El semiólogo y ensayista Umberto Eco ha dedicado los dos últimos artículos que escribe con periodicidad quincenal y nada disimulada ironía en la revista italiana "L´Espresso" a temas relacionados con los medios de comunicación.

En uno de ellos se quejaba de la mala pronunciación de los nombres extranjeros por parte de muchos periodistas radiofónicos o de televisión de su país. Parece que los italianos están por lo general tan mal dotados para hablar otros idiomas como muchos de los nuestros.

El segundo artículo hacía referencia al abuso también en los medios del término "empatía", que muchas veces se confunde con el de "simpatía" y que a quienes lo emplean erróneamente debe parecerles más culto.

Pero no es lo mismo, explica Eco. Simpatía es la inclinación o atracción instintiva que uno puede sentir por otra persona. De ahí la palabra "simpático", que inspira simpatía.

"Empatía", por el contrario, añade el semiólogo, es un concepto científico que surge en la psicología y en la estética entre los siglos diecinueve y veinte.

El alemán Robert Vischer y su compatriota Theodor Lipps emplearon el término de "Einfühlung" en sus estudios sobre percepción visual. Es un término que se tradujo al inglés como "empathy" y que en un principio se aplicó al goce estético para expresar el sentimiento que produce el experimentar una forma estética como si fuera parte de nosotros.

Así, escribe muy gráficamente Eco, una columna muy delgada que sostiene un capitel enorme puede producir en quien la mira "una sensación de incomodidad, de desequilibrio, de esfuerzo" mientras que ocurre lo contrario con una columna bien proporcionada, que hace que experimente "una sensación de ligereza".

Si consultamos, por nuestra parte, el diccionario de María Moliner, encontraremos la palabra "simpatía" definida como la "capacidad de participar afectivamente en la realidad de otra persona". A su vez, "simpatía" es, según el de la Academia, la "inclinación afectiva entre personas, generalmente espontánea y mutua".

Aplicando esa diferencia de matiz a los efectos de la crisis europea, uno no tendría por qué esperar de la canciller alemana que "simpatizase" con los mediterráneos, que le cayéramos "simpáticos" por lo que sin duda percibe como una reprobable forma de ser, una despreocupada y derrochadora alegría de vivir, tan alejadas del rigor luterano en el que ella parece haberse criado. Como en la fábula de La Fontaine, la cigarra del Sur frente a la hormiga del Norte.

Sin embargo, si sería de esperar de ella al menos cierta empatía, cierta identificación mental que la ayudase a comprender nuestra realidad, a entender los sufrimientos que su política, que más bien parece un castigo, están causando a millones de ciudadanos y que los hace desesperar, no ya sólo de Europa, sino incluso, lo que es más grave, de la democracia.

No la ha demostrado con Grecia. Tampoco con los ahorradores chipriotas.

¿Salvará a su país mientras arde Europa? Tal vez ni siquiera lo primero.