ESPERANZA

2Ki 18:5 en Jehová Dios de Israel puso su e
Job 7:6 mis días fueron más .. y fenecieron sin e
Job 8:13 los caminos .. y la e del impío perecerá
Job 11:18 tendrás confianza, porque hay e
Job 14:7 árbol fuere cortado, aún queda de él e
Job 14:19 de igual manera haces tú perecer la e
Job 17:15 ¿dónde .. ahora mi e? Y mi e, ¿quién la
Job 19:10 me .. y ha hecho pasar mi e como árbol
Job 31:24 si puse en el oro mi e, y dije al oro
Psa 9:18 porque .. ni la e de los pobres perecerá
Psa 14:6 del .. se han burlado, pero Jehová es su e
Psa 39:7 Señor, ¿qué esperaré? Mi e está en ti
Psa 62:5 alma mía .. reposa, porque de él es mi e
Psa 71:5 porque tú, oh Señor Jehová, eres mi e
Psa 91:2 diré yo a Jehová: E mia, y castillo mío
Psa 91:9 porque has puesto a Jehová, que es mi e
Psa 119:116 no quede yo avergonzado de mi e
Psa 142:5 dije: Tú eres mi e, y mi porción en la
Pro 10:28 alegría; mas la e de los impíos perecerá
Pro 11:23 bien; mas la e de los impíos es el enojo
Pro 13:12 e que se demora es tormento del corazón
Pro 14:26 fuerte confianza; y e tendrán sus hijos
Pro 14:32 mas el justo en su muerte tiene e
Pro 23:18; 24:14


Esperanza (heb. tiqwâh, miqweh, tôjeleth, í‘éber, majseh, kesel, mabbât, qiwwâh, yijêl, í‘ibbér, jâsâh, bâtaj, jikkâh, shââh, he’emîn; gr. elpí­s, elpí­zí‡, jupomone, hupóstasis, prosdokáí‡, etc.). Estos vocablos, sustantivos y verbos, significan “confianza”, “expectativa”, “seguridad”, “esperanza”, “deseo expectante”. En la Biblia estas actitudes se expresan frecuentsemente como dirigidas hacia Dios y las cosas celestiales, y afirmadas en ellas. El salmista, al meditar sobre la incertidumbre y la vanidad de la vida, se dirigí­a a Dios como la base sólida de su esperanza (Psa 39:7; cf 71:5; 146:5) y centraba su expectativa de salvación en Dios (Psa 119:116). La venida de Jesús al mundo dio nuevo contenido y forma a la esperanza. El cristiano se salva en la “esperanza” (Rom 8:24), esperanza que recibimos por gracia (2Th 2:16). Fuera de Cristo no hay esperanza (Eph 2:12,13), pero Cristo es para el creyente “la esperanza de gloria” (Col 1:27). La justificación por la fe produce paz y gozo “en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5:1,2). Mediante el Espí­ritu el cristiano espera “por fe la esperanza de la justicia” (Gá. 5:5). La 2ª venida de Cristo es para él la bienaventurada esperanza (Tit. 2:13). Se dice que la esperanza es una “segura y firme ancla del alma” (Heb 6:17-19). Basada en el sólido fundamento de la fe cristiana, imparte valor, entusiasmo, optimismo 403 y gozo. Es un antí­doto para la desesperación y el desaliento. Estimula a una actividad plena de propósito, particularmente para el avance del reino de Dios.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

virtud teologal. En el A. T., Yahvéh es la e. de los israelitas, de los que guardan sus mandamientos y lo aman, cuya garantí­a es la Alianza, Jr 14, 8, el cual no defrauda, Jr 17, 7; Sal 9, 19. En el N. T., la e. de los fieles es Cristo., por eso su Precursor Juan Bautista invitaba a la conversión: †œConvertí­os, porque el Reino de los Cielos ha llegado†, Mt 3, 2; y Jesús comenzó su predicación con esta mismo mensaje, Mt 4, 17; Mac 1, 15; Lc 4, 43. La e. y el amor de Dios son las bases del mensaje paulino, Rm 5, 5; Tm 1, 1; y el Apóstol dice que †œnuestra salvación es en e.†, pero es una e. que no se ve, por lo que es necesario esperar con paciencia, es decir, que nuestros ojos deben estar puestos en las cosas invisibles, que son eternas y no en las visibles, efí­meras, Rm 8, 24-25; 2 Co 4, 18. La e., la promesa, que antes estaba reservada al pueblo escogido, Israel, ahora, con Cristo, es para todos los hombres, pues él es la realización de la e. mesiánica anunciada en el A. T., Ef 2, 12. Esa e. es la expectativa de poseer los bienes del reino de Dios, pues somos †œherederos de Dios y coherederos con Cristo†, Rm 8, 17. Por todo esto, el apóstol Pablo dice que nuestra e. es la resurrección de Cristo, por lo que no se debe permanecer en ignorancia respecto a los difuntos, pues si creemos que Jesús resucitó, de la misma manera resucitarán quienes mueran en Jesús, 1 Ts 4, 13; esto es lo que diferencia al cristiano de los demás, que viven en la desesperanza.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Uno de los dones del Espí­ritu que, juntamente con la fe y el amor, es una caracterí­stica esencial que permanece en el creyente cuando las profecí­as, las lenguas y el conocimiento se acaben (1Co 13:8, 1Co 13:13).

El sustantivo gr. elpis y el verbo elpizo, casi siempre traducido esperanza, aparecen 54 y 31 veces respectivamente en el NT. El concepto bí­blico de esperanza no es una mera expectación o deseo, como en la literatura griega, sino incluye confianza (Rom 15:13). Cristo en vosotros es la esperanza de gloria (Col 1:27; comparar 1Ti 1:1). Toda la creación espera la redención (Rom 8:19-25). Los creyentes tienen la esperanza bienaventurada, la manifestación de… Jesucristo (Tit 1:2; Tit 2:13), lo cual motiva a la purificación (1Jo 3:3). La esperanza está unida a la fe (Heb 11:1), y descansa sobre la resurrección de Jesús (1Co 15:19). En los Evangelios se habla muy poco de la esperanza mientras Jesús estuvo en la tierra, o en Apocalipsis. La esperanza que animaba a Pablo (Act 26:6-8) era la esperanza de Israel (Act 28:20).

La esperanza del NT tiene raí­ces profundas en el AT. Esperanza traduce varias palabras heb. que pueden significar: confianza, fe, seguridad, etc., y se traduce así­ en algunas versiones modernas.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Confianza en lograr algo bueno, o que suceda lo deseado).

Es un don del Espí­ritu Santo, y una de las tres virtudes teologales: (1Co 13:8, 1Co 13:13). No es una mera expresión de anhelos y deseos, sino una plena confianza: (Rom 15:13).

– Cristo es la esperanza del cristiano: (1Ti 1:1), que tiene por objeto poseer los bienes del Reino de Dios, que al igual que éste, son presentes y futuros: (Rom 8:17, Rom 8:24, Efe 2:12, 2Co 4:17). La “vida eterna” es una posesión presente, pero se perfecciona en el futuro: ( Jua 5:24, Jua 5:28, 1Jn 3:3), y depende de la Resurrección de Cristo: (1Co 15:19).

– La esperanza es motivo de purificación de éste: (1Jn 3:3).

– Cristo colma la esperanza de Israel, como expresa el “Canto de Simeón” de Luc 2:28-33, y de Ana: (Luc 2:38), y la respuesta al Bautista de Mt.11:l6, Luc 7:18-23.

– Virtud de la Esperanza: Mat 6:34, Mat 10:22, Mat 10:26, Mat 10:28, Mat 10:31, Mat 11:28-29, Mat 24:13, Mar 5:2143, Mar 13:33-37, Luc 24:13-35, Jua 16:33.

(los Evangelios nunca nombran la “esperanza” por nombre).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El término hebreo miqveh se traduce como e. en el AT. Se refiere a una cosa o un acontecimiento que se espera, que está en el futuro. Job decí­a que †œsi el árbol fuere cortado, aún queda de él e.; retoñará aún, y sus renuevos no faltarán† (Job 14:7). Dios, en su gracia, ofreció al hombre †œpreciosas y grandí­simas promesas† (2Pe 1:4), comenzando con †¢Adán (Gen 3:15), †¢Noé (Gen 9:1-16), †¢Abraham (Gen 17:1-8), el pueblo de Israel, etcétera. Es, entonces, la voluntad de Dios que esperemos en él, con la confianza de que cumplirá lo prometido. Por eso en los Salmos se dice que †œde él [Dios] es mi e.† (Sal 62:5) y que él es la †œe. de todos los términos de la tierra† (Sal 65:5). A pesar de los juicios que Dios tuvo que hacer a Israel por sus pecados, siempre le mantuvo la e. de una restauración gloriosa mediante la intervención de su †¢Mesí­as. Dios es la †œe. de Israel, Guardador suyo† (Jer 14:8; Jer 17:13; Jer 50:7). Por eso Zacarí­as dice de los israelitas que son †œprisioneros de e.† (Zac 9:12).

En el NT, se utilizan los vocablos griegos elpizo y elpis, que se traducen como e., según el contexto, siempre hablando de una expectativa de algo bueno. No se menciona mucho en los Evangelios, sino en las epí­stolas, especialmente las de Pablo. En el libro de los Hchhos, se usa mayormente para hablar de la resurrección (†œTeniendo e. en Dios … de que ha de haber resurrección de los muertos† Hch 24:15; Hch 26:7). En las epí­stolas, la e. se presenta siempre como el resultado de la soberaní­a de Dios y el señorí­o de Cristo sobre todas las cosas. Así­, se nos habla de la †œe. de salvación† (1Te 5:8); †œla e. de la justicia† (Gal 5:5); †œla e. de la vida eterna† (Tit 1:2). Los creyentes serán hechos semejantes a Cristo (1Jn 3:2-3), por lo cual se dice que él es la e. misma (1Ti 1:1), que es una †œe. de gloria† (Col 1:27). El †œDios de e.† llena de †œtodo gozo y paz en el creer† a los cristianos para que abunden en †œe. por el poder del Espí­ritu Santo† (Rom 15:13).
incrédulos, en cambio, son señalados como †œlos … que no tienen e.† (1Te 4:13). Antes de su conversión, los creyentes estaban †œsin e. y sin Dios en el mundo† (Efe 2:12), pero †œDios nuestro Padre … nos amó y nos dio consolación eterna y buena e. por gracia† (2Te 2:16). El ser participantes de esa e. es lo que permite a los creyentes perseverar en la fe, aun en las situaciones más duras. Y es, también, lo que les incita al amor y las buenas obras, sabiendo que su trabajo en el Señor †œno es en vano† (1Co 15:58). †¢Promesa.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, Es descrita como la espera de algo que no se ve, pero que ha sido prometido (Ro. 8:24, 25). Bienaventurado es el hombre que tiene su esperanza puesta en el Señor; aunque surjan tribulaciones no dejará de llevar fruto (Jer. 17:7, 8). No hay vaguedad alguna en la esperanza del cristiano: se trata de una firme ancla para el alma, porque el Señor mismo es su esperanza, y Cristo en él, es la esperanza de gloria (Col. 1:27; 1 Ti. 1:1; He. 6:18, 19). La venida del Señor, no la muerte, es la esperanza bienaventurada del cristiano (1 Ts. 4:13-18; 1 Jn. 3:2, 3).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Virtud teologal que nos mueve a confiar en Dios por su grandeza infinita y por el amor manifiesto que tiene al hombre. Al decir que es teologal, quiere decir que es regalo de Dios, que no es conquista del hombre. Nos hace tender continuamente hacia Dios, confiando en su gracia para llegar hasta El. Y en cuanto don sobrenatural, nos transforma espiritualmente y nos acerca a Dios mientras caminamos en la vida.

La esperanza, como la fe, terminará cuando alcancemos en la vida eterna el objeto deseado. Por ese es una virtud de viadores, a diferencia de la caridad que “permanece para siempre” (1 Cor. 13.13)

Lo contrario de la esperanza es la desesperación o pérdida culpable de la esperanza para no confiar en Dios. También lo es la presunción, o vana esperanza, que consiste en esperar lo que no se debe esperar por no ser conforme a Dios.

La catequesis de la esperanza es muy importante en la vida del cristiano. Sin embargo se olvida con frecuencia y se atiende más a la catequesis de la fe y de la caridad. Sin embargo es imprescindible desarrollar las actitudes interiores que preparan el espí­ritu a recibir las promesas divinas y desarrollar la esperanza de que se cumplirán por ser Dios quien es.

Pero esa catequesis exige cierto desarrollo de la personalidad, cierta madurez espiritual. Sin olvidar la infancia como etapa de siembra, es la juventud el tiempo de especial cultivo.

(Ver Virtudes 5.3 y Escatologí­a 3)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Virtud teologal confianza y tensión

Entre las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad), la esperanza expresa la confianza en la ayuda de Dios y la aspiración o tensión hacia la plenitud del ser humano, a su felicidad, en el más allá, que es la vida eterna prometida por Dios. Nos apoyamos en las promesas de Dios que es siempre fiel (cfr. Heb 10,23) y, por Cristo Salvador y en Espí­ritu Santo, nos sentimos “herederos, en esperanza, de la vida eterna” (Tit 3,7). Por esto, Cristo es “nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

“Esperando contra toda esperanza”, como Abraham (Rom 4,18), la esperanza cristiana es confianza de poder conseguir la meta “Esperamos lo que no vemos” (Rom 8,25). Es “la esperanza que no falla” (Rom 5,5), porque es como “yelmo” (1Tes 5,8) y “como áncora segura y firme para nuestra vida, que penetra… allí­ donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Heb 6,19-20). Por esto, los creyentes en Cristo viven “alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación” (Rom 12,12). Con la gracia de Dios, es posible “perseverar hasta el fin” (Mt 10,22).

Por otra parte, la esperanza es una tensión vital y comprometida hacia el encuentro final “Ven, Señor Jesús” (Apoc 22,20). Mientras tanto, construimos el Reino definitivo, “un nuevo cielo y una nueva tierra” (Apoc 21,1), “donde reinará la justicia” y el amor (cfr. 2Pe 3,13). Así­ anunciamos el mensaje evangélico de las bienaventuranzas y, de modo especial, “anunciamos la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Cor 11,26).

La utopí­a de la esperanza cristiana

La esperanza es la “utopí­a” cristiana o ideal que propone el evangelio. A la luz de la Encarnación y Redención, la fe descubre que siempre se puede hacer lo mejor la caridad, al estilo de la donación de Cristo. Es, pues, una actitud plenamente teologal. Ya no hay lugar para la desesperación, la agresividad o violencia y la huida. La realidad con la que nos topamos diariamente es una programación que se lleva a efecto, amando. Este es el programa del sermón de la montaña “amad…, haced el bien… como vuestro Padre” (Mt 5,44-48). La historia se construye en el amor con esta actitud esperanzada, fundamentada en la elección en Cristo (cfr. Ef 1,3ss).

La esperanza cristiana es “utopí­a” porque promete lo que no puede dar ninguna criatura, es decir, la transformación de toda la humanidad y de toda la creación, cuando “no habrá muerte, llanto, dolor” (Apoc 21,4). Entonces, desaparecerá el pecado y, por tanto, sus consecuencias de dolor y muerte. Apoyados en la resurrección de Cristo, nosotros “esperamos la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8,23). No es que se desprecie la vida terrena y el quehacer en el tiempo, sino que se aspira y se trabaja para construir la ciudad del más allá desde las circunstancias presentes. “No deseamos ser despojados, sino revestidos para que nuestra mortalidad sea absorbida por la vida” (2Cor 5,4); “se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción” (1Cor 15,42).

El dinamismo o tensión histórica de la esperanza cristiana no aminora en nada el quehacer y compromiso temporal, sino que lo orienta todo hacia una vida e historia nueva de visión y de encuentro definitivo con Cristo. “La esperanza escatológica no merma la importancia de la tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio” (GS 21). La esperanza da firmeza y sentido al compromiso personal, comunitario y social en esta tierra. Sólo una esperanza que sea capaz de trascender la muerte, puede dar sentido al presente histórico y transformarlo en el gozo de vivir y de servir a los demás.

La aspiración de la esperanza cristiana no nace de una reflexión o teorí­a, sino que proviene del Espí­ritu Santo que “Dios ha infundido en nuestros corazones” (Rom 5,5). Por esto, la comunidad eclesial, simbolizada por una esposa, aspira continuamente a las bodas eternas “El Espí­ritu y la esposa dicen ven…, ven Señor Jesús” (Apoc 17-20).

Clave del anuncio misionero

El tema de la esperanza cristiana forma parte del anuncio misionero. Se anuncia la salvación en Cristo y su mensaje de las bienaventuranzas, para indicar que la vida tiene sentido, que siempre se puede hacer lo mejor, y que el tiempo, por nedio de Cristo, pasa a ser vida eterna.

En la acción evangelizadora, la esperanza es, a la vez, confianza en la acción salví­fica de Dios y tensión hacia una plenitud en Cristo, que ya comienza a ser realidad en esta vida, pero que sólo será posible en el más allá. La tensión misionera ayuda a cambiar el mundo. “La Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el pueblo de Dios” (LG 17).

Referencias Abraham, escatologí­a, gozo, felicidad, hombre, salvación, temor de Dios.

Lectura de documentos GS 1, 21, 39; LG 9, 48; CEC 1817-21, 2090-2092.

Bibliografí­a AA.VV. (Pont. Univ. Salamanca), Utopí­as y esperanza cristiana (Estella, EDV, 1997; AA.VV., El futuro como presencia de una esperanza compartida (Santander, Sal Terrae, 1969); L. BOROS, Vivir de esperanza (Estella, Verbo Divino, 1971); C. COUTURIER, Espérance du missionnaire Spiritus 40 (1970) (monográfico); J. ESQUERDA BIFET, El gozo de la esperanza (Barcelona, Balmes, 1997); J. GALOT, Le mystère de l’espérance (Paris, Lethielleux, 1973); P. GRELOT, Espérance, liberté, engagement du chrétien (Paris, Paulines, 1983); P. LAIN ENTRALGO, Espera y esperanza (Madrid 1957); R. LAURENTIN, Nouvelles dimensions de l’espérance (Paris, Cerf, 1972); J. MOLTMANN, Teologí­a de la esperanza (Salamanca, Sí­gueme, 1980); B. MONDIN, I teologi della speranza (Bologna, Borla, 1974); G. PIANA, Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 606-617; J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, La pascua de la creación. Escatologí­a ( BAC, Madrid, 1996).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: . El libro de la esperanza. -2. Esperanza, esperar. – 3. El evangelio de la esperanza. – 4. Fe, esperanza y caridad. – 5. ¿Qué es la esperanza? – 6. Necesidad de la esperanza. – 7. El don de la esperanza. – 8. Cualidades de la esperanza: 8.1. Esperanza confiada. 8.2. Esperanza sufriente 8.3. Esperanza alegre. 8.4. Esperanza vigilante. 8.5. Esperanza escatológica.

1. El libro de la esperanza
Una buena definición de la Biblia serí­a “el libro de la esperanza”. En el Antiguo Testamento la esperanza está en el que ha de venir y en el Nuevo en el que ya ha venido, que ya se ha ido, pero que volverá.

Israel vive con la esperanza de una intervención de Yavé que cambie el rumbo de la historia. Eso será fundamentalmente con la venida del Mesí­as, (o incluso sin referencia alguna mesiánica) que establecerá en el mundo el prometido reine’ de Dios. Su esperanza se basa, en efecto, en las promesas hechas repetidamente a Israel (Rom 9, 4) y heredadas por los cristianos (Gal 3, 29), la principal de las cuales es el reinado eterno de la dinastí­a daví­dica (2 Sam) inaugurado por el Mesí­as-Rey (Miq 5, 2-4; Jer 23, 5-6). Será como una vuelta al estado feliz paradisí­aco, una restauración del equilibrio original (Is 11, 5-9; Ez 47, 12).

