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Nietzsche y la destrucción de los valores cristianos

Uno de los principales errores en la filosofía de Federico Nietzsche es, sin lugar a dudas, su insistente contraposición de la moral y la vida, como si una y otra no se pertenecieran, como si la vida en sociedad fuera concebible sin un consenso —sobreentendido o escrito— de lo ético y de lo moralmente aceptable; como si el ser humano estuviera en posición de guiar y ordenar sus propios pasos; como si fuera mentira que, “muchos caminos, aunque al hombre le parezcan derechos, al final son caminos de muerte”. Efectivamente, Nietzsche piensa que cada individuo, guiado única y exclusivamente por la razón, no sólo puede sino que debe seguir su propio camino, crear su propia moralidad, sus propios valores. Ser su propio dios. Ser dios mismo. En oposición a Sócrates, Platón y Jesucristo, enseña que la función de la razón no es controlar las pasiones sino, todo lo contrario, dejar que éstas sigan su curso natural, abrirles las puertas, remover los diques para que corra a borbotones lo “superior”, lo “sublime”, lo “verdadero”.

En esto, el reconocido filósofo alemán se equivoca. Se equivoca y muestra, al mismo tiempo, una candidez infantil, un penoso desconocimiento de la naturaleza humana porque sobrevalora la vocación innata del hombre para hacer lo justo y subestima su potencial inmenso para hacer el mal. ¿Cuántos individuos conoció Nitzsche capaces de ser ley para sí mismos sin aprovecharse de su prójimo y sin tratar de destruirlo? Nietzsche es un nihilista que busca desesperadamente una tabla que lo mantenga a flote ante lo que él considera la desvalorización de los valores supremos (lo verdadero, lo bueno, lo bello). Martin Heidegger dice: “Los valores supremos ya se desvalorizan por el hecho de que va penetrando la idea de que el mundo ideal no puede llegar a realizarse nunca dentro del mundo real…. Surge la pregunta ¿para qué estos valores supremos si no son capaces de garantizar los caminos y medios para una realización efectiva de las metas planteadas en ellos?” Ante este hecho, Nietzsche creó la idea del übermensch (Del alemán, “superhombre”), es decir, de un hombre autónomo, autocreado a fuerza de voluntad de poder; terrenal y despreciador del más allá espiritual que predica el cristianismo.

¿Cuántos übermensch han existido en la historia antigua y moderna? Ninguno, a excepción de Jesucristo, pero éste aunque perfectamente hombre, también era perfectamente Dios. Y, sin embargo, algunos como Adolfo Hitler quisieron encarnarlo y produjeron genocidio, atrocidades, guerras mundiales, degradación humana, confusión, incongruencia, locura. Lejos de ser una enfermedad que afecta a toda la humanidad —como pensaba Nietzsche— la moralidad colectiva es la condición sine qua non para la convivencia civilizada. Es el freno que detiene la barbarie.

Nietzsche centró sus ataques en los valores de la religión judeo-cristiana porque, en su opinión, éstos someten a las personas más débiles a una “moralidad esclava” que provoca en ellas un estado de resignación y conformismo hacia todo lo que sucede a su alrededor. Por eso planteó la necesidad de destruirlos para que surgieran en su lugar los que representan al superhombre, a saber, el individualismo, la independencia, la autorrealización. En este sentido, el proyecto de Nietzsche es, en realidad, una nueva rebelión contra el Dios de los cristianos y su grito es el eco de aquella primigenia convocación a la insubordinación universal. El übermensch nitzscheano de ninguna manera representa una solución razonable a la crisis espiritual de Occidente. Es más bien un fatalismo suicida. Una salida desesperada. Un imposible. Algo de lo que se debe huir, como diría nuestro Rubén, “de los superhombres de Nietzsche, líbranos Señor”.

Ningún ser humano puede jugar a ser Dios sin producir caos en su derredor. Somos seres finitos, limitados. Nuestra humanidad caída es incapaz de una auto-restauración. Necesitamos ayuda. Vivimos por gracia. Si Dios es excluido de la historia, sólo queda el absurdo, el sinsentido, el despropósito; seres humanos luchando inútilmente por despojarse de los vestigios adánicos. Parafraseando al mismo Nietzsche, “caemos continuamente, hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes; erramos como a través de una nada infinita, nos roza el soplo del espacio vacío, hace más frío, viene siempre noche y más noche” (La Gaya Ciencia).

Editorial
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