PENITENCIA

sacramento que consiste en la realización de algún acto especí­fico de mortificación, que alguien ejecuta por propia voluntad, como expresión de dolor y arrepentimiento por sus pecados.

También se denomina sacramento de la reconciliación es un rito que se celebra para redimir los pecados cometidos después del bautismo.

Comprende determinados pasos del penitente y la absolución por parte de un sacerdote, se considera como una institución divina, Mt 16, 19 y 18, 18; Jn 20, 22-23. Los pasos que debe hacer el penitente son: La contrición, pena profunda y sincera por el pecado. La confesión de los pecados graves a un sacerdote. Y la penitencia, oraciones u obras que debe realizar el penitente para reparar los pecados cometidos.

El sacramento puede celebrarse de forma individual o durante una celebración comunitaria en la que se rezan oraciones, se entonan cantos, se realizan lecturas de las Escrituras y se imparte una homilí­a. Aunque la penitencia tiene raí­ces antiguas, no se utilizaba con tanta frecuencia en la Iglesia primitiva como hoy en dí­a.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(hacerse penas, castigarse uno mismo, dolerse, arrepentirse).

1- Autocastigarse: Para pagar los danos de los pecados propios o de los: De otros.

– S. Pablo, después de haber sido el gran Apóstol, decí­a: “Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, yo mismo resulte descalificado”, 1Co 9:27.

– En tiempos de Jonás, los ninivitas fueron perdonados, porque hicieron penitencia, se vistieron de ceniza todos y ayunaron, empezando por el rey, y Dios los perdonó, Jon 3:5-10.

– Jesus nos dice que “si no hacéis penitencia, todos pereceréis”: (Luc 13:3, Luc 13:5) . e increpó a Cafarnaún y a Corazaí­n, porque no hací­an penitencia, después de haber visto tantos milagros y manifestaciones, y les dijo que Sodoma y Gomorra serí­an tratadas mejor que ellas, Mt:Luc 11:20-24.

2- Virtud por la cual uno se arrepiente de sus pecados, se convierte a Dios y vive una vida cristiana, llevando su cruz, la que el Senor le quiera mandar: (Mat 16:24, Luc 9:23, Luc 14:27, Luc 14:33).

3- Sacramento de la Penitencia, o de la Confesión, o de la Reconciliación.

– Instituí­do por Jesus: Jua 20:23.

– Su necesidad: Mat 5:23-24. Ver “Confesión”, “Arrepentimiento”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Actitud penitencial y sacramento de la penitencia

La actitud “penitencial” o de “conversión” y apertura a los planes salví­ficos de Dios, se expresa de diversas maneras oración filial, limosna o solidaridad fraterna, ayuno o sacrificio, tiempos litúrgicos especiales (cuaresma), inicio de la celebración eucarí­stica, examen de conciencia, sacramento de la penitencia. En la celebración sacramental tiene lugar por medio de la contrición, confesión, satisfacción y absolución.

El sacramento del perdón recibe diversos nombres, como indicando diversas perspectivas. Es sacramento de la “penitencia”, que significa cambio o rectificación en la marcha del camino, expresado con una actitud de arrepentimiento de los pecados. Es sacramento de la “reconciliación” y de perdón, para volver a sintonizar con los planes de Dios, unirse a su voluntad y rehacer la unión con la Iglesia; es reconciliación con Dios, con la Iglesia y con los hermanos en general. Es también sacramento de la “confesión”, en cuanto que se reconocen lo propios pecados ante la Iglesia (personalmente ante el ministro del Señor).

Todos estos aspectos quieren expresar la actitud fundamental descrita por Jesús en las parábolas del hijo pródigo y del publicano “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15,21); “apiádate de mí­ que soy un pecador” (Lc 18,13). Por el sacramento de la penitencia, celebrado personal o comunitariamente, se manifiesta la fe en el misterio de la redención actualizado en la Iglesia y se realiza la propia penitencia en el contexto de la comunión de los santos, recibiendo una nueva gracia del Espí­ritu Santo.

Signo eficaz del encuentro con Cristo
El sacramento de la reconciliación es signo eficaz de encuentro y configuración con Cristo Redentor. Es Cristo quien perdona por medio del ministro ordenado y de los actos penitenciales del creyente arrepentimiento o dolor (contrición), confesión personal e í­ntegra de los pecados, propósito de enmienda, satisfacción (“penitencia” adecuada)… La acción salví­fica de Cristo se hace presente por las palabras de la absolución y por la actitud del penitente. El signo eficaz de gracia se hace encuentro con Cristo Buen Pastor. Los actos del penitente son relacionales, como de un encuentro vivencial y transformante ante Cristo presente reconoce (confiesa) su propio pecado, expresa su arrepentimiento y se compromete a satisfacer y a corregir. El ministro (sacerdote ordenado), que obra en nombre de Cristo, debe reconocer en el penitente la persona del mismo Cristo que “cargó con nuestros pecados” (1Pe 2,24). Su servicio es de quien ya ha experimentado anteriormente la misma misericordia del Señor.

Dios concede el perdón cuando uno se reconoce pecador ante su misericordia, con la disponibilidad de corregirse y, en caso de pecado grave, con la intención de confesarse. El sacramento del bautismo borra tanto el pecado original como los pecados personales si los hubiere. El perdón es también fruto de la celebración eucarí­stica. Pero la gracia del sacramento de la reconciliación es un perdón que llega más a la raí­z del pecado cometido después del bautismo y sana sus imperfecciones y desví­os, potenciando al creyente para “convertirse” o abrirse más a la perfección del amor.

Conversión permanente y anuncio del perdón

El sacramento de la reconciliación mantiene el tono “esponsal” de la conversión permanente. Es la conversión de volver continuamente al “primer amor” (Apoc 2,4). Cristo esposo urge a un amor cada vez más fiel y, por tanto, a un “cambio” más profundo (Apoc 2,16), para que la vida cristiana sea sintoní­a con sus mismos “sentimientos” (Fil 2,5). La celebración comunitaria, con confesión personal de los pecados, ayuda a vivir la realidad eclesial de la comunión de los santos.

Los efectos del sacramento no se reducen al perdón, sino que también llegan a las actitudes del creyente, para abrirle más decididamente al camino de perfección. Sin el deseo sincero de perfección, será difí­cil comprender el por qué de la periodicidad del sacramento, especialmente para quienes han superado relativamente el pecado grave. La celebración del sacramento es esencialmente litúrgica, festiva y gozosa, en cuanto que va dirigida al reencuentro con el Padre y con el Buen Pastor. Jesús quiso describir este perdón con tintes de fiesta y de gozo (Lc 15,5-7.9-10.22-32).

Cuando se vive el encuentro con Cristo, escondido bajo los signos eclesiales, se hace más comprensible la celebración frecuente y periódica del sacramento de la reconciliación. A Cristo se le encuentra voluntariamente en este sacramento, cuando se ha aprendido a encontrarle habitualmente en el signo de la Eucaristí­a, de la palabra viva, de los demás sacramentos, de la comunidad, de cada hermano y en la pobreza del propio corazón. La experiencia del perdón sacramental se convierte en misión de anunciar a todos que Cristo es “propiciación no sólo por nuestros pecados, sino también por los de todo el mundo” (1Jn 2,2). En este sentido recupera “su capacidad de irradiación misionera” (RP 26).

Referencias Conversión, cuaresma, examen de conciencia, pecado, perdón, reconciliación, sacramentos, sacrificio.

Lectura de documentos LG 11; CEC 980-983, 1422-1498; RP 28-34; CIC 959-997.

Bibliografí­a P. ADNES, La penitencia ( BAC, Madrid, 1981); G. ATIENZA, Ho ritrovato l’amore. Le più belle pagine sulla Confessione dai Padri fino ad oggi (Roma, Cittí  Nuova, 1996); D. BOROBIO, Reconciliación sacramental (Bilbao, Desclée, 1988); J. ESQUERDA BIFET, Los signos del encuentro (Barcelona, Balmes, 1995); G. FLOREZ, Penitencia y Unción de los enfermos ( BAC, Madrid, 1993); J. RAMOS REGIDOR, El sacramento de la penitencia (Salamanca, Sí­gueme, 1979); P. VISENTIN, Penitencia, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1600-1625.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Del latí­n paenitentia (en griego, metánoia), significa la conversión del pecador y designa el conjunto de actos interiores y exteriores dirigidos a la reparación del pecado cometido. Pero la penitencia es también un sacramento, el cuarto, instituido por Cristo para devolver al cristiano pecador la gracia perdida con el pecado. El fundamento del sacramento se puede encontrar en el poder de perdonar y retener los pecados (Jn 20,23) o de atar y desatar (Mt 18,18), concedido por Cristo a sus apóstoles.

La conversión (metanoia) habí­a sido el tema central de la predicación del Bautista, así­ como de los otros profetas anteriores a él. Pero incluso toda la predicación de Cristo se centró en la proclamación de la penitencia y . de la conversión como condición para ser acogidos en el Reino (Mt 4,17. Lc 5,32:
13,3-5). También los apóstoles fueron enviados por Cristo para anunciar a todas las gentes la penitencia y el perdón de los pecados (Lc 24,47-4-8), Y éste fue el contenido de su mensaje desde el comienzo (Hch 2,38: 3,19). La metánoia consiste en una conversión profunda, total, definitiva, en un cambio de la vida del hombre, en un distanciamiento absoluto del pecado y del mal para volverse a Dios y a Cristo en la fe. El arrepentimiento en realidad sigue siendo una iniciativa divina, va que tiene su fuente en el don de Jesucristo y proviene de la misericordia del Padre.. Pero es también y sobre todo respuesta del hombre que, iluminado por Dios, toma conciencia de estar en situación de pecado y decide un cambio en su existencia.

La penitencia, como los demás sacramentos, es un signo que atestigua la fe en sus contenidos histórico-salví­ficos. Por eso el fiel, al “celebrar la penitencia”, confiesa la gratuidad del perdón de Dios, su misericordia preveniente, la confianza en su palabra y en su gracia que hace posible el compromiso cristiano. Hay dos elementos que se impregnan mutuamente en el penitente: los ” actos ” (es decir, aquella actitud personal, hecha de contrición interior, de confesión de los pecados, de propósito de la enmienda, de satisfacción en la reparación de los daños ocasionados) y la gracia sacramental (como medicina eficaz dada por Cristo).

Ambos elementos tienden a dar un estilo penitencial cotidiano a toda la vida, para que se convierta en testimonio del misterio de la cruz en su doble aspecto de expiación y de profecí­a de la misericordia, participación permanente del misterio pascual.

La vida cristiana es vida de conversión. Y el sacramento de la penitencia, vivido con plenitud e intensidad, constituye la meta de un camino de fe y de conversión; es el signo mediante el cual el que ha acogido el anuncio salví­fico de la Palabra de Dios, movido por el Espí­ritu Santo, reconociéndose pecador y necesitado de la misericordia divina, vuelve a Dios pidiéndole perdón, de manera que pueda celebrar con los hermanos la reconciliación. Si no se escucha la Palabra que ilumina la situación de pecado del hombre, no es posible que salte el dinamismo de la conversión. Y esta í­ntima conversión de su corazón es expresada por el pecador mediante la confesión que hace a Dios y a la Iglesia. junto con la debida satisfacción y enmienda de vida.

Así­ pues, el sacramento (las cuatro partes del sacramento, según el Ritual de la penitencia, 6) está constituido por la contrición, la confesión, la satisfacción y la absolución. Pero el hecho de la conversión es profundamente unitario en cuanto que expresa y actúa la decisión fundamental del “corazón” de la persona de apartarse de los ” í­dolos vanos y vací­os” ante los que se habí­a inclinado, para volverse a una relación sincera y profunda con el ” Dios vivo y verdadero” (cf. 1 Tes 1,9). La unidad se arraiga en la fe como opción fundamental por Dios, como alma de todo el itinerario de la conversión.

Por eso, cada uno de los actos del penitente, por muy sinceros que sean y por muy ordenados que estén, no alcanzan su autenticidad a no ser en la medida en que se personalizan. La unidad de la conversión se configura en términos de complejidad, de múltiple riqueza de sentimientos, de opciones, de decisiones, de acciones concretas: la contrición, la confesión, la satisfacción no son otra cosa más que la misma conversión del corazón en su realización concreta.

En el lenguaje común suele llamarse ” penitencia ” de manera particular el tercer acto que se le exige al penitente, el de la satisfacción. ” La verdadera conversión resulta plena y completa cuando se expresa por médio de la satisfacción de las culpas cometidas, por la enmienda de la vida y por la re paraci6n de los daños causados a los demás” (Ritual 6). En efecto, la aceptaci6n de obras penitenciales como reparaci6n de los pecados es signo y manifestaci6n de que el cristiano se ha apartado de su propio pecado. De lo contrario llegarí­a a faltar una parte importante a la manifestaci6n eclesial de la conversi6n interior que incluye el empeño por corregir y destruir el pecado y la lucha esforzada por liberarse de él. A través de la penitencia que recibe y que acepta, el penitente puede tomar conciencia de la injusticia que ha cometido contra Dios, contra los demás hombres y contra la creaci6n entera. Y deberí­a procurar con un coraz6n nuevo renovarse a sí­ mismo y su propio ambiente, colaborando mejor con todos los hombres de buena voluntad y dando testimonio de caridad y de unidad, de justicia, de prudencia y de fortaleza.

R. Gerardi

Bibl.: A. Molinaro, Penitencia, en NDTM, 1391-1403; P. Visentin, Penitencia, en NDL, 1601-1625; F Sottocomola, Penitencia (sacramento de la), en DTI, III. 765-786; P. Adnes, La penitencia, BAC, Madrid 1981; D. Borobio, Reconciliación sacramental, DDB, Bilbao 1988; J Ramos Regidor, El sacramento de la penitencia, Sí­gueme, Salamanca 1979; J Burgaleta, Problemas actuales de la celebración de la penitencia, SM, Madrid 1986.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: Premisa – I. Conversión y penitencia en la historia de la salvación – II. Momentos más relevantes de la tradición – III. El nuevo “Ordo Paenitentiae”: 1. Luces y sombras: a) El planteamiento histórico-salví­fico-trinitario de fondo, la dimensión comunitario-eclesiológica, la centralidad de la palabra de Dios, b) Lí­mites y lagunas; 2. Posibilidades del nuevo rito: a) Su adaptabilidad, b) Interrogantes sobre su efectiva utilización en España – IV. Para una pastoral de la penitencia: 1. Evangelizar los valores profundos del sacramento de la misericordia; 2. Una celebración auténtica; 3. Celebración y compromiso de crecimiento espiritual; 4. Sugerencias para una verdadera renovación penitencial.

Premisa
El momento en que la iglesia ha promulgado un nuevo Ordo Paenitentiae, inspirado en una profunda renovación doctrinal y abierto a importantes perspectivas celebrativas y pastorales, está marcado por una acentuada crisis del sacramento de la penitencia, y sobre todo de la misma penitencia cristiana. Tal crisis ha sido favorecida ciertamente por la inadecuación de la disciplina tradicional, ahora ampliamente renovada, pero también por una situación cultural profundamente insensible al anuncio evangélico de la conversión y de la penitencia.

En el fondo de todo esto está presente el radical viraje de la cultura moderna: de la civilización de la causa primera, donde en el horizonte de la propia vida y en la comprensión del mundo brillaba Dios creador y Señor, se ha pasado a la civilización de las causas segundas, caracterizada por una percepción solamente cientí­fica, técnica y antropológica, donde en la práctica Dios se ha hecho ausente, inútil o incluso competidor del hombre, que pretende ser el único dueño de su destino, de sus opciones y de su comportamiento. Es lógico que la pérdida del sentido de Dios lleve consigo la pérdida del sentido del pecado como ofensa hecha a Dios y del sentido de la responsabilidad frente a la voluntad concreta de Dios o frente a su plano. Además, hoy se puede observar el crecimiento del sentido de lo humano: este fenómeno, aunque en sí­ mismo no es negativo, manifiesta, sin embargo, la tendencia a ver el pecado como una ofensa al hombre y a resaltar solamente su dimensión humana y social (cf RP 43) 2. A esto se debe añadir la carrera hacia el bienestar, no sólo favorecida, sino dirigida y confirmada por la técnica más refinada y persuasiva que sabe utilizar la actual sociedad de consumo. Lo importante es estar bien, llegar a tener la mayor cantidad posible de bienes para el uso y consumo propio.

Dentro de semejante sistema de vida y de mentalidad, presente ahora a todos los niveles, ¿qué puede significar la predicación cristiana de la penitencia, de la conversión a Dios o de la mortificación evangélica? A pesar de todo, no hay que dejarse llevar por el pesimismo, por el desaliento o por el temor, que nunca son actitudes constructivas. Si el hombre de hoy, dentro del clima general de permisividad, ha creí­do liberarse de todo yugo para concederse todas las libertades y goces posibles, no por esto ha llegado a ser más feliz, más seguro ni más verdaderamente libre, como frecuentemente reconocen tantas personas que viven según esta orientación. Si ya no se busca el confesonario, mucha gente manifiesta sus dudas, sus incertidumbres y sus angustias a otros confesores laicos, dispuestos a dar sus consejos más o menos sabios y a liberar de los diversos sentimientos de culpa. No solamente se recurre al psicólogo o al psiquiatra para curarse de una cierta problemática que se lleva dentro de sí­, sino que se buscan incluso guí­as espirituales de otras religiones para dar sentido y orientación a la propia existencia, si es que no se va a la deriva con consecuencias peores. Todo esto no facilita ciertamente el discurso y el compromiso de la conversión cristiana, pero al menos muestra que ni siquiera el hombre emancipado y secularizado ha vencido el temor, la inquietud, la búsqueda, la necesidad de certezas e incluso de perdón.

Conscientes de las especiales dificultades que provienen de la situación ambiental y de los grandes recursos pastorales del nuevo Ritual de la Penitencia, que permanecen todaví­a en gran parte sobre el papel, preferimos dar a nuestra contribución un matiz marcadamente pastoral, haciendo referencia a los diversos estudios especializados para las muchas cuestiones histórico-litúrgicas y doctrinales, de las que aquí­ solamente vamos a hacer algunas alusiones.

I. Conversión y penitencia en la historia de la salvación
El pecado apareció en el origen mismo de la historia humana; por esto, en la realización concreta de su plan de salvación, Dios se ha preocupado de quitar y curar esta antigua servidumbre, como la llama la liturgia (colecta del martes de la primera semana de adviento), para allanar el camino a la reconciliación plena y al restablecimiento de la alianza de amor interrumpida por nuestros primeros padres y retomada con la vocación de Abrahán.

Los profetas especialmente fueron los grandes heraldos de este deseo divino: no cesan de denunciar los pecados del pueblo infiel e ingrato frente a los abundantes beneficios y al amor tan tierno y atento recibidos de Dios; hacer continuas llamadas a la necesidad de conversión, que no puede consistir sólo en ritos y gestos externos, sino que exige, además de un radical cambio de conducta para conformarse con la voluntad de Dios y con sus mandamientos, una transformación radical en lo más í­ntimo del hombre; en el fondo, esta transformación se manifiesta como don de Dios y de su Espí­ritu: finalmente, Dios puede escribir su ley en el corazón del hombre y, además, darle “un corazón y un espí­ritu nuevo” para los tiempos mesiánicos (Eze 11:19; cf Jer 31:31-34).

La predicación profética se dirige ante todo al conjunto de la comunidad santa de Israel, sin exceptuar en sus llamadas y reproches a sus jefes y dirigentes polí­ticos y religiosos; poco a poco, sin embargo, la mirada se dirige a todo el horizonte de las naciones paganas, que un dí­a se convertirán también y entrarán en el banquete final junto con los primeros invitados. En los umbrales del NT, el último de los grandes profetas, san Juan Bautista, inicia su ministerio y lo desarrolla casi totalmente en torno a este tema con una urgente llamada a la conversión con vistas a “preparar el camino del Señor” (cf Mar 1:2-5 y par.). Inmediatamente después, Jesús se inserta y une explí­citamente a esta llamada, proclamando el gran acontecimiento decisivo para la elección de todos: “Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios es inminente. Arrepentí­os y creed en el evangelio” (Mar 1:15).

Jesús se presenta como aquel que libera a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte; frecuentemente perdona él mismo los pecados (cf sobre todo Mar 2:1-12; Mar 2:13-17; Luc 19:1-10; Luc 7:36-50; Jua 8:3-11) y afirma con fuerza que “el Hijo del hombre tiene poder (exousí­a) para perdonar pecados sobre la tierra” (Mar 2:10). Esta misión que ha recibido del Padre quiere que continúe en su iglesia: manda a los doce a hacer lo que él ha hecho (cf Mar 3:13-15) y transmite a los discí­pulos su “poder”. Esto se ve más claramente en el gran texto juanista de la tarde de pascua (Jua 20:21-23), texto al que se ha referido toda la tradición cristiana y en el que el concilio de Trento (DS 1670) ve el fundamento del sacramento de la penitencia. La iglesia no ha cesado nunca de predicar la conversión y la penitencia, y se ha considerado siempre dispensadora de la gracia del perdón, merecida por Cristo de una vez para siempre.

II. Momentos más relevantes de la tradición
A lo largo de su historia, la iglesia ha conocido diversas condiciones y modos de explicar esta mediación sacramental. Se ha hablado justamente de una triple evolución en la disciplina penitencial de la iglesia: de una celebración pública a una celebración privada de la penitencia; de una reconciliación con la iglesia, permitida solamente una vez, a una celebración frecuente del sacramento, entendida como ayuda-remedio para la vida del penitente; de una expiación, previa a la absolución, prolongada y rigurosa, a una satisfacción, posterior a la absolución, leve y poco vinculante.

No es necesario que nos alarguemos en la reconstrucción de la historia de la praxis penitencial de la iglesia, sobre la que existen buenos estudios [I infra, bibl.]. Bastará un recuerdo sintético de las tres fases, en las que se divide ordinariamente: fase de la penitencia pública (ss. vi), que nosotros conocemos suficientemente sólo desde el s. ni, permitida una sola vez en la vida y reservada a los pecados más graves, caracterizada por un largo y difí­cil camino de expiación que concluí­a con una reconciliación eclesial a través del ministerio del obispo, con la presencia de toda la comunidad cristiana; fase de la penitencia tarifada (ss. vii-xi), que se fue difundiendo poco a poco siguiendo la nueva situación cultural y pastoral, repetible, con una satisfacción tarifada, es decir, prefijada según una jerarquí­a de los pecados, seguida de una reconciliación privada a través del ministerio de un sacerdote; fase de la penitencia privada (del s. xi en adelante), con la confesión a un sacerdote y la recepción inmediata de la absolución después de aceptar una ligera satisfacción; praxis que fue codificada por Trento -que insistió mucho sobre la función del sacerdote como médico y juez y sobre los actos del penitente (contrición, confesión y satisfacción) y recomendó la denominada confesión de devoción- y ha llegado hasta nosotros.

Analizando la más reciente praxis penitencial de la iglesia a la luz de la tradición, K. Rahner pudo hablar de cinco “verdades olvidadas”: en relación con el aspecto eclesiológico del pecado, con el significado original de “legare”, con la materia del sacramento, con la oración de la iglesia y con la reconciliación eclesial.

Después de un estancamiento multisecular en la disciplina penitencial de la iglesia, del Vat. II han llegado no sólo los criterios para la revisión de los ritos y de la fórmula del sacramento de la penitencia (cf SC 72), sino también la importante recuperación de la comprensión eclesiológica de la penitencia cristiana (cf LG 11). El nuevo Ordo Paenitentiae, publicado en 1974, después de un difí­cil trabajo de preparación, aun revelando lí­mites y discordancias, se inspira en una visión teológica renovada y promueve una praxis articulada en tres formas penitenciales: la celebración individual con acusación y absolución individuales; una celebración comunitaria con acusación y absolución individuales y, en fin, una celebración comunitaria con absolución general, reservada a los casos de necesidad determinados por el obispo diocesano, de común acuerdo con los otros miembros de la conferencia episcopal, con la obligación de acusarse de los pecados graves en una confesión individual posterior. Comienza así­ una nueva fase en la historia de la penitencia cristiana, que está madurando fatigosamente en las comunidades cristianas.

III. El nuevo “Ordo Paenitentiae”
1. LUCES Y SOMBRAS. Apenas el OP se hizo de dominio público, no faltaron las valoraciones de tono diverso en numerosas revistas, especialmente las más †¢interesadas por nuestro campo, así­ como en algunos volúmenes escritos, generalmente en colaboración, por especialistas. Se han puesto de manifiesto numerosos aspectos positivos junto a carencias y formularios poco felices, especialmente si se tiene en cuenta el lenguaje y la mentalidad teológica actual y los caminos concretos que la praxis pastoral está buscando, al menos en algunos ambientes más vivos.

El texto mismo del OP provoca juicios y reacciones opuestas: de hecho, en muchos puntos manifiesta la intención precisa y firme de confirmar como tí­pica la praxis tridentina de la confesión privada, pero no raras veces, tanto en los Praenotanda como en el rito, los horizontes se amplí­an; se nota la conciencia de una realidad mucho más amplia y compleja que, por una parte, refleja una evolución histórica larga y bastante diferenciada según tiempos y lugares y, por otra, una situación pastoral actual extremadamente difí­cil y diversificada, si se compara con la situación estática de la cristiandad de ayer.

El esfuerzo de los redactores -creemos que bueno, aunque en los hechos y en los condicionamientos ha podido tener más o menos éxito- tendí­a a concordar en la medida de lo posible las diversas tendencias y salir al encuentro de las necesidades reales del que vive en contacto con los hombres y con las comunidades de hoy. El resultado final, aunque imperfecto, no está exento de buenos frutos ni carente de significado para aquel camino de conversión que la iglesia de todas las épocas debe suscitar y dirigir sabiamente en el pueblo de Dios, como “fiel administradora de las insondables riquezas de Cristo y de la ilimitada misericordia del Padre”.

a) Para un examen atento, son numerosos los valores positivos que emergen del nuevo rito. Ante todo, a nadie le escapa la importancia que se debe atribuir a un texto como el de los Praenotanda, aunque un estudio serio no debe separarlo o aislarlo del conjunto y menos de la riqueza ofrecida por la eucologí­a, a pesar de habérsela reducido o empobrecido progresivamente a lo largo de las sucesivas redacciones.

Haremos referencia a la edición castellana Ritual de la Penitencia con la sigla RP.

Salta inmediatamente a la vista el planteamiento de fondo histórico-salví­fico-trinitario del tema, que se explicita desde los nn. 1-5 del RP, vuelve muy a menudo después y está presente en toda la eucologí­a, en primer lugar en la “fórmula de absolución” (RP 1020) central, ampliada e insertada explí­citamente en tal contexto. He aquí­ otro ejemplo: “… el Padre acoge al hijo que retorna a él, Cristo toma sobre sus hombros la oveja perdida y la conduce nuevamente al redil, y el Espí­ritu Santo vuelve a santificar su templo o habita en él con mayor plenitud…” (RP 6, d; cf un texto semejante en el n. 5).

Más en particular se podrí­a subrayar el hecho de que la penitencia se coloque en el centro de la historia salví­fica, es decir, en el misterio pascual de Cristo, con las palabras mismas de la absolución (RP 19 y 102), e incluso con la exhortación que el sacerdote dirige al penitente para que tenga conciencia de ser renovado en y mediante ese misterio (cf RP 94). Es más, todo el conjunto de la celebración sacramental se presenta desde el comienzo como una proclamación de la victoria pascual de Cristo sobre el pecado (RP 1). Diversas lecturas y textos eucológicos no hacen sino reforzar esta idea central. Lo mismo serí­a preciso decir de la acción peculiar del Espí­ritu Santo en este sacramento: el hecho mismo de que un penitente llegue contrito al confesonario quiere decir que es “movido por el Espí­ritu Santo” (RP 6), aunque no lo advierta explí­citamente; y es el mismo Espí­ritu, dado “para la remisión de los pecados” (fórmula de absolución), el que vuelve a consagrar su templo, es decir, la persona del cristiano (RP 6d).

La dimensión comunitario-eclesiológica, tan sentida y marcada en la penitencia antigua, en la praxis corriente (hasta ahora) e incluso en la conciencia de muchos confesores y penitentes, quedaba muy en la sombra por causa de una comprensión preferentemente individualista e intimista del sacramento. ¿Queda resuelto el problema en el RP? No, por cierto, de un modo totalmente satisfactorio o adecuado. Pero si, prescindiendo del modo como se haya llevado a la práctica en España, se considera el libro litúrgico RP en sí­, el cual, sobre los tres ritos propuestos, organiza dos de ellos como celebraciones comunitarias (RP cc. 2 y 5) -con la precisa intención, manifiesta ya en el decreto introductorio, “ut in luce ponatur aspectus communitarius sacramenti” (desgraciadamente, el decreto no aparece en la traducción castellana)-, no podremos menos de reconocer que esto es ya un hecho importante que va mucho más allá de la situación anterior. Pero se dice también de modo explí­cito que “toda la iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación”, porque llama y prepara a la conversión, intercede por el pecador con su mediación materna y lo sigue paso a paso a lo largo de todo el itinerario que conduce a Dios, en el seno de la comunidad de los hermanos. Este texto, tan importante, termina precisando que la “misma iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores” (RP 8; véanse también los nn. 5; 9; 19). Es una pena que de este contexto haya desaparecido algún hermoso texto patrí­stico (por ejemplo, de Agustí­n), donde se mostraba cómo en el conjunto del proceso de la reconciliación, hasta la absolución impartida por los legí­timos sacerdotes, existe siempre la unitas ecclesiae que está presente y actúa sobre y con el penitente. Por el contrario, nos parece fuera de lugar pretender que el RP pueda dirimir la conocida controversia teológica sobre si la pax cum ecclesia sea la “res et sacramentum” a través de la cual se recibe la pax cum Deo: con el Vat. II (LG 11), el RP(n. 4) se limita a afirmar que el penitente, al recibir el perdón de Dios, se reconcilia a la vez (simul) con la iglesia, que habí­a sido herida por su pecado.

Otro valor de primer orden, recuperado en la nueva celebración del sacramento, se encuentra eh el lugar y en la función atribuidos a la palabra de Dios, no sólo por el rico leccionario propuesto (se indican más de ochenta lecturas, con la advertencia de que pueden ser escogidas también otras según las circunstancias), sino por el principio mismo que se formula: “Es conveniente que el sacramento de la penitencia empiece con la lectura de la palabra. Por ella Dios nos llama a la penitencia y conduce a la verdadera conversión del corazón” (RP 24). El texto citado se refiere directamente a la celebración comunitaria (esquema II); pero, “si parece oportuno”, se recomienda la lectura de un texto de la Escritura también en la celebración individual de la penitencia, por parte del confesor o bien por parte del penitente, al menos como preparación para el sacramento, si no es posible en el curso del mismo. La motivación que se da para ello es bastante significativa: “Por la palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a la confianza en la misericordia de Dios” (RP 17). En la mens del nuevo rito todo el proceso de la conversión se sitúa bajo la luz y la fuerza del Verbum Dei, igual que sucedí­a en la antigua predicación profética, retomada por Juan Bautista y por Jesús en persona en los umbrales del NT, y que hoy encuentra su continuación en la iglesia: “Desde entonces la iglesia nunca ha dejado ni de exhortar a los hombres a la conversión ni de significar, por medio de la celebración de la penitencia, la victoria de Cristo sobre el pecado” (RP 1). Así­, la llamada para volver a Dios, la revelación de su corazón de Padre, siempre esperando, para abrazarnos como hijos, el descubrimiento de la verdadera naturaleza del pecado dentro de una estructura de alianza y la apertura de una nueva posibilidad de vida en su amor, brotan de la escucha y del encuentro con la palabra de Dios (cf RP 4-6; 8-9; 17-18).

Durante la misma celebración comunitaria, a la lectura bí­blica se añade la homilí­a con una pausa de silencio y el examen de conciencia, para penetrar totalmente en su sentido (RP 25-26 y 128-129). En el acto de contrición, con el cual el penitente pide a Dios Padre perdón de sus pecados recitando una oración, “es conveniente que esta plegaria esté compuesta con palabras de la Sagrada Escritura” (RP 19 y 95); recibida después la remisión de los pecados, “el penitente proclama la misericordia de Dios y le da gracias con una breve aclamación tomada de la Sagrada Escritura” (RP 20 y 103). Y si este recurso a la palabra de Dios se inculca para el momento de la confesión individual, con mucha mayor fuerza se insiste para todo el conjunto de la celebración comunitaria (véase, por ejemplo, RP 24-26), donde todo el significado del sacramento, con la homilí­a y el examen consiguiente, se plantea en estrecha dependencia de la palabra de Dios. Si, además, se tiene en cuenta todo lo que se ha dicho sobre las celebraciones penitenciales no estrictamente sacramentales, sino preparatorias al sacramento (RP 36-37), que se han de celebrar quizá durante los tiempos litúrgicos fuertes o antes de las grandes fiestas (cf RP, apéndice II), puede afirmarse que el puesto y la atención concedidos a la palabra de Dios pueden llegar a ser un elemento central para renovar verdaderamente el modo de comprender y practicar este sacramento: de la idea que así­ se forma del pecado al relativo examen de conciencia y acusación que se hace en la confesión, a la relación de todo el conjunto con la vida real del cristiano. Si este medio se revaloriza, se encontrará el verdadero camino para superar el tantas veces deplorado empobrecimiento del sacramento, donde todo se mueve en el plano más o menos legalí­stico-jurí­dico de la infracción de la ley, con el ansia de confesar todo y de recibir a cambio una absolución cuasi-mágica, para después volver a la vida real en cuanto se ha cerrado el paréntesis ritual que deja todo como antes. Muy diversos pueden ser los resultados para quien se deja interpelar personalmente por la palabra de Dios, que cuestiona nuestra vida, mientras nos llama insistentemente a la conversión y quiere restablecer con nosotros una verdadera relación de Padre a hijos, reconciliándonos con él en su Hijo y con la comunidad de los hermanos, abriéndonos así­ a un nuevo proyecto de vida que transforma todas nuestras relaciones, tanto verticales como horizontales.

Desde este punto de vista se comprende la crí­tica que tan frecuentemente se ha hecho a las Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam (16-6-1972), de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe -que necesariamente condicionaron después el Ordo Paenitentiae (1974)-, por el hecho de que no reconocen valor de sacramentalidad a las celebraciones penitenciales comunitarias (n. I). Las Normas las contemplan, como mucho (n. X), como preparación pedagógica (extrí­nseca) al verdadero sacramento, como si en todo el proceso de la conversión cristiana, hasta el vértice de la absolución sacramental, no fuese la palabra de Dios, bajo la acción del Espí­ritu Santo, la que nos tocase el corazón y nos abriese interiormente para acoger los tesoros de la misericordia del Padre que Jesús nos ha revelado y adquirido con su sangre, insertándonos en un nuevo proyecto de vida dentro de la comunidad de los hermanos.

Sin este encuentro personal con Dios a través de la palabra es difí­cil que una determinada praxis sacramental heredada del pasado salga fuera de la esfera legalí­stica o ritual para ascender a un nivel propiamente teologal, que es el nuestro, el cual implica siempre una confessio fidei en el contexto del horizonte salví­fico-trinitario-eclesial y una verdadera confessio peccatorum “ante ti, Padre, y ante vosotros, hermanos”, terminando después, como por una necesidad intrí­nseca, con la alegrí­a de la reconciliación, en la confessio laudis final, del mismo modo que las parábolas y las escenas evangélicas de encuentro de Jesús con los pecadores y las pecadoras acaban siempre en fiesta y cánticos (e incluso ¡danzas!), por la experiencia verdaderamente liberadora que recrea al hombre desde dentro y lo lanza hacia un nuevo futuro.

Si el confesor y el penitente comprenden bien estos valores de fondo, es imposible que todo quede limitado al ritual, a lo acostumbrado, anónimo y estereotipado, como se acusa a una cierta praxis tradicional, tanto de confesiones en masa como devocionales. La palabra, valorada en serio, arroja una luz nueva sobre todo el conjunto e implica en primera persona a los actores para una mejor comprensión de los diversos momentos y textos (piénsese en la densidad de la nueva “fórmula de la absolución”), para una elección más variada de los elementos que se tienen a disposición (baste recordar la riqueza ofrecida por las lecturas y por el apartado eucológico) y para una adaptación más realista a las personas, asambleas o circunstancias en las que se encuentra.

Y si cambia la comprensión de fondo, se renueva todo el-clima y el estilo de la celebración de parte del fiel y del confesor. Este tiene ciertamente conciencia de perdonar los pecados con una especial autoridad de Cristo y por la fuerza del Espí­ritu Santo; pero, dada la implicación tan profunda exigida al mismo tiempo a la persona del penitente, los dos se sienten concelebrantes en un acontecimiento que es mayor que ellos; es más, juntos son actores de una misma “liturgia de la iglesia, que se renueva continuamente” (RP 11), es decir, de esa ecclesia semper purficanda et reformanda, que está en estado de continua conversión en todos sus miembros sin excepción. Nos situamos aquí­ bastante más allá del plano puramente moral jurí­dico e individualista-formal, como si se tratase sólo de un rito que el sacerdote realiza sobre un sujeto más o menos pasivo. Las categorí­as tridentinas del “tribunal” y del “confesor juez” vuelven a confirmarse, pero en el contexto de un sentido pastoral vivo y concreto que hace referencia explí­cita y repetidamente al Cristo buen pastor del evangelio; o bien la figura del juez se completa con la del padre-maestro-médico de las almas, “hombre del Espí­ritu”, con cuyo Espí­ritu el sacerdote debe sentirse siempre en intimidad y dependencia para tener su caridad, su pureza de corazón y humildad y su luz sobrenatural para el discernimiento de las almas (RP 6-11).

En suma: el plano de las grandes verdades teológicas empapa todo e influye también a nivel celebrativo y pastoral, con un notable enriquecimiento y ampliación de perspectivas y de comportamientos concretos. Todo esto, al menos a nivel objetivo, debe ser puesto de manifiesto en el texto del RP, aunque queden en diversas partes las normales incongruencias, vací­os y distancias por rellenar para llegar eficazmente al nivel de la aplicación práctica.

b) Si nos queremos detener ahora más directamente en los lí­mites y lagunas más subrayados en estos años por teólogos, liturgistas y pastoralistas, podemos recordar entre los elementos más comunes de las diversas crí­ticas una insuficiente armonización o incluso incoherencia entre algunos enunciados positivos de los Praenotanda y la aplicación concreta que reciben en la parte ritual. Por dar un ejemplo: es importante ver afirmada, como principio general, la dimensión esencialmente eclesial del sacramento de la penitencia, con la implicación y participación de todo el pueblo sacerdotal en todas las etapas del proceso de conversión y reconciliación; pero llega la desilusión cuando se observa el orden mismo con que en el RP se han dispuesto los capí­tulos o diversos modos de celebración y, en clara discordia incluso con un solemne enunciado del concilio (SC 26-27), se coloca en primer lugar el rito de la reconciliación individual; es más, se tiende a presentarlo como el verdadero (por no decir el único) tipo de celebración sacramental. Así­ también, resulta extraño elaborar y proponer oficialmente dos modos de celebración para un grupo de penitentes (RP, cc. II y III), con la intención declarada de “manifestar el aspecto comunitario del sacramento” (decreto introductorio, texto latino), y después constatar que el tercer esquema queda prácticamente bloqueado por un rí­gido complejo de leyes y prohibiciones, y el segundo resulta prácticamente un hí­brido, incluso en aquello que no era necesario; en efecto, aun manteniendo como indispensable la acusación secreta e individual para cada uno de los pecados graves, ¿qué dogma impedí­a impartir después una absolución general a todos los penitentes bien dispuestos, reservando así­ la cumbre del sacramento a la celebración verdaderamente eclesial-comunitaria? Quizá algunas veces la incongruencia se invierte entre las dos partes: así­, al comienzo de los Praenotanda (RP 2) se encuentra una alusión al nexo importante que une la penitencia con el bautismo-eucaristí­a, y después en el resto se evita casi totalmente el tema, mientras que en la parte eucológica (y en los apéndices) una búsqueda diligente podrí­a poner de manifiesto textos y alusiones significativos. Lo más difí­cil de aceptar, salvo por razones disciplinares, es el ostracismo en que cae (único caso entre todos) la celebración del sacramento de la penitencia dentro del sacrificio eucarí­stico, mientras que la unión eucaristí­a-reconciliación es intrí­nseca a la naturaleza profunda de los dos sacramentos. Con la acostumbrada incoherencia se afirma después, y muy felizmente, que la eucaristí­a es “cumbre de la reconciliación con Dios y con la iglesia” (RP, apéndice II, n. 338). Obviamente se podí­an dictar algunas cautelas disciplinares a este respecto, pero establecer una separación absoluta va contra la naturaleza de las cosas.

Otra constatación evidente es que a lo largo de toda la exposición de los principios y de las aplicaciones se alternan y se entrecruzan dos teologí­as: por una parte, en algunos textos, y especialmente en muchas prescripciones concretas, está claro el deseo de mantenerse en la lí­nea de la teologí­a clásica sin abandonar la praxis penitencial postridentina; por otra, en algunos números de planteamiento más general y en muchos pasos que se repiten frecuentemente, como también en algunos elementos que pertenecen a la estructura del rito y a la eucologí­a, aflora el esfuerzo de superar la visión escolásticotridentina, un poco restringida, para abrirse a la tradición y a la praxis penitencial más antigua y universal, mientras que al mismo tiempo se atiende y se quiere salir al encuentro, en cuanto es posible, de los problemas y de las exigencias que surgen en nuestro tiempo, tan lejano en algunos aspectos de la mentalidad y de las prácticas religiosas del pasado. La coexistencia de dos “mundos” culturales y religiosos diversos se refleja también en la misma terminologí­a adoptada, comenzando por los nombres usados para este sacramento (penitencia-reconciliación); y esto quizá con resultados no del todo negativos, en cuanto que ningún término podí­a expresar la riqueza de contenido que en la misma tradición habí­an recibido diversas denominaciones para subrayar ora uno, ora otro aspecto. A veces, sin embargo, uno recibe la impresión de que existiera una yuxtaposición desorganizada, donde lo nuevo y lo positivo no falta, pero encuentra a menudo el contrapeso o el freno de un “sí­, pero…”.

El RP es, pues, un texto que, tanto para su correcta interpretación como para una inteligente puesta en práctica, exige una particular atención por parte del teólogo, del liturgista y del pastoralista. Quizá no esté bien el pedirle ciertas clarificaciones o sistematizaciones de fondo que no son de su competencia. En -> supra, III, 1, a, se ha aludido a la cuestión sobre el nexo preciso entre pax cum Deo y pax cum ecclesia; aquí­ se puede añadir la cuestión sobre el modelo exacto de interpretación y la clave esencial que explique la especificidad de este sacramento: la victoria sobre el pecado, ¿se explica en el marco de la alianza (matrimonial-eclesial-bautismal-eucarí­stica, en una palabra: pascual), o bien en la dirección moral-jurí­dica? Respuestas de este género creemos que pueden pedirse, si es posible, a la reflexión teológica atenta a la praxis penitencial vivida por toda la tradición de la iglesia, tanto diacrónica como sincrónicamente, sin olvidar la dimensión ecuménica (especialmente de las iglesias orientales).

2. POSIBILIDADES DEL NUEVO RITO. Del análisis del nuevo RP, como se ha visto, no es difí­cil hacer surgir valores y defectos.

a) Entre los valores, creemos que deben incluirse sustancialmente los nn. 38-40 de los Praenotanda sobre las “adaptaciones del ritual a las diversas regiones y circunstancias” adaptación que, si tiene unos lí­mites precisos fijados por las Normae mencionadas [-> supra, III, 1, a], para un estudio más atento deja un notable margen de espacio libre a tres niveles: de conferencias episcopales, de obispos diocesanos individuales y de ministros confesores particulares.

En los dos primeros niveles, en el fondo no hay otra cosa obligatoria e intangible que el conservar “integralmente la fórmula sacramental” (RP 38c). Para todo lo demás, incluida la composición eventual de nuevos textos más apropiados por parte del pueblo y de los ministros, el camino está libre. Sobre la confesión genérica y la absolución general (III esquema) están las conocidí­simas restricciones que se recuerdan en RP 39; pero, como muestra el ejemplo de diversos episcopados extranjeros, la interpretación de las mismas puede ser más o menos amplia. En España, a este nivel, no se ha abordado a fondo el problema con todo el estudio y la competencia necesarios.

Para los confesores, especialmente para los párrocos, los Praenotanda se expresan así­: “En la celebración de la reconciliación, sea individual o comunitaria (han de procurar) adaptar el rito a las circunstancias concretas de los penitentes, conservando la estructura esencial y la fórmula í­ntegra de la absolución; así­, pueden omitir algunas partes, si es preciso por razones pastorales, o ampliar otras, seleccionar los textos de las lecturas o de las oraciones, elegir el lugar más apropiado para la celebración según las normas establecidas por las conferencias episcopales, de modo que toda la celebración sea rica en contenido y fructuosa” (RP 40). Como se ve, lo que aquí­ también se mantiene es “la estructura esencial y la fórmula de la absolución”; en cuanto a lo demás, no sólo se posibilita, sino que se insta a la adaptación, al tratarse de un sacramento que compromete tan í­ntimamente a la persona y a la comunidad concreta que se tiene delante. Referente a esto, serí­a oportuno leer también lo que en RP, apéndice II, nn. 292-293, se recomienda fundamentalmente para las “celebraciones penitenciales” simples, pero que, a la luz de RP 40, puede servir para cualquier celebración. En ese apéndice se exhorta a tener en cuenta “las condiciones de vida, el modo de expresarse [ilenguaje!] y las posibilidades receptivas” de cada una de las comunidades o grupos, y a organizar en consecuencia las celebraciones escogiendo los textos mejor adaptados. Los esquemas de celebración aquí­ propuestos, pues, deben considerarse “un subsidio puramente indicativo” (en latí­n: quasi specimina intelligenda, y así­ se expresa también el tí­tulo latino que está al principio del apéndice II en el OP: Specimina celebrationum paenitentialium), que se debe adaptar caso por caso a las condiciones concretas y precisas de cada comunidad.

b) Ampliando el discurso a todas las posibilidades ofrecidas por el rito en los diversos esquemas y textos propuestos, es el momento de preguntarse qué se ha realizado verdaderamente o se ha intentado realizar seriamente en España, comenzando por las celebraciones sacramentales comunitarias, que también la iglesia ha organizado “ut in luce ponatur aspectus communitarius sacramenti”. ¿Es lí­cito dejar a muchas de nuestras comunidades (¿cuántas?, ¿la mayor parte?) totalmente fuera de esta posibilidad y experiencia? Y sin embargo, de esas celebraciones puede derivar, de algún modo, la toma de conciencia de la dimensión social de ciertas culpas colectivas, donde está implicado también el pueblo cristiano; con ellas se puede proyectar nueva luz sobre el verdadero rostro de la iglesia, que debe aparecer siempre en estado de conversión en virtud de lo que es y de lo que deberí­a ser; finalmente, darí­an posibilidad a.todos de comprender la naturaleza eclesial de un sacramento que en estos últimos siglos ha sido mantenido exclusiva y celosamente en la esfera de lo í­ntimo y de lo privado; aunque, evidentemente, siempre la persona con toda su responsabilidad deberá sentirse implicada, sin refugiarse en el colectivo, dado que la iglesia es “comunidad de personas”, y no sociedad anónima.

Análogos interrogantes se podrí­an hacer, dirigiéndonos a todos, en relación con la riqueza inmensa y las posibilidades explosivas encerradas en la palabra de Dios como clave indispensable de la renovación penitencial: ¿Qué han hecho en este sentido los pastores, los confesores, los penitentes, las mismas comunidades y, en primer lugar, las comunidades religiosas? El axioma de los Praenotanda (RP 24) recordado [-> supra, III, 1, a], que supone que todo el proceso penitencial parte de la escucha de la palabra, habrí­a podido tener muchas más aplicaciones, al menos en las comunidades espiritualmente más preparadas y comprometidas. Pero ¿qué han hecho los mismos responsables para que las cosas vayan en esta lí­nea, según la inapreciable indicación, teológica y pastoral, del RP? Quizá se ha hecho alguna cosa o se ha intentado hacer en algunos grupos. Pero, en general, ¿las comunidades eclesiales han comprendido y se han convertido, confiándose al poder de la palabra de Dios? Hay mucho que meditar aquí­ por parte de los pastores y de los guí­as del pueblo de Dios. Quizá se tiene mayor confianza en nuestras palabras sobre Dios que en la escucha directa de la palabra de Dios.

Esto nos lleva a suscitar otra cuestión: ¿Hemos sido capaces en nuestras comunidades de encontrar una relación intrí­nseca entre nuestras instrucciones o celebraciones penitenciales y la vida real de cada dí­a, a la que también aluden los Praenotanda (RP 18; 20)? Aquí­ se deja amplio espacio a la sana creatividad para inventar, quizá en diálogo con los mismos fieles, gestos concretos y verdaderamente significativos de conversión, de caridad, de paz y de perdón mutuo, según las diversas situaciones que se dan dentro de la comunidad, de la familia, del barrio o de la sociedad más amplia, donde no faltan ocasiones de conflictos o de tensiones causados por intereses, ideologí­as, opciones polí­ticas diversas y personalismos de todo tipo. ¿Por qué no preguntarse nunca, por ejemplo, qué significa un sacramento de la reconciliación celebrado poco antes de la pascua o en otra circunstancia parecida, si la atmósfera está envenenada, incluso entre los cristianos que frecuentan la misma iglesia o la misma mesa eucarí­stica? ¿Quién creerá a estos cristianos que se consideran perdonados, y muchas veces, por Dios, pero que no saben perdonar para convertirse en “constructores de paz”? Se trata aquí­ de crear una relación cada vez más estrecha entre sacramento y vida; y esto a nivel personal, comunitario y social. Se comprende entonces cómo los sacramentos no afectan sólo al bien y al progreso espiritual de cada uno en sí­ mismo o en relación con un Dios colocado sobre las nubes: por su naturaleza intrí­nseca, los sacramentos son y deben llegar a ser constructores de comunidad, de armoní­a fraterna, de ayuda recí­proca, e incluso de reconciliación cada vez que es necesario. El momento culminante de esta experiencia cristiana se vive en la eucaristí­a; pero también el sacramento del que hablamos, realizando la paz con Dios y con la comunidad de los hermanos (cf RP 5) en el sentido horizontal, constituye otro momento fuerte, estrechamente emparentado además con el único sacrificio pascual, que es la fuente de todo.

Finalmente, surge una pregunta seria: la situación de inercia en la que parece encontrarse la comunidad eclesial española en el tema que nos interesa, ¿se debe a los defectos reales del nuevo RP, o bien debe buscarse la causa en nuestras comunidades, que no han sabido comprender ni valorar sus elementos positivos, presentes de modo innegable en el nuevo rito, y que ofrecen no pocas posibilidades de renovación y de camino hacia delante? Las mismas mejoras que se pueden sugerir a las instancias competentes para que el rito se adecue mejor al sentido del sacramento y a ciertas exigencias actuales pueden surgir no tanto de las discusiones académicas o de arbitrarias huidas hacia delante, sino de verdaderas experiencias pastorales que exploten inteligentemente lo que contiene de positivo y, al mismo tiempo, pongan de manifiesto sus lagunas y problemas: a todo esto podrán responder las autoridades responsables, según el principio que iluminó todas las decisiones del concilio y el camino mismo de la reforma litúrgica: bonum animarum suprema lex.

IV. Para una pastoral de la penitencia
Varias veces en la historia de la iglesia la confesión ha sufrido crisis. Pero en la confusión general en la que se debate hoy gran parte de la humanidad, la iglesia puede y debe aparecer más que nunca como “columna y fundamento de la verdad” (1Ti 3:15), maestra y guí­a segura, no por pretensión humana de los que la componen, sino por la luz y la salvación que alcanza a la fuente más original e infalible: Dios mismo y su Hijo Jesús, revelación y encarnación suprema de la bondad del Padre. Por esto, en cuanto la sede apostólica publicó el Ordo Parnitentiae (el Decretum lleva la fecha de 2 de diciembre de 1973), la CEE preparó la edición castellana, que entró oficialmente en vigor el 12 de febrero de 1975. Poco después, en el marco del plan general para la renovación de la pastoral y de la praxis sacramental, la misma CEE publicó el documento: “Orientaciones doctrinales y pastorales sobre el Ritual de la Penitencia” (24-11-1978r. Si hubo algunos intentos para hacer comprender las consecuencias y las posibilidades del nuevo rito, se debe reconocer, a distancia, que el rito mismo no ha producido en nuestras comunidades todos los frutos espirituales esperados. Excepto casos aislados, no parece que la adopción del nuevo RP, con sus “Premisas” tan ricas con vistas a un trabajo formativo de base y con las posibilidades que ofrece para una celebración más variada y adaptada a los casos particulares [l supra, III, 1 y 2], y a pesar del comentario teológico-pastoral mencionado que hizo la CEE, haya conseguido transformar realmente la comprensión y la praxis de este sacramento en España, tanto por parte de los confesores en general como de los penitentes, ni siquiera en las zonas más tradicionalmente católicas y ricas en tantos valores. Es necesario que el tema no se deje caer en el olvido, sino que se retome con decisión y sabidurí­a pastoral.

1. EVANGELIZAR LOS VALORES PROFUNDOS DEL SACRAMENTO DE LA MISERICORDIA. Es imposible que la práctica sacramental se reavive y produzca los frutos esperados, si primero no se llegan a comprender los grandes valores que se ocultan en el que es uno de los dones más bellos y más humanos concedidos por Jesús a la iglesia y a las almas. Damos aquí­, por esto, algunas lí­neas que ayuden a la toma de conciencia y a la catequesis, y hagan progresar la reflexión y el esfuerzo de la renovación, incluso práctica, a partir de las valiosas indicaciones y de la profundización que ha tenido lugar en estos últimos años, del Vat. II en adelante, en armoní­a con la sana doctrina católica de siempre, pero sin negar algunas lagunas reales del pasado que todaví­a pesan en la mentalidad común. Ya el citado documento de la CEE sobre la penitencia subrayó la “predicación de la fe para llamar a la conversión” (RP 57) y “el enlace entre la palabra, la fe y el sacramento de la reconciliación” (RP 59). Por esto, se debe comenzar un paciente trabajo desde la base.

Una primera clarificación concierne a la idea misma de pecado vista a la plena luz de la revelación. La ofuscación del sentido de Dios para el hombre de hoy; el surgimiento del “sentido de culpa” del que hablan los psicólogos modernos, que es algo muy diferente del “sentido de pecado”; tal vez la insuficiente formación catequí­stica recibida en la infancia, que acentuaba el aspecto sobre todo legal del pecado mismo…, exigen que se vuelva a examinar lo que significa el término pecado en una justa y completa perspectiva cristiana. Ya los profetas del AT intuyeron la naturaleza especí­fica y la gravedad del pecado de Israel a partir de la experiencia de la alianza, a la que Dios por pura gracia habí­a llamado al pueblo. Para definir esta culpa y esta responsabilidad, los profetas usan un lenguaje muy fuerte: hablan de infidelidad y de ruptura del ví­nculo del amor contraí­do por Dios; de traición y de adulterio, que rompe el ví­nculo matrimonial entre Dios y su pueblo (véase, por ejemplo, la historia de Oseas, que parece ser el primero en exponer esta fecunda perspectiva). En la nueva alianza en que vive el cristiano, después de la plena revelación de que “Dios es amor” (1Jn 4:8) y en Cristo “nos amó hasta el fin” (Jua 13:1), las cosas no pueden ser diversas; es más, se agrava la valoración del pecado; naturalmente, a condición de que el pecador haya tomado conciencia del don recibido. La revelación habla de un nuevo crucificar a Cristo (cf Heb 6:6), a ese Cristo que el Padre nos ha dado en un gesto supremo de amor (cf Rom 8:32; Jua 3:16), en plena consonancia con la abnegación del Hijo, que se entregó por nosotros hasta la muerte (cf Gál 2:20; Efe 5:25; Flp 2:6-8).

Por tanto, el pecado del cristiano bautizado, que se sabe acogido y amado “como hijo en el único Hijo” por la ternura del Padre, no podrá nunca reducirse a la simple infracción de una ley abstracta o a la violación de un código que le es extraño: será siempre el pecado de un hijo pródigo que desconoce la bondad y los dones del Padre; el pecado de un hijo que se sale y que de algún modo se extraña de la casa y de la familia común, es decir, se distancia de la comunidad de los hermanos; en vez de tomar parte viva y activa en la obra común de la iglesia, con su comportamiento, especialmente si es grave, la deshonra y la hiere, disminuye su belleza de esposa y oscurece e impide, por su parte, su luminosa irradiación sobre el mundo. Para nosotros, llamados a la intimidad con Dios, el pecado no puede presentarse sino como rechazo del amor interpersonal, clausura y ruptura de una unión que la palabra de Dios no duda en describir con “todos los matices del amor”, que van de la fuerte ternura paterna a la invencible delicadeza del afecto maternal, hasta la experiencia más í­ntima y profunda que conoce el amor humano en la intimidad indisoluble de los esposos, que forman “una sola carne”. Toda la historia de la salvación no hace más que demostrar cómo la “especial fuerza del amor […] prevalece sobre el pecado y sobre la infidelidad del pueblo elegido” (Juan Pablo II, Dives in misericordia, del 30 de noviembre de 1980, n. 4) y de cada persona en particular. El Dios que se reveló a Moisés es un “Dios clemente y misericordioso, tardo para la ira y grande en benignidad y fidelidad” (Exo 34:6), en esa bondad que permanece firme y victoriosa a pesar de las traiciones del hombre. Un buen dí­a resulta claro que el amor de Dios va más allá de los confines de Israel y que, superando las resistencias de una visión bastante restringida y nacionalista, como en el caso de Jonás, se derrama sobre la misma ciudad pagana de Ní­nive. En suma, el amor de Dios es verdaderamente universal y nadie tiene derecho a limitarlo en su extensión, duración o intensidad. “Vacilarán los montes, las colinas se conmoverán, mas mi bondad hacia ti no desaparecerá ni se conmoverá mi alianza de paz, dice Yavé, el que de ti se compadece” (Isa 54:10).

Esta revelación del amor divino alcanza su culminación en la persona misma del Hijo, que viene a nosotros precisamente para traducir en términos humanos esa infinita riqueza de caridad. Aquí­ tiene su causa la enseñanza y el comportamiento concreto de Jesús, que se declara enviado no a los sanos y a los justos, sino para curar a los enfermos y para buscar a los perdidos y a los lejanos (cf Mar 2:17; Luc 19:10); quiere hacer sentir a todos la invitación y la espera angustiosa del Padre, que está ansioso por abrazar de nuevo a sus hijos; al mismo tiempo, en los banquetes festivos que sellan la reconciliación de Zaqueo, de Leví­, de la pecadora o al final de las parábolas de la misericordia (cf Lc 15), quiere hacer visible, a pesar de las murmuraciones de la gente, toda la alegrí­a que Dios experimenta en perdonar y la fiesta de la que quiere hacer partí­cipes a los ángeles del cielo, a los amigos y vecinos, de modo que entre cielo y tierra se celebre la comunión plena del amor, restablecida después de la ruptura. Pero todo esto nos ha sido dado “a gran precio” (cf 1Co 6:20); porque en el momento supremo de la vida de Jesús, el Padre no perdonó a su Hijo, sino que “le hizo pecado en lugar nuestro” (cf Rom 8:32; 2Co 5:21) sobre la cruz, y el Hijo se hizo levantar “para atraer a todos hacia él” (cf Jua 12:32). Este sacrificio total fue el que mostró cómo el amor es más fuerte que la muerte: mientras externamente se consumí­a la vida de Jesús, en realidad, por medio de la libre ofrenda de amor, destruí­a la raí­z misma de la muerte que es el pecado, y así­ hací­a que triunfase de nuevo la vida, la verdadera vida, que no termina nunca y que el Padre ha manifestado en la resurrección del Hijo (cf Flp 2:9). Es justamente por ese amor llevado al extremo por lo que entre el Padre y el hombre -escribe Juan Pablo II (Dives in misericordia 7)- nace “un ví­nculo todaví­a más profundo que el de la creación”. Le pertenecemos por un nuevo tí­tulo, ya que fuimos adquiridos de nuevo mediante la preciosa sangre de Cristo (cf 1Pe 1:18-19; Apo 14:3-4). Se comprende, entonces, por qué la misma tarde de pascua, en la primera aparición a los discí­pulos, como primer fruto de la redención Jesús les comunica junto con la paz el soplo creador de su Espí­ritu (cf Jua 20:22-23), que, gracias a los méritos de aquel sacrificio, los hace partí­cipes de la misma comunión infinita de amor que hay entre el Padre y el Hijo, y que constituye la misma persona del Espí­ritu Santo. Así­, por una parte, el Espí­ritu, como se expresa la liturgia’, es “el mismo perdón de los pecados”, en cuanto acto infinito de amor de Dios del que se nos hace partí­cipes, que cura y se opone a la actitud de ruptura en la que nos sitúa el pecado, y, por otra, transmite a los apóstoles “el poder de perdonar los pecados”, que es propio de Jesús (cf Mat 9:6-7).

Para que los fieles tomen conciencia de lo que quiere decir pecado y entren en la dinámica de conversión-penitencia, es indispensable que antes sean evangelizados, es decir, lleguen a descubrir auténticamente a un Dios personal con el que se encuentran en relación, un Dios que ya en sí­ mismo es comunión de amor entre las tres personas, un Dios que se ha revelado y manifestado como amor al hombre. En Cristo nos ha dado la prueba suprema, y en su pascua ha destruido la barrera del pecado con todas sus consecuencias para reconstruir en el don del Espí­ritu la nueva alianza de amor con Dios y entre nosotros, formando el nuevo cuerpo de Cristo, que es la iglesia. La pascua conduce a pentecostés y a la iglesia, donde todo se vive de un modo concreto: el “misterio de la reconciliación”, realizado por Jesús una sola vez ante el Padre en favor de toda la humanidad, se convierte ahora en “ministerio de la reconciliación”, que se realiza en el Espí­ritu y en el signo sacramental a lo largo de toda la historia de la iglesia, mediante los apóstoles y sus sucesores, que han recibido el mismo poder de perdonar los pecados. “En nombre de Cristo os rogamos escribí­a san Pablo-: reconciliaos con Dios” (2Co 5:18-21).

De por sí­, el cristiano que se ha convertido por medio de la fe y el bautismo y ha entrado en la comunidad de la nueva alianza en el Espí­ritu ya no tendrí­a necesidad de reconciliación; pero Jesús ha previsto un nuevo sacramento no sólo para socorrer nuestra debilidad, desgraciadamente siempre experimentada de nuevo, sino para mantener siempre presente y abierta en la iglesia esa fuente perenne de misericordia que nos reveló y abrió una vez de parte del Padre. Así­ instituyó también este medio para continuar su obra redentora y salvadora en la historia, para los individuos y también para beneficio de la sociedad. En efecto, con los sacramentos, actos realizados por la iglesia en su nombre y con la fuerza de su Espí­ritu, permanece siempre activo en el mundo para sanarlo y salvarlo. El cristiano bien formado sabe que, como discí­pulo de Cristo y miembro de un mismo cuerpo, no vive nunca solo ni se salva aisladamente (cf LG 9). Por el contrario cree, ora, construye su santificación personal y colabora en el crecimiento del reino de Dios, necesariamente en la iglesia y unido a la iglesia. Por lo mismo, no peca nunca solo, es decir, sin dañar también al organismo vivo de la iglesia, que sufre por cada pecado de comisión u omisión de sus miembros; y así­ tampoco puede reconciliarse nunca solo, es decir, sin el adecuado reconocimiento y la reparación debida a la iglesia y sin su ayuda materna. Ya el obispo mártir san Cipriano (t 258) afirmaba que no es posible la paz con Dios sin paz con la iglesia, y completaba su pensamiento con la famosa sentencia: “No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la iglesia como madre” (De unitate Ecclesiae catholicae 6).

Otro punto delicado debe tenerse en cuenta hoy: el cristiano, cada vez que va a misa, es invitado ciertamente a participar de un modo pleno, es decir, hasta la comunión sacramental. Es claro que Cristo, al instituir la eucaristí­a bajo la forma y el signo de un banquete y de un alimento hecho para ser comido, pretendí­a llegar a realizar la plena comunión con todos; y sabemos también que el fruto perfecto de su sacrificio, la gracia propiamente sacramental, no se recibe sino por el camino indicado por él: comiendo su carne y bebiendo su sangre, para tener en nosotros la vida (cf Jua 6:53-58). Sin embargo, está también claro que es preciso ponerse en la disposición interior de obediencia a la voluntad del Padre, según el ejemplo que Cristo nos da ofreciéndose al Padre por nosotros. ¿Cómo entrar en la intimidad de su vida, si nos encontramos en la antí­tesis de lo que él exige de nosotros? Por esto san Pablo nos advierte: “Examí­nese, pues, el hombre” (1Co 11:28). Un autorizado documento del magisterio (instrucción Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967), comenta del siguiente modo este texto, recogiendo como en sí­ntesis la doctrina tradicional de la iglesia: “La práctica de la iglesia declara que es necesario este examen para que nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada eucaristí­a sin que haya precedido la confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay suficientes confesores, emita primero un acto de contrición perfecta” (n. 35). De este modo se aprecia mejor la estrecha relación que tienen intrí­nsecamente todos los sacramentos, incluido el sacramento de la penitencia, con la eucaristí­a, justamente llamada por el nuevo RP “culminación de la reconciliación con la iglesia y con Dios” (apéndice II, n. 338), porque el misterio del “cuerpo entregado y de la sangre derramada para el perdón de los pecados” (plegaria eucarí­stica, palabras de la consagración) contiene totalmente lo que los otros signos sacramentales indican y comunican con dones parciales. No se trata de favorecer una cierta mentalidad que todaví­a sobrevive en algunos de nuestros fieles, que creen en la necesidad de la confesión cada vez que se comulga, aunque no se tenga conciencia de pecados graves; pero, por otra parte, no se puede olvidar el peligro de llegar a ser “reos del cuerpo y de la sangre del Señor” cuando no se sabe hacer el necesario “discernimiento” -del que habla san Pablo (1Co 11:29)- acerca de las propias disposiciones interiores con el fin de armonizarlas con la voluntad del Señor. Cf también CDC de 1983, can. 916.

2. UNA CELEBRACIí“N AUTENTICA. Si la fe lleva al cristiano bautizado a la clara conciencia de que todo pecado significa el abandono del Padre y de la casa paterna para disipar los dones recibidos de un modo ingrato y egoí­sta, también su vuelta será una gran fiesta de amor, y no sólo un pequeño gesto ritual que quede al margen o en la superficie de su existencia. Celebrar el sacramento es siempre creer y proclamar la victoria de Cristo crucificado y resucitado; “significa creer -para decirlo con Juan Pablo II- que el amor está presente en el mundo y que este amor es más poderoso que cualquier tipo de mal en el que el hombre, la humanidad o el mundo estuviesen envueltos” (Dives in misericordia 7). Por esto, además de la preparación remota (nunca concluida), encontramos hoy en el nuevo RP un medio precioso y eficaz que todaví­a no parece suficientemente conocido y valorado en el uso pastoral de nuestras comunidades, pero que serí­a capaz de renovar verdaderamente la praxis sacramental y la toma de conciencia de los grandes valores implicados en el sacramento. Aludimos a la liturgia de la palabra, medio siempre disponible para evangelizar, todas las veces que sea necesario, acerca de las riquezas contenidas en el don de Dios. Esta liturgia de la palabra, con su correspondiente salmo responsorial, homilí­a orientada a un examen de conciencia y pausa de silencio, es parte necesaria e indispensable en toda celebración comunitaria de la penitencia: el nuevo RP es categórico a este respecto (n. 24). Es una ví­a concreta mediante la cual hoy la iglesia puede continuar su misión profética y apostólica de anunciar a todos la necesidad de convertirse al Dios viviente y proclamar la gravedad del mal ante el juicio y según los criterios de Dios; mientras, al mismo tiempo, hace sentir la invitación, desvela y ofrece la misericordia del Padre que nos espera para hacernos hijos y colaboradores suyos. Los tres actos constitutivos del sacramento realizados por el penitente (contrición, confesión y satisfacción) -que hacen de él como un concelebrante en el proceso de la reconciliación-brotan y se desarrollan bajo la luz y la fuerza “transpasadora” (en el sentido original de la “compunción”, por ejemplo en Heb 2:37) de la palabra de Dios, cuya eficacia se debe ciertamente a la í­ntima acción del Espí­ritu Santo, que mueve al pecador, como se expresa en RP 6, a convertirse desde dentro y acercarse al sacramento. También el cuarto elemento, la absolución, que completa el sacramento por parte del ministro competente para transmitir el perdón en nombre de Cristo y de la iglesia, es siempre una palabra de Dios o de Cristo con su eficacia infalible.

Así­, en consonancia con la doctrina clásica de la tradición cristiana, tomada de nuevo y confirmada por el Vat. II y traducida después en el nuevo RP, se debe recomendar vivamente volver a dar un puesto de honor, en la experiencia de la reconciliación, a la lectura-escucha, a la meditación, a la confrontación y a la celebración de la palabra, en cuanto sea posible incluso en la confesión individual (RP 17 y 87-93). Ciertamente existen circunstancias de número o tipo de personas para quienes esto es imposible o muy difí­cil; pero con el clero, con religiosos y religiosas, con muchos laicos muy preparados y comprometidos, el uso sabio y penetrante de la palabra de Dios, antes o durante la celebración, puede llegar a ser un gran medio de renovación, abrir el camino para volver a descubrir y a vivir ciertos valores de fondo del encuentro con Dios misericordioso.

En este horizonte aparece claramente cómo una experiencia tan profunda sólo puede verificarse donde la persona está totalmente comprometida. Esto vale también para la celebración comunitaria, porque la verdadera comunidad cristiana siempre está formada y actúa a nivel de personas, nunca a nivel de masa o de grupo, que llega a eliminar la responsabilidad a los individuos. Además, también en los ritos penitenciales comunitarios propuestos oficialmente por el RP el encuentro de la confesión auricular con el sacerdote confesor es siempre un acto personal, tanto en la celebración misma como también (en la forma celebrativa con absolución general) dejado para una ocasión más oportuna (en caso de tener pecados graves). Por esto viene muy a propósito la reiterada recomendación del papa Juan Pablo II para que no se pierda o se reduzca a un hecho esporádico la confesión individual que nos ha transmitido la tradición católica de los últimos siglos y es fuente de tanto bien espiritual (cf Redemptor hominis, del 4 de marzo de 1979, n. 20, y diversos discursos pronunciados en Roma y en los viajes al extranjero).

Después de decir esto para salvaguardar un bien precioso para todos y confiado a nuestra responsabilidad, es verdad que el RP ha organizado y propuesto también otros dos ritos de la penitencia “para poner de manifiesto el aspecto comunitario del sacramento”: serí­a una pérdida real para todos no entender ni valorar adecuadamente estas nuevas riquezas. En efecto, no se trata de hacer más solemne en algunas ocasiones el rito o de resolver el problema práctico de la gran abundancia de penitentes; antes de nada es preciso convencerse de que todo acto sacramental, por su misma naturaleza, es un acto de Cristo y al par un acto eclesial, que afecta y compromete al conjunto de la comunidad de los fieles. Esto, naturalmente, es aplicable también a la confesión individual; pero no se olvide que en las celebraciones para un solo penitente, los signos eclesiales se reducen al mí­nimo esencial y no se dirigen a la conciencia explí­cita de los fieles, especialmente cuando la celebración se desarrolla en algún rincón oscuro, quizá no del todo decoroso.

Por el contrario, la forma comunitaria del sacramento, si está bien preparada y realizada según las normas de la liturgia, amplí­a los horizontes, hace comprender de un modo concreto cómo todo sacramento no debe ser nunca entendido como un acto solamente privado o í­ntimo, ni puede ser vivido sólo a nivel psicológico: es celebrado por la iglesia y en la iglesia; es un acto solemne de culto a Dios (cf SC 59) que trasciende el valor de las personas particulares, incluido el confesor. El fiel comprende mejor cómo su mismo pecado es algo que afecta y hiere a la naturaleza í­ntima de la santa iglesia, a la que pertenece y de la que se siente corresponsable; en su arrepentimiento y vuelta a Dios advierte que no está solo, sino que se ve ayudado y sostenido por la comunidad de los hermanos. En una celebración comunitaria bien preparada -cuando bajo la dirección del sacerdote-pastor todos se disponen a la escucha y a la confrontación seria con la palabra de Dios, todos juntos se reconocen y confiesan pecadores y necesitados de la misericordia divina y también del perdón mutuo, oran juntos los unos por los otros y juntos cantan, edificándose recí­procamente (cf Efe 5:18-20; Col 3:16-17)- se da una manifestación visible de lo que es la iglesia, ciertamente santa por los dones recibidos de Cristo, pero que “acoge en su propio seno a hombres pecadores [… y por eso está] siempre necesitada de purificación [y] busca sin cesar la penitencia y la renovación” (RP 3). Lo que el penitente puede tomar para sí­ en este momento es sobre todo la mediación orante y maternal de la iglesia: mediación que durante muchos siglos ha acompañado todo el itinerario de conversión-reconciliación de los penitentes públicos, hasta el dí­a -jueves santo- en que el obispo les imponí­a las manos para la absolución definitiva; sin embargo, esta absolución no aparecí­a como un acto jurí­dico válido en sí­ mismo, sino como meta de una cooperación, larga y trabajosa, en la que habí­a participado toda la comunidad. Por otra parte, no se olvide, como lo recuerda RP 5, que por la ley de la solidaridad, llevada a su grado máximo en el cuerpo mí­stico de Cristo, “el pecado de uno daña también a los otros y la santidad de uno aprovecha también a los demás”; por otra parte, “los hombres, con frecuencia, cometen la injusticia conjuntamente, del mismo modo se ayudan mutuamente cuando hacen penitencia”, para que, “unidos a todos los hombres de buena voluntad, trabajen en el mundo por el progreso de la justicia y de la paz”. Aludimos aquí­ a la dimensión social de muchos pecados y de muchas situaciones de injusticia. Es sabido cómo muchos hombres de hoy, sobre todo los jóvenes, son extremadamente sensibles a esta amplia realidad del pecado que nos envuelve y nos hace a todos de algún modo solidarios y corresponsables. Las celebraciones comunitarias de la penitencia cristiana puestas como ejemplo pueden ayudar a los fieles a tomar conciencia de las responsabilidades colectivas reales, a comprender cuál es la verdadera actitud cristiana que corresponde a esa situación y, por tanto, a descubrir cuáles son los medios más eficaces e idóneos para intervenir aquí­ y ahora en la medida de lo posible, sin olvidar nunca que el discí­pulo de Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio para socorrer a un hermano que sufre o que tiene necesidad.

En cuanto al tercer esquema de celebración, donde la absolución se imparte colectivamente una vez realizada la confesión genérica de los pecados, la decisión relativa a su uso pertenece a las conferencias episcopales (RP 39b). El episcopado español ha dado unos criterios orientativo-pastorales sobre estas celebraciones (RP, Orientaciones doctrinales y pastorales del episcopado español, nn. 76-82). Está, sin embargo, el segundo esquema, que, atendiendo a las indicaciones del RP y con alguna observación pastoral, podrí­a y deberí­a encontrar aplicación, al menos en algunas ocasiones, tanto para los niños como para la comunidad adulta y para las diversas categorí­as de fieles, según las circunstancias de tiempo y lugar. No estarí­a mal, incluso, que al menos en algunas iglesias más preparadas y en algunos santuarios hubiera regularmente celebraciones comunitarias de la penitencia, realizadas de modo ejemplar, para que los fieles de una cierta zona, advertidos de ello, pudiesen participar en determinados dí­as y horas. En todo caso, RP 36-37 prevé también y recomienda vivamente celebraciones comunitarias de la penitencia no estrictamente sacramentales, que son “utilí­simas para la conversión y la purificación del corazón”. Por la gran elasticidad con que se pueden organizar y adaptar a las diversas exigencias de la comunidad y del grupo concreto, por la posibilidad de escoger libremente las lecturas y la valoración plena de la palabra de Dios como elemento fundamental de toda la experiencia penitencial tanto personal como comunitaria o social, estas celebraciones pueden llegar a ser un medio eficací­simo y al alcance de todos, especialmente en los tiempos fuertes como la cuaresma, en la preparación de las grandes fiestas y en otras muchas circunstancias particulares, para iluminar y madurar la conciencia con vistas a una confesión sacramental. Las comunidades religiosas podrí­an llegar a ser signo viviente y convincente en medio del pueblo de Dios no sólo dando siempre ejemplo de una conversión cada vez más profunda y de reconciliación con Dios y en sus relaciones fraternas, sino también ofreciendo modelos de celebración penitencial comunitaria útiles para todos los demás grupos de fieles.

La celebración penitencial en todas sus formas exige un compromiso muy serio por parte de todos. Pero la riqueza del nuevo RP que hemos subrayado tantas veces (lectura de la palabra de Dios, homilí­a, examen de conciencia, cánticos, silencio), sin olvidar la importancia que se vuelve a dar al gesto bí­blico de la imposición de las manos (RP 19 y 102), constantemente presente en la tradición litúrgica en la absolución de los pecados, como momento culminante de un lenguaje ritual más amplio, y la abundancia de formularios para la oración que acompañan todo el desarrollo, nos ayudarán a realizar también este sacramento en el marco de una celebración verdadera y digna; en consecuencia, no reduciremos por negligencia nuestra todo a la mera confesión-enumeración de pecados, sobre los que después se pronuncia una rápida absolución, sino que insertaremos cada elemento en una gran confesión de fe en el marco de la comunidad eclesial animada por el Espí­ritu, y el Espí­ritu nos hace encontrarnos con el Padre de la misericordia, que siempre nos renueva en la muerte-resurrección de su Hijo. De este modo, todo desemboca de modo natural en la gran confesión final de alabanza.

3. CELEBRACIí“N Y COMPROMISO DE CRECIMIENTO ESPIRITUAL. De cuanto se ha dicho hasta ahora se concluye que el sacramento de la penitencia se apoya necesariamente en una base más amplia: la actitud exigida por la fe-conversión, que no ha sido nunca realidad de una vez para siempre, y el estado en que nos ha puesto el bautismo de muerte-lucha con el pecado y con todas sus manifestaciones con el fin de que siempre triunfe en nosotros la vida nueva de Cristo resucitado, muestran que el cristiano no llega nunca al final de este itinerario, de este esfuerzo continuo por creer en Cristo, luchando contra todas las fuerzas que se oponen tanto desde dentro como desde fuera.

Precisamente santo Tomás (S. Th. III, q. 86, a. 2) afirma que la penitencia-sacramento no puede perdonarnos los pecados si no encuentra en nosotros la penitencia-virtud, es decir, esa actitud de fondo permanente que rechaza el pecado y da paso a la acción transformadora de la gracia de Cristo, que quiere asimilarnos a él de dí­a en dí­a. Los dos polos -la gracia de Dios y nuestra colaboración voluntaria- se necesitan y se sostienen mutuamente en todos los sacramentos, y especialmente en éste, que precisa de todo nuestro compromiso interior y exterior.

Las ideas de mortificación, de renuncia y de lucha contra toda forma de mal, aunque son clarí­simas y centrales en el evangelio como condiciones absolutas para seguir a Cristo (llevando la propia cruz: Mat 16:24), se han enfrentado siempre con las tendencias naturales del hombre y con el espí­ritu del mundo, que predica lo contrario. Hoy estas ideas tienen el peligro de encontrar especiales dificultades en la mentalidad de los fieles, a causa del clima en que todos estamos inmersos, de la civilización del bienestar y del consumo. En nuestro tiempo surgen además teorí­as equivocadas que, unidas a intereses económicos, desearí­an justificar en la educación misma de los niños y de los jóvenes la idea tan difundida de contentarlos en todo. Es verdad que también a la iglesia le ha parecido bien modificar y aliviar algunas formas de penitencia y ascesis; pero, por otra parte, no se puede renunciar a la fundamental exigencia evangélica y cristiana de la educación al sacrificio. La misma constitución apostólica de Pablo VI Paenitemini (17 de febrero de 1966), que mitigó y adaptó las antiguas formas penitenciales a la nueva situación, proclamó también con fuerza: “Por ley divina todos los fieles son llamados a hacer penitencia”.

Por tanto, se trata de no disminuir el rigor y el vigor de la llamada evangélica a realizar esa fundamental renuncia que se nos pide desde el momento en que nacemos a la vida cristiana en el bautismo y que se prolonga en la lucha, en nosotros y en torno a nosotros, por conservar y hacer crecer de dí­a en dí­a, sano y robusto, el don de la vida nueva puesto en nosotros por el amor de Dios: Dios nos ha purificado y renovado en las aguas bautismales, nos ha hecho criaturas nuevas e hijos suyos; pero nosotros debemos llegar a ser en lo cotidiano, en la realidad en que vivimos, lo que somos en lo profundo por puro don.

En este esfuerzo de fidelidad y de crecimiento cotidiano es donde justamente se comprende otro aspecto del sacramento de la penitencia que todaví­a no ha aparecido con toda claridad. En efecto, la reconciliación sacramental no sólo restablece la unión entre nosotros y Dios después de una grave ruptura y de un total alejamiento de la casa del Padre (pecado mortal), sino que nos perdona también muchas debilidades, pequeñas infidelidades y componendas entre nuestro yo y las exigencias del amor, que son tanto más apremiantes cuanto más profundamente lo comprendemos y no queremos oponernos a ellas. Es incalculable el don que Dios nos hace perdonándonos también las culpas cotidianas, lo que llamamos pecados veniales. No olvidemos que el mismo pecado venial, si está profundamente enraizado, puede ser un obstáculo real para el proyecto de Dios. La confesión frecuente o de devoción, siempre tan recomendada y defendida por el magisterio de la iglesia hasta Juan Pablo II, avalada por tantos frutos espirituales producidos a lo largo de los siglos y vuelta a plantear por la autorizada voz del nuevo RP, es ciertamente un medio privilegiado para llevar a su pleno desarrollo la gracia bautismal, “para que […] se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espí­ritu” (RP 7b).

Es verdad que hay otros muchos medios para perdonar los pecados veniales, incluida la misma eucaristí­a: cuando se comprende y se participa bien en ella, es “antí­doto por el que nos liberamos de las faltas cotidianas” (conc. de Trento: DS 1638). Tampoco es necesario minusvalorar los clásicos medios no sacramentales que la antigua tradición cristiana ha apreciado y usado tanto para “cubrir la muchedumbre de pecados” (cf 1Pe 4:8), como la famosa trí­ada de la caridad-limosna, la oración y el ayuno o cualquier otra mortificación corporal. Sin embargo, después de que, con el tiempo, la iglesia ha aclarado muchas verdades, no hay duda de que en primer plano es preciso colocar el medio especí­fico de la penitencia sacramental, con todo su valor terapéutico, que nos cura de tantas enfermedades espirituales, nos sostiene y remedia nuestra debilidad y la tendencia a replegarnos en nuestra mediocridad. Si en la misma celebración del sacramento, al establecer la satisfacción, los participantes no se contentan con el acostumbrado rezo de alguna fórmula estereotipada de oración, sino que entre confesor y penitente, con gran atención y una í­ntima llamada al Espí­ritu Santo, a la luz de la palabra de Dios, se busca la medicina verdaderamente apropiada al tipo de enfermedad espiritual que se ha descubierto, entonces la acción de Dios, unida al discernimiento claro de un experto médico de las almas, no dejará de producir frutos admirables; al mismo tiempo se evitará uno de los defectos más temidos que se atribuyen a la confesión frecuente: el de la rutina o costumbre, mientras que se ayudará al progreso y al crecimiento constante en la respuesta a los caminos de Dios. Por algo los textos oficiales recomiendan que se cuide el momento de la satisfacción, para aplicar la medicina verdaderamente eficaz en cada caso (cf RP 4; 6-7; 65).

Sin duda, es delicado establecer por ley una frecuencia periódica de la confesión igual para todos: la praxis tradicional de la iglesia es una llamada, una señal que saca del sueño e induce a reexaminar las propias posiciones frente a Dios y frente a los propios compromisos espirituales. Si hoy hay una mayor amplitud y elasticidad, esto debe significar para todos un mayor sentido de responsabilidad personal y comunitaria, según las circunstancias. En efecto, si el compromiso de responder al amor de Dios y de crecer en Cristo se mantiene vivo, la experiencia de la propia fragilidad cotidiana hará que el recurso frecuente a este medio privilegiado de gracia llegue a convertirse en una necesidad espontánea. Si hay un sacramento que está hecho para asumir, mediante la gracia misericordiosa y victoriosa del Señor, nuestra vida real, incluida la carga de nuestras miserias e infidelidades, éste es justamente el sacramento de la penitencia-conversión continua.

4. SUGERENCIAS PARA UNA VERDADERA RENOVACIí“N PENITENCIAL. Está claro que para hacer que reviva en el pueblo cristiano la verdadera actitud de conversión-penitencia a la que Dios llama también en nuestros dí­as, y redescubra el verdadero rostro del sacramento de la reconciliación de modo que vuelva a ser una celebración viva y fructí­fera para todos, es necesario preparar un amplio plan de trabajo, que debe realizarse después con convicción, constancia e inteligencia, tanto de los contenidos [-> supra, IV, II como de las necesidades, las esperanzas y las dificultades con que se va a encontrar una propuesta de este género. Quizá nuestra pastoral ha dejado un poco de lado este sector de la evangelización de la penitencia, privilegiando otros campos de apostolado. La situación hoy es tal que, si nos ponemos a trabajar en profundidad para hacer surgir las raí­ces mismas de la fe, de la verdadera renovación interior y del encuentro auténtico con Dios a nivel personal o comunitario, muchas de nuestras iniciativas y de nuestros instrumentos apostólicos corren peligro de moverse en el vací­o. El campo de la conversión-penitencia no permite quedarse en la superficie: precisa fatiga, paciencia y renuncia a los resultados clamorosos y gratificantes. Se trata de una semilla que debe caer en el profundo surco de la muerte oscura y dolorosa (cf Jua 12:24) para germinar en novedad y abundancia de vida. Es siempre la misma ley de la pascua-paso de la muerte a la resurrección, que regula tanto el compromiso penitencial de cada persona como el compromiso de quien quiere anunciar y hacer público este mensaje de conversión-transformación radical de la vida.

A nivel práctico, lo primero que se debe hacer es plantear en todas nuestras comunidades programas de catequesis bien concebidos y organizados, de amplio alcance, para implicar poco a poco a todas las personas, comenzando por los niños y siguiendo por los jóvenes, las familias, los grupos y las asociaciones de diversos tipos, a fin de llegar poco a poco a todo el cuerpo de los fieles. Está claro que es preciso ante todo reunir y formar en profundidad a los catequistas, a los educadores, los padres y los laicos comprometidos en la formación cristiana. Sin una previa profundización y una buena comprensión que haga a todos conscientes y corresponsables en el esfuerzo general, será muy difí­cil realizar un trabajo serio y duradero. Por esto será conveniente estudiar y preparar adecuadamente unos subsidios verdaderamente apropiados y articulados según un camino gradual de redescubrimiento y de experiencia penitencial que poco a poco pueda comprometer a toda la comunidad. Será preciso, naturalmente, arbitrar en qué niveles (de grupo, parroquiales, de zona, diocesanos, interdiocesanos) se va a trabajar y cómo preparar instrumentos, planos y tiempos para alcanzar el objetivo común.

La mejor catequesis, la que sabe evangelizar todas las riquezas del sacramento, es indispensable, pero no basta: muchos elementos nuevos, y quizá los más profundos y duraderos, sólo se descubrirán haciendo participar activamente a los fieles en celebraciones centradas verdaderamente sobre los valores esenciales, preparadas cada vez y adecuadas a los diversos ambientes y situaciones, según las orientaciones contenidas en el nuevo RP. El estudio y la preparación de celebraciones verdaderamente ejemplares es determinante para todo el programa de renovación.

Además de una planificación cuidadosamente proyectada, no faltan ocasiones para introducir en la vida de la comunidad y de la pastoral ordinaria tanto el discurso formativo sobre la reconciliación como celebraciones penitenciales concretas en sus diversas formas. Piénsese en la importancia del tiempo fuerte que es la -> cuaresma: un tiempo penitencial que la tradición cristiana ha organizado sabiamente a través de lecturas, oraciones, signos y etapas sucesivas, a fin de hacer revivir no sólo a los catecúmenos, sino a toda la comunidad de los fieles todas las grandes decisiones de la fe y de la espiritualidad bautismal. Este tiempo, que se prolonga en un compromiso permanente de conversión y de coherencia, culmina en el “cumplir con pascua”. “Cumplir con pascua” es una expresión popular simple pero profunda que debe tomarse en toda su fuerza; “cumplir con pascua” significa una confesión-comunión que no se reduce al cumplimiento de una formalidad, sino que se abre a una sincera conversión y a una unión vital con el Señor; es un vivir la pascua con Jesús y con la iglesia, con plena conciencia del don y del compromiso que lleva consigo.

Además de la cuaresma tenemos el tiempo de -> adviento, con sus caracterí­sticas; la preparación a algunas fiestas, todaví­a sentidas por el pueblo; las reuniones de grupo y de categorí­as y los campos-escuela veraniegos, los retiros espirituales; tenemos el importante momento de la iniciación cristiana de los niños, que comprende también el delicado momento de la primera confesión, que se debe cuidar con particular esmero según las orientaciones de la iglesia; en este acontecimiento no sólo están implicados los niños, sino también los padres y las familias con los padrinos y todos los educadores de la fe; tenemos por fin, el momento de la preparación al matrimonio. Procúrese que en esta ocasión no se tome la confesión como un paso obligatorio para cualquier otra cosa (por ejemplo, el matrimonio), sino que tenga todo su significado y relieve en sí­ misma, hasta el punto de condicionar con su importancia todos los otros pasos del camino.

En las celebraciones comunitarias de la penitencia, tanto en las propiamente sacramentales como en las organizadas en torno a una celebración de la palabra abierta a metas sucesivas, conviene cuidar la relación del rito con la vida concreta de las comunidades, de los grupos y asociaciones, de las familias o categorí­as que están implicadas en ellas, provocando el examen de conciencia sobre algunos deberes o faltas, inclusive sociales; buscando, con tacto y delicadeza, la pacificación de rivalidades y tensiones o la superación de discordias antiguas o recientes; sugiriendo, como satisfacción sacramental, que se preste atención a situaciones de sufrimiento, de pobreza o de soledad existentes. Es un modo de poner de manifiesto toda la fuerza de reconciliación y de promoción humana realmente encerrada en el don de Dios, pero confiada también a la generosidad, a la intuición creativa y a la coherencia personal y social de gente que se dice cristiana.

No se debe olvidar, en fin, que también las celebraciones litúrgicas ordinarias, como la misa de todos los domingos, ofrecen temas y estí­mulos continuos para la sensibilización y la profundización en el compromiso de conversión-reconciliación: piénsese en el acto penitencial, que se ha convertido en punto de partida o pasaje obligado para celebrar la eucaristí­a; en tantas invocaciones de piedad contenidas en gran parte de los formularios de la misa, cánticos y oraciones; en el ápice de la celebración, es decir, en el “misterio del cuerpo entregado por nosotros y de la sangre derramada para el perdón de los pecados” (palabras de la consagración); valórese el padrenuestro, que pide el perdón y nos compromete a perdonar; inví­tese a los fieles, inclusive recordándoselo en el momento oportuno, a tomar conciencia del alcance del gesto de la paz y de la reconciliación fraterna antes de la comunión, y del “Señor, no soy digno…”. No debe minusvalorarse la importancia educativa de estas fórmulas, conscientemente usadas, y su valor incluso a un nivel más profundo: aun no alcanzando la plena eficacia sacramental en sentido estricto, no dejan de formar parte del mundo sacramental-litúrgico, “cumbre y fuente” de la vida de la iglesia (cf SC 10), en cuanto que son oración de la comunidad cristiana oficialmente reunida e indisolublemente unida a Cristo, su cabeza, oración cuyo poder de intercesión no puede ser nunca medido con un metro simplemente humano. Inmerso en esta atmósfera, el cristiano se hace capaz de santificar y hacer meritorias y expiatorias incluso las penas, las pruebas, las cruces y las fatigas cotidianas, ¡que no faltan nunca!; penetra cada vez más en la redención de Cristo y llega a ser a su vez un activo colaborador de la redención y la reconciliación universales.

P. Visentin

BIBLIOGRAFíA:
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5. Ritual de la penitencia
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Datos y problemas.
II. La tesis.
III. La Iglesia bajo el poder del pecado.
IV. El sacramento de la penitencia como reacción de la Iglesia contra el pecado.
V. Conclusiones.

I. Datos y problemas
El concilio Vat. II ha renovado dos verdades olvidadas sobre el sacramento de la penitencia: el concepto patrí­stico, además de bí­blico, de reconciliación: los sacerdotes, que son colaboradores de Cristo en la obra de la reconciliación, “con el sacramento de la penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia” (PO 5); y el concepto, también patrí­stico y bí­blico, del carácter eclesial de la penitencia: “Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y oraciones, les ayuda en su conversión” (LG 11). En esta óptica también el concepto de /pecado ha sido repensado en su triple relación: a Dios, a la Iglesia y al hombre (cf. GS 13)…

Por lo que se refiere a la forma del sacramento; no sé encuentran indicaciónes precisas. Se insiste en la participación de los fieles, en la solidaridad de la Iglesia, con una referencia explí­cita a la praxis pastoral (véase SC 10; PO 12; CD 30). En cambio, es importante la afirmación de SC 72: “Reví­sense el rito y las formas. de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y efecto del sacramento”. La brevedad de esta declaración es igual a la importancia del problema que suscita. Es decir, si signo y contenido del sacramento son inseparables, ello significa que esta inseparabilidad ha perdido su unidad, o sea, que los ritos y las fórmulas son inadecuados para expresar la naturaleza y el efecto del sacramento. Se requiere una revisión y una reforma. En los textos conciliares hay una sola indicación de la orientación de esta reforma: el momento eclesial que hay que poner de manifiesto con la celebración comunitaria (SC 27; OE 27).

El nuevo Rito de la penitencia (editado por la Comisión Española de Liturgia en el año 1975) prosigue la lí­nea conciliar. En los “praenotanda” y en las Orientaciones doctrinales y pastorales se concede gran atención al concepto de reconciliación y al aspecto eclesial, en el cual se destaca particularmente la continuidad penitencial entre la vida y el sacramento. En cuanto a las partes constitutivas del sacramento, la doctrina es la tridentina. Particular atención se concede al interés común de la Iglesia y del penitente particular en la celebración del sacramento: el penitente se introduce en él y celebra el sacramento con el ministro de la Iglesia.

Particular relieve ofrece la descripción de los tres ritos en los que es posible celebrar el sacramento: capí­tulo I, rito para reconciliar a un solo penitente (nn. 83-104); capí­tulo II, rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual (nn.105-147); capí­tulo III rito para reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución general (nn. 148-156).

Este último rito suscita algunos problemas teológicos inevitables. Se acepta de manera universal y oficial, en la teorí­a y en la praxis, la forma de la absolución general y de la acusación genérica. Ello significa que, tratándose de un sacramento real, también de este modo tenemos la realización completa del sacramento, si bien extraordinaria y ocasionada por causas extrí­nsecas e intrí­nsecas de orden fí­sico, moral y religioso. Por lo tanto se tiene la esencia del sacramento también sin la acusación y la confesión completa, numérica y circunstanciada de los pecados. Esta celebración no es ni hipotética (es decir, no se suspende hasta que se hayan verificado ciertos complementos) ni fingida (es decir, aparente). De aquí­ nace un auténtico problema acerca de la naturaleza y el efecto del sacramento. No hay duda de que se establecen condiciones precisas, como la obligación de la confesión completa en una celebración singular dentro de un tiempo debido. Mas estas condiciones no pueden entenderse como si el sacramento permaneciese sin efecto hasta su culminación. Por lo demás, no se puede callar que la misma problemática se plantea respecto a otras celebraciones en las cuales la acusación completa es imposible y cuya validez no se discute, aunque se trata de pecados graves no perdonados precedentemente y de pecados veniales normalmente remisibles por otras ví­as. Quedando en pie que la celebración singular, con confesión completa y absolución particular, es el único modo ordinario (n. 83), siempre se puede preguntar qué constituye su esencia y cómo esta esencia se realiza y se muestra significativamente. Ulteriores precisiones sobre este tema las ha dado la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, de Juan Pablo II (2 de diciembre de 1984).

Basándose en estos datos, los últimos en orden de tiempo, es inevitable manifestar algunos interrogantes. ¿Qué es la sustancia que permanece inmutable y qué son los modos que cambian y pueden cambiar? ¿Qué relación existe entre modo y sustancia? ¿Qué significado asume SC 72 en este contexto? ¿Es la forma actual un modo que puede y exige ser cambiado? ¿Qué perspectivas permiten explicar en el cambio mismo la sustancia y la naturaleza del sacramento? Estas preguntas se basan en una convicción que se demuestra por sí­ misma: la convicción del estrecho nexo existente entre la comprensión cristológica y eclesiológica de la gracia, del pecado y del sacramento de la penitencia. De aquí­ surgen entonces otros interrogantes: ¿Qué es exactamente el pecado en plural? ¿Qué sentido tiene la enumeración de los pecados, incluso y sobre todo graves? ¿Qué es un pecado grave? ¿Se define exhaustivamente la penitencia como remisión de los pecados? ¿Qué sentido tiene la fórmula perdonar los pecados? La reflexión y. la reconsideración de la realidad del pecado se reflejan necesariamente en la nueva comprensión del sacramento de la penitencia y de su significado en la vida cristiana. Así­, merece atención la fórmula: permanecer por largo tiempo privados de la gracia y privados de la comunión eucarí­stica. Repensar el pecado y la remisión de los pecados equivale a repensar la Iglesia que se hace penitente. ¿Qué significa que la Iglesia celebra la penitencia? ¿Cómo se debe entender esta Iglesia y cómo se entiende ella a sí­ misma? Todo esto nos conduce a la autenticación esencial del sacramento de la penitencia. De los elementos presentes y actualmente considerados ordinarios, ¿cuáles son realmente indispensables y cuáles no? De estos interrogantes surge al punto la necesidad de una reconsideración del significado teológico, tanto en el plano teórico como en el plano práctico, a causa del carácter centralmente eclesial de la penitencia y de sus elementos constitutivos: la acusación, la absolución, la satisfacción y, en general, la penitencia personal.

Pero en la base de todos estos interrogantes hasta ahora expresados hay uno que no puede omitirse: ¿la declaración del concilio de Trento se refiere a la esencia inmutable o al modo? Esta pregunta vale aunque se la refiera a un pronunciamiento definitorio. Y hay que hacerla tanto más que el concilio de Trento es un punto -de llegada autoritativo, que ha determinado y sigue determinando la teorí­a y la praxis penitencial. Cuando SC 72 habla de una revisión del rito y de las fórmulas, ¿en qué relación está con el concilio de Trento? ¿Se puede obtener de él un criterio para ver si y en qué medida el concilio de Trento quiso definir la sustancia del sacramento a través de un modo que el concilio Vat. II no considera ya capaz de expresar con suficiente claridad la naturaleza y el efecto del sacramento? La investigación teológica y moral debe verificarse de acuerdo con estos interrogantes.

II. La tesis
Por nuestra parte, estimamos que la orientación de esta investigación se puede expresar en la tesis siguiente: la penitencia como sacramento de la conversión en la Iglesia y de la Iglesia.

En cuanto a la primera parte: la penitencia como sacramento de la conversión, observamos que cuando, como habitualmente se hace, se define la penitencia como el sacramento de la remisión de los pecados, no se pone de manifiesto el carácter dinámico de la penitencia. Esa afirmación encubre el peligro de imaginar la penitencia de una manera mágica y objetiva; no como el acontecimiento sacramental que expresa el esfuerzo de conversión personal por alejarse del pecado e insertarse más profundamente en el misterio pascual de Cristo. Se puede tener la impresión de que todo ha terminado cuando se imparte la absolución de una acusación í­ntegra: al penitente no le queda más que recitar y cumplir la satisfacción impuesta. Sin embargo, como sacramento de la conversión, es, por el contrario, el momento sacramental del esfuerzo personal de la vida cristiana: desde él la vida cristiana, corroborada sacramentalmente mediante la participación en el misterio de la cruz, reanuda su camino de conversión y de perfección en la intimidad con Cristo. Por lo demás, también la manifestación de los pecados, si quiere entenderse rectamente, hay que incluirla en el contexto de la penitencia, debe convertirse en acusación, es decir, en expresión de la propia conversión, en cuanto nos somete al juicio de la cruz y nos somete visiblemente: o la acusación es un acto de penitencia o no hay confesión válida, aunque sea í­ntegra. Y esto sólo se comprende entendiendo la penitencia como sacramento de la conversión. Está claro que con esto no se quiere decir que la remisión de los pecados y la conversión sean dos cosas separadas y exclusivas, de modo que o se da la una o la otra. La conversión es un movimiento de alejamiento y de liberación del pecado y, a la vez, de acercamiento a Cristo y de intensificación de su vida en nosotros; es exactamente la profundización y la consolidación del misterio pascual en nosotros, entendido como muerte al pecado y vida en Dios. De modo que la remisión, o sea, la liberación del pecado, es un momento de este proceso, a saber: el momento negativo, aquél por el que la conversión es un morir al pecado; pero comprende también un momento positivo, el de la identificación con Cristo en la participación de su gloria: el vivir en Cristo. Sólo que este doble proceso no se debe entender como un acto singular y momentáneo, sino como un desarrollo que comienza antes y continúa después del sacramento y en el cual el sacramento se inserta como conexión con la pasión y la resurrección de Cristo. Esta conexión da eficacia sacramental por la virtud de la redención de Cristo, al proceso de la conversión personal, que abraza toda la existencia cristiana.

En cuanto a la segunda parte: en la Iglesia y de la Iglesia, la tesis quiere subrayar el carácter eclesial (no puede ser sacramental si no es eclesial) de la penitencia, de la conversión y sobre todo del pecado. Se puede y se debe afirmar: con nuestro pecado, por una parte, ofendemos a la Iglesia como presencia visible de la gracia divina en el mundo; por otra hacemos en nosotros pecadora a la Iglesia misma considerada en su concretez; con nuestra penitencia o conversión pedimos perdón a la Iglesia de la ofensa que le hemos infligido y purificamos en nosotros a la Iglesia misma; por su parte, la Iglesia asume sacramentalmente tanto el pecado como la penitencia personal, siente y juzga el pecado como separación del sujeto pecador de su realidad de gracia, impone la penitencia reaccionando a esta separación objetiva con una separación penitencial en el plano visible sacramental: el pecador se revela como tal por su situación de exclusión de la comunidad (acto de acusación, exclusión de la eucaristí­a, etc.); aceptar esta situación penitencial es iniciar la conversión, cuyo primer fruto es la reconciliación con la Iglesia y la admisión en su comunidad; la Iglesia recobra su unidad plena en el fiel que se convierte, y celebra con él la eucaristí­a (acción de gracias y pascua).

Mas al insistir ahora en la fórmula: sacramento de la conversión, se pretende destacar el carácter sacramental de la penitencia contra el juridismo a ultranza que anularí­a este sacramento reduciéndolo a un juicio simplemente. El concilio de Trento llama a la penitencia iudicium, al sacerdote confesor iudicem, a la absolución actum iudicialem (DS 1679, 1685, 1709). Mas no se puede menos que observar que en DS 1685 se dice exactamente: “[absolutio… est] ad instar actus iudicialis quo ab ipso [sacerdote] velut a iudice sententia pronunciatur” ([la absolución es] como un acto judicial, con el cual el sacerdote, como si fuese un juez, pronuncia una sentencia). Ello es un claro indicio de que, salvado el poder real de absolver confiado al sacerdote en virtud de la ordenación, el carácter judicial de este poder es una analogí­a. No está fuera de lugar observar que la teologí­a y la praxis postridentina insistieron excesivamente en el carácter judicial en detrimento de la naturaleza misma del sacramento, que es sacramento de la conversión. Así­ pues, hay que destacar con toda evidencia el carácter sacramental a partir de la profundización del concepto de juicio, que ha de entenderse como juicio de la cruz. La penitencia es el sacramento en el cual el pecador se identifica con Cristo en la cruz para someterse al juicio de Dios pronunciado en la cruz de Cristo. En la penitencia se hace sacramentalmente visible la muerte en cruz de Cristo. El penitente se somete y experimenta el juicio de Dios, que condenó el pecado en la carne de su Hijo (cf Rom 8:3s; en particular Jua 2:24; Jua 3:16-21; Jua 5:22 y 30; Jua 9:39; Jua 12:31s; Jua 16:8-11; Un 3,14). La cruz de Cristo es el juicio. En la penitencia se hace sacramentalmente presente este juicio, que es separación y condena supremas, y a un tiempo unificación y misericordia supremas. La obra de Cristo, en efecto, es obra de misericordia, de amor; es condenación del maligno, prí­ncipe de este mundo; el que resiste “no cree”, se asocia al prí­ncipe de este mundo y a su condena, “ya está juzgado”. La penitencia sacramental, al hacer presente este juicio de condena del maligno, ejerce la obra del amor: arroja al maligno y al pecado y establece el dominio de la resurrección y de la vida del penitente. En el sacramento de la penitencia y mediante el sacramento de la penitencia, el fiel, en virtud de la fuerza sacramental, es introducido en la lucha entre Cristo y Satanás y participa de la victoria de Cristo, de su pascua. Por eso Juan nos exhorta a tener confianza en el juicio (Un 4,17; 2,28; 3,21), porque el juicio de Dios en la eternidad no será más que la manifestación del juicio ya pronunciado al presente, tanto para el creyente como para el incrédulo; la resurrección futura no será para el creyente más que la manifestación de la resurrección actual, por la cual ha pasado de la muerte a la vida; lo contrario le ocurrirá al incrédulo, al anticristo. En realidad, se trata de un juicio único, de una resurrección única.

De cuanto hemos dicho deberí­an seguirse los elementos para la superación de todo carácter puramente legal del juicio. Esa superación la da inmediatamente el hecho de que ese juicio está reservado a Dios y a su Cristo, y que no es un acto, sino un acontecimiento: la venida, la cruz y la resurrección de Cristo. Esto está ampliamente confirmado por la doctrina de Pablo: Rom 1:18.32; Rom 11:3236; 2Co 5:10; Gál 6:7s. La santidad y la justicia de Dios, que se revelan en Cristo, no le constituyen legislador moral acerca de las acciones de los hombres, sino que se basan en su creación y en la gratuidad soberana de su redención. Los dos aspectos van unidos, de modo que si como creador Dios hace que sin él nada exista y por él existan todas las cosas que existen, como redentor hace que sin él todo sea ruina, pecado y muerte y por él todo sea salvación, redención y vida: Ello nos. aclara la relación entre juicio y mandamiento tanto en el plano creativo como en el plano redentor. En la creación se expresa el mandamiento de Dios como pretensión de que el hombre sea hombre; el mandamiento es, pues, el fundamento de la existencia del hombre, y el cumplimiento de la pretensión es el cumplimiento de la totalidad de la existencia. En la redención se expresa la nueva pretensión de Dios respecto al hombre como nueva criatura, y.el cumplimiento de la nueva pretensión es el cumplimiento de la nueva existencia:
Sólo que la novedad de esta pretensión redentora no se refiere sólo, como en la creación, a una nada sobre la cual triunfa el poder del ser divino, sino que se refiere a una nada puesta por el hombre, y que es el pecado, la destrucción del ser, la degradación de la existencia, la ruina y la muerte. De modo que el poder que supera la nada del pecado es más soberano e ilimitado aún, ya que debe vencer una hostilidad querida y decidida, que se asienta en la libertad del hombre y no triunfa sino como misericordia, amor, perdón y gratuidad absoluta. El juicio de Dios, en efecto, es también aquí­ su Hijo, Cristo crucificado y resucitado por nuestros pecados y para nuestra justificación (Ron 5,8). Por tanto, el juicio es el acontecimiento que es Cristo; acontecimiento que transforma, recrea al hombre en su totalidad: es la salvación que juzga la situación radicalmente pecaminosa de la humanit dad entera en cuanto que la revela y, al revelarla, instaura la situación radicalmente salví­fica en la que el hombre es redimido. Hay que notar que este acontecimiento salví­fico está en el plano de la existencia de la fe, del que sigue, sin identificarse, el plano de la existencia ética: Además para comprender la posición de Pablo, hay que tener presente que en la situación radicalmente pecaminosa junta él a los gentiles y a los judí­os, y que esta agrupación tiene como. presupuesto la unidad del orden creador y redentor.

Como complemento y aclaración de todo lo dicho hasta aquí­ se requiere la última observación. El concilio de Trento (DS 1671-72) llama a la penitencia “laboriosus quidam baptismus”, recurriendo a la tradición, que habí­a definido ya la penitencia también “segundo bautismo”. Realmente, los lazos entre bautismo y penitencia son muy estrechos, y, para aclarar la perspectiva de la penitencia como sacramento de la conversión, conviene destacarlos. La penitencia es condición del bautismo (Heb 2:38), es decir, de la incorporación a Cristo y a la Iglesia en la fe. En efecto, el bautismo es una conversión radical, total; el bautizado muere al pecado y vive uniéndose a Cristo; es una regeneración en el espí­ritu de Cristo. El primer efecto del bautismo es la incorporación a Cristo por medio de la incorporación a la Iglesia. Este es el carácter sacramental del bautismo. Pues bien, esta incorporación, por ser un renacimiento, es un comienzo, es decir, un principio de vida que hay que desarrollar. El bautizado debe vivir su muerte al pecado y su resurrección mediante un desprendimiento progresivo del pecado y de sus consecuencias para adherirse con intensidad creciente al Espí­ritu de Cristo: Ahora bien, el pecado impide y obstaculiza esta actividad eficaz y formas del carácterbautismal: la exigencia del carácter de adherirse í­ntima y totalmente a Cristo se ve frus-. trada por el pecado. De ahí­ brota un dinamismo permanente de la vida cristiana basado en el carácter sacra= mental; ese dinamismo es la penitencia sacramentan A1 dar la gracia que perdona el pecado quita el obstáculo para la actividad de in timización del carácter bautismal. Por tanto, afirma, desarrolla y renueva la conversión inicial del bautismo. La penitencia es la vida sacramental, repetida y continuada,.de’la cruz y de la resurrección; es la purificación progresiva tal como la pide el carácter bautismal, que él funda y hace posible. En virtud de la penitencia el cristiano se relaciona continua e infaliblemente con el juicio de la cruz (=momento negativo del perdón y de la purificación) y con la misericordia de la resurrección (=momento, positivo de la vida y de transformación): De aquí­ resulta el carácter orgánico del sacramento de la penitencia: envuelve totalmente la vida cristiana en su estructura caracterí­stica: es vida de bautizado, es decir, de inmerso para siempre y que debe sumergirse cada vez más en el cuerpo muerto y resucitado de Cristo. El sacramento de la penitencia es la realización sacramental, por lo tanto en el máximo grado de intensidad y culminación, que sintetiza toda la vida, del “deber de sumergirse”, del deber vivir la propia muerte al pecado y la propia vida gloriosa en Cristo. Resulta también el carácter esencialmente eclesial de la penitencia: el carácter bautismal es eclesial como incorporación a la Iglesia, cuerpo muerto y glorioso del Señor. Finalmente se sigue el carácter dinámico del sacramento de la penitencia: es la sacramentalización del proceso de conversión del bautizado. Este dinamismo es eminentemente personal hasta en la estructura misma del sacramento. –
III. La Iglesia bajo el poder del pecado
No podemos extendernos aquí­ en hacer una exposición, aunque sea resumida, de la existencia del hombre bajo el poder del pecado, tal como se encuentra en el AT y en el NT. Recordemos sólo que, para el AT, los temas se encuentran: en el pecado de las orí­genes (Gén 3); en el pecado de Israel (Deu 9:7, que hay que leer con Sab 14:22-31; Núm 11;31ss); en la enseñanza profética y sapiencial, que culmina en la promesa mesiánica de la desaparición del pecado. El NT es el anuncio de la superación efectiva del poder del pecado, atestiguada tanto por la actitud de Jesús con los pecadores como por la doctrina de Juan sobre el pecado del mundo (Jua 8:34-45; 1Jn 3:8-15) y por la doctrina de Pablo sobre el pecado como poder personificado que se opone a Dios y arrastra al hombre (Ron 3-8; 2Co 5:21; Gál 3:13).

En cambio es necesario detenerse a comprender la existencia de la Iglesia bajo el poder del pecado. Ello es necesario, porque esta doctrina muestra que la historia de la salvación, a la que acompaña y completa la historia de la iniquidad, se puntualiza con una concretez visible y sacramental en la Iglesia. En la historia de la salvación universal la Iglesia representa y realiza la historia de la salvación particular visible-sacramental. Por eso ella es el signo infalible de la presencia y de la actividad de la historia universal de la salvación del mundo. Y al mismo tiempo es el lugar en el que se verifica la máxima intensidad de la gracia y su suprema revelación en cuanto que es sacramento de salvación; pero en ella se verifica también la máxima revelación del pecado. Si la cruz de Cristo es la máxima revelación del pecado, lo mismo hemos de decir de la Iglesia, que es su continuidad.

La presencia del pecado en la Iglesia es una afirmación dogmática ampliamente atestiguada por la tradición, y basándose en esta afirmación se ha podido hablar de la “Iglesia pecadora”: no sólo por su origen, en cuanto que ha sido rescatada del pecado y llevada a la gracia, sino por su estado actual, como posible pecadora y como pecadora de hecho. Es claro que el sentido de esta denominación se refiere a la única Iglesia concreta, real, histórica, constituida por el pueblo de Dios. En esta Iglesia única los pecadores son incorporados salví­ficamente (en virtud del carácter bautismal), forman parte de su cuerpo visible, están unidos por la misma fe, por los sacramentos y por el gobierno (cf LG 8 y 14). Hay que precisar la afirmación diciendo que la Iglesia es consciente de estar “siempre necesitada de purificación”, ya que siente la presencia del pecado en sí­ como su pecaminosidad: siente el pecado como su pecado. Mas, por ser santa, siente el pecado como contradicción de su esencia; debiendo ser el signo sacramental originario de la gracia victoriosa de Dios en el mundo, la presencia del pecado contrasta directamente con esta esencia suya.

Ahora bien, la relación de la santidad y del pecado con la esencia de la Iglesia es diversa. La santidad visible es expresión de lo que la Iglesia es, de su verdadera esencia: presencia de la gracia de Dios en el mundo. La santidad visible es el fruto de la obra y de la animación del Espí­ritu Santo en la Iglesia, en la cual él obra continuamente. El pecado, por el contrario, se sitúa solamente en el plano de la visibilidad de la Iglesia, y en cuanto pecado contra esta visibilidad de la Iglesia es pecado contra la Iglesia. Y es pecado contra la visibilidad en cuanto que es contradicción que vela y oscurece la esencia de la Iglesia, que tiende a manifestarse como santa, a dejarse ver como lo que es: gracia de Dios en el mundo. El pecado impide, ofusca, contradice esta fuerza de concretización y de manifestación de la gracia. Porque el pecado no es manifestación de lo que la Iglesia es, sino contradicción de su esencia; una enfermedad del cuerpo de la Iglesia, no una enfermedad de la esencia de la Iglesia. No se puede cometer el pecado para que se manifiesten la gloria y la misericordia de Dios (cf Rom 3:5; Rom 6:1), aunque la misericordia y la gracia superen por integración la culpa. La Iglesia siente, pues, el pecado como una contradicción suya que la ofende (cf DS 1683).

Se puede aclarar también oportunamente la doctrina recurriendo al concepto de signo. El signo comprende siempre dos elementos: el significante y el significado. El primero se encuentra en el plano visible, históricamente comprobable; el segundo está en el plano inteligible, de la comprensión. El punto fundamental de la constitución del signo es la relación, la referencia existente entre el significante y el significado. Una forma de esta relación es la que se establece por ausencia y por presencia del significado en el significante. Basándose en esto, podemos decir: la Iglesia es signo; en ella hay un aspecto significante: su visibilidad histórica, y un significado: su gracia y su animación por parte del Espí­ritu. El pecado es un significante por ausencia de significado (la gracia y el Espí­ritu); es un significante, y como tal parte del signo de la Iglesia; pero en su ser significante hay ausencia de significado, es decir, significa vací­o, mientras que debe significar lleno.

Por consiguiente, la Iglesia, al sentir el pecado como suyo, sufre por esta contradicción y reacciona a los pies de la cruz. El sufrimiento y el dolor de la Iglesia por el pecado y por la culpa se hacen manifestación y coactuación de la cruz de Cristo en el mundo: en Cristo las consecuencias manifiestas del pecado, o sea, el pecado en su plena manifestación, son a un tiempo su superación. Cuando la Iglesia sufre por el pecado, se somete a la redención de la culpa, puesto que sufre su culpa en Cristo, el crucificado, uniéndose a él en la actitud del que es juzgado y salvado por Dios. Este sufrimiento de la Iglesia a los pies de la cruz, este sentir el pecado en unión con Cristo, es la penitencia de la Iglesia, su conversión, su renovación y su purificación. La Iglesia tiene conciencia de esto también, e incluso cuando se trata de un solo pecado, y por esto siente la continua necesidad de la purificación. A esta luz y en este sentido afirmamos que la reacción de la Iglesia contra el pecado es el sacramento de la penitencia.

IV. El sacramento de la penitencia como reacción de la Iglesia contra el pecado
Pero penetremos un poco más en el sentido de esta definición programática. La Iglesia conoce y es consciente del pecado, porque conoce y cree en la salvación. Las dimensiones del pecado corresponden a las dimensiones de la salvación; y la Iglesia, que tiene por objeto la situación de pecado del hombre, y por tanto la suya, se basa en la fe para el que cree en Cristo muerto y resucitado y para el que cree que ella es la continuación como muerte y resurrección. Pues la comprobación de que Cristo es el salvador de todo hombre manifiesta para la Iglesia no sólo su misión de salvación, sino, al mismo tiempo y en la misma medida, aunque en sentido opuesto, que esa misión es necesaria justamente porque todo hombre, al entrar en la existencia, viene envuelto en el pecado.

Esta conciencia de la necesidad de su misión de salvación, junto con la conciencia de que el pecado sigue habitando en ella, se expresa espontánea e inmediatamente en una praxis penitencial. Esta praxis es, ciertamente, también un procedimiento destinado a la comprensión del pecado: al ejercitar la penitencia, la Iglesia se comprende a sí­ misma como la continuación de la salvación y al mismo tiempo comprende el pecado, su pecado; inversamente, al comprender el pecado, realidad que ella siente como parte de su vida, comprende espontánea e inmediatamente la necesidad de la penitencia. De aquí­, por ejemplo, la distinción entre pecado mortal y pecado venial. Tal distinción es el resultado del hecho de que la penitencia, en el sentido fuerte y pleno del término, es exigida por algunos pecados, pero no es necesaria para todos los pecados. Sin embargo, fundamentalmente esa praxis está destinada a suprimir el pecado como realidad contradictoria de la realidad de la Iglesia, y por tanto opuesta a la historia de la salvación. Es realmente una acción contra el pecado, una purificación de él, un caminar hacia la plenitud de la salvación, una afirmación de la realidad de la muerte y de la resurrección del Señor.

El pecado de la Iglesia y en la Iglesia está presente tanto en particular como en plural. La presencia singular significa que la victoria de Cristo sobre el pecado, como poder suprapersonal opuesto a la gracia, victoria perseguida por la Iglesia, es una victoria radical, pero no plenamente realizada. Por eso la Iglesia está a la espera del dí­a del Señor y proclama su muerte y resurrección hasta que venga en todos los sacramentos: desde el bautismo a la eucaristí­a. En este plano es donde puede plantearse el problema de la relación entre la penitencia en sentido estricto y especí­fico y los otros sacramentos, es decir, en el sentido de que todos proclaman la muerte y la resurrección del Señor y todos confieren la gracia de esa muerte en la resurrección, gracia destinada a quitar el pecado y a afirmarse ella misma. Esta afirmación hay que matizarla, evidentemente, de modo apropiado para cada sacramento, pero esa diversa configuración no afecta en absoluto a su validez de fondo. Pues todos los sacramentos son sacramentos del tiempo. de la Iglesia, es decir, son sacramentos para la historia de la Iglesia y de la historia de la Iglesia, hasta que esta historia, nunca realizada definitivamente en su globalidad, se realice en la totalidad de la salvación al cumplirse el tiempo, cuando Cristo haya sometido a sí­ todas las potencias hostiles, la última de ellas la muerte, y todas las cosas las entregue, con la sumisión de sí­ mismo, a Dios, a fin de que Dios sea todo en todos (1Co 15:25-28). El final de la Iglesia y de sus sacramentos coincide con el final del pecado y de todas las potencias hostiles que son consecuencia e instrumento suyo. Mas ese final es también cumplimiento: la presencia divina se hace transparente y absoluta en las cosas y en el hombre; y la transparencia y presencia plena de las cosas y del hombre realizadas en Cristo nos abren a Dios. De manera que se puede afirmar que la sacramentalidad de la Iglesia, y de sus sacramentos en general, si por una parte es la manifestación histórica del progresivo avance de la salvación, cuyas etapas sigue, por otra es la manifestación de la permanencia todaví­a persistente de la pecaminosidad que domina a la humanidad dentro y fuera de la Iglesia. Y es la primera manifestación en cuanto es la segunda, si bien la primera tiene prioridad de comprensibilidad y de realidad sobre la segunda. La Iglesia es para que venga el reino de Dios y mientras no ha llegado.

La presencia del pecado en plural, ya sea de los pecados graves, ya de los leves, es a su vez la manifestación de la fuerza todaví­a activa del pecado en las transgresiones, en las violaciones personales, en las decisiones impotentes de la libertad, en el desconocimiento y en la ignorancia de la fe, de la esperanza y de la caridad, de la justicia y de todas las relaciones que tejen la vida del hombre. Los pecados son el fruto del pecado, pero son también su consolidación, ya que contribuyen a mantener y a aumentar su poder; son instrumentos a su servicio. Contra esta actividad pecaminosa, especí­fica del pecado, reacciona la Iglesia con una forma visible especí­fica de su actividad salví­fica: esta forma visible especí­fica es el sacramento de la penitencia. La penitencia marca las etapas personales y simultáneamente eclesiales del avance progresivo de la salvación, es decir, de la gracia que purifica al hombre, agudiza en él el sentido del pecado y consolida gradualmente su libertad como capacidad de no pecar (libertad terminal), como liberación del pecado. También aquí­, en la sacramentalidad especí­fica de la penitencia, la manifestación de la gracia es además la manifestación del pecado, en cuanto que la gracia es gracia para el pecado. Pero al mismo tiempo su eficacia es la victoria que derrota al pecado, ya que es gracia contra el pecado y por encima del pecado. El punto fundamental en toda esta discusión es la relación í­ntima e indisociable entre el pecado y los pecados, y por tanto entre la sacramentalidad general y el sacramento especí­fico de la penitencia. Mantener esta relación significa comprender la multiplicidad de los pecados especí­ficos como potencia realizada del pecado en un determinado o en determinados sectores de la existencia humana, es decir; comprender la existencia humana bajo el poder del pecado, que oprime y vuelca su fuerza radical en las formas especí­ficas de.pecaminosidad categorial.

Esto se puede comprender más a fondo relacionando pecado y libertad: el pecado es relativo a la libertad radical, que es la existencia misma del hombre, mientras que los pecados son relativos a la libertad categorial, que es la forma particularizada en la cual la existencia humana se actúa y deviene. Si tenemos presente que también la gracia se refiere a la libertad radical y se actualiza en las actuaciones de la libertad categorial, tenemos como resultado una doble unidad: la unidad del plano de la gracia, de la libertad y del pecado, y la unidad de la relación entre la gracia y su ejercicio especí­fico, entre la libertad radical y, la libertad categorial, entre el pecado y los pecados.

Esta doble unidad -que hay que desarrollar en su dimensión comunitaria y cohumanitaria, y, por consiguiente, en su dimensión eclesial muestra que, por un lado, existe continuidad entre la sacramentalidad general y la sacramentalidad especí­fica, es decir, la sacramentalidad de la penitencia; y, por otro lado, que la sacramentalidad penitencial no es más que la forma especí­fica, relativa a la forma especí­fica de la pecaminosidad, de la sacramentalidad general. Así­ se evita toda separación o dicotomí­a y se aclara el nexo que une la historia de la salvación y la historia de la iniquidad en su completa realidad.

Sobre este punto destaca el significado y el contenido del sacramento de la penitencia, tal como se le ha definido. Es decir, sobre el fondo de la historia que se opone al pecado y lo vence, al transformar la situación de la existencia humana por él dominada, tanto en su radicalidad como en sus formas especí­ficas, la Iglesia es la visibilidad histórica del progreso en el cuál se manifiesta la lucha, tanto la interna como la externa; con lá suprema potencia y con su victoria más intensa.’ E1 sacramento de la penitencia se cnvierte entonces en el momento de concretización y de realización de esta lucha, momento modificable de acuerdo con las épocas históricas. Ese momento no es el único, pero es el más especí­fico.

Esta afirmación está grávida de consecuencia. En primer lugar hay una correspondencia entre la visibilidad del pecado y la visibilidad del sacramento. Las consideraciones hechas antes acerca de la presencia del pecado en la Iglesia como pecado de la Iglesia son la base de esta conclusión. Su consistencia se demuestra por la consecuencia de que la forma del sacramento, es decir, la gracia salví­fica, es también la forma del pecado en cuanto oposición suya. Ello significa que para saber lo que debe ser la penitencia en su forma sacramental hay que partir de esta correspondencia de visibilidad y de formalidad entre la gracia y el pecado. En segundo lugar, teniendo presente esta correspondencia, se ve inmediatamente que en el proceso sacramental especí­fico de la penitencia, dado que el significado y la visibilidad de la gracia es un significado por presencia, mientras que la del pecado es un significado o visibilidad por ausencia, tiene lugar una inversión en virtud de la cual el significado o visibilidad por ausencia del pecado se transforma en significado o visibilidad por presencia. Este acontecimiento, que es un proceso, se inscribe en un proceso más amplio: el de la historia de la salvación activa en la Iglesia. Y además contiene otro: el esfuerzo de adecuación. El hecho de que el pecado tenga un significado o una visibilidad por ausencia, es decir, que la Iglesia en su sacramentalidad general y especí­fica implique también la presencia del pecado, comprende dos cosas: que el significado por presencia de la gracia es también el significado por ausencia de tal gracia, es decir, el significado del pecado; el tal significado es inadecuado. Y este segundo elemento es el que interesa. El significado (= el significante) de la Iglesia, su visibilidad histórica es inadecuada para expresar su esencia espiritual y salví­fica: Cristo salvador y el Espí­ritu Santo. Existe, pues, una exigencia de adecuación entre esa visibilidad y esa esencia salví­fica. La forma que adopta esa exigencia, tan vasta como la Iglesia misma, es lo que se llama el sacramento especí­fico de la penitencia. Pero hay que añadir una determinación ulterior: este sacramento especí­fico, siendo la expresión especí­fica de esa exigencia de adecuación y también su realización suprema, comprende a su vez una exigencia de adecuación entre su visibilidad formal (= el significante) y su eficacia salví­fica. En esta exigencia de adecuación del sacramento consiste también la necesidad de la reforma continua del sacramento mismo, reforma que el concilio Vat. II ha pedido y que en parte se ha realizado con el rito de la penitencia.

V. Conclusiones
En esta exposición nos hemos atenido a los elementos teóricos esenciales de la penitencia. Mas es claro que son el contenido que resulta de la historia de la penitencia como doctrina que formula la praxis y como praxis constitutiva de la doctrina, a la vez que el criterio para la comprensión de esa historia. A1 mismo tiempo estimamos que son el contenido que resulta de los testimonios bí­blicos del NT, que están en la base tanto de la historia sucesiva como de toda reflexión teológica sobre el tema (véase, en la sucesión sistemática: 2Ts 3:6-15; Gál 6:1-2; 2Co 2:5-11; 2Co 7:8-12; 2Co 11:13-15; ,10; 1Ti 1:19-20; 1Ti 5:19-22; 2Ti 2:25-26; Tit 3:10-11; 1 Cor 5; Mat 16:19; Mat 18:18; Jua 20:23), y a la vez el criterio, dictado por todo el desarrollo histórico y dogmático de su comprensión.

Añadamos dos observaciones. La primera se refiere a la relación entre verdad dogmática y verdad moral. La teologí­a del sacramento de la penitencia es un lugar manifiesto singular de la subordinación de la verdad moral a la verdad dogmática y de su inseparabilidad, correspondiendo el primado a la verdad dogmática: penitencia y pecado son esencialmente verdades dogmáticas, y sólo dentro de este cuadro se pueden comprender sus manifestaciones morales en la existencia cristiana y humana en general. Lo inverso falsea el significado mismo de la penitencia y del pecado. Es la cruz de Cristo la que, como muerte, manifiesta lo que es el pecado y, como resurrección, realiza su superación. Es la cruz de Cristo la que da el sentido definitivo y único a la penitencia cristiana, lo mismo como estilo de vida que como sacramento.

La segunda se refiere a la celebración del sacramento como cualificaeión de la existencia cristiana. El sacramento de la penitencia es celebración, a saber: celebración de la cruz de Cristo como perdón y victoria del pecado y en éste, pero sólo en este sentido, celebración de la penitencia por el pecado. El penitente accede al sacramento porque la gracia de la cruz le ha manifestado su situación de pecado y con esta manifestación anuncia y proclama la misericordia sobre el pecado. En el sacramento el penitente “confiesa”, es decir, celebra y alaba el juicio que Dios pronuncia sobre su situación, y en el cual la condena consiste en el perdón, la acusación de alejamiento en la aceptación en la intimidad, la medida de la gravedad del pecado en su remisión.

[/Conversión; /Pecado; /Sacramento].

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A. Molinaro

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

A) Como virtud. B) Como sacramento.

A) COMO VIRTUD

I. Esencia
La p. como “virtud” designa la actitud moral y religiosa del hombre, donada por la gracia de Cristo, que es adecuada frente a los pecados propios y al pecado en general. El acto más central de la p. es el -> arrepentimiento en sus distintas formas, pero, además de ese acto especí­fico, que consiste en apartarse de la culpa personal pasada y dirigirse a Dios, esta virtud en su esencia plena comprende también todas las otras posturas (internas y externas) de comportamiento cristiano ante el pecado: la valentí­a para el temor de Dios y para la verdad de la existencia propia frente a toda “represión” (y precisamente así­ nace el correcto “estar en el propio pasado”); la disposición, don de la gracia, a dejarse llevar por la palabra reveladora de Dios mediante la destrucción de la autojustificación farisaica del pecado; el temor ante el pecado que siempre amenaza; la lucha contra él con las obras de p. que lo matan (la “vigilancia” bí­blica, el ayuno, la limosna, etc.; cf. Dz 806); la voluntad seria y operante de mejorar, confiando en la gracia de Dios que se muestra victoriosa a través de la impotencia humana; la lucha contra la -> concupiscencia y el mundo; el propósito de recibir el sacramento del perdón de los pecados (cf. luego en B); la disposición a sufrir humildemente el reato de la culpa que queda aun después del perdón de los pecados (Dz 906 923; cf. penas del -> pecado); el sentido de responsabilidad por la lucha contra el pecado en la Iglesia y en el mundo; un conllevar el peso del pecado, que se crea su existencia concreta en la desgracia y en la necesidad generales; el propósito de -> satisfacción (Dz 904ss) y expiación. Todos estos actos han de entenderse como cualquier acción cristiana: sin perjuicio de la -> libertad, que aun el hombre manchado por el pecado original posee, los inicia la inmerecida -> gracia de Dios; son, de principio a fin, don de él a nosotros; y son además realizaciones concretas de la -> fe que justifica, una participación en la cruz de Cristo.

Lo que vale para el arrepentimiento hay que afirmarlo también de manera análoga acerca de la p.: en el pecador (personal) ésta (fundamentalmente como p. formal) es necesaria para la salvación, porque es precisamente la manera con que la libre misericordia de Dios da la salvación a la criatura libre (Dz 797ss 811ss). Su concepto implica la libertad del acto salví­fico (Dz 814). La p. es (justo como don de Dios) un acto del hombre (y no solamente una experiencia pasiva: Dz 897 914ss), por el que éste se aparta de su pasado y lo rechaza en la existencia permanente de su acción espiritual libre, aceptando en el “dolor” la validez indefectible de la ordenación de Dios y volviendo a realizarla libremente en la “detestación” del pecado.

La p. comprende el reconocimiento creyente de que la obra de Dios en nosotros, y no el arrepentimiento (en cuanto acto nuestro que es preciso distinguir de la obra de Dios), perdona los pecados y de que esta acción se recibe inicialmente en la “-> esperanza”. La p. incluye finalmente el reconocimiento de la pluralidad creada, ontológica y existencial en los estratos del hombre, la cual condiciona y exige a su vez una pluralidad de actos humanos también en este ámbito (obras internas y externas de p., fe y amor, arrepentimiento y satisfacción, aversión al pasado, proyección al futuro en el “propósito”).

II. Historia del concepto
1. En el Antiguo y en el Nuevo Testamento: metanoia, -> arrepentimiento.

2. Sobre la diferencia entre la visión católica y la doctrina protestante: -> arrepentimiento.

III. Aspecto sistemático
1. La teologí­a sistemática se pregunta si la p. es una -> virtud especial o si es solamente un nombre colectivo para designar las otras virtudes, en cuanto que cada una de ellas se opone por esencia al pecado contrario (cuestión que tiene también un interés religioso-pedagógico, puesto que en el segundo caso el cultivo propio y explí­cito de la actitud de p. aparece menos clara que en el primero). A la pregunta se responde en general (con santo Tomás y en contra de Guillermo de Auxerre, Gabriel Biel, Cayetano, etc.) en el primer sentido. Acerca del “objeto formal” propio de esta virtud las opiniones son otra vez divergentes (p. ej., Juan Duns Escoto: el bien de la pronta disposición a aceptar el castigo del pecado; de Lugo: el bien de la paz con Dios; Tomás, Suárez y otros: el bien de la supresión del pecado en cuanto éste [como “ofensa divina”] está en oposición con el Dios santo y su derecho a ser honrado por la criatura). De acuerdo con ello la p. se entiende habitualmente como “parte potencial” de la virtud cardinal de la justicia.

La p. en sentido estricto (formal) sólo puede darse como virtud en un pecador personal. Por tanto, en ese sentido no puede atribuirse a Cristo (SC Inquis. 15-7-1893: AAS 16 [1893-1894] 319) ni a Marí­a, aunque los dos sean maximum exemplum paenitentibus (TOMíS DE AQUINO, ST III q. 15 ad 1, ad 5). Por lo demás, también respecto de la p. se presentan las cuestiones que en general se plantean acerca de las otras virtudes (virtud infusa o adquirida, su pérdida, adquisición y crecimiento, su relación con las virtudes teologales y con la virtud de la religión, etc.).

2. Teniendo en cuenta la profundidad existencial de la culpa (la cual no acontece de manera simplemente temporal, como un suceso “en” un hombre que en el fondo continúa siendo bueno y al que sólo jurí­dicamente puede imputársele, sino que procede de un “corazón” malo y es “radicalmente mala”), así­ como el hecho de que la metanoia y el “renacer” son vistos en el NT como un acontecimiento singular del poder creador de Dios, el cual abarca la existencia toda del hombre; la teologí­a sistemática deberí­a elaborar de manera existencial y ontológica tanto la producción de la p. por parte de Dios, el único que puede dar un “corazón” nuevo, como la integración de los distintos momentos (en que se da la p.) en la totalidad de cada realización existencial (que a pesar de su dispersión en el tiempo es única) y la presencia de la vida entera en cada momento (-> historia e historicidad.)

BIBLIOGRAFíA: Tomás de Aquino S. th. III q. 85; F. Suárez, De paenitentia disp. 1-15: Opera omnia XXII 1-335; Billerbeck I 162-172; A. Eberharter, Sünde und Busse im AT (Mr 1924); E. Amann: DThC XII 722-748; B. Bartmann, Zur Entwicklungsgeschichte der Busse: ThGI 22 (1930) 79-86; A. H. Dirksen, The NT Concept of Metanoia (Wa 1932); G. Quell – G. Bertram – W. Grundmann – K. H. Rengstorf, &µapr&vw: ThW 1 267-337; E. Stakemeier: RQ 43 (1935) 157-177; E. K. Dietrich, Die Umkehr (conversión y penitencia) im AT und im Judentum (St 1936); H. Pohlmann, Die Metanoia als Zentralbegriff der christlichen Frömmigkeit (L 1938); N. Krautwig, Die Grundlagen der Busselehre des Johannes Duns Skotus (Fr 1938); G. M. Csertö, De timore Dei iuxta doctrinam scholasticorum a Petro Lombardo usque ad S. Thomam (R 1940); R. Bullmann, aúmi: ThW IV 314-324; O. Michel, µeraµéaoµat: ibid. 630-633; J. Behm – E. Wörthwein, µeravoéw: ibid. 972-1004; J. Hausherr, Penthos. La doctrine de la componetion dans 1’Orient chrétien (R 1944); B. Weite, Vom Geist der Busse und vom Trost der Busse (Fr 1945); Ch. R. Meyer, The Thomistic Concept of Justifying Contrition (Mundelein 1949) (bibl.); R. Schnackenburg: MThZ 1 H. 4 (1950) 1-13; P. Galtier, De Paenitentia, cd. nova (R 1950); H. W. Wolff, Das Thema “Umkehr” in der all. Prophetie: ZThK 48 (1951) 129-148; Thielicke I 79 ss; Barth KD IV/2 627-660; Schmaus D IV/1 477-489; R. Hermann: RGG3 I 1534-1538 (bibl.); Die Sündenvergebung in der Kirche. Ein interkonfessionelles Gespräch (con las colaboraciones de H.-W. Surkau, H. v. Campenhausen, K. Rahner, W. Böhme, A. Kirchgässner) (St 1958); Rahner VI 256-270 (A la par justo y pecador); A. Mayer, Historia y teologí­a de la penitencia (Herder Ba 1961); Tilmann, La penitencia y la confesión (Herder Ba 21967); La penitencia es una celebración (Marova Ma 1966); J. B. Schearing, El sacramento de la libertad (Studium Ma 1966); J. L. Ysern, La penitencia (Paulinas S de Chile 1966); F. M. Finn, El sacramento de la penitencia (S Terrae Sant 1967); J. Rossino, El sacramento del perdón (Paulinas Ma 1967); B. Häring, Shalom: Paz (Herder Ba 21970); F. J. Heggen, La penitencia, acontecimiento de salvación (Sí­g Sal 1969); O. Semmelrotte, Penitencia y confesión (Fax Ma 1970). M. T. Mejí­a, La confesión a distancia, en Rev. Esp D Can 1964, 255-306.

Karl Rahner

B) COMO SACRAMENTO
La p. es el sacramento de la Iglesia en el cual, por la sentencia absolutoria del sacerdote en virtud de los plenos poderes recibidos de Cristo, se borra del pecador arrepentido la culpa de los pecados cometidos después del bautismo.

I. La doctrina de la Iglesia
Las decisiones más importantes del magisterio eclesiástico sobre la p. están contenidas en la condenación del montanismo y del novacianismo, en la doctrina del concilio Lateranense IV, en las decisiones medievales acerca de la fe en la existencia de siete sacramentos y principalmente (junto con la condenación de la doctrina del -> husismo) en las sesiones vi y xiv del concilio de Trento, en las cuales se anatematizó la negación o la deformación de este sacramento por parte de la reforma protestante, y se expuso minuciosamente la doctrina de la Iglesia. Esta doctrina eclesiástica, definida en sus puntos esenciales (no en todos), puede compendiarse brevemente como sigue.

1. Existencia
En la Iglesia hay un sacramento de la p. (sacramentum paenitentiae, µetánoia), que, instituido por Cristo, pertenece a los siete sacramentos (Dz 402 424 465 699 807 844 894 911 913 2046) y, aunque presuponga y tenga como base el sacramento del bautismo (Dz 696 894 895), es distinto de éste (Dz 807 866 895 912).

2. Necesidad
La recepción de la p., y con ello su requisito necesario, la confesión (la declaración de los pecados), por disposición divina (Dz 457a 670 699 724 895 901 916ss) es necesaria con necesidad de medio para todos aquellos que después del bautismo han pecado gravemente (gravedad que implica la pérdida de la gracia justificante). Esa necesidad es la misma que la del -> bautismo (B), o sea, en caso de necesidad la p. se suple con el voto del sacramento (Dz 807).

3. Esencia
La esencia de este sacramento se describe como aliud ab ipso baptismo sacramentum ad remissionem peccatorum…, quo lapsis post baptismum beneficium mortis Christi applicatur (Dz 894; cf. también la definición del CIC can. 870), y concretamente por una sentencia judicial (actus iudicialis, iudicium, sententia: falta un concepto más preciso del acto de potestad) de la Iglesia sobre aquel que por el bautismo está sometido al poder de la potestad eclesiástica y se ha hecho culpable contra Dios (y contra la Iglesia: Dz 911; concilio Vaticano II, De Ecclesia, cap. 2, n.° 11). Esta sentencia eclesiástica no sólo revela como verificados el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, sino que ella misma confiere la eficacia del perdón (Dz 699 896 902 919 925 1058). Tal reconciliación es también una reconciliatio cum Ecclesia (concilio Vaticano u, ibid.) y una admisión a la communio sacramentorum (Dz 57 95 146 247; Cavallera 1250 1253), puesto que quienes han pecado mortalmente están excluidos de la -> eucaristí­a, del misterio de la Iglesia y de su unidad (Dz 880 893 1138; CIC can. 856). Con el perdón de los pecados desaparece también la condenación eterna (Dz 807 740 925) y se revoca la entrega al poder del diablo (Dz 894); pero no siempre (como ocurre en el bautismo) se eliminan totalmente las secuelas de la culpa, los castigos temporales del pecado (Dz 535 807 840 895 904 922 925; -> indulgencias).

4. Extensión de la jurisdicción ejercida en el sacramento de la penitencia
Contra la herejí­a del montanismo (Dz 43) y del novacianismo (Dz 55 88 94 95 97 894), la Iglesia enseña que su potestad es ilimitada (supuesta la conversión del cristiano por la fe y el arrepentimiento) tanto en lo relativo al tipo de los pecados que se perdonan, como por lo que se refiere a la frecuencia (repetición) de este sacramento (a diferencia del bautismo, que se recibe una sola vez; Dz 430 540 839 895 903).

5. El signo sacramental
El signo sacramental eficaz consiste sobre todo en la absolución sacerdotal, que se debe impartir oralmente (Dz 695). Esta, como sentencia jurí­dica, posee un sentido indicativo, y de hecho hoy en la Iglesia latina tiene obligatoriamente una forma verbal indicativa (de manera que las fórmulas optativas y las plegarias ya no pertenecen al signo necesario del sacramento). Sin embargo, la antigua forma deprecativa (Dz 46) se permite sin duda y es válida en las Iglesias orientales (y probablemente en la Iglesia latina también seria válida, aunque ilí­cita; Dz (699 896). A la absolución sacerdotal se añaden, como quasi materia del signo sacramental o como partes ulteriores, los actos del penitente, que pertenecen a la integridad del sacramento: -> arrepentimiento, confesión, satisfacción (Dz 699 754 896 914). De acuerdo con esto hay que decir lo siguiente:
a) El arrepentimiento interno que deriva de la fe es (como elemento formal) un requisito necesario para la realización válida y eficaz del sacramento (cf. p. como virtud [antes en A], -+ justificación: Dz 699 751 807 817 896ss 914 1207 1210 1214); en el sacramento el penitente tiene que manifestárselo de algún modo al sacerdote (Dz 754); como requisito para la eficacia del sacramento basta el arrepentimiento imperfecto o atrición (Dz 898 1146).

b) La confesión de todos los pecados graves que todaví­a no han sido eliminados sacramentalmente viene exigida por la esencia del sacramento y, con ello, es de iure divino. Esta obligación de la confesión se extiende, por un lado, a los pecados graves de los que el penitente se sabe culpable después de un examen serio de conciencia (también subjetivamente) y sólo a ellos; por otro lado, y supuesto lo anterior, se extiende también a los pecados secretos e internos según su especie real (con sus circunstancias modificantes, por consiguiente) y su número (junto con aquellos que fueron olvidados en confesiones anteriores: Dz 1111; cf. Dz 699 748 899ss 916ss 1208). Tal declaración de los pecados está protegida por el secreto de confesión que emana asimismo de la esencia del sacramento (Dz 145 438 1220 1474). Si inculpablemente no se realiza la acusación de un pecado determinado (integridad meramente formal de la confesión), ese pecado se perdona también por el sacramento (Dz 900). Desde el concilio Lateranense rv existe, por derecho positivo eclesiástico, la obligación grave de confesar válidamente una vez al año en el caso de que se tenga conciencia de pecado grave (Dz 437 901 918 1114).

Los pecados veniales y los pecados ya perdonados sacramentalmente pueden (aunque no es necesario) confesarse como materia suficiente para el sacramento (Dz 470 748ss 899 917 1539; CIC can. 902; “confesión por devoción”). La confesión sacramental (por palabras o signos) sólo puede darse con la presencia corporal del sacerdote y del penitente (no por carta o mensajero, etc.: Dz 147 1088ss).

c) La satisfacción. Como parte del poder de las llaves corresponde al sacerdote el derecho y el deber de imponer (con prudencia espiritual) al penitente una -> satisfacción proporcionada a la gravedad de la culpa y a la capacidad espiritual de éste (Dz 699 905ss 923 925); tal satisfacción puede cumplirse también después de la absolución (Dz 728 1306ss 1437ss 1534ss). El fundamento de esta imposición de una penitencia radica en el hecho de que el perdón de la culpa posterior al bautismo no equivale sin más a la supresión del castigo y de todas las consecuencias de la misma (a diferencia de lo que sucede en el bautismo; Dz 807 840 895 904 922). Por las consecuencias inevitables, pero sufridas con paciencia, del pecado y por la disciplina penitencial elegida libremente o impuesta por el sacramento (las dos cosas son satisfactio: Dz 906 923), el hombre experimenta más bien la seriedad de la justicia divina y la gravedad del pecado, se guarda de ulteriores culpas en la lucha contra la tendencia al mal y participa más profundamente del sufrimiento de Cristo que vence al pecado; todo lo cual deriva de la gracia de Cristo. Por lo demás, tiene validez aquí­ cuanto hay que decir acerca de las -> obras meritorias del justificado como fruto de la gracia.

6. El ministro del sacramento de la penitencia
El ministro del sacramento de la p. es el sacerdote que posea las facultades necesarias para impartir válidamente la absolución sacramental (“jurisdicción para confesar”: Dz 146 437 670 699 753 902ss 920 957 1113 1116 1537 1150). De ello resulta que la Iglesia puede conferir esta jurisdicción también con limitaciones (excepto en peligro de muerte: Dz 903) cuando hay motivos de peso; es decir, puede reservar determinados pecados a otro tribunal superior con facultades especiales (Dz 903 921 1104 1112 1545).

II. La doctrina de la Escritura
1. En primer lugar no puede pasarse por alto que la reacción de la Iglesia santa frente a los pecados de sus miembros no se limita a la p. en sentido estricto. Todo el ser y el obrar de la Iglesia es una negativa al pecado.

Esta autorrealización de la Iglesia como presencia judicial e indulgente de Cristo en el mundo del pecado se expresa en el servicio a la palabra de reconciliación, en la parénesis a dejarse reconciliar por él con Dios (2 Cor 5, 18ss), en la traslación que ahí­ se produce del hombre como pecador, en el bautismo como sacramento fundamental del perdón (Act 2, 38; Rom 6; 1 Cor 6, 11), en la celebración de la eucaristí­a como anamnesis y proclamación de la muerte del Señor para el perdón de la culpa (Mt 26, 28; 1 Cor 11, 26), en la confesión del pecado de la Iglesia (Mt 6, 12), en el acto de hacer penitencia con oración y ayuno, con vigilias y limosnas (Mt 6, 1-18), y, finalmente, (aplicándolo a cada uno en su situación concreta), en la plegaria por cada pecado (1 Jn 5, 16), en la corrección fraterna (Mt 18, 15), en el “señalar al pecador” (2 Tes 3, 14) por parte de quien tiene autoridad para ello cuando la corrección fraterna no da fruto en la reprensión oficial (1 Tira 5, 20), y en aquella acción judicial (y también misericordiosa cuando sea posible) de la Iglesia que es el atar o desatar al pecador.

2. Tanto por la excomunión sinagogal como por la praxis excomulgante de la Regla de la secta (1QS vi 24 – vii 25), en principio habí­a que esperar ya desde el comienzo para la comunidad de Jesús una praxis semejante de excomunión y de levantamiento de la misma. Su contenido real y su esencia especifica en último término sólo se puede determinar, naturalmente, a partir de la idea que la “Iglesia” de Jesús tiene de sí­ misma por su Señor, por su unidad con él y por la nueva alianza que Jesús ha fundado (lo cual debe darse aquí­ por sentado). Puesto que la Iglesia es la presencia de Cristo y de su gracia en el único “ahora” del tiempo del mundo, ella sólo puede excomulgar porque quiere así­ comunicar la gracia y salvar (1 Cor 5, 5; 1 Tim 1, 20; y únicamente la obstinación del pecador puede aniquilar este propósito hondo); ahora bien, puesto que es la Iglesia santa, debe reaccionar con la excomunión frente al pecado de sus miembros, el cual es inconciliable con su esencia.

Por ser la Iglesia la presencia eficaz de la -> gracia victoriosa (la comunidad escatológica de los que han sido trasladados del mundo al perdón de los pecados y a la reconciliación con Dios comunidad que como un todo no puede ser eso sólo aparentemente, sólo en exigencia e intención), por ser el sacramento fundamental de la gracia de Cristo en el mundo; la recepción en ella (bautismo) y la reconciliación con ella se convierten en la prueba palpable de la reconciliación con Dios. En la reconciliación con la Iglesia se hace realidad efectiva la reconciliación con Dios; y por tanto la p. es un sacramento. Si en la Iglesia – que Jesús ha fundado, como lo demuestra al menos el relato de la última cena – puede esperarse a priori esta potestad para excomulgar y para levantar la excomunión, habida cuenta del ambiente ideológico y práctico en que Jesús se movió, entonces carece de relieve la cuestión de hasta qué punto una “teologí­a comunitaria” haya podido configurar las frases de Mt 16 y 18.

3. Lo que cabria suponer teniendo en cuenta la naturaleza de la institución de Cristo, se deduce también del testimonio positivo de la Escritura.

a) Pedro y los -> apóstoles, como dirigentes de la -> Iglesia autorizados por Cristo, reciben la plena potestad de “atar y desatar”, de tal modo que su sentencia es válida incluso en el cielo. La idea de que la sentencia de un tribunal terreno tenga validez incluso en el más allá, para Dios y delante de Dios, estaba extendida en aquellos tiempos y por tanto no debe extrañar (cf. BILLERBECK 1741-744). Por un lado, en el “atar y desatar” no se puede dejar de lado el trasfondo demonológico en el sentido originario y vulgarizado de la palabra (toda vez que Jesús entiende su potestad [Lc 11, 20] como una fuerza victoriosa y “vinculante” [Mc 3, 27] sobre Satán cuyas ligaduras “desata” [1 Jn 3, 8], y da a los discí­pulos una correspondiente ál;ouata [Mt 10, 1]; y puesto que Pablo interpreta así­ la excomunión [1 Cor 5, 5; 2 Cor 2, 11; 1 Tim 1, 20]); por otro lado, Mt 18, 15-18 muestra claramente que se trata de un poder para excomulgar y para levantar la excomunión frente al hermano que de modo radical y obstinado contradice con su acción a la esencia de la comunidad santa de Jesús o, respectivamente, frente al hermano que se arrepiente y se reconcilia de nuevo con ella.

La potestad que aquí­ se otorga a los apóstoles (la cual no se puede identificar sin más con la función de roca o con la posesión de las llaves, porque éstas son privativas de Pedro, en tanto que dicha potestad se da a todos los Apóstoles) es por consiguiente el poder de excluir de la comunidad al culpable, acto que tiene un efecto real delante de Dios mismo y que aleja al culpable por medio de salvación que es la Iglesia, lanzándole a la esfera del poder diabólico; y, a la inversa, es también la potestad de readmisión en la Iglesia, la cual surte efecto ante Dios y arranca al hombre del poder pernicioso del diablo.

Con ello la potestad salvadora del “desatar” tiene el efecto real de perdonar los pecados por los que se fulminó la excomunión. Quien se reconcilia con la Iglesia en la tierra de tal modo que pasa al ámbito salví­fico de Dios y es arrancado del poder del diablo (que a su vez está ahora atado), y de tal modo que se le abre la propia basileia de Dios por la paz con la Iglesia de Jesús, ha alcanzado el perdón de la culpa en nombre de Dios. Dicho poder para excomulgar y levantar la excomunión en la comunidad, con efectos en el más allá y ante Dios, es una potestad que por la misma naturaleza de las cosas sólo puede corresponder a los dirigentes autorizados de la Iglesia (por cuanto su acto es una acción de la Iglesia [Mt 18, 17], la cual precisamente obra con y por sus rectores), y es por lo mismo una potestad soberana y judicial. Allí­ donde la -> palabra efectiva y manifestante, es decir, sacramental, la cual efectúa en cada caso lo que significa, no se aleja de la teologí­a del NT; el efecto de esta potestad para la -> salvación de los hombres no ofrece más dificultades que la palabra del bautismo o la pronunciada en la celebración de la eucaristí­a. Si existen sacramentos, hay que contar entre los mismos la palabra de reconciliación, para la que, según hemos visto, Jesús otorga plena potestad.

b) Lo que Mt expresa con esta concepción arcaica, lo volvemos a encontrar en Jn 20, 19-23 con otra formulación más usual que se acomoda perfectamente al lenguaje de Jesús y no es especialmente “joánica”. Prolongando la misión de Jesús, se otorga a los apóstoles (los destinatarios son ellos, no cualquier persona) la potestad de perdonar a cada uno sus eventuales pecados (tinon tás ámartí­as; ; al igual que el Hijo del hombre tiene en la tierra la plena potestad de perdonar realmente los pecados, aunque esto sólo lo puede hacer Dios: Mc 2, 1-12, etc.) o de retenerlos (es decir, excomulgar al pecador por “fijarle” en los mismos).

Ambas cosas llevan consigo la consecuencia (no como realidad presupuesta que se manifiesta simplemente) de que realmente delante de Dios es tal como dicen los apóstoles. Esa doble potestad frente a cada uno, que incluye una alternativa con efectos distintos, no puede ser ni la misión de la predicación general del evangelio de la reconciliación (así­ entendió el concilio de Trento la doctrina de los reformadores: Dz 894 902 913, 919), ni la potestad de bautizar (pues, el que está fuera no es juzgado porque se le evite la excomunión [1 Cor 5, 9-13], es decir, a él no se le puede “retener” nada). Por tanto se trata simplemente de lo que diceel texto: de la plena potestad, ejercida en una decisión judicial, de perdonar sus pecados a quien ya es miembro de la Iglesia, de modo que esos pecados queden perdonados delante de Dios, o de dejar que mantengan su eficacia como fundamento de la excomunión.

Si la teologí­a más reciente (a diferencia de la antigüedad y de la edad media) ve con el concilio de Trento (Dz 894 913) en estas palabras la fórmula más clara de institución de la penitencia quoad nos (praecipue), no niega con ello que el mismo estado de cosas se pueda reconocer también en Mt como acervo común de la tradición apostólica (de manera que la cuestión del genus litterarium especí­fico de los discursos joánicos de Jesús no es preciso plantearla aquí­), ni se niega tampoco que la manera como en Jn 20 se perdona y se retiene, a saber, por excomunión y su levantamineto, se perciba más claramente en Mt. Por cuanto en Mt 18 y 1 Cor 5 el requisito previo de toda esta potestad es precisamente que se trata de un “hermano”, hemos de advertir que nuestra interpretación en su conjunto no significa precisamente que el pecado mortal o la excomunión aquí­ significada (que no puede identificarse con la excommunicatio del derecho eclesiástico actual) supriman necesariamente la pertenencia del pecador a la Iglesia (cf. miembros de la -> Iglesia), en el sentido en que la afirma la doctrina eclesiástica (Dz 627 629 838, etc.) contra Hus. Pero si la Iglesia no es meramente una organización religiosa externa, sino que es el cuerpo de Cristo vivificado por el Espí­ritu (Dz 2288, etc.), entonces la pérdida de la gracia por el pecado significa también necesariamente un cambio en la relación (permanente) del pecador con la Iglesia, cambio que queda manifestado en cualquier caso de pecado mortal por la excomunión como exclusión de la eucaristí­a.

4. La exactitud de nuestra interpretación viene confirmada por la práctica apostólica.

III. La doctrina de los padres
1. El siglo II
Este siglo reelabora la práctica del tiempo apostólico. Con Hermas poseemos la primera reflexión teológica, envuelta en imágenes oscuras, sobre esta práctica. Mientras la Iglesia de la época está todaví­a constituyéndose, quien después del bautismo es alejado de ella como pecador puede ser reincorporado a la misma y encontrar así­ la salvación (Herm[s] vIII 11, 3; Ix 21, 3ss; Herm[m] Iv 1; Herm[v] in 7, 6; Herm[s] Ix 14, 2, etc.). Por la proximidad del fin proclama Hermas una p. que es todaví­a posible una vez, aunque no la presenta como imposible hasta ahora. El hecho de que la p. se dé una sola vez, como aquí­ se enseña (Herm[m] Iv 1, 8; 3, 6), se convertirá después (desligado de su fundamentación originaria), en occidente durante toda la época patrí­stica (desde Tertuliano [De paen. 7, 11] hasta el can. 111 del tercer concilio de Toledo, del año 589) y en oriente, aunque sólo en Alejandrí­a con Clemente (Strom. II 13, 57, 1) y con Orí­genes (In Lev. hom. 15, 2), en un principio penitenciario disciplinar (no propiamente dogmático), justificado ahora como un freno contra el laxismo eclesiástico, y sin negar con ello al pecador que ha recaí­do una posibilidad de salvación. Ni en Hermas (Herm[s] vIII 11; Herm[m] Iv 1, 8; 3, 1-7, etc.) ni en otros (Ignacio de Antioquí­a, Dionisio de Corinto, Policarpo, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandrí­a, etc.) puede advertirse otra cosa sino que aun los cismáticos, los apóstatas y los adúlteros pueden ser reconciliados con la Iglesia si se arrepienten de verdad. No se puede demostrar que haya pecados mortales capitales en principio imperdonables.

Es una pura arbitrariedad el querer introducir en la práctica y en la teorí­a del siglo II la distinción de un perdón ciertamente concedido por Dios y denegado por la Iglesia en su foro. Cuando la Iglesia sabe que Dios perdona, en principio conoce también su derecho a un perdón eclesiástico total. Y el pensamiento de que Dios perdona siempre al que hace verdadera p. resulta evidente en todas partes. Esto no excluye el que las Iglesias particulares en el problema de la reconciliación o de su denegación procedieran en gran parte rigiéndose por sus propias ideas, no admitiendo sino con gran dificultad la demostración de la actitud penitencial subjetiva, y haciendo valer unos puntos de vista eclesiástico-disciplinares con los que resultaba imposible, según la concepción penitencial de entonces, una nueva aceptación del pecador. Es evidente que algunas Iglesias (en ífrica: CIPRIANO, Ep. 55, 21; en España: el sí­nodo de Elvira y, todaví­a, en el año 380, el de Zaragoza; cf. también Dz 95) bien entrado el siglo IV denegaron en casos particulares la reconciliación a determinados pecadores, incluso cuando esto no era ya exigido por la manifiesta impenitencia del pecador. Pero esa manera de proceder apareció por primera vez como una cuestión dogmática cuando en principio se discutió a la Iglesia el derecho de perdonar los pecados capitales. El hecho en general de denegar la reconciliación (por primera y única vez) incluso en el lecho de muerte, es tenida por el concilio de Nicea (Dz 57; cf. también Dz 95 111) como una crueldad novaciana, que se rechaza. El caso de Cerdón (IRENEO, Adv. haer. III 4, 3) no demuestra una posibilidad de reconciliación repetida en occidente.

2. El siglo III
a) Este siglo es escenario de las dos herejí­as sobre la p. (primero sólo occidentales): el montanismo de Tertuliano y el novacianismo. No son la defensa de un antiguo rigorismo basado en principios frente al desmoronamiento gradual de la imposibilidad de perdonar los pecados capitales (adulterio, asesinato, apostasí­a), sino (como confiesa Tertuliano) la nueva teorí­a que eleva la posibilidad antigua de un rigorismo disciplinar práctico a la absoluta obligación dogmática de excluir necesariamente y para siempre al que ha cometido un pecado capital.

Los católicos invocan el paralelismo con el bautismo (TERTULIANO, De paen., 12, 9), la práctica antigua y el pleno poder dado por Cristo en Mt 18 (todaví­a no se apoyan en Jn 20; TERTULIANO, De pud., 21, 9), reforzando su antiguo proceder con reflexiones dogmáticas como las del decreto de un metropolita de Cartago (Dz 43) y las de las decisiones sinodales de Cartago y de Roma a mediados del siglo III. La penosa y complicada legislación sinodal en el ífrica de Cipriano se refiere (prescindiendo de la condenación de Novaciano), no a la cuestión de una posibilidad fundamental de reconciliación para los apóstatas (que era un supuesto indiscutible), sino al empleo práctico de la p. en los distintos casos, a la mayor o menor duración de la misma, a la reconciliación más rápida en peligro de muerte o ante el martirio, etc. En la disputa de Hipólito con el papa Calixto I parece que sólo se trata de que éste admití­a en la Iglesia a cristianos apóstatas sin imponerles una p. ulterior, sin tener en cuenta si en el cisma habí­an cometido también otros pecados (HIPóLITo, Phil. Ix 12). La liturgia de Hipólito sabe que el obispo, en virtud de la potestad otorgada por Cristo a sus apóstoles, puede desatar cualquier ví­nculo de maldad (D. DIx, The Treatise on the Apostolic Tradition of St. Hippolytus of Rome [Lo 1937] 5).

b) La forma de p. sacramental es también en el siglo III la excomunión. La Iglesia señala como pecador a aquel que con su pecado se ha puesto en oposición con ella, por lo que le excluye (al menos de la eucaristí­a). Si confiesa privadamente ante el obispo sus pecados (en algunos casos tras una orientación previa, dada por otro, acerca de si sus culpas son realmente mortales y por tanto obligan a p. ante la Iglesia: ORíGENES, In Ps. 37 hom., 2, 6) y está verdaderamente arrepentido, entonces es admitido a la p. propia de la Iglesia (lo que significa ya un acto de gracia por parte de ésta, pero todaví­a no la reconciliación con ella), queda marcado como pecador por su vestidura, por su sitio especial en el culto, por la imposición de una p. (ayuno, etc.), y después de un tiempo más bien largo es reconciliado por la imposición de manos del obispo (y del clero) con una plegaria (en ciertas partes de oriente también con una unción, que más tarde, en algunas Iglesias orientales, conduce a repetir la confirmación).

Los perí­odos penitenciales no son iguales: van desde los que no terminan sino en el lecho de muerte (así­, p. ej., los sí­nodos de Ancira [314] y de Elvira; y, más tarde, en ciertas circunstancias también el sí­nodo de Toledo del 400, Siricio [Ep. 1, 3 y 6], etc.) hasta dos semanas, a las cuales, sin embargo, es de suponer que precedí­a un tiempo de enmienda ante la Iglesia (Didascalia apostolorum n 16, 2). La necesidad de esta larga penitencia sujetiva se funda en la alusión, no siempre muy clara desde todos los puntos de vista, al hecho de que únicamente el bautismo, que se administra una sola vez concede la gracia por antonomasia (&paaiq ), y en este sentido los pecados posteriores “no pueden perdonarse en la Iglesia” (Herm[m] Iv 3, 3ss; TERTULIANO, De paen., 7, 10; ORfGENEs, In Ex. hom., 6, 9, etc.), sino que debenser expiado ante Dios con la penitencia.

La sacramentalidad de la p. eclesiástica está, sin embargo, bastante afincada en la conciencia, por cuanto se acentúa la necesidad de la p. eclesiástica pública (TERTULIANO, De paen., 10-12), por cuanto la reconciliación con la Iglesia oficial (incluso para el pecador que sufre el martirio) se considera necesaria para la salvación (CIPRIANO, Ep. 66, 5; 55, 17; 72, 2; ORíGENES, In Ios. 3, 5; In Psal. 36, 2, 4, etc.), y por cuanto el don renovado del Espí­ritu Santo se atribuye más bien al rito reconciliador y no precisamente a la p. personal (CIPRIANO, Ep. 57, 4; cf. también Ep. 15, 1; 16, 2; 17, 2; ORíGENES, In Lev. hom., 8, 11; Didascalia apostolorum II 41, 2).

La admisión a la reconciliación con Dios en la Iglesia la otorga el obispo (p. ej., CIPRIANO, Ep. 17, 2; 43, 3). La intercesión de los confesores apoya la p. sujetiva de los pecadores y significa algo para una reconciliación más rápida; pero, dada la constitución ya entonces claramente episcopal de las Iglesias, no se puede quitar al obispo la última palabra. No hallamos nada sobre una p. sacramental “privada”. Sólo el grado de publicidad varia según las circunstancias. La eficacia de la reconciliación oficial eclesiástica ante Dios queda fundada (sin delimitación exacta) en la plegaria indefectiblemente operante de la Iglesia (TERTULIANO, De paen., 10, 6), o en la potestad que, por Cristo, posee la Iglesia (TERTULIANO, De pud., 21, etc.), ya sea para perdonar los pecados, ya para dar el Espí­ritu Santo.

En este tiempo los clérigos que pecan todaví­a son tratados como los demás pecadores. Por lo que toca a la extensión de los pecados sometidos a la p. eclesiástica, por un lado existe teóricamente la conciencia de que son todos los pecados que destruyen la gracia bautismal (cf. p. ej., TERTULIANO, De paen., 8; De pud., 9); por otro (dado el rigor y la singularidad de la p. eclesiástica) la orientación práctica tiende preferentemente a considerar los pecados más graves como los que obligan a p. eclesiástica, entendidos tales pecados en un sentido amplio, de manera que no se trata única y exclusivamente de casos de apostasí­a completa, de asesinato consumado o de adulterio real (Cipriano [Ep. 16, 2; 17, 2; 4, 4] y Orí­genes [In Lev. hont., 14, 2] aluden también a otros pecados, incluso a culpas secretas).

3. La alta patrí­stica
a) Lo nuevo de esta época es la gran actividad legisladora de sí­nodos, obispos orientales particulares (epistolae canonicae) y papas en cuestiones de disciplina penitencial, principalmente en la regulación de los tiempos de p. y otras cuestiones casuí­sticas (DTbC xii 789ss).

Además, en oriente se distinguen diversos grados de p., es decir, se introduce una exclusión del culto o readmisión al mismo que puede ser más o menos extensa, particularmente con relación a la eucaristí­a (sólo cuando se concede la comunión cabe hablar realmente de una readmisión total en la Iglesia, de manera que todos los grados son variaciones de la p. de excomunión). Finalmente, nos “encontramos con el hecho de que en occidente la p. eclesiástica tení­a consecuencias duraderas incluso después de la reconciliación, p. ej., la prohibición de usar del matrimonio, la prohibición de profesiones moralmente peligrosas, la imposibilidad de ser clérigo (cf., entre otros, B. POSCHMANN: HDG IV/3, 55).

La consecuencia de todo esto es que el problema de la duración del tiempo penitencial propiamente dicho pierde importancia. Parece que en occidente ese tiempo se limitaba a la cuaresma (de no tratarse de un crimen realmente extraordinario) cuando, quizá después de haberse producido ya la conversión, el proceso penitencial litúrgico-eclesiástico propiamente dicho se introducfa al empezar la cuaresma (INOCENCIO I, Ep. 1, 7; LEí“N I, Sermo 45; 49, 3).

b) Por lo demás, la forma externa de la disciplina penitencial sigue siendo, como hasta ahora, la p. de la excomunión. Una forma verdaderamente privada de í­ndole sacramental no se da ni en la correptio secreta de Agustí­n (= renuncia a la reprensión litúrgica en público; aunque se discute todaví­a si se renunciaba a la p. eclesiástica porque era prácticamente irrealizable, o bien si se hací­a la poenitentia publica normal, sólo que sin tal reprensión [Ep. 82, 8, 11]), ni en otras prácticas que no eran sino acomodaciones de la única p. publica a las circunstancias (reconciliación inmediata, porque no habí­a culpa propiamente dicha, de los herejes que lo eran sólo materialmente, p. en el lecho de enfermedad), o bien en prácticas acerca de las cuales no se puede demostrar que fuesen sacramentales, como la dirección espiritual en los monasterios, o la promesa carismática de perdón hecha por “hombres espirituales”. La amplitud de los pecados en cuestión es la antigua. Sobre todo en oriente la legislación penitencial muestra que el concepto de pecado capital no debe tomarse en un sentido demasiado estricto, sino que abarca todo aquello que con el criterio medio actual puede presumirse como pecado grave subjetivamente. Este canon de pecados se refiere tanto a la amplitud de la posibilidad de p. como a la obligación de someterse a la p. eclesiástica.

c) La unicidad de la p. se mantiene en occidente como un principio fundamental (.JERí“NIMO, Ep. 80, 9; AMBROSIO, De paen., 2; AGUSTfN, Ep. 153, 3, 7; SIRICIO, Ep. 1, 5). Algunas veces aparece a través de la habilidad casuí­stica una atenuación del principio en casos raros (quizás incluso con el viático a los moribundos, aunque entonces sin una reconciliatio absolutissima [cf., p. ej., SIRICIO, Ep. 1, 5, 6; INOCENCIO I, Ep. 6, 2; LEí“N I, Ep. 108, 4; 167, 13]); pero sin ninguna otra innovación esencial. La consecuencia práctica fue una dilación de la p. eclesiástica hasta el lecho de muerte o la vejez avanzada, e incluso la aprobación expresa de esta práctica (CESíREO DE ARLES, Sermo 258, 1; AvITO, Ep. 18, etc.) y la advertencia sinodal (p. ej., el concilio de Agde [506] can. 15; el concilio m de Orleáns [538] can. 24) de que no se conceda la p. eclesiástica antes de la vejez, puesto que tal p., por sus consecuencias duraderas y por el hecho de que se daba una sola vez, llevaba necesariamente a conflictos insolubles.

d) Se establecen formas especiales de disciplina penitencial: la p. de los clérigos, que consiste en la privación de su oficio (sin que deban hacer otra p.) y su admisión a la comunión de los laicos (p. ej., SIRIcio, Ep. 1, 14, 18; BASILIO, Ep. 188 can 3; LEóN 1, Ep. 167 inquis. 2); determinadas formas de reconciliación de los herejes, por las que, quienes habí­an nacido en la herejí­a (y sólo ellos), eran reconciliados mediante la imposición de manos, sin otra p. eclesiástica (concilio de Arlés [314] can. 8; Dz 55; SIRIcio, Ep. 5, 8; AGUSTíN, Ep. 185, 10; LEí“N i, Ep. 167 inquis. 19).

e) La sacramentalidad (aunque de ordinario sin emplear la palabra) de la disciplina eclesiástica está claramente atestiguada. La Iglesia puede reconciliar a todos los pecadores arrepentidos; desde Nicea (Dz 55; cf. también Dz 88 99) se considera abiertamente al novacionismo como herejí­a y en cuanto tal lo combaten de forma explí­cita los padres. La potestad de perdonar que la Iglesia tiene por donación de Cristo se subraya y confirma con el paralelismo bautismal (p. ej., AMBROSIO, De paen. i 8, 36; PACIANO, Ep. 3, 7; JERí“NIMO, In or. nI 12). Se afirma que la p. y la reconciliación borran los pecados y también en Agustí­n [Sermo 96, 6; In lo. Tract. 49, 24], se atribuye expresamente a la acción de la Iglesia la extirpación del reato de la culpa).

Existe clara conciencia de que la ruptura (manifiesta o secreta) por el pecado de las relaciones con la Iglesia destruye la salvación, y se busca por ello con angustiada preocupación reconciliarse con la comunidad eclesiástica antes de la muerte (CELESTINO 1, Ep. 4, 2; INOCENCIO 1, Ep. 3, 2; AGUSTfN, Ep. 228, 2, etc.).

Para explicar la eficacia eclesiástica a veces se alude simplemente al encargo de Cristo, pero otras veces (puesto que el propósito de reconciliación también apunta siempre a la reconciliación con la Iglesia y, a este respecto, la “fórmula deprecatoria de absolución” hay que considerarla más bien como un apoyo de la plegaria eclesiástica a la p. sujetiva, cf. p. ej., Dz 146), según se ve daramente en Agustí­n, se interpreta la pax cum Ecclesia como mediación para la reconciliación con Dios. Por la acción del ministerio episcopal el pecador se incorpora de nuevo a la Iglesia, en la cual (incluso cuando el oficiante carece del Espí­ritu y, por consiguiente, no pueda darlo) recibe el Espí­ritu Santo, por ser ésta la Iglesia de los sancti spirituales (AGUSTíN, Sermo 99, 9; In lo. Tract., 124, 7; De civ. Dei, xx 9, 2; Sermo 71, 23, 37). De cuando en cuando (JERí“NIMO, In Mt. III 16, 19; Consultationes Zachaei et Apollonii, n.0 18; como también más tarde GREGORIO MAGNO, In ev. Horn., II 26, 6) parece insinuarse también una concepción puramente declaratoria de la acción eclesiástica. Aunque en tales textos podrí­a verse simplemente una acentuación de la p. sujetiva como requisito necesario para la reconciliación eficaz.

4. Final de la patrí­stica y paso hacia un nuevo sistema de “confesión auricular” repetible
a) Al final de la patrí­stica vemos primero una continuación teórica de la antigua penitencia “pública” de excomunión, junto con el hecho de su unicidad. Así­ la defiende todaví­a el sí­nodo de Toledo (año 589; can. 11). Sin embargo, mientras el pecador goza de salud, la Iglesia sólo exige normalmente esa p. en caso de escándalos públicos; de otro modo se recibe en forma de p. de enfermos en el lecho de muerte y desde el siglo vI la van recibiendo poco a poco todos los cristianos (también santos como Isidoro de Sevilla: el primer santo de quien hay testimonio al respecto: PL 81, 30-33), y aparece incluso como un deber legal (sí­nodo de Barcelona [541] can. 9; ISIDORO DE SEVILLA, De eccl. off. II 17, 6), de manera que este tipo de p. en el lecho de muerte pierde su carácter difamatorio, aunque objetivamente no sea otra cosa que una variante de la p. pública. En tiempos y lugares donde todaví­a se practica la p. antigua, su forma, tiempo e imposición son como antes; únicamente que, desde mediados del siglo v en las Galias y en España, los casos exorbitantes habí­a necesariamente que expiarlos, al modo de los grados orientales de p., en un grupo especial de penitentes (FELIX III, Ep. 13; GORTZ 1-10).

En esa época (siglo vi) la excomunión parece separarse, en ciertos casos y como mera sanción canónica de la totalidad de la expiación eclesiástica. Se lanzaba y levantaba como pena independiente, sin que con ello se diera ya la expiación propiamente eclesiástica, que habí­a de realizar en el lecho de muerte, incluso después de levantada ya la excomunión (cf. p. ej., Avito DE VIENNE, Ep. 15 y 16). Persisten las consecuencias de haberse sometido a la p., cosa que atestiguan los concilios españoles todaví­a en el siglo vii. Sólo quien acepta la p. sin necesidad (en peligro de muerte), puede ser ordenado clérigo, aun siendo “penitente” así­, el sí­nodo de Gerona [517] can. 9; y el sí­nodo Iv de Toledo [633] can. 54).

b) La aparición de nuevas formas de penitencia. Hay que admitir la realidad, todaví­a no bien explicada en sus causas (imposibilidad de exigir consecuencias duraderas, la influencia de la confesión monacal, etc.), de que en el mundo irlandés y anglosajón de las islas (aproximadamente desde el siglo vi), se practicó la p. eclesiástica más de una vez, sabiendo desde el primer momento que la práctica del continente era otra (Paenitentiale Theodori i 13). Con ello, por una parte, no fue posible imponer penitencias con secuelas para toda la vida (la relación genética puede ser también la inversa), y, por otra, resultó natural someter también a la p. eclesiástica pecados menos graves. Así­ el procedimiento eclesiástico penitencial se pudo practicar realmente durante la vida, y no sólo en el lecho de muerte. Y de esa manera se pudo introducir de nuevo el sacramento en la vida, sin que por ello hubiera de cambiarse demasiado la práctica antigua (imposición de penitencias duras, largos perí­odos penitenciales, separación temporal entre la confesión y la absolución, fórmula absolutoria deprecativa) y la teorí­a (reconciliación con la Iglesia y con Dios). Así­ se tuvo plena conciencia de estar en relación con la antigua forma eclesiástica de p., sobre todo porque se empleó también en la forma nueva la legislación antigua de la Iglesia acerca de los tiempos penitenciales, etc. Pero una cosa resultó natural ya desde el principio: esta absolución repetida la imparte el sacerdote en forma más simple, y no ya el obispo solemnemente; se impartí­a a diario y no sólo el jueves santo; en ese sentido dejó de ser p. “pública”.

La confesión frecuente y la diversidad de los pecados confesados exigieron una imposición matizada de p. (según la gravedad y la duración); las exigencias y los tiempos antiguos de p. tuvieron que adaptarse necesariamente mediante conmutationes y redemptiones, y así­ surgió la nueva literatura de los libros “penitenciales”. Con las misiones escocesas e irlandesas el nuevo sistema penitencial pasó en el siglo vii al continente (quizás el primer testimonio sea – en contra de la opinión de C. Vogel – el sí­nodo de Chalon [entre el 639 y el 654] can. 8); en todo caso está testimoniado por el Paenitentiale de Columbano. Como la forma antigua se practicaba casi exclusivamente como p. en caso de muerte, la nueva forma apenas encontró resistencia. Los penitenciales testifican que en el siglo viii la nueva praxis ya estaba extendida por todo el continente.

IV. La teologí­a del sacramento de la penitencia en los teólogos desde el siglo XII
Naturalmente, sólo cabe indicar algunos temas y lí­neas fundamentales de evolución.

1. La cuestión de la eficacia del sacramento. Desde la época en que se enseña el número septenario de sacramentos, lo cual presupone una reelaboración del concepto de sacramento, o sea, desde mediados del siglo xii, la p. entra en ese número septenario. En su concepto de sacramento ya Alger de Lieja (PL 180, 886; B. GEYER, ThGI 10 [1918] 329) incluye la p.; y Roberto Pullus demuestra expresamente la sacramentalidad de la misma (Sententiae: PL 186, 910). Después, allí­ donde se da el concepto actual de sacramento – en las Sententiae Divinitatis, en Simon Magister, en los glosadores del Decretum Gratiani – se enseña expresamente que la p. es sacramento (GEYER, 1. C. 341ss). Los sí­nodos particulares de las primeras décadas del siglo xni suponen ya esta doctrina como evidente (Mansi xxii 1110 1173ss, XXIII 396s 448). A partir de la tradición antigua no ha habido ninguna duda que contradiga realmente a la práctica que hace necesariamente obligatorio este sacramento (lo cual teoréticamente recibe explicaciones distintas) para quien haya cometido un pecado grave (ANCIAUx 31-36 164-274 392-490), a pesar de algunas frases del sí­nodo de Chalon-sur-Saóne (can. 88; Mansi xiv 99), citadas después por canonistas como Burchard de Worms (PL 140, 1011) y Graciano (De paen. i c. 90); tales frases se referí­an a la dudosa necesidad de la confesión privada, mientras persistí­a la antigua forma penitencial, o bien a la opinión de que el perdón se da con el arrepentimiento, antes de recibir el sacramento (que sin embargo es obligatorio).

Entre los canonistas del siglo XII se trataba a lo sumo de si sólo la paenitentia solemnis era un verdadero sacramento. Pero la sacramentalidad aceptada sin discusión no impidió a la teologí­a escolástica hasta mediados del siglo xiii (¡no hasta Tomás!) poner en duda que la absolución sacerdotal influye eficazmente en el perdón de la culpa como tal (del reatus culpae). Todos los teólogos del siglo xü están desde luego convencidos de que el arrepentimiento verdadero (que, por un lado, no se precisa con mayor exactitud y, por otro, principalmente desde Abelardo y debido al adelantamiento de la absolución como proceso que borra los pecados, queda particularmente acentuado en lugar de las obras penitenciales de la patrí­stica) alcanza el perdón de los pecados antes de la confesión (aunque con el votum sacramenti); así­, p. ej., Anselmo (PL 158, 662), Bruno de Segni (PL 165, 137), Abelardo (PL 178, 664ss), Rolando Bandinelli (GIETL 248) y todo el cí­rculo de los victorinos (cf. PL 176, 565). Y así­ hasta la alta escolástica, incluyendo a Tomás, se acepta como normal y hasta como creencia obligatoria que se está justificado ya antes de la recepción actual del sacramento.

A partir de aquí­ se llega a distintas e insuficientes teorí­as acerca de lo que hace la absolución del sacerdote. La teorí­a declaratoria (ya en Anselmo [PL 158, 662], después de Abelardo [1. c.] y su escuela, y pasando por Pedro Lombardo [IV Sent. d. 17 c. 1] hasta el siglo xill en Guillermo de Auxerre [V. HEYNCK, FStud 36, 1954, 47-57ss]. Alejandro, de Hales [P. SCHMOLL, Die Busslehre der Frühscholastik, Mn 1909, 146-150] y Alberto Magno [o. c. 133ss]) enseña que la absolución sacerdotal es la declaración autoritativa del perdón otorgado ya por Dios solamente (y según algunos teólogos puede señalar la imposición correcta de la p., condonar los castigos temporales del pecado, admitir a la recepción de los sacramentos y tener efectos psicológicos sobre el arrepentimiento, etc.). La otra teorí­a (la de los victorinos) busca para la absolución un efecto en el más allá: la Iglesia no perdona ciertamente los pecados, pero sí­ el reato eterno de la culpa (Huso DE SAN VICToR: PL 176, 564), o transforma el perdón condicionado de la culpa que Dios ha concedido en un perdón absoluto (RICARDO DE SAN VíCTOR: PL 196, 1165; PREPOSITINO: SCHMOLL 83-88, etc.).

Por primera vez Guillermo de Auvernia, Hugo de San Cher, Guillermo de Melitona, Buenaventura y Tomás (los testimonios también para lo que sigue, en V. HEYNCx: FStud 36 [1954] 1-81), y después de ellos toda la teologí­a, hacen del perdón de la culpa un efecto del sacramento como tal. En primer lugar se partió del influjo, ya largamente ponderado, de la absolución sobre el arrepentimiento, aunque este influjo nose concebí­a ya psicológicamente, sino como eficacia sacramental de la gracia, y así­ se pudo explicar el perdón como efecto de la absolución, sin desconectar ni omitir el arrepentimiento como causa. La cuestión se complicó todaví­a más por las distintas teorí­as (fí­sico-dispositiva, intencional-dispositiva, efectiva) de la doctrina sacramental en general acerca de la eficacia de los sacramentos para conferir la gracia. Así­, hasta Tomás inclusive, el proceso personal y el sacramental continuaron entrelazados (gracia para el arrepentimiento). Duns Escoto fue el primero en enseñar que, si hay arrepentimiento suficiente (attritio), entendido sólo como condición previa moralmente exigible, la absolución opera la “infusión” de la gracia justificante, la cual ya no se comunica ni se recibe por un acto adecuado a su esencia (la contritio propiamente dicha). El progreso teológico logrado en el siglo XIII queda así­ perfectamente claro y fijado para siempre, aunque quizás a costa de un personalismo en la teologí­a de la gracia y de los sacramentos, que hoy es preciso reconquistar siguiendo a Tomás de Aquino.

2. La doctrina de Tomás de Aquino. El signo del sacramento consiste para Tomás ya desde el principio, de acuerdo con una tradición precedente, en los actos del penitente como materia y en la absolución como forma; sin embargo es en la Suma Teológica (HI q. 84 a. 1-3; q. 86 a. 6) donde, dentro de este conjunto, por primera vez concede también a la materia un efecto sobre la gracia. Res et sacramentum es la paenitentia interior (así­ también ya Guido de Orchelles, Guillermo de Auxerre, Alejandro de Hales, Guillermo de Melitona, Buenaventura, Alberto Magno). El penitente debe tener un arrepentimiento tal (en el que el poder de las llaves opera ya con una eficacia previa: así­ Alberto contra Alejandro de Hales y Buenaventura), que llegue ya justificado al sacramento. Pero si bona fide no tiene todaví­a este arrepentimiento, pero sí­ una seria aversión al pecado, de modo que ya no oponga ningún óbice, entonces este arrepentimiento es aprehendido por la gracia justificante del sacramento y se convierte en una contritio (con el motivo de la caridad): ex attrito fit contritus (una doctrina entonces casi común, p. ej., IV Sent. d. 22 q. 2 a. I sol. 3).

Puesto que la paenitentia interior como contritio que justifica debe estar sostenida por la gracia justificante y consiste precisamente en la aceptación existencial de la gracia infusa que se comunica por este acto, esa causalidad (instrumental, desarrollada correctamente hasta el final) del signo sacramental no puede referirse a un ornatus animae (que el joven Tomás de Aquino enseña, en la doctrina sobre los sacramentos en general, como efecto inmediato y dispositivo, como res et sacramentum), sino sólo a la gracia justificante misma (ciertamente, como aquella que se actualiza en la contritio). Con ello en Tomás, contra sus propias palabras, queda libre el sitio de la res et sacramentum: o no existe tal cosa (como realidad peculiar que pueda distinguirse), o debe ser algo distinto de la paenitentia interior. Esto responde mejor al hecho de que Tomás en la Suma parece haber abandonado la concepción dispositiva de la eficacia de la gracia en los sacramentos a favor de una concepción instrumental-efectiva.

Sobre la doctrina de Tomás acerca de la p., además de la bibliografí­a general que luego citaremos, cf.: R.M. SCHULTES, Reue und Busse. Die Lehre des hl. Thomas von Aquin über das Verhältnis von Reue und Busse (Pa 1906); P. DE Voo0HT, EThL 5 (1928) 225-256, 7 (1930) 663-675, 25 (1949) 77-82; R. MARINE, La reviviscenza dei meriti secondo la dottrina del dottore Angelito, Gr 13 (1923) 75-108; H. BOUILLARD, Conversion et gräce (P 1944); G.N. Rus, De munere sacramenti paenitentiae in aedificando corpore Christi ad menten: S. Thomae (R 1944); M. FLICK, L’ottimo della giustificazione secondo S. Tomaso (R 1947); Ch. R. MEYER, The Thomistic Concept of lustifying Contrition (Mundelein 1949); P. LETTER, “Bijdragen” 13 (1953) 401-409.

3. La confesión fue ya en la época patrí­stica una obligación exigida siempre como requisito necesario para el proceso penitencial eclesiástico (desde Tertuliano de forma explí­cita). Con todo, no se puede desconocer un cierto cambio en los puntos de vista. Si en tiempos de los padres la confesión fue más bien un requisito evidente para la p. eclesiástica (en la que se centraban la atención y la parénesis), con la recepción más frecuente de la p. y con la consiguiente confesión también de los pecados menores y más secretos, fue la confesión misma lo que se sintió como más importante y pesada, convirtiéndose casi en laverdadera obra expiatoria (hasta ver la p. en la repetición de la confesión): la vergüenza de la confesión pasa a ser una expiación de lo confesado. Así­, pues, mientras que en la época patrí­stica la p. tení­a como tema fundamental la satisfacción, a partir del siglo vn el centro de gravedad es la confesión (y el sacerdote pasa a ser el confesor). Las cosas se mantienen así­ en la práctica, acentuándose aún más en tiempos de la reforma protestante; la p. se convierte en “confesión” (confessio sacramentalis como tí­tulo de un escrito de Pedro de Blois: PL 207, 1077-1092).

Durante mucho tiempo aún hubo notables titubeos para fundamentar la obligación de confesarse (p. ej., en el AT o en Sant 5); y en todo caso ese fundamento no siempre fue el ex institutione sacramenti del concilio de Trento (en algunos canonistas así­ como en la glosa ordinaria sobre Graciano y en Nicolás de Tudeschis la obligación de confesar se funda sólo en la disposición eclesiástica; cf. ANCIAUX). A partir del siglo xii, el arrepentimiento y su conexión con la absolución es el tema fundamental de la teologí­a escolástica.

4. Arrepentimiento y sacramento de la penitencia. Cf. -> arrepentimiento, -> penitencia como virtud (cf. supra A), -> metanoia, -> conversión.

5. Conviene todaví­a aludir brevemente al hecho de que tanto la primitiva como la alta escolástica transmiten la doctrina de la época patrí­stica según la cual un efecto del sacramento es también la reconciliación con la Iglesia. Así­ ocurre constantemente en los siglos xI y xII (cf. ANCIAux; véase también M. LANDGRAF, “Scholastik” 5 [1930] 210-247). Esa idea continúa todaví­a en Buenaventura (en quien la parte indicativa de la fórmula de absolución tiene precisamente este efecto), en el Compendium Theologicae veritatis de Hugo Ripelin y en Tomás (IV Sent. d. 16 q. 1 a. 2; q. 5 dubium); pero después de él se debilita, aunque no es combatida. La doctrina (contra Wiclef y Hus) de que el pecador sigue perteneciendo a la Iglesia parece haber hecho imposible esta idea en un pensamiento poco matizado. Sin embargo, el propio Lutero (WA 1539) conoció el lado eclesiológico del pecado, de su remisión y de sus relaciones con el aspecto teológico de estas magnitudes. Hoy ese pensamiento surge otra vez (B. Xiberta, B. Poschmann, M. de la Taille, H. de Lubac, M. Schmaus, etc.) y ha sido roborado por el concilio Vaticano n.

V. Sistemática
1. El tratado de la p. tiene en su forma ordinaria una ventaja esencial sobre los tratados relativos a los demás sacramentos: casi siempre se ocupa también del lado subjetivo del sacramento, de la virtud de la p. (cf. supra A). Este procedimiento podrí­a servir como modelo para otros sacramentos, pero conducirí­a quizás a la pérdida de la costumbre de tratar cada sacramento en una sucesión numérica según un mismo esquema. En un tratado sobre el pecado y su perdón en la vida del bautizado dentro de la Iglesia se deberí­a – o al menos se podrí­a – estudiar muchas cosas que en el tratado normal de la p. se omiten: la lucha, la experiencia del perdón (cf. Dz 896), la expiación cotidiana, y muchos otros aspectos que pertenecen a la lucha de la Iglesia contra el pecado (cf. antes n 1).

2. No perjudicarí­a al tratado, por lo que a la totalidad de sus perspectivas objetivas y a la comprensión de la historia de su objeto se refiere, el que todaví­a hoy volviese a quedar claro, como lo estuvo desde el principio, que con la exclusión de la eucaristí­a y con la confesión obligatoria del pecador ante la Iglesia santa, confesión que al eliminar la apariencia falsa de miembro “vivo”, distancia al pecador de la Iglesia, se ejerce sin cesar frente al pecador la potestad de “atar”; con lo que se ha conservado la esencia de la p. de excomunión, aunque tal proscripción deba separarse de la actual pena eclesiástica de la excomunión, cuyas consecuencias adicionales, que no emanan necesariamente de la esencia del pecado, alcanzan sólo a determinadas culpas. Corresponderí­a a la realidad objetiva de la p. y a la analogí­a con el carácter bautismal el que se entendiese la pax cum Ecclesia como res et sacramentum y se dijera todaví­a hoy con Agustí­n: pax Ecclesiae dimittit peccatum (De bapt. contra Donatistas, III 18, 23) o se hablase con Cipriano de accepta pace recipere Spiritum Patris (Ep. 57, 4).

La objeción de que todo esto no se adapta a la posible destrucción sacramental de los pecados veniales no es concluyente, pues toda interpretación teológica de la p. ha de solucionar la cuestión de cómo en tal caso puede hablarse de un poder judicial de la Iglesia, cuando ésta no puede atar, y ni siquiera absolver, lo que en ese caso no ha sido ya perdonado. Puesto que también el pecado venial representa (aunque sólo por comparación analógica) un perjuicio para la Iglesia (al ser una disminución del fervor caritatis, esencial para todo el cuerpo eclesiástico), la dificultad es perfectamente superable.

3. Desde Juan Duns Escoto la unidad del proceso subjetivo y del sacramental en la p. se ha visto con excesiva superficialidad. La unidad del único camino de salvación no resulta así­ clara (-> bautismo de deseo). El sacramento aparece (expresamente desde Escoto: KRAUTWIG 149ss) como una obra de Dios, la cual ciertamente no sustituye la apropiación existencial y creyente del perdón, pero sí­ permite disminuirla. En realidad el sacramento ha de concebirse ciertamente como una acción divina en el hombre, pero de tal modo que ésta, a quien no opone ningún óbice y, sin embargo, no realiza todaví­a la plena apropiación subjetiva de la gracia y del amor, le otorga con su fuerza lo que él debe tener: la gracia y su plena apropiación en el amor. Serí­a conveniente una vuelta a Tomás. Distinguiendo entre disposición suficiente para la recepción del sacramento y disposición para la recepción definitiva de la gracia sacramental, se puede estar en lo cierto al conservar el atricionismo de Tomás de Aquino.

4. En general se parte, con razón, del hecho de que en la absolución se ejerce activamente la potestas ordinis conferida en la ordenación sacerdotal (de modo que aquélla no es una condición previa simplemente estática para el ejercicio de la -> jurisdicción). La jurisdicción que, sin embargo, se requiere para absolver, o bien se entiende como una potestad activa, que junto con la otra produce el efecto sacramental único, o bien como la necesaria designación de los súbditos sometidos al poder de las llaves que por la ordenación ha sido conferido al sacerdote.

Pero si, partiendo de los conocimientos de la más reciente investigación histórica, se tiene en cuenta el gran poder que la Iglesia posee para establecer condiciones de validez (no sólo de licitud) en la administración del sacramento, lo más natural es entender la “jurisdicción” para absolver válidamente como un “desatar” la potestad de orden para su ejercicio eficaz en la absolución, de modo que ésta, sin la debida autorización de la Iglesia, no sólo serí­a ilí­cita, sino también inválida. Según eso la potestad ejercida ahí­ serí­a la de orden. Así­ se explica también más fácilmente cómo un sacerdote (en caso de cisma o in articulo mortis) puede tener “jurisdicción” a pesar de no ser miembro pleno de la Iglesia verdadera: conservar su potestas ordinis, y la Iglesia no le otorga ningún nuevo poder, sino que, por graves razones, le permite el ejercido válido del que ya tiene por la ordenación.

5. La teologí­a de la satisfacción que ha de imponerse en la p. depende en gran parte de cómo se conciben las penas temporales del -> pecado (-> indulgencias). Si éstas se consideran como consecuencias connaturales (con sus repercusiones) de la decisión pecaminosa del hombre en todas las dimensiones internas y externas de su existencia, consecuencias que con la conversión no se eliminan simplemente del núcleo de la persona; entonces es natural entender que la superación plena del pecado exige en el centro personal del pecador más que el mero arrepentimiento y la reconciliación con Dios, y que toda la gracia del sacramento significa también precisamente la fuerza y la obligación de integrar la realidad total del hombre, dañada por el pecado, en su nueva decisión mediante la verdadera p., para conseguir así­ aquel – amor que lo perdona realmente todo.

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Del latín poena («pena»), el término se refiere a las medidas disciplinarias adoptadas por la iglesia contra los ofensores. En los primeros tiempos se aplicó a aquellos culpables de ofensas tales como apostasía, homicidio, adulterio, a los cuales se les concedía únicamente una oportunidad de restauración después de una serie de ayunos, etc., basados en una confesión pública de sus pecados, una renovación de su profesión bautismal y una aceptación de ciertas prohibiciones finales, p. ej., continencia en el caso de los solteros. Con las invasiones bárbaras se mitigó esta severa disciplina, y en las Penitencias Celtas encontramos que se permite la confesión secreta y que las restauraciones comienzan a preceder las penitencias, las cuales comienzan a ser más y más formales y pueden ser reemplazadas por pago de dinero según la noción contemporánea de satisfacción. Dos desarrollos notables ocurrieron en la Edad Media. Primero, la penitencia por lo menos una vez al año se hizo obligatoria a partir del ano 1215. Segundo, el entendimiento global fue desarrollado en un nuevo sentido que encontró una codificación finalmente en el Concilio de Trento, cuando la penitencia fue aceptada oficialmente como un sacramento. Había todavía acuerdo de que la culpa eterna de los pecados mortales después del bautismo podía remitirse solamente por la obra expiatoria de Cristo, contrición verdadera y la palabra de absolución. Desde este ángulo, la penitencia, propiamente hablando, permaneció como medida disciplinaria. Pero se argumentaba ahora que la culpa temporal, tanto de los pecados mortales como de los veniales, podía remitirse en parte por las penitencias, mitigando así la expiación final demandada en el purgatorio. Además, los sacrificios voluntarios, las misas y ofrendas, en el así llamado tesoro de méritos, p. ej., a través de las indulgencias podrían usarse para el mismo propósito, e incluso tomaron el lugar de las penitencias. Aparte de la obvia naturaleza no escritural de todo este sistema, podemos evidenciar cinco males en esto: (1) mala comprensión del problema del pecado posbautismal; (2) se desvía de la expiación; (3) promueve errores tales como el purgatorio (véase), misas, indulgencias e invocación de los santos; (4) fortalece el legalismo y el formalismo; y (5) promueve los males morales del confesionario. Los reformadores terminaron de raíz con toda la falsificación teórico-práctica al insistir en que lo que el NT demanda no es la penitencia sino el arrepentimiento, por lo que ellos le concedieron un valor real a la restauración de la disciplina verdadera y, por supuesto, el aconsejamiento privado de aquellos que lo requerían.

Véase también Absolución.

BIBLIOGRAFÍA

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Geoffrey W. Bromiley

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Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (465). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Penitencia (poenitentia) designa: 1º una virtud; 2º un sacramento de la Nueva Ley; 3º un castigo canónico infligido según la primitiva disciplina de la Iglesia; 4º una obra de satisfacción impuesta al receptor del sacramento. Estos significados tienen como centro común la verdad de que quien peca debe arrepentirse y hasta donde sea posible reparar ante la justicia divina. El arrepentimiento, es decir, el dolor de corazón con el firme propósito de no pecar más, es así la primera condición de la que depende el valor de todo cuanto el pecador pueda hacer o sufrir como expiación. El Sacramento de la Penitencia es objeto de otro artículo; en éste trataremos únicamente de la penitencia considerada como virtud.

Penitencia es una virtud moral sobrenatural por la cual el pecador se dispone al odio del pecado como ofensa contra Dios y al firme propósito de enmienda y satisfacción. El acto principal en el ejercicio de esta virtud es la detestación del pecado, no como pecado en general ni como pecado que otros cometen, sino del propio pecado. El motivo de tal detestación es que el pecado ofende a Dios; lamentar las malas acciones a causa del sufrimiento mental o físico, del rechazo social o de la acción de la justicia humana que comportan es algo natural; pero esta pena no basta para la penitencia. Por otra parte, la resolución de corregirse, aunque ciertamente necesaria, no basta por sí misma, es decir, sin aversión al pecado ya cometido; como resolución podría efectivamente resultar carente de sentido; se declararía la obediencia a la ley de Dios en el futuro sin hacer caso al clamor de la justicia divina sobre la transgresión pasada. “Convertíos, y haced penitencia por todas vuestras iniquidades… deshaceos de todas vuestras transgresiones… renovad vuestro corazón y vuestro espíritu” (Ez 18,30-31; Jl 2,12; Jr 8,6). En el mismo espíritu San Juan Bautista exhortaba a sus oyentes: “Haced frutos dignos de penitencia” (Mt 3,8). Semejante es la enseñanza de Cristo expresada en las parábolas del hijo pródigo y del fariseo y publicano, en tanto que la Magdalena, que “limpiaba sus pecados con sus lágrimas”, ha sido para todos los tiempos la imagen típica del pecador arrepentido. Los teólogos, siguiendo la doctrina de Santo Tomás (Summa, III, Q. lxxxv, a. 1), consideran la penitencia verdaderamente como una virtud, aunque han discutido bastante sobre el lugar que ocupa entre las virtudes. Algunos la clasifican con la virtud de la caridad, otros con la virtud de la religión, otros incluso como una parte de la justicia. Cayetano parece considerarla como perteneciente a las tres; pero muchos teólogos concuerdan con Santo Tomás (ídem., a.2) que la penitencia es una virtud distinta (virtus specialis). La detestación del pecado es un acto loable, y en la penitencia esta detestación procede de un motivo especial: porque el pecado ofende a Dios (cf. De Lugo “De paenitentiae virtute”; Palmieri, “De paenitentia”, Roma, 1879, ths. I-VII).

Necesidad

El Concilio de Trento declaró expresamente (Sesión XIV, c.i) que la penitencia era necesaria en toda ocasión para la remisión del pecado grave. Los teólogos han debatido si esta necesidad proviene de un mandamiento positivo de Dios o independientemente de cualquier precepto positivo. El peso de la autoridad está a favor de esta última opinión; además, los teólogos manifiestan que en el orden presente de la Divina Providencia el mismo Dios no puede perdonar pecados si no hay arrepentimiento real (Sto. Tomás, III:86:2; Cayetano, ídem; Palmieri, op.cit. tesis VII). En la Antigua Ley (Ez, 18, 24) la vida se deniega al hombre que comete iniquidad; incluso “el bien que haya hecho no quedará memoria”; y Cristo reitera la doctrina del Antiguo Testamento, diciendo (Lc, 13, 5): “si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente”. En la Nueva Ley, por tanto, el arrepentimiento es tan necesario como lo era en la Antigua, arrepentimiento que incluye cambio de vida, dolor por los pecados y seria intención de reparar. En la economía salvífica cristiana este acto de arrepentimiento ha sido sometido por Cristo al juicio y jurisdicción de su Iglesia, cuando se trata del pecado cometido después de la recepción del Bautismo (Concilio de Trento, sesión XIV, c.i), y la Iglesia actuando en el nombre de Cristo no sólo declara que los pecados son perdonados, sino que los perdona actual y judicialmente, si el pecador ya arrepentido somete sus pecados al “poder de las llaves” y está dispuesto a cumplir una adecuada satisfacción por el mal que ha hecho.

EDWARD J. HANNA
Transcrito por Donald J. Boon
Traducido por Josep M. Prunés, O.M.

Fuente: Enciclopedia Católica