Cuando desaparece la dinastí­a daví­dica, las esperanzas de Israel se centran en el “Siervo de Yavé”, retratado en los cuatro poemas de Isaí­as (Is 42, 1-4. 6-7; 49, 1-6s; 50, 4-7; 52, 13-53, 12).

El esperado Mesí­as triunfante se convierte en el Siervo humillado que se somete a la opresión injusta, como ví­ctima expiatoria por los pecados del mundo. El Siervo, desde su postración y su pobreza, llevará la salvación a todas las naciones.

Esta misión liberadora del Siervo de Yavé la realizó Jesucristo a través de su entrega voluntaria a la muerte, por todos los crí­menes e injusticias de la humanidad.

En medio de los avatares e infortunios de Israel, los profetas mantuvieron viva la esperanza en el pueblo (Jer 25, 11; 29, 10; Is 40, 1-31; Ag 2, 21-23; Zac 4, 1-10).

Pero esas promesas no acaban de cumplirse. El pueblo se mueve entre la esperanza y la desesperanza.

Jesucristo, el Mesí­as, realizará las esperanzas de Israel, pero no en el aspecto de un triunfalista reino terrestre tal como el pueblo literalmente interpretaba.

En definitiva, la esperanza, constitutiva esencial de la religión de Israel; lo es también de la religión cristiana. Jesucristo establece que es espiritual y temporal al mismo tiempo; que no es de este mundo, porque viene del cielo, pero que tiene que funcionar en este mundo. Y si fue un error de los judí­os la interpretación puramente material del reino de Dios, es también un error de los cristianos cuando se lanza el reino más allá de las estrellas y se deja todo él para la otra vida, aunque tenga allá su culminación y su realización perfecta.

2. Esperanza, esperar
Todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre la esperanza lo ha dicho prácticamente Pablo.

El vocablo “esperanza” (elpis) aparece 53 veces en el N. T., pero ni una sola vez en los evangelios. 36 veces en las cartas paulinas; cinco en la carta a los hebreos, de la escuela paulina; tres en la primera carta de Pedro y una en la primera carta de Juan.

El verbo “esperar” (elpizo) aparece treinta veces en el N. T. Dos en Mateo, tres en Lucas, una en Juan, dos en Hechos, diecisiete en las cartas paulinas, una en Hebreos, dos en la primera carta de Pedro, una en la segunda de Juan y una en la tercera.

De las cuatro veces, que aparece en los evangelios, la de Mateo (12, 21) es una cita literal de Is 42, 4. Las otras tres (Lc 23, 8; 24, 21; Jn 5, 45) tienen una significación vulgar sin referencia religiosa o escatológica alguna.

3. El evangelio de la esperanza
A pesar de todo, el evangelio de Jesús es el evangelio de la esperanza, la Buena Noticia, anunciadora de un futuro feliz.

El reino de Dios instaurado por Jesús (Mt 4, 17) es un reino utópico, pero realizable en este mundo. Camina hacia un final feliz que culmina en el más allá.

El evangelio, por tanto, engendra en el hombre, en el creyente, el deseo y la esperanza de alcanzar un dí­a esa prometida felicidad, a la que están llamados todos los hombres (1 Tim 2, 4). A medida que el reino, basado en la justicia y en el amor fraterno, se vaya abriendo camino, se irá consiguiendo el estado de bienestar al que el hombre aspira.

Pero, sin desechar ese objetivo final, puramente humano, antes bien tomándolo incluso como un compromiso, la esperanza se dirige hacia la segunda venida de Jesucristo al final de los tiempos, pues sólo entonces la humanidad entrará definitivamente en el reino de Dios, en la vida eterna (Mt 18, 8).

La esperanza es, por tanto, material y espiritual, temporal y eterna. Por supuesto que todo esto es objeto de fe.

4. Fe, esperanza y caridad
La esperanza está en intima relación con la fe y la caridad, las tres virtudes teologales. La esperanza alimenta la fe y la fe está garantizada por la caridad. La fe abre el camino hacia el final feliz y ese camino se recorre con la esperanza y la caridad, las cuales hacen que la fe está siempre viva.

Fe, esperanza y caridad son, en definitiva, diversos aspectos de una misma realidad. Las tres van siempre juntas, de tal forma, que si falta una, las otras también faltan. La una sin las otras no puede subsistir. La fe mantiene la esperanza y la caridad, el amor, es la manifestación de ambas. Sólo con fe y con amor se puede llegar a ese mundo ideal que esperamos.

La fe da firmeza y garantí­a a la esperanza (Heb 11, 1) y la esperanza llena de paz y de alegrí­a a la fe (Rom 15, 13), y las dos actúan y se desarrollan por el amor operativo. Las tres configuran el ser religioso y el ser social del cristiano.

Sin la fe, que nos lleva al conocimiento de Jesucristo, la esperanza se queda en la nada. Y sin la esperanza la fe se muere. La fe nos asegura que Jesucristo ha resucitado y que también nosotros resucitaremos con él y la Esperanza, apoyada en estas realidades, es la fuerza que necesitamos para mantenernos en nuestro camino hacia el Padre. Este recorrido hay que hacerlo sembrándolo de amor a Dios y de amor al prójimo.

Tenemos, pues, que las tres virtudes informan de manera indisoluble la vida del cristiano. La fe nos dice que somos peregrinos de Dios, la esperanza termina con la visión de Dios —la posesión de lo que espera— y el amor nos da la felicidad temporal y eterna.

5. ¿Qué es la esperanza?
La esperanza es espera y deseo de alcanzar lo esperado. Entre las definiciones que se han dado de la esperanza cristiana, creo que esta es la que mejor expresa su naturaleza: “La espera confiada, firme, paciente, perseverante de la salvación y de la gloria eterna en Jesucristo”.

Tres son, por tanto, sus constitutivos: espera del futuro, confianza y perseverancia. El cristiano está cimentado en la fe, estable e inconmovible en la esperanza del evangelio (Col. 1, 23). La espera es la razón de su vida.

La esperanza es esperar lo que nos está reservado en el cielo (Col 1, 5), la salvación que tenemos en Cristo y que todaví­a no tenemos en plenitud, “estamos salvados en esperanza”, la eternidad gloriosa (2 Tim 2, 10), “la esperanza de la vida eterna” (Tit 1, 1-2), estar con Cristo que es nuestra esperanza (1Tim 1, 1), vivir eternamente con él (1 Cor 1, 9), amándole y siendo amados por él.

He aquí­ el final del camino: “viviremos siempre con el Señor” (1 Tes 4, 17), “reinaremos con él” (2 Tim 2, 12). Al cristiano se le puede definir como “un esperante en Cristo” (1 Cor 15, 10).

6. Necesidad de la esperanza
Sin esperanza no es posible vivir. La vida cae en el vací­o de la nada. Es esencial a la naturaleza humana mirar hacia el futuro. Nuestro presente está condicionado, de algún modo, por el pasado, y lo está también por el futuro. En cierta manera lo que somos hoy está marcado: por lo que hemos sido, por lo que seremos y por lo que queremos ser. Sin mirar al futuro, la vida pierde su dinamismo.

Desde la Biblia, estar sin esperanza es estar sin Dios, o estar en los í­dolos, es decir en la nada (Ef 2, 12). Sin esperanza en la otra vida, la muerte es una tragedia, la aflicción máxima (1Tes 4, 13), es encerrarse en la materialidad de la vida, donde no puede darse el adecuado desarrollo de la persona en sus aspectos espiritual y religioso. El hombre está hecho para la inmortalidad (Sab 2, 23).

Si esto no se cree, y, si, por otra parte, se tiene por delante un horizonte cerrado, también en lo puramente humano, sin perspectivas dé logros temporales, la esperanza se muere y en su lugar nace la desesperación. Eso es para Dante el infierno, una mansión de desesperados, en cuyo frontispicio figura esta inscripción: “Perded toda esperanza los que aquí­ entráis”.

Vivir sin esperanza es un morir o un vivir muriendo, donde todo carece de sentido, donde no merece la pena seguir alimentando la existencia, mientras que vivir con la esperanza de una inmortalidad bienaventurada llena la vida de dinamismo y de ilusión.

Todo esto significa que la esperanza es un constitutivo existencial del hombre en sus diversos aspectos, personal, social y religioso, el motor vital que le impulsa, de manera radical, hacia el futuro, al que aspira, y en el que espera.

7. El don de la esperanza
La esperanza cristiana no es un sentimiento psicológico producido por el hombre que, ante el infortunio y la desgracia, ante la vaciedad, la inconsistencia y la transitorialidad de las cosas, siente la necesidad natural de creer y de esperar un futuro mejor.

Es verdad que en la vida cotidiana, en la Biblia y en los evangelios nos encontramos con gentes perseguidas, marginadas, enfermas, que esperan y piden la liberación de tantos sufrimientos. Es verdad también que la respuesta de la Biblia es consoladora: en la otra vida habrá una justa retribución de nuestros actos y lo que ahora parece una desgracia tendrá la recompensa deseada: Los que lloran serán consolados, los que tienen hambre de que reine la justicia serán saciados y los que son perseguidos entrarán a tomar posesión del reino de Dios (Mt 5, 3-12) .

Pero ese deseo natural de cambios substanciales en un estado de necesidad, no es la esperanza cristiana, pues eso supondrí­a que en un estado de bienestar, cuando la vida es un placer, no habrí­a esperanza.

La esperanza cristiana no está en relación y en dependencia con el estado emocional en que el hombre se encuentra. Es algo consubstancial a su vida de creyente. Esto significa que la esperanza cristiana no es una cosa creada por el hombre, sino algo que le viene ofrecido de fuera y que él acepta como constitutivo fundamental de la fe.

La esperanza es un don de Dios y el objeto que persigue un puro regalo. Un regalo desconocido, del que no nos es dado disponer a nuestro antojo y que Dios nos tiene reservado en la otra vida como la sorpresa más grande que podamos imaginar, cuando iluminados con su misma luz veremos que somos semejantes a él, poseedores de su misma naturaleza divina (1 Jn 3, 2-3).

La esperanza, por si misma, no puede alcanzar lo que espera. Lo alcanza por la bondad de Dios. Es una pura dádiva, lo mismo que la fe. Todo es gracia.

8. Cualidades de la esperanza
He aquí­ algunas de las caracterí­sticas de la esperanza cristiana.

8.1. confiada. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo por nosotros para que tengamos vida eterna (Jn 3, 16). Si Jesucristo murió por nosotros, y “vino para salvar” (1 Tim 1, 15) y “no para condenar” (Jn 3, 17), y si “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 41), estamos salvados. Dudar de la salvación es dudar de Dios y de la eficacia redentora de la muerte de Cristo.

Ante el futuro, el cristiano no tiene miedo alguno. Sabe que le espera una bienaventuranza eterna, el encuentro con Cristo para estar eternamente con él.

La salvación es incuestionable. El “dí­a del Señor”, el último dí­a, en realidad es el primer dí­a, del dí­a del nacimiento para la vida, cuando nuestro cuerpo material será transformado en cuerpo celeste (1 Cor 15, 44).

Un cristiano en el lí­mite es amor. Y nuestro amor alcanza su más alto nivel de perfección, cuando, al compartir nosotros ya en este mundo la condición de Cristo, nos hace esperar confiados el dí­a del juicio. Amor y temor son incompatibles. El amor auténtico elimina el temor, ya que el temor está en relación con el castigo y “el que teme es que no ha logrado aún el amor perfecto” (1 Jn 4, 17-18).

Esta visión positiva del futuro no es la de un iluso, o la de un fatuo optimista, sino la de un hombre de fe, pues Jesucristo nos ha liberado del peligro mortal” (2 Cor 1, 10).

La comunidad humana es también una comunidad salvada (1 Tim 4, 10), pues la redención de Jesucristo afecta a todo el género humano. Si en Adán todos pecamos, en Cristo todos hemos sido justificados (Rom 5, 19; 15, 22). Si Adán arrastró a la muerte a los hombres, el nuevo Adán los conduce a la vida. La obra redentora de Jesucristo no está acaparada por nadie, por ninguna colectividad religiosa que se sienta la poseedora única y absoluta de los bienes sobrenaturales, se extiende a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los espacios, pues “el universo mundo está sometido a Jesucristo” (1 Cor 15, 27).

La esperanza es confiada y cierta, porque se apoya en la palabra de Dios, el cual es siempre fiel a su palabra, 1 o que significa la mayor de todas las seguridades.

Pero, por otra parte, es también incierta e insegura, en cuanto que se basa en algo desconocido que está por encima de la constatación humana, algo misterioso que escapa a todas nuestras previsiones y que hay que aceptar en la oscuridad de la fe: “La fe es la garantí­a de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven” (Heb 11, 1).

La esperanza es perfecta, cuando cambia su nombre por el de “confianza”. Dios es “esperanza” y “confianza”, como le definió Jeremí­as (Jer 17, 10). Y eso mismo es el cristiano. Si no tiene confianza en Dios, su esperanza está muerta. El mismo es un muerto espiritual. Eso de no tener esperanza es cosa del mundo pagano (Ef 2, 12; 1 Tes 4, 13).

8.2. sufriente. La “espera confiada”, no por ser “confiada” es espera pasiva, sino activa y dinámica. Por una parte, mantiene al cristiano en tensión y en marcha hacia la glorificación futura, y, por otra, le hace aguantar y soportar las tribulaciones de este mundo. Y esto a nivel individual y colectivo, como Iglesia y como miembro de la misma.

La esperanza circula por el camino del sufrimiento y del dolor, algo substancial en el tejido de la naturaleza humana. Los sufrimientos están en la raí­z de la esperanza y constituyen una prueba de su consistencia, pues, a partir de ellos, se producen en cadena unas situaciones que culminan en la esperanza: “Los sufrimientos producen la paciencia, la paciencia consolidada produce la fidelidad, la fidelidad consolidada produce la esperanza y la esperanza no defrauda” (Rom 5,4-5).

El evangelio de Juan emplea una sola vez el verbo (confiar), al predecir a sus discí­pulos un futuro de tribulaciones: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad (zarseite), yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La frase equivale a esta otra: “Creéis en Dios, creed también en mí­” (14, 1). Confiad en mí­, confiad en Dios. El triunfo de Jesucristo sobre las fuerzas del mal garantiza el triunfo de la esperanza.

El sufrimiento, lejos de debilitar la fe y la esperanza, las fortalece. Sin la paciencia perseverante, la esperanza se agota.

No hay que inquietarse por nada. Nada vale la pena, confiar en el Señor, pues ante la gran esperanza en él, todas las demás esperanzas son la nada. No vacilar en la fe, ser fuertes en las dificultades (1 Cor 16, 13), firmes e inconmovibles en la espera de una resurrección dichosa.

Jesucristo exhorta a sus discí­pulos a que se abracen al sufrimiento, como él se abraza; que carguen con la cruz y que le sigan (Mt 16, 24-25). La cruz es la señal con que el cristiano está marcado, la garantí­a de que tras ella viene la felicidad. En las situaciones más difí­ciles y desesperanzadas, “hay que esperar contra toda esperanza” (Rom 4, 18), como Abrahán, modelo de fe y de esperanza: La teologí­a de la esperanza es la teologí­a de la cruz, pues Cristo, muerto en la cruz, es nuestra esperanza. ¡Salve, o Crux, Spes Unica!
8.3. alegre. Hay que estar alegres, pues la parusí­a, el encuentro con el Señor, el principio de la felicidad, está cerca (Flp 4, 4). “Nos alegramos con la esperanza de alcanzar la vida eterna” (Rom 5, 3). La tristeza es propia de los que no tienen esperanza (1 Tes 4, 13), pero no de un creyente, el cual tiene la seguridad de alcanzar el premio deseado.

La esperanza produce gozo hasta en los sufrimientos y persecuciones: “Dichosos vosotros, cuando os insulten y persigan… ¡Alegraos entonces! Estad contentos, porque en el cielo os espera una gran recompensas” (Mt 5, 11-12).

La prueba de que la fe y la esperanza están consolidadas es que las dificultades producen alegrí­a (Sant 1, 2). San Pablo y los demás apóstoles viví­an a tope esta realidad: “Se me ensancha el corazón, reboso de alegrí­a, a pesar de todas mis penalidades” (2 Cor 7, 10). “Los apóstoles salieron del Consejo llenos de alegrí­a por haber sido considerados dignos de sufrir por Jesús” (He 5, 41).

A pesar de todo, la prueba, superada con fe y con esperanzas no es merecedora de la vida eterna, que siempre es un don, nunca un mérito.

El creyente sabe que, por sí­ mismo, es totalmente incapaz de llegar a Dios, al absoluto trascendente, el inaccesible, fundamento y objeto de la esperanza. Por eso, renuncia a sus propias fuerzas y recursos y pone toda su esperanza en la misericordia y en la fidelidad divinas.

8.4. vigilante. El encuentro con Cristo, el esperado, es imprevisible. El momento llegará cuando menos se piense. Por eso, hay que vivir en tensión, estar alerta, en vigilia permanente (Mt 24, 22-23. 50; 25, 13; Mc 13, 33-38; Lc 21, 36).

No hay que dormir en la noche de la indiferencia y del olvido. El cristiano tiene que permanecer en todo momento como los siervos vigilantes, ceñida la cintura, en actitud plena de disponibilidad, las lámparas encendidas, en vigilancia activa, bien dispuestos. Si así­ es, cuando el señor y dueño de la casa llegue, se pondrá a servirles en la mesa del banquete mesiánico, pues el Señor es el Mesí­as que vuelve (Lc 12, 35-38).

Hay que tener siempre puesto el traje de bodas para poder sentarse en la mesa. Mientras llega el señor hay que cumplir cuidadosamente con el deber y el que hacer de cada dí­a. Como el criado fiel y honesto, honrado, cumplidor de su cometido, al que, por portarse así­, el señor le pone al frente de toda su hacienda (Mt 24, 45-51).

Hay que estar siempre preparados, pues de aquel dí­a nadie sabe nada (Mt 24, 36). Puede venir como el ladrón, sin avisar. Y hay que estar como el portero, atento para abrir la puerta al dueño de la casa que puede llegar a cualquier hora de la noche (Mc 13, 34-36).

Todo esto supone estar desarraigados de este mundo, de las cosas terrenas, pasajeras y caducas, que no ofrecen seguridad alguna, lo cual no quiere decir desentenderse de las realidades humanas. El cristiano sabe que no es de este mundo, pero que está en el mundo, comprometido, además, en la transformación de este mundo, en la creación de un mundo nuevo, donde todas las cosas serán regeneradas, donde todo será nuevo, donde el amor será la vida de cuantos creyeron y esperaron (1 Cor 13, 13).

El evangelio se mueve en los espacios de la utopí­a que hay que realizar con fe, con esperanza y con amor.

8.5. Esperanza ógica. La esperanza cristiana es, por naturaleza, escatológica, tiende a las verdades últimas, traspasa las barreras de este mundo, va más allá de la muerte. Su última razón de ser descansa en el otro mundo. Se orienta hacia el futuro absoluto, hacia la plenitud de la salvación, encuentra su pleno sentido en la escatologí­a.

El objeto de la esperanza es futuro y presente al mismo tiempo, pues el presente es también escatológico. Porque ese futuro es Cristo, estar con Cristo, y, Cristo ya ha venido, se ha ido, pero se ha quedado y vendrá en gloria.

En el último dí­a, que es para cada uno el dí­a de la muerte, se romperá el velo de la fe y tendrá lugar la visión de las realidades sobrenaturales que informan nuestra vida.

Estamos, pues, en el “ya” (escatologí­a realizada) y en el “todaví­a no” (escatologí­a final o final de la escatologí­a). Con la muerte se desvelará lo que ya somos, se revelará la vida eterna que ya poseemos.

En ese último dí­a, el dí­a de la salvación, tras un de amor y sobre el amor entre un Padre y un hijo que se aman, entraremos a participar del banquete celestial (Mt 21, 1-10; Lc 12, 35-38), donde todo será alegrí­a y júbilo, pasaremos a ser miembros en plenitud del reino de Dios, la celebración de la comunión gozosa con una comunidad congregada en torno al rey, veremos a Dios (Mt 5, 8) cara a cara (1 Cor 13, 12) y estaremos eternamente con él (1 Tes 4, 7).

Todos, al fin, tenemos que morir. El cuerpo es corruptible y se corromperá, pero será revestido de incorrupción, de inmortalidad (1 Cor 15). Vivimos en una casa terrena que está en ruinas, que hace agua por todas partes, pero pasaremos a vivir en la casa del Padre, una casa celeste, indestructible, hecha por Dios, un arquitecto al que no se le derrumba ningún edificio (2 Cor 2, 1-5).

Se trata de una corporeidad espiritualizada, celeste. La vida del cristiano es una conformación con la muerte y con la resurrección de Jesucristo. “Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su cuerpo glorioso” (Flp 3, 20-21). “Injertados en Cristo y partí­cipes de su muerte, hemos de compartir también su resurrección” (Rom 6, 5). Este es el fundamento y la garantí­a de la esperanza. -> ; amor; confianza; sufrimiento; alegrí­a; vigilancia; parusí­a; escatologí­a.

BIBL. — J. MOLTMAM, í­a de la esperanza, Sí­gueme, Salamanca, 1976; L. BoRos, de la esperanza. Expectación del tiempo futuro en la ideologí­a cristiana, Verbo Divino, Estella, 1991; J. ALFARO, cristiana y liberación del hombre, Herder, Barcelona, 1972; J. R. FLECHA ANDRES, y moral en el Nuevo Testamento, “Studium Legionense”, León, 1975; B. HARING, de esperanza, Sí­gueme, Salamanca, 1973; E. PIRONIO, en la esperanza, ed. Paulinas, Madrid 1979; PH. DELHAYE, y vida cristiana, Rialp, Madrid, 1978; J. L. Ruiz DE LA PEí‘A, otra dimensión. Escatologí­a cristiana, Sal Terrae, Santander, 1986.

Martin Nieto

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> escatologí­a, apocalí­ptica). Define la existencia del hombre como ser que está abierto a su propio futuro*, en el que puede realizarse plenamente, alcanzando su identidad. El tema de la esperanza atraviesa todos los estratos de la Biblia y se encuentra especialmente vinculada con la “promesa” de Dios, que ofrece a los hombres una culminación gloriosa (la plena creación). Para Jesús, la esperanza se funda en la llegada del Reino* de Dios y para los cristianos ella resulta inseparable de la historia del mismo Jesús, llamado el Cristo, cuya resurrección* ofrece, impulsa y anticipa un camino de salvación*. Heb 11,1 define la fe como “sustancia” (certeza) de las cosas que se esperan. El tema de la esperanza ha recibido gran importancia en la teologí­a bí­blica a partir de la obra programática de J. Moltmann, Teologí­a de la esperanza, Sí­gueme, Salamanca 1972.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Nos preguntamos: ¿Qué es la esperanza? Empezaremos por decir, ayudados por san Pablo, que lo que vemos no es objeto de esperanza, que eso no es la esperanza. Por ejemplo, no es esperanza el simple optimismo que nos hace decir: “Después de todo, la vida no me va tan mal, más o menos me apaño, consigo salir adelante”. Esta es, en todo caso, la valoración de una situación feliz que el Señor nos ha concedido. Lo que san Pablo considera esperanza es algo que crece en la caducidad, allí­ donde no hay ningún sentido, donde está el desierto, donde hay un mundo que se sabe condenado a morir. La esperanza no es cerrar los ojos ante un fina! inelu dible, conformándome con lo poco que tengo; no es no querer mirar una historia que se va degradando, pensando que, en el fondo, tampoco estoy tan mal. La esperanza —siempre según las palabras de Pablo— es aguardar la revelación de los hijos de Dios, es decir, la gloria futura. Es, ante todo, dirigir la mirada hacia esa vida que nos viene de Cristo, que está más allá y por encima de todo aquello que nos defrauda y se nos escapa de las manos. En este sentido, la esperanza es un don gratuito de Dios, es aceptación de este don, es mirar hacia el futuro incluso cuando estamos inmersos en la oscuridad; no depende, pues, de condiciones externas más o menos favorables. Depende de saber levantar la mirada hacia lo alto, contemplando la gloria que inunda a Cristo y a nosotros en él. La esperanza es fijar nuestros ojos en Cristo resucitado, que está más allá de toda corrupción y mortalidad. A partir de aquí­, la esperanza es también abrir los ojos para ver hasta qué punto esta fuerza —que está por encima de la historia— actúa en ella y la atrae hacia sí­. Cuando tenemos esperanza, somos capaces de mirar a nuestro alrededor y ver los signos de Cristo resucitado en medio de nosotros.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. En la Escritura: 1. En el AT; 2. En el NT. – II. La esperanza del reino y la Trinidad. – III. La esperanza como apertura del hombre al misterio trinitario.

I. La esperanza en la Escritura
La esperanza es una dimensión fundamental de la religión. Sin esperanza no hay religión. De aquí­ que se pueda rastrear en todas las religiones las diversas formas que adopta la esperanza. La esperanza cristiana tiene una peculiariedad propia: es el esperar y lo esperado que surge de la fe en el Cristo crucificado y resucitado. “El es nuestra esperanza” (Col 1, 27).

Pero Jesucristo, la raí­z y fundamento de nuestra esperanza, está inserto en una tradición y cultura, en un pueblo. Para comprender la esperanza cristiana hay que situarse en este contexto. Sólo así­ se nos desvelará el alcance y novedad de la esperanza que aguardamos en el Resucitado.

1. LA ESPERANZA EN EL AT. La esperanza sitúa al hombre ante un horizonte de posibilidades. La amplitud y profundidad de este horizonte se le descubre al hombre veterotestamentario en su encuentro con Dios. La esperanza nace de la experiencia de Dios. En esta interrelación Dios-hombre se le desvela al hombre lo que es él mismo, lo que puede llegar a ser, las posibilidades con las que cuenta y que Dios le asegura, en suma, lo que puede esperar del amor de Dios. La esperanza, por tanto, lleva consigo la pasión que brota de la relación y abre a unas posibilidades que se configuran sobre el horizonte del porvenir.

El AT conoce diversas tradiciones donde han ido tomando forma diferentes imágenes y conceptos para expresar la experiencia de las posibilidades a las que abre la experiencia de Dios.

Se puede resumir la experiencia fundamental de Israel, a través de las formulaciones más predominantes en esta cultura, como un considerar la propia existencia de pueblo como un caminar hacia situaciones nuevas bajo las promesas, la alianza y la conducción de Dios. Promesa, alianza, confianza, liberación, novedad, camino, éxodo, serán conceptos vinculados estrechamente a las esperanzas que suscita el Dios de Israel.

De esta forma el pueblo de Israel vivirá de esperanza en esperanza. Sus intérpretes concebirán los inicios de Israel sobre el transfondo de los contenidos de la esperanza en forma de promesas: promesa de la descendencia a Abrahán (Gén 13, 16), de la nación (Gén 12,2), de la tierra (Gén 12, 7) para entrar en el núcleo de experiencias religiosas decisivas de la liberación de Egipto (Ex 3,7s.). Aquí­ de nuevo las nociones de promesa y alianza son centrales para expresar los objetivos de la esperanza (Ex 19). Posteriormente la esperanza se relacionará con las promesas daví­dicas leí­das como promesas mesianicas (1 Sam 13-14; 16, 7;,1 Re 11,4). Los profetas enriquecerán la manera de vivir y entender la esperanza en Israel. Subrayarán la misericordia de Yahvé, su fidelidad y nueva alianza (Jer 31, 31s.) a pesar de los fallos del pueblo y la universalidad de esta bondad divina a través de Israel. En tiempos de Jesús predominará un lenguaje apocalí­ptico, que insiste sobre la inminencia y las señales del cumplimiento de las esperanzas de Israel. La “llegada del reino de Dios” será una forma de expresar estas esperanzas. Jesús mismo adoptará este lenguaje aunque dándole un sesgo propio.

2. LA ESPERANZA EN EL NT. La categorí­a central de las expectativas y esperanzas en tiempo de Jesús era la de reino de Dios. Pero los contenidos eran diversos según los proclamadores: reino de la ley perfectamente cumplida (fariseos), reino de los puros y espirituales (esenios), reino nacional del Israel libre de la dominación romana (zelotes), reino del culto y del templo (sacerdotes). Jesús predicará un reino de Dios que es “buena noticia” (Mc 1, 14s.) porque Dios está con el hombre: rechaza la ruptura apocalí­ptica tajante entre “buenos” y “malos”. Las parábolas recalcan la mezcla y la misericordia de Dios para con todos. Jesús se resiste a regionalizar el reino de Dios: está presente ya en este mundo (Lc 11, 20; Mt 12, 28), pero no se identifica con nada, tiene carácter futuro, “escatológico” (Lc 11, 2; Mt 6, 10; Lc 10, 9; Mt 10, 7; Mc 1, 15). No funciona con la lógica del poder y la fuerza de los reinos de este mundo (Mc 4, 6-19; 4,30-32 y par.); los pequeños y sencillos, los pobres, tienen un puesto privilegiado en él (Mc 10,14-15 y par.). La esperanza por tanto, es una dimensión necesaria del reino de Dios. Quien no tiene esperanza no comprende lo que es el reino de Dios. Pero las palabras, acciones y rechazos de Jesús dan a entender que no cualquier esperanza es cristiana, sino la que tiene como criterio a los pobres.

El reino de Dios en cuanto realidad que expresaba las esperanzas de Jesús, adquirió todaví­a mayor claridad tras su muerte y resurrección. La experiencia de los primeros cristianos han transmitido las esperanzas nacidas en estas circunstancias pascuales, ejemplares y fundamentales para nosotros. Jesucristo pasa a ser el fundamento de nuestra esperanza. En su Futuro está el nuestro y El nos abre a unas posibilidades desconocidas e inimaginables hasta ahora.

II. La esperanza del reino y la Trinidad
El Dios de la esperanza y de las promesas de la tradición bí­blica es un Dios de camino, de éxodo, abre un futuro nuevo al hombre, cuya verdad es experimentada en la historia. En Jesucristo muerto y resucitado, este Dios se manifiesta como la Vida, ya que la resurrección de Jesús supone la negación de la muerte (1 Cor 15, 26). Esperanza indica todo lo que es contra-esperanza y negación del reino. Este Dios que “resucita a los muertos y hace ser a lo que no es” (Rm 4,17) rompe la desesperanza atada a las experiencias de dolor, injusticia, opresión y muerte. En su oposición manifiesta los valores del reino y donde se sitúa el antirreino. Expresa también cúal es el horizonte del Dios de la esperanza y dónde se debe situar la realización activa de la esperanza: pasará necesariamente por crear condiciones de vida para el hombre, especialmente para el que vive las situaciones de “muerte”, el pobre. Que la esperanza cristiana, pasa por las esperanzas de los pobres y por crear esperanza para los pobres de este mundo, es la consecuencia de historizar mí­nimamente la noción de esperanza del reino.

En la resurrección de Jesús se revela también la hondura abismática, misteriosa, a que abre la esperanza cristiana: el poder fiel y amoroso del Padre y la fuerza vivificadora del Espí­ritu. Dios deja de ser concebido como soledad misteriosa, para mostrarse como familia, comunión de tres personas eternas. El Futuro de Jesús nos desvela una posibilidad inimaginable: participar un dí­a de esa vida comunitaria del Dios trino. Más aún, ante este descubrimiento, la esperanza cristiana muestra la lógica que preside la historia y la creación entera: realizar esa llamada latente a la comunión con la Trinidad. La esperanza apunta hacia dentro de la definitividad del misterio de Dios. Esta es la gran novedad, el futuro prometido al hombre, la latencia más honda que circula clamando a través de toda la creación y de toda criatura (Rm 8, 19s.). Y desde este horizonte último de la esperanza el creyente dinamiza sus energí­as a fin de construir comunidad, solidaridad, fraternidad. De nuevo la más elemental historización de esta esperanza moviliza al creyente contra todo lo que se oponga a una vida humana comunitaria solidaria. Sus destinatarios primeros no pueden ser otros que aquellos que sufren más las consecuencias de la insolidaridad: los oprimidos, dolientes y pobres
Si la esperanza es el sostén y movilizador hacia adelante de la fe, no tiene nada de extraño que la esperanza cristiana y la esperanza implí­cita pero actuante en toda realidad, pugne por hacerse carne histórica y genere continuamente utopí­as. El hombre se desvela un ser utópico, inconformista con el presente, por llevar la marca de un ser esperanzado.

El carácter escatológico de la esperanza cristiana puede actuar como un elemento discriminador de las buenas y malas esperanzas, de las esperanzas humanizantes y de las esperanzas locas. Actuará con su reserva permanente frente a todo intento de rebajar la esperanza a los lí­mites de las construcciones históricas humanas. Introducirá en toda realización humana una inquietud, el aguijón del recuerdo de la comunión a la que aspira, que reducirá siempre a provisional y penúltimo todo proyecto y utopí­a. Desde este punto de vista la auténtica esperanza cristiana lleva consigo una revolución permanente contra la realidad inhumana. Es una manifestación del Espí­ritu que no descanza hasta llevar la realidad toda al seno trinitario. Una tal esperanza es un antí­doto frente a las malas esperanzas: frente a las ideologí­as de la esperanza que tienden a cristalizar y resignarse en los logros parciales, o provocan locuras terroristas o totalitarias al desesperar de su realización. Combate tanto la presunción de la realización y las legitimaciones del status quo, como la carencia de perseverancia y firmeza de los espí­ritus pusilánimes y resignados a lo dado. La esperanza sabe del gozo del Futuro que se le promete, pero vive en la tensión entre ese “Novum ultimum” de la comunidad trinitaria y las contra-esperanzas del presente. Siempre fiel a la tierra y a los condenados de este mundo en razón del futuro trinitario que se le ha prometido en la resurrección de Jesucristo. Sabe en la luchas en pro de la justicia y la solidaridad del presente que ahí­ mismo participa en la tarea de la Trinidad.

III. La esperanza como apertura del hombre al misterio trinitario
La experiencia religiosa cristiana está grávida de una esperanza que señala unas posibilidades para el hombre y la realidad toda.

La realidad entera se desvela abrazada por el dinamismo trinitario. La imagen paulina de una creación expectante es perfectamente adecuada para evocar el fondo último de las aspiraciones que recorren a la creación. Hay como una latencia que abre lo creado hacia un horizonte de profundidad acogedora y amorosa que muchos espí­ritus sensibles de hoy y ayer han captado en la cuasi inagotable riqueza de la creación, aún cuando lo hayan expresado de modos muy diversos y hasta contradictorios. Y estas expectativas adquieren una oscura lucidez en la reflexividad humana. El hombre, en su fragilidad, descubre una inquietud permanente hacia algo que sobrepasa toda realización y posesión. Una experiencia de apertura que se hace “apasionamiento por lo posible” (Kierkegaard). El ser humano se manifiesta así­ incurablemente utópico; extendido hacia lo que le sobrepasa absolutamente, nostálgico de algo totalmente otro (Horkheimer). Esta pasión se puede juzgar inútil (Sartre), pero también orientación fundamental del ser humano que no puede ser frustrada (Kant).

El creyente descubre en este dinamismo la confirmación de la presencia del Absoluto amoroso trinitario que aún no hemos llegado a participar, aunque ya haya venido a nosotros y el Espí­ritu del Resucitado dé testimonio continuo por toda la realidad. La esperanza desvela así­ el misterio que anida en el fondo del ser humano y de la realidad misma: la comunidad trinitaria. Y la espiritualidad y realización humanas plenas se descubren entrega práctica a esta esperanza: donación existencial a la tarea de la Trinidad de llevar a este mundo de injusticia e insolidaridad a la comunidad perfecta.

[-> Apocalí­ptica; Comunión; Creación; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Historia; Jesucristo; Liberación; Misterio; Padre; Pascua; Pobres, Dios de los; Reino de Dios; Trinidad.]
José Marí­a Mardones

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

La esperanza es una de las tres virtudes llamadas “teologales” es decir que expresan una manera ~e ser deí hombre que lo relaciona con el misterio de Dios. Se llaman también virtudes teologales porque en ellas se expresa la salvación que Dios realiza en favor de los hombres, ya que la fe, la esperanza y el amor son dones de la gracia de Dios a través de los cuales experimentamos su salvación.

Ordinariamente se asocia la esperanza a la actitud del hombre o de la sociedad que espera obtener en el futuro un bien precioso, difí­cil, del que depende su gozo o su felicidad. Por tanto, el perfil de la esperanza es bastante atí­pico: se trata de vivir en el presente proyectados hacia el futuro, de tender hacia un bien cuya posesión niega la virtud que lo sostení­a y lo valoraba. Vivir en la esperanza significa, por tanto, colocarse entre el “va” y el “todaví­a no”, situarse en la historia- sometiéndose a su lógica, pero seguros al mismo tiempo de poder trascenderla, vivir todas las formas actuales de felicidad como algo provisional e incompleto, portador de superación y – de plenitud.

Los cristianos han puesto en Cristo su esperanza, aunque la historia de la esperanza comienza mucho antes: la historia de la salvación es en primer 1ugar un crecimiento de la esperanza que se va afirmando de forma inequí­voca incluso en situaciones de pecado, Dios acompaña a su pueblo en la dinámica de la promesa: desde Adán y Eva hasta el último de los profetas, pasando por Abrahán, Moisés, David, en todo el Antiguo Testamento se reconoce la misma manera de obrar de Dios, que prepara a su pueblo y lo conduce por medio de anuncios que se refieren al pasado y que superan el presente. Cristo lleva a su cumplimiento toda una serie de promesas, aun cuando la dinámica de la esperanza no se agota con él. La libertad que él ha conquistado en favor de los hombres y la resurrección son el fruto de una victoria definitiva e indiscutible, pero no anulan la lógica de la esperanza en el sentido de una plenitud y – a obtenida, sino que la confirman y refuerzan: el cristiano está llamados a vivir en la esperanza, a dejarse guiar por ella, a resistir al pecado, y . a que está en tensión hacia el futuro, y a asumir los retos y las pruebas del amor a la luz de la vida eterna.

El tema de la esperanza ha conocido un nuevo interés, tanto teológico como práctico, a partir de los años 60, junto con el redescubrimiento de la escatologí­a y de una cultura caracterizada por grandes esperanzas. La obra de J Moltmann Teologia de la esperanza fue una especie de programa de esta tendencia. Esta recuperación de la esperanza insiste en la necesidad de superar un concepto de Dios ligado al pasado, o a su “eterno presente” para poder pensar en un Dios como futuro absoluto de los hombres, que invita al hombre a poner el sentido de su existencia en este futuro y a asumir el presente como algo incompleto y que obliga a comprometerse, incluso a nivel social.

La comprensión actual de la esperanza como elemento de base de la antropologí­a cristiana va í­ntimamente unida a la fe escatológica. en el sentido de que sólo la referencia a determinados contenidos que expresan el futuro absoluto de los hombres puede alimentar la actitud de espera. Estos contenidos hablan de un final absoluto de la historia, de la vida después de la muerte, del juicio Y de la posibilidad de salvación Y de condenación. Y es esta forma de representar el futuro por parte de la fe lo que condiciona el horizonte de la esperanza, no ya como una espera confiada y tranquila, sino como una actitud que incluye la llamada a la responsabilidad y que pone en crisis las realizaciones de la historia.

La esperanza va unida no sólo a la escatologí­a, sino también a la ética, como factor que determina la vida Y las relaciones del hombre. En este sentido es importante subrayar el ví­nculo tan estrecho que hay entre la esperanza y el amor una relación mutua, que supone la ‘difí­cil existencia de la una sin la otra. En general puede afirmarse que una esperanza capaz de trascender la muerte es la condición para que el hombre pueda dedicar su tiempo y también su vida para ayudar a los demás.

L. Oviedo

Bibl.: P. Laí­n Entralgo, Espera y esperanza, Madrid 1957. E. Schillebeeckx, Dios, futuro del hombre, ‘Sí­gueme, Salamanca 1970; J Moltmann, Teologí­a de la esperanza, Sí­gueme, Salamanca 1977. L. Boros, Vivir de esperanza. Verbo Divino, Estella 1971; L. Boros, Somos futuro, Sí­gueme, Salamanca 1972.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Las raí­ces antropológicas de la esperanza: 1. El hombre como ser abierto al futuro; 2. El fundamento de la esperanza: utopí­a y escatologí­a – II. La dinámica de la esperanza en la historia de la salvación: 1. El Dios de la promesa; 2. La resurrección de Cristo, cumplimiento de las promesas y promesa de un futuro nuevo – III. Orientaciones para una espiritualidad de la esperanza: 1. Unidad de la vida teologal; 2. Esperanza cristiana y “mysterium mortis”; 3. Compromiso de liberación humana y espera del futuro de Dios.

El tema de la esperanza ocupa en la reflexión teológica actual un puesto de gran trascendencia en virtud de la revalorización que de la dimensión escatológica del mensaje cristiano ha tenido lugar en estos años. J. Moltmann ha escrito: “En su integridad, y no sólo en un apéndice, el cristianismo es escatologí­a; es esperanza, mirada y orientación hacia adelante, y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente. Lo escatológico no es algo situado al lado del cristianismo, sino que es, sencillamente, el centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de un nuevo dí­a esperado, color con el que aquí­ abajo está bañado todo… Una teologí­a auténtica deberí­a ser concebida, por ello, desde su meta en el futuro. La escatologí­a deberí­a ser no el punto final de la teologí­a, sino su comienzo”.

Efectivamente, tan sólo en la perspectiva escatológica la teologí­a puede ser significativa en si misma e importante para el mundo, puesto que el hombre y el mundo se hacen radicalmente comprensibles a partir de su destino último, que es el futuro de Dios.

Sin embargo, el interés de la investigación teológica por la temática de la esperanza se orienta primordialmente a la interpretación del futuro del hombre y de la historia. Por eso la reflexión versa más sobre el contenido objetivo de la esperanza cristiana y su relación con las expectativas históricas del hombre que sobre la dimensión personal, subjetiva y espiritual. Esto se debe también al hecho de que en la Biblia es escasa la atención al sentimiento de la esperanza. Raras veces se presenta como una actitud subjetiva (esperance); casi siempre se nos ofrece como propensión a un determinado objeto bien definido (espoir). Así­, mientras existe “una teologí­a de la esperanza”, que la convierte en el criterio hermenéutico fundamental para reinterpretar todo el mensaje cristiano, no se puede decir otro tanto de una “espiritualidad de la esperanza”, de la cual no tenemos más que rápidas alusiones y fragmentos exiguos, muchas veces ligados a una visión intimista y devocional del acontecimiento cristiano. Por ello consideramos que es cometido de la espiritualidad de hoy llevar a cabo la soldadura entre el sentimiento y el contenido objetivo de la esperanza, entre la dimensión personal y la social y cósmica.

1. Las raí­ces antropológicas de la esperanza
La elaboración de una espiritualidad en la que la esperanza vuelva a encontrar el lugar que le corresponde, presupone un correcto desciframiento del modo como hoy se comprende a sí­ mismo el hombre. Se trata, pues, de preguntarse qué relación existe entre la condición humana y la esperanza, a fin de saber si ésta es un elemento marginal para el hombre o si, por el contrario, está hondamente arraigada en su experiencia existencial e histórica.

1, EL HOMBRE COMO SER ABIERTO AL FUTURO – El hombre se entiende hoy dí­a, quizá más que en el. pasado, como un ser lanzado a una realización ilimitada de sí­ mismo, radicalmente abierto al futuro; pero, al mismo tiempo, como ser limitado, como “espí­ritu finito”, ya que su corporeidad circunscribe su existencia y su apertura a los demás y al mundo. La existencia humana se revela a la vez como una “clausura-en-la-provisionalidad” y como una “apertura-a-la-infinitud”.

El hombre advierte, pues, que su aspiración fundamental a ser cada vez más él mismo no puede satisfacerse definitivamente dentro del horizonte presente; el hombre nunca coincide con su existencia concreta.

Por otro lado, esta aspiración, que es connatural al hombre, choca inexorablemente con el misterio de la muerte. De aquí­ la imperiosa necesidad de esclarecerse a sí­ mismo el ineludible contraste entre la apertura ilimitada a la vida y el lí­mite de la muerte, que está presente a la conciencia como un destino inevitable y como una amenaza permanente. La muerte pone al desnudo el nivel más profundo del espí­ritu humano, que guarda el incontenible deseo de existir sin lí­mite de tiempo, y sitúa en concreto al hombre ante el interrogante último sobre sí­ mismo, que es el interrogante sobre su futuro.

Por eso la llamada a la esperanza pertenece ante todo a la estructura fundamental del hombre en cuanto espí­ritu encarnado. Pero la dimensión de la esperanza no se agota dentro del destino individual del hombre; engloba el destino de la humanidad y del mundo. La existencia del individuo se desarrolla en el camino de la humanidad hacia el futuro. Consecuentemente, el problema del futuro de la humanidad y del mundo afecta al significado mismo de la existencia de todo ser humano en cuanto responsable de toda la comunidad humana.

Por otro lado, el hombre experimenta constantemente su no coincidencia con el mundo y con los demás. “La subjetividad autopresente del hombre no puede tener lugar sino frente a lo que ella no es, es decir, en contraposición a la objetividad limitativa del mundo. La naturaleza es para el hombre, dialécticamente, posibilidad y lí­mite de su acción. Y precisamente esta experiencia de lo objetivo (del mundo en sí­ mismo o del mundo transformado por el hombre) como lí­mite revela la aspiración ilimitada del hombre como condición apriórica de su acción sobre el mundo. El hombre existe en el mundo y sobre el mundo, en el tiempo y sobre el tiempo, en la historia y sobre la historia, porque tiene conciencia de la permanencia de su propio yo en su mismo devenir, y en esta conciencia se esconde aquella aspiración a `ser-más-sí­-mismo’, que le hace vivir todo resultado concreto de su acción en el mundo como realización inacabada de sí­ mismo y por eso le empuja a la superación indefinida de toda meta lograda. En esta estructura constitutiva del ser personal del hombre radica el impulso de toda la humanidad a lo largo de la historia hacia el progreso indefinido en el dominio del mundo”‘.

La esperanza se nos presenta así­ como la opción fundamental con la que el hombre interpreta el sentido último de su existencia. Emerge como necesidad fundamental del hombre, tanto en el horizonte de su conciencia personal como en el de su relación con el mundo, con los demás y con la historia.

2. EL FUNDAMENTO DE LA ESPERANZA: UTOPíA Y ESCATOLOGíA – La tendencia del hombre a la esperanza como fuerza liberadora que explica el movimiento de la vida humana y proporciona al hombre, mediante la categorí­a de la posibilidad, una nueva comprensión del ser como historia, ha suscitado en la cultura occidental dos imágenes del futuro opuestas radicalmente entre sí­: la utopí­a y la escatologí­a.

La utopí­a se presenta como una transcripción secularizada de la esperanza en el reino. “Es una desacralización, una toma de conciencia de que el hombre puede y debe bastarse a sí­ mismo, y de que los dioses lo han abandonado. No es, por lo tanto, una coincidencia el hecho de que no se encuentre ninguna utopí­a antes del Renacimiento”. La conciencia utópica responde a dos tendencias profundamente arraigadas en el espí­ritu humano: la curiosidad por el futuro y la necesidad de esperar. Estas tendencias exigen inventar una imagen del futuro, sin la cual es imposible para el hombre aceptar el hoy en su opacidad.

La recuperación de la categorí­a de la utopí­a, que tiene en su favor una tradición acreditada en el pensamiento moderno, ha ocurrido en los últimos años gracias a la determinante contribución de la filosofí­a marxista. Para E. Bloch, el marxismo es sobre todo conciencia de la esperanza, “praxis de la utopí­a concreta”, anticipación de un deber ser que será realidad pese a los obstáculos que se interpongan en su realización. “La razón -afirma Bloch- no puede florecer sin esperanza y la esperanza no puede hablar sin razón. Una y otra en unidad marxista… Otra ciencia no tiene futuro y otro futuro no tiene ciencia”. Porque abre el futuro, la esperanza prevalece sobre todas las demás manifestaciones vitales del hombre. Influye en su modo de pensar, de conocer y de vivir. El todaví­a-no del ser subjetivo y objetivo, es decir, lo posible, se convierte en fundamento último de la realidad al empujar al hombre hacia el novum ultimum, que no es otra cosa que el futuro del hombre escondido y del mundo escondido.

Pero el futuro de la utopí­a se presenta insuficiente de cara al elemento negativo radical, que consiste en la doble muerte, la individual y la colectiva, como impotencia de amor: “¿Basta la utopí­a para la emancipación eficaz y total?… Y ¿cómo no invocar y admitir la necesidad de un plus de fuerza, de un verdadero novum, heterónomo frente al volumen del dato tal cual suele entenderse en la perspectiva religiosa de lo mesiánico?”. Por eso la razón de la inconsistencia de la utopí­a radica en lo infundado de su contenido objetivo. “El primado del futuro está ontológicamente fundado en sí­ mismo; su futuro no se debe solamente a los deseos presentes y a las aspiraciones de los hombres. Si el regnum venturum habrá de caracterizarse bí­blica mente como reino de Dios, entonces tendremos este primado ontológico del futuro del reino sobre todo lo real presente, y también sobre el presente psí­quico”
Este es el significado de la escatologí­a cristiana. Para el cristiano la falta de sentido se rescata en el sentido arcano que proviene de los recursos de Dios. La alternativa perentoria del cristianismo apela al “misterio” como acontecimiento que irrumpe en la historia y en la existencia humana por la libre y sorprendente iniciativa de Dios; Por otra parte, la experiencia de la muerte como experiencia radical de finitud le muestra con claridad al hombre que todas las posibilidades de la existencia se apoyan en la fuerza de un “don” que encuentra el hombre y que como tal, permanece esencialmente sustraí­do a su poder de dominio. La muerte personal y colectiva sitúa al hombre ante una alternativa: o cerrarse en el futuro inmanente de su progreso indefinido e intramundano, aferrándose a la existencia, que irremediablemente se escapa y que, por lo tanto, no puede fundamentar su significado, o abrirse a la posibilidad del futuro absoluto y trascendente, reconociendo la existencia como “don” que viene de Alguien y que, en consecuencia, no puede conquistarse, sino tan sólo recibirse.

En este sentido, la esperanza cristiana supone liberarse de una mentalidad puramente exigentista. Expresa un anhelo, una nostalgia que trasciende todas nuestras necesidades. Las promesas de Dios no se identifican con los contenidos de las utopí­as sociales y polí­ticas, que esperan un hombre nuevo y una tierra nueva y ven en ellos algo así­ como el resultado de una serie de luchas y de procesos sociales e históricos. El cristianismo tiene la misión de hacer germinar el “estupor absoluto” (unbedingtes Betroffensein) ante el hecho sorprendente de que Dios penetra en la historia y en la trama de las vicisitudes humanas, porque es precisamente en esta “maravilla de disponibilidad” donde puede convertirse en “estupor salvifico” el impacto entre la espera del hombre y el misterio cristiano.

La escatologí­a cristiana destruye por ello la presunción de la utopí­a estableciendo una relación crí­tica con los diversos proyectos históricos elaborados en su nombre. El que espera en Cristo no se identifica jamás con ninguna situación adquirida o adquirible. En las ciudades de esta tierra, igual que en las ciudades proyectadas por los utópicos, el creyente es siempre y en todas partes un extranjero, porque el futuro hacia el que tiende es un futuro trascendente que procede únicamente del poder de Dios.

II. La dinámica de la esperanza
en la historia de la salvación
Haciendo de la escatologí­a un criterio hermenéutico fundamental, la teologí­a contemporánea ha convertido la esperanza en una categorí­a de interpretación global de la historia de la salvación, la cual no serí­a primordialmente la comunicación de contenidos que en caso contrario estarí­an escondidos al hombre, sino la promesa de una consumación definitiva del hombre y del mundo. De ahí­ se sigue una relectura en clave proléptica (es decir, de anticipación del futuro), antes que epifánica (es decir, de manifestación de lo divino), de toda la revelación bí­blica.

La promesa anuncia una realidad que todaví­a no está presente y patentiza que Dios lleva a cabo la salvación progresivamente. La esperanza es la actitud que salva esta distancia: de lo que ya ha acaecido extrae únicamente el estí­mulo para tender hacia un futuro que todaví­a no se ha consumado. Cierto que la esperanza se funda en la “memoria”; pero, al revés que ella, da lugar a una lógica negativa, que se expresa como conciencia de la diferencia, de la inadecuación, del “todaví­a-no” y, como tal, se traduce en conceptos dinámicos y funcionales en orden a la transformación de la realidad.

1. EL DIOS DE LA PROMESA – La esperanza en el reino que ha de venir, entendido como poder de Dios, hunde sus raí­ces en las experiencias vividas por Israel a lo largo de su trayectoria histórica. El señorí­o de Dios va revelándose poco a poco hasta su definitiva consumación en Cristo muerto y resucitado.

A diferencia de los demás pueblos, Israel vivió su existencia como historia abierta al futuro. En su origen no hay acontecimiento mí­tico, sino un acontecimiento histórico: el éxodo de la esclavitud de Egipto. En este acontecimiento el pueblo hebreo experimentó al “Dios de los padres” como un Dios de la promesa y de la esperanza y, al mismo tiempo, se descubrió a si mismo como pueblo en camino. En este sentido, la categorí­a de la promesa dejó su impronta en el mismo lenguaje religioso de Israel, caracterizado por la escatologí­a del Dios que viene.

El régimen de la promesa comienza con Abrahán: en él Dios irrumpe con poder en la historia. escogiéndose a un pueblo para hacerlo “signo” de salvación para todos (Gén 17,4-8; cf 12,2-3). La esperanza asume inmediatamente los contornos de una espera histórica: es esperanza para esta vida, en el pueblo igual que en el individuo. Poseer a Dios significa, efectivamente, poseer el futuro: la liberación de la esclavitud, una tierra, la derrota del enemigo, la victoria del justo.

El profetismo desarrolla la lí­nea de la espera mesiánica desde el punto de vista de una profunda renovación interior (Is 11,1-10; 53,5-12; 62,2-4; Jer 31,31-34). Los profetas desautorizan la pretensión de Israel de construirse su propio futuro. En esta lí­nea interpretan el hundimiento polí­tico y la experiencia del exilio como un juicio de Dios contra su pueblo, que lo ha traicionado. Su enseñanza es escatológica porque sacan a Israel “fuera del ámbito salví­fico de los hechos acaecidos hasta entonces” y cambian “su fundamento salví­fico con otro hecho divino que está por venir”. De este modo la salvación se universaliza y al mismo tiempo se espiritualiza, dando a la promesa un horizonte de expectación no marcado ya por el lí­mite de la existencia, sino abierto a la novedad de una vida distinta bajo la soberaní­a de Dios.

Otra profundización ulterior la opera la literatura apocalí­ptica del judaí­smo tardí­o, que tiende a deshistorizar la promesa haciendo de la historia únicamente el lugar en el que se desvela gradualmente el proyecto de Dios, rigurosamente marcado desde el principio. Pero la novedad más significativa radica sobre todo en el hecho de que el mundo entero se ve involucrado en el proceso escatológico de la historia humana. Así­ pues, progresivamente, la esperanza del individuo tiende a un nuevo eón, es decir, a un renacimiento del universo y a una regeneración de todas las cosas.

Para Israel, el fundamento de la promesa es la fidelidad de Dios. Conocer a Dios significa reconocerlo en la fidelidad histórica a sus promesas; él anticipa su cumplimiento real con gran número de prefiguraciones, es decir, de utopí­as realistas; pero lo hace sin prejuzgar su soberana libertad. La promesa divina anuncia, efectivamente, de manera anticipada lo que todaví­a no existe y que no debe desarrollarse necesariamente en el cuadro de las posibilidades ofrecidas por el presente, sino que nace únicamente de lo que le es posible a él. Cierto que se concretiza en el cumplimiento de las promesas hechas a los padres; pero al mismo tiempo es superior a todo cumplimiento. El motivo de este plusvalor constante es lo inagotable del misterio de Dios. Al rebasar siempre los hechos y señalar el futuro, la promesa permite a Israel encontrar su identidad y continuidad, reapropiándose continuamente los hechos históricos, aceptándolos e interpretándolos siempre de nuevo. Además, la promesa estimula la libertad del hombre, porque exige su colaboración. Mientras tanto, entre la promesa anunciada y su pleno cumplimiento transcurre la historia como obra del hombre en camino hacia la patria de la identidad consigo mismo y de la plena comunión de la humanidad. El mundo se convierte en el lugar del compromiso humano, porque Dios no manifestará definitivamente su reino mientras el hombre no haya establecido los fundamentos.

2. LA RESURRECCIí“N DE CRISTO, CUMPLIMIENTO DE LAS PROMESAS Y PROMESA DE UN FUTURO NUEVO – La promesa de Dios se ha hecho realidad en Cristo: “Y nosotros os anunciamos la buena nueva: la promesa hecha a nuestros padres. Dios la cumplió en nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús” (He 13,32-33). El don del espí­ritu es la confirmación de la promesa realizada (He 1,4-5; 2,33). La certeza de la esperanza cristiana encuentra su definitivo punto de apoyo y se convierte al mismo tiempo en renuncia a toda seguridad humana y en completo abandono confiado al misterio del amor absoluto de Dios.

En toda su existencia, Cristo es un acontecimiento escatológico; lleva en sí­ mismo la tendencia hacia el futuro absoluto, que es Dios. Pero es sobre todo del misterio pascual lo que revela plenamente el significado escatológico de esa existencia. La muerte de Cristo es el cumplimiento de su entrega definitiva al Padre; en este acto de éxodo de sí­ mismo y de confianza en Dios, “que podí­a salvarle de la muerte” (Heb 5,7), el tiempo de Cristo llega a su suprema tendencia a la comunión de vida con Dios. Su resurrección es el comienzo de una vida nueva no solamente para él, sino también para nosotros; porque Cristo fue resucitado por Dios como “primicia de los que mueren”, “primogénito entre muchos hermanos” y “espí­ritu vivificador” (1 Cor 15,20-57; Rom 8,29; Col 1,18; He 26,23). Su victoria es victoria para nosotros, porque es cumplimiento irrevocable de la promesa de Dios e inauguración del futuro no sólo de la humanidad, sino también del mundo y de la histeria (Col 1,15-20; Ef 1,10.20-23). En este sentido la resurrección es el origen del kerygma y de la esperanza cristiana. Con ella apareció un nuevo factor, que abre nuestro mundo, encerrado en la muerte y en el pecado, hacia el futuro: un futuro que ya es presente.

Pero la resurrección de Cristo no es pura consumación; implica la dialéctica interna del cumplimiento y de la promesa. Es el cumplimiento de todas las promesas que Dios hizo a Israel (Gál 3,16-22; 2 Col 1,19-20; Le 24,25-27.44. 47) y es, al mismo tiempo, promesa de otro cumplimiento ulterior, porque todaví­a no ha llegado en ella lo último, sino sólo su comienzo; el futuro de Cristo debe venir todaví­a (He 1,11; Heb 9,28; 10,23). “Es el éschaton, que irrumpe trascendentalmente, el que sitúa en su crisis última a toda historia del hombre. Pero con ello el éschaton se vuelve igual de próximo e igual de lejano a la eternidad trascendental, al sentido trascendental de todos los tiempos, a todos los tiempos de la historia” e. De esta forma el futuro de la historia es el futuro de Cristo, el cumplimiento en la gloria de Dios de la plena liberación del hombre y del mundo.

La continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento radica en el hecho de que el acontecimiento de Cristo tiene su lugar en una historia bien definida; es el cumplimiento de aquella historia y, en cuanto tal, revela su esencia y su verdad. Pero las tendencias y las implicaciones que están latentes en él se prolongan en el futuro que abre. La resurrección no es la consumación de todas las cosas; la resurrección ha puesto en movimiento un proceso histórico determinado escatológicamente, cuya meta es la destrucción de la muerte con la victoria de la vida y la realización de la justicia de Dios.

La presencia dinámica del Espí­ritu, que impele a los hombres y a las cosas hacia la maduración final, sitúa al cristiano en un estado de tendencia y de espera. Por otra parte, él sabe que la potencia creadora de Dios se hace comprensible únicamente a la luz de la cruz, porque nace del anonadamiento total de toda expectativa mundana. Por ello la esperanza cristiana no teme lo negativo. Es una “esperanza crucificada”, que se abre al don de la resurrección (Rom 4,17). Su término de mediación no es la posibilidad de desilusión, sino la desilusión efectiva: la cruz de Cristo. En este sentido es esperanza contra toda esperanza (Rom 8,24-25; Heb 11,1). “La cruz de Cristo es el signo de la esperanza de Dios en este mundo para todos los que en su vida se cobijan a la sombra de la cruz. La teologí­a de la esperanza es, en su punto nucleico, teologí­a de la cruz. La cruz de Cristo es la forma actualmente presente del reino de Dios en la tierra. El futuro de Dios nos contempla en Cristo crucificado. Todo lo demás son sueños y fantasí­as y meras ilusiones. La fe cristiana se distingue de la superstición, al igual que de la incredulidad, por la esperanza nacida de la cruz. La fe cristiana se distingue del optimismo y de la violencia por la libertad nacida de la cruz”
En el misterio pascual aflora el sentido último de la esperanza cristiana: es al mismo tiempo un compromiso histórico y una apertura al porvenir escatológico como don del poder de Dios.

III. Orientaciones
para una espiritualidad de la esperanza
El análisis bí­blico-teológico que nos hemos esforzado en proponer ha puesto de manifiesto el espacio que ocupa la esperanza en la historia de la salvación, que es nuestra historia. La esperanza aparece claramente como una de las actitudes fundamentales del hombre bí­blico y, en consecuencia, como una de las estructuras base de la espiritualidad cristiana. Se trata de captar entonces el papel especí­fico que desarrolla en relación con el marco más amplio de las dimensiones y de los valores que constituyen el horizonte de la existencia cristiana.

1. UNIDAD DE LA VIDA TEOLOGAL – La espiritualidad cristiana debe ser ante todo una espiritualidad teologal. El fundamento de la existencia cristiana es el don de Dios, esencialmente uno e indivisible. De ahí­ la exigencia de recuperar la unidad entre fe-esperanza-caridad, para volver a encontrar el lugar que ocupa la esperanza en la vida del creyente.

fe-esperanza: En la existencia cristiana la fe ocupa el primer puesto; pero el primado pertenece a la esperanza. Sin el conocimiento de Cristo, que se posee gracias a la fe, la esperanza se convertirí­a en una utopí­a suspendida en el aire. Pero, sin la esperanza, la fe decae y se vuelve tibia y muerta. Por medio de la fe el hombre encuentra el sendero de la auténtica vida; pero sólo la esperanza lo mantiene en él. Por eso la fe en Cristo hace que la esperanza se convierta en certeza; y la esperanza confiere un amplio horizonte a la fe y la lleva a la vida. La esperanza es por ello la verdadera dimensión de la fe; es el caminar de la fe hacia su objeto: un Dios señor del futuro, cuyo nombre bí­blico de Yahvé ha sido interpretado por M. Buber con las siguientes palabras: “Yo estaré presente como aquel que estará presente”. Por eso la fe y la esperanza no pueden yuxtaponerse como si la fe se refiriera a lo que ya ha acaecido, mientras que la esperanza mirarí­a exclusivamente hacia el futuro. Tanto el presente como el futuro de Cristo fundamentan la fe y la esperanza en la recí­proca inmanencia de ambas. La fe recuerda la realidad de la resurrección de Cristo como acontecimiento creador de futuro. La esperanza, a su vez, alimenta la tendencia hacia el futuro basándose en la realidad de lo que ya ha acontecido. Memoria y esperanza “son dos actitudes del espí­ritu humano tendente a realizar la unidad de la propia experiencia. El hombre está, por lo tanto, sujeto a una doble tentación. La primera consiste en la posibilidad de perderse en la objetivación de la acción concreta; de alienarse en una mediación de la que se pierde precisamente la conciencia de su mediatez. Está llamado, por lo tanto, a reencontrarse y a recuperarse. La memoria es esta tendencia de autorreencuentro, de Wiedergerwinnung. Como tal, no se opone únicamente al olvido del pasado, sino también y sobre todo al extrañamiento, a la alienación del sujeto en la red de las relaciones con la naturaleza y con sus semejantes. La segunda tentación del hombre es la del autorreflejo, la incapacidad de salir de sí­ mismo, la falta de fantasí­a. Precisamente el sentido de la inadecuación así­ concebida es lo que se expresa en la esperanza. Esta abre el momento actualmente vivido por el hombre a las posibilidades que el miedo y el terror a lo nuevo y al riesgo tienden a eliminar. La esperanza me abre a la posibilidad que me puede brindar el otro, pero también el hecho y la historia. Como tal, no es sólo ni principalmente una tendencia orientada hacia el futuro, sino una presencia atenta a las dimensiones del presente, a su limitación y a su profundidad.

La actitud fundamental del hombre frente a la resurrección de Cristo como cumplimiento y promesa no puede ser otra que la de la fe-esperanza, es decir, la del abandono valiente a su fidelidad.

Por otra parte, la fe-esperanza en cuanto acto de confianza absoluta en Dios, que salva mediante el misterio pascual de Cristo, implica la entrega total del hombre a Dios y a los hermanos; es decir, la caridad. Confiar en Dios significa amarlo; ahora bien, el amor no se realiza, no es auténtico sino en las obras. La esperanza cristiana no es puramente personal, sino esencialmente comunitaria: une entre sí­ a los cristianos en su común relación con Cristo (Ef 4,4-6; Col 3,12-15). Está llamada a asumir el significado ilimitado del amor divino, y en este sentido se convierte en el fundamento que hace posible el amor. “Para el amor se necesitan siempre esperanza y certeza de futuro, pues el amor dirige su mirada a las posibilidades no captadas todaví­a del otro hombre, y por ello le dona libertad y le garantiza futuro al reconocer sus posibilidades. En el reconocimiento y la otorgación de aquella dignidad humana de que el hombre se hace digno en la resurrección de los muertos, el amor creador encuentra el futuro total, en dirección al cual ama’.

La relación de la esperanza con el amor cristiano proyecta, por lo tanto, una luz nueva sobre la misma esperanza como exigencia intrí­nseca de encarnarse en el cometido de transformar el mundo al servicio del hombre. La esperanza en el futuro de Dios, que es futuro común, serí­a vana si no incluyera la solidaridad presente del amor realizado en la acción.

La polarización de la existencia cristiana en torno a las virtudes teologales consideradas en su intrí­nseca unidad e interdependencia evidencia el papel de la esperanza en la espiritualidad cristiana y su indiscutible primado en la actual fase histórica de la salvación. “Ella, la esperanza, es la que todo lo arrastra consigo. Porque la fe sólo ve aquello que existe, mientras que la esperanza ve lo que existirá… El amor ama sólo lo que existe; pero la esperanza ama lo que existirá… en el tiempo y por toda la eternidad” (Peguy).

La esperanza cristiana se desarrolla no tanto como posesión segura de una Presencia, sino más bien como espera de algo nuevo, como reclamo profético “más allá de” las instituciones y de la fuerza del poder. Fundada en el kairós, es espera de tal o cual posibilidad de un desarrollo nuevo en el horizonte de la venida escatológica del Señor. La esperanza es, por lo tanto, un estado permanente y constitutivo del vivir cristiano. Es la condición por la que el creyente, insertándose en el dinamismo de los acontecimientos históricos, mira en profundidad las cosas y acepta el riesgo de las opciones presentes con la constante tendencia hacia el futuro.

2. ESPERANZA CRISTIANA Y “MYSTERIUM MORTIS” – La fuerza espiritual de la esperanza se revela sobre todo ante el enigma fundamental de la vida, representado por el misterio de la muerte.

Tras la máscara de toda pretensión terrena de algo absoluto está escrito: memento morí­. Por eso el dilema de Hércules es ineludible: o el absurdo, es decir, la falta de sentido en la vida de los individuos y en la historia de la humanidad, o la invocación de ese absoluto sentido de la vida para cuya construcción nosotros solos estamos ontológicamente incapacitados.

El tiempo, que es precisamente la duración propia del hombre como espí­ritu encarnado, revela al hombre su caducidad, la presencia oculta de la nada en su finitud creatural, su ser-para-la-muerte. Obliga al hombre a realizarse en los actos repetidos de su libertad, en relación con los demás y con el mundo, haciéndole tocar con su mano el hecho de que en ninguna de sus libres decisiones llega a realizarse y a poseerse con plenitud. Por otra parte, la autopresencia del espí­ritu humano, que unifica el presente, el pasado y el futuro, advierte al hombre que en el fondo de sí­ mismo existe alguna realidad que trasciende la duración sucesiva del tiempo. El hombre existe en el tiempo y por encima del tiempo. Lleva en la conciencia de si mismo la capacidad para una plenitud supratemporal que, aunque no puede conquistarla por sí­ mismo, puede recibirla como un don. La existencia del hombre tiende al futuro de una vida liberada para siempre de la caducidad del tiempo y de la muerte.

La esperanza cristiana rescata al hombre de la perdición, porque rescata el tiempo; lo hace entrar en la dinámica de la vida eterna, ya iniciada, y proyectarse hacia su plenitud definitiva. “Si hablo ahora de la esperanza en la vida eterna, debo limitarme a la pregunta: ¿Qué nos da derecho a tal esperanza? ¿Qué tiene nuestra experiencia, aquí­ y ahora, que justifique tal esperanza? La respuesta es la siguiente: porque hemos experimentado la presencia del Eterno en nosotros y en nuestro mundo… Esta es la base de la esperanza de participar de la vida eterna; ésta es la justificación de nuestra última esperanza… La verdadera esperanza de la vida eterna es posible tan sólo si participamos de ella aquí­ y ahora. El grado de certidumbre de semejante esperanza depende de la medida en que participemos ya desde ahora de lo eterno. Esta esperanza puede ser mayor o menor; pero hay una cosa cierta: que nunca es continua, sino entreverada de dudas; que está hecha de titubeos, de éxtasis y de desesperación. Sin embargo, ésta es la única experiencia que nos da derecho a nuestra última esperanza” (Moltmann).

La garantí­a de que todo esto tiene sentido y, por lo tanto, el fundamento definitivo de la certeza de la esperanza, es la fe en Cristo muerto y resucitado y el don del Espí­ritu. El tiempo del hombre transformado por el Espí­ritu de Cristo participa del tiempo de Cristo. Por una parte, es tiempo de muerte y de decisión frente al destino de muerte. Por otra. es tiempo que tiende hacia su plenitud supra-temporal a través de la muerte. La caducidad del tiempo proviene de la condición de criatura propia del hombre y de la fragilidad de su libertad, sometida a la fuerza disgregadora del pecado. Su orientación hacia la plenitud pertenece a la “nueva creación” mediante el don divino del Espí­ritu. El tiempo de la humanidad redimida por Cristo es un tiempo que tiende a la participación de la vida eterna de Dios, es decir, a la plenitud del futuro absoluto.

Todo esto se puede captar en la esperanza. El tiempo y la historia mantienen todaví­a su ambivalencia. Sólo la esperanza confiere al hombre la capacidad de vivir la tensión del tiempo presente entre el riesgo de su propia caí­da, la inseguridad en sí­ mismo frente al porvenir y la confianza en la promesa del Dios que viene y que vendrá. En este sentido, la esperanza es aceptación anticipada y permanente de la muerte en el abandono de nosotros mismos al Dios que resucita de entre los muertos. De esta forma la vida finita se eterniza en cuanto finita, no ya mediante su prosecución sin lí­mite de tiempo, sino mediante su asunción en el misterio de Dios.

La experiencia de la muerte es, en su tragicidad, asimilación con la muerte de Cristo. La esperanza cristiana pasa a través del itinerario del sufrimiento y del dolor, que pertenecen estructuralmente a la condición humana. Sin embargo, el hecho de esperar la superación de la muerte libera al cristiano para una vida opuesta a la mera autoafirmación, cuya verdad es la muerte, y lo incita a , vivir para los demás y a transformar el mundo. Así­ queda patente la certeza del futuro de Dios: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 in 3,14).

3. COMPROMISO DE LIBERACIí“N HUMANA Y ESPERA DEL FUTURO DE Dios – El futuro de Dios es absolutamente imprevisible, porque es el futuro absoluto, del que no puede disponer el hombre. Por ello la esperanza pone ante todo al hombre en actitud de espera. Pero esto no significa inercia o falta de compromiso, porque el Dios que vendrá es el Dios que ya ha venido, que ya ha redimido al mundo y la historia humana. Por eso el hombre debe aceptar el riesgo de su libertad, asumiendo la responsabilidad histórica que le compete en el horizonte de la dependencia trascendental de Dios. La esperanza es aceptación de este riesgo, sabiendo que las obras realizadas en el mundo no se perderán en la caducidad de la muerte, sino que pasarán con el hombre a la nueva vida. Con su acción, el cristiano se dispone y dispone al mundo a recibir la gracia de la salvación futura. Prepara y anticipa la definitiva manifestación de la gloria de Dios en Cristo.

El futuro de la esperanza cristiana no es el horizonte vací­o de un esperar indefinido, sino la plenitud real del hombre en todas las dimensiones fundamentales de su existencia: en su apertura al absoluto, que será colmada con la visión de Dios; en la comunión interpersonal, que será consumada y expresada con la participación de todos en la gloria de Cristo; en la relación con el mundo y con la historia, que no será destruida, sino asumida en la nueva existencia de la humanidad.

Sin duda, mirando al futuro absoluto, la esperanza relativiza en la perspectiva de lo provisional todas las metas alcanzadas por el hombre en la historia, revelándole su dimensión de penúltimo. No puede declararse satisfecha por ninguna de estas metas, sino que siempre va adelante, buscando lo nuevo y lo mejor en un estado constante de éxodo hacia el cumplimiento futuro de la promesa. Por ello asume una actitud critica de vigilancia frente a la ambivalencia del progreso, pero al mismo tiempo acepta con confianza las esperanzas humanas, orientándolas hacia lo nuevo y lo último.

La vocación cristiana es vocación a un amor creativo, que debe ser vivido concretamente en el seno de la realidad histórico-social tal como se presenta. La esperanza estimula al hombre a darse, al mismo tiempo que le permite aceptar siempre nuevas posibilidades del futuro que espera. Pero sobre todo alimenta en el hombre el sentido de la contemplación y de la gratitud por todo lo que ha recibido. “La conciencia orante está a la espera y sabe que lo que espera no puede venir de sí­ misma, sino que debe venirle de Dios. Por lo tanto, no se caracteriza únicamente por esperar, sino también, en la espera, por el reconocimiento del don, que es Dios mismo y cuanto viene de Dios”‘.

La misma praxis a la que la esperanza abre al ser humano debe asumir la dimensión de la oración. “Podemos acercarnos a Dios únicamente cuando, más allá de todos nuestros problemas, queda en nosotros espacio libre para lo que su voluntad tiene de inesperado; cuando todos los programas, las previsiones y los cálculos se ponen en movimiento y son mantenidos en suspenso por lo que siempre hay de más grande en su llamada dirigida a nosotros. Tan sólo con esta disponibilidad de absoluta resolución a obedecer ante todo, el cristiano puede reivindicar para sí­ la palabra `amor’; para su vida y para su acción. De lo contrario, su actitud y su compromiso no superarán el nivel de un compromiso humano medio que, si nos atenemos a la experiencia, frecuentemente rinde mucho más y está dispuesto a mayores sacrificios que el de algunos cristianos”‘
Vivir bajo la soberaní­a de Dios manifestada en la resurrección de Cristo significa vivir como emigrantes a punto de partir. Por esto Cristo inaugura la hora de la misión. La esperanza se convierte en una actitud activa, alimentada por el valor y la fortaleza de ánimo, que fomenta la resistencia en el sufrimiento y la tensión en la lucha. De esta forma el cristiano está llamado a vivir su compromiso en el mundo no para que siga siendo lo que es, sino para que se transforme continuamente y llegue a ser lo que se le ha prometido que será.

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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Estado del ánimo en el que se nos presenta como posible aquello que deseamos. Quien tiene esperanza confí­a en conseguir lo que desea, cree que ha de suceder lo que espera. La esperanza se puede cifrar en una persona o en una cosa. El verbo raí­z hebreo qa·wáh, del que proceden varios términos que se traducen †œesperanza†, tiene el significado primordial de †œesperar† con anhelo. (Gé 49:18.) El sentido del término griego el·pí­s (esperanza) en las Escrituras Griegas Cristianas es †œexpectativa de bien†.

Sin Dios no hay ninguna esperanza verdadera. La verdadera esperanza de la que habla la Biblia es superior al simple deseo, el cual quizás carezca de fundamento o perspectiva de cumplimiento. La Biblia muestra que las personas del mundo en general no tienen una esperanza real, bien fundada; la humanidad se encamina hacia la muerte, y si no hay una solución procedente de una fuente superior, el futuro no ofrece ninguna esperanza. Salomón expresó la futilidad de la situación del hombre sin la intervención de Dios: †œÂ¡La mayor de las vanidades! […], todo es vanidad†. (Ec 12:8; 9:2, 3.)
El fiel patriarca Job dijo que incluso hay esperanza de que un árbol retoñe de nuevo, pero cuando el hombre muere, se va para siempre. No obstante, luego explicó que hablaba del hombre por sí­ solo, sin la ayuda de Dios, pues él mismo expresa el deseo y la esperanza de que Dios le recuerde. (Job 14:7-15.) De igual manera, el apóstol Pablo da a saber a los cristianos que, teniendo la esperanza de la resurrección, no deberí­an †œ[apesadumbrarse] como lo hacen también los demás que no tienen esperanza†. (1Te 4:13.) De nuevo, Pablo recuerda a los cristianos gentiles que antes de tener conocimiento de la esperanza que Dios ha dado mediante Cristo, estaban alejados de la nación con la que Dios habí­a tratado en el pasado, y que en aquel entonces, como gentiles, †œno tení­an esperanza, y estaban sin Dios en el mundo†. (Ef 2:12.)
Las expresiones que son comunes entre los que no tienen esperanza en Dios y en su promesa de una resurrección de los muertos son similares a las palabras de los habitantes desobedientes de Jerusalén, dieron rienda suelta a sus deseos sensuales, en lugar de mostrar arrepentimiento, cuando se encararon a la amenaza de la destrucción de su ciudad. Dijeron: †œQue se coma y se beba, porque mañana moriremos†. (Isa 22:13.) El apóstol dice que no debemos contagiarnos de la actitud de aquellos que no tienen esperanza. (1Co 15:32, 33.)

Esperanzas incorrectas. Pablo no negaba que las personas del mundo tuviesen algunas expectativas bien fundadas, e incluso, en algunas ocasiones, hasta encomiables. Más bien, mostró que sin Dios las esperanzas de una persona no conducen a nada. En realidad, a la larga son fútiles.
Aparte de las esperanzas de menor importancia, que son normales y comunes a todos los humanos, están las esperanzas que son malas en sí­ mismas, como las que se abrigan con un fin inicuo. En algunas ocasiones puede dar la impresión de que se realizan, pero esta impresión en realidad es solo temporal, pues un proverbio dice: †œLa expectación de los justos es un regocijo pero la esperanza misma de los inicuos perecerᆝ. (Pr 10:28.) Además, †œcuando muere un hombre inicuo, perece su esperanza; y hasta la expectación basada en poderí­o ha perecido†. (Pr 11:7.) Por consiguiente, las esperanzas egoí­stas y las que están basadas en el fundamento falso del materialismo, mentiras, falta de honradez o en el poder o las promesas de los hombres, están condenadas al fracaso.

La fuente de la esperanza. Jehová Dios es la fuente de la esperanza verdadera y Aquel capaz de cumplir con sus promesas y las esperanzas de los que confí­an en El. Por medio de su bondad inmerecida le ha dado a la humanidad †œconsuelo […] y buena esperanza†. (2Te 2:16.) En cualquier tiempo ha sido la esperanza del hombre justo. Se le llamó †œla esperanza de Israel† y †œla esperanza de [los] antepasados [de Israel]†. (Jer 14:8; 17:13; 50:7.) Son muchas las expresiones de esperanza, confianza y seguridad en El que se hallan en las Escrituras Hebreas. Debido a Su bondad amorosa, Dios le dijo a su pueblo cuando este se dirigí­a al exilio por su desobediencia: †œYo mismo bien conozco los pensamientos que estoy pensando para con ustedes, […] pensamientos de paz, y no de calamidad, para darles un futuro y una esperanza†. (Jer 29:11.) La promesa de Jehová mantuvo viva la fe y la esperanza de los israelitas fieles durante el exilio en Babilonia. Asimismo, aquella esperanza fortaleció en gran manera a hombres como Ezequiel y Daniel, pues Jehová habí­a dicho: †œExiste una esperanza para tu futuro […], y los hijos ciertamente volverán a su propio territorio†. (Jer 31:17.) Aquella esperanza se realizó cuando el resto judí­o fiel regresó en 537 a. E.C. para reedificar Jerusalén y su templo. (Esd 1:1-6.)

Es propio albergar la esperanza de una recompensa. El hecho de que el siervo de Dios espere recibir una recompensa no quiere decir que sea egoí­sta. Para tener un verdadero conocimiento y entendimiento de Dios, la persona debe saber que la bondad amorosa y la generosidad son cualidades sobresalientes en El; debe creer, no solo que Dios existe, sino también †œque llega a ser remunerador de los que le buscan solí­citamente†. (Heb 11:6.) La esperanza hace que el ministro cristiano conserve el equilibrio y se mantenga en el servicio a Dios, sabiendo que El satisfará sus necesidades diarias. El apóstol Pablo se basa en los principios de la Ley para destacar este hecho. Cita de Deuteronomio 25:4: †œNo debes poner bozal al toro cuando trilla el grano†, y luego añade: †œRealmente, por nuestra causa fue escrito, porque el hombre que ara debe arar con esperanza, y el hombre que trilla debe hacerlo con esperanza de ser partí­cipe†. (1Co 9:9, 10.)

Esencial para la fe. La esperanza también es esencial para la fe, es su fundamento y base. (Heb 11:1.) A su vez, la fe hace irradiar más la esperanza y la fortalece. El apóstol Pablo se remite al sobresaliente ejemplo de Abrahán para fortalecer a los cristianos. Cuando, desde un punto de vista humano, Abrahán y su esposa Sara ya no podí­an abrigar la esperanza de tener hijos, se dice: †œAunque más allá de toda esperanza, basado todaví­a en esperanza tuvo fe, para llegar a ser padre de muchas naciones conforme a lo que se habí­a dicho: †˜Así­ será tu descendencia†™†. Aunque Abrahán sabí­a que tanto su cuerpo como el de Sara estaban †œamortiguados† para la reproducción, su fe no se debilitó. ¿Por qué? †œA causa de la promesa de Dios, no titubeó con falta de fe, sino que se hizo poderoso por su fe.† (Ro 4:18-20.)
El apóstol luego aplica el ejemplo de fe y esperanza de Abrahán a los cristianos, y concluye: †œAlborocémonos, basados en la esperanza de la gloria de Dios […] y la esperanza no conduce a desilusión; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el espí­ritu santo, que nos fue dado†. (Ro 5:2, 5.)

La esperanza cristiana. Tanto la esperanza del cristiano como la de la humanidad residen en Jesucristo. Ningún humano pudo acceder a la vida eterna en el cielo o sobre la Tierra hasta que Cristo Jesús †œ[arrojó] luz sobre la vida y la incorrupción mediante las buenas nuevas†. (2Ti 1:10.) A los hermanos de Cristo engendrados por espí­ritu se les dice que tienen la esperanza celestial debido a la gran misericordia de Dios, quien les dio †œun nuevo nacimiento a una esperanza viva mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos†. (1Pe 1:3, 4; Col 1:5, 27; Tit 1:1, 2; 3:6, 7.) Esta feliz esperanza se realizará †œen la revelación de Jesucristo†. (1Pe 1:13, 21; Tit 2:13.) Por lo tanto, el apóstol Pablo llama a Cristo Jesús †œnuestra esperanza†. (1Ti 1:1.)
Esta esperanza de vida eterna e incorrupción para aquellos que son †œparticipantes del llamamiento celestial† (Heb 3:1) está bien fundada y se puede tener plena confianza en ella. Se apoya en dos cosas en las que es imposible que Dios mienta: su promesa y su juramento. Además, se cifra en Cristo, que ahora es inmortal en los cielos. Por consiguiente, se dice que esta esperanza es †œancla del alma, tanto segura como firme, y entra cortina adentro [como entraba el sumo sacerdote en el Santí­simo en el Dí­a de Expiación], donde un precursor ha entrado a favor nuestro, Jesús, que ha llegado a ser sumo sacerdote a la manera de Melquisedec para siempre†. (Heb 6:17-20.)

Se debe cultivar y mantener. En la Biblia se recalca sin cesar la necesidad que tienen los cristianos de aferrarse a la †œsola esperanza†. (Ef 4:4.) Para ello se requiere atención continua, ejercer franqueza de expresión y †˜jactarse†™ en la esperanza misma. (Heb 3:6; 6:11.) La esperanza se cultiva aguantando tribulaciones, y este aguante conduce a una condición aprobada ante Dios, de quien viene la esperanza. (Ro 5:2-5.) Junto con la fe y el amor, es una de las tres cualidades que caracterizan a la congregación cristiana desde la desaparición de los dones milagrosos del espí­ritu que tuvo la congregación del primer siglo. (1Co 13:13.)

Cualidades y beneficios. La esperanza es indispensable para el cristiano. Acompaña al gozo, a la paz y al poder del espí­ritu santo. (Ro 15:13.) Promueve franqueza de expresión al acercarse a Dios para recibir su bondad inmerecida y misericordia. (2Co 3:12.) Permite que el cristiano aguante con regocijo, sin importar cuáles sean las circunstancias. (Ro 12:12; 1Te 1:3.) Igual que un yelmo protegí­a la cabeza de un guerrero, la esperanza de la salvación protege las facultades mentales del cristiano y le permite mantener integridad. (1Te 5:8.) La esperanza fortalece, pues aunque el cristiano ungido que todaví­a está en la Tierra no posee la recompensa de la vida celestial, su deseo y expectación es tan fuerte, que continúa aguardando con paciencia y aguante aquello que espera a pesar de pruebas y dificultades severas. (Ro 8:24, 25.)
La esperanza le ayuda al cristiano a mantener un modo de vivir limpio, pues sabe que Dios y Cristo, en quienes descansa la esperanza, son puros, y que no puede esperar ser como Dios y recibir la recompensa si practica la inmundicia o la injusticia. (1Jn 3:2, 3.) La esperanza guarda estrecha relación con la más grande de las cualidades: el amor, pues aquel que de verdad ama a Dios también tendrá esperanza en todas sus promesas. Por otra parte, esperará lo mejor para sus hermanos en la fe, amándoles y confiando en su sinceridad de corazón en Cristo. (1Co 13:4, 7; 1Te 2:19.)

Superior a la esperanza bajo la Ley. Antes de darse la Ley a Israel, los antepasados fieles de la nación tení­an esperanza en Dios. (Hch 26:6, 7; Gé 22:18; Miq 7:20; 2Ti 1:3.) Esperaban la provisión de Dios para vida. Al principio parecí­a que la Ley iba a ser el cumplimiento de su esperanza, pero, más bien, mostró que todos los hombres eran pecadores ante Dios y como puso de manifiesto sus transgresiones, condenó a muerte a todos los que estaban bajo ella. (Gál 3:19; Ro 7:7-11.) La Ley en sí­ era santa, no tení­a nada malo; sin embargo, por su mismí­sima santidad y justicia puso al descubierto las imperfecciones de aquellos que trataban de guardarla. (Ro 7:12.) Como se habí­a predicho por medio de los profetas, era preciso que Dios trajera una †œesperanza mejor† por medio de Jesucristo, poniendo a un lado la Ley y permitiendo que aquellos que pusieran fe en Cristo se acercasen a El. (Heb 7:18, 19; 11:40; compárese con Jer 31:31-34.)

Esperanza para toda la humanidad. La bondad inmerecida de Dios vuelve a destacarse en el hecho de que la maravillosa esperanza puesta ante los hermanos espirituales de Jesucristo, ser coherederos con él en el llamamiento celestial (Heb 3:1), guarda estrecha relación con otra esperanza para toda la humanidad que desea servir a Dios. El apóstol Pablo se refiere a la esperanza de aquellos que tienen la expectativa de llegar a ser †œhijos de Dios† celestiales y coherederos con Cristo, y después explica: †œPorque la expectación anhelante de la creación aguarda la revelación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sujetada a futilidad, no de su propia voluntad, sino por aquel que la sujetó, sobre la base de la esperanza de que la creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios†. (Ro 8:14, 17, 19-21.)
Según las palabras de Pablo en Romanos 8:20, 21, Jehová Dios no destruyó al primer hombre Adán cuando pecó, sino que permitió que procrease una prole sujeta a futilidad, una futilidad no debida a haber pecado deliberadamente, sino a su imperfección inherente. Sin embargo, no los dejó sin esperanza, ya que con bondad alentó sus expectativas por medio de la †œdescendencia† prometida (Gé 3:15; 22:18), Jesucristo. (Gál 3:16.) La predicación de Juan el Bautista suscitó la expectativa de la nación de Israel debido a que se habí­a profetizado la primera venida del Mesí­as. (Lu 3:15; Da 9:24-27.) Jesús satisfizo aquella esperanza con su ministerio, muerte y resurrección. No obstante, la gran esperanza para la humanidad en general, tanto para los vivos como para los muertos, se cifra en el Reino de Cristo, cuando él y sus coherederos sirvan de reyes y sacerdotes celestiales. Entonces, los humanos que ejerzan fe realmente serán liberados de la corrupción a la imperfección y al pecado, y llegarán a ser †œhijos de Dios† en el pleno sentido del término. Su esperanza se ve fortalecida por el hecho de que Dios resucitó a su Hijo hace más de mil novecientos años. (Hch 17:31; 23:6; 24:15.)
Jehová Dios ha dado en su Palabra, la Biblia, tanto enseñanza como ejemplos para que toda persona pueda tener esperanza. (Ro 15:4; 1Co 10:11; 2Ti 3:16, 17.) Aquellos que tienen esta esperanza han de dársela a conocer a otros, y de esa forma se salvarán a sí­ mismos y a los que los escuchen. (1Pe 3:15; 1Ti 4:16.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

I. La doctrina tradicional
1. Exposición
Acerca de la e. se trató en la teologí­a, concretamente en la dogmática y en la teologí­a moral, dentro del marco de la doctrina sobre las virtudes teologales. Fue sobre todo Tomás de Aquino el que elaboró la teologí­a de la esperanza (De spe, S. th. II-II, q. 17-22). La e. se dirige a un bien futuro, que es difí­cil pero no imposible de alcanzar. Constituye un impulso de la voluntad, que se hace posible por la ->gracia, en virtud del cual el hombre confiando en la omnipotencia de Dios espera de él la vida eterna y los medios para alcanzarla. La e. es la -> virtud del hombre in statu viatoris. Sigue a la ->fe, de la que recibe su meta; está relacionada con el amor de concupiscencia y precede a la caridad perfecta. El hombre sólo puede esperar para sí­ y para aquellos que él ama. Esta e. tiene en la muerte su máxima amenaza y confirmación. Los pecados contra la e. son la ->desesperación o anticipación del fracaso y la presunción o anticipación del éxito. Bajo ambas formas el hombre trata de evadirse de su existencia como peregrino y de no aceptarse a partir de Dios.

2. Objeciones
El mensaje y la redención de Jesucristo, su resurrección y su constitución como Kyrios casi no aparecen en la fundamentación de la e. y en la determinación de su fin. La mayor parte de las escatologí­as dogmáticas guardan silencio sobre la e., cosa que resulta sorprendente. No se tiene suficientemente en cuenta la correspondencia entre las universales promesas bí­blicas y la e. cristiana, y en consecuencia ésta adquiere un matiz privado. En la teologí­a moral las tres virtudes teologales son tratadas como un tema junto a otros de la moral especial. De esa manera no se llega a descubrir la importancia fundamental de la e. cristiana, que lo penetra todo. Desde la reforma, a causa de la polémica contra la fe fiducial de Lutero, ha quedado oculta la conexión í­ntima entre fe y esperanza. Apenas se ha estudiado la relación de las esperanzas intramundanas con la e. cristiana, o bien esa relación ha sido enjuiciada de manera meramente negativa. Por esta razón la predicación sobre la e. fácilmente pasó a ser un mero consuelo con un más allá mejor, una huida del valle de lágrimas y de las tareas terrestres. Con esto se provocó el reproche de Karl Marx, que considera la religión como opio del pueblo.

II. Teologí­a bí­blica
1. La estructura de la e. está determinada en el Antiguo Testamento a base de un amplio campo significativo y terminológico: batah (confiar, sentirse seguro), garah (estar en tensión, perseverar), yahal (aguardar, esperar), hasah (buscar amparo, refugiarse), hakah (esperar con afán), sobar (confiar, creer, esperar), y también ‘aman (estar firme y consolado, creer, confiar, esperar). Israel espera de Yahveh bendición, misericordia, auxilio, un juicio justo, perdón, salvación. La esperanza falsa, vací­a, se basa en í­dolos hechos por manos propias, en hombres, en la riqueza, en el poder, en la práctica religiosa. Más importante que recorrer los numerosos pasajes que justifican esta afirmación es dirigir la mirada a la estructura de la relación con Dios en el Antiguo Testamento. La fe de Israel se funda en experiencias históricas, que este pueblo entendió como proezas de Yahveh. La esperanza de Israel se dirige al futuro histórico en medio de un horizonte que se amplí­a constantemente. La fidelidad de Yahveh es el ví­nculo que une el pasado y el futuro. Israel recuerda en el culto sus proezas, a fin de roborar así­ la petición de auxilio y fortalecerse a sí­ mismo en la confianza. La gratitud por la poderosa acción de Yahveh se convierte en confesión de la e. El mismo Yahveh es la e. de su pueblo (Jer 17, 7; Sal 60, 4; 70, 5). El modo como el Dios protector de los padres se representa a sí­ mismo: “Yo seré entre vosotros, como aquel que seré entre vosotros” (Ex 3, 14), apunta al futuro como lugar de su conocimiento por parte de los hombres. El que quiere creer en este Dios, por su encargo es enviado a la acción creadora en la historia con e. en su asistencia prometida. Esa fe capacita para el riesgo de la historia con este Dios en la fuerza de la e. El portador de la promesa no es primariamente el individuo, sino la -> alianza, el pueblo, y según el mensaje profético el resto, o bien cada individuo fiel a partir del mensaje apocalí­ptico. A la vez se hace universal el horizonte de la promesa; todo cumplimiento de una promesa, e incluso el hecho de no cumplirse, abre una nueva y mayor promesa, hasta quedar afectados el cosmos entero y todos los pueblos. La e. es el puente que une el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues no fija por sí­ misma el modo de la aparición divina, sino que está abierta para las nuevas y sorprendentes manifestaciones de su amor.

2. El contenido de la e. está significado en el Nuevo Testamento con los términos élpidsein (esperar), hipomenein (permanecer, perseverar, practicar la paciencia) y gregorein (estar vigilante, tener abiertos los ojos). En Juan y de algún modo también en los sinópticos, la e. coincide con la fe, así­ como en 1 Pe la fe coincide con la e. y en Ap la e. es lo mismo que la paciencia. La figura de la e. se transforma en los escritos neotestamentarios de acuerdo con los modelos que allí­ se usan para representar la escatologí­a. También en orden a entender la e., esclarece más una mirada a la estructura de la relación a Dios en el Nuevo Testamento que la enumeración de todos los pasajes. El reino de Dios que irrumpe en Jesucristo, en su vida, en su muerte y resurrección es la experiencia fundamental de la fe para el hombre del NT. Pero el hombre no posee el reino de Dios o dispone de él, sino que lo tiene solamente como herencia por Jesucristo, que la da a manera de anticipo a través del –>Espí­ritu Santo. Cristo ha roto el poderí­o de la muerte, del pecado, de los elementos del mundo, de sus potencias, del temor. La nueva -> libertad, hacia la que él libera, es la libertad para la nueva vida en la e. de la gloria. A pesar y a causa del amor de Dios que el creyente ha experimentado ya, a pesar y a causa de la vida y del Espí­ritu de Dios que se le han comunicado, él vive solamente en la e. El contacto salví­fico es tan estrecho para el creyente, que él siente ardientemente la contradicción con el presente que aún perdura y, por eso, él concreta la e. en la expectación de una próxima parusí­a o quiere saltar por encima del presente con un entusiasmo exaltado. Partiendo de esta situación se explican los diferentes modelos con que se representa la escatologí­a, de los cuales ninguno puede recibir un carácter absoluto. A través de la e. debe mantenerse viva la tensión entre el presente experimentado y la salvación creí­da, entre la justificación y la santificación. La interpretación habitual de esta tensión con ayuda de las ideas “ya” y “todaví­a no”, implica el peligro de una división de la salvación en el sentido de un partim-partim. La ->justificación del pecador es un don definitivo de Dios, don que despierta las fuerzas del hombre y lo enví­a hacia el camino de la consumación. En este sentido la justificación misma es promesa de la consumación. En la comunidad con Cristo el creyente participa de la antigua experiencia de que todo cumplimiento es una promesa nueva y mayor: “Cristo en vosotros -la esperanza de la gloria” (Col 1, 27). Por esto la e. se identifica con la relación a Dios descrita en el NT; los paganos se caracterizan por el hecho de que no tienen e. (cf. 1 Tes 4, 13; Ef 2, 12). La fe es la seguridad y la convicción de un futuro esperado, pero todaví­a no visto (cf. Rom 8, 24s; Heb 11, 1), que se representa mediante imágenes de una salvación social: -> paz, –> justicia, perdón (->redención), superación del dolor y de la muerte, –> resurrección de la carne, banquete nupcial, Jerusalén celeste, nuevo cielo, nueva tierra. A causa de esta universalidad de la promesa se exige al creyente que dé razón del fundamento de su esperanza ante todo el mundo (cf. 1 Pe 3, 15). Portadora de esta promesa y de esta “razón” es la comunidad, la nueva alianza, la Iglesia en su estructura intersubjetiva. Al final la e. no desemboca simplemente en la posesión, pues, ella pertenece a la forma de relación con Dios en la existencia escatológica (cf. 1 Cor 13, 13), como apertura al Dios cada vez mayor y al libre don de su cercaní­a.

III. Progreso y esperanza en la conciencia actual
Si por desconfianza hacia el futuro intramundano los cristianos buscan a Dios en su e., ellos no pueden sorprenderse de que otros organicen el futuro intramundano sin Dios. Actualmente encontramos un amplio –>ateí­smo por causa del hombre y de su futuro. Esto ha conducido al “gran cisma” del mundo moderno, al cisma “entre religión y revolución, entre Iglesia e ilustración, entre fe en Dios y aspiración a un futuro, entre certeza de la salvación y responsabilidad por el mundo” (J. Moltmann). Ya Karl Marx se creyó obligado a criticar la religión para liberar al hombre de su alienación, de la esclavitud y de la opresión. En la actualidad su móvil sigue obrando en el –>humanismo marxista. Ernst Bloch considera el “principio esperanza” como el propulsor de toda iniciativa humana. Su interés se centra en la creación de lo nuevo, de lo que nunca ha existido, de lo que antes era objeto solamente de los sueños humanos (contenidos también en las religiones). A su juicio, no el pasado sino el futuro decide primariamente el presente, en el que se abren los gérmenes y las tendencias hacia el porvenir. El hombre ha de entregarse al movimiento del presente y desarrollarlo. Sin embargo, podemos preguntar a Bloch si su teorí­a es capaz de hacer comprender lo realmente nuevo del futuro, si en su visión el futuro no es un mero desarrollo de lo que ya está puesto germinalmente, de si él no explica la e. solamente con relación a la humanidad, pero no con relación al individuo. ¿No es Dios, que frente al mundo está siempre en potencia, el único garante del futuro real, de lo nuevo para el hombre y la humanidad?
El “humanismo evolucionista” (J. Huxley), que en gran parte se entiende en forma atea, pretende ser un nuevo sistema de ideas, un orden de valores abierto al desarrollo ulterior y necesitado de él, el cual se ofrece a la humanidad para su gran tarea de una — evolución llevada a cabo bajo su propia dirección. El humanismo evolucionista se dirige contra toda fijación dogmática, pues ésta impedirí­a la evolución. Entiende su acción como una ayuda para un desarrollo mejor del ser humano de hoy y de mañana, para la consecución de un margen más amplio de libertad. Ahí­ van incluidas ciertas iniciativas concretas, como, p. ej., la ayuda a paí­ses subdesarrollados y el control de la natalidad. En parte va unida a ese humanismo una nueva forma de fe en la ciencia, por la que se confí­a en la posibilidad de resolver todos los problemas a base de la técnica. En lo referente a los riesgos en la marcha positiva de la evolución ulterior, el humanismo evolutivo debe caracterizarse como un sistema de e. referido a la accion.

La filosofí­a no marxista ora valora positivamente la e., así­, p. ej., G. Marcel, en su interpretación del hombre como homo viator, y O.F. Bolnow, en su intento de superar el existencialismo, ora negativamente, p. ej., K. Lí“with (progreso como perdición, e. como ilusión), ora la considera en su abierta dialéctica, p. ej., Th.W. Adorno.

La situación actual impone al hombre la pregunta por la e. y el -> progreso, así­ como por los impulsos para la acción de cara a un futuro que todaví­a resulta imprevisible. En todo esto se insinúa una nueva relación entre teorí­a y práctica. Pues el futuro no es objeto de contemplación, sino que ha de realizarse mediante la acción. La mera insistencia por parte de la teologí­a en el origen bí­blico de la e. y de la proyección hacia el futuro no es suficiente para responder a las cuestiones que en la conciencia actual se plantean a la fe y a la esperanza cristianas. En el imponente y fascinante intento de respuesta que hallamos en Teilhard de Chardin echamos de menos la diferenciación entre evolución e historia, pues parece que él no toma suficientemente en serio la libertad, con inclusión de la libertad para el mal y la destrucción de sí­ mismo.

IV. Teologí­a sistemática
1. Visión de conjunto
El fundamento y el centro de la fe cristiana es el mensaje de la promesa de Jesús y su resurrección por Dios. Pero ambas, mensaje y resurrección, no son reales y completas sin el retorno de Jesús, sin la resurrección de toda carne (cf. 1 Cor 15), sin el nuevo cielo y la nueva tierra (cf. Ap 21, 22). Por eso, creer en la -> resurrección de Jesús es lo mismo que esperar la consumación universal prometida y significada por esta resurrección. Toda teologí­a es “conocimiento de la resurrección y de la parusí­a de Cristo en medio de la tendencia hacia ellas” (J. Moltmann). W. Pannenberg considera que la resurrección de Jesús es el fin, la consumación realizada anticipadamente, de manera que ésta puede descubrirse en aquélla. En la esperanza el creyente traspasa los lí­mites que han sido atravesados en la cruz y resurrección de Jesús. Fe y esperanza son dos momentos indisolubles de un solo acto, cuyo centro integrador es el amor (incipiente). La yuxtaposición de las tres virtudes teologales ha hecho que no se resaltara suficientemente esta unidad interna. No hay un caudal de fe que se halle ya completo en el pasado y del que podamos cerciorarnos mediante una simple mirada hacia atrás. Por esta razón no se puede iniciar la dogmática con un tratado cerrado en sí­ sobre Dios, pues sólo en la creación, redención y consumación aparece quien es propiamente este Dios. Dios es siempre el “Dios ante nosotros” (J.B. Metz). El es el “futuro absoluto” para el hombre (K. Rahner). Y, por eso, tampoco puede darse una doctrina cerrada en sí­ sobre la creación, pues sólo en el nuevo cielo y en la nueva tierra aparece con claridad el auténtico propósito divino en la primera creación (-> principio y fin, -> protologí­a). Ahí­ está la razón de que muchas cuestiones sobre la relación entre – “naturaleza y gracia” quedaran estancadas, pues la creación era concebida como una realidad tan completa en sí­, que la gracia sólo podí­a añadí­rsele accesoriamente desde fuera. La encarnación no queda suficientemente entendida con la fórmula estática de Calcedonia. Para que la -> encarnación misma sea entendida rectamente, en su concepción hay que incluir el futuro de este Jesús de Nazaret, la cruz y la resurrección, su retorno y reinado, la “permanente significación de su humanidad para la salvación de los hombres” (K. Rahner). La inclusión de la dimensión escatológica preserva a la Iglesia de una falsa identificación con Cristo o con el reino de Dios y, en consecuencia, de todo triunfalismo. Y a la vez pone de manifiesto el carácter transitorio (o pre-cursor) de la Iglesia en su significación y en sus lí­mites, y preserva de entender falsamente los sacramentos como signos mágicos. La doctrina sobre las obras meritorias podrí­a formularse más bí­blicamente y con perspectiva más ecuménica, si se hablara de la confianza y esperanza en la promesa de Dios y en su fidelidad. La aplicación del principio estructural de la teologí­a que aquí­ se insinúa implicarí­a la disolución de la -> escatologí­a como un tratado teológico independiente y, a la vez, devolverí­a su perspectiva escatológica a los demás tratados, con lo cual la escatologí­a aparecerí­a como la que realmente es. La e. es el abogado del futuro prometido, todaví­a abierto e imprevisible, en medio de la verdad de la fe y de la realidad de la salvación en la historia. En estas dos dimensiones, verdad e historia, debe desarrollarse más concretamente la teologí­a de la e. con sus consecuencias.

2. Esperanza y verdad
La verdad de la fe sólo puede aprehenderse de cara a la e., no como si ésta hubiera de recibir su objetivo de la fe, sino en el sentido de que la e. es la fuerza interior de la misma. Esa fuerza capacita al hombre para entregarse a Dios, con confianza cada vez mayor mirando al futuro prometido. Ninguna formulación del lenguaje humano puede agotar la revelación como promesa o interpretarla definitivamente, ni siquiera la Escritura misma, y mucho menos la suma de los dogmas. Todo sistema cerrado fracasa ante la plenitud y el futuro del evangelio. Para experimentar la plenitud se requiere toda la historia con inclusión de la permanente consumación. Los dogmas son í­ndices que apuntan hacia la verdad, no la verdad misma, que es Cristo. Partiendo de aquí­ resulta igualmente evidente el sentido análogo de los enunciados de la fe. La e. mantiene la maior dissimilitudo en toda posible semejanza de las afirmaciones (cf. ->analogia entis). El lenguaje figurado de la verdad escatológica es una forma adecuada de expresión, la cual no es plenamente accesible a la -> desmitización y a la -> interpretación existencial. Ese lenguaje vela cuidadosamente por la apertura al futuro y a la plenitud de la salvación y con ello muestra siempre un nuevo futuro a todo conocimiento y a toda acción. Por la e. la fe, lejos de interpretar falsamente como ausencia el carácter inaccesible de Dios, lo acepta con confianza en su fidelidad, como soporte y promesa de la plenitud inagotable. En la e. el creyente encuentra fuerza para resistir incluso en la más extrema obscuridad, sin desesperar ni resignarse. La e. recuerda la promesa todaví­a no consumada que se ha dado en Cristo. Ella no es contraria a la –>tradición, sino que la exige como “transmisión escatológicamente orientada” (G. Sauter) de las acciones salví­ficas de Dios. Simultáneamente preserva a la tradición de petrificarse en una -a ideologí­a, pues guarda del peligro, que amenaza en los cí­rculos portadores de la tradición cristiana, de considerar la fe y la vida cristiana como cosas obvias. La e. capacita para el diálogo con los incrédulos, pues sabe que ella misma todaví­a está en camino hacia la plenitud y, por tanto, puede incluir en su propia búsqueda de la verdad las experiencias y los conocimientos de los incrédulos. En la consumación la e. no queda suprimida, sino que por primera vez allí­ descubre de lleno su estructura fundamental como entrega con admiración y confianza al Dios siempre mayor y a la libertad de su amor.

3. Esperanza e historia
No hay verdad para el hombre más que a través de su historia. En este contexto es decisiva la distinción entre historia y evolución, entre futuro y fin. No todo lo que acontece merece el nombre de historia, no todo lo que ha de venir merece el nombre de futuro. Evolución es un proceso determinado; la meta que aún ha de llegar precede como causa final a todo el proceso. La evolución saca solamente a la luz lo que ya está ahí­ en forma oculta. Sólo puede hablarse de historia cuando entra en juego lo especí­ficamente humano: la -> libertad, la responsabilidad, la -> decisión, la posible claudicación en su dimensión individual e intersubjetiva. La libertad hace posible lo nuevo, lo que todaví­a no ha sido. La historia se produce entre la libertad fundamental de Dios y la libertad del hombre. La e. cristiana se dirige hací­a el futuro que así­ se hace posible, y no hacia el fin fijo de una evolución. La e. se refiere a la historia venidera.

Dios da la salvación de tal modo que el hombre debe contribuir a realizarla. Por esta razón el hombre se dirige hacia el futuro que espera de Dios en cuanto se encamina hacia su futuro intramundano. Las esperanzas intramundanas son lugar de ejercitación y transmisión de la e. cristiana, y no significan para ella una mera concurrencia. La e. no ahorra el esfuerzo, sino que lo exige como su propia respuesta y comunicación. El hombre espera la justicia y paz de Dios en cuanto procura ahora su realización anticipada. “La ortodoxia de su fe debe acreditarse constantemente en la ortopraxis de su acción orientada escatológicamente” (J.B. Metz). “La esperanza vive en la realización del próximo paso” (K. Barth). De este modo, por la e. aumenta la importancia del presente, pues en él se decide a la vez el futuro definitivo. La esperanza no es “opio del pueblo”, sino un estí­mulo para la transformación del mundo bajo el horizonte de las promesas de Dios, una fuerza revolucionaria para cambiar la situación en favor de los hombres amados por Dios, precisamente en favor de los pobres y más pequeños. La e. cristiana es la fuerza propulsora de todas las esperanzas intramundanas, las penetra con todos sus esfuerzos y les da nueva vida con la confianza en la misericordia y omnipotencia de Dios cuando ellas han llegado al lí­mite de su propia fuerza. El que en este servicio de amor pierde su propia vida, la gana ante Dios. La propia –muerte, la cual ha de padecerse con amargura lo mismo que antes, gracias a Cristo ha quedado abierta desde dentro hacia la plenitud de Dios. La e. confirma al hombre en el derecho de buscar la salvación en lo nuevo, pero a la vez lo libera de la carga de crear por sí­ mismo esa realidad nueva, tomándolo, sin embargo, a servicio del futuro prometido. J.B. Metz exige una “escatologí­a creadora” que sea consciente de su responsabilidad polí­tica y social, la cual se deriva de la universalidad de las promesas. Pero aquí­ la e. reconoce la pobreza de su saber acerca de la figura concreta del futuro. Frecuentemente, ella sólo puede encaminarse hacia el objeto de su pensamiento y búsqueda mediante una negación crí­tica de lo existente, sin capacidad de expresarlo positivamente. Esto la preserva del peligro de convertirse en una ideologí­a totalitaria. La Jerusalén celestial desciende del cielo -es un don de Dios; las naciones llevan a ella su riqueza -, y allí­ se cosecha el fruto del amor que actúa en la e. (cf. Ap 21, 10.24). La e. permanece en la consumación en cuanto disposición de aceptar este fruto del propio amor, y con ello a Dios mismo, como don eterno de su amor.

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Ferdinand Kerstiens

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Elpis (hebreo bāṭaḥ) en los tiempos grecorromanos tenía un sentido neutro como la expectación de bien o mal. Algunos, como Tucídides, la tratan cínicamente, otros, como Menandro, la ensalzan; los poetas sánscritos la clasifican entre los males. Pablo caracteriza el mundo gentil como elpida mē echontes (no tienen esperanza). Para los escritores del AT (¿salvo Eclesiastés?) Dios es la «Esperanza de Israel» (Jer. 14:8). Ellos confían en él (Jer. 17:7), esperan pasivamente en él (Sal. 42:5), anhelan activamente sus bendiciones (Sal. 62:5). Algunos israelitas acariciaban esperanzas materialistas por un reino mesiánico; pero el Artículo VII de la iglesia Anglicana niega que los padres antiguos esperaran solamente promesas transitorias, puesto que algunos, como Daniel, esperaban la resurrección (Dn. 12:2).

Cristo mismo es descrito como la esperanza cristiana (1 Ti. 1:1), y por su resurrección se otorga a los regenerados la virtud específicamente cristiana de la esperanza, los cuales abundan en esperanza por el Espíritu (Ro. 15:13). (1) Esta esperanza se relaciona con la salvación y es una gracia esencial como la fe y el amor (1 Co. 13:13); pero donde la fe se refiere al pasado y al presente, la esperanza incluye el futuro (Ro. 8:24–25). (2) Su objetivo es la bienaventuranza final del reino de Dios (Hch. 2:26; Tit. 1:2). (3) Produce el fruto moral de (a) una grata confianza en Dios (Ro. 8:28); (b) paciencia en la tribulación que no avergüenza (Ro. 5:3); y (c) perseverancia en la oración. (4) Aguarda una justicia verdadera (Gá. 5:5) por lo que es buena (2 Ts. 2:16), bienaventurada (Tit. 2:13) y gloriosa (Col. 1:27). (5) Estabiliza el alma como un anda uniéndola con la firmeza de Dios (He. 3:6; 6:18–19). (6) Fue generada en los padres del AT por la promesa de Dios dada primero a Abraham (Ro. 4:18), abrazada luego por Israel (Hch. 26:6–7) y proclamada por Pablo como la esperanza del evangelio.

Aquel en quien se pone la esperanza a veces es llamado elpis, por ejemplo, Jesús en 1 Ti. 1:1; los tesalonicenses en 1 Ts. 2:19; o Dios en Jer. 17:7. En forma similar, la cosa esperada es elpis (1 Jn. 3:3; Col. 1:5), esto es, esperanza guardada en los cielos, expectación enfocada en la parousia y proclamada en la exclamación Maranatha.

Elpis es una esperanza colectiva en el cuerpo de Cristo. Se exhorta a los tesalonicenses a esperar la reunión con sus hermanos fallecidos (1 Ts. 4:13–18) y los ministros tienen esperanza de que sus convertidos (2 Co. 1:7) puedan ser presentados perfectos por ellos a Cristo (Col. 1:28). Cristo como Príncipe de los pastores expresa esta esperanza que los suyos reunidos contemplen su gloria (Jn. 17:24), y esta consumación está garantizada por la arras del Espíritu en el corazón de los creyentes y en la Iglesia (Ro. 8:16–17).

BIBLIOGRAFÍA

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Denis H. Tongue

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

ICC International Critical Commentary

TWNT Theologisches Woerterbuch zum Neuen Testament (Kittel)

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (226). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Parecería que la esperanza es una necesidad psicológica si el hombre ha de tener alguna idea en cuanto al futuro. Aun cuando no haya ninguna base racional para ella, el hombre sigue teniendo esperanza. Es muy natural que esta esperanza, aun cuando aparentemente esté justificada, sea transitoria e ilusoria; y es notable la frecuencia con que los poetas y otros escritores la califican con epítetos como “leve”, “temblorosa”, “débil”, “desesperada”, “fantasmal”. A veces la Biblia utiliza la esperanza en el sentido convencional. El que ara, p. ej., debe hacerlo con esperanza (1 Co. 9.10), porque la esperanza de la recompensa es lo que endulza las labores. Pero en la mayor parte de los casos la esperanza de que se ocupa la Biblia es algo muy diferente, y en comparación con ella apenas podemos reconocer a la primera como esperanza. La mayor parte de los pensadores seculares en el mundo antiguo no consideraba la esperanza como una virtud, sino simplemente como una ilusión temporaria; y Pablo nos dio una descripción precisa de los paganos cuando dijo que no tenían esperanza (Ef. 2.12; cf. 1 Ts. 4.13), la razón fundamental de lo cual era que estaban “sin Dios”.

La esperanza en el sentido bíblico específico es posible cuando se cree en el Dios viviente, que actúa e interviene en la vida humana, y en quien podemos confiar en que llevará a cabo lo que ha prometido. Esta esperanza no es producto del temperamento, ni está condicionada por las circunstancias u otras posibilidades humanas. No depende de lo que posee el hombre, ni de lo que sea capaz de hacer por sí mismo, o de lo que otro pueda hacer por él. Por ejemplo, nada había en la situación en que se encontraba Abraham que justificara su esperanza de que Sara daría a luz un hijo, pero porque creyó a Dios, pudo creer “en esperanza contra esperanza” (Ro. 4.18). En consecuencia, la esperanza bíblica es inseparable de la fe en Dios. A causa de lo que ha hecho Dios en el pasado, y particularmente como preparación para la venida de Cristo, y debido a lo que ha hecho y está haciendo a través de Cristo, el cristiano se atreve a esperar bendiciones futuras que por el momento permanecen invisibles (2 Co. 1.10). Nunca se agota para él la bondad de Dios. Lo mejor es lo que todavía está por venir. Su esperanza aumenta cuando reflexiona sobre las actividades de Dios en las Escrituras (Ro. 12.12; 15.4). Cristo es la esperanza de gloria futura (Col. 1.27). Su salvación final descansa sobre esa esperanza (Ro. 8.24); y esa esperanza de salvación es un “yelmo”, parte esencial de su armadura defensiva en la lucha contra el mal (1 Ts. 5.8). Por cierto que la esperanza no es un barrilete a merced de los vientos cambiantes, sino “una segura y firme ancla del alma”, que penetra profundamente dentro del mundo eterno e invisible (He. 6.19). Debido a esta fe el cristiano tiene la seguridad de que las cosas que espera son reales (He. 11.1); y su fe nunca lo decepciona (Ro. 5.5).

No hay referencias explícitas a la esperanza en las enseñanzas de Jesús. Pero él les enseña a sus discípulos que no deben sentir ansiedad con respecto al futuro, porque ese futuro está en las manos de un Padre amante. También los alienta a esperar que después de su resurrección les enviará un poder espiritual renovado que les va a permitir hacer obras aun más grandes que las que él mismo hizo, vencer el pecado y la muerte, y esperar la participación en su propia gloria eterna. La resurrección de Jesús dio nuevas fuerzas a su esperanza. Fue el más portentoso de los actos de Dios en la historia. Ante él “el pánico y la desesperación huyen”. La fe cristiana es esencialmente fe en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (1 P. 1.21). Este Dios, a quien dirige el cristiano su fe, es “el Dios de esperanza” que puede llenar al creyente de gozo y paz, y capacitarlo para abundar en esperanza (Ro. 15.13). Por la resurrección el cristiano se libra de la triste condición de tener que esperar en Cristo limitado a este mundo solamente (1 Co. 15.19). Cristo Jesús es su esperanza para el tiempo y la eternidad (1 Ti. 1.1). El llamado a ser discípulo de Cristo lleva aparejada la esperanza de compartir finalmente su gloria (Ef. 1.18). Su esperanza está guardada en los cielos (Col. 1.5), y se cumplirá cuando el Señor sea revelado (1 P. 1.13).

La existencia de esta esperanza hace imposible que el cristiano se sienta satisfecho con los goces transitorios (He. 13.14); y es también un acicate para vivir una vida pura (1 Jn. 3.2–3), y le permite sufrir alegremente. Es digno de notar cuántas veces el NT relaciona la esperanza con la “paciencia” o la “fidelidad”. Esta virtud es completamente diferente de la resistencia de los estoicos, precisamente porque se basa en una esperanza que ellos desconocían (véase 1 Ts. 1.3; Ro. 5.3–5).

A la luz de lo dicho no nos resulta sorprendente que tan a menudo se mencione la esperanza como compañera de la fe. Los héroes de la fe en He. 11 son también faros de esperanza. Lo más extraordinario quizás sea la frecuente relación entre la esperanza y el amor, además de la fe. Esta triple combinación de fe, esperanza, y amor se encuentra en 1 Ts. 1.3; 5.8; Gá. 5.5–6; 1 Co. 13.13; He. 6.10–12; 1 P. 1.21–22. Por su relación con el amor, la esperanza cristiana está libre de todo egoísmo. El cristiano no espera bendiciones para sí sin desear al mismo tiempo que otros las disfruten también. Cuando ama a su prójimo desea que reciba todas las buenas cosas que sabe que Dios desea darle. Pablo dio pruebas de su esperanza, al igual que de su amor y de su fe, cuando devolvió al esclavo Onésimo, que había huido, a su amo Filemón. La fe, la esperanza, y el amor son, por lo tanto, inseparables. La esperanza no puede existir sin la fe, y no es posible tener amor sin esperanza. Estas tres son las cosas que permanecen (1 Co. 13.13), y juntas dan forma al modo de vida cristiano.

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R.V.G.T.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

La esperanza, en su significado más amplio, puede ser descrita como el deseo de algo aunado a la expectativa de obtenerlo. La Escolástica dice que es un movimiento del apetito hacia un bien futuro que, aunque difícilmente, puede ser alcanzado. En el presente artículo consideraremos este estado del alma solamente en cuanto constituye un factor del orden sobrenatural. Y desde esta perspectiva la esperanza puede definirse como una virtud divina gracias a la cual esperamos, con ayuda de Dios, llegar a la felicidad eterna y tener a nuestro alcance los medios para ello. Se afirma que es divina no sólo porque su objeto inmediato es Dios, sino también por su origen peculiar. La esperanza, tal como la estudiamos aquí, es una virtud infusa, o sea, es distinta a los hábitos buenos, que son el producto de la repetición de actos nacidos de nuestras propias fuerzas. Al igual que la fe y la caridad sobrenaturales, la esperanza es plantada directamente en el alma por Dios todopoderoso. Tanto en su naturaleza como en el alcance de su operación sobrepasa los límites del orden creado y únicamente puede ser obtenida por la generosidad del Creador. La capacidad conferida por ella no solamente refuerza un poder ya existente, sino que eleva y transforma el desempeño de esa facultad para desempeñar funciones que quedan esencialmente fuera del ámbito de la esfera natural de su actividad. Pero todo esto se entiende exclusivamente sobre la base, que damos por sentada, de que existe un orden sobrenatural y que es en ese orden donde radica el destino final del hombre de acuerdo a la actual providencia de Dios.

Se dice que la esperanza es una virtud teologal porque su objeto inmediato es Dios. Y lo mismo se dice de las otras dos virtudes infusas: la caridad y la fe. Santo Tomás, de forma precisa, afirma que las virtudes teologales son tales “porque tienen a Dios como su objeto, tanto en cuanto ellas nos dirigen apropiadamente a Él, como porque son infundidas en nuestras almas exclusivamente por Dios y porque, también, llegamos a conocerlas solamente a través de la revelación en las Sagradas Escrituras”. Los teólogos amplían esa idea diciendo que Dios todopoderoso constituye simultáneamente el objeto formal y material de la esperanza. Es el objeto material porque Él es aquello que principalmente, aunque no exclusivamente, buscamos al ejercer esa virtud. Cualquier otra cosa que deseemos sólo es deseada porque está relacionada con Él. De ahí que, según la doctrina más generalizada, no solamente los auxilios sobrenaturales, especialmente aquellos que son necesarios para nuestra salvación, sino igualmente las cosas del orden temporal, en la medida en que puedan servirnos de medios para lograr el fin supremo de la vida humana, pueden ser vistos como objetos materiales de la fe sobrenatural. Vale la pena poner énfasis en que, en sentido estricto, no podemos apropiadamente esperar la vida eterna si no es para nosotros mismos. Esto se debe a que la naturaleza de la esperanza es desear y esperar aquello que es percibido precisamente como el bien o felicidad de quien espera (bonum proprium). Sin embargo, unidos a los demás por el amor, podemos desear y esperar la felicidad de los demás del mismo modo como esperamos la nuestra.

Entendemos por objeto formal de la esperanza el motivo o motivos que nos llevan a mantener una expectativa confiada de que nuestros esfuerzos en pos de nuestra salvación eterna tendrán un final dichoso, a pesar de las dificultades que nos estorban el camino. No hay consenso entre los teólogos en lo tocante a determinar qué debe ser entendido como la razón suficiente de la esperanza sobrenatural. Mazzella (De Virtutibus Infusis, disp. V, art. 2), cuyo juicio tiene el mérito de la simplicidad junto con el de constituir un análisis muy adecuado, encuentra el fundamento de nuestra esperanza en dos cosas. Según él, se funda en nuestra comprensión de Dios como supremo bien sobrenatural, cuya comunicación a través de la visión beatífica nos hará dichosos por toda la eternidad. Y también en algunos atributos divinos tales como la omnipotencia, la misericordia y la fidelidad, los cuales, reunidos, nos muestran a Dios como nuestro auxilio infalible. Esas consideraciones, piensa él, motivan nuestra voluntad o nos dan la respuesta a la pregunta de porqué esperamos. Obviamente se da por sentado que la añoranza de Dios, no simplemente a causa de sus infinitas perfecciones, sino explícitamente porque Él es nuestra recompensa, es un motor del alma. De otro modo la actitud espiritual de esperanza en la que está incluida esa añoranza, no sería una virtud. Lutero y Calvino insisten en que el único producto del amor perfecto de Dios, o sea, de amar a Dios por lo que Él es en si mismo, es que debe ser reconocido como moralmente bueno. Consecuentemente, rechazaban como pecaminosa cualquier acción que se realizara como resultado de pensar en la recompensa eterna o, en otras palabras, por el tipo de amor de Dios que los escolásticos denominan “amor concupiscentiae”. El Concilio de Trento (Ses. VI, can 31) declaró que esos errores constituyen una herejía: “Si alguien afirma que una persona justificada comete pecado por actuar correctamente movido por la esperanza de la recompensa eterna, sea anatema”. A pesar de esa declaración inequívoca del concilio, Baio, el afamado teólogo de Lovaina, reiteró substancialmente la falsa doctrina de los reformadores en ese sentido. Su enseñanza sobre el tema fue formulada en los treinta y seis artículos de la proposición extraída de sus obras, y condenada por san Pío V. Según él, únicamente es verdadero acto virtuoso aquel que nace de la caridad, y como todo amor se refiere ya a Dios, ya a sus creaturas, todo amor que no sea amor de Dios por si mismo, o sea, por sus infinitas perfecciones, no pasa de ser un simple deseo depravado y pecado. Es claro que en tal teoría no habría cabida para la virtud de la esperanza según la entendemos nosotros. También es fácil percibir cómo cabe esa teoría en la posición protestante inicial de identificar la fe con la confianza, haciendo de la esperanza un acto del intelecto más que de la voluntad. Si no podemos esperar, en el sentido católico, la bienaventuranza, el único substituto a la mano sería la fe en la misericordia y promesas divinas.

La virtud de la esperanza es necesaria para la salvación. Ello constituye una verdad en la que se insiste mucho en la Iglesia Católica, y a la que corresponde una enseñanza explícita. Es necesaria, primero, como medio indispensable (necesitate medii) de alcanzar la salvación y nadie puede entrar a la bienaventuranza eterna sin ella. De ello se sigue que incluso los infantes, si bien no pueden haber realizado actos de esperanza, deben ya tener el hábito de la esperanza en forma infusa por el bautismo. Se dice que la fe es “la garantía de las cosas que esperamos” (Heb 11,1) y sin ella “es imposible agradar a Dios” (Ibíd. 11,6). Obviamente, por lo tanto, la esperanza es requerida para la salvación con la misma necesidad absoluta que la fe. Además, la esperanza es necesaria porque está prescrita por la ley natural, la cual, aceptada la hipótesis de que estamos destinados a un fin sobrenatural, nos obliga a usar los medios necesarios para lograrlo. Más aún, también la prescribe la ley divina. Ejemplo de ello es la I carta de san Pedro (1, 13): “Poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la revelación de Jesucristo”.

Hay una norma positiva y una negativa de la esperanza. La negativa está vigente siempre y en toda circunstancia. No hay ninguna contingencia que justifique legalmente la desesperanza. La norma positiva que exige el ejercicio de la virtud de la esperanza demanda su cumplimiento ocasionalmente, cuando uno debe realizar ciertas obligaciones cristianas que incluyen la puesta en práctica de actos correspondientes a una confianza sobrenatural. Tales actos son, por ejemplo, la oración, la penitencia y otros semejantes. Tal obligación, en el lenguaje escolástico, se llama per accidens. Por otro lado, hay ocasiones en que no es necesaria tal motivación para hacer obligatoria la esperanza, a causa de su importancia intrínseca, per se. Es imposible determinar con exactitud cuántas veces sucede eso en la vida de un cristiano, pero el que eso acontece, y sucede libremente, queda claro por la condena que hace Alejandro VII de cierta propuesta: “El hombre nunca está obligado durante su vida a hacer actos de fe, esperanza y caridad como consecuencia de preceptos divinos relativos a esas virtudes”. El acto explícito de esperanza no es obligado por nadie. El cristiano promedio, cuidadoso de vivir de acuerdo a sus creencias, implícitamente satisface el deber impuesto por el precepto de la esperanza.

La doctrina expuesta hasta aquí respecto a la necesidad de la esperanza cristiana fue impugnada en el siglo XVI por una curiosa mezcla de misticismo fanático y falsa espiritualidad llamada quietismo. Este singular conjunto de errores fue dado al mundo por un sacerdote español llamado Miguel Molinos. El enseñaba que para alcanzar el estado de perfección era necesario renunciar a todo amor de si mismo de tal manera que uno llegara a ser indiferente al propio progreso, a la salvación y/o a la condenación propia. La condición del alma a la que había que tender era una de absoluta quietud, lograda a base de renunciar a cualquier clase de deseo o cualquier cosa que pudiera entenderse como tal. Citaré la séptima de las propuestas condenadas del libro de Molino, “Guía Espiritual”: “El alma no debe ocuparse de si misma con pensamientos de recompensa o castigo, cielo o infierno, muerte o eternidad”. Ello significa que uno no debe esperar nada respecto a la propia salvación; cualquier manifestación de voluntad propia es una imperfección. Consecuentemente, cualquier petición que se haga a Dios Todopoderoso será considerada algo incorrecto. No se debe oponer resistencia alguna a las tentaciones, si no es en forma negativa, y en todo momento se debe alentar una actitud pasiva. En el año 1687, Inocencio XII condenó las sesenta y ocho propuestas que incorporaban esta doctrina extraordinaria como algo herético, blasfemo y escandaloso. Al mismo tiempo, ordenó que el autor de la misma fuera recluido de por vida en un monasterio en el que, habiendo abjurado de sus errores, murió en 1696. En ese misma época Madame Guyon defendió una especie de pseudomisticismo, casi idéntico al de Molinos, pero que excluía las conclusiones objetables. Incluso encontró un aliado en Fenelón, quien se había engarzado en una disputa con Bossuet en referencia al mismo tema. Posteriormente, Inocencio XII proscribió 33 proposiciones extraídas de las “Explicaciones de las máximas de los santos acerca de la vida interior” de Fenelón. El núcleo de esa enseñanza, en lo a que nosotros concierne, era que existe ya en esta vida un estado de perfección con la que es imposible reconciliar cualquier amor de Dios que no sea absolutamente desinteresado, o sea, que no contemple la posesión de Dios como nuestra recompensa. De ahí se concluye que el acto de esperanza es incompatible con tal estado de perfección, puesto que postula el deseo de Dios y no sólo porque Dios es bueno en si mismo, sino porque también, y formalmente, Él es nuestro bien final y adecuado. La esperanza es menos perfecta que la caridad, pero el reconocimiento de esa verdad no implica deformidad moral de ninguna clase. Tampoco es verdad que podamos o debamos pasar nuestras vidas en una acto casi ininterrumpido de amor a Dios. De hecho no se ha dado nunca tal caso, y si se diera, definitivamente no sería congruente con la esperanza cristiana.

A la cuestión relativa a la necesidad de la esperanza sigue, como consecuencia natural, la relativa a su certeza. Si la esperanza es requerida absolutamente como medio de salvación, se presume que su uso debe estar acompañado de la certeza. Queda claro que, dado que la certeza es en sentido estricto un predicado del intelecto, solamente se puede decir derivativamente- o como dice santo Tomás: participativamente-, que la esperanza es algo cierto; la esperanza es un asunto de la voluntad. En otras palabras, la esperanza, cuya función es elevar y fortalecer nuestra voluntad, participa de la certeza de la fe y de la caridad, las cuales residen en nuestro intelecto. Para nuestros propósitos, es muy importante recordar qué es lo que, aprehendido por nuestro intelecto, sirve como fundamento para la esperanza cristiana. Ya se ha dicho que ello es el concepto de Dios, reconocido como nuestro auxilio al reflexionar sobre su bondad, misericordia, omnipotencia y fidelidad a sus promesas. En forma subordinada, nuestra esperanza se construye sobre nuestros propios méritos, puesto que la recompensa eterna no será concedida sino a aquellos que emplearon su libre albedrío para cooperar con el auxilio prestado por la bondad de Dios. Y aquí se puede discernir una triple certeza.

Se dice que algo es cierto condicionalmente cuando acontece infaliblemente siempre que acontece otra cosa. La fe sobrenatural es evidentemente cierta de ese modo, puesto que, si una persona hace todo lo que es necesario para salvar su alma, dicha persona puede estar segura de alcanzar la vida eterna. Esto queda garantizado por el poder infinito, la bondad y la fidelidad de dios.

Existe una certeza que es propia de las virtudes en general en cuanto ellas constituyen principios de acción. Así, por ejemplo, se puede pensar que un hombre verdaderamente moderado estará generalmente sobrio. Siendo la esperanza una virtud, también cuenta con esta certeza moral en la medida en que en forma constante, y de forma establecida, nos anima a buscar la dicha eterna que se tendrá gracias a la generosidad divina y como premio a los méritos que hayamos acumulado con ayuda de la gracia.

Por último, se dice que algo es absolutamente cierto, o sea, cuando no está para nada condicionado a la existencia de otro acontecimiento. En este caso, no queda lugar para duda alguna. ¿También se aplica este grado de certeza a la esperanza?. En lo que concierne al objeto material de la esperanza, o sea, a aquellas gracias que son, por lo menos, remotamente apropiadas para nuestra salvación, podemos confiar en que nos sean concedidas con toda certeza. En lo concerniente al objeto material primario de la fe, la visión de Dios cara a cara, la doctrina católica expuesta en la sexta sesión del Concilio de Trento afirma que nuestra esperanza es cierta absolutamente si únicamente consideramos los atributos divinos que la soportan y que no pueden fallar. Mas si limitamos nuestra atención a la suma total de obras buenas con que contribuimos y en las que fundamos las razones de nuestra expectativa, entonces, y exceptuando algún caso especial de revelación individual, debemos aceptar que la esperanza es incierta. Esto se deduce de nuestra imposibilidad de asegurar con antelación que no seremos frágiles o que no seremos presa de la malicia de nuestra voluntad libre.

Esta doctrina está en oposición directa a la afirmación básica de los protestantes acerca de que nosotros podemos y debemos estar absolutamente ciertos de nuestra salvación. La única condición que plantean los reformadores es creer o confiar especialmente en las promesas que por si mismas, y sin necesidad de obras buenas, justifican al hombre. Consecuentemente, aun si no hubiera actos buenos en la historia personal de alguna persona, ella podría y debería, con todo, sostener una esperanza firme, con la condición que no cesara de creer.

Aceptando que la sede de la esperanza es la voluntad, podemos preguntarnos si, una vez que ha sido infundida en nosotros, podemos perderla. La respuesta es que sí; se puede destruir tanto por la comisión del pecado de desesperanza, que es su antagonista, como por la cancelación del hábito de la fe, que es lo que da los motivos para esperar. No está muy claro si el pecado de presunción expulsa la virtud sobrenatural de la esperanza, aunque definitivamente no pueden coexistir. No hace falta detenernos a considerar si es posible que alguien continúe esperando si se le revelase que se habrá de condenar eternamente. Los teólogos consideran que tal revelación es práctica, o quizás absolutamente, imposible. En el caso de que, haciendo una hipótesis absurda, Dios todopoderoso hubiese revelado a alguien que esa persona estaba destinada a la perdición eterna, dicha persona no podría tener esperanza.

¿Tienen esperanza las almas del purgatorio?. La opinión más generalizada es que, dado que esas almas aún no han sido admitidas a la visión intuitiva de Dios, y que no hay nada en su circunstancia que afecte el concepto de esta virtud, ellas deben tener el hábito y pueden hacer actos de esperanza. En cuanto a los condenados, se considera que, siendo que han sido privados de todo don sobrenatural, y conociendo perfectamente la perpetuidad de su castigo, ya no pueden esperar nada. En referencia a los santos del cielo, santo Tomás sostiene que, puesto que ya poseen aquello que esperaron, es ilógico decir que tengan la virtud teologal de la esperanza. Las palabras de san Pablo (Rom 8, 24) van en esa misma dirección: “Porque nuestra salvación está en la esperanza, y una esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?”. Los bienaventurados aún pueden desear la gloria propia de los cuerpos resucitados y- por los lazos de la caridad- pueden desear la salvación de otros, pero eso no es esperar en sentido estricto. El alma humana de Cristo es un buen ejemplo. Gracias a la unión hipostática ya tenía la visión beatífica, pero, al mismo tiempo, a causa de la naturaleza pasible (que era sujeto de pasiones humanas, en el sentido teológico de la palabra) en la que Él se había encarnado, Cristo tenía condición de peregrino (in statu viatoris) y, consecuentemente, podía esperar el momento en que su cuerpo asumiera las cualidades del cuerpo glorificado. Empero, esto no se puede llamar esperanza en sentido estricto, porque la esperanza tiene como objeto primario la unión con Dios en el cielo.

WILHELM Y SCANNEL, Manual of Dogmatic Theology (Londres, 1909); MAZZELLA, De Virtutibus Infusis (Roma, 1884), SLATER, Manual of Moral Theology (New York, 1908); ST. THOMAS AQUINAS Summa Theologica (Turín, 1885); BALLERINI, Opus Theologicum Morale (Prato, 1901).

JOSEPH F. DELANY
Transcrito por Gerard Haffner
Traducido por Javier Algara Cossío

Fuente: Enciclopedia Católica