santo en la realización de la salvación son complementarias. Como Cristo, el viviente, permanece con sus discí­pulos hasta la consumación del tiempo (Mt 28,20), el Espí­ritu, el consolador, permanece siempre con ellos (Jn 14,16). El Espí­ritu Santo da la posibilidad de comprender la palabra de Dios, sobre todo el evangelio de Jesús (Jn 14,26; 16,13). El es el elemento que unifica la comprensión del mensaje, el intérprete que pone en comunión a los oyentes y a cuantos buscan la verdad. La presencia del único Espí­ritu que habita en la multiplicidad de las personas se vuelve garantí­a de superación de la babel. Esta acción es testimoniada por los acontecimientos acaecidos en Jerusalén el dí­a de pentecostés, cuando cada uno oí­a en su propia lengua el anuncio de Pedro; el “milagro de las lenguas” no consiste tanto en la audición fí­sica de las palabras de Pedro, entendidas por los peregrinos de origen judí­o, los cuales conocí­an la lengua madre, cuanto en la comprensión profunda de su contenido; en efecto, del apelativo genérico de “hombres” con el que Pedro los interpela se pasa al especí­fico de “hermanos”, denominación que identificará en adelante a los discí­pulos de Jesús, entre los cuales se hallan muchos de aquellos oyentes (He 2,1-41). La comprensión de la idéntica verdad cristológica dada por el Espí­ritu Santo desemboca inevitablemente en la fraternidad.

El Espí­ritu está en la base de la fraternidad, porque él hace hijos de Dios (Rom 8,15-1C); porque colabora en la salvación (Tit 3,4-7): porque une al cuerpo de la Iglesia (1 Cor 12,12-13). La Iglesia es una comunidad de hermanos. El Espí­ritu forma al nuevo pueblo y hace que se unan los discí­pulos del Señor, que se descubren hermanos. La comunidad eclesial jerosolimitana, matriz de todas las demás, es alumbrada y se robustece el dí­a de pentecostés. A partir de entonces, los primeros discí­pulos cambiaron; la organización del grupo de embrionaria y lábil se hace estable sobre bases tradicionales (como la oración en el templo) y sobre bases nuevas (como la catequesis de los apóstoles y lafracción del pan). Pero la comunidad es renovada ante todo por el Espí­ritu y camina en novedad de vida, en ambiente de fraternidad (He 2,42-47).

II. Indicaciones de la tradición
Las fuentes principales de la tradición son la liturgia, lex orandi, que se convierte en lex credendi; el magisterio, principalmente los concilios ecuménicos; los escritores cristianos, sobre todo los de los primeros siglos, es decir, los padres. También el tema de la fraternidad encuentra en este patrimonio una ingente documentación. Es rica, sobre todo, la literatura reciente y actual, manifestación indudable de una convicción, pero también de una nostalgia y de una ansiedad. Remontándonos a los primeros siglos del cristianismo, encontramos un interés por la fraternidad más silencioso, casi implí­cito, menos sostenido por palabras y conceptos, como si tal valor empapara la existencia desde dentro, desde la presencia del espí­ritu más bien que a través de la consideración de palabras escritas y proclamadas. El cristianismo desarrolla una historia de fraternidad (sistematización conceptual) y de hermandad (realizaciones cotidianas), que las prevaricaciones existenciales y las herejí­as conceptuales no pueden anular.

1. LITERATURA – Heredando la terminologí­a de las costumbres apostólicas, los santos -los cristianos- siguen llamándose con el apelativo de “hermanos”. El filósofo san Justino (mártir en Roma en el 165). al describir en la primera apologí­a en defensa de los cristianos el rito de la iniciación, refiere que los bautizados se llaman “hermanos”. En la carta a los cristianos de Corinto, san Clemente romano (t 101) habí­a usado unas quince veces, y en contextos apasionados y espiritualmente comprometidos, el mismo apelativo de “hermanos”: en Corinto habí­a surgido una contestación contra la jerarquí­a local, y el obispo de Roma interviene para invitar a la reconciliación con un lenguaje que deja entrever su convicción de que permanecerá la fraternidad a pesar de la crí­tica coyuntura. El vocablo hermanos y hermanas califica a los miembros de las comunidades eclesiales también en el lenguaje de san Ignacio de Antioquí­a (mártir en Roma en el 107), explí­citamente en las cartas a los cristianos de Esmirna, de Filadelfia y a Policarpo. Las razones de esta corriente de fraternidad entre los cristianos son teologales. Escribe san Máximo confesor (580-622) en el tratado Mistagogia: “La beata invocación al gran Dios y Padre, el pronunciar las palabras `uno solo es santo’ y cuanto sigue, la participación en los santos y vivificantes misterios que sirven para significar cómo por la bondad de nuestro Dios nos hacemos hijos suyos, unificados entre nosotros y consanguí­neos”.

El cristocentrismo de la fraternidad suscita múltiples intereses. Cristo llama a sus discí­pulos “hermanos” por ser hijos del Padre, escribe Orí­genes (187-253) en el De oratione. Y el monje ortodoxo Simeón (949-1022), en una nueva invocación a Cristo Jesús, declara: “Cuando nos reunimos, nos hacemos una sola familia, todos hijos tuyos”. Análoga verdad expresa el sacerdote Gottshalk de Limbur (+ 1098): “Tu hijo unigénito engendrado en el corazón del Padre nos ha hecho hermanos en el amor”. El Vat. II interpreta el proyecto de la encarnación como ví­a para realizar una unión fraterna (AG 3), y recalca: “A sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, (Cristo) los constituyó mí­sticamente su cuerpo, comunicándoles su espí­ritu” (LG 7). La solidaridad de Cristo con sus hermanos, sobre todo con los más pequeños, es reafirmada por el Sí­nodo de los Obispos en el documento sobre la justicia en el mundo.

Esta convocación lleva a constituir la iglesia, es decir, la fraternidad visible. La iglesia local como fraternidad ya está afirmada en la carta de san Clemente romano. Y el Vat. II la corrobora reconociendo a la Iglesia en su globalidad como signo de fraternidad (GS 9), como comunión fraterna (GS 32).

El término “fraternidad” indica, además, un estilo de vida, como escribe Hermas (segunda mitad del s. q ), en la obra profética Pastor, invitando a “conservar la fraternidad”. Fraternidad es el estilo de vida de la comunidad cristiana, que por esto se diferencia de los herejes, atestigua san Ireneo (ca. 130-ea. 202) en el Adversus haereses.

En su expansión, la fraternidad sobrepasa las barreras de la Iglesia; desde los orí­genes de la literatura cristiana se aprecian intuiciones de la existencia de una fraternidad universal. San Ignacio de Antioquí­a recomendaba a los efesios que se hicieran hermanos por medio de la amable benignidad incluso de aquellos que no siguen a Cristo. El Vat. II, refiriéndose a los seguidores de otras religiones, amonesta a los cristianos: “No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios” (NA 5). El magisterio ha impelido a la Iglesia entera a colaborar en la realización de la fraternidad universal (GS 3; Populorum progressio 44; Sí­nodo 1971; nuevos catecismos…).

El vocablo hermano contiene matices que precisan los niveles concretos sobre los que se establece el contenido del mismo. Hermano es colega en la jerarquí­a y en el ministerio; así­ san Ignacio, obispo de Antioquí­a, siente a los diáconos de las iglesias de Magnesia, Esmirna y Filadelfia, y así­ los recuerda en las cartas a aquellas comunidades; así­ el obispo san Hilario (ca. 315-367) siente a los otros obispos de las Galias, a los que destina, terminando el De synodis, los superlativos de “amadí­simos” y “dilectí­simos”; san Agustí­n (354-430) dedica el De cura gerenda pro mortuis al obispo de Nola, san Paulino, “hermano de apostolado”; el papa san Gregorio Magno (ca. 540-604) dedica el importante tratado Moralia “al reverendí­simo y santí­simo hermano Leandro, obispo” de Sevilla, y llama “hermano carí­simo” también al ambicioso obispo Juan de Constantinopla, y “hermano” al desdeñoso obispo de Salona, con el cual sigue en contacto mediante epí­stolas criticas y sólidas. Los papas usan aún en nuestros dí­as este lenguaje tradicional cuando se dirigen a los obispos. Sus documentos, en general, muestran cierta parsimonia en términos y en temáticas de fraternidad. En la liturgia de consagración de obispos, el presidente -siempre obispo- interroga al candidato llamándole hermano. También los sacerdotes son llamados “hermanos queridí­simos” por el obispo en la misa crismal del jueves santo, mientras que los laicos son llamados “hijos queridí­simos”. En este marco se sitúa la fraternidad también entre los presbí­teros; ellos están “unidos entre sí­ por í­ntima fraternidad sacramental” (PO 8; cf LG 28); es decir, por una comunión eficaz, teologal, procedente del común carisma del sacerdocio ministerial. Esta situación no agota el dinamismo de la fraternidad, bloqueándolo en el interior de las categorí­as. Obispos y sacerdotes deben presentarse como hermanos también a los demás discí­pulos del Señor. El obispo san Ignacio escribe a los cristianos de Roma, de Efeso y de Filadelfia, y los llama -sin repetirlo demasiado, í­ndice por ello de espontánea sinceridad-hermanos”. El obispo san Cipriano (ca. 200-258), en las páginas del De unitate Ecclesiae, exhorta significativamente a los obispos: “Ninguno de vosotros se debe permitir engañar a los hermanos con mentiras”. En una carta recuerda que durante la persecución ha seguido guiando a sus “hermanos”, esto es, a los cristianos de Cartago, de donde se habí­a alejado.

Pablo VI recuerda a los obispos que “en el momento en que se presentan como pastores, padres y maestros deben hacerse hermanos de los hombres” (Ecclesiam suam 89). El Vat. II afirma asimismo la existencia de una fraternidad entre pastores y laicos (LG 32; 37). A los pastores, además, les recomienda mantener relaciones de amistad y de fraternidad también con otros hombres (PO 17), superando cualquier discriminación; a los obispos les confí­a la ardua tarea de enseñar “la fraterna convivencia de todos los pueblos” (CD 12).

El Sí­nodo de los Obispos de 1971 reivindica para la Iglesia la misión, recibida de Cristo, de predicar la fraternidad universal (doc. sobre la justicia).

Un criterio -tal vez curioso, pero útil para la vida del espí­ritu- que personaliza al hermano es la edad. El apologeta griego Atenágoras (s. n), en la Súplica por los cristianos, escribe: “Según la edad, a algunos los consideramos como hijos e hijas, a otros como hermanos y hermanas, y a los más ancianos les tributamos el honor de padres y madres”.

Esta sensibilidad por los apelativos no es un puro nominalismo, es decir, palabras carentes de densidad real. Nombrarse “hermano” comporta un testimonio existencial visible; decir “fraternidad” implica prodigarse por objetivos y contenidos tangibles. San Agustí­n, comentando 1 Jn 2,10, decí­a: “Quien ama al hermano soporta todo para salvaguardar la unidad; en la unidad de la caridad está el amor fraterno”. Una de estas manifestaciones del amor fraterno (recuerda el Sí­nodo de los Obispos de 1971 en el documento sobre la justicia) es la comunión de bienes.

Otro de sus efectos concretos más visibles y reiterados es la caridad, es decir, la expresión del amor fraterno, traducido en gestos eficaces y de salvación. Una caridad sobre todo para con el pobre, el necesitado, el que sufre, el enfermo. La documentación literaria de esta sensibilidad es sobreabundante, y más generosa todaví­a es la dedicación concreta. Dionisio, obispo de Corinto, escribe a los cristianos de Roma en torno al 170: “Vosotros tenéis la hermosa costumbre, de hacer el bien en diversos modos a todos los hermanos, enviando socorros a numerosas iglesias en todas las ciudades; así­ aliviáis la pobreza de los indigentes y sostenéis a los hermanos que están en las minas con las ayudas que les enviáis..”. Y san Cipriano, en el De eleemosynis, da una motivación espiritual de la caridad: “No damos precedencia a nuestros hermanos de miseria, sino a Dios”. El prójimo, pues, es el hermano a quien hay que ayudar. Proclama el monje y obispo san Basilio (329-379) en la homilí­a sobre el Recto uso de las riquezas: “Da parte de tu trigo a los hermanos; dáselo hoy al indigente antes de que mañana se pudra”. Y san Juan Crisóstomo (ca. 350-407), comentando la primera carta de Pablo a los Tesalonicenses, sentencia drásticamente: “Quien tiene la posibilidad de dar limosna y no lo hace es un asesino de sus hermanos, como Caí­n”. No existen atenuantes en el cumplimiento de la caridad. Escribe san Agustí­n, comentando la primera carta de san Juan (1 Jn 3,16-17): “Si no eres aún capaz de dar la vida por el hermano, empieza a ser capaz de ayudarlo con tus bienes”. En el mismo tono habí­a intervenido ya Clemente Alejandrino (ca. 150-215) en una página del ¿Hay salvación para el rico?: “Pero si nosotros debemos la vida a nuestros hermanos y si hemos hecho un pacto semejante con el Salvador, ¿nos seguiremos negando a dar, querremos seguir conservando para nosotros las riquezas terrenas?”. El cristiano es hermano porque se hace activo. Crisóstomo escribe en el tratado sobre la Incomprensibilidad de Dios: “Un enamorado de Cristo tiene esta caracterí­stica: se ocupa de la salvación de los hermanos”.

La fraternidad no desaparece ante el necesitado de salvación. Y según la espiritualidad cristiana, es sobre todo el pecador el que tiene necesidad de salvación. El pecador sigue siendo un hermano. Tertuliano (ca. 155-desp. 220), en el De paenitentia, señala el uso según el cual el pecador arrepentido suplica a los hermanos que intercedan para que logre el perdón; la convicción de la subsistencia de la fraternidad es recí­proca. San Cipriano, en el De lapsis, invita a los pecadores, a los que sigue llamando “hermanos”, a confesar sus culpas. San Cesáreo de Artes (470-542 / 43), en el sermón n. 65, exhorta a los pecadores, llamándoles “hermanos carí­simos”, a no desesperar de la misericordia de Dios.

La fraternidad, tal como es sentida por la tradición, va más allá, a la meta-historia, hasta la escatologí­a. El Vat. II habla de fraternidad escatológica (GS 39). No se trata de una novedad. San Paulino de Nola (355-431), en el himno natalicio n. 13, recuerda a los apóstoles Pedro y Pablo y a todos los gloriosos mártires como “nuestros hermanos mayores”. La liturgia actual ve a todos los santos como llegados al reino eterno y a los difuntos como “hermanos nuestros”, y así­ les recuerda en las celebraciones del 1 y 2 de noviembre. La primera oración de la misa común de los santos evidencia su presencia confortadora de hermanos.

La realidad existencial presenta también a la fraternidad prevaricante. En la Iglesia esta desventura se ha sufrido y contrastado. San Clemente romano poní­a en guardia a los corintios contra el riesgo de la fraternidad cainita; igual hizo san Agustí­n al comentar 1 Jn 3,10-12.

2. LITURGIA – La liturgia es acción de la fraternidad eclesial. Con las indicaciones que ofrecen los textos litúrgicos actuales y del pasado se podrí­a confeccionar la antologí­a de la fraternidad a lo largo de la tradición. Una plegaria de los ss. II o uI hace decir al orante: “Haré que esta luz [de la verdad] resplandezca en caridad sobre mis hermanos, que son hijos tuyos”. Sobre todo en la oración de intercesión, si emplea el vocablo “hermanos”, se ve la especial sensibilidad con que se recuerda a alguien a quien se sienta como hermano a causa de su situación. En la llamada “misa clementina” (s. v) se intercede por muchos, pero sólo son llamados hermanos los bautizados recientemente y los afligidos por enfermedades. Una anáfora sirí­aca del s. iv considera como hermanos a aquellos que se hallan en apuros. La liturgia de san Sixto (s. ni) invita a recordar a “todos nuestros hermanos”. En la liturgia de san Marcos (s. Iv) se pide a Dios: “Guí­a a nuestros hermanos que están de viaje”. En una liturgia etiópica del s. v, hermanos que encomendar al Señor son aquellos “que están a punto de ser juzgados por los tribunales”. Una oración titánica latina del s.ix expresa el sentido de fraternidad rogando “para que [Dios] devuelva la salud de la mente y del cuerpo a nuestros hermanos y a todos los fieles enfermos”. A los enfermos se les recuerda frecuentemente como hermanos en la liturgia actual (misas por los enfermos en general, para el viático, para la unción, por los moribundos); es un modo de participar de cerca en su pasión. En la misa para pedir la caridad se suplica “amar a Dios en los hermanos”; en la misa por quien está triste o afligido se invoca el “ví­nculo de la fraternidad”; y en el bautismo se ruega saber “llevar abundantes frutos de fraterno amor” y “crecer en santa fraternidad”. En la solemne plegaria universal del viernes santo el único grupo de personas calificadas como “hermanos” son todos aquellos que creen en Cristo; es un homenaje al ecumenismo. Las diversas liturgias de los difuntos están sembradas de frecuentes recuerdos suyos con el nombre de “hermanos” o “hermanas”. Y hermanos son todos los orantes, como manifiestan las numerosí­simas invitaciones a la oración y las amonestaciones que comienzan precisamente con el apelativo “hermanos” en las renovadas liturgias eucarí­sticas, de las horas. de los sacramentos, etc.

3. MONAQUISMO – Aquí­ monaquismo equivale a “vida religiosa” o “vida consagrada”. Esta forma de existencia cristiana se puede subdividir al menos en cinco tipologí­as por su cronologí­a y contenido: ascetismo doméstico, monaquismo histórico, movimiento mendicante, grupos diaconales e institutos seculares. El concepto de fraternidad en tal pluralismo de formas tiene matices diferentes en cada una de las tipologí­as. Pero en la globalidad de la vida religiosa se pueden identificar algunos denominadores comunes.

La terminologí­a constituye un lugar de encuentro en el terreno de la fraternidad. La documentación más clara son las reglas. La primera regla del monaquismo cristiano, redactada por san Pacomio (ca. 290-346), se refiere a aquellos que viven en el cenobio por lo general con pronombres y en formas impersonales, pero no es raro el apelativo de “hermanos”. Pero esta palabra no parece demasiado comprometida en el texto pacomiano si se atiende a los contextos. Son interesantes las expresiones “reunión de los hermanos”, “número de los hermanos”, “todos los hermanos”, que reflejan una perspectiva comunitaria. También en la regla de san Basilio (330-379) los monjes son denominados “hermanos”. La estructura pedagógica del amplio documento basiliano, compuesto a base de preguntas de los discí­pulos y de respuestas del autor -que, al ser obispo, se define en el prólogo como uno “a quien ha sido explí­citamente confiado el ministerio de la palabra”-, le confiere una particular importancia; más que un instrumento normativo, la regla basiliana es una mediación cultural. Los monjes son los “hermanos”, son hombres “que tienen el mismo propósito y los mismos ideales”. y la fraternidad es una comunidad de vida caracterizada por la comunión de bienes, por el servicio mutuo, por relaciones fraternas, por el amor duradero: nadie es excluido de este calor de sentimientos, ni siquiera el monje culpable, al que sigue llamando “hermano”. Análogamente, a las mujeres reunidas en el monasterio se las llama “hermanas”: esta terminologí­a la difundió san Cesáreo de Arles (470-542/43) mediante la regla para el monasterio femenino fundado por él.

El africano san Agustí­n encuadra la existencia del monasterio remitiéndose explí­citamente al estilo de vida de la fraternidad apostólica primitiva de Jerusalén (He 4,35), y, por ende, los recursos al vocablo “hermanos”, si bien raros, son la obligada consecuencia tanto terminológica como de contenido. Son emblemáticos los contextos, aunque simples, como simple era el discurrir de la existencia del monasterio agustiniano; ser hermanos lleva a superar en el convento la discriminación mundana entre pobres y ricos; induce a la custodia recí­proca y a la corrección fraterna; exige la comunión de bienes… La mayorí­a de los vocablos “hermano” o “hermanos” en la regla de san Benito (ca. 480-547) designa a los monjes, nombrados en vocativo por el mismo autor. El apelativo se atribuye, como don inicial. desde el principio de la vida monástica, porque el novicio es también “hermano”. Entre los contextos significativos emergen algunos en los que la fraternidad aparece en las decisiones comunitarias; cuando el atributo de “hermano” permanece aunque el monje se haga infiel y culpable; donde el amor y la obediencia recí­proca se exigen en nombre de la fraternidad.

Un sí­ntoma de que la fraternidad existe, al menos a nivel horizontal (que, por lo demás, en el cenobio es el espacio más amplio), es el vocablo “abad”, usual en el monaquismo para nombrar al superior más alto. La difusión de este término, de origen oriental, se debe sobre todo a los monjes benedictinos. En su regla se precisa que el abad “debe recordar siempre cómo se le llama y que sus acciones han de ser conformes al nombre de superior; se sabe, en efecto, por la fe que él en el monasterio hace las veces de Cristo, puesto que se llama con su mismo nombre, según lo que dice el Apóstol: `Recibisteis el espí­ritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba! ¡Padre!’ (Rom 8,15)”. La autoridad abacial tiene una connotación jurí­dica y disciplinar; pero la figura del abad, del padre del monasterio, es igualmente sólida en su papel de guí­a espiritual, de maestro y de lí­der. Luego al asumir el superior la figura paterna, los monjes son hermanos, pues en el cenobio se remiten a un padre común.

La actitud de los mendicantes es diferente, tanto frente a la autoridad como frente a la fraternidad. Las dos reglas autónomas principales de esta tipologí­a monástica no abundan en términos significativos para un tratado orgánico acerca de la “fraternidad”. San Alberto de Jerusalén (t 1214), en la regla que le pidieron un grupo de eremitas reunidos en el Monte Carmelo, en Palestina, denomina al superior como “prior”, es decir, el primero entre los hermanos; a los monjes los llama “hermanos”. Prior y hermanos juntos toman decisiones; siendo todos hermanos, nadie debe poseer cosa alguna propia. En la breve regla de san Francisco de Así­s (1181/82-1226), el término frater (generalmente en plural) se repite nada menos que cincuenta y dos veces; significa técnicamente “fraile” (es decir, quien forma parte de la orden fundada por san Francisco) y evangélicamente “hermano”. El uso generalizado del término técnico de frailes indica que la idea de fraternidad era ya corriente en el tiempo y, por ende, la adopción franciscana y luego mendicante del vocablo constituye también la aceptación de ese valor y el potenciamiento del mismo. El pasaje que da la entonación más apasionada al vocablo está en la página sobre la pobreza, apreciable incluso desde el punto de vista literario, cuando san Francisco proclama a sus compañeros “hermanos carí­simos”, y son las dos únicas expresiones vocativas introducidas en la regla por aquel que en el Cántico de las criaturas llamaba hermanos y hermanas a todas las cosas.

Otras huellas de la idea de fraternidad expresada en el lenguaje monástico son los términos que definen los lugares habitados por los religiosos; cenobio es el espacio donde se vive la vida juntos; abadí­a es la casa del abad, es decir, del padre con el que están reunidos los monjes hermanos; convento es el lugar de reunión…

Aparte de estos textos originales, la atención a la fraternidad se intensifica en la literatura espiritual sucesiva. Comentarios a la regla, textos constitucionales, conferencias ascéticas, hagiografí­as, reelaboraciones históricas, ensayos crí­ticos, miscelánea varia, recorren el itinerario marcado por encuentros con la fraternidad. La documentación contemporánea rebosa, sobre todo, de palabras, de conceptos, de sugerencias y de propuestas, de observaciones crí­ticas en el horizonte de la fraternidad. Son importantes algunas intervenciones del magisterio (LG 43; PC 6,15…; Evangelica testificatio 8, 21, 24, 25, 32, 37, 39, 40, 46), así­ como las alusiones de las liturgias monásticas y las constituciones renovadas.

III. Búsqueda de la fraternidad
La palabra como vehí­culo del pensamiento testimonia la existencia de un interés interior por la fraternidad. La panorámica del párrafo precedente documenta algunas fases de la búsqueda en la órbita de la espiritualidad cristiana. La cultura cristiana no es solitaria ni única en la búsqueda. Toda cultura y toda religión recorren el mismo camino, aun llegando a veces a metas diferentes. La búsqueda actual de fraternidad es sincera, si bien confusa, dispersa, incompleta y no raramente aprisionada en las redes de las ideologí­as. Las exigencias actuales de fraternidad pueden hallar respuestas liberadoras.

1. ALGUNAS EXIGENCIAS – La fenomenologí­a de las relaciones humanas es preocupante. La catalogación estadí­stica, incluso la más aproximativa, describe hoy una geografí­a de lo inhumano. Parece la actualización de las palabras de Jesús en el discurso escatológico (Mt 24,4-29; Mc 13,5-25; Le 21,8-28): Con la propagación de la iniquidad, el amor de muchos se ha enfriado (Mt 24,12). No obstante, la actualidad no es peor que el pasado. Pero la salvación no está en las confrontaciones consolado.. ras: quien perseverare hasta el fin se salvará (Mc 13,13). Levantar la cabeza y percatarse de que la liberación está cerca (Le 21,28b); creer en el Cristo’ siempre vivo (Heb 13,8). Estas amonestaciones evangélicas deben acompañarnos en la búsqueda de la fraternidad: La fraternidad no está ausente y el empeño se orienta a desembarazar los espacios donde ella puede dilatarse y morar establemente. Tales espacios exis. ten. La civilización actual corre el riesgo de relegar al hombre a los archipiélagos de la soledad. La soledad siempre es pavorosa. Este pavor impulsa al encuentro interpersonal, que desemboca unas veces en el neoimperialismo y otras en la liberación reciproca. El encuentro conduce a la comunidad. La comunidad originariamente es un valor. Comunidad es convivencia de varias personas, estar juntos algún tiempo o definitivamente por motivos, ideales y actividades estimulados por idénticos intereses. Comunidad -pero sobre todo fraternidad- es poner de relieve no la diferencia personal, sino las coincidencias; es valorar lo que une y minimizar lo que separa. Las aportaciones de la civilización moderna y las orientaciones de la vida contemporánea están solicitando una nueva toma de conciencia en lo referente a contenidos comunitarios.

Hoy los confines geográficos y psicológicos se ensanchan hasta llevar a los umbrales de la conciencia de cada cual el mundo entero. Una parte de los Estados se rige democráticamente; la democracia tiene como meta la responsabilización global para construir y dirigir juntos la sociedad. A nivel internacional operan organizaciones unitarias; pese a la crisis institucional, la idea de actuar para unir a las naciones, para aliar a los Estados, para juntar a unos y otros (como precisaba Pablo VI en el discurso a la asamblea de la ONU el 4 de octubre de 1965) sigue siendo válida. La unión internacional tiende también a la comunidad económica; la economí­a parece ser el núcleo dinámico del obrar humano. Las alianzas indican una atención de colaboración y de entendimiento, aunque los pactos se establezcan por razones defensivas u ofensivas. En diversos sectores se ha alcanzado la participación, es decir, la gestión común de la realidad en que se vive. El sindicalismo obra en planos de federación yde confederación. Las categorí­as profesionales reúnen a los trabajadores en órdenes homogéneas sostenidas por estatutos y normas deontológicas. El espontaneí­smo, especialmente juvenil, si bien guiado por ideologí­as, produce colectivos, comunas, asociaciones, cí­rculos, clubes…

La liberación de la persona humana es otro componente necesario de la fraternidad. Desde hace casi dos siglos se persigue la libertad con creciente aceleración, hasta reivindicar la libertad total. Los movimientos de resistencia buscan la autonomí­a polí­tica. Ideologí­as sociales hipotetizan sobre el rescate de las clases subalternas. Corrientes mí­sticas proponen el desenganche de los mitos del bienestar y del consumismo. La contestación radical reivindica la emancipación de toda real o presunta sumisión, pretendiendo incluso la autonomí­a verbal; la lucha por la liberación de la mujer ha acuñado su propia terminologí­a en sustitución de la dependiente del género masculino.

Terminologí­a y fenómenos semejantes pueden prestarse a ambigüedades, pero contienen una idea central válida: la búsqueda del encuentro y de la liberación, indispensables para superar los lí­mites sociales y tender a la fraternidad. En la Iglesia, la búsqueda de la fraternidad no es un fenómeno insólito. Entre los medios actuales añadidos a los tradicionales, eficaces para significar la existencia de la fraternidad y para concretar ocasiones de expansión de la misma, se encuentran la colegialidad, la promoción de los laicos y la teologí­a de la liberación.

2. ALGUNAS RESPUESTAS – En las relaciones terrenas, la fraternidad absoluta es incompleta, porque la contaminación posible sale del corazón de los hombres (Mt 15,19-20; Mc 7,21-23), los cuales esperan la redención y han sido salvados en la esperanza (Rom 8,19-25). La fraternidad estable sigue sin realizarse, porque todos son extranjeros y peregrinos sobre la tierra (Heb 11,13), donde el pecado golpea incluso al justo siete veces al dí­a (Prov 24,16). No obstante, la fraternidad es indispensable para la construcción del reino de Dios. La incompletez y la ausencia de realizaciones no eximen de la tensión activa, la cual descubre en el hombre, como en un tesoro, cosas nuevas y cosas viejas (Mt 13,52).

a) La persona. La fraternidad es un dato fundamental en el componente ontológico del ser humano: el hombre es hermano. Una respuesta a las exigencias de fraternidad es la misma persona humana. La fraternidad es descubrimiento de la persona en la perspectiva de la filadefia. La fraternidad sugiere inmediatamente el pensamiento de una presencia que garantiza el cese de la segregación y del aislamiento; ella evoca una relación de solidaridad, es decir, una compañí­a inteligente, una presencia activa, un estar en comunión. Base de la fraternidad es la persona. Como ser existente, la persona alberga en sí­ un principio vital común individualizado en la identidad irrepetible de cada uno. El respeto de esta individualidad y la solidaridad con tal comunidad son presupuestos de la fraternidad.

La visión cristiana de las esencias añade una interpretación teologal; como ser viviente, la persona humana participa de alguna atribución de la realidad de Dios. El hombre y la mujer están hechos a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27; 5,1-2); por ello comparten como don algunas cualidades de Dios: amor, bondad, libertad, verdad, unidad, espiritualidad… La coparticipación personal de los mismos valores ontológicos mancomuna a todas las personas humanas. Y este origen define la realidad positiva de la persona; una realidad positiva que no fue alterada ni con el mismo pecado primordial. La Biblia sostiene esta verdad revelando la separación originaria entre la suerte del maligno, maldecido por Dios (Gén 3,14-15), y la de la pareja humana, a la que Dios no maldice, ni tampoco revoca la bendición inicial (Gén 1,28): sólo se anuncia la agravación de algunas situaciones que ya viví­a y a las cuales se habí­a orientado, como las relaciones personales, el parto, el trabajo, la muerte (Gén 3,16-19). La redención devuelve al hombre la posibilidad y la capacidad de redescubrir la imagen y la semejanza con Dios en sí­ y en sus semejantes; le permite dar un paso decisivo hacia Dios, de quien se hace hijo; le consiente llamar “hermano” al Salvador. Esta interpretación cristiana allana el camino de la fraternidad porque rescata a la persona: ni miedo, ni recelo, ni fuga, ni maniqueí­smo, ni segregación, ni esclavitud con relación a ella; eso sí­, empeño en el respeto, en la valoración y en la promoción de la misma. Es una interpretación que rescata también a la fraternidad, porque la libera de las potencias maléficas de la fraternidad cainita.

b) Dimensión vertical. Una respuesta a las exigencias de fraternidad procede de arriba.

La palabra de Dios está en la base de la fraternidad, porque es única y unitaria y se sitúa como elemento dinámico de convergencia, de unión, de búsqueda común. Es término de confrontación individual y colectiva. Como fuerza eficaz, la palabra de Dios es sacramento de unidad. Sobre todo, palabra de Dios es Cristo mismo (Jn 1,1-18), la piedra angular de toda la construcción de la comunidad eclesial (Ef 2,20); él es el hermano universal. Por fin, la palabra de Dios se historiza; toda la Iglesia es responsable de la palabra. En la fraternidad la comunican los . “profetas”, los que hablan hoy en nombre de Dios: dentro de la fraternidad, cada uno puede albergar una voz que podrí­a manifestarse como palabra de Dios.

La oración representa una de las citas comunitarias más vivas; la reunión de los orantes garantiza la presencia del Señor (Mt 18,20). Rezar juntos significa repetir las actitudes de fraternidad que caracterizaron a los primeros discí­pulos, asiduos y unánimes en la oración común (He 1,14; 2,42). Ella constituye un coro de alabanza y de intercesión, en el que confluyen diversas voces y personalidades; orienta hacia un centro de interés común, Dios: propone mediante los ritos, los recuerdos, las fórmulas, etc.. idénticos sentimientos, de los que se revisten todos los hermanos.

La eucaristí­a es uno de los vértices de la oración comunitaria. Ella es comunión, porque comporta estar juntos con el Cristo sacramental y con los hermanos; impele a salir del individualismo, a reconocer y aceptar la comunión fraterna, so pena de indignidad y pecado (1 Cor 11,17-34). La eucaristí­a es celebración del sacrificio de Jesús; urge a la solidaridad con el Cristo presente en el hermano y en la hermana que sufren (Mt 25,31-46), a luchar por la liberación del dolor y por la salvación de las personas. La eucaristí­a es memorial, repetición eficaz de lo que Cristo hizo; invita a recrear las situaciones de amor y de comunión que caracterizaron a la cena pascual; demanda la repetición de cuanto Cristo efectuó y de la manera como lo efectuó, sobre todo en su servicio y la donación de su vida a los hermanos.

e) Dimensión horizontal. La comunión fraterna enlaza con la experiencia de koinoní­a de la comunidad apostólica primitiva (He 2,42). A pesar de que esta solución se limita a una experiencia eclesial entusiasta, pero irrepetible, o se asigna una cierta continuación de la misma a la vida monástica, contribuye en nuestro tiempo al crecimiento de la fraternidad en cada situación concreta. Comunión es estar juntos, o sea ponerla propia persona y la propia existencia junto a otras, donarlas a los hermanos; es poner en común, es decir, comunicar, dar a los hermanos lo que se posee, los bienes materiales y la afectividad, la cultura y la colaboración, el conocimiento de las propias vicisitudes y el fruto de la propia experiencia; es vivir juntos, es decir, condivisión, solidaridad.

El mensaje evangélico pone al discí­pulo del Señor frente al hermano que ha errado en dos actitudes positivas: el perdón y la corrección fraterna. La posibilidad de transmitir el perdón a un hermano es un don dado por Cristo al sacerdocio ministerial (Mt 16,19) y al sacerdocio universal (Mt 18,18). Perdonar es readmitir en la paz de la fraternidad y garantizar la intervención de Dios paralela a la acción absolutoria del hermano que la ejercita. El perdón entre los hermanos de fe conduce a la eliminación de un nuevo motivo de tensión y de alejamiento de la comunidad, un retorno al cauce del amor recí­proco, signo de la permanencia del Señor entre sus discí­pulos (Jn 13,35). La corrección fraterna es oportunidad autocrí­tica y de conversión favorecida por el amor recí­proco. Es considerada como un don, porque es un aspecto de la mutua custodia y solicitud. La fraternidad no puede prescindir de la corrección fraterna; no se confunde con la crí­tica, con la condena, con la imposición de una pena; es comprensible y posible sólo a nivel de filadelfia, el amor desarmado y constructivo que trata de prevenir el riesgo de una culpa, que ayuda al hermano o la hermana en dificultad, que escapa a la tentación de marginar, que evita el juicio moral, que colabora en la fidelidad, que perdona. Perdón y corrección fraterna ponen a prueba el realismo de la fraternidad; ésta es verdadera y sólida si enseña a perdonar y a corregir al hermano. Perdón y corrección fraterna son una verificación de la capacidad de obedecer al evangelio (Mt 8,12-14; 18,15-18.23-35; Mc 11,25; Le 17,3-4; Gál 6,1-2; Ef 4,32; Col 3,12-13; Sant 5,19-20…).

