TESTIMONIO

v. Estatuto, Juicio, Pacto, Testigo
Gen 21:30 sirvan de t de que yo cavé este pozo
Exo 16:34 lo puso delante del T para guardarlo
Exo 20:16; Deu 5:20 no hablarás contra .. falso t
Exo 25:16 pondrás en el arca el t que yo te daré
Exo 31:18 dio .. dos tablas del t, tablas de piedra
Num 9:15 la nube cubrió .. sobre la tienda del t
Deu 4:45 estos son los t .. que habló Moisés a los
Deu 6:20 ¿qué significan los t .. Dios mandó?
Jos 22:27 sino para que sea un t entre nosotros
Job 29:11 y los ojos que me veían me daban t
Psa 19:7 el t de Jehová es fiel, que hace sabio al
Psa 78:5 él estableció t en Jacob, y puso ley en
Psa 93:5 t son muy firmes; la santidad conviene
Psa 99:7 guardaban sus t, y el estatuto que les
Psa 119:2 los que guardan sus t, y con todo el
Psa 119:24 tus t son mis delicias y mis consejeros
Psa 119:46 hablaré de tus t delante de los reyes
Psa 119:99 más .. porque tus t son mi meditación
Psa 119:111 por heredad he tomado tus t para
Psa 119:129 maravillosos son tus t; por tanto, los
Psa 119:144 justicia eterna son tus t; dame
Psa 119:146 a ti clamé; sálvame, y guardaré tus t
Psa 122:4 conforme al t dado a Israel, para
Psa 132:12 si tus hijos guardaren mi pacto, y mi t
Isa 8:16 ata el t, sella la ley entre mis discípulos
Mat 8:4; Mar 1:44; Luk 5:14 presenta la ofrenda .. para t a ellos
Mat 10:18; Mar 13:9 seréis llevados .. para t a ellos
Mat 19:18; Mar 10:19; Luk 18:20 no dirás falso t
Mat 24:14 predicado .. para t a todas las naciones
Mat 26:59; Mar 14:55 buscaban falso t contra
Mar 6:11; Luk 9:5 sacudid el polvo .. para t a ellos
Luk 21:13 y esto os será ocasión para dar t
Luk 22:71 ellos dijeron: ¿Qué mas t necesitamos?
Joh 1:7 éste vino por t, para que diese t de la luz
Joh 1:34 he dado t de que éste es el Hijo de Dios
Joh 3:26 quien tú diste t, bautiza, y todos vienen
Joh 3:32 y oyó, esto testifica; y nadie recibe su t
Joh 5:31 doy t acerca de .. mi t no es verdadero
Joh 5:34 pero yo no recibo t de hombre alguno
Joh 5:36 yo tengo mayor t que el de Juan; porque
Joh 5:37 el Padre que me envió ha dado t de mí
Joh 5:39 eterna; y ellas son las que dan t de mí
Joh 8:13 das t acerca de ti mismo; tu t no es
Joh 8:17 que el t de dos hombres es verdadero
Joh 8:18 doy t de mí mismo .. y el Padre .. da t
Joh 15:26 el Espíritu de .. él dará t acerca de mí
Joh 15:27 y vosotros daréis t .. porque habéis
Joh 18:37 he venido al .. para dar t a la verdad
Joh 19:35 el que lo vio da t, y su t es verdadero
Joh 21:24 da t .. y sabemos que su t es verdadero
Act 4:33 daban t de la resurrección del Señor
Act 6:3 buscad, pues .. a siete varones de buen t
Act 14:3 el cual daba t a la palabra de su gracia
Act 14:17 si bien no se dejó a sí mismo sin t
Act 16:2 y daban buen t de él los hermanos que
Act 20:23 salvo que el Espíritu Santo .. me da t
Act 20:24 para dar t del evangelio de la gracia
Act 22:18 porque no recibirán tu t acerca de mí
Act 26:22 persevero .. dando t a pequeños y a
Rom 2:15 en sus corazones, dando t su conciencia
Rom 8:16 el Espíritu .. da t a nuestro espíritu, de
1Co 1:6 así como el t acerca de Cristo ha sido
1Co 2:1 cuando fui a .. anunciaros el t de Dios
2Co 1:12 el t de nuestra conciencia, que con
2Th 1:10 por cuanto nuestro t ha sido creído
1Ti 2:6 de lo cual se dio t a su debido tiempo
1Ti 3:7 es necesario que tenga buen t de los de
1Ti 5:10 tenga t de buenas obra; si ha criado
1Ti 6:13 de Jesucristo, que dio t de la buena
2Ti 1:8 no te avergüences de dar t de .. Señor
Heb 11:2 por ella alcanzaron buen t los antiguos
Heb 11:39 alcanzaron buen t mediante la fe, no
1Jo 5:7 tres son los que dan t en el cielo: el
1Jo 5:8 y tres son los que dan t en la tierra; el
1Jo 5:9 si recibimos el t de los hombres, mayor
1Jo 5:10 el que cree en .. tiene el t en sí mismo
3Jo 1:3. dieron t de tu verdad, de cómo andas en
3Jo 1:12 todos dan t de Demetrio, y aun la verdad
Rev 1:2 ha dado t de la palabra de Dios, y del t
Rev 6:9 habían sido muertos .. por el t que tenían
Rev 12:11 vencido por .. la palabra del t de ellos
Rev 15:5 en el cielo el templo del tabernáculo del t
Rev 19:10 el t de Jesús es el espíritu de la profecía
Rev 22:16 he enviado mi ángel para daros t de
Rev 22:20 que da t de estas cosas dice .. vengo


Generalmente, una solemne afirmación para establecer algún hecho. Y comúnmente, entre los creyentes, la declaración de la experiencia cristiana de uno. En las Escrituras se refiere generalmente a aquello que fue colocado en el arca del pacto (Exo 25:21), o a la palabra de Dios (Psa 119:14, Psa 119:88, Psa 119:99; comparar Mar 6:11).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

[801]
Palabra o declaración que se hace para demostrar o acreditar una afirmación, una postura o aserción ante quien demanda garantí­as o avales.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
“El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión. Más aún, el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y en los hechos que en la teorí­a” (Redemptoris missio, 42). De hecho la categorí­a testimonio cristiano reaparece con fuerza en los textos del Vaticano II, ya que los cristianos deben “dar testimonio de aquella esperanza que está en ellos” (GE 2) y por esto se convierte en uno de los motivos dominantes en la reflexión eclesiológica contemporánea. En efecto, la palabra testimonio aparece 133 veces en los textos conciliares, más aún, la misma vocación general a la santidad (cf LG c. V) se traduce frecuentemente en clave de testimonio para evocar el compromiso de toda la vida y de toda la persona en un marco de una relación más interpersonal e interpelante.

La reflexión contemporánea sobre el testimonio pone de relieve sus tres dimensiones: la empí­rica, ya que la acción de testimoniar reside en reportar lo que se ha visto u oí­do mediante un relato o narración; la jurí­dica, ya que el testimonio está dentro de un proceso o de una acción jurí­dica, y la ética, puesto que el testimonio entraña un sentido ético, a causa de su interioridad, ya que el testigo queda implicado en su testimonio y testimonia en conciencia comprometiéndose públicamente con lo que dice. A su vez conviene discernir la posibilidad racional de un testimonio del absoluto que sea plenamente histórico y así­ llegar a una reflexión en clave de “metafí­sica del testimonio”.

Por otro lado debe tenerse en cuenta que el testimonio es siempre teológico. Lo que puede variar es el gradode objetivación consciente de la realidad teológica de cada testimonio. De hecho puede existir oscuridad tanto por parte del testigo como por parte de quien lo ve. Pero la interpretación cristiana atribuye validez objetiva al testimonio, a pesar de que pueda no haber exacta correspondencia entre lo atestiguado y la vida del testigo. Y esto porque tal testimonio se realiza en el interior de una comunidad, como testimonio de esta comunidad, que en su conjunto realiza aquello que atestigua. La “santa Iglesia” es, según la comprensión cristiana, el presupuesto de que el testimonio de la Iglesia —aun cuando sea realizado por un individuo “indigno”—es realmente testimonio, es decir, realiza aquello que atestigua.

Así­ pues, el testimonio aparece en el marco de la relación interpersonal y acoge los interrogantes sobre el valor y el sentido global de la vida. Además aparece con una dimensión no sólo empí­rica y jurí­dica, sino también ética y, a su vez, trascendente-teológica que se puede discernir en su realidad viviente a través de indicios, signos, huellas… He aquí­ en sí­ntesis un texto paradigmático de la Evangelii nuntiandi: “La buena nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio. Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes y su esperanza en algo que no se ve ni osarí­an soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así­? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien: este testimonio constituye ya de por sí­ una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la buena nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización. Son posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no cristianos… Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores” (EN 21).

“Y, sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (lPe 3,15)—, explicitado por un anuncio claro e inequí­voco del Señor Jesús… No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (EN 22).

No es extraño pues que en el Sí­nodo sobre el Concilio de 1985 se afirmara en clave eclesiológica que “la Iglesia es más creí­ble si da testimonio con la propia vida… La Evangelización se hace por testigos, pero el testigo no da sólo testimonio con las palabras sino con su vida. No debemos olvidar que en griego testimonio se dice martyrium”. Con esta orientación, pues, la categorí­a testimonio se convierte también en clave para la Eclesiologí­a, especialmente en su perspectiva de >Eclesiologí­a fundamental, con sus reflexiones sobre la >Iglesia: ¿por qué?, y sobre la >credibilidad de la misma Iglesia.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Testimonio y evangelización

Dar “testimonio” (“martiria”) es el lenguaje de una vida, en la que se ha plasmado un mensaje o unas creencias. Se origina entonces una relación interpersonal entre quien da testimonio y quien lo recibe, favoreciendo la credibilidad. Quien anuncia de verdad una doctrina, compromete la propia vida a modo de “martirio” (testimonio auténtico y radical). En el mensaje de la revelación, los “signos” acompañan a las palabras (cfr. Mc 16,20).

Jesús “hizo y enseñó” (Hech 1,1), “pasó haciendo el bien” (Hech 10,38), dando testimonio de su relación í­ntima con el Padre (Jn 3,11), porque ha venido al mundo como Hijo de Dios, “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Los discí­pulos de Jesús quedarán misionados para “dar testimonio” de él con la fuerza del Espí­ritu (Jn 15,26-27). Es más, su predicación se basará en la experiencia de haber “visto” a Jesús, “la Palabra de vida” (1Jn 1,1ss). Así­ serán “testigos” cualificados de Cristo resucitado (Hech 1,8; 2,32). Por esto la misión en el Espí­ritu consiste en “transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús y la esperanza que les anima” (RMi 24).

El testimonio de vida es “el primer medio de evangelización” (EN 41) y “la primera e insustituible forma de la misión” (RMi 42), en cuanto que es signo personificado del mismo mensaje de Cristo anunciado con las palabras. Como la santidad, así­ también el testimonio apostólico es una exigencia del bautismo “Todos los fieles cristianos, donde¬quiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo” (AG 11).

El testimonio evangélico

El mensaje de las bienaventuradas se ha de proclamar de suerte que aparezca en la vida de los creyentes como una “lámpara sobre el candelero” o una “luz” que dé a conocer los planes salví­ficos del Padre (Mt 5,15-16).

El testimonio se concreta en la transparencia del mensaje en la propia persona, coherencia de vida, experiencia de relación personal con Cristo a quien se anuncia, autenticidad o “sencillez de vida, espí­ritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí­ mismos y renuncia” (EN 76).

Por el seguimiento evangélico radical, el evangelizador da “un testimonio magní­fico y extraordinario de que sin el espí­ritu de las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios” (LG 31).

El testimonio cristiano se hace llamada acuciante a aceptar libremente el mensaje, precisamente porque ese mismo mensaje se ha convertido en compromiso concreto en quien lo atestigua. La fuerza del testimonio radica en esa autenticidad de gracia y en “el Espí­ritu Santo que Dios comunica a los que le obedecen” abriéndose al mensaje de la fe (Hech 5,32). Quien acepta el mensaje cristiano por el testimonio de un testigo auténtico, se convierte él mismo en testigo para los demás.

El testimonio en la evangelización actual

En una sociedad “icónica” (de signos), que “tiene sed de autenticidad” (EN 76), “el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros” (RMi 42). El testimonio de vida es “una condición esencial en vistas a una eficacia real de la predicación” (EN 76).

En las situaciones actuales “la Iglesia está llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones valientes y proféticas” (RMi 43). Pero esta actitud, como en el caso de los documentos magisteriales sobre la justicia social y la moral cristiana, la suerte del apóstol no será diferente de la del Maestro (Jn 13,16). Evangelizar será siempre y ante todo, “dar testimonio de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espí­ritu Santo” (EN 26).

Referencias Anuncio, martirio.

Lectura de documentos LG 35; AG 11-12; EN 21, 26, 41,76; RMi 42-43; CEC 642-643, 995, 1303, 2044-2046, 2471-2474.

Bibliografí­a D. GRASSO, Testimonianza ed evangelizzazione, en Le missioni nel Decreto Ad Gentes del concilio Vaticano II (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1966) 175-185; P. LIEGE, Le témoignage de la vie, source d’efficacité missionnaire, en La formatione del missionario oggi (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1978) 91-100; L. LEGRAND, Good News and Witness, The New testament Understanding of Evangelization (Bangalore 1973); S. PIE-NINOT, Hacia una eclesiologí­a fundamental basada en le testimonio Rev. Catalana de Teologia 9 (1984) 401-461; J.O. TUí‘I, Testimonio, en Diccionario Teológico de la Vida Consagrada (Madrid, Pub. Claretianas, 1989) 1722-1737.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: Introducción. – 1. Testimonio, Revelación, Salvación: a) El testimonio humano; b) El testimonio revelado; c) Testimonio en “hechos y palabras- (DV 21); d) El testimonio de lo comunidad y de los cristianos. – 2. Testimonio y Evangelización: a) El testimonio cristiano, punto de partida de la evangelización; b) El testimonio en el campo de la acción apostólica-misionera; c) El testimonio en el campo de la Palabra; d) El testimonio de vida de los santos; e) El lenguaje testimonial en la catequesis. El Espí­ritu en la Iglesia.

Introducción
En la vida diaria, siempre se ha cotizado mucho a aquellas personas cuya forma de obrar responde habitualmente a sus convicciones humanas ampliamente conocidas. Son personas no sólo “de palabra”, sino “de hechos” concordantes con su palabra. Cuando pasamos al orden religioso, este tipo de personas-testigos es tan importante, que la Iglesia, a las más cualificadas las eleva al honor de los altares, como beatas o santas canonizadas y, a muchí­simas otras también sobresalientes los creyentes las consideran como modelos de identificación cristiana.

El testimonio cristiano es una realidad cristiana que merece un tratamiento sucinto, pero claro. Lo presentamos en dos partes. En la primera aclaramos la concepción de testimonio descubriendo, sobre todo, la conexión teológico-existencial entre testimonio, revelación y salvación cristiana. En la segunda aparte ponemos de relieve la relación del testimonio con la evangelización y la importancia del lenguaje testimonial para una eficaz evangelización.

1. Testimonio, revelación y salvación
a) El testimonio humano. Cuando alguien da su testimonio sobre algo, lo que hace es atestiguar personalmente -ponerse por testigo personal- de un hecho, de una obra que merece la pena, de un valor. Así­, quiere aportar la verdad objetiva de un hecho controvertido. Se compromete personalmente con una causa. Garantiza, mediante unos comportamientos de vida, una verdad creí­da y anunciada.

Lo más importante en todo testigo es la autoridad de que éste está revestido para que su testimonio sea creí­ble. Esa autoridad le viene, bien de la confianza de que goza en la sociedad, bien de la coherencia entre la verdad que afirma como verdadera y la praxis de su vida.

b) El testimonio revelado. El mensaje cristiano se ha presentado ya desde sus orí­genes como testimonio. Su núcleo central: que Cristo ha resucitado y vive después de haber muerto y que su Espí­ritu está actuando en la historia como fuerza de liberación para el hombre que lo acoja en la fe (cf 1 Co 15, 1-28; Rm 8, 1-39). Este es el anuncio que testimoniaron los Apóstoles bajo la luz y fuerza del Espí­ritu de Pentecostés. Pero esta Buena Noticia no hubiera sido anunciada eficazmente, si los que la proclamaron no hubiesen sido “hombres nuevos”, que manifestaban en sus actitudes y en sus obras los signos del poder salví­fico de Dios (cf F. PACER, Testimonio, en J. GEVAERT, Diccionario de Catequética, CCS, Madrid 1987, 786).

En realidad, toda la historia de la revelación salvadora se desarrolla en este dinamismo testimonial y así­ lo afirma la propia Sda. Escritura. Asomándonos tan sólo al N. Testamento “descubrimos -dice J. M. Abrego- dos lí­neas interpretativas principales del concepto de testigo o testimonio: la de la obra de Lucas y la de Juan. Lucas, se fijó más directamente en los apóstoles y creyentes en cuanto testigos de la obra de Dios realizada en Cristo; Juan (que no utiliza el sustantivo testigo, sino el concepto de testimonio o el verbo dar testimonio) subraya la función testifical de Jesús, acerca del amor y salvación del Padre” (J. M. ABREGO, Testimonio, en Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid 1999, 2203-2205).

Para Lucas, los Apóstoles son establecidos como “testigos de la resurrección de Jesús” (Hch 1,8. 22; 4,33, 10,41), de todo el sentido de su vida terrena: “Hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24,47). Esto supone que los apóstoles han convivido con Jesús, desde el principio (cf Hch 1,21). Más aún, por haber recibido el Espí­ritu (Hch 2,1-13), los apóstoles reciben la tarea de testimoniar la obra del Padre realizada en Jesús y afirmada en su resurrección de entre los muertos (cf Hch 1,6-8; 2,14-36).

Juan evangelista toma otro rumbo. Su término preferente es testimonio. Todos sus escritos son fruto de su testimonio: “El que lo vio (Juan) lo atestigua y su testimonio es válido, y el sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (19,35). Juan da fe de lo que ha visto y experimentado en su relación con Cristo (Jn 21,24). Ya dentro de su evangelio, el Padre da testimonio del Hijo (Jn 5,32). El testimonio del Hijo es verdadero porque coincide con el Padre (Jn 5,19 ss); él testifica lo que ha visto en el Padre (Jn 8,38). A su vez, el Espí­ritu da testimonio de él (Jn 15,26). Y también sus Apóstoles (Jn 15, 27), a quienes él mismo enví­a al Espí­ritu de la verdad (Jn 14,16-17). ¡Jesús es el verdadero testigo del amor salví­fico del Padre!
c) Testimonio en “hechos y palabras” (DV, 2). Sea con uno u otros términos, aparece claro, que Cristo Vivo es el testigo revelador del Proyecto amoroso y solidario del Padre y que sus Apóstoles y discí­pulos son también verdaderos testigos de la Obra salvadora y liberadora realizada en Cristo, Muerto y Resucitado, a favor de toda la humanidad.

¿Cómo se realiza ese múltiple testimonio revelador? Si la revelación de Dios se redujera a comunicar unas verdades conceptualmente expresadas, serí­a suficiente el vehí­culo de la palabra articulada y escrita para dar pie a su conocimiento. Pero la revelación de Dios es la comunicación de Dios mismo, de su ser, y de su amor comprometido en salvar. Esta “condescendencia” de Dios para encontrarse con los seres humanos, necesitaba de un lenguaje válido, de unos signos elocuentes capaces de llamarles a los oí­dos del corazón y lograr una respuesta personal de apertura y aceptación amorosa: la fe teologal (cf DV 1-10. Dt 3,24; 4,7. 32-36).

Y el Dios Salvador, tanto en el A. como en el N. Testamento, utilizó como mediaciones sensibles, las obras de la Naturaleza y, sobre todo, los hechos históricos de la Salvación en favor de la liberación de Israel, llegando al cenit de su autocomunicación con la humanidad en la Encarnación, Vida, Pasión, Muerte, Resurrección de Jesús y en el enví­o del Espí­ritu de Pentecostés. Con estos acontecimientos liberadores, acompañados y atestiguados por la mediación de los “padres de la fe” de Israel, de los profetas y del Hijo encarnado y sus Apóstoles, Dios manifiesta con cierta nitidez a la humanidad su poder amoroso y salvador.

Pero, además de los acontecimientos salví­ficos, Dios se sirve también de la mediación de una palabra que los anuncie, los explique y los proclame a los oyentes de buena voluntad. “El signo asombra e interroga; la palabra interpreta, revela y convoca. De hecho, la Sda. Escritura recoge la memoria verbalizada de unos hechos, transmite en palabra su significado e invita a traducir en hechos (obras) la sintoní­a con dicho mensaje” (J. M. ABREGO, o.c., 2206-2207).

“Los hechos y las palabras intrí­nsecamente unidas” (cf DV 2,4, 7-8, 17-18), constatadas en la Biblia y proclamadas entre los creyentes, son los dos componentes del testimonio cristiano, que invitan a acoger en la fe al Dios Salvador y Liberador.

d) El testimonio de la comunidad y de los cristianos. El testimonio cristiano no queda encerrado en la Sda Escritura y en la Tradición, es decir, en la Palabra de Dios. El Vaticano II (LG 35) afirma: “Cristo, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética por medio de los laicos a quienes por ello, constituye en testigos (Hch 2,17-18)”. El Vaticano II habla aquí­ de la Iglesia. Cristo resucitado, presente en la Iglesia, se hace visible y cercano entre los hombres continuando hoy su obra de salvación y liberación. El Espí­ritu que alentaba su testimonio entre las gentes de Palestina, (Lc 3,22; 4, 4. 14-15; 18-21), es el mismo que sostiene ahora el testimonio de su Cuerpo, la Iglesia, entre las gentes de hoy. La Iglesia es la comunidad de testigos de la salvación integral de Cristo, pero de testigos creí­bles por la coherencia de sus “obras y palabras”. El testimonio de Cristo Salvador hoy es tarea de todo bautizado.

Es admirable el vigor con que Pablo VI reclama de los cristianos este testimonio de vida:

“Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente lo que anunciáis? ¿Viví­s lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que viví­s? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que, en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos” (EN 76,2°).

a) El testimonio cristiano, punto de partida de la evangelización
Aunque este punto ya está tocado más arriba, conviene ahondar un poco más en él.

Pablo VI advierte que la finalidad de la evangelización es el cambio interior de los hombres en hombres nuevos, con la novedad del bautismo (cf Rm 64) y de la vida según el Evangelio (cf Ef 4,23-24). Dicho de otro modo, “la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama (cf Rm 1,16), trata de convertir, al mismo tiempo, la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos” (EN 18).

Sin embargo, el mismo Papa recuerda que, en la acción evangelizadora, forman parte de ella diversos elementos y aspectos de los que no se puede prescindir. Algunos de ellos “revisten tal importancia que se tiene la tendencia a identificarlos simplemente con la evangelización” (EN 17). De ahí­ que a veces se define la evangelización en términos de anuncio de Cristo a los no creyentes, de conversión, de predicación y catequesis, de bautismo y de administración de otros sacramentos, de entrada en la comunidad. “Resulta imposible comprender (la evangelización) si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales” (EN 17, final).

Según el pensamiento de EN, tampoco es neutro el lugar que cada uno de sus elementos integrantes ocupan el proceso de evangelización. De ahí­ que “la Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio” (EN 21). El anuncio explí­cito, claro e inequí­voco de Jesús es imprescindible. Sin embargo, podrá quedar infecundo, si previamente la Buena Noticia hablada no ha sido precedida -preparada- por el testimonio perseverante y sin palabras de cristianos coherentes. Estos “hacen plantearse a quienes contemplan su vida, interrogantes irreprimibles: ¿Por qué son así­? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Este testimonio constituye ya de por sí­ una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización” (EN 21).

Esta primací­a del testimonio para una eficaz evangelización, está atestiguada, antes de EN (1975), por el Decreto conciliar Ad Gentes (AG, 11, 1965) y después en numerosas ocasiones: el testimonio, el primer anuncio y las acciones transformadoras son las acciones que pide Juan Pablo II que se promuevan para una “nueva evangelización” en América Latina (Haití­, 1983 y S. Domingo 1984), en Europa (VI Simposio de Conferencias Episcopales de Europa 1985) y en todos los continentes (1985 y en Christifideles laici, 34-44, 1988), últimamente la prioridad del testimonio para la evangelización se reivindica en Redemptoris Missio (RM, 42, 1990) y en el Directorio General para la Catequesis (DGC, 47, 1997). ¿Qué sucede en la praxis?
b) El testimonio en el campo de la acción apostólico-misionera
Si se contempla la acción, por ejemplo, de los movimientos apostólicos de A.C., la primací­a del testimonio es obvia. En concreto:

“La HOAC, en coherencia con la fe de la Iglesia, ha comprendido que su actividad evangelizadora ha de tener estas caracterí­sticas inseparables” (y se enuncian por orden de prioridad): encarnación, testimonio personal y comunitario, compromiso personal y comunitario, encaminado a la transformación de las personas, los ambientes y las estructuras en la perspectiva del Reino de Dios, (y, en un segundo momento) anuncio explí­cito de Jesucristo y su Evangelio y la invitación a entrar en la comunidad de los seguidores de Jesús” (Pleno General de Representantes: Preparación VIII Asamblea General, 2.a Fase: “La Iglesia y el Mundo Obrero”, Madrid, 1990, p. 18).

“El testimonio es el comienzo del anuncio. Es un anuncio no verbalizado, no explicitado. Es palabra de vida” (Carlos G. de Andoí­n).

c) El testimonio en el campo de la Palabra
Sabemos que, desde la cuna del cristianismo, la Tradición Viva de la Iglesia, que recoge la revelación del Proyecto solidario de Dios para la humanidad por la mediación de Cristo Vivo, se ha ido comunicando de generación en generación. Recibida de los Apóstoles, la Iglesia conserva y comunica con fidelidad la herencia de su Señor, pues, siendo portadora del Espí­ritu de Jesús, ella misma es el Testimonio, la Memoria Viva y Permanente del Acontecimiento Salvador que abarca de la Encarnación a Pentecostés.

Dicho de otro modo, la comunicación de la fe, la Iglesia la realiza bajo el signo de la comunión. Quien da a Cristo es la Iglesia. Bajo el Espí­ritu de Jesús Vivo, ella elaboró unos escritos para “decir su fe” y nos los ha ido comunicando -como primeros documentos de la fe- para que también nosotros creamos. Sin embargo, el cristianismo no es tanto la “religión del libro”, cuanto la “religión de la comunidad” provista de un libro “que leemos e interpretamos según el Espí­ritu que habita en la Iglesia” (MPD-77, 9,3°). Es por el Espí­ritu por el que la Iglesia mantiene Viva la Tradición de su Señor Jesús y la actualiza y hace progresar al contacto con los “signos de los tiempos” (cf J. M. OCHOA, La transmisión de la fe, hoy: algunos criterios teológicos, “Teologí­a y Catequesis” 30 [1989] 225-226).

¿Cómo se desarrolla y se expresa la Tradición Viva? Por los datos de la historia, la fe se desarrolló y transmitió en pluralidad de expresiones, signo a la vez de su dinamismo envolvente y de su tendencia inculturadora:

1) En primer lugar, se encarnó en expresiones de experiencia de fe, de espiritualidad: Estas expresiones son resultado del encuentro del Evangelio con la “cultura” de cada creyente, pueblo y comunidad, como reacción vital de cada uno de ellos ante el reto de la Buena Nueva. Mientras no se da esta reacción “expresiva” del encuentro con el Dios cristiano, la fe permanece superficial.

2) En segundo lugar, la Tradición eclesial se manifestó en la liturgia, que es la primera y auténtica expresión de la espiritualidad según el talante de cada cultura.

3) El testimonio y el compromiso son otras tantas expresiones éticas de la Tradición Viva, como estilo armónico del vivir personal y comunitario de las gentes creyentes tanto hacia dentro de la comunidad cristiana, como hacia el campo misionero.

4) Por fin, la doctrina o la teologí­a fue la expresión intelectual que traduce en palabras y conceptos “comunicables” la experiencia de fe, bien vivida en su radicalidad (la espiritualidad), bien expresada en la liturgia y en la praxis cristiana de la vida divina del testimonio y del compromiso (cf L. SARTORI, Tradición, en J. GEVAERT, (Dir) Diccionario de Catequética, CCS, Madrid 1987, 790-793).

Por lo dicho, se ve que el lenguaje en que se expresa la Tradición Viva Eclesial desde su cuna no es monocorde, sino pluriforme. Y uno de los lenguajes más eficaces en la comunicación de la fe o evangelización es el testimonio individual y comunitario de los cristianos.

d) El testimonio de vida de los Santos
Tan importante es el uso de este lenguaje testimonial en la comunicación de la Buena Nueva, que se llega a decir que:

“Una catequesis -una evangelización catequética- que no proponga con todo su vigor, con el convencimiento que alimentan tantos siglos de cristianismo, la palabra reveladora y estimulante, atractiva, que emerge de los plurales y excepcionales casos de santidad, faltarí­a seriamente a la Palabra de Dios y a los mismos destinatarios de la Palabra, privándoles de lo que debe dar sentido global y profundo a su vida de creyentes: “Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lev 19,2)” (M. HERRAIZ, Vida de los santos y catequesis, en Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid 1999, 2272-2273).

Llamados a la santidad (LG 39-42), el santo es signo de la presencia operante de Dios en la vida de la persona o de la comunidad y una invitación generosa para todos a aceptar el imperativo amoroso de Dios a ser santos: “El Evangelio es vivible” -parece decirnos-. Este se hace carne en quienes llamamos santos canonizados; el don que ellos acogen se hace para nosotros compromiso de vida, que salva a la misma vida (R. Latourelle, 1965). Rescatar del pasado a los testigos vivientes del Viviente en la labor catequética es rememorar la obra de Dios y sus caminos en los corazones. Y seguir a un testigo no es mirar al pasado y olvidarse del presente. El modelo hace mirar hacia delante, no favorece la repetición de su “vida”, sino que nos invita a la creación. “En un momento histórico de mayor experiencia de desvalimiento personal, de ahogamiento en la propia soledad, y también de más agudo sentimiento comunitario, la Iglesia santa (con sus miembros santos reconocidos) puede y debe ser respuesta a desviaciones individualistas y a esperanzas de solidaridad” (cf M. HERRíIZ, o.c., p. 2278).

e) El lenguaje testimonial en la catequesis. El Espí­ritu de la Iglesia.

La acción catequética, como momento estelar de la evangelización, además del lenguaje de la experiencia espiritual, de la liturgia y de los conceptos intelectuales, utiliza también el lenguaje vigoroso del testimonio de la Iglesia a lo largo de su historia proponiendo las acciones: de sus miembros más preclaros, de sus instituciones consagradas al servicio de los pobres, de la cultura, de las misiones e, incluso de sus hijos e hijas actuales, cualificados por la coherencia de su fe y su vida.

Efectivamente, el Espí­ritu de Dios, en el A. Testamento, aún no es revelado como persona trinitaria, pero sí­ como fuerza divina que transforma personalidades humanas para hacerlas capaces de gestos excepcionales y de llevar adelante la Historia de la Salvación a partir de Israel: jueces, reyes, y sobre todo, profetas. El “lugar” del Espí­ritu es la historia salví­fica en el A. Testamento. Y se perfila también como alentador de la Historia de la Salvación en el N. Testamento: “Yo pondré en vosotros mi Espí­ritu” (Ez, 36); “Derramaré mi Espí­ritu sobre toda carne” (II 2-3). Y en Pentecostés, efectivamente, el Espí­ritu se derrama sobre la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios (Hch 1-2 y passim), enviado por Cristo Vivo que, por su misterio pascual, se ha convertido en fuente del Espí­ritu (Hch 1-2).

Desde entonces, la Iglesia es el “lugar de acción” del Espí­ritu de Jesús en nuestra historia, como su Cuerpo en el que Cristo continúa la Historia de la Salvación. Si el Espí­ritu transformó en otro tiempo a personalidades humanas en instrumentos de Salvación, ahora, “en el tiempo de la Iglesia” sigue promoviendo, entre los cristianos, testigos de Cristo Vivo, Salvador y Liberador hoy de sus hermanos.

Por tanto no extraña que la catequesis evoque a Abrahán, el creyente; a Moisés, el amigo de Dios y su fiel colaborador en la liberación de Israel; a David, antecesor de Cristo y anticipo simbólico de su Reino, a las primeras comunidades cristianas, como modelos de identificación de la Iglesia; a S. Agustí­n, a S. Ambrosio y a Juan Crisóstomo, como Obispos ejemplares de sus Iglesias; a la Iglesia de las invasiones bárbaras, como recreadora del Plan de Dios en situaciones devastadoras; a Francisco de Así­s y Domingo de Guzmán, como regeneradores de la Iglesia en una sociedad de pocos señores feudales ricos, y muchos plebeyos pobres; a los abundantes mártires cristianos en la última mitad del siglo XX, como testigos cruentos contra la injusticia y la indiferencia religiosa de fines del segundo milenio.

Como la revelación se verifica con “obras y palabras í­ntimamente unidas” (DV 2), también la evangelización, que transmite al mundo la revelación, “se realiza con obras y palabras” (DGC 39). Obras y palabras son los componentes fundamentales del testimonio: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16,20).

BIBL. – PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, PPC, Madrid 1975; J. M. ABREGO, Testimonio, V. Ma PEDROSA, Ma NAVARRO, R. LíZARO, J. SASTRE, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid 1999, 2201-2210; M. HERRAIZ, Vida de los Santos y catequesis, IBIDEM, 2272-2278; R. SAUER, Lenguaje religioso, IBIDEM, 1353-1360; J. BESTARD, Nuevas sensibilidades y catequesis, IBIDEM, 1653-1666-68; A. Ma UNZUETA, Tradición y Catequesis, IBIDEM, 2210-2224; C. Ma MARTINI, Comunicar a Cristo, hoy. U.P. de Salamanca, 1998; C. GARCíA DE ANDOIN, El anuncio explí­cito de jesucristo, E. HOAC, Madrid 1997; V. M° PEDROSA, El lenguaje audiovisual para una triple fidelidad: a Dios, a los hombres de hoy y a la “Traditio”, “Actualidad Catequética” 149 (1991) 99-159; F. PAJER, Testimonio, J. GEVAERT, Diccionario de Catequética, CCS, Madrid 1987, 786-787; L. SARTORI, Tradición, Ibidem, 790-793; M. VAN CASTER, Dios habla hoy. Catequesis y diálogo, Sí­gueme, Salamanca 1971, 131-135; Dios habla hoy, 1, Ibidem, 129-136; M. D. CHENU, El Evangelio en el tiempo, Estela, Barcelona 1966, 51-65.

Vicente M° Pedrosa Arés

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Es la traducción de la palabra griego martyrí­a (de donde procede la palabra mártir); indica la capacidad de entrar en una relación interpersonal sobre la base de la narración de un hecho. El testimonio es ante todo lenguaje; pertenece al modo de expresarse del hombre y en algunos aspectos, es la expresión privilegiada del lenguaje humano, ya que crea actos concretos que la palabra hablada por sí­ sola no es capaz de indicar.

El testimonio surge en primer lugar en un contexto jurí­dico; es decir, se convierte en un acto mediante el cual se refiere lo que ha sido objeto de experiencia. Hay dos elementos que caracterizan a esta posición: el comunicar y el contenido de la comunicación; para que, además, la comunicación sea completa, se necesita la presencia de quien recibe el testimonio. Así­ pues, se puede pensar en él como en una relación que, en virtud de un contenido, se crea entre un sujeto que se expresa y otro sujeto que recibe. En este horizonte, la relación interpersonal entre los dos pertenece a la esfera más alta y profunda de la relación, ya que, en el terreno del contenido, los dos sujetos arriesgan la credibilidad de su propio ser.

El testigo, según su fidelidad o no fidelidad al proponer el hecho, manifiesta la veracidad o la falsí­a de su propio ser; el receptor del testimonio, al juzgar el grado de sinceridad del testigo, expresa su voluntad de salir de sí­ mismo para fiarse de la persona que le habla. En cada uno de los dos casos, los sujetos revelan su personalidad y su intimidad.

Esto explica por qué el testimonio no puede limitarse a ser una simple narración de hechos; se convierte más bien en compromiso, en empeño, en lenguaje performativo que, por su naturaleza, exige al sujeto que llegue hasta las últimas consecuencias : dar la propia vida por atestiguar la verdad de lo que atestigua. En este caso, el testimonio alcanza, incluso semánticamente, la expresividad total y coherente, ya que se convierte en martirio.

La Escritura recurre también de un modo privilegiado a la categorí­a de testimonio; su uso es rico y pluriforme.

En algunos momentos, sirve para definir a la misma revelación; en otros, su transmisión; y en otros, su credibilidad. Es sobre todo la teologí­a de Juan la que hace del testimonio un contenido privilegiado de su evangelio. Atestiguar es sinónimo de revelar, ya que se recibe el testimonio como el atestado solemne de una experiencia realizada por el Hijo junto al Padre (cf Jn 3,1 1; 8,38; 8,40; 18,37).

Cristo Jesús es el testigo perfecto y fiel de Dios; por eso, no tiene necesidad que nadie le dé testimonio sobre la verdad de su persona y de su mensaje, ya que el Padre mismo atestigua la verdad que le manifiesta (Jn 8,7). En ese mismo acto, Jesús de Nazaret es testigo y testimonio, como consecuencia del hecho de ser al mismo tiempo revelador y revelación del Padre.

Por la intimidad de vida que habí­an disfrutado con Jesús (1 Jn 1,1 -3), sus discí­pulos son los primeros testigos de la resurrección del crucificado (1 Cor 15,3) y, en virtud de esta experiencia, son enviados al mundo para ser testigos acreditados de todo lo que él hizo (Hch 1,8; 10,41).

De la perspectiva bí­blica se deducen algunas notas esenciales que constituyen el concepto teológico de testimonio; se pueden sintetizar de este modo: a) El testigo es depositario de una llamada que lo habilita para ser tal; por consiguiente, recibe una misión inderogable para el testimonio. b) El testimonio no se detiene en unos hechos esporádicos o contingentes; al contrario, afecta al sentido definitivo de la existencia personal. c) El testimonio no se da para uno mismo, sino que se ofrece al otro para provocarlo a la fe o a la reflexión; en este sentido se convierte en una nproclamación”. d) El testimonio es un compromiso concreto de vida; se realiza a través de las modalidades comunes de la existencia personal, por lo que puede decirse que es la vida la que atestigua. e) El testimonio cristiano es fruto de la gracia; por tanto, es primariamente iniciativa de Dios, que escoge y delega para esta misión.

Los creyentes, en virtud del bautismo, se insertan en la fe de la Iglesia y se convierten a su vez en testigos que transmiten y continúan el testimonio original de Jesucristo y de sus discí­pulos. Se debe particularmente a la acción del concilio Vaticano II la recuperación de la categorí­a del testimonio en términos nuevos y actuales. Este término aparece más de 100 veces en los documentos del concilio (cf. LG 12. 31. 35; AA 13; AG 6. 11. 15.21…), pero sobre todo es interesante ver que se le describe como la forma y la expresión unitaria del ser y del obrar cristiano.

Al ser lenguaje, es necesario que el testimonio se concrete plenamente en la condición histórica y en el contexto en que debe expresarse, so pena de resultar incomprensible e ineficaz. Esto significa que existe una dialéctica entre las diversas formas de testimonio que se presentan en cada ocasión. Su tarea será “convencer” al otro de la bondad y verdad de su contenido, para hacerle participar de la propia felicidad. La expresión de Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi es un í­ndice de esta condición: “El hombre de hoy escucha de mejor grado a los testigos que a los maestros; si escucha a los maestros, es porque son testigos” (EN 40).

El testimonio no puede ser sólo personal; posee esencialmente el elemento eclesial que lo califica siempre y en todas partes cuando, al ser testimonio, es la fe de toda la Iglesia.

El cumplimiento del testimonio se lleva a cabo en el momento en que quienes lo reciben se convierten a su vez en testigos; aquí­ es, por consiguiente, donde se juzga de la veracidad y de la convicción del propio testimonio.

R. Fisichella

Bibl.: C. Floristán, Testimonio, en CFP, 989-1000: R, Latourelle, Testimonio, en DTF 1523-1542; íd., Ei testimonio de la vida, en Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Sí­gueme, salamanca 1971; 329-369; M, Rossi, Testimonio, en DTEM, 1070-1075.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Concepto de testimonio. II. Vocabulario usado en la Biblia: 1. El testigo en Lucas; 2. El testigo en Juan. III. Hermenéutica del hecho humano. IV. Hermenéutica bí­blica del testimonio. V. El testimonio de la Iglesia.

I. Concepto de testimonio
El concepto de testimonio es polisémico en nuestra lengua, con un uso complejo. 1) La etimologí­a de testis subraya la función del testigo en cuanto presente al hecho y posible repetidor de la realidad: del testigo se espera que aporte la verdad objetiva de un hecho controvertido. Nos hallamos con naturalidad en el ámbito jurí­dico e incluso forense. 2) Además, tachamos de testimonial una postura significativa, pero ineficaz. Este uso semántico penetra en el significado del acontecimiento: implica a la vez una cierta admiración por lo que conlleva de coherencia y autenticidad, aunque se reconozca su inoperancia. 3) Un uso intermedio entre los ya citados ocurre cuando afirmamos que una actitud, un hecho, un acontecimiento es testimonial porque confirma una lí­nea previamente expresada. Aquí­ el testimonio es un acontecimiento externo que revela la existencia de una interioridad. Por otra parte, esta no existe sin gestos que la expresen. Sin la interioridad, el hecho carece de sentido (hay gestos que revelan amor, odio, incomprensión, acogida, etc.) y, al mismo tiempo, difí­cilmente podemos imaginar estas realidades sin exteriorizaciones que la testifiquen. En este sentido debemos relacionar el testimonio con conceptos como revelación, signo, señal, milagro, etc. 4) Finalmente, tomando ejemplo de las carreras de relevos, alguien pasa el testigo cuando transmite algo a alguien: se transmite un encargo, un sentido, un mensaje o una vivencia. En este sentido el testimonio tiene relación con otros conceptos catequéticos como misión o apostolado. De estos usos del concepto cabe deducir una conclusión: la realidad es ambigua y el testimonio pretende objetivarla, expresarla o iluminarla tanto respecto al hecho externo mismo cuanto, más aún, a su sentido.

En años recientes el testimonio ha sufrido también una evolución en su valoración dentro del ámbito de nuestra cultura. Si el testimonio (en sentido un tanto apologético) era lo importante en la vida de una persona, poco a poco fue cediendo terreno en favor del compromiso. Más recientemente ambos conceptos han vuelto a relacionarse: el testimonio comprometido es la actitud que sirve para iluminar la realidad desde su profundidad.

En un ambiente tildado de posmodernista, el testimonio sufre una nueva erosión. En la cultura posmoderna el testimonio parece quedar relegado al ámbito privado de las necesidades subjetivas del individuo, sin valor para los demás. En una cultura de la fragmentación no resulta significativo seguir el rastro que une la acción concreta con su motivación profunda; nada necesita motivación. Como mucho, cabe el respeto o la admiración ante lo que intuimos como coherencia individual, pero sin reconocerle ningún sentido de interpelación. Con todo, la cultura posmoderna sigue buscando y creando testigos.

II. Vocabulario usado en la Biblia
a) En hebreo (Antiguo Testamento), la raí­z que soporta el concepto de testimonio (`ud) es indudablemente semita, pues está atestiguada en diversas lenguas, aunque con significados a veces tan lejanos semánticamente del hebreo como rodear o auxiliar. En hebreo se mantiene fundamentalmente dentro del ámbito jurí­dico, bien como función notarial en un proceso civil, bien como acusación en un proceso criminal (resulta curioso que no exista la figura de un testigo de descargo). 1) En su función notarial, un testigo asiste a un pacto o transacción comercial y su presencia confirma el hecho (Gén 23,18), incluso por escrito (Jer 32); un altar atestigua que “el Señor es Dios” (Jos 22,34; Is 19,19-20); unas piedras son testigos de la alianza entre Jacob y Labán (Gén 31,48); incluso un cántico puede dejar constancia a la siguiente generación del pecado cometido por la anterior (Dt 31,19.21.26); la luna, obediente a las leyes de la naturaleza (= de Dios), confirma la perpetuidad de la promesa divina (Sal 89,38; Dt 31,28); Dios mismo puede ser invocado como testigo (Mal 2,14; 3,5; Gén 31,50) o actúa de acusador contra su pueblo (Miq 1,2); los israelitas son testigos en la historia de la potencia o bondad de Dios (Is 43,10; 48,8-9), incluso contra sí­ mismos (Jos 24,22). Toda esta función notarial se resume en la posibilidad de ser convocados en el futuro como testigos de cargo (Dt 30,19). 2) La función de testigo en una causa criminal está mucho más definida y detallada en la ley: tiene obligación de comparecer (Ley 5,1), no puede mentir (Ex 20,16; Dt 5,20) y, en caso de pena de muerte, es necesaria la coincidencia de dos o tres testigos (Núm 35,30; Dt 17,6; 19,15). La detallada legislación (Dt 19,15-21) no niega la existencia real de testigos falsos (Jer 18,18; 20,10; Sal 37,32; 1Re 21,10).

b) En griego bí­blico (Antiguo y Nuevo Testamento). La raí­z griega mart- traduce en el Antiguo Testamento la raí­z hebrea que hemos visto y sostiene su mismo significado. El Nuevo Testamento conserva evidentemente la acepción forense (Mt 18,16; 26,62; 27,13; Mc 14,56; Rom 3,21; 2Cor 13,1), pero parece notarse una pérdida en la intensidad de su uso, de modo que adquiere mayor relevancia la función notarial. Así­ puede explicarse la evolución semántica que en castellano conduce a mártir, carente de todo valor forense. Ya en la antigüedad clásica el mártir no sólo atestigua hechos, sino verdades. Dentro del Nuevo Testamento descubrimos dos lí­neas interpretativas principales del concepto de testigo o testimonio: la de la obra de Lucas y la de Juan. Lucas se fija más directamente en los apóstoles y creyentes en cuanto testigos de la obra de Dios realizada en Cristo; Juan (que no utiliza el sustantivo testigo, sino el concepto de testimonio o el verbo dar testimonio) subraya la función testifical de Jesús acerca del amor y salvación del Padre.

1. EL TESTIGO EN LUCAS. Como Isaí­as identifica al pueblo como testigo de Dios (Is 43,8-13), Lucas contempla a la Iglesia como comunidad de testigos. En primer lugar, los apóstoles son establecidos como “testigos de la resurrección de Jesús” (He 1,8.22; 4,33; 10,41; 13,31), de todo el sentido de su vida terrena: “hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24,47). Para esta función se requiere haber convivido con Jesús desde el principio (“uno de los que nos han acompañado todo el tiempo que Jesús estuvo con nosotros” [He 1,21; cf 1 3,30]). Su testimonio está sostenido y ratificado por el testimonio de los profetas (He 10,43; 13,22), y muy particularmente por el del Espí­ritu, que es coincidente (He 1,8; 5,32; 20,23). También lo avalan los signos que realizaba el Señor por su medio (He 14,3). Con su predicación, atestiguan no sólo la resurrección de Jesús, sino también con ella su mesianismo (He 18,5), su soberaní­a (He 10,42; 20,21) y el reinado de Dios (He 28,23). Pablo recibe una misión muy similar de parte del resucitado (He 9,15; 13,2) y puede también ser testigo (He 22,15; 26,16), aunque sólo recibe tal denominación cuando ya está sufriendo el proceso; Esteban la recibe por su ejecución (He 22,20). Evidentemente quien ha recibido el Espí­ritu, recibe la tarea de testimoniar la obra del Padre realizada en Jesús y confirmada en su resurrección de entre los muertos (cf 1Cor 15,15). El destino del Maestro implica también a los discí­pulos (Lc 11,47-51). En su persecución se cumple la profecí­a mesiánica (Lc 24,26; He 4,25-26) y la comunidad se alegra (He 5,41).

2. EL TESTIGO EN JUAN. En el evangelio de Juan las cosas discurren de otro modo. El conjunto de sus escritos es la obra de un testigo (Jn 19,35; 21,24; Ap 1,2; lJn 1,3). En el evangelio de los signos, el testimonio es necesario para la interpretación. En primer lugar, el Padre da testimonio del Hijo (Jn 5,32; 8,18); por tanto, la verdad de lo que dice no se funda únicamente en su propio testimonio (Jn 5,31-32; 8,13-14; 1Jn 5,9). Por otra parte el sentido de la vida de Cristo consiste en dar testimonio de lo que ha visto y conoce (Jn 3,32; 8,38.55), comunicar lo que ha escuchado (Jn 8,26; 17,8); para testimoniar la verdad ha venido al mundo (Jn 18,37). Su testimonio es verdadero porque coincide con el del Padre (Jn 5,19ss). El es testigo veraz, pues conoce al Padre y testifica lo que ha visto (Jn 8,38).

Además del Padre, Juan da testimonio de Jesús (Jn 1,7-8; 5,33); sus propias obras atestiguan también su verdad (Jn 5,36; 10,25.38; 14,11); incluso la Escritura coincide (Jn 5,39); el Espí­ritu da testimonio de él (Jn 15,26; Un 5,6; Ap 22,16) y también sus discí­pulos (Jn 15,27), a quienes enví­a el espí­ritu de la verdad (Jn 14,1617; 16,13). El Apocalipsis reconoce a Cristo, primogénito de entre los muertos, como el “testigo fiel” (Ap 1,5; 3,14). La tarea del apóstol evangelista es dar testimonio veraz de lo que ha vivido (Jn 21,24; Ap 1,2). En la cruz Cristo narra el amor del Padre, la Escritura se cumple y el testigo lo acredita (Jn 19,35). En la tribulación se debe mantener la mirada fija en el Testigo (Ap 1,5) y seguirle hasta el final (Ap 20,4).

III. Hermenéutica del hecho humano
Además de las acciones automatizadas, rutinarias e irrelevantes, existen otras en las que las personas van realizando su existencia, de ordinario en interacción. Para el espectador, el hecho humano suele asumir una radical ambigüedad, enigmática o desconcertante. Lo prueba la inagotable capacidad de engaño del hombre, que incluso se convierte en autoengaño. Sin embargo, hay situaciones en las que la persona se manifiesta en su autenticidad. Son como la punta de un iceberg, que señala una realidad más importante y más profunda. Más aún: tales hechos no sólo muestran, sino que realizan. Dice Ben Sira que en la desgracia se conoce a los amigos (Si 6,7-12; 12,8); en ella se realiza y crece la amistad. Dios pone a prueba a su pueblo “para conocer los sentimientos de su corazón” (Dt 8); si el resultado es positivo, se robustece su calidad de pueblo. ¿Cómo entender el significado profundo de tales actos? Hay personas intuitivas o sensibles que muestran tal capacidad; otros la desarrollan con la técnica y el entrenamiento. Entre estas se cuentan los expertos en determinadas materias, también en humanidad. Este es un hecho en todas las artes y en todas las capacidades: música, literatura, cine, polí­tica, etc. Son personas que saben leer un hecho aislado como signo de una realidad más profunda.

Finalmente hay hechos que, como parte constitutiva de su realidad, nos lanzan una llamada, exigen una respuesta de acción o de actitud. Dicha llamada es parte integrante de su sentido, quizá su mejor parte. Sirven como ejemplo las campañas de sensibilización, pero el caso verdaderamente ejemplar es el amor: exige respuesta.

El amor auténtico es gratuito, pero bien sabemos que exige amor. Los gestos que le acompañan transmiten su realidad y suelen resultar insignificantes para quien se encuentra en otra tesitura. El amor condensa plenitud de sentido y univocidad en detalles sin valor en sí­ mismos. No captarlo así­ es no captar la realidad que se está manifestando. Si el amor se realiza en el sacrificio, se manifiesta con claridad extrema. El amor exige amor y sólo amor; la exigencia es parte integral de su sentido y quien no la escucha desoye su verdadero sentido. Quien proclama, anuncia, testifica este sacrificio como revelación de amor, tiene que proclamar al mismo tiempo la exigencia que conlleva, empezando por sí­ mismo. Si el narrador del amor adopta una actitud neutra, neutralizando la llamada, falsifica el sentido del hecho. Un informe objetivo sobre este tema no serí­a objetivo.

IV. Hermenéutica bí­blica del testimonio
El uso bí­blico del concepto testigo o testimonio y la hermenéutica del hecho humano nos permiten dar un paso más en la importancia que en teologí­a bí­blica tiene el testimonio y los conceptos con él relacionados. Precisamente por la amplitud semántica que en la Biblia adquiere este concepto y los conceptos afines a él, podemos afirmar que el testimonio es, en ella, omnipresente. La revelación, como el testimonio, pretende provocar una reacción: bien la aceptación, la fe, bien el rechazo. Aceptar el testimonio es propio de la sabidurí­a (Sab 8,8), viene de ella; es decir, la fe es don de Dios.

a) Signos o señales. Si la revelación consistiera en una serie de verdades conceptualmente expresadas, bastarí­a la palabra como su soporte transmisor; la respuesta adecuada serí­a el conocimiento. Pero no es así­; la revelación es la comunicación de Dios mismo, de su ser, de su amor, de su compromiso en salvar. Un acercamiento personal exige una respuesta personal de fe, aceptación, entrega; en una palabra, amor. Su manifestación necesita de unas señales para hablar nuestro lenguaje (Dt 3,24; 4,7.32-36).

La grandeza de Dios y su salvación están avaladas fundamentalmente por dos clases de testigos: la naturaleza y sus obras históricas en favor de Israel. 1) Los astros y sus leyes son signos de Dios (Is 42,5-8; Job 5,9-10; 9,10 o el texto clásico de Rom 1,20). Dicho con palabras del Salmista: “Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos…, no son voces que puedan escucharse, mas su sonido se extiende por la tierra entera” (Sal 43,9). Ellos señalan los tiempos (Gén 1,4) y provocan admiración (Sal 92,6; 136,1-9). Los falsos dioses no pueden aportarlos como testigos de su poder (Is 43,9; 44,7), de modo que sus fieles son ciegos y no comprenden (Is 44,18). 2) Además, Dios se da a conocer en los hechos de la historia. La liberación del pueblo hebreo de la opresión egipcia fue acompañada de signos prodigiosos que desvelaban su sentido: vencer y convencer al Faraón (Ex 4,21; 7,3; 8,6, “para que sepas que no hay otro como el Señor, nuestro Dios” [11,91), confirmar a su pueblo (“y sepáis que yo soy el Señor” [Ex 7,5.17; 8,6.18; 9,14.29; 10,2.71; “para que veáis y sepáis” [Is 41,20; 45,3.6; 49,23.16; cf Ex 4,8; Dt 6,22; 7,19; 11,2-41) y asegurarle que en el futuro le seguirá salvando (Jer 32,20-22; Is 46,8). “Señales y prodigios” es fórmula repetida frecuentemente en el Antiguo Testamento (30 veces; Ex 7,3; 11,9s.; Dt 4,34; 6,22, etc.) y en la obra de Lucas (He 2,19.22.43; 4,30; 5,12, etc). Las obras históricas de Dios en favor de su pueblo convierten a este en testigo: “Vosotros sois mis testigos… mis siervos, a quienes yo he elegido” (Is 44,8; cf 43,10.12; Dt 29,12).

A estos signos nuestra cultura los ha llamado milagros, acontecimientos en los que el hombre descubre la mano de Dios. De modo especí­fico denominamos así­ a los hechos en que con cierta nitidez se manifiesta el poder salvador y liberador de Dios. La mentalidad moderna, uno de cuyos mayores logros es haber penetrado y, en cierto modo, dominado las leyes de la naturaleza, corre el peligro de identificar los milagros con acontecimientos que se saltan dichas leyes. El hecho de que los antiguos utilizaran un método narrativo como soporte de su mensaje no debe equivocarnos: ellos centran su atención en que Dios actúa y, narrativamente, no tení­an mejor modo de expresarlo que negando cualquier otra actuación. A su vez, los milagros no tienen que ver con la magia. Moisés tuvo que enfrentarse al Faraón con signos que también podí­an realizar los egipcios con sus encantamientos (Ex 7,11); también expulsaban demonios quienes no pertenecí­an al grupo de Jesús (Lc 9,49). Por sí­ misma, ni la multiplicación de los panes ni la resurrección de un muerto producen el efecto de seguir a Jesús (Jn 3,20; 6,26; 7,21; 11,45-46). Para algunos fueron signo de lo contrario (Jn 7,21.41-43). Jesús tuvo que enseñar a sus discí­pulos, que entendí­an de signos climáticos, cómo leer los signos del reinado de Dios (Mt 16,1-12), y ciertamente les costó trabajo aprenderlo (Lc 9,41; Jn 20,27). Las señales que ofrece a los enviados del Bautista (Mt 11,4-6) o las que permiten a Marí­a leer la acción prodigiosa de Dios (Lc 1,51-55; cf Job 5,9-16; 1 Sam 2,4-8) no corren peligro de entenderse mágicamente. Jesús mismo agradece al Padre que haya escondido estas cosas a los entendidos y se las haya revelado a los ignorantes (Lc 10,21-22). Los evangelios cuentan cómo Jesús expulsa demonios, cura enfermos, resucita muertos, etc., pero todo esto es para que sepamos “que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11,20). Todos los signos testifican que Jesús era “un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo” (Lc 24,19) y que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos…” (He 10,38-39.42).

Como creyentes no podemos terminar de hablar del pueblo o comunidad de testigos sin hacer una simple referencia al concepto que la define: la comunidad de testigos es sacramento; expresa sacramentalmente a Cristo resucitado; este prolonga su presencia en la comunidad que lo testimonia.

b) Hechos y palabras. Si el hecho histórico fuera uní­voco en su sentido, la revelación histórica de Dios no tendrí­a problemas. La realidad es bien distinta: todo acontecimiento necesita una palabra que lo anuncie, lo explique y lo proclame, y únicamente quien esté en esa sintoní­a de onda puede captar el mensaje. La salida de Egipto es un suceso que podí­a ser interpretado como huida o vagancia (Ex 5,8.17), pero que, según la fe de Israel, debí­a interpretarse como liberación. Por eso necesitaba de una palabra que le diera el sentido, rompiendo su ambigüedad. El signo asombra e interroga; la palabra interpreta, revela y convoca. Efectivamente, todo lenguaje tiene tres funciones: informar, expresar y llamar o apelar. Es lo que la palabra proporciona al hecho. Un acontecimiento histórico puede ser revelador, si la palabra le presta unos servicios de intérprete.

A la palabra se le pueden reconocer hasta seis funciones principales respecto al hecho. En tres de ellas la palabra precede al hecho como profecí­a, mandato o exhortación; en su momento, el hecho adquiere un sentido determinado en función de la palabra que le ha precedido. En las otras tres, la palabra sigue al hecho: como proclamación, narración o explicación. Cuando la palabra brota de la experiencia puede proclamar el hecho de varias maneras: asumida en el sí­mbolo de fe, lo profesa; narrada en la liturgia, lo actualiza; la narración no sólo interpreta, sino representa el hecho, lo vuelve a hacer presente; la explicación camina hacia la didáctica y puede convertirse en doctrina. De hecho, la Sagrada Escritura recoge la memoria verbalizada de unos hechos, transmite en palabra su significado e invita a traducir en hechos la sintoní­a con dicho mensaje. Con razón se afirma repetidamente en Dei Verbum la intrí­nseca relación de “obras y palabras” (DV 2) en la revelación de Dios (DV 14), en la obra de Cristo (DV 4, 7, 17, 18) y en la vida de la Iglesia (DV 7, 8).

c) La palabra profética. Caso peculiar del servicio que la palabra presta al acontecimiento en su función de signo y testimonio es el caso de los profetas. Estos mediadores de la palabra tienen la doble misión de explicar la realidad al pueblo para conseguir su conversión, y denunciar de parte de Dios la injusticia que ocurre en el pueblo, de modo que él no se vea involucrado en ella. Los profetas, por tanto, testifican la justicia de Dios y dan sentido a los acontecimientos históricos. En palabras de Ezequiel, los profetas existen “para que sepan que yo soy el Señor” (Ez 6,7.13-14; 7,4.9.27; 13,9.21.23), es decir, son testigos de la divinidad de Yavé. Proclamando la salvación -o el juicio- de parte de Dios, anuncian también señales que ratifican sus palabras (Is 7,9; 13,9; 24): los hechos son testigos de la verdad de su mensaje. A veces, sus palabras van acompañadas con acciones significativas: Isaí­as anda desnudo como signo contra Egipto y Nubia (Is 20,2-4); Jeremí­as se unce un yugo para significar el destierro que anuncia (Jer 28); Ezequiel permanece tumbado y en huelga de hambre por los pecados de su pueblo (Ez 4). Como su palabra no es aceptada, la ponen por escrito para que conste (Is 8,1.16; Jer 36). Más aún, su misma vida se convierte en testimonio o signo de que Dios ha hablado: Isaí­as y sus hijos son testimonio de la palabra de Dios (Is 7,1; 8,10); Jeremí­as es célibe en función de su anuncio (Jer 16); Ezequiel cumple su misión para que sepan que “en medio de ellos se encuentra un profeta” (Ez 2,5; 33,33); Amós se siente arrancado de su tierra, de acuerdo con el anuncio de destierro que hace al pueblo (Am 7,15); Oseas experimenta su mensaje en su propio matrimonio (Os 3).

Los profetas testimoniaron en su vida el mensaje, que no predicaron como un acto de coherencia o de voluntarismo. El mensaje pertenecí­a a su vida. El rechazo de su palabra por parte del pueblo significó su propio rechazo. Jeremí­as lo expresa con duras palabras (Jer 15,15ss.; 20,7-18), pero la tradición judí­a lo completa con la narración de la muerte violenta de todos ellos. Hechos y palabras se unifican en los profetas. Su vida de testigos les convierte en mártires. El Antiguo Testamento, lo mismo que el Nuevo, los denomina siervos.

V. El testimonio de la Iglesia
“Cristo, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el reino del Padre, cumple su misión profética… por medio de los laicos a quienes, por ello, constituye en testigos… (He 2,17-18; Ap 19,10)” (LG 35). Así­ expresa el Vaticano II el sentido de la Iglesia. La necesidad de dar testimonio de la salvación de Dios no es algo accidental para la Iglesia, algo conveniente para la coherencia o algo aconsejable para la propagación. Pertenece a su misma esencia, pues brota de su sacramentalidad como comunidad del resucitado: la Iglesia es sacramento universal de salvación, o sea, signo e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1, 15; GS 43, 45). No hay interioridad humana sin manifestación externa, ni hay interioridad cristiana sin manifestación externa. En Cristo, Dios se ha hecho visible y cercano (Heb 1,2); en la Iglesia sigue Cristo -y Dios- visible y cercano entre los hombres (Heb 2,3-4.11-13). El testimonio es la obra del Espí­ritu, del mismo Espí­ritu que se manifestaba en Jesús y que él entregó a su Iglesia (Lc 24,48-49; In 15,26-27).

Este sacramento de Dios realiza su designo salvador de muchas maneras, prolongando así­ la “nube de testigos” que acreditan su obra (Heb 12,1). El testimonio cristiano se realiza en toda obra buena (LG 34) que los cristianos realizan a través de las estructuras de la vida secular, en las condiciones comunes del mundo (LG 35), como miembros del grupo humano (AG 11). Evidentemente el amor es el principal signo del Dios-Amor (Jn 15,9; 1Jn 4,7-21). Pero el amor se manifiesta en hechos. El Nuevo Testamento describe de varias formas los frutos que brotan del Espí­ritu (Rom 8,9; 12,6-21; Gál 5,16-17.22-26). El Vaticano II cita otros hechos-signos: “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar e incluso las pruebas mismas de la vida” (LG 34). Llega a situar el testimonio en ámbitos como la dignidad del hombre, la igualdad de todos los hombres y el bien común, el trabajo, la familia, la promoción de la cultura, la vida económica y social junto a la ecologí­a, la vida en la comunidad polí­tica, la promoción de la paz y la edificación de la comunidad internacional (GS). Documentos posteriores apelan al testimonio a través de los medios de comunicación social (CP [1971]), la inculturación, el diálogo, la opción preferencial por los pobres, el racismo y la xenofobia (Sí­nodo 1985). En esa misma órbita se sitúa el documento Para una pastoral de la cultura, del Consejo pontificio de la cultura (1999).

El testimonio de Cristo es tarea de todo bautizado, de los obispos (CD 1 1), sacerdotes (PO 2) y seglares. Pero un testimonio especí­fico se realiza en la Iglesia mediante la identificación con Cristo (Flp 2,7-8; 2Cor 8,9) en la profesión de los consejos evangélicos (LG 39, 42). La vida religiosa manifiesta “ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en este mundo”, da testimonio de “la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo” y prefigura “la futura resurrección y la gloria del reino celestial”. Este estado “imita más de cerca y representa… el estado de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo… Proclama de modo especial la elevación del reino de Dios sobre lo terreno…, muestra ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo…, que obra maravillas en la Iglesia” (LG 44). El martirio es el testimonio supremo (LG 42; AG 24), pero si esto está reservado para pocos, todos deben estar dispuestos a confesar a Cristo y a seguirle en el camino de la cruz en medio de las persecuciones, que nunca faltan (LG 42).

El testimonio de la Iglesia se realiza también en obras y en palabras (LG 35; AA 6, 13, 16). Junto a las manifestaciones de su vida está también la palabra evangelizadora que anuncia a Cristo. Compartiendo las tristezas y alegrí­as de todos los hombres, la Iglesia experimenta y testimonia el alumbramiento de la nueva humanidad nacida en la resurrección y que todaví­a sufre dolores de parto hasta que se manifieste su verdadera condición filial (Rom 8,22-23).

¿Es visible el testimonio de la Iglesia? Tendremos que decir que sólo quien ama capta los signos de amor. Para captarlo habrá que estar en sintoní­a. Pero también hay que afirmar que la Iglesia conoce la debilidad de sus miembros y experimenta que el pecado oscurece la claridad de su testimonio. Muchas veces la comunidad creyente se ha visto en la necesidad de pedir perdón; sabe que en la historia y en la actualidad “es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad de los mensajeros a quienes está confiado el evangelio” (GS 43). Por eso, también el Espí­ritu se manifiesta en las exhortaciones a la purificación y a la renovación “para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia” (LG 15; GS 43). Tal vez esta disposición a la conversión sea uno de los mejores testimonios de novedad que la Iglesia puede aportar al mundo de hoy desde la fuerza del Espí­ritu.

BIBL.: ALONSO SCHí“KEL L., Carácter histórico de la revelación en La palabra de Dios en la historia de los hombres. Comentario a la Constitución Dei Verbutn, Mensajero, Bilbao 1991; FLORISTíN C., Testimonio, en FLORISTíN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 19832; Testimonio, en FLORISTíN C.-TAMAYO J. J. (dirs.), Diccionario abreviado de pastoral, Verbo Divino, Estella 1988; GROSSI M., Testimonio, en ROSSI L.-VALSECCHI A. (dirs.), Diccionario enciclopédico de teologí­a moral, San Pablo, Madrid 19865; JíUREGUI J. A., Testimonio-Apostolado-Misión, Mensajero, Bilbao 1973; KOCH R., Testimonio, en BAUER, Diccionario de teologí­a bí­blica, Herder, Barcelona 1967; LATOURELLE R., Testimonio, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teologí­a fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1523-1542; LEON-DUFOUR X., Vocabulario de teologí­a bí­blica, Herder, Barcelona 1993′, especialmente AUGRAIN CH., Mártir y PRAT M.-GRELOT P., Testimonio; PAJER F., Testimonio, en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 786s.; TUí‘I VANCELLS J. O., El testimonio en el evangelio de Juan, Sí­gueme, Salamanca 1983; VAN LEEUWEN DE J., Testigo, en JENNI E.-WESTERMANN C., Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento II, Cristiandad, Madrid 1985.

José M° íbrego de Lacy

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO:
I. FORMA DE REVELACION:
1. El testimonio en contexto profano;
2. El testimonio como ví­a de acceso al misterio de las personas;
3. El testimonio en contexto bí­blico;
4. El testimonio apostólico;
5. El tema del testimonio en san Juan;
6. Del testimonio-revelación al testimonio-motivo de ctedibilidad.
II. MOTIVO DE CREDIBILIDAD:
1. El testimonio en el Vaticano II;
2. El testimonio en la exhortación “Christi fideles laici”;
3. Fecundidad del testimonio personal;
4. El testimonio comunitario;
5. Necesidad del testimonio;
6. Dinamismo del testimonio;
7. Especificidad del testimonio contemporáneo
8. La eucaristí­a, tiempo fuerte del testimonio
R. Latourelle
I. Forma de revelación
Desde hace cosa de un siglo la categorí­a de testimonio ha ido entrando progresivamente en el vocabulario eclesial. El término aparece discretamente en el /Vaticano I para designar a la Iglesia en cuanto que constituye, por sí­ misma y con toda su presencia en el mundo, “un motivo grande y perpetuo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su mi sión divina” (l Iglesia). Con el t Vaticano II se produjo una irrupción masiva de la terminologí­a del testimonio. El tema es omnipresente. Los vocablos de testimonio, atestiguar, testigo, aparecen más de cien veces, y se aplican tanto a la Iglesia entera como a cada grupo de cristianos. En el sí­nodo de 1974 volvió a aparecer este tema con una nueva instancia, esta vez en el contexto de la l evangelización. En fin, la categorí­a de testimonio está en el corazón de la teologí­a fundamental de nuestros dí­as.

1.EL TESTIMONIO EN CONTEXTO PROFANO. El testimonio pertenece al grupo de analogí­as empleadas por la Escritura para introducir al hombre en las riquezas del misterio divino, por ejemplo las categorí­as de alianza, de palabra, de paternidad y de filiación. Si la revelación misma se apoya en la experiencia humana del testimonio para expresar una de las relaciones fundamentales que unen al hombre con Dios, la reflexión teológica se encuentra entonces autorizada a explorar los datos de esta experiencia. No cabe duda de que, en este trabajo de análisis, la revelación ha de ser normativa y debe indicar a la teologí­a el tipo de purificación y de sublimación que ha de sufrir la realidad humana para aplicarse al misterio divino. Por otra parte, si la experiencia humana no tuviera ninguna relación con el misterio del ser divino, serí­a imposible el encuentro entre Dios y el hombre; no habrí­a sitio más que para monólogos paralelos.

En un grado más débil, atestiguar significa referir lo que uno ha visto y oí­do. El testigo es aquel que puede informar sobre unos sucesos en los que ha participado, sobre unas personas o unos hechos que ha conocido; entonces es capaz de dar cuenta verbalmente de lo que sabe, por haberlo visto y oí­do. El testimonio se basa, por tanto, en una experiencia ocular o auricular. El contexto más frecuente de este tipo de testimonio es el de un proceso. Ya en este primer nivel, la fe en el testimonio exige cierto rebajamiento de la razón y cierta confianza, ya que la palabra del testigo se convierte para el que no ha visto ni oí­do en sustitutivo de la propia experiencia.

Debido a este contexto judicial, el testimonio no tiene un simple valor de información; es un relato con vistas a un juicio que hay que dar sobre unos sucesos, sobre los motivos de un acto, sobre el carácter de una persona. El testimonio está destinado a influir en los jurados y en el juez, que se apoyan en él como en un argumento para pensar, valorar y decidir. Por eso el relato del testigo, más que un hecho mental (constatación y descripción, información y reportaje). es un hecho moral: una deposición, a la que el juramento confiere una gravedad especial. Atestiguar en un proceso es declarar y declararse en favor de alguien o contra alguien. No se trata simplemente de narrar o de describir a la manera de un periodista, sino de comprometerse uno a sí­ mismo con plena libertad, y de dar un juicio de valor.

Llegamos así­ al segundo nivel del testimonio, aquel en que el testigo se compromete por entero en su palabra. Así­, en un testimonio en el que está en juego la vida de alguien, el testigo no solamente expresa su convicción í­ntima sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, sino que se compromete por entero en su deposición. Su palabra es autoimplicativa. Dice en términos equivalentes: “Yo declaro a esta persona inocente: negar esta inocencia serí­a negarme a mí­ mismo”. Aquí­ coinciden el ser y el decir.

Sucede a veces -y es éste el tercer nivel del testimonio- que el testigo sella su adhesión a la causa que defiende mediante una profesión pública de su convicción interior, que puede llegar hasta el sacrificio de su vida. Esta confesión se hace ordinariamente en un contexto de hostilidad, de odio, por parte de los que no comparten la misma causa. Cuando el testigo muere así­ para apoyar su testimonio, se convierte en martyr (l Martirio), es decir, en testigo. Este compromiso hasta el peligro de muerte repercute en el testimoniopalabra, que entonces no es ya una simple narración de algo visto u oí­do, sino acción y muerte trágica. Se llega entonces insensiblemente a llamar testimonio a la acción misma de arriesgar la vida; en cuanto que esa entrega es la prueba viviente de la convicción interior y de la consagración del testigo a la causa que defiende. En este momento, en el nivel semántico, hay un paso del testimonio-palabra al testimonio-acción. Y es el testimonioacción el que da sentida y valor al testimonio-palabra. El punto fijo a cuyo alrededor gira el cambio de sentido es el compromiso del testigo en su testimonio. Coincidimos así­ con el contexto bí­blico, en donde el testimonio de Cristo, él testigo por excelencia, es aquí­ en el que se identifican el decir y el obrar, en la transparencia de su ser.

2. EL TESTIMONIO COMO VíA DE ACCESO AL MISTERIO DE LAS PERSONAS. Cuando el testigo se compromete por entero, con su palabra y su acción, se expresa a sí­ mismo como libre en la plenitud de su existencia. Entonces el testimonio adquiere una profundidad y una dignidad singular, cuando tiene como objeto el misterio í­ntimo del ser personal. En ese nivel, más que en un proceso, el testigo sólo forma una cosa con, lo que dice. La persona quiere estar presente y transparente al oyente en la verdad de su misterio interior. Puede engañarse, hacerse ilusiones sobre sí­ mismo; pero en virtud de la intención que lo anima, su testimonio es irrechazable. Nada prevalece contra él.

En efecto, cuando dejamos el mundo de las cosas materiales para acceder al nivel de las personas, dejamos el mundo de la evidencia para entrar en el del testimonio. En este nivel pierde ya su valor el ideal cientí­fico, que no reina, por otra parte, más que sobre uno de los focos de la reflexión humana.

En el nivel de la intersubjetividad, que es el de las personas, chocamos con el misterio. En efecto, las personas no son problemas que es posible encerrar en unas fórmulas y resolver en una ecuación. No tenemos acceso a la intimidad personal más que por el testimonio libre de la persona sobre sí­ misma, a través de una confidencia que es propiamente una revelación, un descubrimiento de su misterio interior. Decir que el testimonio es un tipo de conocimiento inferior porque no produce más que probabilidades y no certezas y porque escapa a las normas de cierto ideal cientí­fico serí­a manifestar una lamentable ignorancia de la cuestión. El conocimiento por testimonio no es inferior más que cuando, debido a la naturaleza del objeto, somos incapaces de llegar a un conocimiento directo e inmediato de su realidad; pero no es inferior cuando se trata de esas realidades que son las personas, en donde el testimonio es la única manera de entrar en comunión con la persona y de participar en su misterio.

El testimonio pertenece al misterio de la libertad. Por ser humana, esta libertad es ciertamente frágil y está siempre amenazada. Sólo Dios puede dar a su palabra una garantí­a absoluta, debida a su identidad eterna y absoluta consigo mismo. De hecho, la experiencia humana nos informa de la multiplicidad de errores involuntarios, incluso entre los seres más auténticos. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, el testimonio pertenece a la grandeza y a la dignidad del hombre. Le hace participar de la autonomí­a y de la libertad misma de Dios.

Así­ pues se da en el testimonio una soledad de la que el propio testigo no puede liberarse, y que lo hace vulnerable y expuesto -al rechazo. Incluso en Jesús, en quien la experiencia que tiene de su identidad de Hijo del Padre da a su palabra una certeza y un valor absoluto su testimonio no tiene la seguridad de recibir la acogida que merece, aun cuando esté sellado con su sangre.

Es que el testimonio, arraigado en el corazón de la libertad humana, apela a la libertad del que lo recibe. Mientras que la demostración apela ante todo a la inteligencia, el testimonio compromete en, grados diversos a la voluntad y al amor. Apela a la confianza: una confianza más o menos profunda, que se mide por la importancia del objeto atestiguado y de los valores por los que se arriesga la palabra. Cuando una persona recurre al testimonio para expresarse, apela a la confianza de los otros y se compromete a decir la verdad. Se compromete a no traicionar esta confianza y promete, al menos implí­citamente, ser sincero y veraz. Por otra parte, acoger el testimonio de alguien como verdad es ya tener confianza en él, porque es pasar de la autonomí­a a la heteronomí­a, es renunciar a uno mismo para ponerse en manos del otro. La posibilidad de un trato entre los hombres se basa, en definitiva, en esa confianza que reclama el testigo y en la promesa, tácitamente hecha por él, de no traicionarla. Así­ pues, por una parte está el compromiso moral del testigo; por otra, la confianza -que es ya un comienzo de amor- del que se adhiere a su testimonio-. Considerado tanto del lado del oyente como del lado del testigo, el testimonio sigue siendo un hecho moral más aún que un hecho mental.

En el caso extremo en que el hombre compromete su vida entera por la palabra del testigo, manifiesta una confianza, una fe total, que es amor profundo al testigo. En este caso, la fe en Cristo es donación total de la persona a Cristo, decisión que compromete la existencia entera personal y toda la existencia humana. El hombre entero se entrega al testimonio absoluto.

Entonces no tenemos ya que extrañarnos de que el cristianismo sea la religión del testimonio y de la fe. En efecto, la revelación es esencialmente manifestación del misterio personal de: Dios, que es la interioridad por excelencia. El cristianismo es la religión del testimonio, precisamente porque es manifestación del misterio de las personas divinas. Lo que Cristo revelá es, en definitiva, el misterio personal que él constituye como Hijo del Padre, en la carne y el lenguaje del hombre Jesús. Los apóstoles, a su vez, dan testimonio de su intimidad con Cristo, Palabra de vida: Hijo del Padre, en relación í­ntima con e1 Padre y el Espí­ritu, pero en una comunicación tan reservada que nadie la puede compartir. Todo el evangelio se presenta como una confidencia de amor, como un testimonio de Cristo sobre sí­ mismo, sobre la vida de las personas divinas y sobre el misterio de nuestra condición de hijos.

3. EL TESTIMONIO EN CONTEXTO BIBLICO. Globalmente se puede decir que el testimonio bí­blico asume, pero al mismo tiempo exalta hasta sublimarlos, los rasgos del testimonio humano. Bajo la presión de la realidad nueva que lo impregna, hay una irrupción de l sentido: en altura, en profundidad y en extensión.

En el AT el testigo es ante todo el profeta. Lo que constituye su originalidad como testigo es que ha sido escogido y enviado por Dios en el seno de una experiencia privilegiada. Conoce a Yhwh, porque Yhwh le ha hablado y le ha confiado su palabra. Ha sido admitido a una intimidad particular con Dios; llamado a compartir su conocimiento, sus designios, su voluntad, para ser su heraldo entre los hombres. El profeta ha recibido la palabra de Dios no para guardarla, sino para transmitirla, para publicarla. Es la boca de Yhwh, el servidor de la palabra, el intérprete autorizado de todo lo que acontece en el mundo entre los hombres y en la historia, el testigo de Yhwh, en un clima muchas veces de hostilidad y de persecución.

El testigo es también el pueblo de Israel, escogido y llamado por Yhwh. El Segundo Isaí­as agrupa en un mismo texto todos los rasgos que caracterizan a Israel como testigo: “Traed al pueblo ciego, aunque tiene ojos; a los sordos, aunque tienen oí­dos. Congréguense todas las naciones, reúnanse los pueblos. ¿Quién, entre ellos, puede anunciar esto y lo ha proclamado desde antiguo? Presenten sus testigos para justificarse, déjense oí­r para que digamos: ¡Es verdad! Vosotros sois mis testigos -dice el Señor- y mis siervos, a quienes yo he elegido, para que me conozcáis y creáis en mí­ y comprendáis que soy yo; antes de mí­ no existió ningún dios, y ningún otro existirá después. Yo, yo soy el Señor; fuera de mí­ no hay salvador. Yo lo anuncié y lo proclamé, yo los salvé; yo, y no un extraño entre vosotros. Vosotros sois mis testigos -dice el Señor y yo soy Dios; desde la eternidad lo soy; nadie se puede librar de mi mano; yo actúo sin que nadie lo impida” (Is 43,8-13).

Hay cuatro rasgos que distinguen al pueblo-testigo: a) El testigo no es uno cualquiera que se presenta a deponer, sino aquel que ha sido escogido y enviado a dar testimonio.

b) El testimonio recae sobre el sentido radical de la experiencia humana: Yhwh da testimonio de sí­ mismo y se propone como aquel que da sentido y consistencia a toda la realidad humana. No hay más salvador que Yhwh. c) El testimonio está orientado a la proclamación, a la divulgación: tiene una importancia social. d) Esta proclamación implica un compromiso, no sólo en las palabras, sino también en los actos y en la vida del profeta.

De esta forma se conserva en sus principales aspectos el sentido profano del testimonio. Sin embargo, el AT aporta una novedad: la autoridad del testigo no viene de él, sino de su vocación privilegiada y de su enví­o. En la misión del testigo-profeta se distinguen como dos polos de actividad, que- a veces se suceden, pero ordinariamente se recubren: la actividad de la proclamación y la del compromiso de vida.

4. EL TESTIMONIO APOSTí“LICO. El recurso de la categorí­a de testimonio no es ocasional en el NT, sino repetida e intencional. Una -simple estadí­stica sobre la frecuencia dé la palabra martys (testigo) y de sus derivados (sustantivos y verbos) es altamente significativa: este término aparece 198 veces.

Atestiguar y testigo pertenecen ante todo a la terminologí­a de los Hechos y a la teologí­a de Lucas. “Atestiguar” caracteriza a la actividad apostólica posterior a la resurrección. El tí­tulo de “testigos” designa en primer lugar a los apóstoles. Hay cuatro rasgos que los definen como tales: a) Como los profetas, han sido elegidos por Dios (He 1,26; 10,41). b) Han visto y oí­do a Cristo (He 4,20), han vivido en su intimidad (He 1,21-22) y, por consiguiente, poseen una experiencia viva, directa, de su persona, de su enseñanza, de sus obras. Comieron y bebieron con él antes y después de su resurrección (He 10,41). En una palabra, fueron los í­ntimos y los comensales de Cristo. Los otros pueden predicar; en sentido estricto, sólo los apóstoles pueden atestiguar. c) Han recibido de Cristo la misión de dar testimonio (He 10,41) y han sido investidos del poder del Espí­ritu para poder cumplir este mandato (He 1,8). d) El último rasgo de los apóstoles como testigos es el compromiso, actitud que se traduce en una fidelidad absoluta a Cristo y a su enseñanza, reconocida como la verdad y la salvación del hombre. Los Hechos no .dejan de repetir que los apóstoles anuncian la palabra de Dios con seguridad (parresí­a), esto es, con un coraje sobrenatural, fruto dei Espí­ritu que actúa en ellos y triunfa de las reacciones demasiado humanas ante las dificultades del apostolado: timidez, respeto humano, miedo a las persecuciones y a la muerte. Bajo el efecto de este coraje interior, los apóstoles declaran: “Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oí­do” (He 4,20). A ello le hace eco san Juan: “Lo que hemos oí­do, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida…, damos testimonio de ello” (1Jn 1,1-3).

Para suceder a Judas y convertirse en “testigo de la resurrección”, Matí­as tuvo que cumplir estos requisitos. Fue compañero de los apóstoles “todo el tiempo que Jesús, el Señor, estuvo entre nosotros” (He 1,21), es decir, desde el bautismo, que marca el comienzo de su ministerio, hasta su glorificación como Cristo y Señor (He 1,22; 2,36). Por consiguiente, no hay solución de continuidad entre el Jesús terreno y el Cristo glorificado. Los apóstoles son como la bisagra entre el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia. Por otra parte, es significativo que Lucas, al comienzo de los Hechos (He 1,13), repita la lista de los apóstoles, manifestando de esta manera que son ellos los que aseguran la continuidad entre la comunidad de antes y de después de pascua. El nombre de Judas está ausente de esta lista; en adelante es sustituido por el de Matí­as, designado por Dios (He 1,26). La autoridad del testigo no procede de él, sino de Dios, que lo enví­a o lo designa. Así­, llamado por Dios, después de haber visto y oí­do a Jesús, abierto a la inteligencia de las. Escrituras y robustecido por el Espí­ritu, Matí­as está cualificado para transmitir con fidelidad lo que concierne a Jesús y para ser testigo de su resurrección (He 1,21-26).

Efectivamente, el testimonio se refiere a la vez a las cosas vistas y oí­das y al sentido de los acontecimientos sucedidos. Es a la vez narración y confesión.

Por otra parte, como los apóstoles vivieron en la intimidad de Cristo; son los testigos oculares y auriculares de toda su carrera, desde el bautismo hasta la resurrección (He 4,20). “Nosotros somos testigos -dice Pedrode todo lo que hizo en el paí­s de los judí­os (Galilea) y en Jerusalén” (He 10,39). Pero son ante todo testigos de la resurrección, porque ésta es el hecho esencial que autoriza todo lo que precede y todo lo que sigue. Ese Jesús a quien los judí­os han crucificado, ha resucitado (He 5,31) y se les ha aparecido (He 10,40). “Nosotros somos testigos de estas cosas” (He 5,32): es la expresión que se repite en la primera parte de los Hechos-como si se tratara de un leitmotiv.

Pero el testimonio no recae solamente sobre la realidad empí­rica, fenoménica, de los dichos y de las obras de Jesús. Los apóstoles dan testimonio ante todo del valor salví­fico de esos hechos: son testigos del sentido profundo de su existencia terrena, a saber: la salvación inaugurada por su muerte y su resurrección (He 5,31; 10,42).

He 10,37-43 reúne en un mismo texto estos dos elementos esenciales del testimonio apostólico. Pedro recuerda en primer lugar los sucesos de la vida terrena de Jesús: su ministerio, sus milagros, su crucifixión, su muerte, su resurrección, sus apariciones: “Vosotros conocéis lo que ha pasado en Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan: cómo Dios ungió con el Espí­ritu Santo y llenó de poder a Jesús de Nazaret, el cual pasó haciendo.el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el paí­s de los judí­os y en Jerusalén. Ellos lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer dí­a y le concedió que se manifestase no a todo el pueblo, sino a los testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos” (He 10,37-41).

Después de este testimonio sobre la actividad terrena de Jesús, el texto enlaza con un testimonio que recae esta vez sobre la dimensión interior y sobrenatural de esta realidad histórica: “Y (Jesús de Nazaret) nos encargó predicar al pueblo y proclamar que Dios lo ha constituido juez de vivos y de muertos. Todos los profetas testifican que el que crea en él recibirá, por su nombre, el perdón de los pecados” (He 10,42-43). El vocabulario de esta segunda parte sigue siendo el del testimonio, pero la realidad atestiguada escapa a la observación empí­rica; pertenece, sin embargo, al mismo objeto, ya que expresa el sentido profundo, el ser í­ntimo de lo que percibieron, sus ojos y sus oí­dos. Ese Jesús de Nazaret, a quien los apóstoles y el pueblo judí­o vieron y escucharon, es identificado ahora como el juez de vivos y de muertos. Su muerte no es una muerte banal, como las demás: nos salva del pecado, lleva a cabo nuestra salvación.

En el testimonio apostólico que describen los Hechos se da una unión indisoluble entre el acontecimiento histórico (dimensión horizontal) y su alcance religioso y salví­fico (dimensión vertical). Lo mismo ocurre con el kerigma de Pablo. Para él, Jesús perseguido, crucificado, muerto, resucitado y glorificado es el Cristo. Así­, lejos de negar o de reducir la realidad histórica, el testimonio apostólico la reafirma y la confirma, para descubrir su dimensión interior, que escapa de todas las miradas. No confiere historicidad a un acontecimiento no sucedido, sino que describe el alcance trascendente de lo que ha ocurrido. Sin Jesús (sus obras y sus palabras), el testimonio se queda sin soporte: se viene abajo.

Para ser completos, hemos de añadir al testimonio apostólico un tercer elemento. En efecto, cuando declara el sentido del acontecimiento histórico, el testimonio no da una interpretación arbitraria de él, sino que se apoya en la historia vivida: la de Jesús y la del pueblo judí­o. Así­, el dí­a de pentecostés, Pedro, al declarar la identidad de Jesús, apoya su interpretación, en los hechos de la vida de Jesús que la autorizan, a saber: sus milagros, su resurrección y sus apariciones. En efecto, Pedro precisa: “Vosotros lo matasteis (a Jesús de Narazet) crucificándolo… Pero Dios lo ha resucitado, de lo que todos nosotros somos testigos” (He 2,23.32). Dice además: “Dios acreditó ante vosotros a Jesús el Nazareno con los milagros, prodigios y señales que hizo por medio de él, como bien sabéis… Dios lo ha resucitado” (He 2,22-24). La resurrección misma se basa en las apariciones (He 10,40-41) y éstas, a su vez, se basan en unas experiencias de un intenso realismo, tal como comer, beber (He 10,41; Lc 24,42) y palpar (Jn 20,27). El testimonio de Pedro sobre la identidad de Jesús de Nazaret como mesí­as y Señor se apoya, por consiguiente, en la realidad histórica de su vida y de sus obras. Esta misma es la preocupación que se observa en el evangelio de Juan (Jn 20, 30-31)—El testimonio apostólico se refiere, pues, a la historia por un doble tí­tulo: porque declara el sentido de un acontecimiento que supone y que reafirma al interpretarlo, y porque la interpretación que da de él se basa a su vez en la autenticidad de los dichos y de las obras de Jesús. La categorí­a del testimonio dice no solamente referencia a Jesús, sino voluntad de referencia a Jesús. Si Jesús no hubiera realizado las obras que hizo, el testimonio apostólico no tendrí­a valor y el evangelio dejarí­a de existir.

5. EL TEMA DEL TESTIMONIO EN SAN JUAN. En san Juan el testimonio culmina como narración, como confesión, como compromiso y como interiorización. El testigo es Cristo (Ap 1,5; 3,14); y para Cristo, atestiguar equivale a manifestar al Padre, a revelar al Padre. El testimonio designa la función reveladora de Cristo, y este testimonio tiene como objeto al mismo Cristo en su misterio personal de Hijo. Por eso Cristo da testimonio con toda su presencia y durante toda su existencia. Para él dar testimonio es revelarse, darse a conocer: todo lo que es y de dónde viene, es decir, del Padre. Si esta revelación culmina en la cruz, es porque en la cruz se opera la suprema revelación de Cristo, a saber: el amor supremo del Padre a los hombres, manifestado en el amor supremo de Cristo a los suyos.

En la perspectiva de Juan, el testimonio de Cristo, más aún que el de los profetas, tiene un carácter público y jurí­dico. Su testimonio se presenta como una deposición pública en el vasto proceso que opone al reino de Dios y al reino de Satanás, a Cristo y al mundo. En favor de Cristo está el testimonio de Juan Bautista, el de la Escritura, el del apóstol, el del Espí­ritu Santo. Pero la palabra de Cristo choca con la contestación y el odio. Enfrentados con Cristo, los judí­os, que representan al conjunto del mundo hostil a la verdad, rechazan su testimonio y se juzgan a sí­ mismos. De esta manera el testimonio de Cristo lleva a cabo el discernimiento entre los hombres. Así­ Cristo llevó su testimonio hasta el lí­mite: fue el testigo fiel y verdadero (Ap 13,8).

Cristo es, por tanto; el testigo absoluto, el que lleva en sí­ mismo la garantí­a de su testimonio. El hombre, sin embargo, no serí­a capaz de acoger por la fe este testimonio del absoluto, manifestado en la carne y el lenguaje de Jesús, sin una atracción interior (Jn 6,44), que es un don del Padre y.un testimonio del Espí­ritu (Un 5,9-10). En este momento, el testimonio se interioriza casi por completo, ya que se dice que el que cree en Cristo tiene dentro de sí­ el testimonio de Dios. El testimonio que el creyente posee en sí­ mismo es el testimonio que el Espí­ritu da del Hijo. Si el testimonio se interioriza, es siempre en relación con la palabra de Cristo, que exterioriza la intimidad de su diálogo con el Padre. Y Juan, del mismo modo, anuncia lo que él ha visto y oí­do del .Verbo de vida, para que por la fe en su testimonio los hombres entren en comunión de vida con el Padre y con su Hijo: El testimonio-confesión no rompe jamás sus ví­nculos con el testimonionarración.

De esta forma el testimonio bí­blico es esencialmente religioso. Se trata de un testimonio sobre alguien: el Dios salvador (AT) o el Dios-salvación-en-Jesucristo (NT). Es a la vez proclamación exterior de la buena nueva de la salvación y compromiso de la persona (palabras y obras), que pueden llejar hasta el don de la vida por el martirio. Es incluso este aspecto de compromiso el que mantiene la continuidad entre el testimonio profano y el testimonio religioso. El testimonio exterior va acompañado de un testimonio interior del Espí­ritu, que hace al hombre capaz de abrirse al evangelio y de adherirse a él por la fe. Sin ese testimonio interior del Espí­ritu, el testimonio exterior sigue siendo vano y estéril. La noción neotéstamentaria de testimonio no comprende todaví­a explí­citamente el testimonio de la sangre, excepto en el Apocalipsis, cuando se dice que los discí­pulos de Cristo han triunfado “por la sangre del cordero y por el testimonio que proclamaron, despreciando su vida hasta sufrir a muerte” (Ap12,11). Sin embargo el paso es legí­timo, ya que la verdad atestiguada en el testimonio cristiano es la verdad de, la muerte como redención. El testigo-mártir da testimonio de la victoria de Cristo sobre la muerte y de su vida indestructible. Atestigua lo absoluto de Cristo, testigo absoluto.- – . . .

6. DEL TESTIMONIO-REVELACIí“N Al TESTIMONIO-MOTIVO DE CREDIBILIDAD. Después de lo que hemos dicho del testimonio profano y del testimonio religioso, entendemos mejor que la revelación se comprenda como “testimonio”. En el trato de las tres personas divinas con los hombres existe un intercambio de testimonios que tiene la finalidad de proponerla revelación y de alimentar la fe. Son tres los que revelan o dan testimonio, y esos tres no son más que uno. Cristo da testimonio del Padre, mientras que el Padre y el Espí­ritu dan testimonio del Hijo. Los apóstoles, a su vez, dan testimonio de lo que han visto y oí­do del Verbo de vida. Pero su testimonio no es la comunicación de una ideologí­a, de un descubrimiento cientí­fico, de una técnica inédita, sino la proclamación de la salvación prometida y finalmente realizada.

En esta perspectiva, el testimonio designa ante todo el compromiso de una vida auténticamente cristiana. Este acuerdo entre el evangelio y la vida le da al evangelio credibilidad y eficacia. La salvación anunciada se ha cumplido de verdad, ya que el hombre nuevo anunciado por el evangelio, vivificado por el Espí­ritu, está verdaderamente entre nosotros. Gracias al testimonio, el hombre encuentra el evangelio ante sí­ como una realidad encarnada en unos seres de carne y hueso. La verdad y la vida se hacen eco mutuamente y llegan a coincidir. El evangelio se hace transparencia. El mensaje forma cuerpo con el testimonio: la: salvación anunciada se convierte en la salvación presente. Esta armoní­a entre el anuncio y la contemplación dé la salvación es también signo de la presencia de Dios y de la verdad del evangelio. Cuando el testimonio se convierte así­ en estilo de vida filial, vivificado por el Espí­ritu, pasamos del testimonio-revelación al testimonio-motivo de credibilidad.

BIBL.: BAeeoTId E., Le témoignage spirituel, Parí­s 1964; BRETON S., Philosophie du témoignage, en E. CASTELLI (e d.), La testimonianza, Roma 1972 38-84; Bitois N., Zeuge und Mdrtyrer,Munich 1961; GeFFRé G., Le témoignage comme expérience de langage, en E. CASTELLI (ed.), o.c., 291-294;, LATOURELLE R. Le témoignage chrétien, Tournai-Montreal 1971; In, Teologí­a de la revelación, Salamanca 1989’x, 53-62. 77-86; ID, Evangélisation el témoignage, en Evangelisation (Documenta missionalia 9), Roma 1975, 77-110; In, A Jesús el Cristo por los evangelios, Salamanca 1982, 175-182; LE CHEVALIER C., La confidente de la personne,Parí­s 1960; MENOUD P.H., Jésus el se rémoras, en “$glise et théologie” (junio. 1969) 1-14; NEDONCELLE M., Communieqtion el interprétation du témoignage, en E. CASTELLl (ed.), o. c., 280-290; TILLIETTE x., Valeur el limite d’une philosophie du témoignage, en E. t’ASTELLI (ed.), o.c., 89-92; TxErANIEa B.,: L’ idée de rémora dans les écrits johanniqtres, en *Revtte de 1’Université d’Ottawa” 15 (1945)27-63.

R. Latourelle
II. Motivo de credibilidad
La noción de compromiso, inherente a la de testimonio, establece uña continuidad entre los dos áspectos del testimonio: uno activo, cuando designa la revelación o la confidencia de Dios al hambre; e1 otro pasivo . cuándo designa la atracción ejercida por fina existencia plenamente de ácuérdo con el evangelio. Cuando el evangeliowivido y él evangelio predicado se responden perfectamente, la existencia vivida se convierte en motivo de t credibilidad, en signo (l Semiologí­a, I) de la verdad del evangelio.

Este tipo de acción -silenciosa y eficáz, con el término que lo cualifica, es decir, el de “testimonio”, se fue imponiendo poco a poco. en el perí­odo preconciliar gracias a los movimientos de acción católica (JEC, JOC, JAC), que enseñaban que la influencia de los laicos en la sociedad tiene que ejercerse no por los caminos de la dominación, sino los de la presencia y animación. En un mundo secularizado, la Iglesia tiene que ser una comunidad de miembros vivos, activos; responsables, que lleven el evangelio y-el’espí­ritu del evangelio al seno de sus ocupaciones familiares, profesionales, sociales. El testimonio actúa por infusión’ dé séfltido e irradiación dé vida. La categorí­a del testimonio ha conocido ,tanta popularidad qué ha llegado á suplantar a la expresión corriente dé “santidad”. Efectivamente, después del ¿oncilio, se habla con gusto de testimonio de vida para designar la santidad de vida, en cuanto que es fuerza de atracción para los que viven fuera de la Iglesia. Esta preferencia dada a la categorí­a de testimonio se manifiesta claramente en los documentos conciliares, así­ como en la reciente exhortación possinodal de Juan Pablo II, Christifideles laici, del 30 de diciem. bre de 1988.

1. EL TESTIMONIO EN EL VATICANO II. Esta, transferencia semántica expresa el cambio profundo, en el nive¡ de las perspectivas, que se ha operado en la Iglesia entre el Vaticano I y el Vaticano Il. Donde el Vaticano I proponí­a a la l Iglesia (unidad, santidad, expansión, estabilidad, fecundidad) como un signo alzado a la vista de las naciones, el Vaticano II personaliza e interioriza el signo de la Iglesia y habla más bien del testimonio de los cristianos: Son los mismos cristianos, por su vida santa, y las comunidades cristianas, por sü vida de unidad y caridad,’los’que ponen el signo de la Iglesia. Viviendo perfectamente su condición de hijos del Padre, rescatados porCristo y santificados por el Espí­ritu, es como los cristianos dan a entender a los demás hombres que la salvación está verdaderamente entre nosotros. Lo que el Vaticano I entendí­a por el signo de la Iglesia, se concentra ahora en la categorí­a de testimonio. Una vez percibida esta trasposición, se constata que. el tema del testimonio es uno de los temas principales y privilegiados del Vaticano II. Como un leitmotiv, aparece en todas las constituciones y en todos los decretos. A los ojos del concilio, átestiáuar significa acreditar el evangelio como verdad y salvación del hombre mediante una vida conforme con el evangelio.

Este testimonio tiene que revestir una forma individual y comunitaria al mismo tiempo. Es todo el pueblo de Dios el que ha de difundir su testimonio vivo mediante una vida teologal fervorosa. Pero “como el pueblo de Dios vive en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales…, a ellas corresponde también el dar testimonio de Cristo delante de las gentes” (AG 37). Estas afirmaciones generales se recogen y se aplican a continuación a cada grupo de cristianos. Los obispos y pastores tienen que presentar una imagen de la Iglesia que permita a los hombres juzgar de la fuerza y de la verdad del mensaje cristiano; “con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy” (GS 43): Los sacerdotes “deben ofrecer a todos un testimonio vivo de Dios” (LG 41); “con su conducta de cada dí­a y con su solicitud deben mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida” (LG 28). A propósito de los religiosos, el concilio declara: “Los religiosos todos, por la integridad de la fe, por la caridad para con Dios y el prójimo, por el amor a la cruz y la esperanza de la gloria venidera, han de difundir por todo el mundo la buena nueva de Cristo, a fin de que su testimonio aparezca a los ojos de todos y sea glorificado nuestro Padre, qué está en los cielos” (PC 25). Los laicos están invitados a dar este mismo testimonio de una vida santa; cada uno de ellos “debe ser ante el mundo el testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y signo del Dios vivo,” (LG 38). En las escuelas públicas, los profesores “han de dar testimonio por su vida tanto como por su enseñanza del maestro único, Jesucristo`(GE 8). En tierras de misión sobre todo es donde la vida de unidad y de caridad de los cristianos se convierte en un signo particularmente urgente, ya que en ellos se concentra entonces toda la Iglesia como presencia y manifestación de Cristo. El primero de todos, el misionero, “con una vida verdaderamente evangélica, con una gran paciencia, con su longanimidad, su mansedumbre, su caridad sincera (2Cor 6,4ss), tiene que dar testimonio de su Señor, incluso, si es necesario, con su derramamiento de sangre” (AG 24). En este papel de testigos, los laicos son solidarios del misionero, “ya que todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar por el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que han sido revestidos por el bautismo y la fuerza del Espí­ritu Santo” (AG 11). Este tema general del testimonio recibe con frecuencia determinaciones que precisan su objeto y su orientación. Las más frecuentes son la caridad, la humildad, el servicio, la unidad, la pobreza.

No cabe duda de que en el pensamiento del Vaticano II el gran signo de la llegada de la salvación a este mundo es la vida de unidad y de caridad de los cristianos: es el testimonio de su vida realmente comprometida, es decir, propia de hombres que viven una vida de hijos, de nuevas criaturas, transformados y vivificados por el Espí­ritu. En estas declaraciones lo que es nuevo no es la doctrina misma, que es tradicional, sino la manera de expresarla: los vocablos y el acento. Para designar esta santidad de vida por la que Dios nos da un signo del establecimiento de su reino en Jesucristo, el concilio suele utilizar las expresiones testimonio de vida, testigos vivos de Cristo. Este recurso a la categorí­a de testimoniocompromiso por parte del hombre como respuesta al testimonio-confidencia de Dios que es la revelación, manifiesta la preocupación del concilio por hablar un lenguaje que responda a la sensibilidad y a la mentalidad del hombre del siglo xx. Pues bien, éste, formado en un contexto de pensamiento personalista y existencial, rechaza un tipo de santidad platónica y abstracta. Si está “tocado” y “se rinde”, será ante la experiencia de una consagración total a Dios y a los hombres. Pero, precisamente, hablar de santidad en términos de testimonio es evocar un compromiso de toda la persona, “cuerpo y alma”, al servicio de Cristo y de los que él ha asumido en sí­, aun a costa del martirio. En los textos del concilio, el l martirio es una “gracia eminente y una prueba suprema de caridad” (LG 42; PO 13; AG 24; UR 4).

Este signo de la llegada de la salvación a través del testimonio parece que es el que más seduce al hombre contemporáneo. A un hombre celoso de sus derechos, de su autonomí­a, el testimonio se presenta bajo los rasgos de la discreción: actúa por atracción, sin violentar. A un hombre que lo mide todo por el parámetro de la eficacia, el testimonio propone actos, hechos: la condición humana puede cambiarse, puesto que de hecho ya ha cambiado. A un hombre técnicamente desarrollado, pero subdesarrollado en el plan moral y de una fragilidad psicológica desconcertante, el testigo se presenta como un ser sano, “feliz en su pellejo”, irradiando gozo y paz a pesar del sufrimiento y de la muerte. Este encuentro puede suscitar el deseo de. participar de esa plenitud de vida. Añadamos que, en una sociedad pluralista y secularizada, el testimonio-compromiso es más urgente que antaño, Por su estilo de vida más que por sus discursos, el cristiano atestigua la presencia de la salvación en el mundo. Por su manera distinta de vivir las situaciones comunes, puede llevar a los que le rodean a interrogarse por el espí­ritu que lo inspira.

2. EL TESTIMONIO EN LA EXHORTACIóN “CHRISTIFIDELES LAICI” (1988). La ascensión del laicado en la Iglesia representa un movimiento irreversible. La actividad de los laicos se ejerce en todas las esferas de la vida: no sólo a nivel de las obras sociales, caritativas y pastorales, sino en todos los niveles de la enseñanza propiamente religiosa: desde la catequesis hasta las funciones de investigación y de enseñanza universitaria. Efectivamente, centenares de hombres y de mujeres enseñan teologí­a en las facultades del mundo entero. En algunos paí­ses son claramente mayoritarios. A esta mayor presencia e influencia de los laicos en la Iglesia corresponde evidentemente una responsabilidad creciente a nivel del testimonio. Es el aspecto que subrayó el sí­nodo de 1987 y la exhortación Christifideles laici que lo siguió en 1988.

“Unidos a Cristo, el gran profeta (Lc 7,16), y constituidos en el Espí­ritu testigos de Cristo resucitado, los fieles laicos… están llamados a hacer brillar la novedad y la fuerza del evangelio en su vida cotidiana, familiar y social” (CL 14). Inmersos en el mundo que es su ambiente habitual de trabajo, es en el mundo donde manifiestan a Cristo por “el testimonio de su vida de fe, de esperanza y de caridad” (CL 15; LG 31). Están invitados a dar este testimonio hasta las cimas de la santidad, ya que “el santo es el testigo más esplendoroso de la dignidad conferida al discí­pulo de Cristo” (CL 16). Incluso puede afirmarse que la renovación esperada del concilio dependerá en gran parte de la influencia creciente de los laicos en la Iglesia y de la calidad de su testimonio. El papel de los laicos es especialmente importante en los paí­ses del primer mundo, que tienen una necesidad urgente de una segunda evangelización. “A ellos en particular corresponde atestiguar que la fe constituye la única respuesta que… todos entrevén y que todos piden ante los problemas y esperanzas que la vida suscita en cada individuo y en cada sociedad” (CL 34). La exhortación apostólica subraya que “la sí­ntesis vital que los fieles laicos sabrán realizar entre el evangelio y los deberes cotidianos de la vida será el testimonio más hermoso y más convincente para mostrar que no es el miedo, sino la búsqueda de Cristo y la adhesión a su persona lo que constituye el factor determinante para que el hombre viva y crezca” (CL 34).

3. FECUNDIDAD DEL TESTIMONIO PERSONAL. El lenguaje de los hechos viene a corroborar las declaraciones del concilio y del sí­nodo sobre los laicos. Para el hombre contemporáneo, el testimonio de una vida comprometida es el más decisivo de todos los signos de la venida de la salvación en Jesucristo. Se le disputa a Dios, a menudo con dureza,el derecho a hacer milagros, el derecho a intervenir en un mundo que se considera “coto cerrado”, reservado a la especie humana; pero se acepta con mayor agrado que Dios puede actuar directamente en el corazón del hombre para convertirlo y transformarlo. Si la voz de Juan XXIII encontró un eco tan grande en el corazón de los hombres de todas las razas y de todas las confesiones, un eco que todaví­a repercute, ¿no es porque esa voz tení­a el acento del amor auténtico, de la caridad del buen pastor que llama a sus ovejas? “Estás encargado de gritar el evangelio sobre los tejados -decí­a Charles de Foucauld-, no con tus palabras, sino con tu vida”. Sí­, los hombres de hoy piden no tanto predicadores como testigos silenciosos del amor de Cristo, hombres y mujeres en quienes el evangelio aparezca en ejercicio como valor atractivo. Si se produce este encuentro, puede despertar el deseo de la salvación y hacer posible la fe.

Algunos ejemplos bastarán para ilustrar esta fuerza de atracción del testimonio. Primero, entre los convertidos. Casi siempre la l conversión encuentra su ocasión, su provocación, su impulso o su aceleración en un choque inicial. Pues bien, este primer choque, según dicen los mismos convertidos, se produce ordinariamente por el encuentro con una vida profundamente comprometida, en el espí­ritu del radicalismo evangélico. Es lo que pasó con Charles de Foucauld, Gabriel Marcel, G.K. Chesterton, Raisa y Jacques Maritain, Ernest Psichari, Henri Ghéon, Thomas Merton, Edith Stein, Karl Stern. G. Marcel declara: “Los encuentros han jugado un papel capital en mi vida. Me he encontrado con seres en los que sentí­a la realidad de Cristo tan viva que no me era lí­cito dudar de ella”. Y Daniel-Rops: “No hay nada tan decisivo como ver con los propios ojos lo que es un cristianismo vivo y encarnado”. A veces el encuentro con Cristo se hace “en directo”, en una experiencia mí­stica, como en el caso de A. Frossard. Pero la mayor parte de las veces lo decisivo es el encuentro y la confrontación con una vida arraigada en Cristo. En este tipo de encuentro la salvación se hace transparente. No se deduce la salvación; se la palpa en ejercicio.

En efecto,, no son discursos lo que hemos de presentar a unos hombres que gritan por su desgracia, sino el precio de una vida personalmente dada, consagrada a nuestros semejantes. No se explica de otro modo la fuerza de atracción de unos hombres y mujeres como el P. Kolbe, muerto en Auschwitz en 1941 por haber sacrificado su vida sustituyendo voluntariamente a un padre de familia, condenado a morir de hambre; o como el arzobispo Oscar Romero, del Salvador, muerto en 1980, asesinado mientras celebraba misa, mártir de su defensa de los pobres, de los sin voz, y de su protesta contra las expulsiones, las persecuciones, las torturas. ¿Y cómo explicar la irradiación del humilde hermano Andrés, que atrae hacia el oratorio dedicado a san José, de Montreal a caravanas humanas venidas de las dos Américas y hasta de Europa? ¿Y el fenómeno más desconcertante todaví­a de Teresa del Niño Jesús, la joven carmelita encerrada en su claustro, proclamada patrona de las misiones?

Pero no vayamos tan lejos: pensemos en la madre Teresa. Los musulmanes, los budistas, los creyentes, los indiferentes, los ateos, se inclinan ante este foco de amor que ella enciende a su paso. Por ella todos se sienten interrogados, cuestionados, llamados a una revisión de sus valores y hasta a una conversión total. En ella Cristo vive y pasa haciendo el bien. Dirigiéndose a los paí­ses del primer mundo, ella declara: “La mayor enfermedad actual no es ni la lepra ni la tuberculosis, sino el sentimiento de ser indeseable y estar abandonado de todos; el mayor pecado es la falta de amor y de caridad, la terrible indiferencia por ese prójimo que, a la orilla del camino, es presa de la explotación, de la corrupción, de la indigencia y de la enfermedad… Entre vosotros, los paí­ses. ricos, hay una pobreza de amor, de soledad, de inmortalidad; es la enfermedad peor del mundo”. La madre Teresa quiere llevar al mundo occidental a salir de las aguas glaciales del egoí­smo y del cálculo. Ella no es socióloga, ni economista, ni polí­tica. No hace propaganda. Para ella el amor prima sobre la “eficacia”: poco importan los resultados inmediatos. Ella es el amor que irradia, ilumina, calienta, que da sin esperar nada a cambio. Vislumbramos en ella una densidad de amor que se abre a una luz capaz de desgarrar las tinieblas más opacas. Como en tiempos de Cristo, ella es el amor presente entre nosotros. Quiere que la última mirada del más desventurado de los, moribundos-sea el encuentro con otra mirada que lo cubra de amor. Está convencida de ello: el mundo de hoy tiene mucha más necesidad de corazones cargados de amor que de barcos cargados de trigo. La madre Teresa nos habla de amor con gestos de amor. Su vida no es una demostración, sino una muestra del amor que la llena y la hace vivir. Y por ese mismo hecho “demuestra” que es posible vivir en el mundo si el amor logra penetrar en él.

4. EL TESTIMONIO COMUNITARIO. El testimonio de una vida personal de acuerdo con el evangelio constituye ya un signo de la presencia de la salvación en el mundo. Pero este signo es mucho más convincente si el testimonio es obra no solamente de unos cuantos individuos, sino de un grupo, y hasta de toda una comunidad, y hasta de toda la Iglesia. En ese caso la calidad de los miembros de la comunidad afecta a la calidad de la comunidad misma y a la imagen que le da al mundo. Si esa comunidad vive del evangelio, afirma al mismo tiempo la fuerza sobre ella del evangelio reconocido como valor supremo. Cuando todos sus miembros o la mayorí­a viven del evangelio, de aquí­ se sigue una imagen fiel de Cristo y de su espí­ritu. El testimonio dado por cada uno de sus miembros se alimenta a su vez de cada uno de los testimonios recibidos. Se produce entre el individuo y la comunidad una especie de flujo y reflujo incesante. Se establece entre los miembros de la comunidad como una red de relaciones interpersonales, hecha de justicia, de caridad, de paz, de pureza, de mansedumbre, de serenidad, de misericordia. El testimonio comunitario es una resultante, y no una simple añadidura o yuxtaposición de testimonios individuales. Es una realidad nueva, original.

El testimonio dado por los miembros santos de una comunidad constituye una comunidad santa, que irradia en todos los que se le acercan el espí­ritu de Cristo. El que entra en contacto con ese ambiente tiene la impresión de respirar un aire más vivo, más tonificante. Al contrario, el pecado establece entre los miembros de una comunidad dividida unas relaciones interpersonales pecaminosas. El lenguaje popular, por otra parte, no se engaña: presenta un cuerpo y un rostro de pecado. No es posible callar o reducir la importancia de este aspecto del testimonio, sobre todo a nivel eclesial. Porque, en definitiva, es la imagen que presenta al mundo la Iglesia lo que hace de ella un signo expresivo y contagioso o un signo negativo de la salvación que predica. El Vaticano II ha subrayado ante la conciencia cristiana la responsabilidad de los miembros de la Iglesia en la formación de la imagen que da al mundo. El signo del evangelio puede verse oscurecido y hasta anulado por el antitestimonio de un cristianismo escandaloso. En el decreto sobre la actividad misionera, el concilio declara: “La división de los cristianos perjudica a la causa sacratí­sima de la predicación del evangelio a toda criatura y, para muchos, les cierra el acceso a la fe” (AG 6). Y en el decreto sobre el ecumenismo, el concilio declara que la división de los cristianos “es para el mundo un objeto de escándalo y un obstáculo para la más noble de las causas: la predicación del evangelio a toda criatura” (UR 1). Cuando la Iglesia no ofrece el testimonio de la unidad y de la caridad, sino el de la división y el odio, las facciones, los clanes, los exclusivismos, no solamente no atrae ya a los hombres, sino que los aparta de ella y, por tanto, de Cristo, ya que por la Iglesia conocemos a Cristo y también por ella medimos la eficacia real del evangelio.

Al contrario, los hechos demuestran cuán atractivo es el testimonio de los hombres reunidos en la unidad y la caridad. Pensemos, por ejemplo, en la comunidad de jóvenes de San Egidio (San Gil), en Roma, convertida en lugar de encuentro entre no-creyentes y creyentes, debido al fervor de la oración y a los servicios caritativos muy diversos de un grupo de cristianos. O también en la comunidad monástica de Taizé, fundada en 1940 y convertida en cita de oración para visitantes de todas las comunidades religiosas. Pensemos también en la irradiación mundial del movimiento del Arca, fundado por Jean Vanier en 1964, en TroslyBreuil (Francia), que acoge a los más desvalidos de los desvalidos, a saber: a personas afectadas de deficiencia mental y condenadas a vivir y a morir sin esperanzas de “salir de allí­”. Lo que caracteriza al Arca es un compromiso absoluto, y hasta heroico, al servicio de esos enfermos, acompañado de un espí­ritu de oración que pueden envidiar los monjes más fervorosos. Jóvenes de treinta años, como media, que consagran los años más hermosos de su vida a atender a unas necesidades capaces de hacer temblar a las sensibilidades más equilibradas. En el Arca se intenta crear focos de amor para hacer “palpar” algo del amor del Verbo de vida. Para los hombres que tienen ya demasiadas teorí­as en la cabeza esto es “lo nunca visto”, capaz de abrir los corazones y hacer que entre en ellos el amor. Recordemos, finalmente, el testimonio fulminante que han dado las familias campesinas de la región de Macambria, al nordeste del Brasil. Esos pobres son portadores de una fuerza inédita, la fuerza misma de Dios, que obliga a los ricos a interrogarse y a convertirse. Esas poblaciones oprimidas del Brasil no tienen más armas en la mano que su sufrimiento: sufrimiento que podrí­a llevarlos al odio, a la matanza, pero que les ha hecho escoger más bien el camino del petdón; ven en el perdón una acción creadora, capaz de vencer la injusticia en su raí­z, transformando al injusto en justo, al opresor en amigo y hermano. El perdón derriba las murallas de la separación y restablece el amor fraternal. El perdón es semilla de justicia. Los opresores, convertidos por el testimonio de los oprimidos que perdonan, reconocen sus faltas y se salvan, se liberan, quedan curados por el testimonio tenaz y fiel de los oprimidos que no dejan de perdonar. Esas comunidades locales, que dan testimonio de Cristo en el fondo de su miseria, se encuentran por todos los rincones del mundo: en India, en Nigeria, en América central, en América Latina. El testimonio de su perdón es germen de un amor que nace: el del opresor al oprimido. Cristo no conoció otro testimonio ante sus enemigos.

Simples sondeos, estos ejemplos son, sin embargo, significativos. Manifiestan que el testimonio-compromiso de una vida consagrada a Cristo es el gran motivo de credibilidad de la revelación. No se deduce de la existencia de la salvación: se la ve y se la palpa, viva, de pie, ante nosotros.

5. NECESIDAD DEL TESTIMONIO. El testimonio de una vida en perfecta consonancia con el evangelio no es, para el cristianismo, algo simplemente deseable y altamente recomendable, sino una exigencia absoluta, una necesidad natural. Son varios los motivos:
a) En primer lugar, porque el cristianismo no es un puro sistema de pensamiento, filosófico o cientí­fico, que pueda comunicarse por una enseñanza que no comprometa ni al profesor ni al oyente, sino un mensaje de salvación, relacionado con un acontecimiento que ha cambiado el sentido de la condición humana y que cuestiona la existencia de quien lo recibe. El evangelio nos dice que el hombre, en Jesucristo, se ha salvado; que somos hijos de Dios y que participamos ya de la vida de las personas divinas. Entonces, si el cristianismo fuera incapaz de mostrar este cambio de la condición humana anunciado por el evangelio, confesarí­a su propio fracaso. No basta con pretender que ha tenido lugar el acontecimiento de la salvación, pero que es imposible de captar; que la santidad se ha dado, pero que, paradójicamente, no hay nada que la revele por fuera en el comportamiento de los que han recibido el Espí­ritu. No; la santidad tiene que existir y existe de hecho; se la puede encontrar si se la busca con un corazón humilde y disponible. Se puede comprobar por los frutos “de caridad, de gozo, de paz, de servicialidad, de bondad, de confianza, de mansedumbre, de dominio de sí­” (Gál 5,22). Igualmente, la Iglesia no puede contentarse con afirmar que es santa y que ha recibido de Cristo los medios de santificar a los hombres, pero sin poder santificarlos efectivamente. Cuanto más habla la Iglesia de santidad, más tiene que producir testigos de salvación. Cuanto más narra la historia de la salvación en Jesucristo, más tiene que poder contar las victorias de la gracia de la salvación sobre el pecado de los hombres. Tal es el sentido profundo de las beatificaciones y canonizaciones. La Iglesia no serí­a lo que es si no produjera santos, es decir, frutos de salvación.

b) En segundo lugar, es necesaria la consonancia entre el evangelio y la vida, porque lo esencial del mensaje cristiano es la revelación del amor infinito de Dios a los hombres a través del amor en Jesucristo. Pues bien, ¿cómo pueden creer en su amor los hombres que no conocen a Jesucristo, si no tienen ante la vista el espectáculo de otros hombres que han sido ya conquistados por ese amor y que han arriesgado por él toda su vida? ¿Cómo introducir en el amor a una persona a no ser por el contagio del amor? Cuando unos cristianos llevan una vida perfectamente evangélica, los que son testigos de ese espectáculo contemplan a Dios que es amado y a Dios que los ama. Tienen en ese amor la revelación del amor de Dios. El amor de los hombres entre sí­ se convierte en el sacramento o en el signo del amor de Dios, en la expresión visible del amor de Dios a los hombres.

c) Finalmente, la consonancia entre el evangelio y la vida es necesaria, porque el evangelio es la revelación de una nueva forma de existencia, de un nuevo estilo de vida. Pues bien, ese estilo de vida en el que Dios quiere formar a los hombres, al ser al mismó tiempo sublime e inédito, ¿cómo podrí­a Dios enseñárselo a los hombres a no ser por una presentación concreta y ejemplar? Por eso Cristo, el Hijo de Dios, el testigo por excelencia, no sólo e9 el que revela a los hombres su condición filial, sino también el que los inicia en esa vida filial, llevando él mismo, entre ellos, a sus ojos, una vida de Hijo. Por eso se necesitan testigos de Cristo, santos que perpetúen en la Iglesia esa vida filial revelada y vivida por Cristo y que ilustren para cada generación ese nuevo estilo de vida que es la existencia cristiana plenamente vivida.

En el /milagro sólo se toca a la naturaleza. Aquí­ cambia el hombre mismo. Por el testimonio-compromiso se revela a nuestros ojos la transformación de la humanidad que ha realizado la invasión de la gracia en Jesucristo.

6. DINAMISMO DEL TESTIMONIO. Se trata aquí­ de mostrar cómo el testimonio de la vida actúa sobre el espí­ritu y el corazón del hombre para hacerle comprender que la salvación anunciada por el evangelio, atestiguada por Cristo, por los apóstoles, por los cristianos auténticos, está verdaderamente entre nosotros.

Lo que caracteriza el testimonio de la vida es su discreción. El santo no exige nada ni pide nada; se contenta con expresar por toda su vida la realidad sobrenatural en que se mueve. El santo, observa Bergson, “ha sentido cómo la verdad se metí­a en él como una fuerza activa. El tiene la misma necesidad de difundirla que el sol de derramar su luz. Pero no la propagará con simples discursos” (Les deux sources de la morale et de la religion, Parí­s 19322, 249). La santidad actúa sin violentar. Su fuerza de atracción se debe a su discreción misma. Signo aparentemente el más frágil, puede ser también el más eficaz, ya que actúa a nivel de las personas y apela a la experiencia moral de cada uno.

La santidad actúa primero como un valor: por atracción y seducción de un bien. Revela al que la encuentra una calidad de vida que el hombre ni siquiera habrí­a sospechado sin ella, y de la que secretamente desea participar. Le muestra al hombre, en una vida semejante a la suya, un ideal cuyo atractivo no está nunca totalmente ausente en el fondo de su corazón. No explica el valor del cristianismo por una demostración o un panegí­rico; lo muestra presente y operante en una existencia que ha transformado. “¿Por qué los santos –dice también Bergson- tienen imitadores?… No piden nada, pero lo obtienen todo. No tienen necesidad de exhortar; no tienen más que existir: su existencia es una llamada” (ib, 29-30).

Si es verdad que los valores más altos son los que dejan más juego a la libertad (ya que la exigencia del valor está en razón inversa de su elevación), su fuerza de atracción está en razón directa de su altura. En este sentido, el espectáculo de una vida cristiana auténtica suscita entre los que no se cierraxl a ello un deseo de participar de este esplendor. La santidad es una llamada, no una presión; se ofrece al hombre como una, promesa de plenitud y de superaclon a la que se aspira. Pocos hombres responderán efectivamente a esta llamada tan discreta, porque se trata de una llamada a un nuevo estilo de vida adquirido a costa de grandes sacrificios. Poco importa: sin ruido, casi sin respirar, el testimonio de una vida despierta la atención, suscita la simpatí­a e inicia, sin forzarlo, el movimiento por el que quizá las personas sacudan su inercia y se pongan en marcha hacia Dios. En adelante queda planteada una cuestión. El que ha encontrado la santidad, “¿va a dar la preferencia a la vida según el amor de la que acaba de recibir una revelación por medio de otro, experimentando su atractivo y como su tentación, o bien va a preferir la vida según el egoí­smo? Esta opción es plenamente libre… Pero el hombre se ve sacudido de su indiferencia para verse colocado ante una decisión que no puede soslayar” (Y. de Montcheuil).

A los ojos más atentos, la santidad descubre una armoní­a entre el evangelio y la vida. La santidad da cuerpo al evangelio y lo hace pasar al orden de la existencia. El evangelio dice que Cristo es el Hijo de Dios que ha venido al mundo a hacer de nosotros hijos del Padre, llamados a llevar una vida de hijos y a compartir la gloria de Cristo. Pues bien, he aquí­ que en el santo aparece ese hombre nuevo anunciado por el evangelio, todo impregnado de caridad, viviendo y actuando bajo la fuerza del Espí­ritu. El santo deja ver, por transparencia, la salvación anunciada y operada por Cristo. En él el evangelio y la vida se hacen eco y llegan a coincidir. El santo muestra, y por eso mismo demuestra, la aptitud del evangelio para transformar la existencia humana. Esta consonancia entre el evangelio anunciado y el evangelio vivido es un signo de la verdad del evangelio. El santo atestigua.con su presencia en el mundo que la salvación se ha cumplido de verdad, puesto que el hombre nuevo, vivificado por el espí­ritu de amor, está verdaderamente entre nosotros.

Esta consonancia entre el evangelio y la vida constituye un signo tanto más impresionante cuanto que no se trata de una consonancia cualquiera, a escala común, sino de una consonancia en la superación. Hay una superación en el ideal; o sea en el evangelio, y una superación en la realidad. En un mundo en el que reina el pecado, la división, el egoí­smo, la envidia, destaca la figura del santo. Hombre como nosotros, domina, sin embargo, nuestro nivel de mezquindad y de mediocridad. Respira un aire más puro., que viene de otro mundo. Representa, en el mundo actual y respecto al obrar concreto y habitual de los hombres, una superación. Se sabe que el hombre puede ser generoso; pero la generosidad de Pedro Claver con los negros, la de Vicente de Paúl con los pobres, la de Juan de Brébeuf con los hurones, la de Carlos de Foucauld con los tuaregs, la de la madre Teresa con la “basura” de la humanidad, superan toda medida común y da verdadero vértigo.

Añadamos además que esta superación no es una superación vertical y simple, como puede ser el heroí­smo del mártir, sino una superación multiforme yparadójica. La vida del santo reproduce como en miniatura las paradojas de la vida de Cristo. Presente al mundo y a todas sus miserias, el santo da, sin embargo, la impresión de venir de islas extrañas y de traer unos productos exóticos. Totalmente de Dios, es también todo cariño con los hombres. Abismo de humildad y de sencillez, es muchas veces intrépido y fogoso para hablar de Dios y reivindicar sus derechos. Coloso de pureza y de penitencia, tiene, sin embargo, el convencimiento de ser el más grande pecador. Une la obediencia más filial a la iniciativa más exuberante y creadora.

Se concibe fácilmente que el hombre que contempla esta armoní­a, en la superación, entre el evangelio y la vida, esta intensidad, esta plenitud, esta constancia y esta fecundidad de la caridad, sienta el deseo de comulgar en ese mundo de valores que descubre en el testimonio de una vida auténticamente cristiana. El espectáculo de la santidad dispone para oí­r el evangelio, puesto que el santo es ya el evangelio que se despliega a nuestra vista. En definitiva, lo que constituye la fuerza del testimonio de la vida es que muestra la salvación ejerciéndose en nuestro mundo. El signo es aquí­ el resplandor de la transformación realizada. El mismo hombre queda cambiado y vivificado por el Espí­ritu de amor. El .mundo espera el paso de los santos., Si la santidad y los santos son invisibles o están ausentes, los hombres viven en la oscuridad y se mueren de frí­o.

7. ESPECIFICIDAD DEL TESTIMONIO CONTEMPORíNEO. Señalemos en qué condiciones el testimonio personal y comunitario puede llegar a ser para los hombres de nuestro tiempo un signo. de la venida de la salvación en Jesucristo. Para ser eficaz es preciso que este testimonio revista unas modalidades nuevas y muy especificas.

a) El hombre contemporáneo es más sensible que en otros tiempos al respeto, por parte del cristiano, de los valores humanos reconocidos en el mundo secular. Por ejemplo: la competencia profesional, la eficacia del trabajo, la preocupación y el respeto por la :verdad, la probidad y la humildad en la investigación cientí­fica, la franqueza y la sinceridad en las relaciones humanas, el respeto a la palabra dada, el respeto a la libertad de conciencia, el respeto al bien de los demás, el sentido de servicio público… El hombre contemporáneo siente respeto por la persona. comprometida en su tarea y la cumple con fidelidad de conciencia. Se inclina ante el que sabe participar de los gozos, pero también de los sufrimientos, de las angustias de los hombres de su ambiente; ante el que se esfuerza por mejorar las instituciones sociales de su paí­s. Al contrario, si el cristiano no manifiesta respeto o se muestra desdeñoso ante estos valores reconocidos por el mundo secular, su profesión de fe cristiana, por muy abierta y vehemente que sea, corre el peligro de no encontrar eco.

b) En otros tiempos, en una cristiandad homogénea o en el seno de naciones enteramente católicas, la caridad no tení­a que ejercerse más que entre católicos y eran sólo los misioneros los que asumí­an la responsabilidad de llevar el evangelio fuera de las fronteras visibles de la Iglesia. No ocurre lo mismo en nuestros dí­as. En un mundo cada vez más unificado, no existen ya los muros de separación: todas las familias espirituales (protestantes, judí­os, musulmanes, budistas, hinduistas, etc.), todas las formas de creencia y de increencia se rozan, se tratan, se entremezclan. En el corazón de esta humanidad nueva (donde ya no hay zonas cerradas de cristiandad) es donde los miembros de la Iglesia tienen que dar testimonio de la caridad de Cristo. Según la expresión tan hermosa de Carlos de Foucauld, cada uno tiene que hacerse “el hermano universal”. En este mismo sentido escribí­a R. Schutz: “Dadnos la prueba existencial de que creéis en Dios, de que vuestra seguridad está en él. Probadnos que viví­s el evangelio en su primera fragancia, con espí­ritu de pobreza, en solidaridad con todos y no solamente con vuestra familia confesional”.

c) Por otra parte, si el testimonio de la caridad tiene que hacerse más universal, más ecuménico y más misionero que antaño, debe también intensificarse entre los mismos católicos. La Iglesia, en sus comunidades locales y como comunidad mundial, tiene que aparecer ante las demás comunidades y junto con ellas como una comunión especialmente ferviente en el Espí­ritu. Tiene que hacerse cada vez más lo que ya es (a saber: mesiánica y divina), dándole al mundo con la irradiación ardiente de su caridad el signo eficaz del amor de Dios entre los hombres. “Para un católico -observa también R. Schutz-, ser solidario de todos los bautizados significa ante todo ser solidario, en el interior de su Iglesia, de todas las familias espirituales que animan al catolicismo. En este perí­odo de la historia esperamos de los católicos que no se nieguen unos a otros. Si las diversas corrientes que se manifiestan impidiesen el diálogo, eso serí­a una prueba muy dura para el ecumenismo”. En este sentido, el cisma de mons. Lefebvre, así­ como las actitudes intolerantes de los que no reconocen más paradigma doctrinal que sus propios esquemas mentales considerados como absolutos, constituyen sin duda el más grave anti-testimonio de la Iglesia en nuestros dí­as. Es verdad que el testimonio del católico ha de ser un testimonio de pertenencia a,la Iglesia; pero también es verdad que la Iglesia, en el seno de los grupos que la forman, tiene que promover ese diálogo que ha proclamado con tanta fuerza en el Vaticano II.

8. LA EUCARISTIA, TIEMPO FUERTE DEL TESTIMONIO. El lugar por excelencia de la unidad de caridad que constituye el testimonio personal y comunitario es la eucaristí­a como asamblea y como sacrificio. La celebración eucarí­stica recoge efectivamente todos los momentos de la vida de Cristo y todos los momentos de la vida de la Iglesia.

La eucaristí­a recoge en primer lugar todos los momentos de la presencia de Cristo: presupone la presencia de Cristo entre los hombres durante su vida mortal y nos la recuerda por la lectura del evangelio. Reproduce además, por la presencia real de Cristo en el sacramento en que se da en comida, la sí­ntesis de la presencia personal y espiritual del Cristo glorioso con el Cristo Verbo encarnado en la historia.

La eucaristí­a recoge igualmente todos los momentos de la vida de la Iglesia. Es la cena del recuerdo, el memorial de la pasión y de la muerte salví­fica de Cristo, que dio nacimiento a su Iglesia. En el presente, es comunión de todos los fieles con Cristo vivo y glorificado, y comunión de los fieles entre sí­ en la caridad. Finalmente, cena de esperanza, figura y anticipa el banquete escatológico en el que todos los elegidos se sentarán a la mesa del Señor. Por tanto, lo que se cumple en la eucaristí­a es ya una reunión en la unidad de amor; pero al mismo tiempo una llamada a una extensión de esa unidad a todos los hombres, ya que la celebración eucarí­stica no representa solamente la unidad real y actual de los miembros del mismo cuerpo, sino que está además animada de un dinamismo unificador que tiende a reunir a los hombres para constituir el cuerpo mí­stico de Cristo. Mediante aquellos a los que alimenta y vivifica, Cristo actúa y lleva a cabo el crecimiento de su cuerpo. Si es verdad que la Iglesia es el signo de la comunión de amor que la Trinidad intenta establecer entre los hombres, hay que decir que este signo se concentra y encuentra su expresividad más elevada en la asamblea eucarí­stica.

Los hombres de nuestro tiempo quieren encontrar en la Iglesia, en las comunidades cristianas, en cada cristiano, un reflejo del amor de Cristo; de ese amor puro y sin sombras, ardiente, fiel, entregado hasta el sacrificio de la vida por la salvación de todos. Si los hombres de hoy encuentran, gracias al compromiso del testimonio cristiano, la existencia de este amor que ama al hombre en sí­ mismo, sin sombra alguna de rechazo, entonces descubrirán un mundo nuevo; desearán participar de esa plenitud, porque habrán descubierto que Dios es amor.

BIBL.: BARBOTIN E., Le témoignage spirituel, Parí­s 1964; BLANCHARD P., Sainteté aujourd huí­, Parí­s 1953; COTUGNO N., La testimonianza della vita del Popolo di Dio, segno di Rivelazione alla luce del Concilio Vaticano II, en R. FISICHELLA (ed.), Gesú Rivelatore, Casale Monferrato 1988, 227-240; FROSSARD A., Dieu existe. Je 1 ái rencontré, Parí­s 1969; LATOURELLE R., La sainteté, signe de la Révélation, en “Gregorianum” 46 (1965) 36-65; ID, La testimonianza della vita, segno di salvezza, en Laici sulle vie del Concilio, Así­s 1966 377-394; ID Le témoignage chrétien, Tournai-Montreal 1971; ID, El testimonio de la vida, en Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971, 329-369; ID, Evangélisation et témoignage, en Evangelisation, Roma 1975, 77110; ID Ausencia y presencia de la fundamental en el Vaticano II, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balance yperspectivas, Salamanca 1989, 1047-1068; LELOTTE F., Convertidos del siglo XX, Barcelona 1966; MARTELET G., Santidad de la Iglesia y vida religiosa, Bilbao 1968; MESTERS C., La misión del pueblo que sufre, Madrid 19862; MONTCHEUIL Y. de, Problémes de vio spirituelle, Parí­s 19473; Ní;DONCELLE M. y GIRAULT R., Jái rencontré le Dieu vivant, Parí­s 1952; RAHNER K., La Iglesia de los santos, en Escritos de teologí­a III, Madrid 1961, 109-123; SCHILLEBEECxx E., Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Pamplona 19715.

R. Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

A. NOMBRES 1. marturion (martuvrion, 3142), testimonio. Se traduce siempre así­ en la RV, y lo mismo en la RVR con la única excepción de Jam 5:3 “su moho testificará”, que RV traduce ajustándose más al original: “su orí­n os será en testimonio”. En 2Th 1:10 “nuestro testimonio” se refiere al hecho de que los misioneros, además de proclamar las verdades del evangelio, habí­an dado testimonio del poder de estas verdades. El kerugma, aquello que ellos predicaban, el mensaje, tení­a como especial objetivo el efecto en los oyentes; marturion es principalmente subjetivo, teniendo que ver especialmente con la experiencia personal del predicador. En 1Ti 2:6, la VM es importante: “el testimonio (esto es, del evangelio) [habí­a de darse] a sus propias sazones”, esto es, en las sazones divinamente señaladas para ello, o sea, la presente era, desde Pentecostés hasta que la iglesia esté completa. En Rev 15:5, en la frase “el templo del tabernáculo del testimonio en el cielo”, el testimonio trata de los derechos de Dios, negados y rechazados en la tierra, pero que están para ser vindicados mediante el ejercicio de los juicios por el derramamiento de las siete copas de retribución divina. 2. marturia (marturiva, 3141), evidencia, testimonio. Se traduce “testimonio” en todos los pasajes. En Rev 19:10 “el testimonio de Jesús” es objetivo, el testimonio dado de El (cf.1.2, 9; en cuanto a aquellos que lo darán, véase Rev 12:17). La afirmación “el testimonio de Jesús es el espí­ritu de la profecí­a” debe ser entendida bajo la luz, p.ej., del testimonio acerca de Cristo e Israel en los Salmos, que serán empleados por el piadoso remanente judí­o en el tiempo venidero de “la angustia de Jacob”. Todo testimonio de este tipo se centra en y señala a Cristo. “La iglesia, en la ausencia del Señor Jesús, es el instrumento del testimonio de Cristo, por lo que los cristianos debieran en toda su vida y conducta ser verdaderos testigos del Cristo rechazado. El testimonio de la iglesia queda caracterizado por: (a) separación de mundo; (b) dedicación a los intereses del Señor Jesús en la tierra; (c) fidelidad a la verdad; (d) una conducta moral intachable; y (e) como columna y baluarte de la verdad, por todo aquello que pertenece a la piedad” (New Concise Bible Dictionary, artí­culo “Witness”, p. 822). 3. psudomarturia (yeudomarturiva, 5577), falso testimonio. Se emplea en Mat 15:19; 26.59.¶ Nota: Los siguientes verbos se traducen con la frase “dar testimonio”: (a) martureo, para lo cual véase DAR TESTIMONIO, Nº 1, TESTIFICAR, A, Nº 1; (b) summartureo, para lo cual véase DAR TESTIMONIO, Nº 2; (c) marturomai, para lo cual véanse DAR TESTIMONIO, Nº 3, TESTIFICAR, A, Nº 3; (d) diamarturomai, para lo cual véanse DAR TESTIMONIO, Nº 4, TESTIFICAR, A, Nº 4; por otra parte, (e) para pseudomartureo, véase DAR FALSO TESTIMONIO. B. Adjetivo amarturos (ajmavrturo”, 267), denota sin testimonio (a, privativo, y martus), (Act 14:17).¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

AT. I. EL TESTIMONIO DE LOS HOMBRES. Testimoniar es atestiguar la realidad de un hecho dando a la afirmación toda la solemnidad que exigen las circunstancias. Un *proceso, un litigio, son el marco natural del testimonio. Ciertos objetos pueden desempeñar este oficio en virtud de una convención: así­ el túmulo de Galaad, para el tratado entre Jacob y Labán (Gén 31,45-52), y las prendas recibidas por Tamár cuando se la acusa de vida inmoral (38,25). Pe-ro la Biblia se ocupa sobre todo del testimonio de los hombres, cuya gravedad subraya. La ley reglamenta su uso: no hay condenación posible sin deposición de testigos (Núm 5,13); para precaver el error o la malevolencia se exige que sean por lo menos dos (Núm 35,30; Dt 17,6; 19,15; cf. Mt 18,16); en las causas capitales, en las que cargan con la responsabilidad de la condenación, deben ser los primeros en ejecutarla (Dt 17,7; cf. Act 7,58). Ahora bien, la *mentira puede insinuarse en este acto, en el que el hombre empeña su *palabra: los salmistas se quejan de los falsos testimonios que los abruman (Sal 27,12; 35,11), y se conocen procesos trágicos en los que desempeñaron un papel esencial (1 Re 21,10-13; Dan 13,34-41). Ya en el decálogo se prohibe severamente el falso testimonio (Dt 19,16s; Dt 5, 20); el Deuteronomio lo sanciona conforme al principio del talión (Dt 19,18s); la enseñanza de los sabios lo estigmatiza (Prov 14,5.25; 19,5.9; 21,28; 24,28; 25,18), pues es una cosa abominada por Dios (Prov 6,19).

II. EL TESTIMONIO DE DIOS. 1. Dios es testigo. Por encima del testimonio de los hombres se halla el testimonio de Dios, al que nadie puede contradecir. En el matrimonio es testigo entre el hombre y la mujer de su juventud (Mal 2,14). Igualmente es garante de los compromisos humanos contraí­dos delante de él (Gén 31,53s; Jer 42,5). Puede ser tomado por testigo en una afirmación solemne (ISa 12,5; 20,12). Es el testigo supremo al que se puede apelar para refutar los falsos testimonios de los hombres (Job 16,7s.19).

2. El testimonio de Dios en la ley y por los profetas. Sin embargo, el testimonio de Dios se entiende sobre todo en otro sentido, estrechamente ligado con la doctrina de la *palabra. Designa en primer lugar los mandamientos que encierra la *ley (2Re 17,13; Sal 19,8; 78,5.56; 119, passim). Por eso a las tablas de la ley se las llama el testimonio (Ex 25, 16…; 31,18); depositadas en el *arca de la alianza hacen de ella el arca del testimonio (25,22; 40,3.5.21s), y el tabernáculo se convierte en la morada del testimonio (38,21; Núm 1, 50-53). Finalmente, hay un testimonio divino, cuyos portadores son los profetas. Se trata ‘de una testificación solemne (cf. Jer 42,18) que tiene por marco el *proceso entablado por Dios a su pueblo infiel (cf. Sal 50,7). Dios, testigo al que nada se escapa, denuncia todos los pecados de Israel (Jer 29,23); se convierte en testigo de cargo (Miq 1,2; Am 3,13; Mal 3,5) para obtener la conversión de los pecadores.

III. LOS TESTIGOS DE Dios. Como en los pactos humanos, los compromisos de Israel con su Dios son atestiguados por objetos-signo que dan testimonio contra el pueblo en caso de infidelidad : así­ el libro de la ley (Dt 31,26) y el cántico de Moisés (Dt 31,19ss). Incluso el cielo y la tierra podrí­an dar este testimonio (Dt 4,26; 31,28). Hay, sin embargo, una Misión de testigo que sólo los hombres pueden desempeñar. Y todaví­a se requiere que Dios los llame a ello. Tal es el caso de los *profetas. Es también el caso de David, al que Dios estableció como testigo *fiel (Sal 89,37s; cf. ISa 12,5), testigo para las *naciones (Is 55,4). Es el caso del pueblo entero de Israel, que está encargado de testimoniar por Dios en la tierra delante de los otros pueblos, de testificar que sólo él es Dios (Is 43,10ss; 44,8), contrariamente a los í­dolos, que no pueden presentar testigos en su favor (43,9). Las infidelidades de Israel a esta vocación de pueblo testigo constituyen, pese a todo, la razón de ser de su situación especial de apartamiento, en la cual debe él hallar una fuente de confianza (44,8).

NT. I. DEL TESTIMONIO DE LOS HOMBRES AL TESTIMONIO DE DIOS. Como el AT, el NT condena el falso testimonio, del que todaví­a se hallan ejemplos en el proceso de Jesús (Mt 26,59-65 p) y de Esteban (Act 6,11ss). Para su disciplina interior recurre la comunidad cristiana a la regla de los dos o tres testigos formulada por el Deuteronomio (Mt 18,16; 2Cor 13,1; ITim 5,19). Pero la noción de testimonio se amplí­a sobre todo en una dirección menos jurí­dica: los que conocen al hombre bueno dan buen testimonio de él. Así­ los judí­os acerca de Jesús (Lc 4, 22), de Cornelio (Act 10,22) de Ananí­as (22,12); la comunidad cristiana acerca de los primeros diáconos (6,3), de Timoteo (16,2), de Demetrio (3 Jn 12; cf. vv. 3.6), de Pablo mismo (lTes 2,10); y Pablo por su parte acerca de las iglesias de Corinto (2Cor 8,3) y de Galacia (Gál 4,15). Aquí­ el testimonio adopta netamente un valor religioso. Nuestra vida cristiana no nos convierte en individuos aislados de los otros. Se desarrolla en presencia de una multitud de testigos que nos estimulan al fervor; no sólo los vivos (ITim 6,12), sino también los que nos han precedido en la fe (Heb 12,1ss). Dios mismo es el primero de estos testigos: da buen testimonio a los santos del AT (Act 13,22; Heb 11,2.4s.39), como a los nuevos convertidos venidos del paganismo (Act 15,18).

II. EL TESTIMONIO DE JESÚS. En torno a Jesús se crea ahora el problema del testimonio, en el sentido que tení­a en la ley y en la predicación profética. Jesús es el testigo fiel por excelencia (Ap 1,5; 3,14); vino al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37). Da testimonio de lo que ha *visto y oí­do al lado del Padre (3,11.32s); da testimonio contra el *mundo maligno (7,7), da testimonio de lo que él mismo es (8, 13s) Su *confesión delante de Pilato es un testimonio supremo (ITim 6, 13) que pone de manifiesto el plan divino de la salvación (2,6). Ahora bien, este testimonio, discutido por el *mundo incrédulo (Jn 3,11; 8,13), posee jurí­dicamente un valor incontestable porque lo apoyan otros testimonios: testimonio de Juan Bautista, que resume toda su misión (1,6ss. 15.19; 3,26ss; 5,33-36); testimonio de las *obras, realizadas por Jesús por orden del Padre (5,36; 10,25); testimonio del Padre mismo (5,31s. 37s; 8,16ss), manifestado claramente por el de las *Escrituras (5,39; cf. Heb 7,8.17; Act 10,43; lPe 1,11), y que debe aceptarse si no se quiere hacer a Dios mentiroso (1Jn 5,9ss). A todo esto se añade en la experiencia cristiana el testimonio del *agua bautismal y de la *sangre eucarí­stica, que atestiguan en su lenguaje de signos lo mismo que testimonia en nosotros el Espí­ritu Santo (IJn 5,6ss). Porque el Espí­ritu que nos es dado da testimonio de Jesús (Jn 15,26) y testimonia también que nosotros somos hijos de Dios (Rom 8,6). Tal es el haz de testimonios que corroboran el de Jesús. Aceptándolos se hace uno dócil al testimonio de Jesús y se entra en la vida de fe.

III. Los TESTIGOS DE JESÚS. 1. El testimonio apostólico. Para llegar a los hombres adopta el testimonio una forma concreta: la *predicación del *Evangelio (Mt 24,14). Para llevarla al mundo entero son constituidos los *apóstoles testigos de Jesús (Act t,8): deberán testificar solemne-. mente delante de los hombres todos los hechos acaecidos desde el bautismo de Juan hasta la ascensión de Jesús, y especialmente la *resurrección que consagró su señorí­o (1,22; 2,32; etc.). La misión de Pablo se define en los mismos términos: en el camino de Damasco fue constituido testigo de Cristo delante de todos los hombres (22,15; 26,16); en tierra pa-gana testimonia en todas partes la resurrección de Jesús (lCor 15,15), y la fe nace en las comunidades por la aceptación de este testimonio (2Tes 1,10; ICor 1,6). Igual identificación del Evangelio y del testimonio en los escritos joánnicos. El relato evangélico es una testificación hecha por un testigo ocular (Jn 19,35; 21,24); pero el testimonio, inspirado por el Espí­ritu (Jn 16,13), versa también sobre el *misterio que ocultan los hechos: el misterio del Verbo de vida venido en carne (lJn 1,2; 4,14). Los creyentes que aceptaron este testimonio apostólico poseen ahora ya en sí­ mismos el testimonio mismo de Jesús, que es la profecí­a de los tiempos nuevos (Ap 12,17; 19,21). Por eso los testigos encargados de transmitirlo adoptan los rasgos de los *profetas de antaño (11,3-7).

2. Del testimonio al martirio. El papel de los testigos de Jesús se pone todaví­a más en evidencia cuando tienen que dar testimonio delante de las autoridades y de los tribunales, según la perspectiva que Jesús habí­a abierto ya a los doce (Me 13,9; Mt 10,18; Lc 21,13s). Entonces la testificación adquiere un tenor solemne, pero con frecuencia es un preludio del *sufrimiento. En efecto, si los creyentes son *perseguidos, es “por causa del testimonio de Jesús” (Ap 1,9). Esteban fue el primero que selló su testimonio con la sangre derramada (Act 22,20). La misma suerte aguarda acá en la tierra a los testigos del Evangelio (Ap 11,7): cuántos serán degollados “por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios” (6,9; 17,6)! *Babilonia, el poder enemigo encarnizado contra la ciudad celestial, se embriagará de la sangre de estos testigos, de estos mártires (17,6). Pero sólo tendrá la victoria en apariencia. En realidad serán ellos los que con Cristo venzan al *diablo “por la sangre del cordero y la palabra de su testimonio” (12,11). El *martirio es el testimonio de la fe consagrado por el testimonio de la sangre.

-> Apóstol – Confesar – Mártir – Misión – Palabra – Proceso.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

En las vss. cast. “testificar”, “dar testimonio”, “testigo”, “testimonio” (con unas pocas traducciones adicionales) representan versiones más bien arbitrarias y no siempre consecuentes de las siguientes palabras heb. y gr. En el AT: ˓anâ (lit. ‘contestar’), ˓ûḏ (verbo), ˓ēḏ, ˓eḏâ, ˓eḏûṯ, teûḏâ; en el NT: martyreō (verbo) y compuestos, martys, martyria, martyrion. Aunque “testificar” se usa con una amplia gama de connotaciones, con frecuencia quedando la forense virtualmente olvidada, nunca se la emplea en el frecuente uso moderno como sinónimo de “ver”.

˓ēḏ y su sinónimo infrecuente ˓ēḏâ siempre se refieren a la persona o cosa que da testimonio, siendo ejemplos del último caso Gn. 31.48, 52; Jos. 22.27–28, 34; 24.27; Is. 19.20. El equivalente neotestamentario, martys, se usa sólo para personas, no existiendo ningún ejemplo del uso de cosas como testigos.

El heb., con su aversión a lo abstracto, raras veces habla de testimonio en el sentido de aporte de pruebas. En los tres casos en que lo hace (Rt. 4.7; Is. 8.16, 20) se vale de te˓ûḏâ. El gr. usa el concepto frecuentemente, pero distingue entre martyria, el acto de testificar o el testimonio, y martyrion, aquello que puede servir como prueba o evidencia, o el hecho determinado por medio de las pruebas.

˓ēḏûṯ, siempre vertido “testimonio”, ha perdido completamente su sentido forense y se ha convertido en término técnico religioso (* Pacto), traducido por KB “señal admonitoria, recordatorio, exhortación”. Ejemplo notable de ˓ēḏûṯ lo constituyen las tablas de los Diez Mandamientos (Ex. 16.34; 25.16, 21, etc.). De allí que el arca que las contenía se llamara “arca del testimonio” (Ex. 25.22, etc.), la tienda que las amparaba “tabernáculo del testimonio” (Nm. 17.7), y el velo que separaba el lugar santísimo “velo del testimonio” (Lv. 24.3). Luego el término se amplía para abarcar la ley en su conjunto, p. ej. Sal. 78.5; 119.2 y frecuentemente. El significado en 2 R. 11.12 es dudoso (véase ICC, ad loc.).

La versión en °vm mg, mártir, en Hch. 22.20; Ap. 2.13; 17.6, difícilmente pueda justificarse, si bien martys adquirió rápidamente este significado; cf. Arndt, pp. 493b.

Bibliografía. C. van Leeuwen, “Testigo”, °DTMAT, t(t). II, cols. 273–287; L. Coenen, “Testimonio”, °DTNT, t(t). IV, pp. 254–261; R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, 1985, pp. 222; F. L. Fisher, “Testigo, Testimonio”, °DT, pp. 523.

L. Coenen, A. A Trites, en NIDNTT 3, pp. 1038–1051; A A Trites, The New Testament Concept of Witness, 1977; H. Strathmann, TDNT 4, pp. 474–514.

H.L.E.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico