Trajes indígenas y mercancías étnicas en Los Altos de Chiapas

Eugenia Bayona Escat
Universidad de Valencia, España

Trajes indígenas y mercancías étnicas en Los Altos de Chiapas

Cuicuilco, vol. 23, núm. 65, pp. 11-39, 2016

Instituto Nacional de Antropología e Historia

Recepción: 06 Julio 2014

Aprobación: 23 Abril 2015

Resumen: En la región Altos Tzotzil Tzeltal de Chiapas, el traje indígena se ha convertido en una pieza valiosa de consumo simbólico y de presentación social en un contexto ampliamente mercantilizado por y para el turismo. La ropa indígena ha adquirido un valor de mercancía y ya no representa sólo la vestimenta cotidiana de mujeres indígenas, sino que circula con diferentes significados dentro de un mercado internacional que marca nuevas formas de consumo cultural, desde la concepción del cuerpo que utiliza la vestimenta para su presentación social. En este trabajo expongo un escenario de cuerpos indígenas y no indígenas, y de trajes anteriormente estigmatizados, que han sido resignificados como símbolos de demarcación identitaria étnica o nacional y han traspasado fronteras para convertirse en piezas valiosas de consumo global.

Palabras clave: traje indígena, mercancías étnicas, cuerpo y vestimenta, turismo, Los Altos de Chiapas.

Abstract: In the region Altos Tzotzil-Tzeltal de Chiapas indigenous dress has become a valu- able piece of symbolic consumption and social presentation in a context widely commercialized by and for the tourism. The indigenous attire has acquired a value of goods and no longer represents only the everyday dress of indigenous women, but travels with different meanings within an international market that brand new forms of cultural consumption. From the conception of the body that uses the clothing for its social presentation, this paper presents a stage of indigenous and non indigenous bodies, and previously stigmatized costumes which have been resignified as symbols of demarcation ethnic or national identity and have crossed borders to become valuable parts of global consumption.

Keywords: indigenous dress, ethnic goods, body and clothing, tourism, Los Altos of Chiapas.

INTRODUCCIÓN1

En la presentación pública del cuerpo, la indumentaria utilizada ocupa un papel esencial para reflejar la identidad personal y social de una persona. Se usan trajes, complementos y adornos corporales para reflejar símbolos y valores culturales, significados sociales, posiciones e identidades específicas. Como afirma Terence Turner [2002],2 la vestimenta es la “piel social” con la que una persona se manifiesta desde múltiples posiciones de género, edad, clase social o rango y, por ello, es uno de los vehículos más visibles para expresar las identidades sociales. Por medio del cuerpo nos identifica- mos y nos construimos ante los otros pero también establecemos jerarquías y distinciones sociales [Sahlins 1997].3

Las características simbólicas de la vestimenta le confieren significados culturales y sociales pero también políticos, porque el cuerpo también es el lugar donde se manifiestan desigualdades a través de la imposición o prohibición de ciertas ropas asociadas a categorías sociales.4 Esto es especialmente significativo para el caso de la población indígena en México, cuyo cuerpo y su indumentaria se han convertido en ámbitos políticos, sociales y culturales de adscripción e imposición identitaria. El traje indígena femenino se ha visto como un emblema étnico y como un signo visible de identificación, pertenencia y demarcación de fronteras, pero también simbolizado como un elemento de control social dentro de asimetrías y relaciones de poder que operan por medio de las expresiones corporales [Camus 2002; Crain 2001; Hendrickson 1997; Otzoy 1992; Poole 2005, entre otros].

En la región Altos Tzotzil-Tzeltal de Chiapas, el traje indígena ha jugado y juega un papel fundamental para delimitar e identificar a las mujeres indígenas con el municipio al que pertenecen, y se las reconoce según los colores y diseños que portan en sus huipiles, pues las faldas sue- len ser lisas y de colores oscuros y no presentan tanta variedad. Es una las regiones de Chiapas más densamente pobladas, la mayoría es población indígena tzotzil o tzeltal que vive en el ámbito rural bordeando la ciudad cabecera de San Cristóbal de Las Casas.5 La mayoría de las familias indígenas son campesinas y se dedican a una agricultura considerada de subsistencia (maíz, frijol, hortalizas y verduras) debido a que los terrenos son muy accidentados, el clima es extremadamente frío y las tierras tienen pocos recursos naturales.6

La ciudad de San Cristóbal, al contrario, ha sido el lugar de residencia y dominio de una población que se considera mestiza y ha funcionado como centro coordinador y de servicios para toda la zona. Actualmente, con el auge turístico se utiliza la herencia colonial de la urbe y la cultura indí- gena como los principales productos de atracción y cada día llegan más visitantes nacionales y extranjeros para recorrer la región.

No obstante, los beneficios turísticos han sido desiguales para la mayoría de la población campesina que subsiste y comercia con los escasos productos agrícolas y con la elaboración de artesanías locales de producción familiar. Algunos hombres indígenas han recurrido a la migración temporal o estacionaria en la misma entidad, o a otros estados de la república e, incluso, han inaugurado destinos internacionales hacia Estados Unidos. En cambio, otros pobladores rurales se trasladaron a la ciudad de San Cristóbal y se han convertido en taxistas, peones de la construcción o realizan actividades vinculadas a los servicios turísticos en hostelería, restauración o comercio. Las mujeres han incursionado en la elaboración y venta de prendas textiles y algunas se volvieron artesanas expertas y en distribuidoras y vendedoras de la mercancía en el ámbito local.

Para la población femenina indígena que vive en la ciudad el traje sigue marcando la frontera que delimita su pertenencia étnica, pero muchas mujeres han innovado usos, funcionalidades y significados de su vestimenta. Además, estos mismos trajes han entrado a un proceso de mercan tilización en un contexto de explosión turística donde se revalorizan tanto la identidades étnicas como sus objetos asociados. La ciudad tiene como oferta turística un mercado “auténticamente indígena” alrededor del antiguo convento e iglesia de Santo Domingo y el Templo de la Caridad, con mujeres indígenas vendedoras que ofrecen prendas textiles a los turistas, incluidas las faldas, huipiles y rebozos que forman parte de su indumentaria cotidiana y ceremonial. Otras mujeres deambulan por las calles y ofrecen a los turistas souvenirs como rebozos, blusas y pulseras. Se han abierto tiendas particulares y cooperativas indígenas en las principales calles de la ciudad que ofrecen una amplia gama de tejidos y artesanías mexicanas. La venta de todos estos productos va dirigida a turistas extranjeros y nacionales que los compran como recuerdos del viaje para autentificar su estancia. Algunas de estas piezas textiles se han convertido en prendas cotidianas para los residentes nacionales y extranjeros, que han puesto de moda llevar la ropa indígena como complemento de su vestimenta e identificación con el imaginario indígena global.

En este contexto mercantilizado por y para el turismo, me interesa retroceder en la historia hasta llegar al presente para analizar los diferentes usos que se han hecho del traje indígena como parte de la imposición, construcción o demarcación de identidades sociales y cómo ha adquirido diferentes valores, según la clasificación social y simbólica que se ha hecho del mismo: desde su pasado como prenda estigmatizada y catalogada como “ropa de indio” hasta convertirse en un producto mercantilizado como “artesanía o arte indígena”. El estudio se centra en la cabecera de la región, San Cristóbal de Las Casas, lugar de encuentro de habitantes locales, nacionales, extranjeros y turistas, y donde los diferentes ornamentos asociados al traje indígena adquieren significados diversos entre lo local y lo global.

Me interesa indagar más que en la dimensión cultural de estas prendas como tradición indígena, en los significados políticos y sociales que adquie- ren en el ámbito público. Para ello, propongo examinar en primer lugar el traje indígena como un medio externo para la presentación y construcción de la identidad indígena, que ha pasado de ser un estigma y perteneciente al indio colonial a convertirse en atuendo característico de reivindicación identitaria. En segundo término profundizar en la construcción de imaginarios sociales sobre lo “étnico” desde el uso y la manipulación que se hace de la vestimenta indígena como parte de un emblema local, nacional y global. Por último, indagar cómo la factoría turística ha convertido a los indígenas en objetos de consumo y a sus prendas en símbolos étnicos atem- porales que, incluso, traspasan el cuerpo social para convertirse en souve- nirs y recuerdos de viaje. Esto tiene consecuencias importantes entre una población indígena femenina que sobrevive gracias a la producción y venta de sus propios trajes catalogados como étnicos o artesanales.

DE LA ROPA DE INDIO AL TRAJE INDÍGENA

Las mujeres indígenas de Los Altos portan el “traje” como un símbolo étnico de pertenencia que ha variado en su significado y en el contenido del mismo a lo largo de la historia. Actualmente el traje indígena se compone de una falda larga de lana de oveja o de algodón, una blusa bordada o un huipil con bordados y brocados de diferentes colores y diseños, una faja para aguantar la falda y un rebozo o chal que se utiliza encima de la blusa, puede ser liso o combinado con dos o más colores. Al contrario de la falda que se usa lisa y de color oscuro,7 es el huipil la parte más característica del traje, que varía en formas y colores y marca la seña identitaria de cada municipio indígena. Algunos huipiles son confeccionados por las propias mujeres en el telar de cintura, que elaboran cada prenda de manera manual y combinan los hilos para producir brocados de distintos colores. Otros bordados se cosen a mano sobre la tela con hilos naturales o sintéticos, o se fabrican a máquina en talleres familiares o industriales para consumo propio o ser vendidos en los mercados locales. La confección del traje es tarea exclusivamente femenina, aunque, como veremos más ade- lante, muchas mujeres indígenas ya no lo elaboran, y compran a otras mujeres las ropas necesarias para su particular vestimenta.

Los actuales trajes indígenas son un producto híbrido al cual le han incorporado nuevos diseños fruto de un desarrollo histórico de imposiciones y oposiciones sociales [Camus 2002]. Para las mujeres son prendas cotidianas que se utilizan diariamente y han devenido parte de su identidad femenina de la región, a diferencia de los hombres, que únicamente usan algunas prendas ceremoniales en rituales comunitarios y visten a diario pantalones y camisas occidentales. Algunos hombres afirman que la adopción de este tipo de prenda “no tradicional” se incorporó a su vestimenta cuando se fueron a trabajar a otras tierras y debieron hacer invisible su procedencia indígena. Las mujeres, al contrario, permanecieron en sus hogares y mantuvieron la producción y el uso del traje indígena como prenda distintiva comunitaria. Los trajes ceremoniales, más complejos en su elaboración, se portan en ocasiones especiales, como en las fiestas en honor a los santos con numerosas mayordomías masculinas con indumentarias diferentes según los rangos. Los trajes ceremoniales son también usados para vestir a los santos y vírgenes patronos de cada municipio, y son los mayordomos los encargados de cuidar la imagen, vestir y lavar sus ropas durante todo el año que dura el cargo.

Pero el traje indígena no es sólo una seña identitaria que identifica la pertenencia territorial, sino que primordialmente se ha utilizado para esta- blecer la división categórica entre los dos grupos mayoritarios que viven en la región: indígenas y ladinos (como se conoce a los mestizos en Chiapas y Guatemala). Esta distinción supera a las anteriores porque aunque se han construido variaciones locales dentro de cada grupo y el mestizaje se produjo desde principios de la Colonia las fronteras que dividen al ladino del indígena parecen, a primera vista, inquebrantables. Ser indígena o ladino no es una categoría natural, aunque los ladinos apelen a una ideología racial de ascendencia europea para demostrar su superioridad, sino una distinción social que ha operado y opera como factor de jerarquización y discriminación social. Se trata de la construcción y mantenimiento de etiquetas sociales que posibilitan la reproducción de relaciones de dominación y control de un grupo sobre otro, donde se recurre a rasgos biológicos o cultura- les, o ambos a la vez, para establecer jerarquías a partir del color de la piel, la sangre, los rasgos físicos o la superioridad cultural, entre otros.

En la actualidad, en Los Altos, las categorías indígena y ladina se mantienen como identidades étnicas diferenciadas por marcadores visibles como la ropa, el idioma, y otras imaginadas como las costumbres, la sangre o los rasgos físicos.8 En esta categorización, la vestimenta juega un papel crucial para la identificación y presentación de cada grupo. Así, el estrato dominante de los ladinos o coletos, como se autodenominan los habitantes de San Cristóbal, vestirá de manera occidental y evitará las prendas

Huipiles según
municipio de procedencia
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Huipiles según municipio de procedencia
Sna Jolobil S.C. La casa de 800 tejedoras de Los Altos de Chiapas.

indígenas para demostrar en su cuerpo una distinción social y un rango superior a la cultura indígena.

Esta distinción racial y cultural aparece desde la época de la Colonia, cuando el cuerpo indígena fue utilizado como vehículo de imposición bajo el mandato de los colonizadores españoles, que controlaban los recursos económicos y centralizaban su poder político y administrativo de la Alcaldía Mayor de Chiapas, desde la cabecera de Ciudad Real (actualmente San Cristóbal de Las Casas).9 La población indígena originaria fue organizada en las denominadas Repúblicas de los Indios, que agrupaban a varios pueblos con cierto control sobre el terreno adscrito. Los indios debían pagar tributos en especies o dinero a la Colonia y, básicamente, funcionaron como reserva de mano de obra para la distribución y transporte de mercancías y para trabajar en ciudades, plantaciones o haciendas coloniales.

En todo este proceso, la vestimenta jugó un papel fundamental como mecanismo de discriminación hacia los indios; fue utilizada como una forma de distinción ante los colonizadores y hacía más fácil su identificación. Los dominicos españoles, con su misión evangelizadora, fueron los primeros que empezaron por “vestir” a los indígenas de cuerpos semidesnudos para occidentalizarlos y civilizarlos.10 Ubicaron y reordenaron a la población autóctona en terrenos más cercanos a la capital, y formaron los Pueblos de los Indios, que agrupaban en un mismo territorio a varios pobladores de procedencias y lenguas diversas. Cada uno de los pueblos fue autónomo e independiente y se diferenciaba de sus vecinos por una vesti- menta particular, una lengua (tzotzil o tzeltal) y un culto católico con mayordomías y cofradías en torno a un santo patrón [Viqueira 1995 y 2002]. Esta segregación territorial y social, solventada bajo un régimen de explotación de mano de obra indígena, continuó inmune a los cambios históricos. Ni la independencia de la Colonia ni las reformas liberales en el siglo bib ni la Revolución Mexicana de principios del bb consiguieron transformar la situación y posición de la población indígena en Los Altos, que seguía enclavada y marginada por una sociedad ahora mestiza que recrea la categorización colonial del “indio” y declara que la cultura nacional es preferentemente hispana y el español es el idioma oficial para toda la Repú- blica mexicana. La ciudad cabecera de la región funcionó así hasta la década de los cuarenta como centro político, administrativo y económico para todos Los Altos, bajo la dominación de una clase ladina que vivía de manera privilegiada en la metrópoli y ejercía el control de los municipios indígenas a través de cargos políticos en manos de secretarios ladinos.

La élite en el poder reproducía las relaciones de subordinación y domi- nio sobre una población rural indígena que tenía serias dificultades para sobrevivir en terrenos poco productivos y de difícil acceso para la circulación de hombres y mercancías. La población indígena, además, seguía sirviendo como mano de obra en plantaciones o campos agrícolas, o mantenía relaciones de servidumbre con la población mestiza en San Cristóbal como únicos recursos de sobrevivencia.11 La ciudad jugaba un papel estratégico para los municipios indígenas como centro de abastecimiento y redistribución de instrumentos de trabajo y parafernalia ceremonial, así como de otros objetos artesanales (textiles, herrería, cerería, talabartería, mueblería y alfarería) que los comerciantes citadinos vendían o intercambiaban a los indígenas a cambio de alimentos, leña, carbón, ropa y otras manufacturas de origen artesanal indígena [Colby y Van den Berghe 1966; Hvostoff 2004; Paris Pombo 2000; Pineda 1995; Sánchez Flores 1995;

Viqueira 1995 y 2002].

Magdalena Sánchez Flores [1995] relata cómo en las décadas de los cua- renta y cincuenta del siglo bb, en la calle principal de Real de Guadalupe, se abrieron tiendas en la ciudad que ofrecían “ropa de indio” y productos como sal, azúcar, papel, velas, mantas, sombreros, machetes, o utensilios de cocina para abastecer a los indígenas de la región. Establecimientos a cargo de mujeres ladinas que conseguían mucha de la mercancía de artesanos indígenas para venderla a otros indígenas que llegaban a la urbe para comprar estos productos. La “ropa de indio” estaba exclusivamente destinada al consumo indígena y consistía en huipiles, trajes ceremoniales, huaraches, cinturones o sombreros, entre otras piezas demandadas.

De la misma forma que la ropa indígena actuaba como un identificador comunal rural, se convirtió en un estigma externo urbano que debía ser abandonado si el indígena quería traspasar las fronteras étnicas. El traspaso hacia la ladinización se medía bajo dos parámetros fundamentales: el dominio de la lengua española y el uso de la vestimenta ladina, y fueron válidos sólo en una dirección, porque pocos fueron los hombres y mujeres ladinos que se indianizaban y vestían como el grupo opuesto. De hecho, los rasgos indígenas fueron considerados negativos o fuera de la norma mestiza, y los revestidos, ladinizados u occidentalizados, como así se les llamaba,

Mapa de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas editado
por propietarios de comercios citadinos
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Mapa de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas editado por propietarios de comercios citadinos

debían demostrar que dejaban atrás su antigua condición. No obstante, no se trataba de una transferencia real sino una primera señal de aculturación que requería de otros elementos para ser efectivo; a los indios siempre se les recordaba su procedencia, nunca llegaban a pertenecer a las clases altas de la ciudad del dominio de los ladinos, y se convertían en ladinos de clases baja con trabajos mal pagados y con grandes dificultades para subsistir [Pitt-Rivers 1989; Van den Berghe 1994; Viqueira 2008].

Pese a ello, la región no podía permanecer como un enclave étnico por más tiempo y fue a partir de la década de los cuarenta que empezó a abrir sus puertas. Primero, por la construcción de nuevos comunicaciones via- rias que posibilitaron que la ciudad abriera rutas a otros destinos estatales y nacionales (la carretera Panamericana hacia el oeste y sur, y la carretera de Palenque hacia el norte del país) y, segundo, por la llegada de los primeros turistas nacionales y extranjeros como exploradores, aventureros, geógrafos y antropólogos.12

En San Cristóbal hay un nuevo impulso para renovar y construir una urbe como apuesta turística nacional: se construyen nuevos mercados; se invierte en la reconstrucción del centro histórico; se edifican hoteles y restaurantes; se abren agencias de viajes y los comerciantes ladinos inauguran tiendas de artesanías para un público externo interesado en los objetos típicos de la zona. Además, la ciudad empieza a crecer considerablemente con la migración masiva de la población indígena que acude a la metrópoli por la crisis agraria o, de manera forzada, por ser expulsada del lugar de origen por problemas religiosos y políticos. En la actualidad, la actividad turística se ha convertido en la mayor industria de servicios de la zona y San Cristóbal en el centro estratégico para acoger a la población flotante.

Aunque se debe tener en cuenta que hoy no todos los ladinos poseen el control y el dominio en la región, como sucedía en épocas pasadas, ni que todos los indígenas están en una posición económica subordinada, las divergencias étnicas se mantienen y cada grupo utiliza y se presenta con una categoría social particular y diferenciada. Los indígenas que se han traslado a la ciudad consiguen trabajos como albañiles, taxistas, meseros o comerciantes, y se han instalado en barrios en la periferia de la metrópoli con niveles de marginación alarmantes.

No obstante, el auge del turismo en la región les ha permitido conquistar algunas esferas económicas y ascender en la escala social. Algunos se han convertido en empresarios o comerciantes de artesanías o frutas y verduras con redes que extienden entre indígenas urbanos y rurales, otros en funcionarios de gobierno o en cooperantes de organismos internacionales, en artistas y artesanos o en agentes turísticos y representantes oficiales de su cultura de cara al visitante externo.

La estigmatización por utilizar las ropas indias contrastan con la actual demanda que han adquirido estas prendas, como atuendos étnicos, objetos exóticos y de consumo para turistas. Además, los indígenas ya no ocultan su procedencia, más bien la exaltan y la reafirman, y uno de los elementos más visibles es el traje que las mujeres portan; quienes no han abandonado su forma particular de vestir en contraposición al ladino, pero ahora su traje tiene una valoración positiva, para demostrar una identidad indígena en un mundo global que valora y mercantiliza lo étnico.

EL TRAJE INDÍGENA COMO SELLO NACIONAL O ÉTNICO

A partir de la década de los setenta, el aparato estatal y las empresas privadas invirtieron en obras públicas y en numerosos negocios como parte de la promoción turística de Los Altos. Las iniciativas incorporaban una revaloración de la imagen del indígena y la exaltación de un patrimonio cultural autóctono; los antiguos pueblos indios convertidos ahora en riqueza histórica y emblema de una cultura nacional.

La revalorización del indígena como parte de la historia de la nación mexicana no ha sido únicamente una estrategia turística, sino una postura política, contradictoria y ambigua, heredada de la época posrevolucionaria. La política indigenista de cariz nacionalista intentaba recuperar la herencia positiva del indígena como parte fundamental de la nueva nación mexicana. El indio estigmatizado pasa a ser el indígena que conserva una herencia prehispánica, raíces y tradiciones, y se convierte en un icono representativo del nuevo discurso pluricultural de la nación [De la Peña 1995].13 Esta imagen del indio mexicano como estereotipo nacional se ha moldeado ante las exigencias de un mercado turístico apropiado por el discurso estatal. En la actualidad se exalta una nación multicultural, pero también folclorista, a través de las legitimaciones de diferentes costumbres indígenas y, en cierta forma, opuestas a la cultura mestiza. Los estereotipos étnicos exaltan el colorido de sus trajes, el exotismo de los rituales ancestrales, la construcción tradicional de sus viviendas, los utensilios rudimentarios, la agricultura y la alimentación prehispánicas, el atractivo de sus paisajes o el mundo precolombino de ruinas y antepasados míticos. A partir de estas representaciones esencialistas, los indígenas entran en el mercado global y se convierten en un objeto de consumo turístico fragmentado y descontextualizado de sus auténticas condiciones de vida.