La Iglesia del Vat. II reconoce el anhelo del mundo actual por buscar una coparticipación universal en los beneficios de la civilización; pero tal anhelo se encuentra ante una encrucijada: “Tiene abierto [el mundo moderno’ el camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio” (GS 9; cf 37,38). El concilio vuelve a proponer el evangelio, que también en la historia terrena ha sido fermento de libertad, de progreso y de fraternidad (AG 8). La instauración de la fraternidad es una exigencia prioritaria; junto a la mayor justicia y a un orden más humano, la acción “para una mayor fraternidad” vale más que el progreso técnico (GS 35). En relación con la paz, codiciada y precaria, la práctica de la fraternidad humana se sitúa como uno de los instrumentos absolutamente necesarios (AG 12). Los cristianos, presentes en el mundo, responden a quien busca esta paz con el diálogo fraterno ab). A los laicos les apremia especí­ficamente el concilio a trabajar para que se efectúe el paso desde el sentido de solidaridad entre los pueblos al sincero y auténtico afecto fraterno (AA 14). También la actividad misionera favorece la concordia fraterna, porque ella es un medio para la realización del proyecto divino de “que todo el género humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se coedifique en un único templo del Espí­ritu” (AG 7). En el ámbito del ecumenismo, el esfuerzo y la búsqueda de la unidad manifiestan “la unión fraterna que existe entre todos los cristianos” (UR 5; cf Ecclesiam suam 48; 112-115; Populorum progressio 82). Esta fraternidad ecuménica se facilitará si la vida de los fieles transcurre en conformidad con el evangelio y en estrecha comunión con la santa Trinidad (UR 7).

d) Las obras del Espí­ritu. San Pablo enumera como obras del Espí­ritu Santo: “Amor, alegrí­a, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí­” (Gál 5,22). Ellas conducen a la liberación, como las obras de la “carne” excluyen de la herencia del reino de Dios (contexto: Gál 5,18-26). Las obras de la carne dañan la fraternidad, porque ofenden a la persona del otro, es decir, a un hermano, y porque proceden de una raí­z de egoí­smo, tal vez momentáneo, pero tenaz. Las obras del Espí­ritu construyen la fraternidad porque son situaciones personales que revelan la carga positiva en presencia de otros; se nos dan no para que las atesoremos en privado, sino para que nos desprendamos de ellas con amor oblativo, porque los dones del Espí­ritu se conceden con vistas a la construcción de la comunidad. El amor, que no es sentimentalismo ni búsqueda reflexiva, constituye el más grande de los mandamientos en las relaciones con Dios y con el prójimo (Mt 22,37-40); más aún, para los discí­pulos de Jesús es el mandamiento nuevo (Jn 13,34). La alegrí­a es escuchar juntos el mensaje de amor del evangelio (Jn 15,10-11); es ser hallados por Cristo (Jn 18,22-23); es un componente del reino (Rom 14,17). La paz, herencia del Señor (Jn 14,27; 16,33), es un don que se ha de ofrecer (Mt 10,12; Le 10,5), una tarea recí­proca (Mc 9,50b) y con todos (Rom 12,18); es vocación común (Col 3,15); es bienaventuranza de los hijos de Dios (Mt 5,9) y también un componente del reino (Rom 14,17). La paciencia consiste en la perseverancia (Rom 8,25) y en la expectativa de la venida del Señor (Sant 5,7-11), pero es también un sentimiento comunitario de aceptación realista de la convivencia (Col 3,12-13: Ef 4,1-3). La posesión de la benevolencia aproxima la propia acción comunitaria (Col 3,12-14) a la acción salví­fica de Dios mismo (Rom 2,4; Tit 3,4), mientras que su falta denuncia la pertenencia al número de los disgregadores (2 Tim 3,1-5). Sólo Dios es bueno (Mt 19,17; Mc 10,18; Le 18,19), pero la bondad mora en el corazón del hombre, potenciada por Dios mismo (2 Tes 1,11). Fidelidad significa lealtad, corrección, confianza en la relación interpersonal, porque Dios es fiel (1 Cor 1,9; 1 Tes 5,24…). La mansedumbre identifica a los bienaventurados que heredarán la tierra (Mt 5,5), testimonia frente a todos una caracterí­stica de la comunidad eclesial (Tit 3,2) y la vocación a la unidad (Ef 4,2 y contexto). El dominio de sí­ lleva al equilibrio y a la autopedagogí­a. o sea a insertarse en la fraternidad como persona madura y realizada.

La construcción de la fraternidad es una obra fascinante, pero laboriosa y difí­cil; el individualismo es más fácil. Fracasos, decepciones y cansancio intentan relegar la fraternidad al mundo de las utopí­as, inducir a construir en pequeños espacios inmunizados, escatimar el esfuerzo. En realidad, el objetivo es importante. El cristiano, al caminar por los caminos del Espí­ritu, es realista con tendencia al optimismo, incluso en lo concerniente a la fraternidad.

L. De Candido
BIBL.-AA. VV., De dos en dos: apuntes sobre la fraternidad apostólica, Sí­gueme. Salamanca 1980.-Caravias, J. L, Vivir como hermanos. Reflexiones bí­blicas sobre la hermandad, Mensajero, Bilbao 1972.-Castro, A, Hermano nuestro, PPC, Madrid 1962.-Evely, L, Fraternidad y Evangelio, Sigueme, Salamanca 1972.-Gil de Zúñiga y Muñoz, A, ¿Es posible la fraternidad humana?, Euramérica, Madrid 1968.-Legido, M, Fraternidad en el mundo, Sí­gueme, Salamanca 1982.-Paoli, A, El rostro del hermano, Sí­gueme, Salamanca 1979.-Ratzinger, J. La fraternidad cristiana, Taurus, Madrid 1962.-Pibes Montané, P. Convivencia, alegrí­a y paz, Balmes, Barcelona 1970.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad