OBISPO

v. Anciano, Diácono
Act 20:28 el Espíritu Santo os ha puesto por o
Phi 1:1 están en Fílipos, con los o y diáconos
Tit 1:7 es necesario que el o sea irreprensible
1Pe 2:25 vuelto al Pastor y O de vuestras almas


Obispo (gr. epí­skopos, “supervisor”, “el que supervigila”). Como se lo usa en el NT, este término generalmente se refiere a la persona que sirve como “supervisor”, “superintendente” o “guardián” de una iglesia. Una vez (1Pe 2:25) se lo usa para Cristo como guardián de las almas. Los “guardianes” o “supervisores” de Act 20:28 son llamados “ancianos” (gr. presbúteros) en el v 17. Tal posibilidad de intercambiar los 2 términos está documentado por Crisóstomo (6 407 d.C). El afirma que en tiempos antiguos los ancianos eran llamados supervisores (u obispos) de Cristo. Clemente de Roma, que vivió en el s I d.C., parece confirmar esto. Los requisitos de carácter y los deberes de los obispos están claramente descriptos en 1 Tit 3:2-7 Un examen de sus obligaciones muestra que originalmente no tení­an las prerrogativas que más tarde asumieron algunos que ocuparon esos cargos. Véase Anciano. Bib.: Crisóstomo, Primera homilí­a sobre la epí­stola a los Filipenses 1, en Migne, Patrologí­a griega, t. 62, Col_183; Clemente de Roma, La primera epí­stola de Clemente a los corintios, cp 44. Oblación. Véase Sacrificios y Ofrendas.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

griego epí­skopos, vigilante, inspector o superintendente.

Hombre dotado por Dios para cuidar la iglesia Hch 20, 28. Debí­a tener cualidades de maestro, pastor y administrador, 1 Tm 3, 2-7; Tt 1, 5-9. Ser o. se consideraba una buena acción, 1 Tm 3, 1. El o. tení­a la responsabilidad de apacentar la iglesia del Señor, Hch 20, 28.

El tí­tulo de o. se deriva de Cristo quien es pastor y guardián, 1 P 2, 25.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(gr., episkopos, sobreveedor).

Originalmente, el término se referí­a al oficial principal de la iglesia local, siendo el otro el diácono o diáconos (1Ti 3:1-7). El tí­tulo anciano o presbí­tero generalmente se aplicaba al mismo hombre; anciano en referencia a edad y dignidad, y obispo a sus trabajo de superintendencia. Conforme las iglesias se multiplicaban, el obispo de una iglesia mayor a menudo recibí­a honor especial y así­ gradualmente creció una jerarquí­a, desde los ancianos que presidí­an hasta los obispos (sobre grupos de iglesias) y luego los arzobispos.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(En griego “episcopo”, “sobreveedor”).

– Cristo mismo es llamado “pastor y obispo”, en 1Pe 2:25.

– Los “Obispos” son los sucesores de los Apóstoles: (Mat 10:2-4). El “obispado” fue instituí­do por Cristo; el mismo Jesús eligió a los primeros obispos, en Mat 10:2-4, y el mismo Jesús es quien elige a cada Obispo actual, a través de su Iglesia, por obra del Espí­ritu Santo, para gloria del Padre: (Hec 1:24-26).

– Los términos “obispo, sacerdote”, “episcopo, presbí­tero, anciano”, se usan en el Nuevo Testamento sin muy clara distinción, y, a veces, es difí­cil distinguir cual es cual, pero los dos ministerios existen en el N.T., y en el siglo I se ven bien claros con San Ignacio de Antioquí­a.

– En las “Cartas Pastorales” de S. Pablo: (1 Tim.3, Tito 1) se senalan las cualidades y condiciones del los “obispos”: (“epí­scopos” y “presbí­teros”, o “ancianos”), para gobernar y cuidar la Iglesia de Dios: (1Ti 3:5), y para que puedan exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores: (Tit 1:9).

Timoteo y Tito no son exactamente lo que hoy conocemos como “obispos”: (serí­an más como los “delegados papales de hoy”), pero tení­an los poderes y deberes de obispos.

– La Iglesia advoca el “celibato” para los “obispos”, con los poderes de Mat 18:18, siguiendo las normas de S. Pablo en 1Co 7:8, y las del mismo Cristo en Mat 19:10-12.

– En Hec 20:17, Hec 20:28, aparecen los esbozos de los presentes “obispos”, y en 1Pe 5:2-3, los mismos esbozos, con unas recomendaciones muy prácticas para ellos y para nosotros.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

tip, CARG

ver, ANCIANO, íNGEL, DIíCONOS, IGLESIA

vet, (gr. “episkopos”, “supervisor”). En la LXX este término designa a un supervisor oficial, civil o religioso, como el sacerdote Eleazar (Nm. 4:16) y los oficiales del ejército (Nm. 31:14). En el NT, este término aparece por primera vez en la exhortación de Pablo a los ancianos o presbí­teros de la iglesia en Efeso: “Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espí­ritu Santo os ha puesto por obispos” (o supervisores; Hch. 20:17, 28). En este pasaje y en otros, Pablo emplea estas palabras “anciano” y “obispo” para designar a las mismas personas (cfr. Tit. 1:5-7). El primer término designa la dignidad de la edad, en tanto que el segundo denota la dignidad de la función ejercida. En cambio, se hace una clara distinción entre el obispo y el diácono (Fil. 1:1; 1 Ti. 3:1-8). Empleando el término “episkopeõ”, Pedro exhorta de la siguiente manera a los ancianos: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella…” (1 P. 5:2). (Véase ANCIANO.) A Cristo se le aplica el nombre de obispo: “Habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 P. 2:25). Ya en vida de los apóstoles habí­a numerosas tendencias, en el seno de la cristiandad, que se apartaban de la obediencia a las instrucciones dadas por el Señor por medio de ellos, tanto en doctrinas como en práctica (cfr. Gálatas, 1 Corintios, Colosenses, etc.). Lo mismo sucedió después de la muerte de los apóstoles. Ya pronto se empezó a hacer una distinción, inexistente en las Escrituras, entre los ancianos o presbí­teros y los obispos. En el siglo II se menciona esta diferencia en las epí­stolas de Ignacio, que murió en el año 107 (o 116). Jerónimo nos ha dejado un elocuente testimonio del estado de cosas que condujo a la ascensión del régimen episcopal: “En los antiguos, obispos y presbí­teros es lo mismo, porque lo primero es el nombre de la dignidad, y lo último de la edad” (Epí­stola a Oceano, Vall. 69, 416). Y en su epí­stola a Evangelo cita Fil. 1:1; Hch. 20; Tit. 1:5, etc.; 1 Ti. 4:14; 1 P. 5; 2 Juan y 3 Juan, usando un lenguaje muy enérgico, y dice textualmente: “que después se eligiera uno que estuviera por encima (lat.: “praeponeretur”) de los demás, se hizo como remedio para los cismas, no fuera que al ir cada uno a atraer hacia sí­ la iglesia de Cristo la fuera a dividir”. Jerónimo amplifica en este y otros escritos el testimonio de que la elección de un obispo presidente entre los ancianos fue una disposición no sacada de las Escrituras, sino hecha por conveniencia, debido al clericalismo en que se habí­a caí­do ya en aquel entonces, y que irí­a creciendo en el posterior desarrollo de la historia de la Iglesia, hasta culminar en el papado católico. En el Concilio de Trento, en el siglo XVI, la iglesia romana proclamó que “los obispos, sucesores de los apóstoles, son establecidos por el Espí­ritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios, y son superiores a sus presbí­teros o sacerdotes”. La postura de la iglesia de Roma es que los ancianos, que habí­an sido establecidos en el ministerio, dirigí­an las asambleas regionales. También supone la iglesia de Roma que, al haber aumentado el número de comunidades, los apóstoles, necesitados de ayudantes, nombraron a supervisores de distritos, que quedaron designados como sus sucesores. Este, según Roma, hubiera sido el caso de los ángeles de las siete iglesias (Ap. 1:20; véase íNGEL). Según la Iglesia Anglicana, Jacobo el hermano de Jesús, en Jerusalén, los ángeles de las siete iglesias, Timoteo y Tito, eran los que ejercí­an estas funciones. Sin embargo, se tiene que señalar que, cierto como es que los apóstoles enviaban a delegados personales con su autoridad, no hay indicación alguna en las Escrituras de que esta autoridad pudiera ser dada a sucesores. El motivo alegado del oficio episcopal es mantener el cuidado de la iglesia. No obstante, se tienen que hacer las siguientes observaciones: (a) Los apóstoles establecí­an los ancianos y diáconos con su propia autoridad, bien directamente ejercida, bien delegada en personas que tení­an este encargo de manera formal (véanse ANCIANOS, DIíCONOS). Es evidente que las iglesias no tení­an facultad para efectuar tales nombramientos, por el hecho mismo que Timoteo y Tito fueron encargados de tal misión en las iglesias a las que fueron enviados (1 Ti. 1:2; 3:1-15; Tit. 1:5 ss.). Es evidente que la desaparición de los apóstoles en su singular carácter dio también la desaparición de los ancianos y diáconos como cargos que habí­an sido establecidos en la naciente iglesia por la insustituible autoridad apostólica. (b) La disposición del régimen episcopal no tuvo su origen en la obediencia de las Escrituras, sino en un intento humano de atajar tendencias cismáticas; surgió, por tanto, como consecuencia de las fuertes tendencias al clericalismo. En último término, y visto desde una perspectiva histórica, resultó peor el remedio que la enfermedad. (c) Las Escrituras no encomiendan la iglesia a los obispos o ancianos como remedio para los males que habrí­an de sobrevenir, sino que los señala como futuras causas de aquellos males. En efecto, Pablo, en su conmovedora despedida de los ancianos de Efeso, les dice: “Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí­ a los discí­pulos… Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hch. 20:29-30, 32, etc.). Este es el recurso que Dios ha dado a los suyos, un recurso pleno y eficaz. El mismo, y la Palabra de Su gracia. Los apóstoles, y todo lo que ellos comportaban, cumplieron su cometido histórico, estableciendo los cimientos de la Iglesia, y dando a los creyentes la Palabra de Dios y la esperanza viva del retorno de Jesucristo. Bibliografí­a: Darby, J. N.: “Remarks on The Church and the World”, en The Collected Writings of J. N. Darby, vol. 15, págs. 298-379 (Stow-Hill Bible and Tract Depot, Kingston-on-Thames, reimpr. 1964); Darby, J. N.: “Episcopacy”, en Collected Writings, págs. 307-317; Darby, J. N.: “Apostolicity and Succesion”, en Collected Writings, vol. 22, págs. 219-334; Kelly, W.: “Bearing of the failure of the Church on the institution of Elders”, en Bible Treasury, oct. 1871, págs. 111-346; Gonzaga, J.: “Concilios” (International Publications, Grand Rapids, 1966); Grau, J.: “El fundamento apostólico” (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1973); Lacueva, F.: “La Iglesia, cuerpo de Cristo” (Clí­e, Terrassa, 1973). (Véase también bibliografí­a al final del artí­culo IGLESIA.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

Etimológicamente la palabra significa inspector, vigilante (“episkopos”). Quien recibe el sacramento del episcopado entra a formar parte del colegio episcopal, sucesor de los Apóstoles.

Se puede encontrar en la SE la figura del epí­scopo en Flp 1,1. Y, para las cualidades que requiere este ministerio, se puede leer 1 Tim 3,1-7.

Cada obispo en su diócesis, en nombre de Jesucristo, desempeña el oficio autorizado y cualificado de enseñar, santificar y gobernar. Junto a esto se afirma, con razón, que es el servidor de la unidad (comunión) y de la verdad por excelencia.

El Vaticano II, en la constitución Lumen Gentium afirma que el obispo ha recibido de Cristo la plenitud de la enseñanza (n. 25), santificación (n. 26) y de gobierno (n. 27) y cumplen esta misión “in persona Christi”, es decir, como verdaderos signos sacramentales de Cristo maestro, sacerdote y pastor.

La forma más plena de ejercer el episcopado es en una Iglesia particular, en comunión de misión con un presbiterio y el resto del Pueblo de Dios.

Al Ordinario u obispo residencial le compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral, exceptuadas todas aquellas causas que por derecho o por decreto del Sumo Pontí­fice se reservan a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica” (c. 381, 1). “La Instrucción sobre los Sí­nodos Diocesanos”, por ejemplo, ha señalado un concreto y detallado apéndice sobre los ámbitos o potestad pastoral que el CIC reconoce al obispo diocesano en los campos del “munus docendi” (ecumenismo, predicación, catequesis, actividad misional, educación católica, medios de comunicación social), “munus sanctificandi” (liturgia, sacramentos, procesiones, celebraciones dominicales en ausencia de presbí­teros) y “munus pascendi” (organización de la diócesis, disciplina del clero, administración económica).

BIBL. – J. LECUYER, Colegialidad episcopal, Guadalupe, Barcelona 1966; J. RATZINGER, Episcopado y primado, Herder, Barcelona 1965; AA.W., El episcopado y la Iglesia universal, Estella, Barcelona 1966.

Raúl Berzosa Martinez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

El obispo es aquel que está llamado a reconducir continuamente a la unidad y a la autenticidad las múltiples situaciones históricas en las que los creyentes, los bautizados, viven su sacerdocio bautismal: su vida es una referencia a Cristo y un servicio a los fieles, interpretando el camino que el Espí­ritu les hace cumplir a cada uno. El obispo tiene que saber comprender las realidades con los ojos de la fe y con los del corazón, tiene que sentirlas con el mismo afecto de Cristo, el afecto que Dios tiene a cada criatura. Tiene que percibir la integración entre el dinamismo del espí­ritu bautismal de cada uno y las realidades familiares y sociales en el mismo momento en que se producen: tiene que percibir la alegrí­a, el sufrimiento, la creatividad, el esfuerzo en la edificación del mundo. El obispo está llamado a interpretar el profundo dinamismo del creyente que se mueve dentro del clima espiritual del mundo contemporáneo, poniendo en él signos de perfecta justicia, libertad, alabanza a Dios. Esta es la función y el punto de vista del obispo. Esto es lo que le estimula, lo que unifica todos sus esfuerzos. No tiene por qué coincidir necesariamente con ningún otro punto de vista: ni polí­tico, ni social, ni económico, ni cultural. Más bien, los integra a todos en un análisis contemplativo de fe, por el cual considera las cosas y lo que hay tras ellas, considera a las personas y las profundas capacidades de bien que se esconden en todas ellas.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Del griego epí­skopos, el término significa literalmente inspector, vigilante.

En la Iglesia el obispo es el que ha recibido el sacramento del orden sagrado en el grado del episcopado. En virtud de su consagración sacramental y en comunión jerárquica con la cabeza y con los demás miembros del colegio, es constituido miembro del cuerpo episcopal. Puesto al frente de una Iglesia particular, desempeña en ella en nombre de Cristo el oficio de enseñar, santificar y gobernar.

En el Nuevo Testamento se menciona por primera vez la figura del epí­scopo en Flp 1,1. En 1 Tim 3,1-7 se encuentran algunas indicaciones sobre las cualidades requeridas para los epí­scopos: se trata de figuras ministeriales que residen en la comunidad, pero resulta un tanto difí­cil decir hasta qué punto se diferencian de los presbí­teros o ancianos que aparecen en otros lugares (cf. Tit 1,5-7; Hch 20,1728; 1 Pe 5,1). Parece ser que los epí­scopos-presbí­teros ejercen en la comunidad una autoridad que les han confiado los apóstoles y en dependencia de ellos, como se ve sobre todo en las Iglesias paulinas. Más significativo de una nueva situación puede ser el hecho de que las llamadas “epí­stolas pastorales ” vayan dirigidas a personas concretas (Timoteo y Tito). La figura de un obispo que ocupa el primer puesto en una trí­ada ministerial con los presbí­teros y los diáconos está ya presente en el siglo 11 con Ignacio de Antioquí­a. La Traditio apostolica contiene ya las indicaciones litúrgicas para la ordenación del obispo, de los presbí­teros y de los diáconos. La actual doctrina católica sobre los obispos y sobre su oficio está contenida en el capí­tulo tercero de la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano II, completada por el Decreto Christus Dominus. Respecto a los obispos, el Vaticano II recuerda ante todo que son los “sucesores de los apóstoles ” .

Desde un punto de vista histórico es bastante difí­cil reconstruir las modalidades bajo las que se realizó la transición de la función de los apóstoles a la de los obispos. Sin embargo, la secuencia lineal Cristo-apóstoles-obispos vale sobre todo en una perspectiva teológica para afirmar la conciencia de fe de la Iglesia de que el oficio concedido por Cristo a los apóstoles de apacentar a los fieles continúa siendo activo en el ministerio de los obispos, los cuales “por divina institución suceden en su puesto a los apóstoles, como pastores de la Iglesia” (LG 21). Las últimas palabras de este texto sirven para indicar que la designación de ” sucesores de los apóstoles” que se reconoce a los obispos vale, no ya para todas las prerrogativas que tuvieron los Doce, sino sólo para las que se refieren a la función pastoral de la Iglesia.

La Constitución Lumen gentium describe las funciones de los obispos como participación en el triple ministerio de Cristo. Análogamente se habla, por consiguiente, de un oficio de enseñanza (n. 25), de santificación (n. 26) y de gobierno (n. 27). Los obispos cumplen estos tres oficios actuando “in persona Christi” o sea como signos sacramentales de Cristo maestro, sacerdote y pastor. En el ejercicio de su oficio de enseñar, los obispos son para los fieles maestros auténticos, es decir, están revestidos de la autoridad de Cristo, cuando predican al pueblo que se les ha confiado la fe que hay que creer y que aplicar en la práctica de la vida. La Constitución LG 25 distingue el ejercicio de la función docente de cada obispo en sus Iglesias particulares del ejercicio de su magisterio en formas colegiales. En su oficio de santificar, el obispo es ministro de los sacramentos y regulador de toda la vida litúrgica de la Iglesia particular. Esto se ve de forma palpable en la celebración de la eucaristí­a dirigida por el obispo. En su oficio de gobierno, el obispo está revestido de potestad sagrada y de autoridad para que se sirva de ella para la edificación de la Iglesia.

La potestad de un obispo en su propia Iglesia particular es calificada de “propia, ordinaria e inmediata”. Considerando la relación entre esta potestad de cada obispo en su Iglesia particular y la potestad del romano pontí­fice sobre la Iglesia universal, la Constitución LG 27 advierte que “a los obispos se les confí­a plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado cotidiano y habitual de sus ovejas y no deben s~r tenidos como vicarios del romano pontí­fice…

Su potestad no queda anulada por la potestad suprema y universal, sino que, por el contrario, queda afirmada, robustecida y defendida…”.

El lugar teológicamente apropiado para el ministerio del obispo es la Iglesia particular, en la que está puesto como centro visible de su unidad, llamado a vigilar (episkopein) sobre la porción del pueblo de Dios que se le ha confiado, a guiar y hacer converger en la unidad la diversidad de oficios y de carismas, a defender la koinoní­a de los fieles. El ví­nculo del obispo con su Iglesia particular es tan interior que hace exclamar a san Cipriano: “el obispo está en el Iglesia y la Iglesia en el obispo”. En torno al ministerio del obispo en la Iglesia particular se organizan y estructuran todas las demás formas de ministerialidad, de servicios y de oficios en los que se articula la comunión eclesial. Los presbí­teros son cooperadores del orden episcopal en el servicio al pueblo de Dios: con su obispo, con el que están unidos por el honor sacerdotal, constituyen un único presbiterio con los demás ministros ordenados y, de alguna manera, lo hacen presente en cada una de las comunidades locales de fieles.

M. Semeraro

Bibl.: J Lécuyer. Episcopado, en SM, 11, 617-627: í­d., Colegialidad episcopal, Guadalupe, Barcelona 1966; J Delorme (ed.), El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1975: K. Rahner – J, Ratzinger, Episcopado y primado, Herder, Barcelona 1965: AA.- W., El episcopado y la Iglesia universal, Estela, Barcelona 1966.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO. I. Introducción de carácter bí­blico-teológica: 1. Origen del ministerio episcopal: a) Datos bí­blicos, b) De la iglesia apostólica a la época patrí­stica, c) De la época patrí­stica a la edad media, d) De la reforma protestante al Vat. II; 2. La doctrina conciliar: a) Los desarróllos de la teologí­a posconciliar, b) El carisma permanente del episcopado – II. El obispo en la historia de la liturgia: 1. De la iglesia apostólica a la iglesia de los padres: a) Primer estadio, b) De la época carolingia a los Pontificales, c) La reforma del Vat. II – III. El actual ministerio episcopal en la liturgia: 1. Moderador de toda la vida litúrgica: a) Presidente de la asamblea litúrgica, b) Regulación y distribución de los sacramentos, sobre todo de los de la iniciación cristiana, c) Promoción de la oración eclesial; 2. El carismático de la sí­ntesis.

I. Introducción de carácter bí­blico-teológico
El primer ministerio sagrado constituye, sin duda, el punto de partida de la teologí­a de los órdenes, porque los obispos han sido considerados por la tradición cristiana como los sucesores de los apóstoles (o en los apóstoles).

1. ORIGEN DEL MINISTERIO EPISCOPAL. Ciertamente, no todas las funciones de los apóstoles son transmisibles (por ejemplo, el hecho de haber sido testigos oculares de Cristo); pero no puede negarse que la tradición católica, en el sentido más amplio del término, ha considerado el ministerio de los doce, a los que ya Pablo llama apóstoles por excelencia (cf 1Co 12:28), como el fundamento de una cadena ininterrumpida destinada a garantizar la perpetuidad de la misión y del servicio ministerial de la iglesia, sobre todo a través de la sucesión episcopal.

La antigua teologí­a católica nos representaba la sucesión apostólica de manera un poco mecánica, en la continuidad histórica del gesto, ya en uso en el AT, de la imposición de manos acompañado de una oración (Heb 1:24), que une a cada obispo a uno de los doce apóstoles. Hoy, bajo la influencia del progreso exegético, se tiene en cuenta también el punto de vista que considera la sucesión colegial en el culto, en la doctrina y en la disciplina, ya que estos elementos están unidos entre sí­, aunque se considera que continuidad doctrinal y jurí­dica no son estrictamente constitutivas de la sucesión apostólica.

Así­, no se excluye la existencia de la sucesión apostólica en el caso de divergencias doctrinales notables; mientras, en el campo católico todaví­a no nos hemos pronunciado oficialmente sobre la validez de la ordenación de los obispos vagos, o sea, sin una esfera pastoral determinada y en desacuerdo con las grandes confesiones cristianas.

Pero aparte del problema de la naturaleza de la sucesión apostólica, existe el problema de las relaciones entre episcopado y primado del pontí­fice romano, que constituye uno de los puntos cruciales de la teologí­a patrí­stica y escolástica, y hoy ecuménica.

En la función del episcopado aparece de manera preeminente el lugar del ministerio de la iglesia, porque en él se concentran las funciones comunes del pueblo de Dios participadas del sacerdocio de Cristo: apóstol (Heb 3:1), obispo (1Pe 2:15), diácono (Mar 10:45; Rom 15:8), pastor (Jua 10:11; Heb 13:20), sumo sacerdote (Heb 3:1), rey (Jua 16:17), maestro (Mat 23:8), profeta (Jua 6:14; Heb 3:22). Si hay una igualdad básica entre los fieles que se extiende a las funciones comunes del pueblo sacerdotal, existe, sin embargo, una diferencia en los miembros del pueblo de Dios; efectivamente, la Escritura no menciona únicamente a los miembros hechos santos-elegidos-redimidos, adornados de diversos carismas para la edificación del pueblo de Dios (1Co 12:4-11; Rom 12:6s), sino también a aquellos que poseen carismas especiales de enseñanza, de gobierno y de santificación en la iglesia. Así­ como se da una cierta identidad entre Cristo y la iglesia y al mismo tiempo Cristo se sitúa frente a la iglesia como la cabeza de su cuerpo; así­, respecto al servicio del ministerio ejercido por medio de la comunidad, existe el servicio de la comunidad misma, o sea, el servicio en que la iglesia es el objeto servido. Ahora bien, el carácter de servicio que cualifica al ministerio particular en la iglesia, o sea, el conjunto de los servicios hechos a la iglesia (cf 2Co 3:10; Gál 2:9), encuentra en la persona del obispo su principal intérprete y titular.

Pero no por ello los titulares de esta diaconí­a episcopal dejan de ser miembros del pueblo de Dios, y por tanto mantienen relación de igualdad entre ellos y con los otros miembros de la iglesia; desde otro punto de vista, están subordinados a la iglesia, porque el apóstol debe hacerse “todo para todos” (1Co 9:22).

Sin embargo, en el NT y en el magisterio eclesial no aparece absolutamente claro que el episcopado constituya solo y de por sí­ la iglesia, ni que él solo comprenda todos los ministerios; efectivamente, las funciones comunes de los ministerios no derivan del episcopado, sino del régimen dispuesto por Cristo para su iglesia; como el episcopado no deriva del papado, así­ las funciones comunes del pueblo de Dios no derivan del episcopado; ni su afirmación disminuye el ministerio episcopal, sino que más bien constituye su necesario complemento. La cuestión de si el episcopado es necesario para el ser de la iglesia (ad esse), para su plenitud (plenum esse) o solamente para el bienestar (bonum esse), planteada por la teologí­a anglicana, parece en el fondo secundaria en el plano pastoral.

a) Datos bí­blicos. En el catolicismo de los comienzos, o sea, hacia el final del s. 1, como nos atestiguan sobre todo las cartas pastorales y otros escritos de la época, se afirma la existencia de una episkopé dentro del presbiterio (1Ti 4:14): frecuentemente son discí­pulos de los apóstoles que tienen como tarea conservar lo que han recibido (1Ti 1:12-17; 2Ti 1:8-13; 2Ti 2:3-10), vigilar sobre el patrimonio de la fe heredado de los apóstoles (1Ti 6:10; 2Ti 1:12s; Tit 1:1s) y organizar los ministerios eclesiásticos (1Ti 4:14; 2Ti 1:6; 2Ti 2:1s; 2Ti 3:1-5). Según Tit 1:5s parece que esta función episcopal corresponde a los ancianos; de todas formas, ni éstos ni los diáconos son llamados episkopoi, ya que el término se usa solamente en singular (Tit 1:7; 1Ti 3:2). Por tanto, el que el tí­tulo de obispo se reserve a un determinado miembro del colegio de ancianos señala una etapa importante de un proceso que, después de la caí­da de Jerusalén y al final del episcopado de Santiago, llevará a la afirmación, sobre todo en Oriente, del episcopado monárquico.

b) De la iglesia apostólica a la época patrí­stica. Hacia finales del s. 1 la cristiandad presenta dos tipos de estructura jerárquica: el episcopado monárquico en todo el Oriente (antioqueno), y el colegio de los presbí­teros-obispos en el Occidente (romano), que tiende cada vez más a evolucionar hacia la monarquí­a episcopal. Roma poseyó desde el principio esta sucesión de un obispo único a la cabeza del presbiterio que lo elegí­a; en Oriente, el obispo cabeza de la iglesia local es postulado casi por la necesidad de combatir las herejí­as (sobre todo el gnosticismo). La eclesiologí­a occidental se concentró luego en señalar que la función episcopal de Jerusalén, unida durante un tiempo a la de Antioquí­a, se habí­a transferido a la capital del imperio romano.

El problema común a estas diferentes concepciones de la eclesiologí­a de los ministerios, tanto de Occidente como de Oriente, es siempre el de fundamentar, partiendo de la historia de la revelación y del dogma, el derecho divino (en sentido estricto y primario) de la división del orden ministerial en los tres grados de episcopado-presbiterado-diaconado. Sin embargo, la estructura del ministerio eclesiástico, que coloca en el primer puesto de la jerarquí­a al obispo respecto a los otros dos, es el resultado de un cierto desarrollo dogmático; así­ como lo es también la fijación del canon escriturí­stico y el número septenario de los sacramentos.

El ministerio episcopal, como ministerio de supervisión, podrá cambiar sus connotaciones históricas con los tiempos; por ejemplo, en el s. iil, en Africa solamente se consideraba al obispo sacerdos y presidí­a solo la eucaristí­a; pero después del concilio de Nicea, en el s. iv, la situación aparece invertida, porque también a los presbí­teros se les llama sacerdotes, representan al obispo en la propia región y celebran la eucaristí­a, mientras que al obispo se le reserva la función de jefe del presbiterio y la responsabilidad del cuidado pastoral de la región (obispo regional).

c) De la época patrí­stica a la edad media. Tras la época patrí­stica se da una progresiva sacralización de los ministerios, sobre todo el del obispo, en concomitancia con el debilitarse de la conciencia del sacerdocio común de los fieles: la eclesiologí­a que hace de la iglesia como un reino de los cielos sobre la tierra (época carolingia) pone cada vez más en claro en Occidente que el obispo es el sujeto de una potestas, de la que el obispo de Roma aparece como el emblema y prototipo, ya que posee las llaves supremas de este reino.

En la preescolástica, la teologí­a de los poderes (cf Pedro Lombardo, Sent. IV, 24,13) llevará a unir casi exclusivamente el orden a la eucaristí­a, considerada como sacrificio, reforzando así­ la tesis de Jerónimo y del Ambrosiáster (pseudo-Ambrosio), que a través de Rábano Mauro y Amalario de Metz llegó hasta Pedro Lombardo: entre episcopado y presbiterado no hay diferencia sacramental en este plano cultual. Efectivamente, el aspecto real del gobierno se asigna no al poder de orden, sino al de jurisdicción. Los otros poderes sobre el cuerpo mí­stico (por ejemplo, predicar, perdonar los pecados, guiar al rebaño) los considera la gran escolástica como secundarios respecto al primario sobre el cuerpo eucarí­stico de Cristo (cf santo Tomás, S. Th. III, q. 67, a. 2, ad 1), mientras que la doctrina del carácter (presente ya en Agustí­n), considerado como delegación desde una visión litúrgica (cf santo Tomás, ib, q. 63, a. 2), servirá para justificar las llamadas ordenaciones absolutas (o sea, hechas no en función de una comunidad) y la celebración de las misas solitarias.

d) De la reforma protestante al Vat. II. La reforma protestante, reivindicando el sacerdocio común de los fieles contrapuesto al ministerio jerárquico, identificado con un cierto estilo de vida y un cierto status en la iglesia, acabó por vaciar lo proprium de la función episcopal, reduciendo la ordenación a la simple capacitación para el ministerio de la palabra y a la función organizativa de la comunidad. El concilio de Trento (DS 1763-78), al tratar de la doctrina del sacramento del orden, reafirma la sacramentalidad de los tres grados ex ordinatione divina (preferida a la expresión ex iure divino de los canonistas medievales); pero no superó la llamada teologí­a de los poderes. Después ésta, en la manualí­stica postridentina, llegó casi a identificar el poder de jurisdicción con la misión pastoral, sobre todo del obispo. Este aparece así­ como un soberano religioso, que ejerce los tres poderes en grado sumo en el vértice de una jerarquí­a que se contrapone dualistamente al laicado, cuyo sacerdocio real, cultual y profético queda casi ignorado. Antes del Vat. II, la const. ap. Sacramentum ordinis (30 de noviembre de 1974) tuvo el mérito no sólo de restablecer la esencialidad del orden, expresada en la imposición de manos, sino también de haber dejado adivinar la teorí­a de la sacramentalidad del episcopado.

2. LA DOCTRINA CONCILIAR. La nueva eclesiologí­a de servicio (diakonia) y de comunión (koinonia), fundada sobre bases cristológicas que el Vat. II desarrolló, ha vuelto a unir con el Cristo siervo-pastor-sacerdote-maestro la doctrina del episcopado, devolviendo a la ordenación episcopal (LG 21) el valor de un don especí­fico derivado de la fuente pneumatológica (LG, c. II), no ya respecto al momento eucarí­stico únicamente, sino abierto a la misión: ordenados y consagrados para la misión (LG 22). El esquema ternario de las funciones ya no es, por tanto, visto en sentido separado, sino en relación con toda la misión de la iglesia, en la que la consagración hace entrar al obispo en el “ordo episcoporum” (LG 22), o sea, en un cuerpo dedicado colegialmente a la misión universal. Solamente así­ se funda la presidencia de la comunidad tanto eucarí­stica como pastoral, que corresponde por derecho y por naturaleza al obispo (es una preeminencia de decisión y de verificación), sin reservarle necesariamente el primado de competencia. Así­ aparece el obispo en el vértice de la jerarquí­a ministerial (LG 21), distinta en sus tres grados de intensidad del sacerdocio único: la distinción entre estos grados y el sacerdocio de los fieles viene denominada de esencia (LG 10). La teologí­a posconciliar no ha hecho sino desarrollar la perspectiva del ministerio, sobre todo del obispo, como expresión del sacerdocio de Cristo, que vive e intercede por nosotros en la gloria del Padre.

a) Los desarrollos de la teologí­a posconciliar. El obispo, en esta perspectiva teológica integrada, se hace signo sacramental de Cristo-cabeza frente a la comunidad, con relativos poderes mesiánicos (cf sí­nodo episcopal sobre el sacerdocio de 1971). Pero las acentuaciones de este sacerdocio del Cristo-por-nosotros adquieren matices diversos, que afectan a la teologí­a del episcopado. Hay quien pone en primer plano la ministerialidad de Cristo-siervo. Otros prefieren la figura del pastor (H. von Balthasar) para evitar los peligros de nuevos verticismos, en función de la temática del amor gratuito. También el Cristo-profeta o anunciador de la palabra (K. Rahner) se asume como modelo primario del obispo, para subrayar más una teologí­a de tipo relaci.onal-sacramental frente a la institucional y para acreditar el mensaje autorizado de la palabra de Dios en la iglesia, que luego alcanza su culminación de eficacia en la eucaristí­a. En el tipo del Cristo-mandado o enviado por el Padre al mundo se quiere acentuar la bipolaridad de llamados-enviados (J. Ratzinger y Comisión Teológica internacional sobre el ministerio sacerdotal, 1970). Se insiste en la imagen del Cristo-sacerdote del nuevo sacrificio y culto, con vistas a reunir en el sacerdocio espiritual del pueblo de Dios tanto el culto existencial cuanto el eucarí­stico-ritual. Hay quien considera sobre todo a Cristo como fuente de gobierno, que deviene signo eficaz de la unidad de la iglesia y hace la sí­ntesis armoniosa de los carismas (W. Kasper). A esta tesis se asocia quien (O. Semmelroth) ve en el obispo el guí­a ordenador de la comunidad. Finalmente, no falta la corriente pneumatológica, que ve en el carisma episcopal la representación de la iglesia frente al mundo y del Señor resucitado frente a la comunidad, mediante el gesto epiclético de la imposición de manos en cadena histórica como signo de la conformidad de la fe apostólica y como garantí­a de la acción del Espí­ritu Santo en la iglesia (E. Schillebeeckx).

La discusión sobre la naturaleza del carácter del orden, que en la LG 21 y en el PO 2 tiene un valor más funcional y energético respecto al carácter bautismal y crismal, se integra tendencialmente ahora en la declaración Mysterium ecclesiae (n. 6) de la S. Congregación para la doctrina de la fe (24 de junio de 1973) en sentido más ontológico-constitutivo que funcional.

b) El carisma permanente del episcopado. En sustancia, el carisma permanente del episcopado como primer grado de la jerarquí­a eclesial se ve hoy en una tensión dialéctica entre la perspectiva universal de la misión de la iglesia, que por su naturaleza se orienta a la salvación del mundo (GS 40s), y el redescubrimiento de la teologí­a de la iglesia local (J. Zizioulas), a cuyo servicio está el obispo para que se mantenga unida en la división. En la superación de una ontologí­a estática de los tres poderes (la precedente doctrina escolástica) y en el rechazo de un empirismo funcional (tendencia protestante) parece residir la sí­ntesis de las diversas tendencias, en cuanto el carisma de la autoridad, entendida en su sentido original de augere (hacer creer), tiene la misión de promover todos los carismas eclesiales, después de haberlos reconocido, con una pastoral de diaconí­a global de toda la iglesia.

II. El obispo en la historia de la liturgia
El rito de la ordenación en su evolución histórica es un test privilegiado para comprender las diferentes acentuaciones de la concepción litúrgica de los ministerios.

1. DE LA IGLESIA APOSTí“LICA A LA IGLESIA DE LOS PADRES. Las comunidades de las cartas pastorales del NT tomaron un rito de ordenación de los profetas judeo-cristianos para expresar la responsabilidad de ser fieles al evangelio de Pablo, para afirmar la dependencia del Espí­ritu y para reclutar, mediante la comunidad, a responsables, sobre todo del ministerio de la palabra y, en consecuencia, de las demás actividades internas de la iglesia.

a) Primer estadio. Los ritos de la Traditio apostolica para la ordenación del obispo parecen el término de un desarrollo que comienza con las ya citadas cartas pastorales. Se describe el carisma episcopal como la fuente del poder de las llaves. Este desarrollo de la teologí­a de la misión se funda en la convicción de que la responsabilidad del obispo en la iglesia se basa en el don del Espí­ritu que, comunicado en la ordenación, da poderes e impone deberes para un ministerio permanente. Entre las funciones episcopales se enumeran algunas: alimentar el rebaño, distribuir los dones, desatar las ataduras; mientras, en la Didajé (15,1) no se puede deducir ninguna información exacta sobre su autoridad. En las cartas de Ignacio de Antioquí­a aparece la figura del obispo en relación directa con el Padre (Trall. 3,1; Magn. 6,1; 13,1-2; Efes. 5,2), y en la Epistola apostolorum, c. 41 (del s. II), se atribuye al obispo la paternidad de la iglesia en los diversos servicios del pueblo de Dios. Una concepción más autoritaria parece haber inspirado a Clemente Romano al comparar al obispo con Moisés (Ad Cor. 43,1-6; 51,1), mientras se reconoce que son hombres eminentes que han sucedido a los apóstoles y que nombran responsables con el consenso de todos en la iglesia (44,2-3). También Ireneo defiende la autoridad del obispo ante la necesidad de luchar contra la herejí­a de Valentí­n, que la negaba (Adv. Haer. 1, 13,6) en nombre de una autoridad espiritual de la iglesia (recibida con el carisma de profecí­a) contrapuesta a la ministerial. En los Actos de Pedro y Simón (apócrifos gnósticos del s. II) se habla del rito de imposición de manos como necesario para la ordenación de los obispos, al igual que se creí­a lo habí­a sido para los apóstoles mismos por parte de Cristo (c. 10).

En el s. III, la Tradición apostólica de Hipólito nos describe la ordenación con una elección por parte de la comunidad y con la participación de los obispos más cercanos (c. 2). Es digno de consideración el hecho de que se habla de imposición de una sola mano, quizá para indicar que, más que concentrarse sobre el rito, es necesario considerar la fuente misma del poder, concebido en la plegaria de ordenación como el principio energético del Logos (“espí­ritu de soberaní­a”). Solamente el obispo tiene el poder de transmitir el Espí­ritu Santo al ordenando, porque él mismo lo ha recibido por medio de la ordenación episcopal, que lo establece en la iglesia local para la que está llamado y a la vez le especifica las principales funciones en relación con las actividades internas a la iglesia. Este texto clásico es todaví­a hoy fundamental para describir la misión del obispo; por eso la reforma posterior al Vat. II lo ha incluido en su Pontifical (RO).

Pero el problema litúrgico afecta al rito de la imposición de manos, derivado del AT (Núm 27:18-23); efectivamente, en la literatura latina del s. ni se le atribuye un sentido aparentemente diverso del de Pablo (1Ti 4:14; 2Ti 2:6): de signo del don de un cierto carisma se pasa al signo de una delegación de la autoridad de la iglesia, análogo a la semikhah (imposición de manos) rabí­nica. La oscilación de significado del gesto de ordenación entre la naturaleza de mandato jurí­dico con carácter funcional (Didascalí­a siriaca y tradición latina) y de cualidad inherente y permanente, que le atribuye la posterior teologí­a latina, no disminuye el valor colegial de la ordenación hecha al menos por tres obispos (conc. de Nicea, 325). La reinterpretación del gesto ritual se refleja en la concepción del papel del obispo, concebido como un carisma especial en la iglesia, del que el obispo es solamente el mediador: un poder que le permite dar a otros un carisma semejante. Después, en los diversos ritos de ordenación, se considerará al obispo como sucesor de los apóstoles, de los profetas y de los patriarcas (Eucologio de Serapión, s. Iv); y también “mediator” (en los Sacramentarios romanos); “pastor et rector” de una iglesia local (“ordenado para…”: solamente en el s. xli adquirirá valor patrimonial), hasta llegar a ser una figura sacral, heredera del sumo sacerdocio veterotestamentario (Aarón).

b) De la época carolingia a los Pontificales. Pese a la introducción por la iglesia sirí­aca (Constituciones apostólicas IV, 2-V, 12) del rito de la imposición del evangelio sobre la cabeza del elegido, como referencia a su misión profética además de cultual, las modificaciones del ritual de la época carolingia hasta la codificación de los Pontificales romano-francos contribuirán a reforzar la imagen digamos pontifical del obispo. El desplazamiento del rito de ordenación del final de la liturgia de la palabra a después del gradual; la unción de la cabeza (por analogí­a con las otras funciones sacramentales); la entrega del anillo, primero, y del báculo, después, además de las suntuosas vestiduras sagradas; la añadidura posterior de la unción también de las manos; la entrega de la mitra (reservada antes solamente al papa); la toma de posesión de la cátedra episcopal convertida en trono, son el signo de esta primací­a de lo jurisdiccional, que asimila al obispo a un soberano feudal, en un contexto de drama sacro que garantiza su legitimación social. Su autoridad parece derivar no del carisma del Espí­ritu, sino de la investidura canónica expresada en el mandato papal exigido para la ordenación.

c) La reforma del Vat. II. En la reforma del rito de ordenación reaparecen los puntos clave de la doctrina conciliar, sobre todo en la homilí­a y en las preguntas del obispo presidente (RO, c. VII, 18 y 19): predomina la figura del obispo como pastor del pueblo de Dios más que como guardián de la fe o como modelo irreprensible; prevalece la referencia a la figura de Cristo pastormaestro-sacerdote (colecta [Misal Romano, Misas rituales: para las órdenes sagradas] y oración de consagración de Hipólito [RO, c. VII, 26]), considerado en la unión con los apóstoles y los obispos; se han recortado los ritos de la unción de la cabeza y de las entregas con fórmulas menos triunfalistas (RO, c. VII, 28-32). Sin embargo, se puede observar que el tema de la colegialidad no ha encontrado todaví­a una adecuada expresión ritual, así­ como tampoco una caracterización de las funciones prerrogativas del obispo a tenor de la tradición (predicación litúrgica, presidencia de la eucaristí­a, reconciliación de los penitentes, dirección de la iniciación cristiana).

III. El actual ministerio episcopal en la liturgia
Las notas caracterí­sticas de la tradición nos han revelado tres funciones esenciales del ministerio episcopal: el carácter colegial del episcopado (“ordo episcoporum”); la sucesión apostólica (jerarquí­a de orden); la función pastoral en la iglesia (centro constitutivo de la iglesia local y corresponsable, con el obispo de Roma, de la iglesia universal). Pero la actual reforma litúrgica ha hecho aparecer otras funciones complementarias.

1. MODERADOR DE TODA LA VIDA LITÚRGICA. El obispo, como gran sacerdote de su grey (SC 41), viene descrito como el moderador de toda la vida litúrgica de su iglesia (SC 22). La LG 26 traza sus componentes esenciales con referencias a algunos sectores de la vida eclesial.

a) Presidente de la asamblea litúrgica. Toda legí­tima celebración eucarí­stica está presidida por el obispo, al que se le ha confiado el encargo de prestar y regular el culto a la divina majestad; de aquí­ se sigue que el obispo tiene la responsabilidad primaria de la participación activa, consciente y plena de su pueblo en la liturgia (SC 14), organizando, mediante una eficiente comisión litúrgica (SC 45) [-> Organismos litúrgicos] todas las iniciativas de catequesis y de -> formación tanto del clero como de los laicos. Para ser también el modelo de esa presidencia celebrante, el obispo deberá hacer de la misa episcopal un tipo ejemplar de participación promocional, más allá de la simple fidelidad ejecutiva de los ritos y del decoro formal del ambiente. La SC 41 recuerda la gran importancia de esa vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral; de la predicación de estas celebraciones deberí­a brotar también la orientación para una / pastoral litúrgica de cada uno de los tiempos del año y de las fiestas.
b) Regulación y distribución de los sacramentos, sobre todo de los de la / iniciación cristiana. En un contexto de -> secularización, la función moderadora en el campo sacramental deberá dar la primací­a a la función evangelizadora (RO, c. VII, 18.29); por eso el grave problema de la predicación no puede quedar a la iniciativa individual sin una programación de itinerarios catecumenales o cuasi-catecumenales, que se indican también en el RICA. Según este ritual (RICA 44), corresponde efectivamente al obispo asumir la responsabilidad de este proceso de educación en la fe, sobre todo cuando hoy se aplica no sólo a adultos bautizados de niños, pero sin instrucción catequética (RICA, c. IV, 295-305), sino también a muchachos en la edad del catecismo no bautizados (RICA, c. V, 306-313). Además, los obispos no son sólo ministros originarios de la confirmación y únicos del orden sagrado, sino que tienen una responsabilidad en el sacramento de la penitencia, sobre todo procurando que la imagen de este sacramento adquiera una configuración menos individualista (cf SC 27).

c) Promoción de la oración eclesial. Al obispo compete promover la oración litúrgica de las Horas en todas las categorí­as de fieles, pero también presidirla en la catedral (OGLH 20), además de regular los ejercicios sagrados de su iglesia particular, que de este modo gozan de particular dignidad (SC 13). Para hacerlo no solamente debe ser maestro de oración, sino también modelo; no sólo en sentido ejecutivo, sino también creativo en la necesaria adaptación recomendada por el concilio (SC 40).

2. EL CARISMíTICO DE LA SíNTESIS. Con este tí­tulo se hace referencia a la primací­a de la función carismática del obispo, que nace no tanto de su investidura canónica o jurí­dica de unos poderes, sino de la epí­clesis de la ordenación que ha invocado sobre él al Espí­ritu de soberaní­a que forma jefes y pastores. Esta unión, que caracteriza la acción de los apóstoles en la iglesia naciente (Heb 15:28 : “el Espí­ritu Santo y nosotros hemos decidido”), debe poderse expresar en una continua búsqueda, en prudente discernimiento, en una valiente promoción de todos los carismas que el Espí­ritu suscita en su iglesia: en este sentido, el obispo debe saber hacer la sí­ntesis de los carismas, además de poseer el carisma de la sí­ntesis. Esta sí­ntesis carismática no es absorción, sino capacidad de reducir a lo esencial del evangelio tanto en la predicación como en el gobierno; es la fuerza del Espí­ritu para hacer resonar el kerygma de la fe en Cristo resucitado en todo su poder (Rom 1:16); en la dedicación continua a ejercer una paternidad en el consejo presbiteral, “no como dominadores que hacen pesar su autoridad sobre la porción de los fieles que les ha correspondido en suerte, sino sirviendo de ejemplo al rebaño” (1Pe 5:3). El retrato más hermoso del obispo y de su acción pastoral parece ser el que traza Pablo en 2Co 3:2-3 : hacer de su comunidad una carta escrita en el corazón de sus fieles, “no con tinta, sino con el Espí­ritu de Dios viviente”.

E. Lodi
BIBLIOGRAFíA: Alessio L., La imagen del obispo en la liturgia del aniversario de la consagración episcopal, en “Liturgia” 23 (1968) 255-314; Aroztegui F., Mención del obispo en las plegarias eucarí­sticas, en “Phase” 78 (1973) 505-509; Augé M., El servicio episcopal en las misas del Papa Vigilio (s. VI) .v en el Vat. II (s. XX), ib, 28 (1965) 239-243; Basset W., La competencia del obispo local en el sacramento del matrimonio, en “Concilium” 87 (1973) 47-62; Hurley D., La oración del obispo en su iglesia, en “Concilium” 52 (1970) 209-212; Jungmann J.A., El obispo y los “sacra exercitia’; ib, 2 (1965) 51-59; McManus F.R., El poder jurí­dico del obispo en la constitución sobre la sagrada liturgia, ib, 32-50; Oñatibia 1., Renovación litúrgica e Iglesia catedral, en “Phase” 31 (166) 46-56; Pascher J., El obispo y el presbiterio, en “Concilium” 2 (1965) 25-31; Rahner K., Sobre el episcopado, en Escritos de Teologí­a 6, Taurus, Madrid 1969, 359-412; Sklba R.J., Obispo, plegaria y espiritualidad, en “Phase” 142 (1984) 375-384; Vagaggini C., El obispo y la liturgia, en “Concilium” 2 (1965) 7-24; Van Cauwelaert J., La oración del obispo en su comunidad, ib, 52 (1970) 213-218; Weakland R.G., El obispo y la música para el culto, en “Phase” 142 (1984) 362-373; VV.AA., Teologí­a del episcopado (XXII Semana Española de Teologí­a), Madrid 1963; VV.AA., Episcopado, en SM 2, Herder, Barcelona 1976, 607-639. Véase también la bibliografí­a de Insignias, Ministerio y Orden.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

«Obispo» es nuestra traducción del griego episkopos, lo cual significa «superintendente». Se usaba generalmente para oficiales seculares, aunque se conoce por lo menos un ejemplo en que fue aplicado a un funcionario religioso. En el NT, el obispo parece ser idéntico al presbítero. De esta forma, en Hch. 20:17, Pablo convoca a los presbíteros de Efeso; pero, cuando ellos llegan, los llama obispos (v. 28). Otra vez, en Fil. 1:1 sólo se mencionan obispos y diáconos. Siendo los presbíteros la fibra principal del ministerio local, no podrían haber sido pasados por alto en una salutación oficial, de manera que tienen que haber sido equivalentes a los obispos. Ésta es también la inferencia de 1 Ti. 3, donde se dan las cualidades de los diáconos inmediatamente después de las del obispo. Así también con Tito 1:5–7.

Es probable que el presbítero cristiano haya sido moldeado según el patrón que daba la sinagoga. El número de diez judíos varones bastaba para formar una sinagoga, y las primeras asambleas cristianas fueron simplemente sinagogas cristianas (véase Stg. 2:2, la VM lee correctamente «sinagoga»), completa con presbíteros. Las funciones de supervisión que estos hombres desarrollaban eran tales que bien podían ser llamados «obispos» en griego. A medida que pasaba el tiempo un presbítero de cada iglesia tendió a volverse el líder de su grupo, y el término «obispo» se usó sólo para él. El proceso fue acelerado por la necesidad que había de una organización fuerte y centralizada que pudiera tratar con las herejías y persecuciones. El obispo vino a ser la cabeza incuestionable de la unidad eclesiástica. Él era el portavoz oficial de su iglesia. Era el pastor de los fieles. Era el guardián de la fe pura. Algunas funciones particulares y ordenaciones notables, sólo podían ser efectuadas por él. Según el entendimiento católico de la iglesia, el obispo llegó a ser la figura clave, como el depositario de todo poder ordenador. Los evangélicos [esto es, los evangélicos anglicanos o episcopales solamente. N. del T.] lo ven más bien como el pastor principal de la diócesis, responsable, junto con los otros ministros, por el bien espiritual del rebaño.

Leon Morris.

VM Biblia Versión Moderna

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (429). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. Aplicación del término

En el griego clásico, tanto a los hombres como a los dioses se los puede describir como episkopoi o “superintendentes” en sentido general, no técnico; inscripciones y papiros de amplia distribución usan la palabra para denotar magistrados, que a veces parecen haberse ocupado de administrar las rentas de los templos paganos; Plutarco (Numa 9) denomina al pontífice romano episkopos de las vírgenes vestales; y esta palabra puede aplicarse también a filósofos, especialmente los cínicos, cuando actúan como directores espirituales. La LXX emplea el mismo término para describir capataces u oficiales (Neh. 11.9; Is. 60.17), y episkopē con referencia a la visitación de Dios (Gn. 50.24; cf. Lc. 19.44). En el NT la palabra se aplica en forma preeminente a Cristo (1 P. 2.25), luego a la función apostólica (Hch. 1.20, que cita el Sal. 109.8), y finalmente a los líderes de la congregación local (Fil. 1.1).

II. Requisitos y función

Es improbable que el uso cristiano del término se haya copiado directamente, ya sea de fuentes paganas o judaicas; adoptado como descripción genérica de la función responsable, su significado fue definido de conformidad con los requisitos exigidos por la iglesia. Dichos requisitos se enumeran en 1 Ti. 3.1ss y Tit. 1.7ss: carácter moral intachable, capacidad docente, naturaleza hospitalaria, paciencia, experiencia, sobriedad, liderazgo, y total integridad, o, en otras palabras, las cualidades requeridas de un buen maestro, pastor, y administrador. Parecería no haber duda de que los términos “obispo” y *“presbítero” son sinónimos en el NT. En Hch. 20.17, 28 Pablo describe a los presbíteros de Éfeso como episkopoi; dice que el Espíritu Santo los ha hecho veedores del rebaño, y podría pensarse que esto significa que únicamente por estar él ahora ausente han de acceder a las responsabilidades episcopales que él mismo ejercía hasta entonces; pero el uso en otras partes va en contra de esta interpretación. Así, en Tit. 1.5 se le manda a Tito que ordene ancianos, e inmediatamente después (v. 7), haciendo una obvia referencia a las mismas personas, se describen los requisitos del obispo; además, el verbo episkopein se usa para describir la función de los ancianos en 1 P. 5.2; y mientras 1 Ti. 3 se limita a obispos y diáconos, la mención de ancianos en el 5.17 sugiere que anciano es otro nombre para obispo. Había pluralidad de obispos en la única congregación que había en Filipos (Fil. 1.1), de lo cual podernos deducir que actuaban corporativamente como cuerpo gobernante de la misma.

III. El surgimiento del episcopado monárquico

En el NT no existen rastros de gobierno por un solo obispo; la posición de Jacobo en Jerusalén (Hch. 15.13; 21.18; Gá. 2.9, 12) era enteramente excepcional, y resultado de su relación personal con Cristo; pero la influencia es cosa muy distinta del cargo. Entre los Padres apostólicos, Ignacio es el único que insiste en el episcopado monárquico, pero ni siquiera él afirma que se trata de algo instituido divinamente (argumento que hubiera sido decisivo, si hubiese podido contar con él). Jerónimo, comentando Tit. 1.5, observa que la supremacía de un obispo único surgió “por costumbre más bien que por designación del Señor”, como forma de impedir los cismas en la iglesia (cf. Ep. 146). Lo más probable es que el episcopado monárquico haya surgido en las congregaciones locales cuando algún individuo dotado adquirió un lugar de preeminencia en forma permanente en el cuerpo de presbíteros-obispos, o a medida que la iglesia fue creciendo, y los presbíteros se vieron esparcidos por las congregaciones de la zona, quedando uno solo de ellos en la iglesia madre. Harnack pensaba que los ancianos constituían el cuerpo gobernante, mientras que los obispos y diáconos eran los líderes litúrgicos y los administradores empleados por ellos. Otros han visto los orígenes del episcopado posterior en la posición ocupada por los asistentes de Pablo, Timoteo y Tito; pero estos hombres nunca reciben el nombre de obispos, y los vemos en cartas de recordación, que no hacen provisión clara alguna para la designación de sucesores personales. Cualquiera haya sido la razón del surgimiento del episcopado monárquico, su efecto fue el de dividir las tareas y atribuciones del presbítero-obispo, quedando algunas de ellas a cargo del obispo y otras a cargo del presbítero.

No sabemos cómo eran ubicados en su cargo los obispos al comienzo; pero el acento que se pone en la elección popular en Hch. 6, en Clemente de Roma, y en la Didajé supere que se trataba de una práctica antigua; e indudablemente iba acompañada de oración e imposición de manos. (* Iglesia, Gobierno de la )

Bibliografía. Véase bajo * Ministerio y * Presbítero.

G.S.M.W., R.T.B.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Francisco Jiménez y Orozco. Obispo de Guadalajara en tiempos de la guerra cristera

Contenido

  • 1 Etimología
  • 2 Visión General
  • 3 Origen Histórico
  • 4 Legislación hasta el siglo XIX
  • 5 Derechos y Poderes del Obispo
    • 5.1 Autoridad Docente
    • 5.2 Autoridad para Gobernar
  • 6 Obligaciones del Obispo
  • 7 Uso No Católico

Etimología

(Anglosajón, Biscop, Busceop; alemán, Bischof; del griego episkopos, un celador, a través del latín episcopus; italiano, vescovo; francés antiguo, vesque; francés, évêque).

Visión General

Obispo es el título de un dignatario eclesiástico que posee la plenitud del sacerdocio para regir una diócesis como su principal pastor, en debida sumisión a la primacía del Papa.

Es de la fe católica que los obispos son de institución divina. En la jerarquía de orden poseen poderes superiores a los de los sacerdotes y diáconos; en la jerarquía de jurisdicción, por voluntad de Cristo, son designados para el gobierno de una porción de los fieles de la Iglesia, bajo la dirección y autoridad del Sumo Pontífice, quien puede determinar y restringir sus poderes, pero no eliminarlos. Son los sucesores de los Apóstoles, aunque no poseen todas las prerrogativas de éstos (Concilio de Trento, Ses. XXIII, cap. IV; Can. VI, VII. Vea Colegio Apostólico). El episcopado es monárquico. Por la voluntad de Cristo, la suprema autoridad en una diócesis no pertenece a un colegio de sacerdotes o de obispos, sino que reside en la sola personalidad del jefe.

El asunto se tratará bajo las siguientes divisiones: origen histórico, legislación, derechos y poderes del obispo, obligaciones del obispo y uso no católico.

Origen Histórico

El origen histórico del episcopado es muy controvertido. Se han propuesto muy diversas hipótesis para explicar los textos de los escritos inspirados y de los Padres Apostólicos respecto a la jerarquía eclesiástica primitiva, las cuales se hallan más fácilmente en la obra de von Dunin-Brokowski, sobre las últimas investigaciones respecto al origen del episcopado (Die Neuren Forschungen uber die Anfange des Episkopats, Friburgo, 1900). El apostólico y en consecuencia divino origen del episcopado monárquico siempre ha sido discutido, pero especialmente desde que el protestantismo presentó la doctrina de un sacerdocio cristiano universal. Al presente, los escritores racionalistas y protestantes, incluso los pertenecientes a la Iglesia Anglicana, rechazan la institución apostólica del episcopado; muchos de ellos relegan su origen al siglo II. Ha habido intentos solitarios para probar que originalmente hubo varias organizaciones diferentes, que algunas comunidades cristianas eran administradas por un cuerpo de presbíteros, otras por un colegio de obispos y otras por un solo obispo. Es esta última forma de organización, declara él, la que ha prevalecido (Gemeindeverfassung des Urchristentums. Halle, 1889). Holtzmann piensa que la organización primitiva de las iglesias era la de la sinagoga judía; que un colegio de presbíteros u obispos (palabras sinónimas) gobernaba las comunidades cristianas; que luego las iglesias gentiles adoptaron esta organización. En el siglo II uno de estos presbíteros-obispos se convirtió en el obispo gobernante. La causa de esto yacía en la necesidad de unidad, la cual se manifestaba cuando en el siglo II comenzaron a aparecer las herejías (Pastoralbriefe, Leipzig, 1880.)

Hatch, por el contrario, encuentra el origen del episcopado en la organización de ciertas asociaciones religiosas griegas, en las cuales uno se halla con “episkopoi” (superintendentes) encargados de la administración financiera. Las comunidades cristianas primitivas eran administradas por un colegio de presbíteros; aquellos presbíteros que administraban las finanzas se llamaban obispos. En las grandes ciudades, la administración financiera completa se centralizaba en manos de tal oficial, quien pronto se convirtió en el obispo gobernante. (La Organización de las Iglesias Cristianas Primitivas, Oxford, 1881). Según Harnack (cuya teoría ha variado varias veces), eran aquellos que habían recibido los dones sobrenaturales conocidos como carismas, sobre todo el don de predicar, quienes poseían toda autoridad en la comunidad primitiva. En adición a éstos encontramos a obispos y diáconos que no poseían ni autoridad ni poder disciplinario, quienes estaban encargados solamente de ciertas funciones relativas a la administración y al culto divino. Los mismos miembros de la comunidad se dividían en dos clases: los ancianos (“presbyteroi”) y los jóvenes (“neoteroi”). En una fecha temprana se estableció un colegio de presbíteros en Jerusalén y en Palestina, pero en otros lugares no antes del siglo II; sus miembros se escogían de entre los “presbyteroi”, y en sus manos recaía toda autoridad y poder disciplinario. Una vez establecido, era de este colegio de presbíteros que se escogía a los diáconos y obispos. Cuando moría alguno de los oficiales que había sido dotado con los dones carismáticos, la comunidad delegaba a varios obispos para reponerlos. En una fecha más tardía, los cristianos percibieron la ventaja de confiar la dirección suprema a un solo obispo. Sin embargo, tan tarde como en el año 140, la organización de varias comunidades era todavía muy divergente. El episcopado monárquico debe su origen a la necesidad de unidad doctrinal, la cual se hizo sentir en tiempos de la crisis causada por la herejía gnóstica.

J. B. Lightfoot, quien puede ser considerado como un representante autorizado de la Iglesia Anglicana, sostiene un sistema menos radical. La Iglesia primitiva, dice él, no tenía organización, pero muy pronto estuvo consciente de la necesidad de organizarse. Al principio los Apóstoles designaron diáconos; luego, en imitación de la organización de la sinagoga, nombraron presbíteros, algunas veces llamados obispos en las iglesias gentiles. Los deberes de los presbíteros eran dobles: eran tanto gobernantes como instructores de la congregación. En la época apostólica, sin embargo, son pocos e indistintos los rastros del orden mayor, el episcopado propiamente llamado. El episcopado no se formó del orden apostólico a través de la localización de la autoridad universal de los Apóstoles, sino de la presbiteral (por elevación). El título de obispo, que originalmente era común a todos, se convirtió a la larga en el apropiado para el jefe de entre ellos. Durante el tiempo comprendido por los escritos apostólicos, sólo Santiago, el hermano del Señor, puede reclamar ser considerado como obispo en el último y muy especial sentido del término. Por otro lado, aunque era especialmente prominente en la Iglesia de Jerusalén, él aparece en los Hechos de los Apóstoles como un miembro del cuerpo. Tan tarde como en el año 70 d.C. todavía no habían aparecido signos claros de gobierno episcopal en la cristiandad gentil.

Sin embargo, durante las últimas tres décadas del siglo I durante la vida del último apóstol sobreviviente, San Juan, el oficio episcopal ya estaba establecido en Asia Menor. San Juan estaba consciente de la posición de Santiago en Jerusalén. Por lo tanto, cuando encontró en Asia Menor muchas irregularidades y amenazantes síntomas de de división, naturalmente fomentó en estas iglesias gentiles su acercamiento a la organización, la cual había sido notablemente bendecida y había probado ser eficaz en mantener unida la iglesia madre de Jerusalén en medio de peligros no menos serios. La existencia de un concilio o colegio necesariamente supone una presidencia de alguna clase, ya sea que esta presidencia sea asumida por cada miembro a su vez, o depositada en manos de una sola persona. Por lo tanto, fue necesario dar permanencia, definición y estabilidad a un oficio, cuyo germen ya existía. Sin embargo, no hay razón para suponer que San Juan emitió ninguna ordenanza directa. La utilidad evidente e incluso urgente necesidad de tal oficio, sancionado por el más venerado nombre en la cristiandad, sería suficiente para asegurar su amplia aunque gradual recepción. No obstante, los primeros obispos no ocuparon la posición de supremacía independiente que era y es ocupada por sus representantes posteriores. Este desarrollo está muy convenientemente adherido a tres grandes nombres: San Ignacio de Antioquía, San Ireneo y San Cipriano, quienes representan los muchos sucesivos avances hacia la supremacía alcanzada al final. Ignacio considera al obispo como el centro de la unidad; Ireneo lo considera el depositario de la verdad primigenia; para Cipriano él es el vice-gerente absoluto de Cristo en cosas espirituales (Lightfoot, El Ministro Cristiano, 181-269, en su comentario sobre San Pablo, Epístola a los Filipenses, Londres, 1896).

Los escritores católicos concuerdan en reconocer el origen apostólico del episcopado, pero están muy divididos en cuanto al significado de los términos que designan la jerarquía en los escritos del Nuevo Testamento y los Padres Apostólicos. Uno puede incluso preguntarse si originalmente estos términos tenían un significado claramente definido (Bruders, Die Verfassung der Kirche bis zum Jahre 175, Maguncia, 1904). Ni hay mayor unanimidad cuando se hace un intento por explicar por qué algunas iglesias se hallan sin presbíteros, otras sin obispos, otras donde las cabezas de la comunidad se llaman a veces obispos, a veces presbíteros. Este desacuerdo aumenta cuando surge la pregunta sobre la interpretación de los términos que designan a otros personajes que ejercen cierta autoridad fija en las comunidades cristianas primitivas. Los siguientes hechos se deben considerar como completamente establecidos:

  • Hasta cierto punto, en este período temprano, las palabras obispo y sacerdote (“episkopos” y “presbyteros”) eran sinónimos (Vea el artículo Colegio Apostólico).
  • Estos términos pueden designar ya sea a simples sacerdotes (A. Michiels, Les origines de l’episcopat. Lovaina, 1900, 218 ss) o a obispos que poseían los poderes completos de su orden. (Batiffol. Etudes d’histoire et de théologie positive, París, 1902, 266 ss.: Duchesne, Histoire ancienne de l’église. París. 1906, 94.)
  • En cada comunidad la autoridad puede haber pertenecido originalmente al colegio o presbíteros-obispos. Esto no significa que el episcopado, en el sentido actual del término, puede haber sido plural, porque en cada iglesia el colegio o presbítero-obispos no ejercía un poder supremo independiente; estaba sujeto a los Apóstoles o a sus delegados. Los últimos eran obispos en el sentido actual del término, pero no poseían sedes fijas ni tenían un título especial (Batiffol, 270). Puesto que eran esencialmente itinerantes, le confiaban el cuidado de las funciones necesarias fijas relativas a la vida diaria de la comunidad a algunos de los neófitos mejor educados y más respetados.
  • Más pronto o más tarde los misioneros tuvieron que dejar las jóvenes comunidades por sí solas, a partir de lo cual su dirección recayó completamente en las autoridades locales que así recibieron la sucesión apostólica.
  • Esta autoridad local superior, que era de origen apostólico, fue conferida a un obispo monárquico por los Apóstoles, tal como se entiende el término hoy día. Esto lo prueba primero el ejemplo de Jerusalén, donde Santiago, quien no era uno de los doce Apóstoles, ocupaba el primer lugar, y luego por aquellas comunidades de Asia Menor de las que habla Ignacio, y donde, a principios del siglo II existió el episcopado monárquico, pues Ignacio no escribe como si la institución fuera una nueva.
  • Es cierto que en otras comunidades no se hace mención del episcopado monárquico hasta mediados del siglo II. No deseamos rechazar la opinión de los que creen que en muchos documentos del siglo II hay rastros del episcopado monárquico, es decir, de una autoridad superior a la del colegio de presbíteros-obispos. Son muy plausibles las razones que alegan algunos escritores para explicar por qué, por ejemplo, en la Epístola de San Policarpo no se menciona al obispo. Sin embargo, la mejor evidencia para la existencia en esta fecha temprana del episcopado monárquico es el hecho de que a fines del siglo II no se halla ningún rastro de algún cambio de organización. Tal cambio le habría quitado al colegio de presbíteros-obispos su autoridad soberana, y es casi imposible comprender cómo este cuerpo habría permitido de ser privado de su autoridad en todas partes, sin dejar en los documentos contemporáneos la menor evidencia de una protesta contra un cambio tan importante. Si el episcopado monárquico comenzó sólo a mediados del siglo II, es imposible comprender cómo a fines del siglo II eran generalmente conocidas y aceptadas las listas episcopales de muchas diócesis importantes que remontaban la sucesión de obispos tan lejos como al siglo I. Tal, por ejemplo, fue el caso de Roma.
  • Se debe notar cuidadosamente que esta teoría no contradice los textos históricos. Según estos documentos, había un colegio de presbíteros o de obispos que administraban varias iglesias, pero que tenían un presidente que no era otro que el obispo monárquico. Aunque el poder de estos últimos había existido desde el principio, se volvió cada vez más conspicuo. El rol desempeñado por el “presbyterium”, o cuerpo de sacerdotes, era uno muy importante en los primeros días de la Iglesia cristiana; sin embargo, no excluía la existencia de un episcopado monárquico (Duchesne, 89-95).

Durante los primeros tres siglos, toda la vida religiosa de la diócesis se centraba alrededor de la persona del obispo. Los sacerdotes y diáconos eran sus ayudantes, pero trabajaban bajo su supervisión inmediata. Sin embargo, en las grandes ciudades, como Roma, pronto se hizo necesario entregarles permanentemente a los diáconos y sacerdotes ciertas funciones definidas. Además, como resultado de la expansión del cristianismo fuera de los grandes centros poblacionales, el obispo gradualmente les delegó a otros eclesiásticos la administración de una porción fija del territorio diocesano. En Oriente, al principio se crearon diócesis en todos los distritos donde había un número considerable de cristianos, pero este sistema presentó grandes inconvenientes. Sin embargo, la Iglesia envió obispos a las localidades rurales o distantes, quienes eran sólo delegados del obispo de la ciudad y quienes no poseían el derecho a ejercer los más importantes poderes de un obispo. Tales obispos eran conocidos como corepíscopi u obispos rurales, y más tarde fueron reemplazados por sacerdotes (Gillman, Das Institut der Chorbischöfe im Orient, Munich, 1003). El establecimiento de parroquias desde el siglo IV y V en adelante gradualmente liberó a los obispos de muchas de sus tareas originales; se reservaron para sí sólo los asuntos más importantes, es decir, aquellos relativos a toda la diócesis y los que pertenecían a la iglesia catedral. Sin embargo, sobre todos los asuntos, los obispos retuvieron el derecho de supervisión y dirección suprema.

Mientras se realizaba este cambio, el Imperio Romano, ahora cristiano, les concedió más poderes a los obispos. Se les facultó exclusivamente para asumir competencia sobre las faltas de los clérigos, y toda demanda entablada contra éstos tenía que ser traída ante la corte del obispo. El emperador Constantino el Grande a menudo permitió a todos los cristianos llevar sus demandas judiciales ante el obispo, pero este derecho fue retirado a fines del siglo IV. Sin embargo, ellos continuaron actuando como árbitros, cuyo oficio le había sido encomendado por los primeros cristianos. Más importante quizás es la parte que la ley romana les asigna a los obispos como protectores de los débiles y oprimidos. Se le permitía al amo emancipar legalmente a sus esclavos en presencia del obispo; éste tenía también el poder de remover y restaurarles la libertad a las doncellas de casas inmorales donde sus padres o amos las habían colocado. Se le entregaba legalmente los infantes abandonados por sus padres a aquellos que los habían acogido, pero para evitar abusos se requería que el obispo certificara que el niño era expósito. La ley romana les concedía a los obispos el derecho a visitar los prisioneros a su discreción con el propósito de mejorar la condición del prisionero y para comprobar si se observaban las reglas a favor de éste. Los obispos ejercían gran influencia sobre los emperadores cristianos, y aunque en las Iglesias Orientales estas relaciones íntimas entre Iglesia y Estado llevaron al cesaropapismo, los obispos de Occidente conservaron en gran medida su independencia del Imperio (Löning, Geschichte des deutschen Kirchenrechts, Estrasburgo, 1878, I, 314-331; Troplong, De l’influence du christianisme sur le droit civil des Romains, Paris, 1842, new ed., 1902).

La influencia del obispo fue aun mayor luego de las invasiones bárbaras; se convirtió pronto en un personaje influyente y poderoso entre los pueblos germánicos. Inspiraba confianza y demandaba respeto. Era muy amado pues protegía a los jóvenes y débiles, era el amigo de los pobres, solía interceder a favor de las víctimas de injusticia, y especialmente a favor de los huérfanos y las mujeres. A través de su influencia en muchas esferas, se convirtió en el amo real de la ciudad episcopal. Los únicos funcionarios cuya influencia era similar a la del obispo eran los duques y los condes, representantes del rey. En ciertos distritos la preeminencia se mostraba clara a favor del obispo; en algunas ciudades el obispo también se convertía en conde. En Francia, como regla general, este estado de cosas no continuó, pero en Alemania muchos obispos se llegaron a ser señores o príncipes seculares. Finalmente, el obispo adquirió una amplia autoridad civil no sólo sobre su clero, sino también sobre los laicos de su diócesis (Viollet, Histoire des institutions politiques de la France, Paris, 1890, I. 380-409). Tan alta posición no carecía de dificultades; una de las más graves era la interferencia de la autoridad laica en la elección de los obispos. Hasta el siglo XVI el clero y el pueblo elegían al obispo con la condición de que la elección fuese aprobada por los obispos vecinos. Sin duda, los emperadores romanos cristianos algunas veces intervenían en estas elecciones, pero sólo fuera de las ciudades imperiales, y generalmente en el caso de desacuerdo en cuanto a la persona adecuada.

Como regla se conformaban con ejercer influencia sobre los electores. Pero desde el principio del siglo XV esta actitud fue modificada. En Oriente el clero y los primados, o ciudadanos principales, nominaban tres candidatos, entre los cuales el metropolitano escogía al obispo. En una fecha posterior, los obispos de la provincia eclesiástica asumían el derecho exclusivo de nominar candidatos. En Occidente, los reyes intervenían en estas elecciones, notablemente en España y Galia, y a veces asumían el derecho de nominación directa (Funk, “Die Bischofswahl im christlichen Altertum und im Anfang des Mittelalters” en “Kirchengeschichtliche Abhandlungen und Untersuchungen”, Paderborn: 1897, I, 23-39; Imbart. de la Tour. “Les élections épiscopales dans l’ancienne France”, París, 1890). Esta interferencia de los príncipes y emperadores duró hasta el Conflicto de las Investiduras, el cual fue especialmente violento en Alemania, donde desde el siglo IX hasta el XI los abades y obispos se habían convertido en príncipes temporales reales (vea Investidura. El Segundo Concilio de Letrán (1139) le concedió al capítulo de la iglesia catedral el derecho exclusivo de escoger el obispo, y esta legislación fue sancionada por las decretales (Decretum Gratiani. P. I., Dist. LXIII, ch. XXXV; ch. III. De causa possessionis et proprietatis, X, II, XII; ch. LIV, De electione et electi potestate, X, I, VI; Friedberg, Corpus Juris Canonici, Leipzig, 1879-81, I, 247, II, 95,276)

Los obispos de la Edad Media adquirieron mucho poder temporal, pero éste estuvo acompañado de la correspondiente disminución de su autoridad espiritual. Por el ejercicio de la prerrogativa de la primacía, la Santa Sede se reservaba para sí misma todos los asuntos más importantes, los llamados “causae majores”, como por ejemplo la beatificación y canonización de los santos (ch. I, De reliquiis X, III, XLV; Friedberg, II, 650), el permiso de venerar públicamente reliquias recién descubiertas, la absolución de ciertos pecados graves, etc. Se volvieron cada vez más frecuentes las apelaciones a los Papas contra las decisiones judiciales de los obispos. Las órdenes religiosas y los capítulos de catedral e iglesias colegiatas obtuvieron exención de la autoridad episcopal. El capítulo catedral obtuvo una influencia considerable en la administración de la diócesis. El Papa se reservó también la nominación de muchos beneficios eclesiásticos (C. Lux. Constitutionum apostolicarum de generali beneficiorum reservatione collectio et Breslau, 1904). También reclamó el derecho a nominar a los obispos, pero en el Concordato Alemán de 1448 le concedió a los capítulos el derecho de elegirlos, mientras que en el de 1516 le permitió al rey de Francia nominar a los obispos de esa nación. Subsiguientemente el Concilio de Trento definió los derechos del obispo y remedió los abusos que se habían deslizado a la administración de la diócesis y la conducta de los obispos. El concilio les concedió el derecho exclusivo a publicar indulgencias; también les impuso la obligación de residir en sus diócesis, el deber de recibir la consagración dentro de tres meses después de su elevación al episcopado, de erigir seminarios, de convocar sínodos diocesanos anuales, de asistir a los sínodos provinciales y de visitar sus diócesis. También les prohibió acumular beneficios, etc. El mismo concilio disminuyó las excepciones de la autoridad episcopal, y delegó a los obispos algunos de los derechos que en el pasado se había reservado para sí la Santa Sede. Actos pontificales posteriores completaron la legislación Tridentina, la cual es todavía válida. El protestantismo y luego la Revolución Francesa destruyeron todo el poder temporal de los obispos; de ahí en adelante estuvieron más libres para consagrarse con mayor ardor a los deberes del ministerio espiritual.

Legislación hasta el siglo XIX

Se debe distinguir dos clases de obispos, no con respecto al poder de orden, pues todos los obispos reciben la plenitud del sacerdocio, sino respecto al poder de jurisdicción: el obispo diocesano y el obispo titular o, como se le llamaba antes de 1882, el “episcopus in partibus infidelium. Aquí se considerará el primero, pues los que pertenecen a la segunda clase no pueden realizar ninguna función episcopal sin la autorización del obispo diocesano; pues como obispos titulares no tienen ninguna jurisdicción ordinaria. Pueden, sin embargo, actuar como obispos auxiliares, es decir, el Papa los puede designar para ayudar al obispo diocesano en el ejercicio de los deberes que surgen del orden episcopal, pero sin suponer poder de jurisdicción. (Vea obispo auxiliar). Tal obispo es llamado también “vicarius in pontificalibus”, es decir, un representante en ciertos actos ceremoniales propios al obispo diocesano, algunas veces obispo sufragáneo, “episcopus suffraganeus”. Sin embargo, en el sentido propio del término, el obispo sufragáneo es obispo diocesano en sus relaciones con el metropolitano de la provincia eclesiástica a la cual pertenece, mientras que el obispo que es independiente de cualquier metropolitano se llama un obispo exento, “episcopus exemptus”. El obispo titular puede ser también obispo coadjutor cuando se le nombra para asistir a un obispo ordinario en la administración de la diócesis. A veces se le llama incorrectamente obispo auxiliar. Él posee algunos poderes de jurisdicción determinados por las cartas apostólicas que lo nombran. También a menudo, en países misioneros, el obispo coadjutor es llamado “cum jure successionis”, o sea, con el derecho de sucesión; a la muerte del obispo diocesano él entra a la administración ordinaria de la diócesis.

El Concilio de Trento determinó las condiciones requeridas para los candidatos al episcopado, de las cuales las principales son las siguientes: nacido de un matrimonio legítimo, libre de censura e irregularidad o cualquier defecto en su mente, pureza de moral personal y buena reputación. El candidato debe también tener treinta años cumplidos y no haber estado menos de seis meses en los Órdenes Sagradas. Debe también tener el grado de doctor en teología o por lo menos ser licenciado en teología o derecho canónico o tener el testimonio de una academia o centro de enseñanza público (o, si es un religioso, de la más alta autoridad en su orden) de modo que sea capaz de enseñar a otros (C. VII, De electione et electi potestate, X.I. VI; Friedberg, II, 51. Concilio de Trento, Sess. XXII, De ref., ch. II). El Santo Oficio es el encargado de examinar a las personas llamadas al episcopado, con la excepción de los territorios sujetos a la Sagrada Congregación de Propaganda o a la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, o de aquellos países donde la nominación de obispos esté gobernada por leyes y concordatos especiales (“Motu Proprio” de Papa San Pío X. 17 de diciembre de 1903; “Acta Sanctae Sedis, 1904, XXXVI, 385).

Hemos dicho que las decretales papales reconocen el derecho de los capítulos catedrales a elegir el obispo. Este derecho hace tiempo fue retirado y ya no está en vigor. En virtud de la segunda regla de la Cancillería Papal la elección de obispos pertenece exclusivamente al Papa (Walter, Fontes juris eccesiastici antiqui et hodierni, Bonn, 1861, 483). Sin embargo, las excepciones a esta regla son numerosas. En Austria (con la excepción de algunas sedes episcopales), en Baviera, en España, en Portugal y en el Perú, el gobierno presenta al sumo pontífice los candidatos al episcopado. Era así en Francia, y en varias repúblicas de Sudamérica antes de la ruptura o denuncia de los concordatos entre los estados y la Sede Apostólica. Con el cese de estos concordatos tales estados perdieron todo derecho de intervención en la nominación de obispos; sin embargo, esto no evitó que los gobiernos en varias repúblicas de América del Sur recomendaran candidatos al Papa. El capítulo catedral está autorizado a elegir el obispo en varias diócesis de Austria, Suiza, Prusia; y en algunos estados de Alemania, notablemente en la provincia eclesiástica del Alto Rin. Sin embargo, la acción de los electores no es completamente libre. Por ejemplo, ellos no pueden escoger personas no gratas para el gobierno (Carta del Cardenal Secretario de Estado a los Capítulos de Alemania, 20 de julio de 1900; Canonist Contemporain, 1901, XXIV, 727). De otro modo el Papa mismo nomina a los obispos, pero en Italia el Gobierno insiste que ellos obtienen el exequatur real antes de tomar posesión de la sede episcopal. En países misioneros el Papa generalmente permite la “recomendación” de candidatos, pero esto no obliga jurídicamente al sumo pontífice, quien tiene el poder de escoger al nuevo obispo de entre personas no incluidas en la lista de candidatos recomendados.

En Inglaterra los canónigos de la catedral seleccionan por mayoría de votos, en tres votaciones sucesivas, tres candidatos para la sede episcopal vacante. Sus nombres, colocados en orden alfabético, se transmiten a la Propaganda y al arzobispo de la provincia, o a la sufragánea más antigua de la provincia, si la cuestión es sobre la elección de un arzobispo. Los obispos de la provincia discuten los méritos de los candidatos y transmiten sus observaciones a la Propaganda. Desde 1847 los obispos tienen el poder, si lo desean, de proponer otros nombres para la elección de la Santa Sede, y una decisión de la Propaganda (25 de abril, 3 de mayo de 1904) confirma esta práctica (Instrucción de la Propaganda, 21 de abril de 1852; “Collectanea S. C. de Propagandâ Fide”, Roma, 1893. no. 42; Taunton, 87-88). Leyes similares están vigentes en Irlanda. Los canónigos de la catedral, y todos los sacerdotes parroquiales libres de censura y en posesión real y pacífica de su parroquia o parroquias unidas, escogen a tres eclesiásticos en una sola votación. Los nombres de los tres candidatos que han obtenido el mayor número de votos se anuncian y se envían a la Propaganda y al arzobispo de la provincia. El arzobispo y los obispos de la provincia le dan a la Santa Sede su opinión sobre los candidatos. Si juzgan que ninguno de los candidatos es capaz de realizar las funciones episcopales, no hacen ninguna recomendación. Si se trata de la nominación de un obispo coadjutor con el derecho de sucesión, se siguen las mismas reglas, pero la presidencia de la reunión electoral, en lugar de se ocupada por el metropolitano, su delegado o el obispo más antiguo de la provincia, pertenece al obispo que solicita el coadjutor (Instrucción de Propaganda, 17 de septiembre de 1829 y 25 de abril de 1835; “Collectanea,” núms. 40 y 41).

En Escocia, donde no hay capítulo ni canónigos, siguen las mismas reglas que Inglaterra; y cuando no hay capítulo, los obispos de Escocia y los arzobispos de Edimburgo y Glasgo y escogen a tres candidatos en una triple votación. Los nombres de éstos se comunican a la Santa Sede junto con los votos que ha obtenido cada uno. Al mismo tiempos e transmite información útil sobre cada uno de acuerdo a las preguntas determinadas por la Propaganda (Instrucción de la Propaganda, 25 de julio de 1883; “Collectanea”. no. 45). En los Estados Unidos de América se reúnen los consultores diocesanos y los rectores inamovibles de la diócesis bajo la presidencia del arzobispo u obispo más antiguo de la provincia, y escogen a tres candidatos, el primero dignissimus, el segundo dignior y el tercero digmus. Se envían sus nombres a la Propaganda y a los arzobispos de la provincia, los cuales examinan los méritos de los candidatos propuestos por el clero y a su vez, en una votación secreta, proponen a tres candidatos. Si escogen a otros candidatos distintos a los designados por el clero, indican sus razones a la Propaganda. En el caso de nominación de un coadjutor con derecho de sucesión, la reunión del clero es presidida por el obispo que solicita el coadjutor. Si se trata de una diócesis recién creada, los consultores de todas las diócesis de cuyo territorio surgió la nueva, y todos los rectores inamovibles de la nueva diócesis, escogen los tres candidatos de entre el clero. Finalmente, si se trata de sustituir a un arzobispo o de concederle un coadjutor con derecho de sucesión, la Propaganda consulta a todos los metropolitanos de Estados Unidos (Decreto de Propaganda, 2l de enero de 1861, modificado por el de 31 de septiembre de 1885; Collectanea, núm. 43).

Por un decreto de 2 de diciembre de 1862, en Canadá la Iglesia todavía sigue las reglas que la Propaganda estableció para los Estados Unidos el 21 de enero de 1861 (Collectanea. no. 43; Collectio Lacensis 1875, III, 684, 688). Cada tres años los obispos deben comunicarle a la Propaganda y al metropolitano los nombres de los sacerdotes que consideran dignos de funciones episcopales. En adición, cada obispo debe designar en una carta secreta tres eclesiásticos que él considera digno de sucederle. Cuando ocurre una vacante, todos los obispos de la provincia le indican al arzobispo o al obispo más antiguo los nombres de los sacerdotes que ellos consideran recomendables. Entonces los obispos se reúnen y discuten los méritos de cada sacerdote recomendado, y proceden a la nominación de los candidatos por voto secreto, y se envía a la Propaganda la minuta de la reunión. En Australia se sigue un método similar al de Estados Unidos. Sin embargo, se deben notar dos diferencias: primero los obispos todavía notifican cada tres años, al metropolitano y a la Propaganda, los nombres de los sacerdotes que consideran dignos del oficio episcopal. Segundo, cuando es cuestión de la nominación de un obispo coadjutor, ocupa la presidencia de la asamblea de consultores y rectores inamovibles, no el obispo que demanda el coadjutor, sino el metropolitano o el obispo delegado por él (Instrucción de Propaganda, 19 de mayo de 1866, modificada por el decreto de 1 de mayo de 1887; Collectanea núm. 44).

No importa cuál sea el modo de su nominación, el obispo no posee poderes hasta que su nominación haya sido confirmada por la Santa Sede, ya sea en un consistorio o mediante carta pontifical. Además, se le prohíbe entrar a la administración de su diócesis y tomar posesión de su sede por la comunicación al capítulo catedral de las cartas apostólicas de su nominación (Const. “Apostolicae Sedis” 12 de octubre de 1869, V, I; “Collectanea”, núm. 1002). Desde este momento, incluso antes de su consagración, el nuevo obispo tiene todos los derechos de jurisdicción en su diócesis. Se le requiere hacer la profesión de fe requerida en el primer sínodo provincial que se celebre después de su elevación (Concilio de Trento, Ses. XXV, De ref., Ch. II). Finalmente, está obligado a recibir la consagración episcopal dentro de tres meses. El derecho a consagrar a un nuevo obispo le pertenece al soberano pontífice, quien generalmente le permite al recién elegido ser consagrado por tres obispos de su elección. Sin embargo, si la consagración se efectúa en Roma, él debe seleccionar un cardenal o uno de los patriarcas mayores que residen en Roma. Si sin embargo, su propio metropolitano está en Roma en ese momento, está obligado a escogerlo. La consagración se debe realizar un domingo o por lo menos en la fiesta de un apóstol, de preferencia en la iglesia catedral de la diócesis o al menos dentro de la provincia eclesiástica (Concilio de Trento, Ses. XXIII, De ref., Ch. II). Antes de la consagración, el obispo debe hacer un juramento de fidelidad a la Santa Sede. (Para la fórmula de este juramento en los Estados Unidos vea “Acta et Decreta conc. Plen. Balt., III”, Baltimore, 1886. Apéndice, 202.). La consagración por un sólo obispo no sería inválida pero sería ilícita. Sin embargo, los obispos de Sudamérica tienen el privilegio de ser consagrados por un obispo ayudado por dos o tres sacerdotes, si se les hace difícil obtener tres obispos (Cartas Apostólicas del Papa León XIII “Trans Oceanum”, 18 de abril de 1897; “Acta Sanctae Sedis”, 1896-97, XXIX, 659). La consagración episcopal tiene el efecto de dar al obispo la plenitud de los poderes del Orden (vea órdenes sagradas).

Derechos y Poderes del Obispo

Como ya se estableció, el obispo posee los poderes del orden y la jurisdicción. El poder del orden le viene a través de la consagración episcopal, pero el ejercicio de este derecho depende de su poder de jurisdicción. La ordenación sacerdotal realizada por cada obispo debidamente consagrado es indudablemente válida, aunque los obispos pueden ordenar sólo en conformidad con los estatutos del derecho canónico; sólo él puede conferir las órdenes mayores. Se ha discutido la cuestión de si el Papa puede delegar en un sacerdote, por ejemplo el abad de un monasterio, el poder de ordenar a un diácono. El obispo es el único ministro ordinario del Sacramento de la Confirmación (Concilio de Trento, Ses. XXIII, can. VII). El derecho canónico le ha reservado ciertas bendiciones y consagraciones a él, es decir, aquellas que se realizan con el óleo sagrado. Las siguientes funciones están reservadas al obispo: la dedicación de un altar, de cálices y patenas, y generalmente de artículos que sirven para la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, la reconciliación de una iglesia desecrada, la bendición de campanas, la bendición de un abad, la bendición de los santos óleos, etc. Al obispo se le prohíbe ejercer la Pontificalia, es decir, realizar las funciones episcopales en otra diócesis, sin el consentimiento del ordinario, es decir, el obispo propio (Concilio de Trento, Ses. VI, De ref., Ch. V).

Además del poder del orden, los obispos poseen el de jurisdicción; ellos tienen el derecho de prescribir para los fieles las reglas que éstos deben seguir para obtener la salvación eterna. El poder de jurisdicción es de origen divino, en el sentido que el Papa debe establecer en la Iglesia obispos cuya misión sea dirigir a los fieles hacia la salvación. Los obispos tienen entonces en sus diócesis una jurisdicción ordinaria, limitada, sin embargo, por los derechos que el Papa se reserva para sí mismo en virtud de su primacía. Pero esta jurisdicción es independiente del deseo y consentimiento de los fieles, e incluso del clero. En ciertos asuntos importantes, sin embargo, el obispo debe a veces buscar el consejo, en otras el consentimiento, del capítulo catedral. En ciertos países donde no se han establecido capítulos, el obispo está obligado a consultar en algunos casos específicos a los consultores cleri dioecesani, o consultores diocesanos (Tercer Concilio de Baltimore, nos. 17-22, 33, 179). Por otro lado, cierta clase de personas, especialmente los regulares propiamente llamados, están exentos de autoridad episcopal, y ciertos asuntos son removidos de la jurisdicción de los obispos. Además, él no tiene poder contra la voluntad de una autoridad superior, es decir, el Papa, un concilio, ya sea general, plenario o provincial. El obispo posee también otros importantes poderes a través de jurisdicción “delegada”, la cual se le adjudica ya sea por ley, ya sea escrito o establecido por las Congregaciones Romanas; él ejerce esta última jurisdicción en nombre de la Sede Apostólica (vea abajo). Ciertos escritores le atribuyen al obispo una tercera clase de jurisdicción, la cual llaman “cuasi ordinaria”, pero hay amplias diferencias sobre las definiciones de esta clase de jurisdicción. Varios escritores (tal como: Wernz, II, 10; Bargilliat, “Praelect. ju. can.”, París, 1900, I, 164; y entre los canonistas antiguos, Boix, “De princep. juris canonici”, París, 1852, 530) piensan que esta distinción es inútil; la jurisdicción conocida como cuasi ordinaria no es nada más que una ordinaria o delegada concedida por una ley escrita o por la costumbre.

Es un asunto muy controvertido si los obispos obtienen su jurisdicción directamente de Dios o del soberano pontífice. Esta última opinión, sin embargo, es casi generalmente aceptada al presente, pues está más en conformidad con la constitución monárquica de la Iglesia, la cual parece demandar que no haya poder en la Iglesia que no emane inmediatamente del Papa. Los autores que sostienen la opinión contraria dicen que es durante la consagración episcopal que los obispos reciben de Dios su poder de jurisdicción. Pero habitualmente los obispos tienen todos los poderes de jurisdicción sobre sus diócesis antes de la consagración (Bargilliat, I, 442-445). Otro asunto muy discutido es si la “potestas magisterii”, o autoridad docente, es una consecuencia del poder del orden o del de jurisdicción (Sägmüller, Lehrbuch des katholischen Kirchenrechts, Frieberg, 1900-04, 24-25). Sea cual sea la conclusión, la autoridad docente debe ser clasificada aquí entre los poderes de jurisdicción. La autoridad docente del obispo y su autoridad de gobernar (“potestas regiminis”) se deben considerar sucesivamente, pues la última comprende los poderes legislativos, dispensativos, judiciales, coercitivos y administrativos.

Autoridad Docente

Por Ley Divina los obispos tienen el derecho de enseñar la doctrina cristiana (Mt. 28,19; Concilio de Trento, Ses. XXIV, De ref., ch. IV; Encíclica de León XIII, “Sapientiae christianae”, 10 de enero de 1890; “Acta Sanctae Sedis”: 1890, XXXII, 385). Al mismo tiempo, le incumbe la obligación de instruir a los fieles ya sea personalmente o, si le es difícil, a través de otros eclesiásticos. También están obligados a ver que en las parroquias los párrocos llenen los requisitos de predicar y enseñar que les impone el Concilio de Trento (Ses. V, De ref., Ch. II; Ses. XXIV, De ref. Ch. IV). También debe supervisar la enseñanza de la doctrina cristiana en los seminarios, así como en escuelas primarias y secundarias (Conc. Balt. III, nos. 194 ss.; Const. “Romanos pontifices”, 8 de mayo de 1881; op. cit., Apéndice, 212). En virtud de este derecho de superintendencia, y debido a las íntimas relaciones existentes entre la instrucción y la educación, el obispo está facultado para prohibir la asistencia a escuelas no sectarias, por lo menos en aquellos distritos donde existan escuelas católicas, y donde la asistencia a dichas escuelas sea peligrosa. En virtud del mismo derecho a menudo estará compelido a erigir escuelas católicas o a fomentar su establecimiento (Tercer Concilio de Baltimore, núms. 194-213). A nadie le es permitido predicar la doctrina cristiana sin el consentimiento del obispo, o al menos sin su conocimiento si es cuestión de predicación religiosa exenta en sus propias iglesias (Concilio de Trento, Sess. V, De ref., ch., II; Sess. XVIV, De ref., ch. IV).

El obispo tiene el poder de supervisar los escritos publicados o leídos en sus diócesis, obras respecto a las ciencias sagradas están sujetas a su aprobación; debe prohibir la lectura de libros y periódicos perniciosos. Él ejerce control especial sobre las publicaciones del clero secular, quienes están obligados a consultarle antes de emprender la dirección de periódicos o de publicar obras incluso sobre asuntos profanos (Const. de León XIII, “Officiorum et munerum”, 25 de enero de 1897; Vermeersch, “De probitione et censura liborum”, 4ta. ed., Roma, 1906). Tiene el derecho de supervisión especial sobre manuales usados en instituciones educativas, y hasta donde sea posible, debe fomentar la publicación de buenos libros y periódicos (Tercer Concilio de Baltimore, núms. 210,220, 221, 225, 226). El obispo es el Inquisitor natus o protector de la fe de su diócesis. Aunque es cierto que no tiene el derecho a definir, fuera de los concilios ecuménicos cuestiones controvertidas respecto a la fe y la moral, pero cuando surge una discusión acalorada en su diócesis, él puede imponer silencio sobre las partes involucradas mientras espera una decisión de la Santa Sede. Si alguno, sin embargo, niega un punto de doctrina definido por la Iglesia, aunque sea del todo religiosa exenta, el obispo está facultado para castigarlo (Concilio de Trento, Sess. V, De ref., ch. II; Sess. XXIV, De ref., ch, III). Asimismo, debe guardar a los fieles de su diócesis contra sociedades condenadas por la Santa Sede (Tercer Concilio de Baltimore, núms. 244-255).

Autoridad para Gobernar

(1) Poder Legislativo:

El obispo puede aprobar para su diócesis aquellas leyes que considere conducentes al bien general. Aunque no está obligado a convocar un sínodo para dicho propósito, su poder legislativo no es absoluto. Él no puede legislar contra jus commune, es decir, aprobar una ley contraria a la ley general de la Iglesia, escrita o establecida por la costumbre, o a las decisiones de concilios generales, plenarios o provinciales. Esto se basa en el principio que un inferior no puede actuar contrario a la voluntad de sus superiores (ch. 11, “De electione et electi potestate”, I, III, en las Clementinas; Friedberg, II, 937). Sin embargo, él puede aprobar leyes juxta jus commune, es decir, puede insistir en la observancia de provisiones de la ley eclesiástica común penalizando la violación de la misma (ch. II. De constitutionibus, VI, I, II; Friedberg, II, 937). Él puede determinar la ley eclesiástica común, o sea, puede permitir o prohibir lo que la ley común no permite ni prohibe con certeza, y puede aplicar a las necesidades particulares de su diócesis las sanciones generales de las leyes pontificales.

Muchos escritores dicen que el obispo tiene también el poder de aprobar leyes praeter jus commune, o sea, regular aquellos asuntos respecto a los cuales la ley eclesiástica es silente; o por lo menos puntos particulares imprevistos por la ley común. En cualquier caso, si el obispo desea añadir a las sanciones de la ley común (y el mismo principio es válido cuando es cuestión de aplicar a las necesidades de su propia diócesis una ley general de la Iglesia), debe tener cuidado de no sancionar asuntos que la ley común, en la intención del legislador supremo, ha regulado completamente. La ley común prohíbe implícitamente cualquier acción episcopal a tales efectos. Así, por ejemplo, el obispo no puede introducir nuevas irregularidades. En su legislación diocesana el obispo no debe ir más allá del propósito propuesto por la ley eclesiástica común. Así, ésta última prohíbe al clero tomar parte en juegos de azar (ludi aleatorii), siendo la meta de la ley condenar el amor al lucro y evitar el escándalo; al mismo tiempo el obispo no puede prohibir en casas privadas otros juegos que no sean de azar. Por otro lado, si es un asunto respecto al cual la ley común es silente, el obispo puede tomar todas las medidas necesarias para prevenir y poner fin a los abusos y para mantener la disciplina eclesiástica. Sin embargo, él se debe abstener de imponer a su clero obligaciones y cargos extraordinarios, y de innovaciones inusuales. Por lo tanto, el poder legislativo del obispo præter jus commune está lejos de ser absoluto (Chaeys-Bouuaert, De canonicâ cleri sæcularis obedientiâ, Lovaina, 1904, 69-77). Los escritores canónicos discuten el derecho del obispo a abrogar una costumbre local contraria a las sanciones de la ley eclesiástica común. Probablemente él no tiene el derecho, siempre que la costumbre sea jurídica, es decir, una razonable y legítimamente prescrita por consentimiento papal, no pertenece al obispo el acto contrario a la voluntad del Papa.

El poder de conceder dispensas es correlativo al poder legislativo. El obispo puede, por lo tanto, dispensar con respecto a todas las leyes diocesanas. Puede también dispensar, sólo en casos particulares, de las leyes de los sínodos provinciales y plenarios; cualquier dispensa de estas leyes sería casi imposible, si fuera necesario en todas las ocasiones convocar un nuevo sínodo plenario o provincial. El obispo, sin embargo, no puede dispensar de leyes que se relacionen directamente a sí mismo, e imponer obligaciones sobre él, o de leyes que concedan derechos a una tercera parte. El obispo no puede dispensar de leyes hechas por el Papa, a lo cual hay, sin embargo, algunas excepciones. En ciertos asuntos, la ley escrita o costumbra le ha concedido ese derecho al obispo. Él puede también dispensar de tales leyes en virtud de un poder expresamente delegado, o incluso a veces en virtud del consentimiento, presumido o tácito, del Papa; estos casos en realidad son determinados por la costumbre. Los escritores canónicos también aceptan que un obispo puede conceder una dispensa, cuando hay duda sobre si la dispensa es requerida, aunque en tal caso puede ser cuestión de si es necesaria del todo una dispensa (Bargilliat, I, 483-491).

(2) Poder Judicial:

Este poder se ejerce de dos maneras: sin el aparato legal (extra judicialiter) o en un proceso judicial (judicialiter). En su diócesis el obispo es juez de primera instancia en todos los juicios, civiles y criminales que atañan al tribunal eclesiástico, a menos que las personas estén exentas de su autoridad o la materia esté reservada para otros jueces; tales por ejemplo son el proceso de canonización reservado al Papa o la mala conducta de un vicario general, que cae bajo la competencia del arzobispo (Cap. VII, De officio judicis ordinarii, VI, I, XVI; Friedberg, II, 988; Concilio de Trento, Ses. XXIV, De ref., cap. XX). En los juicios eclesiásticos se debe conformar a las provisiones generales o especiales de la ley. (Para juicios matrimoniales vea “Instructio de judiciis ecclesiasticis circa causas matrimoniales” en “Acta et decreta Concilii Plenarii Baltimorensis III”, Appendix, 262; para juicios a eclesiásticos vea la Instrucción de Propaganda, “Cum Magnopere”, la cual reproduce substancialmente la Instrucción de la Congregación de Obispos y Regulares de 11 de junio de 1880 op. cit., 287; vea también S. Smith, “Nuevo procedimiento en causas criminales y disciplinarias de eclesiásticos”, 3ra. ed., Nueva York, 1898.) El obispo tiene también poder judicial que ejerce extra judicialiter tanto in foro externo (públicamente) como in foro interno (en conciencia). Tiene el poder de absolver a todos sus súbditos de sus pecados y censuras no reservados a la Santa Sede. Además la absolución de una censura infligida por un juez eclesiástico está siempre reservada a éste o a sus superiores (Bula, “Sacramentum Poenitentiæ” 1 de junio de 1741 en “Benedicti XIV, Bullarium”, Venecia, 1775, I, 22; Const. “Apostolicae Sedis”, “Collectanea S.C.P.”, 1002). Por otro lado, el obispo se puede reservar para sí mismo la absolución de ciertos pecados (Concilio de Trento, Ses. XIV, “De poenit.”, cap. VII; Tercer Concilio Plenario de Baltimore, núms. 124, 127)

(3) Poder Coercitivo:

El derecho a castigar es una consecuencia necesaria del derecho a juzgar. Anteriormente el obispo podía e infligía incluso castigos corporales y multas, los cuales ya no se acostumbran ni siquiera para eclesiásticos. Las penalidades usuales para los laicos son censuras; para eclesiásticos, ejercicios religiosos, confinamiento por un tiempo en un monasterio (Tercer Concilio Plenario de Baltimore, núms. 72-73), degradación a un oficio de menor importancia (privatio officii ecclesiastici), y censuras, especialmente la suspensión. El obispo puede infligir suspensión ex informatâ conscientia, es decir, bajo su responsabilidad personal, y sin observar ninguna formalidad legal, pero en casos previstos por la ley (Instrucción de Propaganda, 20 de octubre de 1884; Conc. Balt. en Ap. 298). Al poder coercitivo del obispo pertenece también el derecho a emitir ciertas órdenes (præcepta), es decir, de imponerle a un eclesiástico en particular obligaciones especiales sancionadas por ciertas penalidades (Constitución “Cum Magnopere” núms. 4 y 8). Él tiene también el poder legítimo de remover las penalidades infligidas por él mismo. Los obispos pueden también conceder indulgencias: cardenales, 200 días de indulgencia, arzobispos, 100, y obispos, 50. (Decreto de la Congregación de Indulgencias, 28 de agosto de 1903; Acta Sanctae Sedis. XXXVI, 318).

(4) Poder Administrativo:

Aquí sólo podemos indicar brevemente los asuntos a los cuales se extiende el poder administrativo del obispo:

• El principal es la dirección suprema del clero. A principios del siglo XX, generalmente hablando, se podía decir que el obispo tenía el derecho a retener en su diócesis a un sacerdote a quien le había confiado funciones eclesiásticas y dado los medios de subsistencia (Claeys-Bouuaert, 200-244). En caso de necesidad o gran utilidad, por ejemplo, debido a escasez de sacerdotes, el obispo puede obligar a un eclesiástico a aceptar funciones, pero se requerirá un indulto pontifical para imponerle el cura animarum, o cura de almas. Eclesiásticos ordenados titulo missionis (vea Órdenes Sagrados, misiones) aceptan obligaciones especiales a este respecto. (Vea Instrucción de Propaganda. 27 de abril de 1871, y la Respuesta del 4 de febrero de 1873; Conc. Plen. Balt. III, Appendix, 204-211; decreto “De seminariorum alumnis” 22 de diciembre de 1905; “Acta Sanctae Sedis”, 1905, XXXVIII, 407.) El obispo puede también nominar para beneficios y funciones eclesiásticas en su propia diócesis. Ciertas nominaciones, sin embargo, están reservadas para la Santa Sede, y en muchos países todavía existe el derecho de patronato.

• El obispo, además, interviene en la administración de la propiedad eclesiástica. No es posible enajenar ningún bien eclesiástico sin su consentimiento, y él ejerce la supervisión suprema sobre su administración.

• Tiene el derecho especial de intervenir en todos los asuntos relativos al culto divino y a los Sacramentos; autoriza y supervisa la impresión de libros litúrgicos, regula el culto público, procesiones, exposición del Santísimo Sacramento, celebración de la Santa Misa, celebración de Misa dos veces el mismo día por el mismo sacerdote (vea binación), y exorcismos; se requiere su consentimiento para la erección de iglesias y oratorios; autoriza la veneración pública de las reliquias de los santos y de aquellos que han sido beatificados; ejerce supervisión sobre las estatuas e imágenes expuestas para la veneración de los fieles; publica indulgencias, etc. Pero su poder no es ilimitado en todos estos asuntos; él debe conformarse a los decretos del derecho canónico.

Los obispos tienen también una “jurisdicción delegada”, la cual ejercen a nombre de la Santa Sede; este poder se les concede a jure o ab homine. La ley eclesiástica a menudo le concede a los obispos poderes delegados; pero sería erróneo decir, por ejemplo, que todo poder de dispensa concedido por una ley general de la Iglesia es un poder delegado. Tal poder es quizás demasiado a menudo un poder ordinario. Pero cuando la ley le concede al obispo un poder de jurisdicción tanquam Sedis apostolicæ delegatus, lo que él recibe es un poder delegado. (vea, por ejemplo Concilio de Trento, Ses. V, De ref. cap., I, II; Ses. VI, De ref., cap. III; Ses. VII, De ref., cap VI, VIII, XIV, etc). Los escritores no concurren en cuanto a la naturaleza del poder concedido a un obispo también como delegado a la Sede Apostólica, etiam tanquam sedis apostolicæ delegatus. Algunos afirman que en este caso el obispo tiene al mismo tiempo poder ordinario y delegado, pero sólo relativo a tales personas que son sujetos de su jurisdicción. (Reiffenstuel, Jus canonicum universum, Paris, 1864, tit. XXIX, 37); otros arguyen que en este caso el obispo tiene jurisdicción ordinaria respecto a sus súbditos, y sólo una delegada respecto a aquellos que están exentos (Hinschius, System des katholischen Kirchenrechts, Berlin, 1869, I, 178; Scherer, Handbuch des Kirchenrechts, Graz, 1886, I, 421, note 36); otros afirman que el obispo tiene al mismo tiempo poder tanto ordinario como delegado sobre sus súbditos, y poder delegado sobre los que sean exentos (Wernz, II, 816); finalmente, otros ven en esta fórmula sólo un medio de remover cualesquiera obstáculos que pudieran impedirle al obispo usar el poder concedido a él (Santi, Praelect. jur. can., Nueva York, 1898, I, 259). Los poderes delegados ab homine son al presente de una gran importancia especialmente en países misioneros. La Penitenciaría Apostólica concede sólo aquellos que conciernen al foro de la conciencia. Los otros son concedidos por la Sagrada Congregación de Propaganda, y son llamados facultates habituales, porque no se conceden para un caso individual determinado. Estas facultades ya no se conceden sólo al obispo en su propia persona, sino a los ordinarios, es decir, al obispo, a su sucesor, al administrador pro tem de la diócesis, y al vicario general, vicarios apostólicos, prefectos, etc. (Declaración del Santo Oficio, 26 de noviembre de 1897, 22 de abril de 1898, 25 de junio de 1898, 5 de septiembre de 1900; Acta Sanctæ Sedis, 1897-98, XXX, 627, 702; 1898-99, XXXI, 120; 1900-01, XXXIII, 225). Como regla general el obispo puede subdelegar estos poderes, siempre que las facultades no se lo prohíban (Santo Oficio, 16 de diciembre de 1898; Acta Sanctæ Sedis, 1898-99, XXXI, 635). Para más información vea Putzer-Konings, “Commentarium in facultates apostolicas” (5ta. ed., Nueva York, 1898). Por otro lado, el obispo siempre puede pedir a la Santa Sede tales poderes en la medida que sean necesarios para la administración de su diócesis. El obispo es también el ejecutor de las dispensas que concede la Santa Sede in foro externo, es decir, para uso o aplicación públicos.

Obligaciones del Obispo

Al describir los derechos del obispo ya hemos indicado en gran medida cuáles son sus obligaciones. Todos sus esfuerzos deben dirigirse hacia la meta de preservar la verdadera fe y un alto nivel moral entre la gente; ellos alcanzan este fin con el buen ejemplo, la predicación, el afán diario por la buena administración de la diócesis y con la oración. De hecho, los obispos están obligados por Ley Divina a implorar la ayuda de Dios para los fieles encomendados a su cuidado. El derecho canónico ha determinado más completamente esta obligación, y le impone a los obispos la obligación de celebrar Misa por los fieles de su diócesis (missa pro grege) todos los domingos, en los días de precepto y en los días de fiesta abrogados (Const. León XIII (Const. León XIII “In supremâ”, 10 de junio de 1882; “Collectanea, S.C.P.”, no. 112). El obispo está obligado a tener especial cuidado de la educación de los jóvenes y del adiestramiento del clero; debe ejercer continua vigilancia sobre este último y ayudarles con sus consejos. La Iglesia le ha impuesto como una obligación especial a los obispos la visita canónica de la diócesis y la celebración de un sínodo diocesano anual. También está obligado a visitar anualmente la mayor parte de su diócesis ya sea personalmente o, si no puede, a través de sus delegados. Esta visita le permitirá administrar el Sacramento de la Confirmación (Concilio de Trento, Ses. XXXIV, De ref., cap. III). El Tercer Concilio Plenario de Baltimore le concede al obispo tres años para hacer esta visita (Acta et decreta, no. 14). El Concilio de Trento ordenó que se celebrase un concilio diocesano anual (Ses. XXIV, De ref. cap II).

Para 1907 la Santa Sede ya no instaba a la observancia estricta de esta legislación (Santi Praelect. Jr. Can., I, 360). El Tercer Concilio de Baltimore decretó que el obispo debía asesorarse con los consultores diocesanos cada vez que deseara convocar un sínodo (Acta et decreta, no.20); por lo tanto es innecesario que el sínodo se reúna anualmente. Sin embargo, en países misioneros la Santa Sede desea que estos sínodos sean más frecuentes y dispensa al obispo de la observancia de las formalidades difíciles de realizar, como por ejemplo, el convocar a todos los eclesiásticos que debean asistir al sínodo (Carta de la Sagrada Congregación de Propaganda al Obispo de Milwaukee, 19 de julio de 1889, “Collectanrea, S.C.P.” no. 117). Finalmente, es evidene que el obispo no puede cumplir todos los deberes de su oficio a menos que observe la ley de residencia, la cual le obliga a residir en su diócesis y es adecuado que esté en la ciudad episcopal en los principales días de fiesta del año. No puede ausentarse de su diócesis por más de tres meses, excepto por una razón seria aprobada por la Santa Sede (Concilio de Trento, Ses. VI, De ref., cap. I; Ses. XXXIII, De ref., ch. Ii; Benedicto XIV, “Ad universae christianae”, 3 de septiembre de 1746; Cartas de Propaganda, 24 de abril y 24 de agosto de 1861; “Collectanea, S.C.P.”, nos. 103, 105).

El obispo tiene también obligaciones respecto a la Santa Sede. A través de toda su administración él debe conformarse a la legislación general de la Iglesia y a las directrices del Papa. A este respecto le incumben dos obligaciones: debe hacer la Visitatio ad limina Apostolorum, y presentar el Relatio de statu diocesis, es decir, debe visitar los santuarios de San Pedro y San Pablo en Roma y presentar un informe sobre la condición de su diócesis. En tiempos del Papa Pascual II (1099-1118), sólo los metropolitanos estaban obligados a hacer esta visita. Las decretales le imponían esta obligación al obispo cuya consagración se reservaba el Papa para sí mismo (C. IV; “De electione et electi potestate”; X, I, VI; c. XIII, “De majoritate et obentia” X, I, XXXIII; c. IV, “De jurejurando”, X, II, XXIV; Friedberg, II, 49, 201. 360). Se ha convertido en una práctica general desde el siglo XV, y Sixto V definitivamente gobernó a favor de esta obligación (Bula, “Romanus Pontifex”, 20 de diciembre de 1585; “Bullarum amplissima collectio”, ed. Cocquelines, Roma, 1747, IV, IV, 173). Según dicha Bula los obispos de Italia e islas adyacentes, de Dalmacia y Grecia, deben hacer la visita ad limina cada tres años; los de Alemania, Francia, España, Inglaterra, Portugal, Bélgica, Bohemia, Hungría, Polonia y las islas del Mar Mediterráneo, cada cuatro años; los de otras partes de Europa, del norte de África, y las islas del Océano Atlántico situadas al este del Nuevo Mundo, cada cinco años; los de otras partes del mundo, cada diez años. En virtud de un privilegio del 10 de mayo de 1631, los obispos de Irlanda deben hacer esta visita sólo cada diez años. Incluso en el caso de diócesis más recientemente erigidas, los años se cuentan desde el 20 de diciembre de 1585, fecha de la antedicha Bula (Instrucción de Propaganda, 1 de junio de 1877; Collectanea, S.C.P., no. 110).

Los obispos deben hacer esta visita personalmente y con este propósito se les permite ausentarse de sus diócesis; los obispos de Italia durante cuatro meses, otros obispos por siete meses. La Santa Sede a veces dispensa a un obispo de la obligación de hacer la visita personalmente, especialmente a uno de aquellos que han sido promovidos a un oficio más alto (dignitates), o a un sacerdote de su diócesis que viva en Roma, o incluso al agente del obispo en esa ciudad, si es un eclesiástico. Mientras que esta visita, según se dijo antes, debe ser hecha al tercer, cuarto, quinto o décimo año, la regla sufre frecuentes excepciones en la práctica (Wernz, II, 914). La Visitatio Liminum incluye una visita a las tumbas de San Pedro y San Pablo, una audiencia con el Santo Padre, y un informe escrito que el obispo debe presntar a la Congregación del Concilio (Congregatio specialis super statu ecclesiarum también llamado Concilietto) según una fórmula de Benedicto XIII en 1725 (A. Lucidi, De Visitatione saerorim Liminum, 5ta. ed., Roma, 1883).

Los obispos sujetos a la Propaganda presentan esta declaración a esta congregación (la fórmula propia está en “Acta Sanctae Sedis”, 1891-92; XXIV, 382. “Collectanea”, no. 104). Además deben enviar cada cinco años un informe a la Propaganda según el formulario redactado por esta congregación el 24 de abril de 1861 (Collectanea, no. 104). Esta obligación anteriormente había sido todos una vez al año (Decretos de Propaganda, 31 de octubre de 1838, 27 de septiembre de 1843 y 23 de marzo de 1844; Collectanea, nos. 97-99; Tercer Concilio de Baltimore, no. 14).

Finalmente, se debe hacer mención de ciertos privilegios que disfrutan los obispos. Ellos no caen bajo suspensiones e interdictos, latæ sententia, es decir, incurridas ipso facto, a menos que la misma contenga una mención expresa de ellos; aquellos que resulten culpables de agresiones son castigados con la excomunión reservada speciali modo al sumo pontífice; ellos tienen el derecho de tener una capilla doméstica y disfrutan del privilegio de altare portabile, o altar portátil, etc.

Uso No Católico

Ciertas iglesias protestantes todavía retienen el título de obispo. Para su uso en la Iglesia Anglicana vea Sir r. Phillimore. “Ley Eclesiástica en la Iglesia de Inglaterra” (nueva ed., 1895; F. Makeower, “Verfassung der Kirche von England” (1894), y la “Encycl. Britannica” (9na. ed.), III, 788-789; cf., también O. J. Reichel. “Un Corto Manual de Derecho Canónico” (Los Sacramentos), Londres, 1896, 283-‘298. Para su uso en las Iglesias Protestantes nacionales de Dinamarca y Suecia, vea los artículos que tratan sobre dichos países, y para su historia y uso en las iglesias evangélicas de Prusia y el continente europeo, Jacobson-Friedberg en “Real-Encycl. f. prot. Theol. und Kirche” (3ra ed., 1897), III, 246-247. Para su uso en las iglesias protestantes de Estados Unidos vea Bautistas, Metodistas, Mormones. Las antigüedades y constitución del episcopado griego se tratan en J. M. Heineccius en “Abbildung der alten und neuen griechischen Kirche” (Leipzig, 1711), y en Milasch-Pessic, “Das Kirchenrecht der morgenländischen Kirche” (Germ. tr. of 2da ed., Mostar, 1905); las condiciones actuales del episcopado griego, católicos y ortodoxos (cismáticos), se describen en Silbernagl-Schnitzer, Verfassung und gegenwartiger Bestand samtlicher “Kirchen des Orients” (2da ed., Ratisbona, 1904), passim.

Fuente: Van Hove, Alphonse. “Bishop.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907.
http://www.newadvent.org/cathen/02581b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Selección de imágenes José Gálvez Krüger

[1] El Obispado: disertación de la potestad de gobernar la Iglesia

Fuente: Enciclopedia Católica