La presencia mayoritaria del turismo ha generado paulatinamente un proceso de transformación en la ciudad de San Cristóbal que exhibe su herencia histórica y cultural a partir de dos imaginarios de atracción: el mundo colonial de la metrópoli y el mundo exótico indígena. Desde los organismos oficiales se ha invertido en la reconstrucción y recuperación del patrimonio histórico y se ha modificado la urbe en un espectáculo de entretenimiento: andadores turísticos en los que se permiten las exhibicio- nes callejeras, recorridos planificados por la ciudad, mercados ambulantes con vendedores indígenas, festivales de música en vivo, y ferias o exposiciones continuas de artículos locales.14

Los residentes ladinos han aprendido que los estereotipos étnicos atraen cada día a un mayor número de turistas, y se han incorporado al negocio con la exhibición de una identidad coleta asociada a un pasado colonial imaginario. Así, en la representación colonial, el Tren Coleto (autobús urbano para turistas en forma de vagón de tren) recorre los principales edificios, iglesias, calles y plazas desde su origen hasta la actualidad como un centro de conquista. Se han construido hoteles y restaurantes con adornos coloniales y réplicas de algunos monumentos para su decoración. Además, se ha revalorizado la comida típicamente coleta, así como la música de marimba, las fiestas de cada barrio y los bailes tradicionales que se representan en algunos hoteles por las noches.

La apertura de numerosos museos que exhiben objetos, materiales y sustancias que no son originarios de la región (jade, ámbar y chocolate, entre otros) demuestran que la representación de una identidad coleta arraigada en un pasado colonial no excluye la mercantilización y deslocalización de ciertos objetos.15Asimismo, en la ciudad se permiten ciertos toques indígenas: hoteles decorados con figuras y objetos que evocan al mundo indígena; trabajadores que sirven a los turistas vestidos con trajes tradicionales; mercados y tiendas que venden textiles y otras manufacturas, y museos que muestran el arte indígena de la zona.

Otros escenarios siguen el mismo esquema al resaltar una cultura indígena como primordialmente diferente a la mestiza, como el Museo de la Medicina Maya, con escenografías de ritos de curación o rezos a los santos, y exhibición de los utensilios ocupados en sus terapias como hierbas, velas, piedras, incienso y objetos sagrados, o como el recientemente inaugurado Museo de Trajes Regionales de Chiapas, donde se muestra un amplio repertorio del vestuario indígena de la región con otros objetos religiosos, instrumentos musicales, máscaras o estatuas como parte de la cultura local.

La mercantilización de lo étnico se promueve en la región con una gran variedad de imágenes en póstes, postales o folletos informativos que promocionan a mujeres, hombres y niños indígenas con diferentes indumentarias fruto de la composición étnica de la zona. El traje femenino se utiliza en diferentes contextos para identificar a mujeres indígenas realizando las tareas asociadas a su género, como tejer o bordar sus propios trajes o vender alimentos o artesanías textiles. El traje cumple una función fundamental para delimitar a ese “otro” en un plano atemporal y distanciado; mujeres que guardan en su vestimenta una tradición cultural, con una conexión con su pasado mítico y representan a la vez ese mosaico variado de culturas mexicanas. De esta forma, la iconografía visual representa dos ideas importantes que, en cierta forma, entran en contradicción: el “otro” distanciado y caracterizado por su cultura exótica, mítica y atemporal, y ese “otro”, que se convierte en un “nosotros” al formar parte de una misma nación y es usado como arma política y de mercadotecnia turística para ejemplificar la diversidad cultural.

Con esta última premisa, los trajes indígenas los puede utilizar la clase ladina en espacios rituales para comulgar con sus antecedentes prehispánicos y nacionales, como es el caso que narra Carol Hendrickson [1997] en la ceremonia de Miss Guatemala, cuando mujeres ladinas se visten o disfrazan con el traje nacional indígena para exaltar su nacionalismo, o cuando Deborah Poole [2005] analiza el caso de la fiesta de la Guelaguetza en Oaxaca en el día que se reúnen diversos pueblos de la entidad y exhiben los diferentes trajes como símbolo de una identidad oficial oaxaqueña.

En San Cristóbal, sin embargo, y quizás por la distinción categórica entre ladinos e indígenas, la vestimenta indígena no aparece representada oficialmente en los rituales ladinos. En los diferentes barrios de la ciudad se celebran fiestas asociadas a cada uno de sus santos patronos católicos,16 y en el tradicional desfile de las reinas y princesas en la Semana de la Feria de la Primavera y de la Paz, considerada la fiesta mayor tras los festejos y procesiones de Semana Santa, las jóvenes candidatas se visten con trajes largos, de colores radiantes y se colocan en la cabeza coronas brillantes siguiendo un patrón estético occidental.17 No obstante, hay algunas excepciones, como cuando algunos mandatarios políticos utilizan el traje tradicional indígena al acudir a los municipios para promocionar sus campañas o celebrar alguna fiesta importante como parte de su identificación con la población local.

Pero, sin lugar a dudas, donde se exhibe y se mercantiliza de manera más extensa con el traje indígena es en las numerosas tiendas asentadas en las calles más transitadas de la ciudad, que se han especializado en la venta de artesanías para el consumo turístico: ropa y complementos indígenas diseñados para un público externo, joyas hechas con ámbar, cerámica local o productos emblemáticos de otras partes de México deslocalizados y con- vertidos en souvenirs baratos (sombreros mexicanos, pósters de Frida Khalo o Diego Rivera, zarapes o ponchos, máscaras y figuritas de antiguos dioses). Respecto a las prendas textiles, Sánchez Flores [1995] narra cómo fueron las propietarias ladinas las que incursionaron en este tipo de negocio y empezaron por idear novedosos diseños para presentar trajes finos, como poner más bordados, incorporar colores y trazar nuevas formas en los hui- piles para ser más atractivos para el consumidor externo. También contactaron con distribuidores guatemaltecos para conseguir nuevos productos y ampliar su mercancía con huipiles, faldas, rebozos, chamarras, manteles, servilletas, bolsos o monederos.

En la actualidad, tanto la mercancía textil más barata elaborada en talleres guatemaltecos, peruanos o ecuatorianos que permite mayores ganancias para el vendedor, así como la ropa indígena local, que ha aumentado en su complejidad y también en precio de venta, se han convertido en las artesanías más demandadas. La mayoría pasan por ser artesanías exclusivamente regionales y tradicionales, pero en realidad son objetos y prendas fabricadas para un público externo, algunas de ellas provienen de otras partes, y su producción y distribución integra redes complejas con una amplia gama de actores sociales.

Los complementos del traje indígena, así como textiles que han entrado en el mercado regional, han elevado su estatus de “ropa de indio” a “artesanías indígenas” o “arte textil” y son consumidos por turistas y residentes locales. Desde el levantamiento zapatista en 1994, cada día llegan más nacionales y extranjeros interesados en la lucha y demandas sociales, que trasladan su residencia a la ciudad para involucrarse en dinámicas de la región; participan en proyectos solidarios, de investigación, o abren negocios relacionados con el turismo con una clara competencia para la población local.

Se han instalado negocios relacionados con esta población flotante que desea quedarse por tiempo prolongado por estas tierras: mercados de alimentos ecológicos, albergues baratos, casas de hospedaje, tiendas con productos de segunda mano, centros de masaje y terapias alternativas,

Folleto publicitario del restaurante El Fogón de Jovel
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Folleto publicitario del restaurante El Fogón de Jovel

ciberespacios o tiendas de ropa indígena que han proliferado por la demanda de este tipo de indumentaria. La antigua ropa de inditos se ha convertido en ropa maya o ropa étnica para los extranjeros que la utilizan como atuendo cotidiano. Se han diversificado las tiendas que ofrecen textiles indígenas, las tejedoras indígenas se han incorporado al negocio a través de cooperativas, mientras hay negocios y exhibiciones de tejidos que mezclan diseños indígenas con occidentales para crear una nueva moda étnica en la región.18

Publicidad de tiendas y exhibiciones de moda étnica
Imagen 3 y 4
Publicidad de tiendas y exhibiciones de moda étnica

Asistimos a un proceso creciente en el que la ropa indígena se ha diversificado en diseños y ha ampliado su significación; algunas prendas que se presentan como indígenas nunca han sido habituales de las mujeres locales, pero se venden como tales. Blusas, faldas y rebozos se diseñan con nuevos colores y formas para llegar a un mayor número de consumidores, los tejidos ceremoniales se han convertido en cotidianos para los extranjeros,19 los huipiles con bordados más complejos destinados a exhibir una posición social indígena o como atuendos de las imágenes sagradas adquieren precios elevados en el mercado y se destinan a compradores que valoran estas piezas como arte de exhibición, mientras otros complementos del traje se usan para ser enmarcados como cuadros o como cojines y cortinas.

Los textiles se han transformado en una mercancía valiosa, pero también en prendas signos que denotan un auge de lo “étnico” y revalorización de lo “indígena”. Y mientras muchas personas consumen estos objetos como parte de una cultura tradicional, los indígenas productores, distribuidores y comerciantes de los mismos idean nuevos diseños para acoplarse a un mercado internacional que valora ahora partes descontextualizadas de su cultura desde parámetros globales.

TRAJES INDÍGENAS Y OTRAS MERCANCÍAS ÉTNICAS

Uno de los efectos de la industria turística es el hecho que ha permitido la entrada de numerosos actores sociales, incluidos algunos indígenas que han conseguido tomar nuevas posiciones sociales y acrecentar su ámbito de poder en la región. San Cristóbal de Las Casas ya no es un enclave exclusivo ladino, sino una ciudad donde convergen personas de distintas clases sociales, religiones, afiliaciones políticas, actividades laborales e identificaciones variadas entre indígenas, mestizos, foráneos nacionales o extranjeros. La llegada masiva de inmigrantes indígenas a la ciudad desde la década de los setenta como consecuencia de una pobreza insostenible en el campo y mayoritariamente a causa de los conflictos religiosos y políticos internos de las comunidades indígenas ha transformado la urbe en un centro multicultural que alberga a una población inmigrante variada y cada día más numerosa.20

Los expulsados convierten la ciudad en su refugio y se instalan en barrios marginales y periféricos que reproducen la desigualdad étnica en el ámbito urbano. En estas colonias vive una población indígena cada día más numerosa, mucha de la cual no participa directamente de los beneficios del turismo, y vive del sector servicios o del comercio informal de alimentos y de productos turísticos. Pero se caracteriza por un alto grado de cohesión multiétnica, y por las afiliaciones políticas, sociales, laborales o religiosas, fuertemente corporativas que le permite defender su presencia citadina. Los indígenas urbanos, paulatinamente, han conquistado espacios en la metrópoli hasta el punto que se habla de una ciudad “indianizada” donde se ha reestructurado la forma y el uso del espacio urbano [Melel Xojoval 2000; Morquecho 1992; Paris Pombo 2000; Robledo Hernández 1997 y 2009].21

Las organizaciones internas de los inmigrantes han sido la base funda- mental para capturar algunos de los espacios urbanos, los indígenas controlan actualmente una buena parte de la producción y el comercio de artesanías, productos agrícolas y bebidas en los mercados de la ciudad y alrededores, así como el transporte público de taxis, combis y microbuses de servicio urbano, turístico y regional.22 Algunos de estos espacios comerciales —como los mercados de artesanías, alimentos y otros enseres— se han convertido en verdaderas áreas de disputa entre indígenas y ladinos y han sido motivo de intento de desalojo, algunos de forma violenta, por parte de las autoridades citadinas que pretenden limpiar la zona de indígenas y recuperar el control comercial. Pero los indígenas mantienen su liderazgo mediante la creación de redes compactas locales y nacionales para la circulación de mercancías. Además hay una relación estrecha entre indígenas rurales y urbanos que ha generado la consolidación de élites de empresarios y comerciantes que manejan negocios de productos agropecuarios, discos compactos y películas piratas,23 refrescos, y producción, distribución y venta de artesanías entre otros objetos demandados.

Para el caso de la producción y venta de artesanías textiles, el turismo ha incrementado su demanda y ha permitido la entrada al proceso de un gran número de tejedoras y vendedoras indígenas con mayores y menores beneficios. Las tejedoras pueden colocar sus mercancías en más comercios y a mejor precio, y algunas de ellas se han convertido en artesanas de gran renombre con textiles muy solicitados. Muchas de ellas han optado por integrarse a organizaciones y cooperativas indígenas y conseguir apoyos gubernamentales para su producción y venta.24 Otras combinan su trabajo textil con actividades como la venta de alimentos, y tejen y bordan por encargo, al detalle o al por mayor, para colocar su mercancía barata en los diferentes mercados ambulantes de la ciudad y alrededores. También se conoce la existencia de talleres informales donde las mujeres, e incluso hombres, confeccionan a máquina textiles que llegan a los mercados de artesanías como si fueran manuales.

Los espacios de venta también se han diversificado y las antiguas tiendas ladinas han sido rebasadas por infinidad de nuevos comercios, algunos de propiedad de foráneos y extranjeros, que venden textiles junto a alfarería, muebles de madera, figuritas de barro y otras piezas valiosas valoradas

Mercado de Santo Domingo
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Mercado de Santo Domingo
Foto: Eugenia Bayona.

ahora como arte chiapaneco. Las cooperativas indígenas también se han incorporado al negocio de la venta y ofrecen textiles de alta calidad destinados a compradores y comerciante extranjeros que pueden pagar los elevados precios por sus piezas.

Algunas mujeres y niños indígenas deambulan por las plazas, parques y calles principales y ofrecen su mercancía barata a los turistas que recorren la ciudad (rebozos, pulseras, cinturones y muñecos zapatistas, entre otros). Algunas vendedoras se colocan en las arterias que rodean los mercados con puestos improvisados en el suelo y ofrecen huipiles, faldas y rebozos que han comprado a otras tejedoras o comerciantes indígenas. También hay comerciantes indígenas que venden en los mercados públicos hilos con una amplia gama de colores, telas para confeccionar fajas, piezas cardadas de oveja para las faldas o blusas para ser bordadas, y comercian con mercancía destinada básicamente a otras mujeres indígenas para su particular vestimenta.

Pero las zonas más solicitadas para realizar la venta ambulante de artesanías son las que rodean las iglesias de Santo Domingo y La Caridad, donde se han aposentado diversas organizaciones indígenas que controlan el proceso de producción y venta.25 Allí, las mujeres indígenas ofrecen mercancía textil variada, regatean precios con los turistas y se abastecen de productos que en su mayoría pertenece a textiles manufacturados a máquina y al por mayor en talleres informales locales o procedentes de otros estados o países vecinos.

Los mercados de artesanías al aire libre se han convertido una de las atracciones turísticas más importantes de la ciudad, combinan un entorno colonial, población autóctona y gran colorido de los objetos a la venta. En un contexto de venta turística no sólo es importante la mercancía que se ofrece sino también las personas que participan y el ambiente donde se efectúa la transacción. En San Cristóbal las mujeres que venden por las calles o en los principales mercados artesanales exhiben su identidad indígena mediante el traje que portan, como parte de la escenificación turística.

En la venta les acompañan algunos hombres pero son ellas quienes sacan provecho de sus estereotipos étnicos y de género. Se requiere esta puesta en escena de puestos en la calle o al ras del suelo, abundancia de objetos esencias de lo exótico o la exhibición de mujeres con trajes de colores llamativos, con flores y bordados diversos, para evidenciar los imaginarios esperados por los turistas.

En estos espacios comerciales los viajeros pueden adquirir toda clase de piezas textiles como si fueran reproducciones de algunos componentes auténticos del traje indígena local. Trajes que se convierten en esencias más que objetos y en símbolos estereotipados de la representación de lo exótico e inmutable por parte de consumidores externos [Cohen 1988; MacCannell 2003; Santana 1997]. Sin embargo, lejos de representar ese pasado glorioso, son piezas fabricadas exclusivamente como recuerdos o souvenirs baratos, que pueden regatearse a precios módicos y combinan nuevos tejidos, colores y diseños para adoptarlos al gusto del turista. Así, cada año aparecen nuevos objetos que se acoplan al turista que demanda fundas para teléfonos móviles, bolsos grandes y pequeños y monederos de colores diferentes, o camisetas o gorras con imágenes de los revolucionarios zapatistas. Además, en estos lugares de venta, los turistas experimentan con una experiencia única de observar otras “culturas” y, a la vez, comulgar con el ritual turístico de la compra de objetos iconos que evidencien y autentifiquen su visita a estos lugares remotos [MacCannell 2003; Graburn 1989; Urry 2002].

Pero esta teatralidad va más allá de una escenificación turística, porque en la ciudad las mujeres indígenas han creado nuevas señas de identificacion.

Venta de
complementos del traje en el mercado municipal
Foto 4 y 5
Venta de complementos del traje en el mercado municipal
Foto: Eugenia Bayona.

muchas de ellas se han convertido en piezas claves para la manutención familiar al conquistar espacios importantes de venta turística. La mayoría ha perdido la facultad de tejer y bordar la ropa tradicional porque tiene otras obligaciones en la metrópoli que la obliga a permanecer y trabajar diariamente en la calle, y compra a otras comerciantes indígenas las faldas y blusas que porta. Pocos turistas saben que sus trajes indígenas femeninos se intercambian con prendas de distintos orígenes y localidades, o se han incorporado nuevos bordados y colores en los atuendos.

Indudablemente aquí hay diferencias de utilización y significados asociados a la generación y trayectoria personal de cada mujer, pero la vida urbana y comercial en la ciudad les ha permitido transgredir e innovar identidades. Las jóvenes indígenas son quienes más visten el traje como una nueva moda que se exhibe en el espacio público de conquista, actualmente hablan de una belleza expresada a través de sus ropas. Por eso, es significativo observar los espacios laborales ganados por la población indígena, donde se permite abiertamente utilizar la indumentaria indígena. El mercado, como otros sitios escenificados en la ciudad, supone un espacio de disputa, de reivindicación y exaltación indígena, y para las mujeres un ámbito público de uso de un traje que ha cambiado de formas, contenidos y significados sociales.

CONCLUSIONES: TRAJES Y MERCANCÍAS

En San Cristóbal de Las Casas, los actores y objetos étnicos han conquistado ampliamente un espacio urbano que ha desarrollado la industria turística como su principal fuente de recursos. La promoción de lo étnico se exhibe en numerosos museos locales, hay hoteles y restaurantes decorados con textiles y objetos indígenas, cooperativas y tiendas con artesanías, las agencias se adornan con carteles de sitios arqueológicos y fotografías de indígenas con sus trajes tradicionales, y se celebran festivales de música, espectáculos y eventos artísticos convertidos en productos culturales mediáticos para el consumo turístico. En este escenario étnico hay un discurso dominante elaborado por la política estatal y la mercadotecnia turística que escenifica diferencias culturales esencialistas al mismo tiempo que legitima el domi- nio del grupo mestizo en el poder.

Desde la aparición del turismo étnico, la élite mestiza se ha adueñado del discurso étnico como atracción y para consolidar el comercio en la ciudad. No obstante, ha sido una estrategia que ha tenido una evolución muy particular por la rígida estructura social de separación entre los dos grupos mayoritarios de la región: ladinos e indígenas. Desde el comienzo, y como sucede en la actualidad, la élite coleta en la metrópoli se ha decantado por ofrecer servicios al turista cultural interesado en la historia colonial mexi- cana; se presenta como la heredera de los antiguos conquistadores, exhibe su pasado arquitectónico, su gastronomía, su arte colonial y su cultura con matices españoles.

Sin embargo, cada vez más los visitantes extranjeros acuden a estos lugares ansiosos de observar y experimentar con la autenticidad indígena. Además, ha aparecido una nueva élite de nacionales y extranjeros que han aprovechado este boom turístico para incursionar en nuevos negocios y no tienen problemas en escenificar la diversidad étnica de la región. Como consecuencia, y ante la competencia externa, los locales participan en múltiples negocios para presentar la riqueza cultual indígena pero siempre a distancia, desde una vitrina estereotipada y sin olvidar sus distinciones raciales y culturales.

Por eso, si bien la cultura indígena se utiliza como atractivo turístico, todavía no ha arraigado lo suficiente para ser presentada como un elemento híbrido entre los ladinos, que mantienen su distinción con el grupo que consideran opuesto y prefieren marcar su ascendencia europea como importante seña identitaria. Así, establecen esas diferencias primordiales ante los indígenas e instauran su particular orden jerárquico y de dominio étnico y racial.

La cultura indígena presentada como vestuario es más atractiva para el entorno turístico. Por eso, el traje particular y la mujer que lo porta se convierten en emblemas de una colectividad indígena peculiar y diferente. Los discursos locales y nacionales se mezclan para exaltar y exhibir cuerpos trajeados como riqueza folclórica mexicana. Son discursos que mezclan dificultosamente pasado y presente; cuerpos que nos recuerdan a los auténticos descendientes de una tradición indígena, más cercana al ámbito rural que urbano, más próxima a mitos que a realidades, pero también cuerpos que ejemplifican la unidad basados en una diversidad cultural de una nación que mantiene historia y tradiciones en armonía.

Irónicamente, estos cuerpos indígenas, legitimados por modelos culturales de representación dominantes, caracterizan la población más marginal de la región que hunde sus raíces en las zonas de refugio, como alude Gonzalo Aguirre Beltrán [1987], como consecuencia de su aislamiento geográfico y su exclusión económica, política y cultural. Los trajes, como otros elementos culturales escogidos, simbolizan variedades culturales descontextualizadas de la estructura social y los cuerpos que los portan, individuos congelados en un pasado tradicional, estático, atrasado y fuera del ambiente urbano y del presente de México.

Contrariamente, esta población identificada en un ámbito rural y por sus tradiciones prehispánicas transita cada vez más por el espacio urbano. La antigua ciudad colonial —que hace sólo unas décadas no permitía que los indios subieran a las aceras o pernoctaran por la noche— se ha convertido en un escenario para que miles de indígenas deambulen, vendan y se exhiban ante los turistas. La oleada de migrantes indígenas que llegó a la metrópoli a partir de los años setenta fue paulatinamente conquistando nichos económicos, mayoritariamente en dos rubros cruciales para el turismo: transporte y comercio; algunos de ellos se han convertido en empresarios de pequeños o medianos negocios. La mayoría de indígenas se trasladan diariamente de su localidad a la ciudad para comprar y vender o efectuar algún trámite, ese desplazamiento que en épocas pasadas les costaba una jornada o más, ahora se ha reducido por la inversión efectuada en infraestructura [Van den Berghe 1995].

En la actualidad su presencia no es transitoria sino protagónica, en parte por el reconocimiento y cambio ideológico sobre su posición y la revalorización de lo “étnico” desde coordenadas globales, pero también por el turismo y la construcción de imaginarios que la fábrica de viajes ha construido a su alrededor. En la ciudad los indígenas se han convertido en objeto de culto para los turistas, quienes los fotografían, compran sus productos e, incluso, visten sus ropas. Un encuentro marcado por la búsqueda de un primitivo inexistente que marca su exotismo a través de un traje colorido que invita a la lectura de la historia y a un orden de las cosas anterior al proceso de industrialización.

La disputa por la representación de la cultura indígena se establece en la ciudad en un mismo plano, y por conseguir más y mejores espacios de escenificación en la urbe; para las mujeres, los puntos de venta son un ámbito que han conquistado con gran esfuerzo. No sólo han tenido que adaptarse a un nuevo estilo de vida, sino también enfrentar retos por su condición de género que tradicionalmente las ubica en el terreno doméstico, privado y familiar. Pero en la ciudad han ganado ámbitos públicos y posibilidad de obtener dinero, ampliar relaciones y negociar la participación familiar y social.

Indudablemente, las negociaciones son contextuales y hay que considerar las diferentes visiones, trayectorias y vivencias particulares de cada mujer; la mayoría de ellas sobrevive escasamente con la venta ambulante en contraposición a otras mejor posicionadas que entran al circuito comercial y al éxito de ventas. Porque a pesar de que ha habido un intento por abrir cooperativas indígenas, muchas de las cuales tuvieron apoyos estatales e inversiones públicas y foráneas, el control del mercado de artesanías, como objetos clasificados de mayor estatus, se encuentra en manos de antiguos y nuevos empresarios, coletos, nacionales o extranjeros, que pueden efectuar inversiones locales a gran escala.

Mujeres y niñas indígenas en San Cristóbal continúan utilizando el traje con variedad de formas y colores y en significados sociales. Como afirma Manuela Camus [2002], el traje usado aquí como forma de presentación puede tener múltiples visiones: puede seguir marcando las fronteras étnicas como parte de la imposición externa, convertirse en un reflejo de las diferentes posiciones socioeconómicas y de prestigio entre los propios indígenas, o portarse como un arma política que refuerza el traje como símbolo y expresión cultural. En San Cristóbal —a diferencia de años anterio- res en los que el traje fue una estigmatización social— las mujeres indígenas lo usan como recurso económico y político. Ya no llevan una prenda estigmatizada, sino una indumentaria particular con una capacidad de agencia facilitada por un nuevo contexto mercantilizado que les permite negociar presencia en la ciudad.

Han aparecido nuevas señas para marcar la diferencia entre indígenas urbanos y rurales, algunos mejor aposentados que otros, ahora se utilizan piezas que nunca fueron tradicionales, se incorporaron colores y diseños nuevos. Sin embargo, el traje marca y acentúa las antiguas fronteras étnicas e, incluso, las refuerza y reafirma [Van den Berghe 1995]. Existe un contexto turístico donde los indígenas representan pero no controlan los símbolos de representación, así el traje, con una fuerte carga visual, es utilizado como un esencialismo estratégico [Spivak 1988] para obtener beneficios económicos en un área competitiva donde todavía las élites mestizas controlan parte de los negocios y tienen los recursos suficientes para efectuar transacciones económicas ventajosas.

La industria turística ha tenido un papel fundamental en la invención del imaginario global sobre el indígena, pero también las políticas nacionales que glorifican al indígena basadas en discursos unitarios sobre la igualdad de una nación y su diversidad cultural, obviando las desigualdades sociales y económicas de una población indígena que en muchos ámbitos permanece rezagada y es objeto de discriminación social. Muchas de estas mujeres que portan los trajes tan admirados y buscados por los turistas han traspasado las fronteras desde sus municipios a la ciudad, y viven del turismo y de esa autenticidad construida como herramienta mercantil por parte de los grupos dominantes.

En estos escenarios frontales son presentadas como auténticas indígenas, pero en los escenarios ocultos sobreviven del comercio y compiten por espacios y productos de venta. En cambio, sus trajes se valoran desde coordenadas globales, viajan más que sus propias portadoras y se convierten en objetos valiosos para ser resignificados en otros contextos. Ellas, al contrario, viven inmersas en una realidad escasa, pobre y marginal, y mientras compran ropa occidental barata y de segunda mano para sus hijos, confeccionan prendas no auténticas para que otras personas las compren y permitan que sus familias auténticas sobrevivan.

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Notas

1 El trabajo se enmarca en el proyecto de investigación titulado Consumo e imaginarios culturales, de la Universidad de Valencia, en convenio con el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA) de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH). Una primera versión fue presentada en el Congreso de Antropología: Periferias, Fronteras y Diálogos, organizado por la en la ciudad de Tarragona, España, en septiembre de 2014.
2 T. Turner [2002] analiza la piel social de los kayapó de Brasil a través del adorno corporal con pinturas, tatuajes y plumas, como un medio simbólico que refleja la condición de género, edad y estatus social de cada miembro.
3 M. Sahlins [1997] considera que el vestuario sirve para establecer diferencias y dar significado a las relaciones sociales a través de categorías culturales, con reglas y combinaciones clasificadas por actividad, situación o tiempo, como también categorías sociales diferenciadas por clase social, género, edad, etnia o grupo de pertenencia.
4 N. Scheper-Hughes y M.M. Lock [1987] distinguen tres tipos de cuerpos: el cuerpo individual, el cuerpo social, que refleja las relaciones con naturaleza, sociedad y cultural, y el cuerpo político, como artefacto del control social y político.
5 La región Altos Tzotzil-Tzeltal está formada por 17 municipios y en 2010 la población total era de 601 190 habitantes, representando 12.5% del estado. Es una de las regiones de Chiapas con mayor porcentaje de hablantes de lengua indígena de tres o más años (75.2%), sólo superado por la región Tulijá Tzeltal-Chol en el norte del estado (89.7%). Su población indígena se concentra en 15 de los 17 municipios y mayoritariamente habla la lengua tzotzil (62.3%) y tzeltal (37.2%) [INEGI 2010].
6 En el año 2000, 55.3% de la población ocupada de la región se dedicaba a la agricultura, seguida de 15% en la industria manufactura y 9% al comercio ambulante, con la alarmante cifra que 69% de la misma no recibe ningún ingreso o está por debajo de obtener un salario mínimo (65 pesos por día) [INEGI 2000].
7 M. Camus [2002] señala cómo la falda, que esconde las partes más ocultas y estigmatizadas de la mujer indígena, no sufre tantas variaciones como el huipil. Las faldas esconden la sexualidad y representan la esfera más íntima y privada de la mujer y, por tanto, no son objeto actual de reivindicación identitaria como la blusa, que tiene relación con una presentación pública de la mujer indígena.
8 P. Pitarch [1995] sostiene que ambos términos, ladino e indígena, deben ser comprendidos como una forma de autodefinirse y oponerse frente al otro, pues cada uno de ellos ha adoptado prácticas y discursos del otro en su larga historia de convivencia.
9 Villa Real, posteriormente denominada Ciudad Real, la fundó en 1528 el conquistador español Diego de Mazariegos con una estructura típicamente colonial; un centro donde residían los colonizadores y una serie de barrios alrededor para albergar a una o varias etnias indígenas: mexicas, tlaxcaltecas, mixes y mixtecos, zapotecas, quichés, tzotziles y tzeltales, entre otros [Paniagua Mijangos 2010].
10 La orden de dominicos, encabezada por Fray Bartolomé de Las Casas, llegó a la región en 1545 con la misión de evangelizar a los indios, a la que posteriormente se unirían franciscanos y curas seculares [Paniagua Mijangos 2010; Viqueira 1995 y 2002].
11 Hacia finales del siglo XIX, los indígenas intensificaron la migración estacionaria hacia las fincas cafetaleras del Soconusco, los ranchos ganaderos y fincas azucareras de Ocosingo, las plantaciones de cacao en Tabasco, las monterías madereras y chicleras de la Selva Lacandona o los campos maiceros en los Valles Centrales [Pineda 1995; Sánchez Flores 1995; Viqueira 1995 y 2002].
12 La carretera Panamericana se inauguró en 1950 y une la ciudad de San Cristóbal con la capital Tuxtla Gutiérrez hacia el oeste y con la frontera de Guatemala hacia el sur del estado. La carretera de Palenque se abrió en 1968 y conecta la región con el norte del país [Robledo Hernández 2009; Sánchez Flores 1995].
13 Luego de la Revolución Mexicana, en la década de los treinta aparece el discurso político y nacional del indigenismo que abogaba por la integración del indígena en México sin atentar contra su cultura (conservación de trajes, bailes, fiestas, artesanías, entre otros), y a la vez, mejorar sus desiguales condiciones de vida. Se apelaba a la existencia de una desigualdad social fruto de la condiciones socioeconómicas y no étnicas o raciales, pero terminó por resaltar una visión folclorista de costumbres indígenas que había que documentar antes de su inminente integración y asimilación a la civilización mestiza [De la Peña 1995; Gutiérrez 1999].
14 La ciudad es declarada Zona de Monumentos Históricos en 1986 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y en 2003 es catalogada como Pueblo Mágico por la Secretaría de Turismo, que incluye la conservación del patrimonio histórico y cultural de la localidad, así como su promoción turística. www.inah.gob.mx ; www.sectur.gob.mx/es/sectur/sect_Pueblos_Magicos >.
15 En el fenómeno del turismo, asistimos a la deslocalización de objetos que se validan como auténticos en los espacios turísticos como, por ejemplo, los sombreros mexicanos, los abanicos, las miniaturas de la torre Eiffel y otros objetos convertidos en souvenirs como parte de la oferta turística [Santana 1997].
16 J. G. Paniagua Mijangos [2010] sostiene que la identidad ladina se configura actualmente en la pertenencia a un barrio específico de la ciudad y con prácticas religiosas y festividades alrededor de esta identificación territorial.
17 Curiosamente el traje nacional chiapaneco no ha incorporado ningún elemento indígena, a pesar de ser el estado con mayor índice de población que habla alguna lengua indígena del país. El traje femenino proviene del municipio de Chiapa de Corzo, los coletos dicen que proviene de la época de la Colonia, y consiste en una blusa y una falda larga de satín adornadas con flores bordadas con hilos de seda de varios colores.
18 I. Otzoy [1992] distingue dos tipos de usos que la población no indígena hace respecto a la ropa indígena en Guatemala: la ropa étnica destinada a boutiques de moda y exportación, en la que el proceso de producción excluye a las mujeres indígenas e incorpora diseñadores y diseñadoras mestizos; y el uso de algunas prendas indígenas como parte del atuendo de extranjeros que consumen productos fabricados por las propias mujeres indígenas.
19 Es el caso del huipil de boda de las mujeres de Zinacantán que ahora es utilizado como una prenda étnica de gran valor. Es un huipil largo color blanco, tejido en telar de cintura con algunas cenefas de colores y con plumas de gallina que se entretejen en el borde inferior. Mientras tanto, muchas jóvenes casamenteras zinacantecas prefieren actualmente comprar el vestido en la ciudad y portar el traje de boda de las novias mestizas.
20 Los conflictos político-religiosos se producen principalmente en el municipio de Chamula, pero también en Chalchiuitán, Chenalhó, Mitontic, Chanal, Pantelhó, Zinacantán, Amatenango del Valle, Oxchuc o Venustiano Carranza, que expulsan a adeptos de religiones como Iglesia Nacional Presbiteriana, Iglesia Bautista, Iglesia de Dios, Pentecostés, Iglesia Evangélica, Adventistas del Séptimo Día, Testigos de Jehová, Sabático, Asamblea de Dios o Iglesia Cristiana [Cantón Delgado 1997; Melel Xojobal 2000; Morquecho 1992; Robledo Hernández 1997].
21 Según datos de INEGI 2010, la población que habla alguna lengua indígena de tres o más años en la ciudad representa 37% sobre el total, con el tzotzil (72.7%) y el tzeltal (25.3%) como los grupos lingüísticos más representados.
22 Entre las que se encuentran el Consejo de Representantes Indígenas de los Altos de Chiapas (CRIACH), la Organización Indígena de los Altos de Chiapas (Oriach), el Frente Independiente de Pueblos Indios (FIPI) o la Organización de Pueblos Evangélicos de los Altos de Chiapas (Opeach) [Melel Xojoval 2000; Morquecho 1992 y 2002; Robledo Hernández 1997].
23 El mercado de piratería está controlado mayoritariamente por expulsados y no expulsados del municipio de Chamula, mientras los primeros se han especializado en música o películas religiosas, los segundos abarcan una gama más amplia de copias comerciales.
24 Los apoyos los obtenían del Centro Coordinador Tzeltal Tzotzil del Instituto Nacional Indigenista (INI), actual Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), Fomento Nacional para la Artesanías (Fonart), Instituto de las Artesanías, Secretaría de los Pueblos Indios o Secretaría de Educación Pública, entre otros [Ramos 2010]. La primera cooperativa que aparece en Los Altos es Sna Jolobil (Casa del Tejido) en 1976 por iniciativa del antropólogo Walter Morris y con el apoyo de Fonart y le sigue J’pas Joloviletik (Las que hacen tejido) en 1985 con apoyo del INI.
25 Melel Xojoval [2000] señala la presencia de ocho organizaciones indígenas en el mercado de Santo Domingo, con la participan de más de 200 mujeres vendedoras en la mayoría de los casos con dirigentes hombres: Jolobil Nutseletik ta Chamula (50 socias de Chamula y Chenalhó); Organización de Vendedores de Artesanías (OVA , 20 socios); Chonolajel Antzetik Ta Caridad (70 socios); Chanamtasel Yu’ul Potil Meil (única con permiso de la Secretaría de Relaciones Exteriores); Nichim Lekil K’uil; Sindicato de la Confederación Nacional Campesina; grupo de Zinacanatecas y Sociedad Cooperativa Pro mejoramiento de Nuestra Raza (Scopnur), no coordinados con el resto de los grupos por diferencias políticas.
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