VIDA ETERNA

v. Inmortalidad, Vida
Mat 19:16; Mar 10:17; Luk 10:25; 18:18


ver ESCATOLOGIA

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

La Biblia no ofrece una definición de la v. e. La primera sugerencia que el término nos hace se relaciona con la †¢inmortalidad. Dios es el †œúnico que tiene inmortalidad† (1Ti 6:16). De manera que sólo podemos concebir la v. e. en función del concepto conocido de tiempo. Una vida que no cesa, que se prolonga indefinidamente, serí­a v. e. para nuestro limitado entendimiento. Es cierto que Dios no está sujeto al tiempo y el espacio, por lo cual se le llama el †œeterno Dios† (Deu 33:27; Isa 40:28). Pero, en realidad, la v. e. es más que una sucesión infinita de tiempo, pues tiene un aspecto cualitativo importantí­simo: es la vida de Dios.

Para expresar el concepto de v. e. el NT combina dos palabras griegas: zöë (vida) y aioniös (eterna) en una gran cantidad de pasajes, especialmente en el Evangelio de Juan (†œE irán éstos al castigo eterno, y los justos a la v. e.† [Mat 25:46]; †œ… para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga v. e.† [Jua 3:15-16, Jua 3:36; Jua 4:14, Jua 4:36; Jua 5:24, Jua 5:39; Jua 6:27, Jua 6:40, Jua 6:47, Jua 6:54, Jua 6:68; etcétera). Las Escrituras contrastan la v. e. con la vida temporal, en este mundo. La vida verdadera es la vida de Dios. Al punto de que se nos enseña que, aun teniendo vida temporal, si no tenemos la de Dios, estamos †œmuertos en nuestros delitos y pecados† (Efe 2:1). Por lo tanto, el no tener la vida de Dios, la v. e., significa que estamos irremisiblemente perdidos.
mensaje del evangelio proclama que †œDios nos ha dado v. e.; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida† (1Jn 5:11-12). El Señor Jesús dijo: †œY esta es la vida eterna; que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado† (Jua 17:3). Para darnos su propia vida, que es eterna, Dios utiliza al †¢Espí­ritu Santo, mediante el cual nos hace †œparticipantes de la naturaleza divina† (2Pe 1:4). Se nos enseña que la v. e. es algo que se produce en el nuevo nacimiento (†œ… los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios† [Jua 1:13; Jua 3:3]). Mediante ese nuevo nacimiento el creyente entra en una relación de padre e hijo con Dios (†œMas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios† [Jua 1:12]). Esto equivale a una resurrección espiritual, según la cual los que creen se presentan a Dios †œcomo vivos de entre los muertos† (Rom 6:13).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, MUERTE, SEOL

vet, En las Escrituras se presenta comúnmente en contraste con la muerte. La vida eterna ha sido revelada en el Señor Jesucristo. “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Jn. 5:20). “Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:11, 12). Por ello, el que tiene al Hijo de Dios tiene la vida ahora, y lo sabe por el Espí­ritu Santo, el Espí­ritu de vida. El apóstol Juan habla de la vida como un estado subjetivo de los creyentes, aunque inseparable del conocimiento de Dios plenamente revelado como el Padre en el Hijo, y verdaderamente caracterizada por esto mismo. El Señor le dijo al Padre en oración: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3). El apóstol Pablo presenta la vida eterna más en su aspecto de esperanza puesta delante del cristiano, que sin embargo tiene un efecto moral en el aquí­ y ahora (Tit. 1:2; 3:7). De ello se puede ver que para el cristiano la vida eterna se relaciona en su plenitud con la gloria de Dios, cuando el cuerpo presente que forma parte de la vieja creación será transformado, y habrá una total conformación a semejanza del de Cristo, en cumplimiento de los propósitos de Dios. En este tiempo de espera, el propósito de Dios es que el cristiano, en quien mora el Espí­ritu Santo, sepa (tenga el conocimiento consciente) de que tiene la vida eterna (1 Jn. 5:13), una vida totalmente distinta de la vida en la carne, relacionada con el Señor resucitado y exaltado (Col. 3:1; cfr. Ef. 1:19, 20; 1 P. 1:3).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

(v. cielo, credo, gracia, ver a Dios)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. El dato bí­blico.-II. Historia de la doctrina.-III. Reflexión teológica.

I. El dato bí­blico
La fe cristiana profesa la esperanza en la vida eterna, realización consumada de la promesa de salvación. Em el Antiguo Testamento el concepto de vida conlleva la idea de plenitud existencial (hayyim, plural intensivo que significa indistintamente vida y felicidad); es más que la mera existencia y sólo es posible en la comunión con Dios y en el marco de la Alianza.

Los llamados salmos mí­sticos (Sal 16,49 y 73) presagiaron esa vida como realidad más fuerte que la muerte, una vida que comienza a gestarse ahora en el misterioso intercambio de la relación interpersonal Dios-hombre. Los profetas apuntaban al carácter comunitario y encarnado de la felicidad escatológica con los sí­mbolos del pueblo (Am 9,11ss.) o la ciudad (Is 65,17ss.). Ya en el umbral del Nuevo Testamento, el israelita piadoso se muestra convencido de que su vida “está en las manos de Dios” (Sab 3,1), pues “el Señor será su recompensa” (Sab 5,15) y lo resucitará “para la vida eterna” (Dan 12,2; 2 Mac 7,9.14).

Los evangelios sinópticos dan fe de la frecuencia con que Jesús se ha referido a la fase escatológica del Reino. Entre los sí­mbolos empleados en las parábolas destacan los del banquete mesiánico o el convite nupcial (Mt 22,1-10; 25,1-10; Lc 12,35-38; 13, 28s.; 14,16-24), que prolongan la perspectiva social y encarnada de la predicación profética, ratificada en fin por Ap 21,2.4.

En el evangelio y las cartas de Juan retorna con vigor el concepto veterotestamentario de vida (eterna). Ella se encuentra en el Logos (Jn 1,4), quien se encarna para comunicarla por un nuevo nacimiento (Jn 1,13s.; 3,5), en cuyo origen está la fe y a partir del cual es ya poseí­da: “el que cree tiene vida eterna” (Jn 3,36; 6,40,47,54; 1 Jn 5,11-13).

Si el estadio terreno de la vida eterna se caracteriza por la fe, el estadio escatológico canjea la fe por la visión de Dios (Mt 5,8; 1 Cor 13,12; 2 Cor 5,7); tal visión diviniza al hombre (“seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es”: 1 Jn 3,2) y tiene lugar en el seno de una intimidad amorosa que el Nuevo Testamento describe como un ser-con-Cristo (Lc 23,43; He 7 7,59; 1 Tes 4,17; 2 Cor 5,8; Flp 1,23), que serí­a la categorí­a especí­ficamente neotestamentaria para denotar el estadio escatológico de los bienes salví­ficos.

En suma, la Escritura utiliza varias expresiones para verbalizar el término de la esperanza de los creyentes; las más relevantes son las de vida eterna, visión de Dios, divinización del hombre, ser-con-Cristo. Todas tienen un carácter tentativo o aproximativo; cada una remite a las demás y se esclarece y completa con ellas, como lo mostrará la reflexión teológica.

II. Historia de la doctrina
La tradición eclesial ha meditado largamente sobre algunos de los datos escriturí­sticos que se acaban de reseñar. Uno de ellos es el del cielo como sociedad o “comunión de los santos”; el sujeto primero de la gloria celeste es esa unidad transpersonal que llamamos Iglesia. En realidad, la í­ndole eclesial de la felicidad escatológica está en el origen de las incertezas de la patrí­stica acerca del momento en que comienza la bienaventuranza esencial (si inmediatamente después de la muerte o sólo a partir de la parusí­a), incertezas que reaparecen en el medievo con Juan XXII y que darán origen a la intervención magisterial de Benedicto XII que se analizará más adelante.

Junto al carácter comunitario de la vida eterna, la patrí­stica subraya igualmente la categorí­a visión de Dios, con sus efectos divinizantes y su dimensión cristológica, muy presente desde Ignacio de Antioquí­a y ya virtualmente contenida en la dimensión eclesial, dado que la comunión (escatológica) de los santos es el ser-con-Cristo de los miembros de su cuerpo, llegado a la consumación en la integridad de los que le pertenecen.

El artí­culo de la vida eterna representa la conclusión obligada de los variados sí­mbolos de fe, desde los más concisos (DS 6ss.) hasta los más extensos (DS 13-16,39). Pero habrá que esperar varios siglos antes de que el magisterio extraordinario se pronuncie al respecto; su primera intervención es la constitución dogmática Benedictus Deus, antes aludida (DS 530); la categorí­a clave es aquí­ la visión de Dios, acerca de la cual se hacen una serie de precisiones: a) el hecho: los bienaventurados “vieron y ven la esencia divina”; b) el modo: se trata de una “visión intuitiva”, “facial” (cf. 1 Cor 13,12), inmediata (sin que ninguna criatura se interponga); c) las consecuencias: el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna.

Es de notar el carácter marcadamente intelectual que reviste aquí­ el concepto de vida eterna, entendida en un sentido secamente cognitivo, sin los densos matices vivenciales que, según se verá luego, alcanza en la Escritura. El elemento cristológico es aludido muy de pasada (los bienaventurados “están en el cielo… con Cristo”) y a la visión se le asigna como término no la realidad personal trinitaria, sino “la esencia divina”. En este punto, el concilio de Florencia (DS 693) aporta una precisión importante: el objeto de la visión intuitiva es “el mismo Dios trino y uno, tal cual es”.

El Vaticano II, en su constitución Lumen Gentium, ha enriquecido esta doctrina magisterial con sustanciales complementos. El n. 48 recoge el dato visión de Dios y su virtualidad divinizante: “en la gloria… seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal cual es”. Pero inmediatamente añade la impronta cristológica: “ser con Cristo”, “entrar con él a las bodas”; en el n. 49 se afirma que “los bienaventurados están í­ntimamente unidos con Cristo”. Se hace también patente la í­ndole social-eclesial de la vida eterna, de la que la Iglesia aparece frecuentemente como sujeto (cf. nn. 48-51, passim). El concilio, en suma, ha sabido corregir precedentes unilateralidades recuperando importantes elementos de la revelación bí­blica sobre la vida eterna.

III. Reflexión teológica
La teologí­a ha de comenzar preguntándose por qué tanto la revelacióncomo los sí­mbolos y la tradición eclesial confieren a la categorí­a vida una innegable prioridad, a la hora de expresar la esperanza cristiana en la salvación consumada. Para responder a este interrogante, hay que partir del primer artí­culo del credo: Dios crea por amor; el amor es biógeno, generador de vida; luego Dios crea para la vida. Así­ pues, en el credo cristiano, los artí­culos primero y último se coimplican.

Por otra parte, la vida es la condición de posibilidad de toda propuesta salví­fica coherente; sin ella, en efecto, los demás componentes de la oferta de salvación quedan sometidos al poder corrosivo de la caducidad. Sin el contenido vida, ¿a quién atañe, en última instancia, el discurso sobre la salvación? ¿Al mundo, a la historia, a la humanidad, en una palabra, al universal, pero no al singular? Todo se salva en abstracto; nada ni nadie se salva en concreto. Es decir, en realidad no hay salvación, puesto que no hay de quién predicar la salvación.

Por estas razones, es comprensible que el primero de los contenidos de la idea cristiana de salvación sea la vida. Una vida que es milagro de un amor que es misterio: vida eterna. Ahora bien, la aseveración de una vida ilimitada, lejos de abolir el carácter dilemático de la condición humana, lo acentúa. La muerte es una de las dimensiones de la contingencia, seguramente la más ostensible e incisiva, pero no la única. La derogación del lí­mite temporal, y sólo de él, plantea más dificultades de las que resuelve; equivale a la consolidación endémica del resto de las limitaciones, con el aumento cumulativo de la contingencia.

Así­ pues, si la vida eterna ha de ser no perdición, sino salvación, tiene que importar, a más de la superación del lí­mite vital, una mutación ontológica, la promoción del ser humano a un status cualitativamente superior. Si se alza la barrera impuesta al hombre por la naturaleza, el resultado ha de ser su desembocadura en la transnaturaleza, su divinización. La fe cristiana ha sido siempre consciente de esto. Por eso emplea, junto a la categorí­a vida eterna la de visión de Dios; la vida eterna es visión de Dios; la visión de Dios es divinización del hombre.

Los numerosos pasajes bí­blicos donde se describe la salvación consumada como un “ver a Dios”, “conocer a Dios cara a cara”, etc., han sido entendidos frecuentemente en un sentido áridamente noético. Para ello se olvidó tanto el contenido pregnante que recibe en hebreo el verbo “conocer” (“ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero”: Jn 17,3; cf. Jn 10,14s.) como el contexto cultural en el que se incardinaba la propia expresión “ver a Dios”. Puesto que el horizonte comprensivo de esta visión es el Reino, “ver a Dios” equivale aquí­ a “ver al rey”. Ahora bien, el rey de la corte oriental es inaccesible para la generalidad de sus súbditos; sólo a los miembros de su corte y a los consanguí­neos les es dado contemplarlo tal cual es. Así­, la clave que descifra la imagen visión de Dios es: convivencia, participación vital, comunión interpersonal. Ven a Dios los que gozan de su intimidad y comparten su vida; los que han sido divinizados. “… Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es”; la visión conlleva la semejanza; la vida eterna deifica a quien la disfruta.

¿Y quién es el Dios a quien veremos, en cuya vida participaremos y comulgaremos? Pues el Dios cristiano es tres personas; es el Dios Padre, el Dios Hijo, el Dios Espí­ritu. Si la categorí­a visión se entiende en el sentido existencial -más que noético- antes apuntado, como expresión del misterio de una vida compartida en el seno de una entrañable relación de tú a tú, entonces es claro que esta recí­proca inferencia interpersonal está exigiendo una connaturalidad y homogeneidad en el ser de los sujetos mutuamente referidos. Apenas es pensable una relación de este tipo, directa, inmediata, sin tal afinidad ontológica. El Dios a quien veremos, en cuya vida comulgaremos, es el Hijo, el “consustancial a nosotros según la humanidad”, como reza el sí­mbolo de fe (D 148).

“Ver a Dios” y “ser con Cristo” es, pues, una y la misma cosa. Cristo glorioso es la totalidad de la promesa cumplida, la plenitud del Reino, el paraí­so y la vida eterna. Y en tanto que él es persona divina, pura relación al Padre y al Espí­ritu, en y por Cristo nos relacionamos inmediatamente con las otras dos personas de la Trinidad. Realmente la única forma de llegar al Padre es en la mediación del Hijo: “Felipe, el que me ha visto a mí­, ha visto al Padre” (Jn 14,9). El es, como señala la carta a los Hebreos, nuestro pontí­fice, no sólo a lo largo de la historia, sino incluso más allá de ella y durante toda la eternidad. También en la vida eterna seguirá siendo cierto que el cuerpo es el mediador de todo encuentro interpersonal; en este caso, el cuerpo glorioso de Cristo, “en el que habita la plenitud de la divinidad” (Col 2,9).

En cuanto antecede hemos definido la vida eterna tomando como marco de referencia la relación constitutiva del hombre a Dios. Pero el ser humano es, también constitutivamente, relación al otro (socialidad) y al mundo (mundanidad). La salvación escatológica ha de consumar igualmente estas dos notas propias de su condición.

La vocación a una solidaridad realmente universal, que abrace a todos los hombres de todas las épocas, está presente en cualquier proyecto sociopolí­tico de inspiración humanista. Así­ mismo, el señorí­o del hombre sobre el cosmos es el ideal indeclinable de la ciencia, la técnica y el arte. El internacionalismo revolucionario sueña con una humanidad fraternamente reconciliada. La creación cientí­fica y artí­stica aspira a transfigurar la materia bruta en realidad domesticada y humanizada. Sin embargo, este doble anhelo de una socialidad y una mundanidad consumadas es permanentemente contrarrestado por los hechos. La filantropí­a internacionalista de las proclamas y los manifiestos es batida, una y otra vez, por la embriaguez idolátrica de los diversos racismos o por el impasible egoí­smo de las naciones y las clases más favorecidas. La ciencia, que entronizó al hombre como señor de su planeta, le notifica que éste es apenas un arrabal periférico en la inmensidad inabarcable del cosmos. Esa misma ciencia ha puesto en marcha, además, una tecnologí­a cuyos excesos son responsables de una degradación ecológica que, de no atajarse a tiempo, reconvertirá el cosmos en un caos de detritus.

La fe cristiana no se desalienta ante estas aporí­as de la socialidad y la mundanidad humanas. La vida eterna, comunión en el ser de Dios, será también (según se ha indicado más arriba) “communio sanctorum”; realización de la solidaridad sin fronteras raciales, temporales o espaciales, en cuyo ámbito se experimentará la verdad (ahora sólo perceptible en la oscuridad de la fe) de que todos somos hermanos de todos. La vida eterna confirmará que vivir en plenitud es con-vivir, con-vivencia, comunión; que el gozo sólo puede ser total cuando abraza a la totalidad de los hermanos. En la vida eterna ningún miembro del cuerpo de Cristo es superfluo; todos son necesarios. Si faltase alguno, faltarí­a algo imprescindible para la plenitud de todos, porque todos se desvelarán a cada uno como una parte de su yo en la comunión del nosotros.

Si la vida eterna es esto, la utopí­a realizada de la fraternidad, ello significa que dicha fraternidad es realizable. La dimensión social de la vida eterna se erige como instancia crí­tica de las múltiples insolidaridades reinantes en la vida temporal y como dinámica estimulante de su superación. La comunión de los santos refuta la aceptación fatalista del horno homini lupus, de una humanidad indefectiblemente conflictiva. No es cierto que los hombres y los grupos humanos sean naturalmente irreconciliables, puesto que están llamados a un destino de conciliación y comunión. No es cierto tampoco que se pueda llegar al amor por el odio, o a la paz por la guerra, o al entendimiento por el enfrentamiento.

Por todo ello, lejos de diferir pasivamente al final de la historia la reconciliación universal, la fe impulsa a anticiparla activamente en el tiempo; la comunidad cristiana ha de ser signo sacramental de la fraternidad escatológica, que además de esperar lo significado, obra lo que significa.

Por otra parte, la comunión de los santos verá finalmente consumada su relación al mundo. La nueva creación es el topos connatural a esta humanidad nueva, abierto a un poder para el que la materia es pura plasticidad, ya no degradable por el frenético abuso de la hybris tecnocrática, sino ennoblecida por un uso que imprime en ella la forma del espí­ritu. Si el hombre expresa ahora su mundanidad en una acción sobre la materia dictada a menudo por sus necesidades, y pese a ello tal acción puede ser creadora, la actividad propia de la existencia escatológica, libre ya de toda indigencia, será tan gratuita como gratificante; será pura creatividad que ennoblece (y no degrada) lo que toca; un obrar que es descansar, un descansar que es obrar; una acción que no procede (como ahora) de la carencia de algo, sino de la plenitud que se desborda y se comunica a la realidad extrahumana. Si alguna analogí­a anticipa ya esta relación hombre nuevo-mundo nuevo, es la de la creación artí­stica, con la que el ser humano no busca sino la comunicación de la belleza por la transfiguración de la materia bruta en materia humanizada.

Al igual que ocurrí­a antes con la nota de la socialidad, este paradigma escatológico del ser-en-el-mundo denuncia el activismo paroxí­stico dirigido al tener antes que al ser, el ávido productivismo que deforma grotescamente el poder creador del hombre, enajenándolo en lo que Marx llamaba “el fetichismo de la mercancí­a”. Tampoco esta enajenación es necesidad fatal, y a ella ha de oponerse el cristiano, sabedor de cómo será su relación con el mundo y, por tanto, de cómo puede y debe ser ya.

[-> Comunión; Credos Trinitarios; Escatologí­a; Esperanza; Espí­ritu Santo; Fe; Hijo; Historia; Jesucristo Logos; Padre; Reino; Salvación; Trinidad.]
Juan Luis Ruiz de la Peña

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Aunque anticipada en el AT, el concepto de la vida eterna parece pertenecer en gran medida a la revelación del NT. La traducción común, «vida eterna» es la traducción de dsōē (vida) y aiōnion (eterna), una expresión que se encuentra a través del NT y especialmente en el Evangelio de Juan y 1 Juan. Dsōē se encuentra 134 veces y se traduce por «vida». El verbo dsaō se encuentra 143 veces y tiene un significado similar. Aiōnion aparece 78 veces, y se traduce generalmente como «eternal», «eternidad» y «siempre».

Ambos términos eterno y vida son difíciles de definir. Dsōē se usa con muchos matices en la Escritura, algunas veces un tanto diferente de bios que aparece únicamente once veces en el NT y que se refiere solamente a la vida sobre la tierra. Dsōē se encuentra en los siguientes significados: (1) principio de vida, o lo que hace que uno viva físicamente (Jn. 10:11, 15, 17; 13:37); (2) tiempo de vida, o duración de la vida del hombre, similar a bios (Heb. 7:3; Stg. 4:14); (3) la suma de todas las actividades que componen la vida (1 Co. 6:3, 4; 1 Ti. 2:2; 4:8); (4) felicidad o estado de disfrutar la vida (1 Ts. 3:8, forma verbal; cf. Jn. 10:10); (5) como un modo de existencia dado por Dios, sea físico o espiritual (Hch. 17:25); (6) vida espiritual o eternal, un estado de regeneración o renovación en santidad y comunión con Dios (Jn. 3:15, 16, 36; 5:24; 6:47); la vida que se encuentra en Cristo y en Dios; vida divina en sí misma (Jn. 1:4; 1 Jn. 1, 2; 5:11).

Aunque dsōē se usa a veces sin adjetivo para significar la vida eterna (1 Jn. 5:12), en muchos casos se usa aiōnios para distinguir la vida eterna de la vida física ordinaria. El adjetivo aiōnios corresponde al sustantivo aiōn que se refiere a la vida en general, o al siglo (era) (véase) en el que se vive una vida. La idea de eternidad parece derivarse del hecho de que la eternidad es una era futura que eclipsa en importancia a todas las demás edades, siendo así una era preeminente. Por lo tanto, la vida eterna es la que anticipa y asegura comunión con Dios en la eternidad así como la promesa de entrar en esa relación eternal en el tiempo.

Las Escrituras describen, pero no definen formalmente la vida eterna. Lo más cercano a una definición se encuentra en Jn. 17:3 donde Cristo afirma: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado». La vida eterna se describe en su aspecto experimental del conocimiento de Dios y por medio de la comunión con Dios a través de su Hijo, Jesucristo.

La vida eterna se contrasta en la Escritura con la vida física ordinaria. Así, aunque la vida humana es sin fin en su duración, no posee inherentemente la cualidad de entrar en la vida eterna. De allí que uno que tiene vida física sin tener la vida eterna se describa como «muerto en delitos y pecados» (Ef. 2:1). La falta de vida eterna, se iguala con el estado de incredulidad, condenación o pérdida en contraste con aquellos que tienen vida eterna y que son declarados salvos y a los que se les promete que nunca perecerán (Jn. 3:15, 16, 18, 36; 5:24; 10:9).

Incluso en el caso de los elegidos, no poseen la vida eterna hasta que depositan su fe en Cristo. (Ef. 2:1, 5). La vida eterna no debe confundirse con la gracia eficaz, o con aquella muestra de gracia que antecede a la fe. Tampoco debe confundirse con el morar del Espíritu Santo o de Jesucristo, aunque esto puede ser una manifestación de la vida eterna. La vida eterna debe identificarse con la regeneración y recibirse en el nuevo nacimiento. Es un resultado antes que una causa de la salvación, pero está relacionada con la conversión o la manifestación de la nueva vida en Cristo.

La vida eterna se otorga por la obra del Espíritu Santo en el momento de la fe en Cristo. Sin embargo, como en el caso de la encarnación de Cristo, la Trinidad se relaciona en esta concesión de vida. Según Stg. 1:17, 18, el Padre nos hizo nacer como hijos espirituales. La vida que posee el creyente se identifica con la vida que está en Cristo (Jn. 5:21; 2 Co. 5:17; 1 Jn. 5:12). En otros pasajes, el Espíritu Santo es señalado como aquel que regenera (Jn. 3:3–7; Tit. 3:5).

La concesión de la vida eterna se visualiza en tres figuras principales en la Escritura. (1) La regeneración se describe primero como un nuevo nacimiento, «son engendrados … de Dios» (Jn. 1:13), o «nacer de nuevo» (Jn. 3:3). La dádiva de la vida eterna relaciona al creyente con Dios en una relación de hijo a Padre. (2) La nueva vida en Cristo se describe como una resurrección espiritual. No únicamente el creyente «resucita con Cristo» (Col. 3:1) sino que está «como vivo de entre los muertos» (Ro. 6:13). Cristo anticipó esto en su profecía: «Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán» (Jn. 5:25). (3) La dádiva de la nueva vida se compara al acto de la creación. Así como Adán llegó a ser una criatura viviente por el soplo de Dios, así el creyente llega a ser una nueva creación (2 Co. 5:17). Al que posee la vida eterna, se le declara que ha sido creado en Cristo Jesús «para buenas obras» (Ef. 2:10). El concepto de una nueva creación tiene que ver no únicamente con la posesión de la vida eterna, sino que se relaciona con una nueva naturaleza que corresponde a la vida, «la cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas (2 Co. 5:17).

Véase también Vida.

BIBLIOGRAFÍA

Artículos sobre «Life» y «Eternal Life» en HDB, ISBE, Unger’s Bible Dictionary; L. Berkhof, Systematic Theology, pp. 465–479; L.S. Chafer, Systematic Theology IV, pp. 24–26, 389, 400–401; VII, pp. 142, 227; A.H. Strong, Systematic Theology, pp. 809–829; J.F. Walvoord, The Holy Spirit, pp. 128–137.

John F. Walvoord

HDB Hastings’ Dictionary of the Bible

ISBE International Standard Bible Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (638). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología