DIOS

Dios (heb. Kl, Klâh, ‘Elôhîm, ‘Elôah, YHWH; gr. Theós). I. Definición. La filosofí­a y la religión afrontan su mayor desafí­o en su esfuerzo por definir a Dios. La filosofí­a, en su mayor parte, ha igualado a Dios con la “primera causa”, “ley natural”, “fuerza cósmica” o, en el mejor de los casos, acepta a Dios como la “realidad última”. La Biblia atribuye a Dios una personalidad, y lo describe como Creador, Sustentador, Legislador, Juez, Gobernante y Padre (Gen 18:25; Deu 33:2; Psa 103:13; 104:27-29; Isa 40:28; Dan 4:17; Act 17:25-28; Rom 8:15). La filosofí­a religiosa lo describe en términos como “omnipotente”, “omnisciente” y “omnipresente”. palabras que enseñan ciertas verdades importantes acerca de él. II. Existencia. Está universalmente confirmada por su creación y lo corrobora la naturaleza del hombre (Rom 1:19, 20; 2:14, 15). Pero este testimonio, aparte de la revelación que Dios dio de sí­ mismo en las Escrituras, proporciona sólo un concepto limitado y a menudo erróneo (incluso él revela sólo lo que necesitamos saber). Pero debemos recurrir a la Biblia para obtener nuestra definición de Dios. Toda especulación más allá de la revelación es inútil y aun peligrosa. III. Nombres. Los nombres básicos de Dios son: heb. ‘Kl [plural ‘Elôhîm], “Dios”; ‘Elyôn [aram. ‘Illâyâ] “Altí­simo”; ‘Elôah [aram. ‘Elâh], el singular de ‘E’lôhîm cuando éste hace de singular (tiene el mismo significado que ‘Kl ); YHWH, “Yahwe h”; gr. Theós. Es interesante comprobar ciertas combinaciones en los versí­culos bí­blicos. Por ejemplo: “Yo soy el Señor [YHWH] tu Dios [‘Elôhîm] Dios [‘Kl ] celoso” (Deu 5:9); “Entonces Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altí­simo [‘Kl ‘Elyôn]” (Gen 14:18); “Y plantó Abrahán . . . e invocó allí­ el nombre de Jehová Dios Eterno [YHWH ‘Kl ‘í”lâm]” (21:33); “Y 333 erigió allí­ un altar, y lo llamó El-Elohe-lsrael [‘Kl-‘Elôhê-Yîí‘râ-‘êl]” (33:20); etc. Para las combinaciones con YHWH véase Jehová. En Exo 3:14 se da una frase muy particular: ‘Ehyeh ‘ªsher ‘Ehyeh, “YO SOY EL QUE SOY”; y en Exo 6:2, 3 se amplí­a la revelación anterior (para más detalles, véase CBA 1:179-182). IV. Carácter-Naturaleza. El Dios de la Biblia se presenta como un Dios de amor (Joh 3:16; 1 Joh 4:7, 8; etc.). Se lo describe como “misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado” (Exo 34:6, 7), pero también como un Dios de justicia “que de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (v 7). Estos 2 aspectos se presentan en la declaración del NT: “Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios” (Rom 11:22). La Biblia describe a Dios como un ser capaz de crear, de comunicarse, de amar. Su trato con Abrahán ilustra esta relación personal y cálida. Tení­a un plan para el patriarca como lo expresó en el “pacto” que hizo con él. Seis veces se repitió ese pacto: 1. Cuando Dios llamó a Abrahán para dejar su hogar paterno (Gen 12:1-4; Act 7:2, 3). 2. Cuando llegó a la tierra a la que Dios lo habí­a llamado (vs 6, 7). 3. Cuando experimentó el chasco de la elección egoí­sta de Lot (13:14-17). 4. Cuando necesitó que se restaurara su confianza después de la batalla contra los reyes (15:1, 5, 6). 5. Cuando pecó y necesitó perdón (17:1-8). 6. Cuando demostró su fidelidad en una crisis severa (22:15-18). También otros experimentaron esta clase de amistad (Exo 33:11; Num 14:13, 14; Psa 139:7-10; Isa 40:28, 29; etc.). El testimonio del AT es significativo y revelador. En una época en que los dioses de las naciones estaban representados como terrenos y sensuales, los escritores del AT presentan la naturaleza ética de Dios (Psa 24:4; Hab 1:13). También lo vieron como universal y no tribal, y como un Dios en vez de una proliferación de deidades en competencia (Gen 14:22; Deu 6:5; Isa 45:25; 66:1; Dan 4:17). La concepción que el hombre tení­a del Eterno no podí­a estar completa hasta que él se revelara a sí­ mismo en la persona de Jesús. “A Dios nadie lo vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Joh 1:18). Así­, la información más completa que el hombre puede encontrar de Dios no está en la naturaleza, o en la experiencia personal, ni siquiera en los rollos de los profetas antiguos, sino en la narración de los Evangelios y en las enseñanzas de los apóstoles. Estas revelaciones son las normas mediante las cuales se han de medir todas las demás revelaciones acerca de él. Jesús, en la instrucción que dio a sus discí­pulos, describió esta revelación (Joh 14:1-10), como también lo hizo en la oración por sus discí­pulos (cp 17) y en Heb 1:1-5 Para un mundo que entendió mal al Padre, Jesús retrató su carácter (Mat 5:44, 45; Luk 1:78, 79; 6:35). En el sacrificio de Cristo se vieron la infinita sabidurí­a, el amor, la justicia y la misericordia de Dios. La comprensión y el aceptación de su voluntad no sólo informará sino también transformará (2Co 3:18; Eph 3:14- 9; Col 1:9-11). Se presenta a Dios como quien demanda mucho, pero también da liberalmente (Mat 16:24; Rom 8:32). El espera obediencia, pero paga un precio infinito para que la obediencia sea posible (Exo 23:21; Deu 11:27, 28; Isa 5:4; Hos 14:4; Joh 3:16). Tiene una ley inmutable, pero suministra gracia inagotable (Mat 5:17-19; Rom 5:20; Phi 4:13). Odia el pecado con aborrecimiento profundo, pero ama al pecador con amor maravilloso (Psa 101:3; Isa 63:9; Jer 31:3; Rom 2:8, 9; 9:25). El es Creador y Sustentador del universo ilimitado, y sin embargo, es el Padre ansioso que espera en la puerta el regreso del hijo pródigo (Psa 33:6, 13, 14; 104:27, 28; Isa 44:22; Luk 15:20). Desafí­a al intelecto del hombre más brillante que el mundo haya conocido, y sin embargo acepta la devoción de un niñito (Job. 36-41; Isa 45:20, 21; Jer 9:12; Psa 103:13; Mat 7:11). Jesús se refirió a Dios como misericordioso (Luk 6:36), preocupado por las necesidades humanas (Mat 6:32), generoso (7:11), amante (Joh 3:16), espiritual (4:24). Ocasionalmente, los escritores bí­blicos rompen en rapsodias de alabanza al Eterno. Lo que la prosa del intelecto no puede expresar, la poesí­a de la alabanza es capaz de pintar. Después de describir el plan de Dios para salvar a los hombres, Pablo declara: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabidurí­a y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Rom 11:33-36). Dióscuros. Véase Cástor y Pólux.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n Deus. Ser supremo al que se rinde culto. Deidad. En las Sagradas Escrituras, D. no se manifiesta como una idea, como algo abstracto, ni se trata de demostrar filosóficamente su existencia. Como en las religiones monoteí­stas, se cree que D. es único, no hay otros fuera de él; es el origen de todo cuanto existe, concretamente se le dice en la Biblia †œCreador†, desde Gn 1, pero el mundo creado no lo es por emanación, ese mundo depende de D. y es externo a él, es decir, D. es trascendente. No se le define mediante un concepto abstracto, no se hacen especulaciones sobre su naturaleza, sino que se le describe por sus atributos perfectos, su infinitud, inmutabilidad, eternidad, bondad, conocimiento y poder.

Por el contrario D. interviene en el mundo, en la historia, un D. que quiere comunicar a todos los hombres su vida, su amor, para llevarlo todo a la perfección, ésta es la inmanencia de D.; a través de los textos sagrados se habla de él como el D. vivo, el Rey eterno, según las palabras del profeta, Jr 10, 10; y las del evangelista, †œno es un D. de muertos, sino de vivos†, Mc 12, 26-27. Es decir, de él procede el ser y toda vida, Gn 2, 7; Jb 34, 14-15; Sal 104 (103), 29-30. D. se revela a Moisés, en la zarza ardiente, diciéndole que es el Dios de los Padres, Ex 3, 6, El Sadday, Gn 17, 1, antiguo nombre divino de la época patriarcal; que es Yahvéh, pero ahora le dice que es Yahvéh, †œYo soy el que soy†, Ex 3, 14, es decir, el único verdaderamente existente, trascendente. Para los israelitas este D. único, es el D. de la liberación y de la Alianza. El D. fuerte y triunfante que rescató para sí­ a los descendientes de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob de la esclavitud en Egipto y los llamó a establecer con él una alianza, Ex 15, 19; 18, 3-8; 24, 3-8; Nm 23, 22; 24, 8-9; Dt 26, 5-10. Esto implica para Israel una adhesión y pertenencia incondicional y total a Yahvéh, por lo que se dice de manera antropomórfica en las Escrituras que Yahvéh es un D. celoso, Ex 20, 5; 34, 14; Dt 4, 23- 27; 5, 9-10; 6, 14-15; 32, 15-25; Jos 24, 19; Ez 29, 25; Na 1, 2. Por lo anterior, ya en Dt 4, 35 se niega rotundamente la existencia de otros dioses; y en otros sitios de la Escritura se dice, también, que D. es incomparable, 2 S 7, 22; Is 40, 25; 43, 10-11; 44, 6; 45, 5; en el libro del profeta Oseas se lee: †œporque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo†, Os 11, 9, con lo que, además, se reafirma su trascendencia. De aquí­ las palabras del Decálogo: †œNo habrá para ti otros dioses delante de mí­†, Ex 20, 3; Dt 5, 7-8. Así­ como la separación de Israel de las demás naciones idólatras que lo circundaban, cuyas costumbres religiosas, en muchos casos, influyeron y penetraron en la vida de los israelitas, al igual que aquéllos pueblos que lo dominaron, como los cananeos, los egipcios, los asirios, los caldeos, Ex 20, 4; Lv 19, 4; 26, 1; Dt 4, 15-20. En la asamblea de Siquem, Josué le dice al pueblo de Israel, cuando éste eligió servir a Yahvéh, †œEntonces quitad de en medio los dioses del extranjero e inclinad vuestro corazón hacia Yahvéh, D. de Israel†, Jos 24, 23. El Señor les recuerda constantemente a los israelitas que él los sacó de Egipto y †œYo soy Yahvéh, vuestro D.†, Jos 24, 17-18; Jc 6, 7-10; 1 S 10, 17-19; 2 S 7, 22-24. Los profetas continuaron con esta predicación monoteí­sta, sobre la pureza de la religión, en la época monárquica contra la fuerte influencia del baalismo de los cananeos, 1 R 18; después del exilio con las sátiras de los profetas contra los falsos dioses, Is 41, 21-29; 43, 8-13; 44, 9-20; Dn 14; Ba 6. La idolatrí­a conduce a los pueblos a la depravación, como se lee tanto en A.

T. en el libro de la Sabidurí­a se hace una crí­tica a la idolatrí­a, en sus tres formas, la adoración de las fuerzas naturales y de los astros, Sb 13, 1-9; el culto a los í­dolos, hechura humana, Sb 13, 10-19; 15, 17; la zoolatrí­a, culto a los animales, Sb 15, 18-19; como en el N. T., Rm 1, 18-32.

Yahvéh entonces es el D. de Israel, mas no un D. de un pueblo, es el D. de todos los pueblos, por ser verdadero, único. Es decir, D. es supratemporal y omnipresente. Desde el Gn 1, 1, el D. creador es Señor del universo, sin que signifique que hubo una génesis de D., antes de la creación, como en muchas teogoní­as antiguas, D. ha sido †œdesde siempre hasta siempre†, como se dice en Sal 90 (89), 2; 93 (92), 2; Ha 1, 12; en Dt 33, 27, de manera figurada se expresa esta eternidad de D., cuando se le llama †œEl D. de antaño†; y en el profeta se lee que D. mismo dice †œYo soy el primero y el último, fuera de mí­, no hay ningún dios†, Is 44, 6; y †œYo soy, yo soy el primero y también soy el último†, Is 48, 12. Su presencia todo lo llena, Is 66, 1; Jr 23, 24; está en todas partes y es D. omnisciente y providente, como lo expresa el salmista, †œSi hasta los cielos subo, allí­ estás tú, si en el seol me acuesto allí­ te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí­ tu mano me conduce, tu diestra me aprehende†, Sal 139 (138), 8-10; Si 16, 17; Am 9, 2-3. Como D. es omnipresente y todo lo escruta, es †œel juez de toda la tierra†, Gn 18, 25. Otro atributo de Dios es su omnipotencia, es decir, su poder absoluto, cuya manifestación es la resurrección de su propio Hijo Jesucristo, Hch 2, 24.

En las Sagradas Escrituras a D. se le describe y se le comprende de manera antropomórfica. D. promete y hace pactos con su pueblo, amenaza, expresa su ira. Es representado como rey, juez y pastor.

D. en las Sagradas Escrituras, es un D. que habla y dialoga con el hombre, lo llama, de ahí­ la expresión repetida, †œDijo D.†, Gn 1, 3. El llama a cada uno por su nombre y le asigna su misión, su vocación, Sal 147, 4; D. a Abraham y le promete una posteridad, Gn 12, 1-3; a Moisés en la zarza ardiente, Ex 3, 4-12; por intermedio de Moisés habla al pueblo de Israel, Ex 19, 3-6; a Elí­as y a los profetas, y les asigna una tarea, 1 R 17, 4; Jr 1, 4-10; Am 3, 7. Esta elocuencia distingue a D. de los falsos dioses, Sal 115 (113 B), 5-7. Sin embargo, D. también guarda silencio, como castigo a la desobediencia del hombre a sus preceptos y mandamientos, por su rebeldí­a, es decir, que cansado D. de hablar a los hombres por medio de sus profetas, sin ser escuchado, ya no los mandará, como en Am 8, 11-12; entonces lo buscarán y no lo encontrarán, Pr 1, 28; Jr 11, 11; Ez 8, 18; Os 5, 6. En el N. T., D., el mismo del A. T., sigue hablándoles a los hombres, como lo expresa el apóstol Pablo, †œMuchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo†, Hb 1, 1-4. Ya no habla D. por medio de sus portavoces, los profetas, sino por medio de su propio Hijo encarnado, la manifestación de D., el Padre, en el mundo finito, contingente, a quien el apóstol Juan llama la Palabra, el Logos, en griego, Jn 1, 1-18. Jesús, pues, revela el misterio de D., la Palabra de D. Padre, como el mismo Jesús, lo dice en Jn 14, 24; el Padre de todos, pero ante todo de Jesús, su Hijo, con quien es uno solo, Jn 10, 30-39; 14, 1-11; 17, 1-3; por esto el Hijo, Jesús, se dirige a su Padre, como Abbá, palabra aramea con la que los hijos hablan familiarmente al progenitor, Mc 14, 36. Filius y Logos, Hijo y Palabra, implican un ser, que es a la vez distinto del Padre e incluso tan próximo, relacionado con él como ser de la misma sustancia, homoousios en griego, con El. El Espí­ritu Santo, según la Iglesia católica, procede de la mutua relación amorosa del Padre y del Hijo, aunque en Oriente se dice que sólo procede del Padre. Este es el misterio de la Trinidad, tres personas distintas y un solo D. verdadero, esto es, tres modos de ser del mismo y único D., tres personas en una misma substancia, del cual encontramos diferentes textos en las Escrituras que manifiestan esta doctrina que más tarde tomó cuerpo en la Iglesia.

Habiendo muerto y resucitado Jesús ejerce el poder tanto en el cielo como en la tierra, poder que ha puesto el Padre en su mano, Jn 3, 35; en virtud del cual encomienda a sus discí­pulos la misión universal: †œId, pues, haced discí­pulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo†, Mt 28, 19. En los Hechos de los Apóstoles, en las epí­stolas y en el Apocalipsis se encuentran referencias a las Tres Personas, Hch 10, 38; 20, 28; Rm 1, 4; 15, 16; 1 Co 2, 10-16; 6, 11/14/15/19; 12, 4-6; 2 Co 1, 21-22; Flp 2, 1; Ef 1, 3-14; 2, 18-22; 4, 4-6; 2 Ts 2, 13; Tt 3, 5; Hb 9, 14; 1 P 1, 2; 1 Jn 4, 2; Judas 20, 21; Ap 1, 4 ss; 22, 1. El Espí­ritu Santo es la presencia inmanente de D. en el mundo, el Paráclito, el Abogado, el Consolador, del cual dijo el mismo Hijo que serí­a enviado por el Padre a los discí­pulos y creyentes, el cual †œos enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho†, Jn 14, 26; 16, 13-15. Entonces, todos los que se dejen guiar por el Espí­ritu Santo son hijos de D. y pueden exclamar, como Jesús, †œÂ¡Abbá, Padre!†, Rm 8, 1417; Ga 4, 6-7.

El término Trinitas Trinidad, fue usado por primera vez en el siglo II, por el teólogo y apologeta Tertuliano. En el siglo IV la doctrina quedó fijada, como la conocemos actualmente, en lo cual tuvo gran influencia San Agustí­n, obispo de Hipona, con su obra De Trinitate, Sobre la Trinidad.

En los tiempos escatológicos según el profeta Daniel, D. hará surgir un reino que jamás será destruido, Dn 2, 44; y en su visión del Hijo del hombre, Jesús, dice que a él se le dio el imperio eterno, †œhonor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas†, Dn 7, 14. Esta realeza de que habla el profeta es el eje de la predicación de Jesús. Es el reino de los justos cuyo rey será D. Esta realeza ha sido comprometida por el pecado del hombre, pero según el mismo oráculo será restablecida por el Mesí­as, y que Jesús anuncia como próxima, cuando pide conversión †œporque el Reino de los Cielos ha llegado†, Mt 4, 17; Lc 4, 43. Aquí­ Jesús, el Mesí­as enviado por el Padre, realiza su intervención en el mundo de manera espiritual, Jn 18, 36; contrario a lo que creí­an los judí­os, un mesí­as que les diera la independencia de Roma, Mc 11, 10; Lc 19, 11; Hch 1, 6; y esta no es otra que la redención, sacar al hombre del reinado de Satanás para llevarlo al Reino de los Cielos, Mt 4, 8; 8, 29-34; 12, 25-28. Este Reino de los Cielos se inicia en la tierra, como el grano de la parábola, Mc 4, 26-29; por medio de la Iglesia, Mt 16, 18-19, hasta el juicio de Dios, cuando serán vencidos sus enemigos, cuando Cristo entregue a Dios Padre el Reino, Mt 16, 28; Lc 21, 31; 1 Co 15, 24-28.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., elohim, el, elyon, shadday, yahweh; gr., theos). La Biblia no contiene una definición formal de la palabra Dios; sin embargo el ser y los atributos de Dios aparecen en cada página. La mejor definición de la palabra en la historia del cristianismo, es decir, en la cultura en la cual la Biblia ha sido una influencia prevaleciente, es la que se encuentra en el Westminster Shorter Catechism (Q4) [Catecismo Abreviado de Westminster]: †œDios es un Espí­ritu, infinito, eterno e inmutable, en su ser, sabidurí­a, poder, santidad, justicia, bondad y verdad.† Dios es un ser personal no material, consciente de sí­ mismo y autodeterminante.

Está en todas partes; todo en todas partes está inmediatamente en su presencia.

Su omnisciencia es todo inclusiva: conoce eternamente lo que ha conocido en el pasado y lo que conocerá en el futuro. Su omnipotencia es la habilidad de hacer con poder todo lo que el poder puede hacer, controlando todo el poder que hay o que puede haber.

La santidad es el atributo ético central de Dios. Los principios éticos básicos están revelados por la voluntad de Dios y derivados de y en base al carácter de Dios. Posee toda la lógica y la racionalidad. Los axiomas de la lógica y de las matemáticas no son leyes aparte de Dios a las cuales Dios debe sujetarse. Son atributos de su propio carácter.

Dios es eterno, sin principio ni fin temporal. En sentido figurado †œeterno† puede designar una calidad de ser apto para la eternidad (como en las palabras vida eterna).

Inmutable, en el lenguaje bí­blico, señala la autoconstancia perfecta del carácter de Dios a lo largo de toda la eternidad y en sus relaciones con sus criaturas. No es contradictorio que Dios realice en tiempo los acontecimientos de su programa redentor La idea de que la inmutabilidad de Dios es una inmobilidad estática (como en el tomismo) es semejante a la idea de falta de limitación temporal y es contraria al punto de vista bí­blico.

Dios es conocido supremamente por medio de su Hijo (Heb 1:1 ss.).

Además, su ser invisible, es decir, su eterno poder y deidad (theiotes en contraste con theotes) se conocen por medio de la creación (Rom 1:20). Los cielos cuentan la gloria de Dios (Salmo 19; Rom 10:18).

Es habitual hacer una distinción entre revelación natural, todo lo que Dios ha creado, y revelación especial, la Biblia.

Se conoce a Dios por fe, más allá del sentido cognoscitivo, en comunión con su pueblo. Se le aseguró a Moisés, guiando a su pueblo en el éxodo: Mi presencia irá contigo, y te daré descanso. Y Moisés respondió : Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí­ (Exo 33:13-14). La Biblia abunda en invitaciones para buscar y hallar comunión con Dios.

Ver el Salmo 27, Isaí­as 55 y muchas otras invitaciones misericordiosas similares.

La Biblia hace referencia a otros dioses como dioses falsos (Jdg 6:31; 1Ki 18:27; 1Co 8:4-6) o demonios (1Co 10:19-22).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Existencia. La Biblia declara de manera directa, sin preámbulos: †œHay un solo D.† (1Ti 2:5). El texto bí­blico comienza diciendo: †œEn el principio creó D.† (Gen 1:1). De manera que en ningún momento se da lugar siquiera al pensamiento de su no exis-tencia. Para la Biblia, el negar la existencia de D. es un absurdo, una necedad (†œDice el necio en su corazón: No hay D.† [Sal 14:1]). Este ateí­smo que describe el Sal. 14 no es simplemente teórico, sino más bien habla del que lo manifiesta con sus hechos al vivir sin tomar en cuenta a Dios. La †¢creación misma es una evidencia de la existencia del Creador, pudiéndose entender muchas cosas en cuanto a D. por medio de ella (Rom 1:19-21). En todas partes del mundo, aun cuando se haya caí­do en la idolatrí­a, se encuentra la noción de la existencia de un ser o seres superiores. La gente se plantea que no puede haber un efecto sin causa. Y el orden que se observa en todo lo creado señala que es obra de una inteligencia. Siendo tan inconmensurable esta obra, también lo tiene que ser la inteligencia que la hizo.

Por otra parte, el hombre tiene conocimiento instantáneo de sí­ mismo, sabe que existe. Está consciente, además, de que no se hizo a sí­ mismo. Y siendo el universo tan enorme, sabe que éste no es fruto de su trabajo. Esto deberí­a conducirle de manera natural a la conclusión lógica de que existe otro, que no es él. Es contradictorio que siendo el hombre un ser inteligente, se le ocurra que la responsabilidad de su creación no lo sea. Y siendo un ente moral ¿cómo puede ser fruto de la amoralidad?
una cadena de razonamientos, entonces, deberí­an conducir por lo menos a la noción de que D. es, que existe.

Conocible. Apoelado. El hombre no está condenado a tener sólo nociones de la exis-tencia de D. por la ví­a del razonamiento ante el testimonio de la creación. El cristianismo enseña que es posible llegar más allá: al conocimiento de Dios. Esto se logra, no por iniciativa humana, sino porque él decidió revelarse a sí­ mismo. Porque †œnadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar† (Mat 11:27; Luc 10:22). Por eso †œalábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra† (Jer 9:24).

Persona. D. es una persona y †œD. es Espí­ritu† (Jua 4:24). Como persona, tiene pensamientos, sentimientos y voluntad, atributos que no vemos en la materia. Como espí­ritu infinito, es imposible de representar en figuras o imágenes, por lo cual se prohí­be terminantemente que se intente hacerlo (Deu 4:15-21), puesto que †œa D. nadie le vio jamás† (Jua 1:18). La Biblia utiliza palabras y frases del lenguaje humano en las cuales atribuye a D. manos, brazo, ojos, etcétera. Estas figuras literarias son necesarias para comunicar al hombre diferentes capacidades de acción divina que se asemejan a las humanas o viceversa.
imprescindible entender que todo lo relacionado con los atributos de D. son asuntos del mundo espiritual, donde no rigen las leyes del espacio y del tiempo. Estando nuestras mentes acostumbradas solamente a razonar las cosas que están dentro de esas categorí­as, es natural que encontremos conceptos espirituales que nos ofrezcan la apariencia de contradicción entre sí­. Como hemos visto, D. es una persona. Se nos habla de que D. ama (Apo 3:19); odia (Pro 6:16); siente dolor (Gen 6:6); se enoja (1Re 11:9); siente celos (Deu 6:15), etcétera. Pero los panteí­stas pretenden negar esa realidad, alegando que siendo D. el todo y siendo el todo D., no es posible que pueda llamarse a sí­ mismo †œyo†, ni que nadie pueda llamarlo †œtú†.

Inmanencia. Trascendencia. El mismo problema se enfrenta cuando se piensa en términos de la inmanencia de D. y su trascendencia. †œInmanencia† quiere decir que D. está en todo, que nada existe sin él, que †œen él vivimos, y nos movemos, y somos† (Hch 17:28). †œTrascendencia† quiere decir que D. no se limita ni se agota en su creación, pues siendo infinito, su existencia va más allá de la realidad material que conocemos. Y aun de la que no conocemos. Las Escrituras, sin embargo, están llenas de ejemplos en los cuales D. habla de sí­ mismo y otros se dirigen a él como persona diferenciada (†œY esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único D. verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado† [Jua 17:3]). Esta y muchas otras declaraciones escriturales señalan a la personalidad de D., quien no es una mera fuerza o un principio impersonal.

Unidad y Trinidad. †¢Trinidad. Omnipresencia. Omnipotencia. Omnisciencia. La Biblia enseña que Dios está en todas partes (†œ¿A dónde me iré de tu Espí­ritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?† [Sal 139:1-12]). †œEn él vivimos, y nos movemos, y somos† (Hch 17:28). Es, además, omnipotente. Y así­ se le llama (Gen 28:3; Gen 35:11; Exo 6:3 : Job 6:14, etcétera). Eso quiere decir que tiene la capacidad de hacer cuanto quiere (Sal 115:3). Cuando Sara se rió de la promesa de que tendrí­a un hijo siendo vieja, †œJehová dijo a Abraham: … ¿Hay para D. alguna cosa difí­cil?† (Gen 18:10-14). Job dijo a Dios: †œYo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti† (Job 42:1-2). El Señor Jesús dijo: †œPara D. todo es posible† (Mat 19:26). él es el †œque hace todas las cosas según el designio de su voluntad† (Efe 1:11). Esa omnipotencia es algo que puede verse tanto en la creación como en el sostenimiento del universo (Rom 1:20; 2Pe 3:5-7), pues él hace ambas cosas. Fue su omnipotencia la que †œoperó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales† (Efe 1:19-23). Por su omnipotencia †œtransformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya† (1Co 15:43; Flp 3:21).
ser omnipotente también es omnisciente, es decir, que no hay nada que pueda escaparse a su conocimiento. †œNo hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta† (Heb 4:13). Leemos en el Sal 147:5 que †œgrande es el Señor nuestro, y de mucho poder; y su entendimiento es infinito†. Y en Pro 15:3 que †œlos ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos†. El apóstol Juan declara: †œMayor que nuestro corazón es D., y él sabe todas las cosas† (1Jn 3:20). El conocimiento de D. abarca el futuro, pues él dice: †œAnuncio lo por venir desde el principio† (Isa 46:10). La omnipotencia y la omnisciencia de D. aseguran su †¢Providencia. Así­, ni un pajarillo †œcae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están contados† (Mat 10:29-30).

Santidad. Rectitud. Justicia. D. es santo. †œPorque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo† (1Pe 1:16; Luc 5:8; Heb 12:14). Este atributo suyo se repite en las Escrituras de una manera muy enfática. Isaí­as vio †œal Señor sentado en un trono alto y sublime†, y a los serafines que daban †œvoces, diciendo: Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria† (Isa 6:1-5). Después de esto, el profeta llama a D. †œel Santo de Israel† unas treinta veces. La santidad de D. le separa de todo aquello que es malo o sucio. Por eso, el que quiera tener comunión con él ha de ser santo (†œNo hagáis abominables vuestras personas…. Porque yo soy Jehová vuestro D.; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo† [Lev 11:43-44]). †œD. es luz, y no hay ningunas tinieblas en él† (1Jn 1:5). D. el Padre es llamado †œSanto† (Jua 17:11). D. el Hijo es llamado †œSanto† (Hch 3:14). D. el Espí­ritu es llamado †œSanto† (Efe 4:30). La santidad de D. se manifiesta por su rectitud y su justicia. Ambas cosas surgen al relacionarse D. con sus criaturas, a las cuales hace demandas y leyes justas. †œJusto es Jehová en todos sus caminos† (Sal 145:17). Habacuc dijo: †œMuy limpio eres de ojos para ver el mal† (Hab 1:13). †œPorque Jehová es justo, y ama la justicia; el hombre recto mirará su rostro† (Sal 11:4-7).

Amor. Misericordia. Gracia. †œD. es amor† (1Jn 4:8). Eso quiere decir que siempre ha estado y estará inclinado hacia la búsqueda del bien de sus criaturas por un impulso que nace de sí­ mismo. La manifestación suprema de ese amor la encontramos en que dio a su Hijo por nosotros. †œEn esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros† (1Jn 3:16). Se demostró así­, que †œmisericordioso y clemente es Jehová; lento para la ira, y grande en misericordia† (Sal 103:8). En el AT se enfatiza, en el carácter de D., su misericordia, que es esa permanente actitud en él de conmiseración hacia el pecador, que le conduce a disminuir la pena merecida por los pecados cometidos o a aliviar el sufrimiento y el dolor de los agobiados. En el NT se utiliza el término †œgracia† para señalar esa misma cualidad divina, pero acentuando el hecho de que D. concede esa misericordia de manera gratuita. El hombre, por haber pecado, merece el eterno castigo, pero la gracia mueve a D. hacia la búsqueda de la solución para ese problema. Y lo hace espontánea y gratuitamente. †œPor cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de D., siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús† (Rom 3:23-24). En ese amor, misericordia y gracia, D. ofrece perdón a todos aquellos que se arrepienten de sus pecados. †œDeje el impí­o su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al D. nuestro, el cual será amplio en perdonar† (Isa 55:7).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, TRINIDAD

vet, (a) La revelación de Dios. Ya a partir de su primer renglón, la Biblia habla de Dios (Gn. 1:1). De un extremo al otro, se presenta como la revelación que El ha dado de Sí­ mismo, revelación sin la cual nosotros no sabrí­amos nada suficiente acerca de El. Es cierto que antes de revelarse mediante la palabra escrita, Dios se manifestaba por la obra de la creación. Esta muestra la gloria, poder y deidad del Creador (Sal. 19:1; Ro. 1:20). También aquellos que no poseen las Escrituras son culpables de no buscar a Dios, de no glorificarle, y de no darle gracias (Hch. 17:27; Ro. 1:20). Pero en ningún pasaje leemos que nadie entre los hombres llegue a conocer a Dios de una manera concreta mediante la contemplación de la naturaleza. Lo mismo se puede decir acerca de la conciencia. Los hombres poseen una cierta noción de la voluntad de Dios (Ro. 2:15). De ello es que subsista un mí­nimo de moralidad en la sociedad humana y que los magistrados sean, a su manera, servidores de Dios (Ro. 13:4). Pero ello no impide que los paganos ignoren las ordenanzas divinas (Sal. 147:20). Como el hombre pecador no busca a Dios (Sal. 14:2; Ro. 3:11), hace falta entonces una revelación especial en la que Dios toma la iniciativa para que el hombre pueda llegar a conocerle. Así­, se reveló a los primeros miembros de la humanidad, Adán, Abel, Caí­n, Noé. Pero los recuerdos de esta revelación primitiva quedaron rápidamente oscurecidos. Se pudiera pensar que Job y sus amigos, no pertenecientes al pueblo elegido, todaví­a fueron beneficiarios y depositarios de aquel conocimiento anterior de Dios. Pero los mismos antepasados de Abraham estaban apartados de Dios (Jos. 24:2). Asimismo, las naciones en general son presentadas como alejadas de Dios (Ef. 2:12). En particular, las pretensiones de los filósofos son rechazadas con energí­a: el mundo, con su sabidurí­a, no conoció a Dios (1 Co. 1:21). Como consecuencia, Dios se reveló, primeramente de una manera directa, a Abraham, Isaac y Jacob, después con la mediación de los profetas, desde Moisés hasta Malaquí­as. Sus escritos son palabra de Dios (Dt. 18:18, 19), una palabra viva (Hch. 7:38). La revelación culmina en la encarnación, ya prevista y saludada desde antes por los creyentes del AT y del NT (Jn. 20:30; Ro. 16:26). El resultado es que en tanto que esperamos aquel dí­a en que el Señor, a Su vuelta, nos llevará a la gloria, donde conoceremos como somos conocidos (1 Co. 13:12), no tenemos otra fuente válida de información acerca de Dios que la Biblia. Para que podamos llegar a beneficiamos de la revelación de las Escrituras hace falta, por otra parte, la acción interior del Espí­ritu Santo. Vista nuestra naturaleza pecadora, somos impermeables a la verdad, incluso cuando nos es presentada en todo su esplendor. Hay una total incompatibilidad entre la manera de pensar de Dios y la de los hombres (Is. 55:8, 9; 1 Co. 2:14). Es preciso que mediante el Espí­ritu, el Padre nos ilumine con la verdad, y nos disponga para aceptarla (Mt. 16:17; Jn. 6:45; 1 Co. 2:10; Ef. 1:17, 18). Esta revelación no comporta ninguna imperfección. Se puede admitir una cierta gradación entre la palabra transmitida por los profetas y la del Hijo (He. 1:1). Pero como el mismo Hijo puso Su sello sin reservas de ningún tipo sobre los escritos del AT (Mt. 5:17), no debemos tampoco nosotros presentar ninguna de nuestra parte. A propósito de esta revelación se puede hacer la siguiente observación: Al decirse: “Oí­steis que fue dicho a los antiguos, mas yo os digo” (Mt. 5:21, 22, etc.), según los más acreditados exegetas, Jesús no hablaba aquí­ del texto del AT, sino solamente de las interpretaciones tendenciosas por las que los judí­os trataban de restringir su alcance (cp. Mt. 15:3-6). Incluso si se quiere interpretar de otro modo los pasajes del sermón del monte, no se puede por ello llegar a la conclusión de que la revelación antigua fuera errónea: lo más que se podrí­a decir es que no habí­a sido dada todaví­a en su plenitud (cp. Mt. 19:8). (b) La unidad de Dios. De principio, Dios aparece como único. Si se emplea la misma palabra en el AT y en el NT para designar a Jehová y a los falsos dioses, se da por supuesto que jamás los autores sagrados atribuyen a los segundos existencia real. Se trata de vanidades (Sal. 115:8; Is. 44:9; 1 Co. 8:4-6). Con frecuencia se puede ver detrás de ellos a los demonios, inspiradores de idolatrí­a, mediante la cual se hacen dar a sí­ mismos la honra, en lugar de a Dios (1 Co. 10:19, 20). Con toda certeza, Jehová es el Dios de Israel; pero este ví­nculo no tiene nada de común con las limitaciones que imaginaban los paganos. Para ellos, cada divinidad tení­a sus circunscripciones, con fronteras bien delimitadas, fuera de las cuales otras divinidades ejercí­an su poder. Nada de esta concepción se halla en los autores sagrados. Jehová es el Dios de los israelitas por Su elección. En Su soberaní­a se quiso revelar a ellos (Dt. 4:33- 36). Concluyó una alianza con ellos, y los eligió para que fueran Sus testigos. Esto no significa en absoluto que Su autoridad quede confiada a los que formaban parte de esta nación. El es el Señor de todas las naciones (Sal. 82:8; 72:11, 17, etc.). En el seno del pueblo de Israel hubo ciertamente los que atribuí­an una cierta realidad a los falsos dioses hasta el punto de rendirles culto. Incluso dentro de la Iglesia primitiva los habí­a que no estaban del todo convencidos de la vanidad de los í­dolos (1 Co. 8:7). Pero esta tendencia no apareció jamás entre los instrumentos de la revelación. Todo lo que se oye acerca del desarrollo progresivo del monoteí­smo en el AT proviene de una interpretación inexacta de los textos. Desde la primera lí­nea de Génesis, Dios es uno, Creador de todo el universo. Los Diez Mandamientos, cuya antigüedad es irrebatible, comienzan con la exclusión de toda falsa deidad (Ex. 20:3). La confesión de fe de Israel se halla en Dt. 6:4. Las afirmaciones de Is. 40-48 son insuperables en su vigor monoteí­sta, pero no aportan nada que sea fundamentalmente inédito con respecto a los textos más antiguos. (c) La Trinidad. La unidad de Dios no excluye en absoluto la distinción entre las Personas de la divinidad. Ya el AT deja entrever esta distinción, aunque ciertamente de una manera velada, ya que era sobre todo la unidad de Dios lo que debí­a ser destacado frente al politeí­smo ambiental. Incluso si no se quiere tener en cuenta la forma plural “Elohim” unida a un verbo en singular, debido a que este hecho recibe varias interpretaciones, hay textos en los que el nombre de Dios es aplicable por adelantado al Mesí­as (Sal. 45:7-8; Is. 9:5); también, siendo que el nombre de “Señor” equivale al nombre inefable de Jehová, se ha de considerar el Sal. 11:1. Con Jehová se asocia un Hijo (2 S. 7:14; Pr. 30:4; cp. Sal. 2:12). El pasaje acerca de la Sabidurí­a en Proverbios (Pr. 8) nos la presenta como un ser personal, y no como una abstracción, hasta tal punto que, desde el mismo marco de referencia del judaí­smo, sus filósofos llegaron a la conclusión de la existencia de un mediador, el Logos, entre Dios y el mundo. El Espí­ritu de Dios es igualmente mencionado con frecuencia en el AT, y ello en términos que implican a la vez Su existencia propia y su unidad sustancial con Dios (Gn. 1:2; Sal. 51:13; 2 S. 23:1). Al llegar al NT hallamos allí­ la doctrina de la Trinidad netamente formulada, aun cuando no se emplee este término. De entrada, el NT es tan formal como el AT al afirmar la unidad de Dios (Mr. 12:29; Stg. 2:19). La divinidad del Hijo y del Espí­ritu Santo no contradice en nada este hecho. Pablo opone el solo Dios y Padre y el solo Señor Jesucristo a la multiplicidad de las divinidades y de los señorí­os del paganismo (1 Co. 8:5, 6). Así­, en el seno de la esencia divina única se pueden distinguir tres Personas que reciben igualmente el nombre de Dios, que en el seno de la Deidad mantienen unas relaciones a nivel interpersonal. Serí­a prolijo enumerar todos los pasajes donde este nombre se aplica al Padre. (He aquí­ unos como ejemplo: Jn. 20:17; 1 Ts. 1:1; 1 P. 1:2; Stg. 1:27; Jud. 1). El Hijo es llamado Dios por el apóstol Juan (Jn. 1:1; 1 Jn. 5:20), por el apóstol Pedro (2 P. 1:1), por el apóstol Pablo (Tit. 2:13; Ro. 9:5), por el autor de la epí­stola a los Hebreos (He. 1:8). El texto más contundente es aquel en el que el mismo Jesús acepta que se le llame así­ (Jn. 20:28). En cuanto al Espí­ritu Santo, es evidente en base a Hch. 5:3,4 que mentirle a El es lo mismo que mentir a Dios. Ello es debido a que se trata de Dios. Su Personalidad queda también evidenciada por cuanto tiene voluntad (He.2:4); se comunica (He.9:8); conduce a los Suyos (Gá.5:18); justifica (1Co.6:11); enseña (1Co.2:13); y da testimonio (Ro.8:16), aparte de muchas otras actividades, de las que se mencionan varias principales en Jn.14,15 y 16. Las tres Personas de la Trinidad son mencionadas juntas en la fórmula bautismal (Mt. 28:19) y en la bendición apostólica (2 Co. 13:13); también en 1 Co. 12:4, 6 y en Ef. 4:4-6, de manera que queda implicada su distinción. Esta distinción queda además posiblemente destacada aún más claramente en los pasajes en los que las tres Personas aparecen con funciones distintas: Por ejemplo, en el bautismo de Jesús, el Padre da testimonio del Hijo, sobre quien desciende el Espí­ritu Santo (Mt. 3:16, 17); a su muerte, el Hijo se ofrece al Padre por el Espí­ritu (He. 9:14); en Pentecostés, el Padre enví­a el Espí­ritu Santo en nombre del Hijo, y el Hijo lo enví­a de parte del Padre (Jn. 14:26; 15:26). En nuestra experiencia de la salvación, la distinción entre las Personas se nos hace clara. Somos salvados según la presciencia de Dios Padre. Es el Hijo quien se ofreció en sacrificio para la redención. Es el Espí­ritu Santo quien aplica las bendiciones (1 P. 1:2). Pero esta distinción no está limitada a la administración de la salvación, sino que existe desde toda la eternidad en el seno de la esencia divina (Jn. 17:5). Para acabar de precisar esta doctrina, debemos mencionar los textos que destacan la unidad entre las tres Personas; el primer libro en antigüedad del NT, la 1. Epí­stola a los Tesalonicenses, presenta al Padre y al Hijo de tal manera unidos, que el verbo que denota la acción de ellos está en singular, lo que es tan contrario a todas las leyes de la gramática griega como pueda serlo a las de la gramática de la lengua castellana. “Mas el Dios y Padre nuestro, y nuestro Señor Jesucristo, dirija (sic) nuestro camino” (1 Ts. 3 11). Jesús dijo de una manera explí­cita: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn. 10:30). Por su parte el Espí­ritu Santo está tan estrechamente unido al Padre y al Hijo que por Su venida al corazón del creyente también el Padre y el Hijo vienen a morar allí­ (Jn. 14:17, 23). La subordinación del Hijo al Padre y la del Espí­ritu Santo al Padre y al Hijo no implican diferencia alguna de esencia entre las tres Personas. Para hacer comprender el misterio de la Trinidad, en ocasiones quizá para hacerlo aceptable al pensamiento humano, los teólogos han recurrido a diversos argumentos y a diversas comparaciones derivadas del mundo inanimado, y especialmente de la naturaleza humana. Como no hallamos ninguna argumentación de este género en la Biblia, no corresponde una discusión de este tema a un diccionario bí­blico. Sin embargo, los que deseen estudiar a fondo esta cuestión hallarán un valioso tratamiento de la misma en la obra de L. S. Chafer, “Teologí­a Sistemática”, tomo I, PP. 294-313, y en la obra de F. Lacueva, “Un Dios en tres Personas” (PP. 125-166). (Véase también TRINIDAD). (d) Los atributos de Dios. A la pregunta ¿quién es Dios? hemos tratado de dar respuesta con la Biblia en la mano: Es Dios el Padre, Dios el Hijo, y Dios el Espí­ritu Santo. Tenemos que abordar ahora la cuestión que no puede venir más que en segundo lugar: ¿Cómo es Dios? Aquí­ es que deberemos mencionar lo que se denominan los atributos de Dios, esto es, los caracteres por los que se distingue de Sus criaturas. La Biblia no da una lista de Sus atributos como tal, sino que los muestra en actividad, de una manera concreta, en la historia de la revelación. De pasada se puede constatar que se aplican indiferentemente a las tres Personas divinas. (A) Dios es eterno. Esto no significa sólo que Dios haya existido siempre, y que siempre existirá (Sal. 90:2; Jn. 1:1; He. 9:14). Quiere decir además que nuestras nociones del tiempo no le son aplicables (2 P. 3:8). Por otra parte, no debiéramos por ello llegar a la conclusión de que el tiempo sea algo irreal o carente de importancia. Nuestros tiempos están en Sus manos, y es a través del curso de los años que El manifiesta Su obra (Sal. 31:16; Hab. 3:2). Dios permanece invariable (Sal. 102:28; He. 13:8); pero la creación y la redención consumadas en el tiempo dan un resultado que cuenta para la eternidad. (B) Dios es omnisciente. (Sal. 139:2-4; Jn. 16:30; 1 Co. 2:10). En virtud de Su eternidad, conoce el porvenir lo mismo que el pasado (Sal. 139:16). No se trata aquí­ de un mero conocimiento teórico, como si Dios fuera el espectador pasivo de lo que acontece. Cuando leemos, p. ej., que Dios conoce el camino de los justos (Sal. 1:6; 1 Co. 8:3), ello implica que viene a tener conocimiento de Su criatura, y que la admite a Su comunión. Cuando se afirma que El contempla los hechos culpables de los pecadores (Is. 59:15, 16; Lm. 3:36), ello implica que intervendrá para castigarlos. (C) Dios es omnipresente. (Sal. 139:7-10; Mt. 18:20; 28:20), pero no en un sentido panteí­sta, como si no pudiera distinguirse de Su creación. Por una parte, Dios no se halla limitado a Su universo. Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerle (1 R. 8:27). Por otra parte, Sus criaturas no constituyen parte de la divinidad, sino seres distintos que Dios ha creado ante El. La omnipresencia del Creador hace que no podamos jamás hallarnos lejos de El (Hch. 17:28). Personas extraviadas han llegado a creer que a semejanza de las divinidades paganas, Dios ejercí­a Su jurisdicción sobre un territorio limitado (Jer. 23:23; Jon. 1:3). Pero la historia de Jonás muestra precisamente lo real que es la omnipresencia de Dios. (D) Dios es todopoderoso. (Mt. 19:26; 28:18; Ap. 1:8). Su omnipotencia no es sólo algo virtual, sino que es eficaz (Sal. 115:3). No debemos llegar a la conclusión de que todo lo que sucede resulta directamente de su acción. El deja a sus criaturas una responsabilidad real. No es en absoluto el autor del pecado (Hab. 1:13; Stg. 1:13), por bien que sea el hacedor del infortunio (Am. 3:6). En Su soberaní­a, controla el poder de los malvados y del mismo diablo (Jb. 1-2) y puede también sacar bien del mal (Gn. 50:20). Este hecho aparece particularmente en la cruz, que representa el crimen humano por excelencia, así­ como la obra maestra de Satanás, y que al mismo tiempo constituye el cumplimiento de la parte fundamental del plan de Dios (Hch. 2:23; 4:27, 28). (E) Dios es espí­ritu. (Jn. 4:24). Esto no le impide manifestarse bajo una forma visible o sensible (teofaní­as: Gn. 18:1, 2; Ex. 3:2; Jue. 6:11, 12; 1 R. 19:12; Is. 6:1). Pero la misma diversidad de las formas bajo las que apareció nos revela que ninguna de ellas es esencial. En el Sinaí­, los israelitas no vieron ninguna figura (Dt. 4:15). De la misma manera sucede con las expresiones antropomórficas que hallamos especialmente en las primeras páginas de la Biblia y en los libros poéticos, que deben tomarse como lo que son: figuras de lenguaje que se acomodan a nuestro vocabulario, y que nos ayudan a comprender de manera más exacta cómo es Dios. Mediante la Encarnación, Dios nos dio en Su Hijo una imagen a la vez perfecta y concreta de Sí­ mismo (Jn. 1:14, 18; Col. 1:16). (F) y (G) Dios es misericordioso y justo. (Sal. 33:4, 5; 103:6-8; 145:17; He. 2:17; 1 Jn. 2:1). Estos dos atributos son mencionados juntos en muchas ocasiones en las Escrituras, y no sin razón, ya que se complementan el uno al otro. Sin misericordia, la justicia serí­a implacable, y todos los hombres estarí­an perdidos; sin justicia, la misericordia serí­a una indulgencia culpable hacia el pecado, y el universo se hundirí­a en la anarquí­a. En Su misericordia, Dios ha tenido compasión del pecador, pero en Su justicia solamente le salva quitando de sobre él sus pecados. La importancia de estos dos atributos aparece de manera particular en el texto de Ex. 34:4, 6, donde Dios mismo los menciona, al proclamar cómo El es. Hallan su expresión suprema en la cruz. El Señor quiere comunicarlos a aquellos que son Suyos(Lc. 6:36; 1 Jn. 3:7). (H) Dios es santo. (Jn. 17:11; Hch. 4:27; Jn. 14:26). Los textos que declaran esta realidad del ser de Dios son tan numerosos que serí­a prolijo enumerarlos todos. El término “santo” significa “separado”, “puesto aparte”. Dios se distingue radicalmente de los hombres pecadores. En el AT, la santidad de Dios se hací­a patente en la distancia que mantení­a entre Sí­ y los hombres. Sólo los sacerdotes podí­an ofrecer los sacrificios. El lugar santí­simo era accesible solamente al sumo sacerdote, una vez al año (Lv. 16:2). Las ví­ctimas debí­an ser intachables (Lv. 22:20; Mal. 1:13, 14). Estaba prohibido mirar el arca, y con mayor razón tocarla (1 S. 6:19; 2 S. 6:6, 7). No se puede ver el rostro del Señor, y seguir vivo (Ex. 33:20). Esta santidad exterior debe ser ilustración de la santidad moral de Dios, Su horror hacia el pecado y Su perfección en el bien. Exige la santidad de los adoradores (Lv. 19:2). En el NT, la santidad de Dios se manifiesta por la santidad perfecta del Señor Jesucristo (Jn. 8:46; 14:30) y sobre todo por el sacrificio de la cruz (He. 9:22). En el NT hay también la consecuencia que los redimidos son santos por su pertenencia a Dios, y que deben comportarse de una manera consiguiente en su conducta por la acción del Espí­ritu Santo (1 Co. 3:17; 2 Co. 3:18; 1 P. 1:15). (I) Dios es amor. (1 Jn. 4:8; Gá. 2:20; 2 Ti. 1:7). Es este atributo que puede ser considerado tanto en Dios como en nosotros como el ví­nculo de la perfección (Col. 3:14). Este amor es el motivo último de las actividades divinas. Más allá no hay nada. Une entre sí­ a las Personas de la Trinidad (Jn. 5:20; 14:31). Explica la elección de Israel (Dt. 7:6-8) dentro de una intención misericordiosa hacia todas las naciones (Gn. 12:3). Se extiende hacia el mundo y se manifiesta por el don del Hijo unigénito y Su muerte por los inicuos (Jn. 3:16; Ro. 5:8; 1 Jn. 4:9, 10). Implica que los redimidos quedan, a su vez, llenos de amor, primero hacia Dios (Mt. 22:37) y por ello hacia sus hermanos (1 Jn. 4:11), e incluso para sus enemigos (Mt. 5:44).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[220]
Dios es el único Señor del cielo y de la tierra. Es el punto de partida de toda formación religiosa del hombre. El ha de ser la referencia primaria del catequista de todos los niveles y en todas las circunstancias. De Dios sale todo y a El regresa.

En dos ópticas diferentes, pero complementarias, se debe presentar la idea de Dios: en la natural y en la sobrenatural.

1. El Dios de la razón
El sentido lógico y la reflexión, además de la fe cristiana, nos señala la supremací­a, la unidad, el carácter misterioso de la idea de Dios. Es la verdad fundamental de todo creyente.

Su infinita grandeza impide que se pueda entender directamente su esencia, pues escapa nuestra limitada inteligencia.

1.1. Formas de conocerle
Nuestro conocimiento natural de Dios se rige por dos criterios: negativo y positivo.

El primero es previo: negamos en Dios todo lo que suponga limitación; empleamos para definirle muchos términos negativos (infinito, inmenso- intemporal, inabarcable, inmutable, etc.)

El segundo es positivo: tiene que ser totalmente poderoso, sabio, bello, fuerte, bueno, et., pero en grado supremo.

Nuestra razón nos dice que Dios tiene que existir y ser. Hasta S. Pablo nos lo dice: “Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la creación del mundo, a través de lo creado. De ahí­ que no tengan disculpa, pues conociendo a Dios, no la han tributado el honor que se merecí­a ni las gracias debidas”. (Rom. 1. 19-21)

En catequesis es decisivo afianzar el “sentido de Dios”. En todo momento hemos de decir: “Dios es Señor del cielo y de la tierra”. Esta es la expresión con la que recogemos la singular grandeza de Dios, entendiendo por ello que es la fuente de todo poder, de toda dignidad y de toda supremací­a. Es Señor de lo visible y de invisible. Es el origen de todo.

1.2. Interrogantes básicos
El mundo se halla pendiente de Dios. Pero no todos tienen ojos para ver su presencia y la cercaní­a en el mundo de las cosas, en todos los dí­as de la vida, en los diversos avatares amargos de la existencia.

Es fácil ver a Dios a en los triunfos y en los dí­as dichosos. Es fácil verle en las noches estrelladas y en los paisajes serenos. Es fácil descubrirlo en los gestos heroicos y en las personas santas.

Pero, ¿qué pasa cuando el momento de la prueba amarga llega? ¿Qué sucede en tantos corazones, incluso creyentes, cuando parece que Dios se aparta de su camino y el poder del mal les hiere con un poder incontenible?

Casi todos tenemos experiencias de gente dolorida que ha gritado su desesperación y su angustia. ¿Por qué Dios permite que muera de manera tan inesperada este ser querido, que tanto bien me hací­a, que resultaba imprescindible en mi vida? ¿Por qué existen en el mundo tantas guerras, en donde hasta los niños inocentes tienen que pagar la crueldad y la malicia de unos pocos? ¿Por qué Dios, si es bueno, permite desgracias naturales: un terremoto, una peste, el hambre y, con ello, la muerte de muchos seres que él ha creado?
A veces nos desconciertan las palabras y las conclusiones de muchas personas inteligentes, cientí­ficas, profundas, de resonancia social e histórica, que vacilan sobre la existencia de Dios o que llegan a negarla plenamente.

Muchos pensadores, cientí­ficos, sociólogos, polí­ticos, fí­sicos, médicos, biólogos… dudan de que Dios sea algo o alguien que tiene que ver con ellos o con las ciencias que cultivan.

Nietzsche escribió en 1882, en su libro “La Gaya ciencia”, estas palabras que pueden servir para reflejar el movimiento de “la muerte de Dios” y hasta para combatir tan desaforada actitud: “¿No habéis oí­do hablar de aquel hombre loco que, con una linterna encendida en la claridad del mediodí­a, iba corriendo por la plaza y gritaba: “Busco a Dios”. ¿Por qué arrancó una carcajada en los que estaban allí­ reunidos y no creí­an en Dios? “¿Es que se ha perdido?”, decí­a uno. “¿Se ha extraviado como un niño?”, añadí­a otro. Y otro comentaba: “¿Es que se ha escondido o nos tiene miedo?”
El hombre loco saltó en medio de todos y taladrándolos con su mirada, les dijo: “¿Que a dónde se ha ido? Os lo voy a decir. Lo hemos matado nosotros: vosotros y yo. Todos somos sus asesinos.¿Cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? … ¿Hacia dónde avanzamos ahora? ¿Hacia atrás, hacia adelante, a un lado, a otro? ¿No hace más frí­o que nunca?”

Detrás de estos interrogantes se halla el vací­o de quien ha perdido a Dios y no sabe explicar la vida y el mundo.

2. La idea de Dios
La esencia de Dios es suficiente para explicarse a sí­ misma. Dios es Dios por sí­ mismo (a se, aseidad). No se ha hecho a sí­ mismo; pero su ser se explica por sí­ mismo, por su sublime grandeza.

Es la Totalidad, la Santidad, la Perfección, la Causa suprema de todo lo que existe y puede existir.

2.1. Necesidad de Dios
Los hombres siempre han buscado a Dios en sus preocupaciones. Algo les dice en su interior que el mundo no puede ser fruto del azar o ciego resultado de fuerzas o seres cósmicos.

Es demasiado bello y admirable el Universo, para no admitir una causa sublime en la explicación de su existencia, un Ser Supremo, Inteligente, Bello y Bueno, que lo ha creado.

Lo que pasa es que, siendo el hombre inteligente y libre para pensar, sus pensamientos y sus sentimientos han discrepado al explicar esa realidad divina.

2.2. Actitudes ante Dios
Se multiplican sin cesar, precisamente por tratarse de una idea infinita e inabarcable para la mente humana.

– Unos hombres miran a Dios como lejano y supremo, distante e inalcanzable.

* El “Dios lejano” de Aristóteles, el que reside en la cumbre de los seres, en el Olimpo, sin bajar a tratar con los hombres, es una forma insuficiente de explicar su realidad.

* El “Dios cósmico” y celestial de Newton, el gran Arquitecto del Universo, que “ha escrito el libro de la naturaleza con caracteres matemáticos”, es otra manera frí­a de pensar en la divinidad.

* El “Dios Etico” y Providente, Señor y ordenador, como le entendí­a el romano Séneca o el racionalista Espinoza, es frecuente en muchos pensadores.

* El “Dios Intimo”, que reside en el fondo del alma, como le agradaba pensar a San Agustí­n o como también preferí­a definirle Antonio Rosmini no siempre resulta asequible para todos.

Las ideas sobre Dios se diversifican entre los hombres. Cada uno tiende a fabricarse su propio modo de entenderle, sobre todo si se refugia en su mente y no asume o se adhiere a la palabra revelada por Dios mismo.

Cada uno se hace su propio Dios:
– el “Dios sociológico” de los que prefieren mirarle en los hombres, sobre todo necesitados;
– el “Dios mí­tico”, “mágico” o “cúltico”, que se refleja en los hombres más primitivos con sus ritos sagrados y animistas y con sus sacrificios;
– el “Dios utópico y afectivo. Es el que sostienen todos los deí­stas y naturalistas, como Juan Locke o Rousseau; – el “Dios romántico”, que se refleja en la belleza y grandeza de la naturaleza, como pensaba Schelling; – el “Dios dinámico” de Hegel, generado por la Idea que bulle en la mente del que piensa.

Estos y muchos más son los retratos de Dios que se han ido describiendo a lo largo de la Historia humana. Todos ellos nos hacen interrogarnos sobre cuál podrá ser el que más nos atraiga a cada uno de nosotros.

3. Atributos divinos

Como no podemos entender con nuestra mente limitada el modo de ser de Dios, que es infinito, tenemos que acudir a las criaturas. Al contemplar las grandezas del universo, de los hombres o de la vida, sospechamos que en Dios tienen que existir en grado supremo las perfecciones que vemos en este mundo.

Por eso le adornamos de perfecciones en grado sumo. Se prestan para una excelente catequesis, sobre todo de personas jóvenes que sinceramente se preguntan cómo es Dios.

Llamamos atributos a esas cualidades que vemos en este mundo y consideramos en grado infinito poseí­das por Dios.

3.1. Atributos esenciales

Hay unos que dependen de su mismo ser supremo, de su esencia (atributos entitativos):

– La unicidad que rechaza todo pluralismo en la idea de Dios. Sólo uno y único.

– La eternidad, que elimina toda idea de tiempo, de origen o de final.

– la inmensidad, que le pone por encima de todo concepto fí­sico de lugar o de extensión.

– La simplicidad, que excluye toda mezcla o composición en él.

– La inmutabilidad y eterna estabilidad, que se opone a todo cambio en su ser.

– La distinción absoluta del mundo y de toda criatura.

3.2. Atributos operativos

Otras cualidades o atributos dependen de su obrar, de lo que Dios hace. Son las más fáciles de presentar en la catequesis, pues son asequibles para comprender a Dios como ser perfecto, bello, santo, grande, sublime.

Unos atributos llevan la idea de su obrar interior, “inmanente”. Es el obrarl que queda en su ser y no sale fuera de El.

– Dios es Inteligencia y se conoce perfectamente y conoce todo.

– Dios es Voluntad, es Amor libre, y se ama a sí­ mismo y ama a los seres que El ha hecho.

Los que dependen de su inteligencia o conocimiento son los de Sabidurí­a infinita, su Presciencia, su Omnisciencia total y absoluta.

Los que expresan su Voluntad divina son su Bondad, su Misericordia, su Generosidad, su Justicia siempre inmensas. Todo lo quiere y lo predestina (predestinación), aunque sabemos que se adapta a la libertad del hombre, precisamente por ser su voluntad misteriosa.

Y los que expresan su Actividad poderosa, cuyos efectos vemos nosotros en alguna forma, los que indican acciones que salen de Dios, son su Omnipotencia plena, su autoridad suprema, su Fuerza infinita. Con esa energí­a eterna, Dios aparece como Creador de todo, como Conservador de todo, como Omnipresente, como Providente o cuidador amoroso de todo, sobre todo del hombre, que es su criatura singular.

En catequesis conviene resaltar sobre todo aquellos atributos o cualidades que nos dicen lo que Dios hace con nosotros. Es Creador, Providente, Misericordioso, Amoroso, Omnipresente, Bueno, Justo… Son rasgos que le definen como Señor del Universo, pero Señor divino que está presente en nuestras vidas y actúa como tal.

4. La búsqueda de Dios

Dios se manifiesta al que piensa sobre todo en las perfecciones de las criaturas. Es el Ser único, que no puede igualar la gloria de su ser infinito con ningún otro ser divino, pero que la comparte con los hombres a quienes ha puesto inteligencia y libertad.

4.1. Necesidad de buscar
Todos los dioses a los que han adorado los hombres y los pueblos han sido engaños y meras apariencias. Ni hay ni puede haber otro dios que no sea el Supremo Señor del Universo.

Sus cualidades y su grandeza son tales, que nos preguntamos con razón si nuestra mente limitada y sencilla puede buscar y puede encontrar a ese Dios.

Cuando hablamos de Dios y pensamos en El, tenemos que saber que está cerca de nosotros. Pero no podemos descubrir su esencia, pues supera nuestra capacidad de comprensión.

Mas podemos intuir su existencia y su presencia en sus acciones con nosotros: creación, revelación, Providencia, etc.

De lo contrario quedarí­amos desconcertados, pues sólo la existencia de un Creador explica la existencia del universo, de sus leyes magní­ficas, de sus procesos espectaculares.

4.2. Variedad de caminos Los modos de dar esa explicación varí­an según las maneras de pensar y de sentir.

Pero todas confluyen en la idea de un Dios activo, vivo y permanentemente relacionado con los hombres. Ese sentimiento queda reflejado en las palabras del Apóstol Pablo en Atenas:

“Atenienses: mientras paseaba por vuestra ciudad contemplando vuestros monumentos sagrados, he encontrado un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. A ese Dios que adoráis sin conocerlo es al que yo vengo a anunciar. Ese es el Dios que ha creado el Universo y todo lo que existe.

Es el Señor del cielo y de la tierra, que no habita templos construidos por los hombres… El no está lejos de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech. 17. 22-28).

Ese Dios que percibimos a través de la naturaleza es el que descubren los seres inteligentes y se niegan a admitir los necios e ignorantes. Es un Dios misterioso, poderoso, activo, real.

Además, la razón nos dice que tiene que ser uno y toda idea de multiplicidad en su esencia es inaceptable.

El politeí­smo va contra toda lógica. Esa unidad divina es idea compartida por las grandes religiones monoteí­stas de la Historia, hoy extendidas por toda la tierra. Fue el descubrimiento de los mejores pensadores, que superaron tradiciones, mitos, leyendas, mitos, etc y llegaron a sospechar que sólo podí­a existir un Ser supremo único.

Las fantasí­as populares pueden diversificar y multiplicar las divinidades y los modos de ofrecerles cultos. Pero la razón humana termina concluyendo que una cosas son las creencias y otra cosa es la realidad.

5. Existencia de Dios
En la catequesis es importante saber plantear con claridad la necesidad de persuadirse con razones sólidas de que Dios existe y actúa en la vida de los hombres.

Blas Pascal, en sus “Pensamientos” decí­a: “No hay más que tres clases de personas: las que, habiendo encontrado a Dios, le sirven; las que, no habiéndolo encontrado, le buscan; y las que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Desgraciados andan estos últimos”.

Ha sido tradicional en la catequesis de jóvenes y adultos el dar cierta importancia a los argumentos sólidos y serios en esa dirección.

5.1. Pruebas insuficientes
Pero muchas veces las pruebas han resultado frágiles y poco persuasivas.

Unas veces se ha debido a que las razones externas al mismo postulado de la existencia divina no son contundentes y basadas en hecho observables.

En ocasiones se ha debido a la poca profundidad en los argumentos y al predominio de la subjetividad. Conviene en Catequesis, sobre todo con jóvenes, buscar siempre, en este y en todos los temas, una solidez y objetividad suficientes para que se supere la ambigüedad.

Ambas cosas se detectan en las actitudes fideí­stas y en las tradicionalistas.

5.2. Fideí­smo
Así­ acontece cuando se usan argumentos basados en la autoridad misma de Dios: demostrar que Dios existe por que El mismo lo ha dicho. Esta actitud es más de fe que de lógica. Se suele denominar “fideí­smo” al tal estilo.

5.2.1. Su argumentación.

Es la siguiente, expuesta de forma concisa y limitada: – La razón es incapaz de demostrar por sí­ misma la existencia de Dios.

– Demostrar es apoyarse en algo anterior. Pero nada puede haber anterior a Dios, ni cronológica ni entitativamente.

– Dios es anterior a todo y a todos en el tiempo y en la naturaleza.

– En consecuencia, no podemos argumentar a partir de nada previo a nuestra idea de Dios para llegar a comprender su existencia.

5.2.2. Defensores

Entre los representantes de esta actitud se dieron en la Historia dos estilos.

* Unos son fideí­stas rigurosos: sólo la fe nos pueda dar idea de Dios. Luis de Bonald (1754-1840) y Felicidad de Lamennais (1782-1854) son los representantes de estas posturas. Piensan que no podemos demostrar la existencia de Dios por sola lógica. Sólo por la fe se puede llegar a tener idea de El.
* Otros son moderados: por ejemplo, A. Bonetty (+ 1789). Admiten que Dios reveló su existencia al principio de la vida humana y tal noticia se ha mantenido por tradición entre los hombres hasta hoy. Se los llama también tradicionalistas.

5.2.3. Crí­tica
Tanto los unos como los otros olvidan el modo de ser de la mente humana que llega desde los efectos a sus causas; puede, pues, la razón observar las cosas que son efectos procedentes de algo, y concluir que tiene que haber una causa última que sea origen de todas ellas.

El Fideí­smo es gratuito en sus afirmaciones. Va contra la experiencia misma. El Tradicionalismo agota la confianza en la transmisión de la Historia y supone gratuitamente razones poco persuasivas.

5.3. El Ontologismo.

Intenta demostrar la existencia de Dios por la relación directa que el hombre mantiene con El.

La mente tiene conocimiento evidente de Dios por cierto contacto experimenta], inmediato, de ser a ser, es decir “ontológico” (ontologismo).

En consecuencia, la demostración no es tal; se trata de una supuesta evidencia a partir de su experiencia.

5.3.1. Argumentos
Los argumentos que emplea son los siguientes:

– Tenemos conocimiento de Dios. Dios es algo infinito y nuestra mente es finita.

– No puede ésta llegar a lo infinito por sus propias fuerzas.

– Necesitamos en cierta manera intuir a Dios para conocer que existe.

Por otra parte, lo primero en el orden del ser tiene que ser lo primero en el orden del conocer. En cierto sentido, pues, vemos a Dios; estamos en contacto con El. No nos damos cuenta porque nos hemos aclimatado a Dios; como no nos damos cuenta de que estamos en el aire pues nos hemos acostumbrado a él.

5.3.2. Representantes
Los representantes de este “goloso” sistema son diversos:
– Nicolás de Malebranche (1638-1715), defiende que las ideas no nos vienen de las cosas sino de Dios. Si lo infinito no puede venir más que de Dios, la idea de Dios nos llega sólo de El.

– Vicente Gioberti (1801-1852) afirma que el Ser Primero es la idea más básica que el hombre posee. Tenemos intuición natural del ser.

– Antonio Rosmini (1797-1855) cree que el “sentimiento” del ser general e indeterminado que la mente adquiere no es otra cosa que la intuición misma de Dios. En su “Nuevo ensayo sobre el origen de las ideas” reclama la primací­a de la intuición afectiva en los referente a la realidad divina.

5.3.3. Crí­tica

Es sistema “goloso” porque no deja de ser ciertamente atractiva la sospecha de que nos hallamos en contacto con Dios mismo.

Por tanto se supone el descubrimiento misterioso y directo del mismo Ser Supremo por experiencia directa, aunque no tengamos conciencia de esa realidad, de ese “contacto” con Dios.

Si en el terreno de la mí­stica y de la vida espiritual es legí­timamente defendible, en pedagogí­a apenas tiene base racional y no es aceptable. A Dios llegamos a través de las criaturas, no de manera inmediata.

5.4. Demostración suficiente
Si los dos sistemas anteriores no parecen convincentes para admitir reflexivamente la existencia de Dios, hemos de acoger otros más satisfactorios. Por eso han sido tradicionales los de S. Anselmo y los de Santo Tomás.

5. 5. El argumento ontológico.

Lo formuló San Anselmo en su libro “Monologium”, comentando el texto de la Escritura: “Dijo el necio en su corazón: no hay Dios”. (Salmo 13. 1 y 52. 1).

En el intento de perfilar un razonamiento contundente y evidente sobre la existencia divina, llegó a considerar que, por intuición, podemos captar que tiene que existir. Se le llama ontológico, por suponer una intuición esencial (ontológica) de Dios: alude a cierta postura más intuitiva que lógicodeductiva.

5.5.1. Formulación Podemos condensar el argumento de San Anselmo con palabras resumidas: – “Existe aquello mayor que lo cual nada se puede pensar.

– Dios es aquello mayor que lo cual nada se puede pensar.

– Luego, Dios tiene que existir necesariamente.” El fondo del argumento ontológico es la concepción de Dios como algo más que una idea. Dios no es mero concepto. Dios, ante todo, es Alguien. Y al pensar en Dios no se piensa en algo, sino en Alguien. No se trata de una demostración, sino de una intuición luminosa que termina con todas las dudas sobre Dios.

San Anselmo vivió preocupado por descubrir una forma evidente de convencer a todo el que niega la existencia divina. Sabe que está equivocado y se contradice. El que dice: “Dios no existe”, incurre en contradicción. Si tiene la idea de Dios, es porque Dios existe.

5.5.2. Avatares históricos
El argumento anselmiano ha sido muy criticado en la historia de la Filosofí­a. Los contradictores surgieron ya en el tiempo mismo de San Anselmo. El monje Gaunilón le respondí­a con el mito de las Islas Afortunadas:

“Existe aquellas Islas mayor que las cuales, no se puede pensar en otras.

Las Islas Afortunadas son las mejores que puedo pensar. Luego existen.”
San Anselmo le respondió en un malhumorado escrito que el argumento empleado por él sólo vale para Dios. Las Islas Afortunadas son seres como las otras criaturas: si se puede pensar en algo superior a ellas.

Dios es ser singular, mayor que el cuál nada puede ser pensado. – Santo Tomás lo rechazarí­a un siglo después, por ser un salto ilegí­timo de lo racional a lo real, de lo que se piensa a lo que existe. – Kant, Locke, Hume… y otros también lo rechazaron como argumento suficiente para el objetivo que se pretende.

Pero otros pensadores lo aceptaron y alabaron como forma intuitiva de llegar a la evidencia de la existencia divina.

– Descartes, como consecuencia de su teorí­a de las ideas claras y distintas, considera la idea de Dios como la más clara y la más discernible, aunque no racionalmente demostrable. Tiene que responder a una realidad, no a una simple idea, pero no es tema de Filosofí­a sino de Fe.

– Leibniz añadí­a: “Si el Ser Necesario es posible, tiene que existir. Es posible, pues algo por encima de la razón nos dice que lo es. Luego el Ser Supremo existe”.

– Malebranche, Hegel, Brentano y otros muchos manifestaron su simpatí­a por la argumentación anselmiana.

5.6. Pruebas o ví­as tomistas

Podemos llamarlas también argumentos cosmológicos, por colocar el punto de referencia en el Universo. Son muestra clara de confianza en el poder razonador de la mente y, por tanto, en la posibilidad de demostrar la existencia divina arrancando de las criaturas.

La experiencia í­ntima del hombre le dice que todo lo que ha sido hecho se debe a alguien que es su autor. La mente humana tiene inclinación natural a buscar las causas arrancando de los efectos producidos por ellas.

Y estas ví­as, o formas de reflexionar, siguen un razonamiento que va del efecto a la causa, de lo que captamos en el mundo a la necesidad de buscar un causa que lo explique.

5.6.1. La estructura
Cada prueba se perfila como un razonamiento silogí­stico: a) Algún hecho del Universo. Algo experimental en el hombre, que se ve, que se palpa. (Es la “premisa mayor” del silogismo.

b) Un principio Universal y básico. Lo contingente necesita explicación, y esta explicación no se puede extender sin fin. (Es “premisa menor” del silogismo) c) La conclusión es espontánea y natural: la existencia de Dios.

Podemos, según este esquema, recordar las cinco ví­as o pruebas.

5.6.2.

1º: El movimiento
a) Los seres se mueven. Pasan de la potencia al acto. Esto lo estamos palpando constantemente: hay movimiento locativo, lo hay cualitativo, lo hay cuantitativo, lo hay entitativo. Se mueven los astros, se mueven las cosas, se mueven los hombres. Hay movimiento.

b) Todo lo movido debe su movimiento a algo o alguien que lo mueve: si éste no tiene en sí­ la razón de moverse, es movido por otro, y éste lo es por otro, y así­ sucesivamente. No se puede proceder en infinito.

c) Luego, tiene que existir un PRIMER MOTOR que no es movido por nadie y que a su vez mueve a los demás. Ese motor es Dios, el Motor Supremo.

5.6.3.

2º: Las causas eficientes.

a) En el Universo se da orden de causas eficientes: unos seres son causa de otros.

b) Toda causa, a su vez, es causada, pues no es causa de sí­, depende en su ser de otra. No se puede proceder según una serie infinita de causas, porque si no hay una causa primera, no habrá causa segunda ni tampoco la que vemos actuar.

c) Tiene que existir la PRIMERA CAUSA, no causada por nadie que, a su vez, causa a las demás. Es Dios, Causa Suprema, última, de todo.

5.6.4. 3º: Contingencia de los seres

a) Existen seres contingentes. Todos los seres que conocemos son contingentes, porque lo mismo que existen podí­an no existir. No tienen en sí­ mismos la razón de su existencia.

b) Todo lo que no tiene en sí­ la razón de su existir debe tenerla en otro. No se puede admitir una sucesión infinita de seres contingentes.

c) Tiene, pues que existir un SER NECESARIO, es decir, un ser que tenga en sí­ mismo la razón de su existencia. Ese es Dios.

5.6.5.

4º: Limitación de perfecciones.

a) En los seres encontramos diversos grados de perfección. Unos son más perfectos. Otros lo son menos. Unos tienen más inteligencia, más belleza, más bondad… que otros.

b) Los grados de perfección no se entienden sino por referencia a una perfección absoluta, es decir, a la Inteligencia, a la Belleza a la Bondad… absolutas, de las cuales participan las perfecciones limitadas. Esas perfecciones absolutas se identifican y se incluyen en un Ser Supremo.

c) Luego, ha de existir ese SER SUPREMO, que es Perfección Absoluta y explica todas las demás perfecciones del universo.

5.6.6.

5º: Orden del cosmos.

a) Hay orden en la naturaleza no inteligente. La realidad de las cosas naturales, y especialmente los vivientes, ofrece un conjunto ordenado de seres que se mueven para conseguir su fin.

b) Ese orden, previsión y finalidad en el proceso y evolución de los seres no inteligentes supone un ser Ordenador.

c) Ese ORDENADOR supremo es Dios y es el que origina todo orden cósmico.

5.6.7. Valoración
Estas pruebas son útiles en la catequesis, sobre todo cuando se trata de intelectuales o de personas con cultura. Pero deben ser tomadas con prudente precaución.

Dan argumentos a la mente. Pero la fe en el Dios Padre de Jesús y nuestro es más una gracia que una conclusión filosófica.

En este tema, como en lo demás que reclaman la fe, el catequista debe ser claro en los planteamientos. Pero debe ser consciente de que sirven más para preparar la mente que para persuadirla. La lógica es buena, pero no es suficiente cuando de cosas de Dios se trata.

6. El Dios de la Revelación
Dios se presenta ante la conciencia del hombre como misterio. No ha bastado la razón y casi todos los pueblos han buscado en creencias, mitologí­as y tradiciones el sentido y alcance del Hacedor del mundo.

Eso significa que sólo con una fe sincera se puede llegar a descubrir a Dios. La Revelación sobre el Señor del cielo y de la tierra nos permite superar cualquier concepto meramente humano de la divinidad, aunque los intentos han sido muchos.

Todas las religiones no son otra cosa que intentos de explicar la realidad divina y la respuesta de la necesidad humana a relacionarse con ella, a tenerla propicia y a merecer su protección y benevolencia.

A nosotros no interesa la revelación cristiana, aunque no debemos olvidar el eco divino que hay en las demás religiones, sobre todo en la monoteí­sta.

6.1. El Dios de Israel Los cristianos damos importancia a la razón y a la reflexión, como caminos firmes para conocer a Dios. Tenemos la convicción de que mejor forma de conocerle es todaví­a descubrir, profundizar y asumir lo que El mismo ha comunicado.

Por eso hablamos de la Revelación divina como del lenguaje y del cauce que nos lleva a conocer a Dios y como del mejor don para profundizar su vida y su misterio.

Tenemos primero la Revelación del Antiguo Testamento, con toda la historia de la comunicación que Dios quiso mantener con su Pueblo elegido. Preparado por el mismo Dios para encarnarse en medio de los hombres, Israel fue el Pueblo al que se manifestó, desde Abrahán, el verdadero Dios. Pero también y sobre todo tenemos la Revelación de Jesús, a la cual llamamos Nueva Alianza.

6.2. Dios del Antiguo Testamento

Cuando Dios se revela en el Antiguo Testamento, es interesante comprobar que lo hace con nombres misteriosos, pero expresivos de su acción en este mundo.

Va manifestando su ser y su nombre a lo largo de una Historia hermosa, que llamamos “Historia de la Salvación”. Durante siglos, va preparando al Pueblo de Israel y se va comunicando como Protector y como Dueño, como Legislador y como Creador, sobre todo como Exclusivo Rey, Padre y Señor del Universo.

Lo va haciendo cada vez con más claridad a través de los acontecimientos de ese Pueblo: de sus manifestaciones a los Patriarcas, de las comunicaciones a los Profetas, de las inspiraciones a los Escritores que van dejando mensajes grabados en los Libros considerados como Santos.

Dios se manifiesta sobre todo en los libros de la Ley, que hoy llamamos Pentateuco. Y se va definiendo más aún a través de los mensajes de los Profetas.

6.3. Los nombres divinos Es interesante comprobar como los Israelitas daban especial importancia al nombre sagrado de Dios, pues en el secreto y en el misterio de ese nombre encerraban todo el significado y la realidad del mismo ser divino en el que creí­an.

Se suelen atribuir a Dios diversos nombres en los escritos del Antiguo Testamento y en la tradición israelita.

– El nombre de “Yaweh”, que significa “El que es”, resulta el más usual y el más sagrado. Es el que se mantiene siempre como nombre reservado y misterioso que los israelitas no podí­an pronunciar sino con sagrado respeto.

“Moisés dijo a Dios: “Mira, si yo voy a los israelitas y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros, ellos me van a preguntar: ¿Y cómo se llama? ¿ Qué debo responderles yo?
Dijo entonces Dios a Moisés: Les dirás sólo: Su nombre es “Yo soy”. Y añadirás: El “Yo soy” me enví­a a vosotros. Es el Dios de vuestros padres: de Abrahán, de Isaac y de Jacob.” Este será mi nombre para siempre. Lo repetiréis de generación en generación” (Ex. 2. 13-16).

– Otros nombres se multiplican en las páginas de la Escritura Sagrada.

– El (el Fuerte),
– Elhoim (el Supremo),
– Adonaí­ (el Soberano), también resultan familiares, probablemente comunes con el nombre y concepto de la divinidad en diversos grupos y cultos cananeos.

– Y también Shadai (el Poderoso),

– Elyon (el Dueño)

– y Qadosh (el Santo).

También se presenta a Dios por sus obras o acciones: – El justo “Juez”, – el fuerte “Dominador”, – el siempre “Victorioso,” – el realmente “Existente”…

– el Protector, el Defensor, – el Castigador, el Misterioso.

Por si fueran pocos los nombres directos, también los metafóricos se diversifican enormemente en la Biblia. Se le llama Roca, Nube, Aire, Brazo poderoso, Mano extendida, Señor y dueño, Padre de familia, Montaña santa, etc. Son metáforas o figuras concretas que esconden la dificultad para reflejar ideas abstractas.

Y en ocasiones se le presenta como Espí­ritu invisible y se le compara con:

– “luz inaccesible” (Salmo 35.10),

– “verdad inmutable” (Jer. 10.10),

– “inteligencia clara” (Salmo 123.2),

– “santidad infinita” (Is. 6.3),

– “bondad inagotable” (Job 36.15) etc.

6.4. Clarificación progresiva

Los Profetas van purificando el nombre y el culto de Dios, a medida que van pasando los siglos. Hay un fondo común que permanece y es el de la supremací­a divina. Pero, desde los tiempos antiguos, se va dando un cambio.

Al principio los Profetas tienen que luchar contra las supersticiones: el dominio que ejercen “los altos”, los árboles sagrados, los montes y los altares. Luego surge la unidad que impone el Templo de Israel: entonces la atención versa sobre la necesidad de unificar el Templo en el lugar elegido por Dios, la ciudad de Jerusalén.

– Es interesante la lucha de Elí­as contra el dios fenicio que tanto tentaba a los Israelitas, Baal, en el siglo IX y contra Astarté, Moloc, y otros en el VIII.

– Es impresionante el sentido de liberación que poco después ofrece el Profeta Amós (3.2; 4. 4-5; 5. 12-24; 6. 1-7; 8. 4-7) y el grito que va lanzando a sus oyentes sobre la necesidad de volver el corazón al Señor y de ser justos con los hombres, como es la voluntad divina.

– Es luminosa la palabra que irá diciendo también el incómodo Jeremí­as, cuando anuncie las exigencias de Dios para obtener el perdón (7. 5-7 y 21-24) o cuando condene la idolatrí­a y la infidelidad del Pueblo (8. 4-17; 23. 16-17).

– Y será ya la figura de un Dios compasivo y protector la que aparezca en los Profetas de la Cautividad (Ezequiel y también Ageo o Zacarí­as) y en los libros redactados después de la reorganización del Templo (los de Daniel, los Sapienciales, otros muchos.)
Cuando Jesús llegue en el siglo I, el Pueblo de Israel ha recorrido un largo camino de construcción y de purificación. Su idea de Dios, al menos en los cí­rculos selectos del Pueblo, es sumamente limpia, enormemente pura, claramente comprometedora.

La mejor forma de acercar la mente hacia la idea del Dios de la Revelación es precisamente seguir ese itinerario bí­blico que va presentando la acción divina en la historia y en la vida de los hombres. Es importante enseñar al niño y al joven a buscar esos textos bí­blicos que reflejan la figura que los israelitas tení­an de Dios. Es la mejor forma de prepararlos para entender el concepto del Padre que Jesús reveló en su anuncio de salvación.

Ejercicio interesante, por ejemplo, será el mirar el concepto de Dios que aparece en textos tan diversos como éstos:
. Salmo 8. 18, 103 y 148. 1-10.

. Isaí­as 6. 2-22; 44. 24-28; 45. 9-13.

. Ez. 14. 2-11 y 43 1-27.

7. El Dios de Jesús

La plenitud de la revelación sobre Dios llega con la presentación que Jesús hace de Dios, su Padre misterioso y del Padre de todos los demás seres humanos. Jesús multiplica las alusiones a su Padre eterno.

7.1. Dios como Padre

Sus palabras, como las recogen los evangelistas, sobre todo Juan, son claras y numerosas: “El Padre y yo somos una misma cosa (Jn. 10.30). “El Padre me ha enviado” (Jn. 12.28), “Nadie puede venir a Mí­ si el Padre no se lo concede” (Jn. 6. 65), “Yo hago las obras de mi Padre” (Jn. 10. 36, “Al que me sirva, mi Padre le honrará (Jn. 12. 26)
Numerosas veces alude Jesús a Dios su Padre (En Mt. 21, en Mc. 3 en Lc. 11, en Jn. hasta 116). En los evangelistas reflejan claramente esa dependencia filial. Es la idea más clara que en ellos queda grabada y reflejada en los textos evangélicos, idea que se complementa con otras 75 veces en los demás escritos del Nuevo Testamento.

No es fácil descifrar el misterio que se esconde bajo esa referencia a Dios Padre y, sobre todo, al hecho de que Jesús nunca alude a Yaweh, al Señor del Templo en la mentalidad de los Judí­os de su tiempo.
Es el fundamento de su original revelación de Dios y la puerta que abre la nueva visión evangélica de Dios.

7.2 Padre de todos

La referencia a la paternidad universal de Dios es el complemento de esa otra paternidad suprema divina.

Hasta 19 veces se le considera a Dios Padre de los hombres: en Mt., 2; en Mc., 5; en Lc. 2; en Jn. 22; en las epí­stolas de Pablo 6..

Queda clara la visión de un Dios Padre de todos los hombres y cómo es la referencia preferida por Jesús: “Vuestro Padre del cielo” (Mt. 5.16); “Decid: Padre nuestro que estás en los cielos” (Mt. 6.9), “Sed misericordiosos como vuestro Padre” (Lc. 6.36), “Tu Padre ve el secreto de tu corazón (Mt. 6.18). “Sed perfectos como vuestro Padre celestial” (Mt 4.48), etc.

A veces la diferencia de la Paternidad divina en relación a Jesús y a los discí­pulos queda explicitada: “Subo a Mi Padre y a vuestro Padre” (Jn. 20.17)
Esta dimensión divina: Padre de Jesús, padre de todos los hombres, de modo especial de los discí­pulos, debe ser resaltada en la catequesis a todas las edades y en todas las circunstancias. Es lo esencial del mensaje cristiano. No basta la idea de un Dios salvador y misericordioso. la filiación divina que nos otorga el bautismo es esencial al mensaje cristiano.

7.3. Padre cercano

Dios no es un ser remoto e inaccesible al estilo de los dioses paganos y antiguos. Es también y sobre todo Padre del cielo. Ello significa que los hombres adoramos como a supremo Hacedor de las cosas, pero sobre todo le amamos como a Padre amoroso que nos ha hecho de forma singular. Ante El no somos meras criaturas entre las maravillas del cosmos. Somos frutos singulares de su amor.
Dios se presenta ante nuestra inteligencia y ante nuestra voluntad como objeto supremo e insustituible de conocimiento admirable y de Amor insuperable.

7.4. Referencia de vida

Dios es la santidad por esencia. Todo en El es infinito y perfecto. Eso significa que es misterio de santidad. Por eso todo lo que existe es reflejo de su absoluta perfección tanto en el orden de las cosas materiales como en el orden espiritual.

La Santidad de Dios no es una simple cualidad de su esencia divina. Constituye su misma naturaleza. Dios es la perfección absoluta. Entender a Dios de esta forma y tratar de asemejarse a El es la razón de ser del que cree en Dios

7.5. Dios amoroso y providente

Dios se nos presenta como Creador de un mundo en el que se mantiene presente sin cesar. Crea el mundo y cuida de su conservación, concurriendo en todas sus circunstancias.

La Providencia divina es el cuidado amoroso que Dios tiene de todas sus criaturas. De manera particular Dios tiene cuidado especial de las criaturas inteligentes y libres, como son los hombres. Dios conoce sus designios y su destino. Incluso podemos decir con claridad que es El quien lo decide

Se llama predestinación al misterio encerrado en el conocimiento previo de Dios de lo que va a ser de cada hobre. Este conocimiento no es incompatible con la realidad indiscutible de la libertad humana que hace posible que cada uno sea protagonistas de su vida, de sus opciones y de su destino humano y eterno.

Los hombres solemos tener, cuando poseemos conciencia sana, cierto sentido de la “presencia de Dios” en nuestras vidas. Nuestra imaginación tiende a situarle en lo alto de los cielos, nuestra afectividad en el centro de nuestro corazón y la solidaridad humana no impulsa a contemplarle entre los hombres con quienes vivimos, sobre todo si son necesitados.

Esto significa hablar de un Dios vivo. Equivale a pensar en Dios como alguien personal y tan real y tan cercano que es el único que da sentido a la vida humana y a todo lo que existe sobre la tierra.

Los cristianos sabemos que Dios está en todas partes. Pero nos hemos acostumbrado a hablar de él de manera clara para que todos los hombres aprendan también a encontrarle.
– Dios está en lo alto del cielo, es decir se halla como Creador en el universo. Y nos gusta mirar hacia arriba al pensar en Dios.
– Pero sabemos que está dentro de nosotros, sobre todo cuando nos damos cuenta de que somos portadores de su gracia, de su Espí­ritu Santo.
– Y también hemos aprendido de Jesús a ver a Dios en nuestro prójimo, sobre todo en quien tiene necesidad material y espiritual. Los pobres son sacramento, es decir signo sensible de Dios.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Las preguntas del hombre sobre Dios

El hombre se ha sentido siempre imantado por el tema de “Dios”. En realidad, al preguntarse sobre Dios, se pregunta sobre el origen y la finalidad de sí­ mismo, de las cosas, de la historia humana. Si no es a la luz de la existencia de Dios, ninguna respuesta es suficiente para acallar sus preocupaciones fundamentales. Se pregunta sobre la existencia, la naturaleza y la trascendencia del “Absoluto”, a quien llamamos Dios.

El “misterio” del hombre sólo encuentra solución cuando se comienza a abrir al “misterio” de Dios. El devenir del mundo y el sentido de la historia que pasa, reclaman un Dios personal y trascendente. La vida viene de Dios, que ha creado las cosas por amor a cada ser humano. La pregunta sobre Dios, que ha brotado siempre del corazón humano, es señal del valor trascendente del mismo hombre, cuya vida, sin Dios, serí­a un absurdo. Es Dios quien ha dejado sus huellas en la creación y en el fondo de la conciencia.

Para resolver sus problemas fundamentales (sobre su existencia y sobre el más allá), el hombre busca una autonomí­a propia digna de su libertad. De la serie de preguntas que se hace sobre sí­ mismo y sobre el cosmos, emerge siempre la realidad de Dios, aunque no siempre se formule con el concepto o idea de Dios. En su propia interioridad inquieta, el hombre encuentra el deseo de saber sobre Dios.

El hombre se pregunta sobre Dios a partir de la creación contingente o pasajera (dimensión cosmológica-ontológica) y también a partir de su inquietud interior (dimensión antropológica-histórica). Las conquistas cientí­ficas son, de suyo, un nuevo planteamiento sobre el Creador, salvo que el hombre quede ofuscado momentáneamente por su autosuficiencia. Toda conquista cientí­fica deja entender un “más allá” del tiempo y del espacio, o una unidad inquebrantable que da sentido a todo y a la que tiende todo.

El “nombre” de Dios y su trascendencia

El “nombre” de Dios varí­a en cuanto a las expresiones del lenguaje y según las diversas culturas. Pero si por “nombre” se entiende su realidad í­ntima y divina, esa realidad no tiene nombre humano, porque es siempre “el Dios escondido” o trascendente (Is 45,15). Cuando Dios se ha manifestado, ha dejado entender su trascendencia quien dirige la historia de su pueblo, el “Señor” absoluto (“Adonai”), el “Dios vivo” (Rom 9,26; Mt 22,32; cfr Ex 3,6), “el que es” y sostiene la existencia, “Yahvé” (Ex 3,13-15). A veces se invoca el nombre de Dios (en el “juramento”) para garantizar una afirmación o la fidelidad a un compromiso (cfr. 2151-2155). La blasfemia es injuriar a Dios o profanar su santo nombre (cfr. CEC 2148).

Dios trascendente es inmanente y cercano, “más í­ntimo que mi mayor intimidad” (San Agustí­n, Confesiones, 3,6,11). Es el Dios amigo y siempre fiel, porque ama al hombre que es fruto de su “amor eterno” (Jer 31,3). Es el “misericordioso y clemente, rico en amor y fidelidad” (Ex 34,5-6), “rico en misericordia” (Ef 2,4). Dios es la suma verdad, el sumo bien o suma bondad y la suma belleza, de quien todo depende y hacia quien todo camina. Es eterno, omniponente, omnisciente, providente, justo, omnipresente…

La fe cristiana

La fe cristiana se expresa comenzando por afirmar a Dios “Creo en Dios”. Es el Dios único, que ha enviado a su Hijo por obra del Espí­ritu Santo para salvar al mundo. La “unicidad” de Dios indica el absolutamente “Otro”, que no tiene igual y que da origen a todo y sostiene todo. Esta unicidad reclama no anteponer nada a él. Es él quien dirige la historia, haciendo posible la libertad del mismo hombre. “Volveos a mí­ y seréis salvos… porque yo soy Dios, no existe ningún otro” (Is 45,22). Sólo él puede exigir un “amor con todo el corazón” (Deut 6,4; Mt 22,37).

En la revelación neotestamentaria, el tema de Dios se resume de modo original “Dios es Amor” (1Jn 4,8.16). El amor que Dios habí­a manifestado siempre en el Antiguo Testamento, mostrándose como Padre, madre, esposo, amigo…, ahora, en Cristo su Hijo, llega a la máxima expresión histórica es el Amor. “En esto hemos conocido lo que es amor en que él dio su vida por nosotros” (1Jn 3,16).

Testigos del encuentro con Dios

Tener “sentido” de Dios equivale a la vivencia de Dios. Al apóstol hoy no le preguntan tanto su teorí­a sobre Dios, sino su “experiencia” (cfr. EN 76; RMi 91). No se trata de haber experimentado fenómenos extraordinarios, sino de la autenticidad de quien vive de la fe en los momentos difí­ciles. Las religiones no cristianas, por el hecho de creer y orar al mismo Dios, han ido descubriendo que Dios es siempre “misterio”, es decir, sorprendente y más allá de las teorí­as, conceptos y previsiones humanas. Esas religiones necesitan encontrar “testigos” de la gran sorpresa Dios se ha hecho hombre en Cristo Jesús, el Señor resucitado.

Referencias Ateí­smo, agnosticismo, búsqueda de Dios, conocimiento de Dios, creación, Dios Amor, Dios Padre, experiencia de Dios, misericordia, misterio, palabra de Dios, providencia, revelación, ver a Dios.

Lectura de documentos DV 2-3; LG 2; GS 19-22, 24; AG 2; CEC 198-231, 268-278.

Bibliografí­a J.A. GALINDO, Dios no ha muerto (Madrid, San Pablo, 1996); E. JÜNGEL, Dios como misterio del mundo (Salamanca, Sí­gueme, 1984); W. KASPER, El Dios de Jesucristo (Salamanca, Sí­gueme, 1985); J. de S. LUCAS, Dios, horizonte del hombre ( BAC, Madrid, 1994); B. De MARGERIE, Les perfections du Dieu de Jésu-Christ (Paris 1981); Y.M. RAGUIN, La profondeur de Dieu (Paris, Desclée, 1973); A. TURRADO, Dios en el hombre. Plenitud y tragedia ( BAC, Madrid, 1971); S. VERGES, J.J. DALMAU, Dios revelado por Cristo ( BAC, Madrid, 1969).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
La Biblia no se esfuerza por probar la existencia de Dios. La da por supuesta como un hecho evidente. La Biblia es una narración de la intervención de Dios en la historia humana. Los nombres con que la Biblia designa a Dios, más que descriptivos de su naturaleza, lo son de su manera de actuar. Entre estos nombres hay dos que lo son por excelencia: Yahvé (el que es, el que da la vida, siempre fiel, el mismo siempre) y Elohí­m (plural intensivo de El, indicador del poder absoluto).

La Biblia afirma el monoteí­smo. Dios es único, “el único Señor”. El hombre tiene la grave obligación de darle culto a El y sólo a El, pues el derecho de Yahvé a ser “el único” es un derecho absoluto, indeclinable, intangible. Un derecho constitutivo de la misma esencia de Dios; derecho, por eso mismo, sagrado, irrenunciable (Mt 6, 24; Mc 12,29). Este Dios único del A. y del N. T. es el Dios de nuestros padres, Abrahán, Isaac y Jacob (Mc 12,26; Lc 20,37).

Dios es espí­ritu (Jn 4,24). Entre Dios y el hombre hay una distancia insalvable; la misma que media entre el espí­ritu y la carne, distancia absolutamente irreductible: “Yo soy Dios, no un hombre” (Os 11,9). Hacerle venir, presenciarle en leño labrado, piedra esculpida o metal fundido, es minimizarle, reducirle a la nada, prácticamente destruirle. El está lejos, debe estar siempre lejos, en la inaccesible región del espí­ritu (Ex 20,4). Con Dios, que es espí­ritu, el hombre se debe relacionar espiritualmente (Jn 4,24) y en lo secreto (Mt 6,4.18). Dios es omnipotente. Para El todo es posible (Mt 19,26) y nada imposible (Lc 1,37). Es el señor de todo, porque con su poder todo lo hizo y con su providencia todo lo mantiene.

Dios es invisible. En el hombre hay una absoluta incapacidad para ver a Dios. Ni le ha visto, ni le puede ver nunca. A Dios nadie le vio jamás (Jn 1,18). Las visiones de Moisés (Ex 33,11) y de Isaí­as (Is 6,1) no eran visiones directas de Dios. Dios se apareció a través de una imagen o de su propia gloria (Jn 12,41). Sólo Jesucristo ha visto a Dios (Jn 1,18; 6,46); ver a Jesucristo es ver a Dios (Jn 14,9).

Dios es padre, el Padre. La paternidad de Dios es una magna revelación de Jesucristo descrita por San Juan como por ningún otro evangelista: paternidad natural de Dios en relación con su Hijo Unico (Jn 2,16; 5,17.43; 6,32.40; 8,19.49; 10,18.29-37; 12,27-28; 14,2.20-21; 15,1; 16,3.16; 17,1.21.24-25; 20,17); paternidad de Dios en relación con los hombres (Jn 3,35; 4,21.23; 5,45; 6,27.65; 8,27; 14,6.26.31; 15,16.26; 16,25-27; 20,17; Mt 11,25; Mc 14,36; Lc 10,21; 23,34.46). Las relaciones con Dios han de ser filiales, de absoluta confianza en El (Mt 6,8-9.25-30; 10,29-31; Lc 15).

Dios es santo, el santo (Ap 3,7; 6,10), el padre santo Un 17,11). Porque es el trascendente, el inaccesible, el que vive en una región pura, incontaminada, adonde no puede llegar el lastre de lo profano y de lo impuro (Gén 28,16; ISam 6,20; Is 6; 57,15; Os 11,9). Porque irradia santidad y libera a su pueblo y hace de él un pueblo de su adquisición, un pueblo santo (Núm 15,40-41; Lev 11,44). Jesucristo es el santo de Dios (Jn 6,69) porque ha sido santificado por El (Jn 10,36) y porque santifica a los hombres (Jn 17,19).

Dios es justo, el justo, el padre justo (Jn 17,25). Aunque en el lenguaje bí­blico la santidad y la justicia son dos términos prácticamente equivalentes, la santidad se refiere más a Dios en sí­ mismo y la justicia a su manera de relacionarse con el mundo. Dios actúa con el hombre como “juez justo” (Sal 7,12), que delibera siempre de una manera objetiva, sin equivocarse en sus decisiones (Ap 16,5.7; 19,2).

Dios es amor, el amor mismo (1 Jn 4,8). Sabemos que Dios es amor, porque sus obras están siempre envueltas en amor (Dt 7,6-8). Ama a los suyos con un amor eterno (Jn 13,3). Este amor de Dios se ha manifestado sobre todo en el hecho supremo de la entrega de su Hijo por la salvación del mundo (Jn 3,16; 4,9-10).

Dios es un obrero, el obrero, porque está siempre en jornada continua de trabajo (Jn 5,7). Comenzó trabajando cuando la creación del mundo (Gén 31; 2,3; Sal 19,2; 65; Prov 8,22-3 Is 40,21-23) y sigue trabajando (J 5,17), también los sábados (Jn 5,16 cuidando con su providencia de marcha del mundo. Jesucristo vino al mundo a realizar el trabajo que Dios le encomendó (Jn 4,34; 36; 9,4). -> é; abba; Jehová.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Visión general

(-> Yahvé, monoteí­smo, Baal). Desde un punto de vista temático, la aportación principal de la Biblia a la cultura de la humanidad ha sido el despliegue de su experiencia de Dios. Las religiones orientales (taoí­smo, hinduismo, budismo) no se centran en Dios, sino más bien en lo divino, tomado de un modo general, como interioridad espiritual del ser humano. Sólo las religiones de origen bí­blico (judaismo, cristianismo e islam) son estrictamente monoteí­stas, en cuanto destacan la experiencia de un Dios que existe por sí­ mismo y actúa como realidad personal.

(1) Notas principales del Dios bí­blico. Son tres, (a) Unidad. Frente al politeí­smo, el monoteí­smo afirma ¡Dios es uno! Tanto el Israel antiguo como el islam moderno han reaccionado contra la multiplicidad de figuras divinas que sacralizan de algún modo las fuerzas naturales y vitales. Cristianismo y judaí­smo asumen esa herencia: la divinidad no se escinde ni multiplica, no se rompe ni disgrega; sólo hay un Dios, un poder sagrado que todo lo funda y dirige con su fuerza. Entendido así­, el monoteí­smo es la afirmación de la unidad fundamental, divina, de todo lo que existe. El mismo Dios aparece de esa forma como palabra común (en quien todos podemos dialogar) y unidad de sentido que vincula a todos los seres del cielo y de la tierra, (b) Trascendencia. Frente al panteí­smo, los monoteí­stas añaden ¡Dios existe en sí­ mismo, más allá de todo lo conocido y lo desconocido! No se confunde con la naturaleza, ni con la vida interior de los seres personales (con el alma, con la idea, con la vida…). Dios encuentra su sentido y realidad en sí­ mismo, como distinto de todo lo que existe. Por eso resulta imposible toda experiencia panteí­sta de inmersión en lo divino (al estilo oriental). Es Dios lo que importa, no la totalidad más o menos difusa de la idea o el valor sagrado general del universo. Sólo porque Dios existe y porque nos desborda, dándonos sentido (siendo mayor que todo lo que podemos hacer y pensar, imaginar o desear), tiene sentido y puede realizarse libremente el ser humano. Sólo ese Dios trascendente es Absoluto (realidad original, infinita, definitiva) para judí­os, musulmanes y cristianos. Ese Dios les permite rechazar como idolátricos los otros absolutos (de tipo estatal o vital, económico o cultural) que a veces se han querido imponer sobre el mundo, (c) Personalidad. Frente al deí­smo, los monoteí­stas afirman ¡Dios es persona! Llamamos deí­smo a una visión filosófico-religiosa que concibe a Dios como una especie de ser indiferente, que está arriba, que ha puesto en marcha (como buen relojero) el reloj de la historia, pero luego, en su verdad más honda, se encuentra separado de la vida de los hombres, desinteresado de la misma historia. Pues bien, en contra de eso, el Dios abrahámico es persona verdadera, alguien que piensa y desea, un ser cuya presencia y acción experimentan con fuerza los creyentes. Esto significa que el ser humano (siendo personal) aparece especialmente vinculado a Dios, como imagen suya, en diálogo con él. También otras religiones han hablado de un Dios superior que dirige y sustenta la vida de los hombres: así­ podemos recordar un tipo de monoteí­smo antiguo entre diversos pueblos de Africa o de Asia que, en la base de sus creencias, habrí­an colocado un Dios del cielo, creador y ordenador originario de todo lo que existe. Algo semejante han postulado algunas filosofí­as o movimientos espirituales. Pero, en sentido estricto, el único monoteí­smo consecuente que ha existido y sigue existiendo en la historia de la humanidad es el de la religión bí­blica, que aparece así­ como defensora de una teofaní­a consecuente, superando el nivel de la simple hierofaní­a de los avataras de lo divino.

(2) Revelación de Dios: Teofaní­a. Pertenece a la Biblia no sólo la afirmación de que Dios “es”, sino también el hecho de que se manifiesta de manera providente (cf. Heb 11,6). Sobre esa base distinguimos las formas de manifestación de Dios, (a) Hierofaní­a es el nombre propio de la manifestación de Dios (lo sagrado, hieron) en las religiones cósmicas. Lo que se desvela no es Dios en sentido personal, sino más bien lo sagrado, los poderes originarios de la naturaleza. En un sentido extenso, todo lo que existe en el mundo es o puede ser hierofaní­a (sol y luna, cielo y tierra, agua y fuego, nacimiento y muerte…); todo es manifestación sagrada, todo es en el fondo religioso, como han visto los antropólogos, (b) Avatara es un nombre hindú que sirve para indicar la manifestación de lo divino en las religiones mí­sticas: lo divino, lo búdico o el tao se expresan en ciertas figuras especiales y de un modo particular en las personas de los grandes iniciados o reveladores del misterio. No es decisivo que ellos (Krisna o Rama, Buda, los Bhodisatvas…) hubieran existido en un tiempo concreto, pues no son importantes por su historia, sino por la verdad que manifiestan. Más que personas en el sentido occidental, son sí­mbolos, figuras excelsas de la hondura sagrada de lo humano. Una y otra vez se manifiestan; siempre que el mundo corre el riesgo de perderse en el vací­o y la mentira parece triunfar, se manifiestan ellos, los signos de lo divino. Todos los seres pasan. Pero queda su verdad, la hondura divina de la revelación que han proclamado, (c) La teofaní­a estrictamente dicha es la manifestación histórica de Dios, entendido de forma personal. Lo que se maní­fiesta a través de la teofaní­a no es el sentido sagrado del cosmos, ni el valor profundo del espí­ritu (la divinidad que lo llena todo), sino la palabra y acción concreta del mismo Dios que habla a los hombres, sea de un modo estrictamente humano (a través de los profetas), sea por medio de unos sí­mbolos cósmicos que el profeta o el pueblo entero descubre como portadores de sentido trascendente (el ritmo de los astros, la tormenta…). Ciertamente, en un primer momento, la religión bí­blica asume algunos elementos de las teofaní­as cósmicas, pues Dios se manifiesta también por ciertos fenómenos de tipo natural (tormenta, lugares sagrados…). Pero en su verdad más honda, la Biblia sólo reconoce y cultiva un tipo de teofaní­a profética: el mismo Dios de la naturaleza habla o se desvela de manera fuerte a través de las palabras y los gestos de unos hombres y mujeres que escuchan y expresan su voz sobre el mundo.

(3) Elementos de la revelación bí­blica. Sólo en este contexto podemos hablar de teofaní­a, destacando sus dos rasgos o supuestos principales, (a) Dios se manifiesta diciendo su Palabra. No es poder inconsciente, ni vida aislada que se desentiende de los seres humanos. Siendo como es un verdadero ser personal, Dios habla, despliega su poder, expresa su voluntad y dialoga con los hombres, (b) Profetas son aquellos que escuchan y transmiten esa Palabra de Dios. Como mediadores de ese diálogo de los hombres con Dios en la historia, como garantes y testigos de la manifestación de Dios emergen ellos y definen el sentido de la nueva religión, como saben cristianos, judí­os y musulmanes. Las hierofaní­as son por principio múltiples y no hay entre ellas ninguna que pretenda ser definitiva. Múltiples también son los avataras, sin que ninguna pueda presentarse como norma de todas las restantes. Por el contrario, las teofaní­as, si es que existen, no pueden ser contradictorias, ni separarse unas de otras, sino que todas forman un tipo de unidad, una historia de la revelación de Dios. Así­ lo confiesan los cristianos cuando afirman que de muchas maneras puede revelarse y se ha revelado Dios en otro tiempo, pero básicamente lo ha hecho a través de los profetas, añadiendo que, ahora, en estos tiempos finales, se ha manifestado ya del todo por su Profeta Hijo que es Jesús (cf. Heb 1,1). Algo semejante dicen los musulmanes cuando afirman que el Dios de los antiguos profetas ha dicho su palabra definitiva por Mahoma. Ciertamente, la Biblia sabe que el mundo es revelación de Dios, pero ella añade que Dios sólo se revela plenamente a través de la historia de los hombres, en los que se va manifestando como fuente de inspiración, como palabra de vida (Ley). Llevando hasta el final esa experiencia, los cristianos afirman que Dios se ha encarnado en Jesús, culminando así­ la historia de su palabra, es decir, la historia de su revelación. Sobre esa base podemos afirmar que la Biblia recoge el testimonio de la historia de Dios con los hombres, un testimonio que judí­os y cristianos (y musulmanes) interpretan de formas distintas, aunque no excluyen tes.

Cf. J. M. CASCIARO y J. M. MONFORTE, Dios, el mundo y el hombre en el mensaje de la Biblia, Eunsa, Pamplona 1986; R. OTTO, Lo santo, Alianza, Madrid 1975; G. PARRINDER, Avatar y Encamación. Un estudio comparativo de las creencias hindúes y cristianas, Paidós, Barcelona 1993; X. PIKAZA, Dios judí­o, Dios cristiano, Verbo Divino, Estella 1996; Dios es palabra, Sal Terrae, Santander 2003.

DIOS
2. Guerra y paz

(-> violencia, guerra). El tema de Dios en la Biblia está inseparablemente vinculado a la historia de los hombres y de un modo especial a la violencia y a su superación. Algunos han podido decir que el Dios bí­blico es un tipo de Jano bifronte, con un rostro pací­fico y otro guerrero. En contra de eso, pensamos que el Dios bí­blico tiene muchos elementos violentos, pero en su principio y en su meta es un Dios de paz. De la paz de Dios nacen los hombres; a la paz, shalom de Dios, caminan, como sabe la bendición sacerdotal: “Yahvé haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia. Yahvé levante hacia ti su rostro, y ponga en ti paz” (Nm 6,25-26). Lógicamente, el enviado mesiánico se llamará “Prí­ncipe de la paz” (Is 9,7-7) y así­ se puede añadir que Yahvé establece la paz (Is 26,12) o, mejor dicho, que él mismo es la paz. Pero ésa es una paz trabajada, costosa, de forma que su despliegue puede precisarse en tres momentos.

(1) Entorno cultural y religioso. Un Dios de guerra. Muchos han puesto en el principio de todas las cosas la guerra, diciendo que ella estaba en Dios y que en el fondo ella misma era Dios. La realidad originaria se entendí­a como la batalla de dioses (teomaquia) y se expandí­a como guerra entre los hombres (antropomaquia). Así­ decí­an muchos pueblos del entorno de la Biblia, lo mismo que la filosofí­a griega. Ellos afirmaban que la guerra es madre cósmica de dioses que nacieron y existieron en lucha constante, que ha enfrentado y sigue enfrentando a Marduk* con Tiamat, a Baal* con Mot, a Zeus con Khronos. En guerra existen los dioses, de la guerra nacen los hombres, de manera que su destino es luchar sin fin, en un cí­rculo de eterno retorno de la violencia y la muerte, de la que nace la vida. Dando un paso más, algunos han afirmado que la guerra es el primer principio filosófico: “La guerra es común a todas las cosas; la justicia es discordia; y todas las cosas nacieron por la discordia y la necesidad. La guerra es padre y rey de todas las cosas: a unos los muestra como dioses y a otros hombres, a unos los hace esclavos y a otros libres” (Heráclito, Fragmentos 80 y 53). Si las cosas se han pensado y dicho de esa forma en los paí­ses y culturas de su entorno, es normal que la Biblia haya tendido a vincular a Dios con la guerra.

(2) Novedad bí­blica. Al principio no hay guerra. Pues bien, lo extraño no es que exista mucha guerra en la Biblia, sino que en el fondo exista tan poca. En esa lí­nea, la novedad básica de la Biblia consiste en el descubrimiento de que Dios no es guerra ni hace guerra, de tal forma que su primera palabra dice así­: “Al principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1,1). Las cosas no surgieron de la guerra o lucha de elementos, sino de la palabra y el espí­ritu de Dios que fue diciendo y suscitando de esa forma todo lo que existe: “Y vio Dios que era bueno… Vio cuanto habí­a hecho y todo estaba muy bien… Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su ornamento” (Gn 1. 32; 2,1-2). Buenos son cielos y tierra: las aguas del alto y la tormenta, los vientos y los fuegos, las plantas o animales de la tierra. Todo es digno de Dios y positivo para el ser humano: no hay destrucción ni guerra originaria. Por eso, la palabra fundadora para el hombre no es “luchad y dominad el mundo por la guerra”, sino “creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla: mandad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los vivientes que caminan o reptan por la tierra” (Gn 1,28). Pues bien, según Gn 1-2 ese crecimiento y dominio del hombre no se realiza por la guerra, ni siquiera por la muerte de animales, pues se supone que los hombres del origen son vegetarianos. Eso significa que al principio no habí­a guerra y que, por tanto, ella no es inexorable.

(3) Pero la guerra entró en el mundo y Dios se ha contaminado con ella. La Biblia sabe que el mundo sigue siendo positivo, pero en su entraña hay un enigma que está representado por la serpiente (Gn 3,1) del paraí­so. No se sabe de dónde viene; está allí­, como si fuera una parte del enigma de la realidad, expresión de finitud humana, señal de lo más bajo (tierra) y lo más alto (pensamiento). Ciertamente, el principio no es la lucha, la guerra no es destino y madre de los seres. Pero cerca del principio, en el lugar donde se elevan los humanos, en los primeros pasos de la historia que ellos forman (que van haciendo) emerge la amenaza del deseo de poder y violencia, la lucha que define y configura aquello que pudiéramos llamar nuestro pecado, tal como comienza en Gn 3 y luego avanza hasta Gn 6. Esta es una guerra teológica: el hombre se eleva frente a Dios para saberse, le niega para afirmarse. De esa forma, en los primeros pasos de la historia, la tierra que podí­a volverse paraí­so se hace imagen de la muerte. Esta es una guerra antropológica: combaten mutuamente los humanos, a nivel sexual (Eva-Adán) y fraterno (Abel-Caí­n). Condenada al mimetismo de la envidia, la existencia es opresión, sospecha y muerte. Esta es una guerra cósmica: la misma tierra que podí­a parecemos paraí­so (armoní­a, trabajo y disfmte: Gn 1-2) se vuelve campo de batalla del humano con (contra) las cosas (cf. Gn 3; tema expandido en Gn 4-8). Pues bien, partiendo de eso, según la misma Biblia, los israelitas han proyectado su violencia sobre Dios y así­ lo han hecho, de un modo especial al evocar el origen de su historia, que está reflejada en la conquista o posesión de la tierra de Canaán. Existieron al principio y existen todaví­a dos formas de entenderla: una más pací­fica, vinculada con un Dios más pací­fico y universal; otra más violenta y nacionalista.

(4) Dos modelos: Dios de la paz, Dios de la guerra. Sobre esa base se puede hablar de los dos rostros de Dios, (a) Dios pací­fico, modelo abrahámico. Los textos vinculados a la historia de Abrahán* y los patriarcas evocan la figura y transmiten el mensaje de un Dios básicamente pací­fico, que promete a sus amigos la posesión de la tierra. Abrahán escucha la palabra de Dios, penetra en Palestina, sacrifica en sus altares y recibe la certeza de que aquella tierra será suya, como fuente de bendición fraterna para todos los pueblos de la tierra. Al principio de Israel está la voz de Dios y la obediencia del patriarca. La fe y no las espadas definen al humano sobre el mundo (Gn 12,1-7). (b) Dios guerrero, modelo de Josué. Los textos vinculados con esta tradición suponen que Dios mismo es un guerrero que ayuda a los israelitas, mandándoles que destruyan a los enemigos y que pasen por la espada a los habitantes de la tierra de Canaán, a los hititas, jeveos, jebuseos…, destruyendo de raí­z su religión y su cultura (cf. Jos 1-12). Ahora quiero acentuar este segundo modelo.

(5) El Dios de la guerra santa. En amplios trechos de la Biblia israelita (de Ex y Jos a Cr, 1 Mac, Jud), la guerra es sacramento religioso de Israel: el mismo Dios combate por los suyos, derrotando a los dioses enemigos con la ruah o Espí­ritu que ofrece a los combatientes de su guerra santa, una guerra convocada con trompeta de Dios y realizada en pureza religiosa. Los soldados, poseí­dos por la fuerza de Dios, están sacralizados y lo expresan irradiando una especie de terror que atenaza a los violentos enemigos y que a veces se explí­cita en los más duros signos de este cosmos (tormenta, oscuridad: cf. 1 Sm 3-5; Dt 20). Dios mismo inspira y sostiene la violencia de su pueblo, como muestran las señales sagradas que acompañan al combate: el Arca de Dios, la bendición sacerdotal y el botí­n sagrado que se debe ofrecer en sacrificio (cf. Jos 1-11; Je 1-8). Esta guerra nos sitúa en la raí­z de la historia israelita, allí­ donde la fuerza superior de Dios (Gibbor por excelencia) se revela por los gibborim, soldados de su pueblo. Ciertamente, hay otros signos de Dios o sacramentos (sacrificio y cul to, monarquí­a y templo), pero el signo de la guerra es uno de los más importantes. En este contexto se pueden trazar cuatro afirmaciones básicas, (a) La historia es conflictiva y, para triunfar como pueblo, Israel debe emplear la guerra, pues Dios mismo es en el fondo un poder guerrero, principio de violencia. (b) Dios influye en el conflicto, defendiendo con armas superiores a sus elegidos, (c) Los guerreros son héroes y santos, los primeros sacerdotes de esta historia, (d) La guerra es salvadora, no destino ciego, sino fuente de historia bendita. Existí­a guerra santa en casi todos los pueblos del entorno. Pero sólo en Israel se hace principio de historia sagrada, en un camino donde pueden destacarse aportación divina y humana. Donde prevalece la aportación humana, la guerra es de Dios, pero en ella han de combatir los gibborim con su valentí­a y tácticas marciales (esta visión lleva al conflicto del 67-70 d.C. y al moderno sionismo). Donde prevalece la aportación divina, el guerrero humano acaba mostrándose pasivo, de manera que al fin debe renunciar a la misma acción violenta (lí­nea de pacifismo profético, apocalí­ptica).

(6) Dios guerrero. El libro de las Batallas de Yahvé. En un momento clave de la liberación del Exodo, en el gran Canto de Moisés (o de Marí­a), Yahvé aparece como ish ha milhama, “hombre de guerra, fuerte guerrero”. Se trata, sin duda de una guerra teológica y simbólica, que no se realiza básicamente con medios militares, pero ella tiene fuertes connotaciones de violencia. En esa lí­nea, el libro de Josué ha incluido una teofaní­a militar, de carácter fundacional, en la que el mismo Dios de Moisés (Dios de la Ley) aparece como General del pueblo, portador de la espada triunfadora: “Y estando Josué ante Jericó levantó sus ojos para mirar y he aquí­ que estaba ante él un Hombre (ish), con la espada desenvainada en su mano. Y Josué fue hasta él y le dijo: ¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos? Y le contestó: ¡No! Yo soy Prí­ncipe del Ejército de Yahvé. Ahora he venido. Y Josué cayó rostro en tierra y le adoró. Y le dijo: ¿Qué es lo que mi Señor manda a su siervo? Y respondió el Prí­ncipe del Ejército de Yahvé a Josué: Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es santo. Y Josué lo hizo así­” (Jos 5,13-16). Todo nos permite suponer que este pasaje está incompleto, como un torso del que se han quitado aspectos que al autor deuteronomista (Pentateuco)* no le importan. Es claro que este Hombre de la Espada es un representante de Dios, como el Angel de Yahvé de Ex 3,1-5. Dios se aparecí­a allí­ a Moisés para revelarle su misterio salvador (su nombre de Yahvé) y darle el encargo de liberar a su pueblo cautivo en Egipto. Aquí­ se muestra ante Josué, revelándole su fuerza militar (lleva la espada de su mano) y dándole el encargo de conquistar la tierra. Estamos en un lugar sagrado (como en el caso de Moisés, en el Sinaí­: Ex 3,5), de manera que el vidente tiene que descalzarse; se trata probablemente del santuario de Gilgal*, al lado de Jericó, y toda la escena tiene un carácter litúrgico. Pero más sagrado que el lugar es el mismo Dios, que ahora aparece como el Hombre de la Espada (en la lí­nea de Ex 15,3). Es evidente que este Prí­ncipe del Ejército de Yahvé se identifica con el mismo Dios, como lo indica Josué al postrarse en su presencia. Esta es la teofaní­a militar por excelencia. Dios se habí­a revelado en el Sinaí­ como presencia salvadora (¡Soy el que soy, Yahvé!: Ex 3-4). Ahora aparece ante Josué como garantí­a de triunfo militar. De esa forma, la conquista de Jericó con la historia que sigue (todo el libro de Josué y el conjunto de la historia deuteronomista) viene a presentarse como expresión del poderí­o militar de Yahvé. La personalidad de Josué queda como eclipsada, pues Dios es realmente quien actúa y vence. En esa lí­nea, la Biblia ha citado un famoso Libro de las Batallas de Yahvé (cf. Nm 21,14), que se ha perdido, pero que podrí­a ser un buen tí­tulo para el conjunto de la misma Biblia.

(7) Las guerras de Yahvé. Teniendo en cuenta esta visión de Dios, podemos recordar los cuatro ciclos principales que definen la historia bélica de Israel, (a) Guerras de conquista, recogidas y teologizadas en el Pentateuco (Ex 17,816; Nm 20-24) y sobre todo en los libros de Josué y Jueces; a ese estrato pertenecen muchos textos bélicos de 1 y 2 Samuel donde Dios aparece también luchando por y con su pueblo, (b) Guerras a favor del yahvismo, en tiempos de violentas reformas religiosas, como las de Jehú (2 Re 9-10), que ma tó a los profetas baalistas, y las de Josí­as (2 Re 22-23), que quiso unificar el viejo Israel desde el yahvismo. (c) Contiendas civiles macabeas, que encendieron ideales de sacralidad yahvista (1 y 2 Mac), (d) La guerra que celotas y sicarios iniciaron contra Roma (67 y 70 d.C.), mientras algunos (más apocalí­pticos) esperaban la victoria como puro don de Dios sin guerra y otros (sobre todo saduceos) eran partidarios de la paz con Roma.

(8) La paz rnesiánica. Antiguo Testamento. La aportación básica de la Biblia no está en el hecho de que ella ha sacralizado la guerra en algunos de sus momentos, sino en el hecho de que en sus testimonios más significativos ella ha defendido la no violencia activa, abierta a la paz o Shalom escatológico. En ese contexto se sitúan algunos de los textos más intensos de las profecí­as de Sión: “Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor… hacia él confluirán naciones, caminarán pueblos numerosos. Dirán: venid, subamos al monte del Señor; él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas… Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra” (Is 2,2-5; cf. Miq 4,lss). En esa lí­nea avanza todo el “Libro del Emmanuel” (Is 7-12) en el que Isaí­as expone uno de los ideales más impresionantes de paz de la historia humana (cf. Is 11,1-9). Siguen un esquema parecido los textos del Siervo de Yahvé del Segundo Isaí­as (cf. Is 41-55) y muchos salmos. Tal como la han leí­do gran parte de los cristianos y judí­os, la Biblia ha venido a mostrarse como revelación de un Dios de paz, testimonio y esperanza de la reconciliación escatológica. (9) Gracia y paz. Saludo cristiano. Desde esa base, recreada por la experiencia de Jesús, se entiende el principal saludo cristiano, en el que se vinculan las dos palabras básicas de la revelación: “Gracia y paz a vosotros, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”. Así­ ha comenzado Pablo todas sus cartas, así­ ha seguido saludando la primera tradición cristiana (Rom 1,7; 1 Cor 1,3; 2 Cor 1,2; Gal 1,3; Ef 1,2; Flp 1,2; Col 1,2; 1 Pe 1,2; 2 Pe 1,2; etc.). Sólo la gracia, es decir, la gratuidad, ha hecho posible el surgimiento de la paz, en Cristo, Mesí­as de la paz (cf. Flp 4,7; Col 3,15).

Cf. G. BARBAGLIO, Dios ¿violento?, Verbo Divino, Estella 1992; N. K. GOTTWALD, The Tribes of Yahweh, SCM, Londres 1980; A. VAN DER LINGEN, Les Guerres de Yahvé, LD 139, Cerf, Parí­s 1990.

DIOS
3. Dios es Amor

(Yahvé, amor, Padre, Cruz). Para muchos cristianos, la definición básica de Dios es la que ofrece 1 Jn 4,8, cuando dice Dios es amor. Ciertamente, ella es importante, pero debe entenderse en el trasfondo de la revelación bí­blica de Dios, de la que hemos hablado en la entrada anterior (Dios. 2: Guerra y paz). A fin de precisar mejor el contenido de la afirmación “Dios es amor”, queremos situarla dentro de una visión de conjunto de la Biblia.

(1) Antiguo Testamento. Yahvé: Soy el que soy. Amarás a Yahvé tu Dios. La palabra clave sobre Dios en el Antiguo Testamento no es “yo soy el Amor”, sino “Soy el que Soy” (Ex 3,14, Yahvé*), indicando soberaní­a distante y cercaní­a liberadora. Dios es alguien a quien no podemos definir con ningún concepto, ni encerrar en ninguna figura, ni contener en ninguna palabra que le defina, como sabe el decálogo*. Pero, al mismo tiempo, Yahvé es un Dios cercano, que se manifiesta liberando a los hebreos y ofreciéndoles la Ley de su libertad en la montaña santa; por eso, ellos deben responderle con amor. El Antiguo Testamento no dice que Dios es amor, pero afirma constantemente que ama a los hombres, especialmente a los israelitas: “No porque vosotros seáis más numerosos que todos los pueblos, Yahvé os ha querido y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos. Es porque Yahvé os ama y guarda el juramento que hizo a vuestros padres, que os ha sacado de Egipto con mano poderosa y os ha rescatado de la casa de esclavitud, de mano del faraón, rey de Egipto” (cf. Dt 7,7-8). Desde ahí­ resulta comprensible la profesión de fe del shemá*, que es profesión de amor: “Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón…” (Dt 6,5). El libro de la Sabidurí­a ha unlversalizado esa experiencia, diciendo a Dios: “Tú amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho” (Sab 11,24).

(2) El amor de Dios en los profetas. El Antiguo Testamento no dice que Dios es amor, pero hace algo más importante: presenta el amor de Dios, no sólo de forma liberadora, en lí­nea social (como en el Exodo), sino también de forma í­ntima en la gran sinfoní­a del amor que es el Cantar de los Cantares y, sobre todo, en los profetas de la intimidad de Dios (Oseas*, Jeremí­as*, Segundo y Tercer Isaí­as*). Bastará con evocar algunos textos: “Cuando Israel era niño, yo lo amé, de Egipto yo llamé a mi Hijo… Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí­…” (Os 11,1). “Con amor eterno te amé, te reconstruiré y quedarás construida… ¡Si es mi Hijo querido, Efraí­n, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se conmueven mis entrañas y tengo compasión” (Jr 31,3.20). “Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, Como un Joven se casa con la novia, te desposa El que te construyó y como se alegra el Marido con su esposa, se alegrará tu Dios contigo” (Is 62,1.5). “Como un niño a quien consuela su madre, así­ os consolaré yo, en Jerusalén seréis consolados” (Is 66,13). “¿Olvidará una Mujer a su criatura, dejará de querer al hijo de su vientre? Pues aunque ella se olvide, yo no me olvidaré de ti. En las palmas de mis manos te tengo grabada…” (Is 49,15). Esta revelación profética del amor de Dios, que viene a mostrarse como madre y como esposo de los hombres, constituye una de las cumbres de la experiencia afectiva de la humanidad. Sólo en el fondo de esa experiencia, actualizada por Jesús, Juan podrá decir que Dios es amor.

(3) Dios actúa con amor: ha resucitado a Jesús de entre los muertos. La diferencia y singularidad del cristianismo está en la afirmación de que Dios ha resucitado a Jesús crucificado, entronizándole así­ (= engendrándole) como su Hijo. Esta es la experiencia que está en el fondo de Rom 1,3 y que Pablo ha tomado como base de su evangelio. Jesús habí­a anunciado el amor de Dios, con su palabra y con su vida, siendo ajusticiado por ello. Lógicamente, la resurrección de Jesús ha de entenderse como ratificación de su mensaje-vida de amor. En la base de esta definición cristiana de Dios hay dos afirmaciones: Dios ha resucitado a Jesús; Jesús es Hijo de Dios. Dios no es simplemente aquel que resucita a los muertos, como confiesan los judí­os con Abrahán (cf. Rom 4,17) y como testifica Marta, como buena israelita (cf. Jn 11,23), sino que es aquel que “ha resucitado a Jesús de entre los muertos” (Rom 4,24). Lc ha resucitado ya, ha realizado en plenitud su obra creadora, superando así­ a la muerte. Ha resucitado a Jesús que es Nuestro Señor (ton kyrion hémón). Jesús es el Kyrios, Señor pascual, el verdadero Yahvé, Dios con nosotros. Dios le ha resucitado de entre los muertos. No ha resucitado por ahora a los muertos y por eso la muerte sigue actuando sobre el mundo: no ha terminado la historia, no ha culminado la creación, pero en el mismo centro de ella ha resucitado ya a Jesús como mesí­as de amor.

(4) Dios, Padre del Kyrios, Padre del Hijo. En toda la tradición paulina, que refleja una experiencia muy antigua de la Iglesia, Dios no aparece como Padre de Jesús-Hijo, sino como Padre de Jesús -Kyrios. Esta es una afirmación paradójica y extraña, porque junto al Padre se espera siempre al Hijo. Y, sin embargo, cuando Pablo dice Padre (refiriéndose a Dios) no pone a su lado al Hijo, sino al Kyrios. En el fondo de esta relación Padre-Kyrios está la experiencia original de los cristianos que descubren a Jesús como su Kyrios (Señor*), como el mismo Yahvé del Antiguo Testamento, Dios con nosotros. Pues bien, desde el momento en que se identifica a Jesús con el Kyrios, y esto no lleva a negar a Dios, sino a confesarle con más fuerza, ese Dios tiene que aparecer ya como Padre. Así­ tenemos las dos claves de Dios, los dos nombres, siempre vinculados: el Padre (que es Dios sin más, en su trascendencia amorosa) y el Kyrios, que es Jesús: “Gracia y Paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rom 1,7); “para que glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 16,5); “hay un solo Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo” (1 Cor 8,6); “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (2 Cor 1,31). Esta vinculación divina entre Dios, que es el Padre, y Jesús resucitado, que es el Kyrios (Yahvé) divino, que aparece en los saludos de las cartas paulinas (1 Cor 1,3; 2 Cor 1,2; Gal 1,3; Ef 1,2; Flp 1,2; Col 1,3…), constituye el centro y clave de la confesión teológica cristia na. Sólo en un momento posterior, de una forma consecuente, asumiendo la experiencia de Jesús, que ha llamado a Dios Padre (Abba*), los cristianos han confesado a Jesús como Hijo de Dios. Esta es una confesión que aparece ya en el mismo Pablo (Rom 1,4.9; Gal 4,7; 1 Cor 15,28; etc.), pero que se ha desarrollado de un modo especial en el centro de la obra de Juan (cf. Jn 1,34; 11,27; 20,31; 1 Jn 3,8; 4,9-10). Ella aparece también en el conjunto de la tradición sinóptica (cf. Mc 1,1; 3,11; 15,39; Mt 1,23; 16,16; Lc 1,32.35).

(5) El Dios cristiano. El Dios cristiano es el mismo Dios judí­o, que se manifiesta plenamente por Jesús, el Cristo, a quien los creyentes descubren como el auténtico Señor, el Yahvé, Dios que está presente, confesándole, al mismo tiempo, como Hijo de Dios. De esa manera, ellos plantean desde el principio el misterio y gracia de la vida de Dios, que es Padre y Kyrios, que es Padre e Hijo, sin romper por ello su unidad, pues ellos siguen confesando el mismo shemá* que los israelitas (“Escucha Israel, Yahvé tu Dios es un Dios único…”: Dt 6,5; Mc 12,29). En este contexto se plantea ya el tema que la Iglesia posterior evocará hablando de la Trinidad, al introducir con JesúsKyriosAA]o al Espí­ritu* divino, como aparece ya en los textos del bautismo (Mc 1,10-11), en algunas alabanzas de Pablo (cf. 2 Cor 13,14) y, sobre todo, en el mandato misionero de Mt 28,19, cuando se habla de “bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”. Todo esto invita a un gran silencio en el plano de las afirmaciones conceptuales. El cristiano cree en Dios porque Dios ha brillado: se le ha manifestado poderoso y humilde, gratuito y creador, en el rostro de Jesús, el Cristo (cf. 2 Cor 4,6). Los cristianos no pretenden saber más, pero siendo fieles a la tradición de su Antiguo Testamento (LXX, BH), han encontrado a Dios en Cristo, recibiendo así­ nueva capacidad para gozar, sufrir y abrirse a los demás en esperanza creadora. No han intentado separarse de Israel para fundar una religión distinta, pero han descubierto que la más honda verdad israelita se realiza en Cristo. Por eso han terminado separándose del judaismo histórico, en camino que se abre (quiere abrirse) por Jesús a todos los humanos (incluidos los mismos judí­os). (6) Dios es amor. El Nuevo Testamento ha interpretado la experiencia de Jesús como experiencia del amor de Dios. Jesús habla de Dios como amor, lo presenta como Padre (Abba*) y vincula la llegada de su Reino con el amor al enemigo, el perdón y de superación de todo juicio, pidiendo a los hombres que imiten su gesto, amando a todos, como Dios ama a los buenos y malos y perdona a los pecadores (cf. Mt 5,47; Lc 5,32). Sobre esa base Juan ha podido decir: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito, no para condenar el mundo, sino para salvarlo” (cf. Jn 3,16). Toda la experiencia de Pablo puede condensarse en la palabra en que dice: “Mc amó y se entregó por mí­” (Gal 2,20). Dios ama así­ por medio de Cristo y lo hace de manera insuperable: “Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8); “Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo porvenir, ni poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,3738). Juan ha seguido avanzando en esa lí­nea y ha definido a Dios como amor. De las acciones de Dios ha pasado al mismo ser de Dios. Ya no se contenta con decir que Dios “Es el que Es” (Ex 3,14), ni con decir que ama (como hace Pablo), sino que añade que Dios es amor: “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Y todo aquel que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en expiación por nuestros pecados. Amados, ya que Dios nos amó así­, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Nadie ha visto a Dios jamás. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros… Dios es amor. Y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1 Jn 4,7-12.14). Juan ha sacado así­ la conclusión que está en el fondo de toda la experiencia de Jesús: ¡Dios es amor! Ciertamente, se pueden decir otras cosas de Dios, afirmando que es Luz* (1 Jn 1,5) y que es Espí­ritu* (Jn 4,24) ; pero todas se condensan y culminan en ésta: Dios es amor. Jesús no ha querido hablar del Dios poderoso utilizando los medios de poder del mundo, sino dejándose vencer y matar por amor y abriendo así­ una brecha por la cual se expresa todo el amor divino. Su muerte ha venido a presentarse así­ como experiencia máxima de Dios, de manera que ella viene a integrarse en el mismo proceso de la creación. Desde esta base podemos trazar tres afirmaciones fundamentales, que sirven de apéndice a todo lo anterior, (a) Dios, Amor pleno. No es poder indiferente, que actúa desde arriba, sino debilidad poderosa, amor que actúa encarnándose en la historia de los hombres. Así­ sufre por Jesús la muerte, penetrando en el dolor y fracaso de la humanidad. El prólogo de Job (no sus poemas dolorosos) suponí­a que Dios se encuentra arriba, como un monarca fuerte, rodeado de su corte; por el contrario, Job, el hombre sufriente, se hallaba abandonado, fuera de la ciudad, acusado por sus sabios. Pues bien, ahora sabemos, por Jesús y con Jesús, que Dios sufre en los que sufren (cf. Mt 25,31-46), penetrando en el dolor y fracaso de la historia, (b) Dios es donación de amor y así­ regala por Jesús la vida a los que mueren, sin discutir, en principio, si son buenos o malos, si se dan en amor a los demás o si les niegan. De esa forma, más allá de la debilidad humana y la violencia del ambiente, se expresa y manifiesta como don de sí­, por medio de Jesús, que se ha entregado por el Reino. A través de su muerte, toda la vida de Jesús viene a expresarse como regalo de amor. No retiene nada para sí­, sino que todo lo ofrece y se ofrece a los demás, a fin de que ellos sean. Es don originario, vida-regalo, en dolor-amor, por los demás. Desde ahí­, podemos añadir que Dios es Amor que no tiene ni puede ya nada, porque todo lo ha dado (y se lo quitan) en Cristo, (c) Dios es acogimiento de amor. No libera a Jesús de la muerte, sino en y por la muerte. No le baja de la cruz, como han pensado millones de musulmanes (que no pueden aceptar a un Dios que permite que su justo Siervo muera fracasado), sino que hace algo mucho más grande: ama a Jesús de un modo infinito, en la misma Cruz doliente. Por eso, no lo libera de la muerte, como a Job, devolviéndolo a un tipo de vida particular de triunfador (¿y justo?) sobre el mundo (cf. Job 42), sino que lo acoge amoroso en la muerte, recibiéndole así­ en la plenitud de su vida, a favor de los demás. Esa culminación de Dios en Jesús se expresa como alianza universal de gracia. Sólo a través de la muerte a favor de los demás puede el hombre dar todo lo que es y lo que tiene. Sólo allí­ donde un hombre muere por los demás sabe la Biblia cristiana que hay Dios.

Cf. J. M. CASCIARO y J. M. MONFORTE, Dios, el mundo y el hombre en el mensaje de la Biblia, Eunsa, Pamplona 1986; F. X. DURRWELL, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Sí­gueme, Salamanca 1990; X. PIKAZA, Dios judí­o, Dios cristiano, Verbo Divino, Estella 1996; A. TORRES QUEIRUGA, Del Terror de Isaac al Abba de Jesús, Verbo Divino, Estella 2001; SEMANAS ESTUDIOS TRINITARIOS, La Trinidad en la Biblia; Dios es Padre; Pensar a Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1972, 1991, 1993; J. VíLCHEZ, Dios, nuestro amigo. La Sagrada Escritura, Verbo Divino, Estella 2003; G. E. WRIGHT, El Dios que actúa. Teologí­a bí­blica como narración, Fax, Madrid 1974; J. BRIEND, Dios en la Escritura, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996.

DIOS
4. El Canto de Marí­a

Las palabras de Marí­a, la madre de Jesús, en el Magní­ficat* (Lc 1,46-55) ofrecen un compendio de algunos de los sí­mbolos y nombres fundamentales de Dios, tomados del Antiguo Testamento y aplicados a la novedad del nacimiento mesiánico de Jesús.

(1) Vinculación con el Antiguo Testamento. La más significativa es la referencia al Canto de Ana*, donde se dice: “Mi corazón se regocija por Yahvé, mi poder se exalta por Yahvé, mi boca se rí­e de mis enemigos porque celebro tu salvación. No hay santo como Yahvé, no hay otro fuera de ti, no hay roca como nuestro Dios” (cf. 1 Sm 2,1-2). Ana identifica a Yahvé con Dios y le presenta como el único santo (qaclos) digno de veneración religiosa, fuente de energí­a salvadora. El Dios Yahvé es la roca (sur) donde se asienta y recibe su firmeza la existencia. Es el Dios-Unico de la tradición israelita; por eso se añade: “no hay otro fuera de ti”. En esa lí­nea se sitúa el Canto de Marí­a.

(2) Las acciones de Dios. Dios se define, ante todo, a través de lo que hace. El Dios de Marí­a: (a) Dios es aquel que mira (Lc 1,48). Miró en otro tiempo a los hebreos oprimidos en Egipto (Ex 2,25) ; ahora ha mirado a Marí­a y en ella a todos los pequeños de la tierra. En el principio de su historia salvadora hay una fuerte experiencia de mirada, como sabe el Canto de Marí­a: “ha mirado la pequeñez de su sierva…”. (b) Dios es aquel que hace cosas grandes, tanto en Marí­a (Lc 1,49) como en todos los hombres (1,51-53). La acción de Dios se opone a las tendencias impositivas y destructoras de los poderosos (soberbia, búsqueda de poder y de riqueza), viniendo a presentarse como principio de salvación para los humildes. Marí­a descubre y acoge la acción de Dios y así­ la expone: “eleva a los pequeños, a los hambrientos los llena de bienes…”, (c) Dios recuerda su palabra V acoge a Israel, su siervo (1,54-55). No comienza una obra nueva, como si debiera hacer en Israel algo exclusivo que no hace en otros pueblos. Ciertamente, Israel ha tenido un pasado distinto, que se expresa en la promesa dada a sus patriarcas; pero su distinción está al servicio de una apertura más fuerte hacia el conjunto de la humanidad. Los tres gestos de Dios (mirar, hacer, recordar) expresan su cuidado a favor de los hombres, desde una perspectiva israelita, que se puede aplicar al conjunto de la humanidad. Marí­a unlversaliza así­ los motivos del Canto de Ana.

(3) Cuatro nombres directos de Dios. El Magní­ficat despliega algunos de los nombres más significativos del Dios israelita, (a) Kyrios (1,46). Es la traducción de Yahvé, nombre que en ese momento los judí­os no pueden pronunciar. Propia del Dios Kyrios (Señor, El que Es: Ex 3,14) es la grandeza activa y salvadora: inició su salvación en otro tiempo, a través de los hebreos, esclavizados en Egipto; ahora la extiende a todos los pueblos, (b) Sótér (1,47). Significa “salvador”. Ha comenzado a salvar desde el tiempo más antiguo (tema del éxodo); ahora culmina su tarea al elevar a los pequeños e invertir las condiciones injustas de la historia, (c) Dynatos (1,49), es decir, Poderoso. El mundo está bajo el falso poder de los orgullosos que son sencillamente potentados destructores (cf. 1,53). Frente a ellos se eleva el verdadero Poder de salvación que es propio del Dios de Cristo. (d) Hagios (1,49), Santo. Los judí­os acentúan el nombre Yahvé; los cristianos presentan a Dios como Padre. Pero unos y otros le veneran como Santo* (cf. Is 6,3). Estos son los cuatro nombres directos de Dios, pero el Magní­ficat contiene también otros, de un modo implí­cito.

(4) Nombres implí­citos de Dios, (a) Dios es Misericordioso, porque extiende su misericordia por generaciones (1,50). Este tí­tulo asume la mejor tradición del pacto israelita (cf. Ex 34,6-7) que culmina aquí­, en la acción salvadora iniciada por Cristo, (b) Dios es Fiel, porque recuerda la promesa hecha a Abrahán y los patriarcas. Esta fidelidad hecha memoria activa de la misericordia (mnésthénai eleous: Lc 1.54) define la historia y experiencia israelita (y la cristiana), (c) Dios es Revelador. habló en otro tiempo (elalésen: 1.55) y ahora cumple su palabra, en gesto de manifestación salvadora. (4) Dios de Israel, su siervo (1,54). La Biblia supone que Israel es el pais (siervo querido, hijo o amigo) de Dios, desde el principio de su acción hasta el final del tiempo, conforme a toda la experiencia y teologí­a israelita. (5) Dios de Marí­a, Dios del Mesí­as, Dios de los hombres. Marí­a se presenta como sierva de Dios (Lc 1,48) en la lí­nea del Siervo de Yahvé de Is 40-55, es decir, como favorita de Dios y portadora de su palabra mesiánica. Su Dios es Dios del Mesí­as: todo lo que el canto proclama es verdad porque Dios se ha expresado por el Cristo, a quien Marí­a está cantando (cf. Lc 1,39-45). A la luz de lo indicado, podemos añadir que Dios se revela en fuerte inversión, transformando el esquema actual de vida de los hombres. Se ha cumplido la antigua promesa de Abrahán (cf. 1,54-55). Amanece por el Canto de Marí­a la luz del Dios que “derriba del trono a los potentados y eleva a los oprimidos”.

Cf. I. Gomá, El Magní­ficat. Cántico de Salvación, BAC, Madrid 1982; D. Ruiz López, El Magní­ficat. Un canto para el tercer milenio, BAC, Madrid 2001.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Aquel al que nosotros llamamos Dios, ese ser misterioso e indefinible porque está por encima de toda palabra humana, es el que encierra el secreto, la raí­z, la fuerza, la causa, el significado de todas las cosas. Es el que ha escudriñado todo el camino de la sabidurí­a y se la ha otorgado a su siervo Jacob… Por eso la sabidurí­a “ha aparecido en la tierra y ha vivido entre los hombres”. Cuando leemos estas palabras profeticas, escritas cientos de años antes de Cristo, en seguida nos inclinamos a ver en ellas una predicción de la encarnación de Jesús. En efecto, ¿cuál es esta sabidurí­a que ha aparecido en la tierra y ha vivido entre los hombres? Es Jesús de Nazaret, sabidurí­a eterna, que ha vivido en medio de nosotros. Por eso, muchos Padres de la Iglesia y muchos exegetas han interpretado este versí­culo como una profecí­a directa de la encarnación. Sin embargo, puede que aquí­ no se hable sólo de la encarnación de Jesús, sino de todas esas formas de la revelación de Dios que culminan en Jesús, y que constituyen auténticas presencias de la sabidurí­a y de la verdad de Dios en las realidades y estructuras humanas, por tanto en la ley de Israel (realidad histórica escrita en libros, escrita por hombres, pero en la que resplandece la sabidurí­a de Dios) y en las estructuras históricas de este pueblo. La sabidurí­a de Dios —que en Jesús se ha manifestado de manera plena, definitiva, absoluta, luminosa— sigue extendiéndose en las estructuras, en las realidades, en los organismos históricos de los pueblos. Esto significa que el hombre puede buscar esta sabidurí­a y hacerla suya; y toda la investigación cientí­fica e histórica, todo el progreso cultural, todo el anhelo hacia la verdad, es búsqueda y acogida de esta sabidurí­a.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El conocimiento y las relaciones que la humanidad tiene con Dios pueden verse desde tres ángulos diferentes: el fenomenológico (¿qué es lo que de hecho ha entendido Y entiende la humanidad con el término “Dios” y cómo se ha referido a él?): el filosófico (¿qué ha comprendido y – dicho la inteligencia humana, en su ejercicio crí­tico, de Aquel a quien todos llaman Dios?): y el de la fe, como acogida de la revelación que Dios ha hecho de sí­ mismo (¿qué es lo que Dios nos ha dicho de sí­ y qué es lo que nosotros podemos conocer y decir de él, a partir de esa revelación?- J. Dios en la fenomenologia del hecho religioso.- La experiencia de Dios es un dato original e indiscutible de la experiencia humana. Resulta más plausible aislar la estructura fundamental, común a todas las experiencias religiosas (con la “especificidad” de la religión judí­a, cristiana e incluso islámica). La creencia religiosa responde a la necesidad de sentido global del hombre y tiene una estructura vertical (en cuanto que divide al mundo en dos esferas, la de lo usagrado” y la de lo uprofano”, entre las cuales se da una auténtica “ruptura de nivel”, pero también una comunicación) y otra estructura horizontal, hecha del conjunto de creencias y de ritos que constituyen la fuerza í­ntima de cohesión de la convivencia social. Sobre esta base común se distinguen luego (cronológica y fenomenológicamente) diversas especificaciones de la experiencia religiosa. Podrí­amos reducirlas a tres fundamentales: a) las religiones primitivas o arcaicas, llamadas también tradicionales (ífrica, pueblos amerindios, Australia…), que conservan más o menos la estructura descrita; b) las religiones del Extremo Oriente, que representan una evolución peculiar en una dirección que podrí­amos llamar mí­stica, en el sentido de que intentan reducir lo profano a lo Absoluto, disolviéndolo en él (hinduismo, budismo, taoí­smo…); c) las religiones monoteí­stas (judaí­smo, cristianismo, islamismo), que presentan dos novedades peculiares: la afirmación de la revelación de Dios en la historia, la fe en un Dios único Y – personal.

2. El conocimiento de Dios en la investigación filosófica.- La filosofí­a es una creación peculiar del genio griego, pero al situarse en el universo cultural occidental, se caracteriza también por el encuentro con la tradición judeocristiana. La búsqueda de Dios constituye su tema original (como crí­tica de la religión popular y afirmación de la arché del cosmos) Y radical (como objeto de la más alta de sus disciplinas, la metafí­sica). A lo largo de la evolución filosófica del tema de Dios, podemos distinguir tres etapas fundamentales: la griega precristiana, la cristiana patrí­stico-medieval, la moderna.

a) En la primera, se identifica a Dios como el principio de la realidad e inteligibilidad de todo cuanto existe, bien sea viéndolo – en Platón y luego sobre todo en Plotino- como el Uno que está más allá de todo ser y de toda denominación; o bien demostrándolo – en Aristóteles- como el ” motor inmóvil” que mueve como objeto de amor (éros) a todas las cosas, conociéndose de modo perfecto solamente él a sí­ mismo; o bien, imaginándolo como “alma” de vida y de cohesión del cosmos, como en el estoicismo.

b) Con la llegada del cristianismo, la búsqueda filosófica de Dios se entrecruza con dos temas fundamentales derivados de la revelación: el de la trascendencia absoluta de Dios respecto al mundo, que se deriva de él por creación “de la nada”. y el de un Dios que es Vida trinitaria y que interactúa en la historia hasta encamarse y morir por los hombres. El primer tema estará en la base del teí­smo metafí­sico cristiano patrí­stico y medieval: santo Tomás, especialmente, afirmará la posibilidad de la razón humana de afirmar la existencia de Dios como Ipsum Esse per se subsistens. Esta doctrina será sancionada dogmáticamente, sobre la base del testimonio escriturí­stico (cf. Sab 13,1-9. Rom 1,18-21), por el concilio Vaticano I, en la Dei Filius (DS 3004).

c) En dialéctica con la visión metafí­sica de inspiración cristiana -pero siempre, en el fondo, remitiéndose a la tradición anterior- se mueve la filosofí­a moderna. Asume concretamente tres direcciones : el deí­smo (a partir de la Ilustración) como afirmación de un Dios lejos de la creación y de la historia, que no interviene en ella y sigue siendo incognoscible; el panteí­smo o monismo, como afirmación de la identidad de Dios y de la realidad; y el ateí­smo. Última en orden cronológico, pero importante, es la crí­tica dirigida por Heidegger al “dios” de la onto-teologí­a, es decir, a la afirmación de Dios como origen y garantí­a de la serie de entes que caen bajo nuestra experiencia.

3. El conocimiento de Dios a partir de su autorrevelación.- La fe y, en consecuencia, la teologí­a cristiana, aunque no infravaloran la aportación necesaria de la razón, en conformidad con el Vaticano I (~), tienen sin embargo otro punto de partida: la acogida de la autorrevelación libre e indeducible de sí­ mismo hecha por Dios a los hombres.

a) La revelación con que Dios nos habla de sí­ en el Antiguo Testamento puede leerse diacrónicamente en sus diversas fases, o sincrónicamente en los rasgos caracterí­sticos que nos presenta como propios de Dios. En el primer caso, hay – que recordar al menos las siguientes etapas: la revelación del Dios de los Padres (Abrahán, Isaac y Jacob): el momento central de la revelación del Dios de Moisés y del Exodo, con la “entrega” de su Nombre, Yahveh (cf. Ex 3,1-15), y la consecuencia del “mono-yahvismo” (cf. Ex 20,1-11); la profundización de la identidad de Yahveh como Dios de la santidad (qadosh) y de la misericordia (hesed,. rahamin) en la época de los reyes y de los profetas, con la afirmación decidida del monoteí­smo (cf. 1s 40,18-23); entre tanto, cada vez se pone más de manifiesto la realidad de su espí­ritu (ruah), a través del cual guí­a la historia (profetas), y de la sabidurí­a con la que creó y ordenó el mundo (libros sapienciales); finalmente, en la literatura apocalí­ptica, Yahveh se presenta como el Señor de la historia y de su cumplimiento.

b) En el Nuevo Testamento, ciertamente, el Dios de Jesucristo es el de los Padres, el de Moisés y el de los profetas, pero el mismo Jesús se presenta como el revelador escatológico de la proximidad de Dios como Padre (Abba), que perdona y libera. Sin embargo, la novedad decisiva está representada por la figura misma de Jesús – el Mesí­as crucificado y resucitado- como Hijo unigénito del Padre, así­ como por la presencia y acción del Espí­ritu dado en Pentecostés como el Otro enviado por el Padre: en otras palabras, por la imagen trinitaria de Dios, que no contradice, sino que expresa “escatológicamente” la unidad-unicidad de Dios como Agapé (cf. 1 Jn 4,8.16), a partir del acontecimiento pascual de muerteresurrección-efusión del Espí­ritu (Trinidad).

P. Coda

Bibl.: M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1974; A. Deissler, La revelación personal de Dios en el Antiguo Testamento, en MS III 1, 263-311; E, JUngel, Dios, como misterio del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1984; W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sí­gueme, Salamanca 1985; K, Rahner Theós en el Nuevo Testamento, en Escritos de teologia, 1, Taurus, Madrid 1963, 93-167.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Premisas: 1. Historia de la religión de Israel y teologí­a bí­blica; 2. Cuatro géneros principales de palabra de Dios. II. El nombre y los nombres del Dios de la Biblia: 1. ‘El y sus derivados: a) Los datos literarios, b) El significado de ‘EI-‘Elohim; 2. Yhwh y Abbá: nombres de revelación: a) Los datos literarios, b) Origen y significado de Yhwh, c) Origen y significado de Abbá; 3. “Personalidad” de Dios: a) El Dios vivo, b) El Dios que habla, c) El Dios presente y providente, d) El Dios juez y sentido de la historia, e) Dios Trinidad; 4. Actitudes humanas frente a Dios: a) Actitudes de signo negativo, b) Actitudes de signo positivo. III. Tipologí­as fundamentales de la revelación y de la experiencia de Dios: 1. El Dios del nomadismo y de la diáspora: a) Dios roca y sostén, b) El que defiende al pobre, c) El Dios providente, d) “Abbá, danos el pan de cada dí­a”; 2. El Dios de la liberación y de la alianza: a) Dios libera y une con él en alianza, b) El esposo fiel y misericordioso, c) El Dios que perdona y recupera, d) “Abbá, perdona nuestras ofensas”; 3. El Dios del “desierto”: a) El Dios de Masá y Meribá, b) El que tienta a su pueblo, c) Dios está más allá de toda experiencia y teologí­a, d) “Abbá, no nos dejes caer en la tentación”; 4. El Dios rey y Señor de la historia: a) Iniciativa de Dios en escoger y en llamar, b) Yhwh, Señor de la historia, c) El que escudriña y juzga el corazón humano, d) “Abbá, venga a nosotros tu reino”.

I. PREMISAS. Desde siempre la búsqueda del nombre, del rostro y del misterio divinos ha acompañado el camino del pueblo de Dios, tanto del hebreo como del cristiano: en el intento de entreverlo mejor y de encontrarlo (dimensión cultual y espiritual); para afrontar el diálogo con otras “religiones” (momento apologético y misionero); a fin de expresar y de orientar de la mejor manera posible el propio “credo” y la comprensión de uno mismo en relación con Dios (investigación teológica).

1. HISTORIA DE LA RELIGIí“N DE ISRAEL Y TEOLOGíA BíBLICA. Han sido varias las actitudes y los criterios de aproximación al tema de Dios a partir de la Biblia. Entre ellos hay dos que parecen caracterizar los estudios y publicaciones más recientes del área cultural y “teológica” cristiana (o que se refiere a ella): el que busca a Dios a través del estudio de la “religión de Israel” y el que puede calificarse como “teologí­a bí­blica”, aun cuando sus métodos y sus realizaciones se manifiestan como bastante distintos y no siempre posibles de clasificar.

Se trata realmente de dos ciencias diferentes, aunque en definitiva son complementarias y se enriquecen mutuamente.

La primera considera a Israel -y al cristianismo apostólico- en su experiencia religiosa: prevalece la atención a la fenomenologí­a de esa experiencia, que lógicamente estaba motivada y sostenida por una referencia más o menos concreta a Dios. A pesar de ello, el interés es sobre todo por el hombre (o por el pueblo), que vive en cierta relación con la divinidad, no ya por el Dios al que llega más o menos directamente el mismo Israel o el cristianismo apostólico. La opción ideológica y el método de la “historia de la religión” -que se afianzó sobre todo en el mundo alemán (como “Religionsgeschichtliche Schule”) en la segunda mitad del siglo pasado yen los primeros decenios del actual- han influido no sólo en una larga serie de investigaciones cientí­ficas sobre el mundo israelita y protocristiano, sino también en exposiciones divulgativas y de la llamada “cultura religiosa” reciente, que legitima la actitud de presunta objetividad y de distanciamiento ante el Dios de la Biblia y de la propuesta cristiana con la referencia a los pasados maestros de la escuela de historia de las religiones.

La /teologí­a bí­blica, en sus diferentes caminos de realización, se propone, por el contrario, llegar al Dios de Israel, tal como fue vivido y expresado por el pueblo hebreo y por la comunidad apostólica. Y de este camino en relación con Dios son testimonio y documento los escritos bí­blicos.

La diferencia de método y de objetivos entre estas dos ciencias atañe también a otros aspectos no secundarios en orden al planteamiento correcto del tema que estamos examinando.

No es ciertamente inútil, sino que puede incluso resultar complementaria de la investigación teológica sobre la Biblia (como se ha observado) la investigación sobre el fenómeno religioso de Israel y del cristianismo apostólico, siempre que no se parta del presupuesto de que Dios es sólo el objeto y el producto de la “religión”de un hombre o de un pueblo. En un artí­culo reciente (de 1981) de H. Cazelles en DBS puede verse un balance de las investigaciones pasadas, junto con una presentación esencial del tema “Religión de Israel”.

La actitud fundamental de la teologí­a bí­blica puede resumirse de este modo: a través de la Biblia es posible reconocer el rostro del Dios que buscó Israel y que se le reveló a Israel. Así­ pues, a diferencia de los que se limitan a la investigación sobre la “religión” de Israel y del cristianismo de los orí­genes -para quienes la Biblia es sólo un documento junto a otros (arqueológicos, literarios, etc.) del fenómeno religioso examinado-, los que estudian el Dios de Israel y del cristianismo consideran la Biblia como documento de un diálogo posible, bien sea con los autores humanos que allí­ expresaron una experiencia y un mensaje sobre Dios, bien con el autor divino que les “inspiró” y que continúa así­ hablando de sí­ mismo y de su relación con los hombres. Luego para llegar a escuchar al interlocutor Dios a través de la Biblia es necesario captar la intención de los autores humanos de la misma (como nos enseña el Vaticano II: cf DV 11-12).

2. CUATRO GENEROS PRINCIPALES DE PALABRA DE DIOS. En orden al presente artí­culo -evidentemente de “teologí­a bí­blica”- consideramos útil y oportuno precisar la manera de asumir la Biblia como documento y fuente de la reflexión teológica sobre Dios. Cabe preguntarse, a la luz de lo dicho hasta ahora: ¿Es suficiente -¡y hasta necesario e inevitable!- limitarnos a los autores (y teólogos) inspirados por Dios que redactaron la Biblia (hablando sobre Dios), o será preciso, al menos en cierta medida, alcanzar la palabra misma de Dios?
En el primer tipo de recurso a la Biblia se tienen múltiples posibilidades de llegar a una investigación teológica sobre Dios. Y de hecho se han recorrido estos caminos: según la historia de la redacción de los escritos bí­blicos, según un orden eminentemente “sistemático” (quizá previamente vislumbrado y decidido), atendiendo a criterios más bien filológicos o literarios, etc.

Pero la fe de Israel (y luego la cristiana), al asumir. la Biblia como testimonio e instrumento del Dios-que-habla, propone un camino ulterior de escucha-investigación sobre Dios, sin renunciar, como es lógico, a un uso adecuado de los criterios literarios, ya que sigue siendo verdad que Dios habló y sigue hablando “a los hombres, por medio de hombres y a la manera humana” (DV 12). Pues bien, Dios se expresó fundamentalmente como tórah (orientación de la vida de Israel), como “profecí­a” (interpretación de la historia del pueblo de Dios… y de la humanidad), como “sabidurí­a” (interpretación y orientación sobre la existencia humana) y como “evangelio” (en la palabra definitiva dicha en Jesús: /infra, III).

No le corresponde a este artí­culo precisar las caracterí­sticas y la extensión concreta de estos cuatro géneros principales de palabra de Dios en cada uno de los escritos bí­blicos; pero creemos de gran utilidad -en una investigación teológica sobre Dios-tener presente y recurrir a este criterio “tradicional” de atención al Diosque-habla-de-sí­, mientras se examinan y se sintetizan los autores inspirados que (al mismo tiempo) hablan de Dios.

II. EL NOMBRE Y LOS NOMBRES DEL DIOS DE LA BIBLIA. ¡Hablar de Dios y hablar con Dios! En la historia de la religión hebreo-cristiana, así­ como en la de otras religiones (¡cf el islam!), se observan reacciones diferentes -de miedo y embarazo por un lado, de confianza y presunción por otro- a la hora de hablar de Dios y de hablar con Dios. La Biblia parece venir en ayuda de los que tienen miedo de hablar de Dios y con Dios, sugiriendo rostros y nombres, orientando hacia experiencias diversas de encuentro con él; sin embargo, la misma Biblia es escuela de reticencias y de modestia para el que sintiera la tentación de falsa competencia y de superficialidad respecto al Dios vivo que se ha revelado: sus nombres ayudan a encontrarle y a hablar con él, pero indican también un “más allá”, que disuade de dar por cerrado el discurso sobre él e invita a detenerse en los umbrales del misterio.

Esta actitud -en continua búsqueda de un mejor hablar sobre Dios con vistas a llegar al diálogo con él y a la contemplación en silencio- caracteriza también a la teologí­a (en su sentido etimológico: discurso sobre Dios) bí­blica. Más aún, los intentos nunca agotados de captar todo lo que la Biblia dice de Dios (y todo lo que Dios dice de sí­ mismo a través de ella) son una confirmación de los resultados siempre parciales y provisionales de toda investigación teológica bí­blica.

En el intento de una primera aproximación al misterio del Dios de la Biblia a través de los nombres con que se manifestó o fue invocado en la Biblia, proponemos un breve itinerario en cuatro etapas o momentos sucesivos.

1. ‘EL Y SUS DERIVADOS. Una larga historia caracteriza a este apelativo divino en la Biblia, también en dependencia de las diferentes teologí­as y experiencias de los sucesivos autores sagrados, además de las probables preocupaciones apologéticas, litúrgicas y, por así­ llamarlas, pedagógicas y pastorales de los dirigentes religiosos de Israel.

a) Los datos literarios. ‘El aparece unas 240 veces en el AT: en casi todas las teologí­as, desde las más antiguas hasta las más recientes. Con mucha mayor frecuencia aparece su forma paralela, Elohim: ¡unas 2.600 veces! Hay que añadir además las combinaciones de El en formas compuestas distintas: bien en los nombres de personas o de localidades, como Ismael (cf Gén 16:11), Betel (cf Gén 28:16-19), o bien en los apelativos divinos unidos a experiencias sobre todo patriarcales, como El Elyon (Dios altí­simo: cf Gén 14:19-22), El Sadday (Dios omnipotente o de las montañas: cf Gén 17:1), El-`Olam (Dios eterno: cf Gén 21:23), ‘El-Betel (Dios de Betel: cf Gén 35:7), etc.
b) El significado de El-Elohim. Aunque con matices y acentuaciones distintas, este doble apelativo fundamental con que Israel habla de la divinidad y se dirige a ella manifiesta algunas caracterí­sticas constantes de significado.

El nombre pertenece a la cultura de la época y del ambiente, cuando los diversos pueblos semitas se refieren a lo divino. Al asumir e ir madurando con el tiempo la lengua de Canaán, Israel carga con toda la intensidad y la originalidad de su experiencia religiosa estos nombres (especialmente Elohim), que en la etimologí­a original designaban a Dios de forma probablemente vaga y no tan “experiencial”.

‘El y Elohim mantienen, sin embargo, cierto valor de universalidad: se designa con respeto al Dios de los otros pueblos (cf Isa 43:12-13); pero sobre todo Israel afirma con fe que Yhwh, su Elohim, es también el único Elohim para todos los pueblos y el Señor de todos (cf Sal 58:12 y Job, como los libros sapienciales en su diálogo apologético sobre Dios).

Hay además un nivel ulterior de comprensión y de utilización del apelativo El Elohim, atestiguado por el AT: en las profesiones de fe, cuando al nombre propio y de revelación, Yhwh, se le añade el de ‘El y sobre todo el de Elohim. En semejantes casos, el antiguo apelativo divino se carga de un nuevo sentido: Yhwh es nuestro (vuestro) Dios, con exclusión de cualquier otra divinidad o í­dolo (como en la introducción al decálogo: cf Exo 20:2-3; así­ también en el “credo” fundamental de Israel, el Sema`, que el mismo Jesús profesó: cf Deu 6:4 y Mar 12:29.32); Yhwh es Dios (en el mismo nombre teofórico de Elí­as, y sobre todo en el reto del Carmelo: cf 1Re 18:39); más aún, Yhwh es Dios de toda la tierra (cf 1Re 8:60; Deu 4:35.39). Con un nuevo significado, en orden a la profesión de la fe israelí­tica, se enriquece la fórmula Yhwh Elohim utilizada en Gén 2:4b-Gén 3:24 (debida quizá al redactor tardí­o del texto yahvista antiguo), pero presente además en otros lugares de la Biblia (cf Exo 9:30; Sal 72:18; etc.).

2. YHWH Y ABBí: NOMBRES DE REVELACIí“N. Si la Biblia atestigua una multiplicidad de apelativos para hablar de su Dios y para dirigirse a él, no se puede menos de subrayar un hecho: para Israel el nombre de Yhwh y el de Abbá para el cristianismo apostólico expresan con claridad la conciencia (de fe) de haberlos recibido por revelación de parte de Dios. No cabe duda de que es lí­cito y provechoso buscar la etimologí­a, el origen y los contactos de estos nombres divinos con las culturas religiosas contemporáneas, así­ como sus vicisitudes “teológicas”; de todas formas, parece necesario respetar y destacar su entrada en Israel y en la comunidad de los discí­pulos de Jesús como una sorpresa vivida y una novedad recibida, y no simplemente conquistada a costa de una búsqueda progresiva.

a) Los datos literarios. Para esta parte remitimos a los instrumentos de investigación filológica y literaria que se interesan expresamente por este nivel de profundización (como el DTAT y el GLNT). Tan sólo recordaremos algunos puntos.

Yhwh aparece unas 6.830 veces en el AT (en su sección hebrea); ordinariamente se utiliza en la forma completa de cuatro letras (tetragrama sagrado), aunque se encuentra con menos frecuencia (y quizá era ésta su formulación más antigua) su forma reducida Yah (y Yhw). Esta última aparece en los nombres teofóricos, que sonaban entonces como profesiones de fe: Zacarí­as = Zekarya(hu)= Yhwh se ha acordado; Isaí­as= YeJJaya(hu)=Yhwh ha salvado; etc.

Abbá, en cuanto a su fórmula literaria, es posexí­lico y arameo; pero no aparece referido a Dios más que con Jesús (cf Mar 14:36) y debido a su enseñanza (cf Gál 4:6; Rom 8:15). Precisando ulteriormente los datos bí­blicos de que disponemos: en el AT el apelativo de padre (‘ab) se usa de ordinario para las relaciones humanas de paternidad-filiación (unas 1.180 veces), mientras que para la relación con Dios sólo se dice raras veces a manera de parangón (“como un padre”) que Yhwh es padre (cf Sal 103:13; Deu 8:5) o que es misericordioso porque es padre (cf Os 11; Isa 63:15-64, 11). En el NT, debido al anuncio de Jesús, la categorí­a y el apelativo de la paternidad se predican frecuentemente de Dios: 254 veces (respecto a las 157 veces en usos no teologales). Los estudios de J. Jeremias (Abbá) y de W. Marchen (Abbá, Pire) han contribuido recientemente a iluminar, a través de la presentación de la fe del judaí­smo en Dios padre, el ví­nculo de continuidad entre el AT y el NT, pero también la absoluta novedad del mensaje de este último sobre Dios Abbá respecto a los momentos anteriores de fe en Dios.

b) Origen y significado de Yhwh. Aquí­ no interesa directamente el origen etimológico tan discutido del nombre por excelencia del Dios de Israel. Desde el momento que sigue siendo exclusivamente un nombre y un rostro hebreo de Dios, es dentro de esta experiencia y de su teologí­a donde hemos de buscarlos y comprenderlos. Así­ pues, puede ser útil distinguir tres grandes momentos de la comprensión de este nombre divino.

El momento inicial, cuando Israel tiene conciencia de que se trata de “Dios que se revela así­”, es el acontecimiento de Ex 3. Moisés recibe en el Horeb (Sinaí­) por primera vez la revelación del nombre: es ciertamente en conexión con un suceso y con un primer significado posible (el que interviene “para” liberar a Israel); pero ese nombre desborda enseguida su etimologí­a verbal y su significación histórica inmediata. Las teologí­as-redacciones del / Pentateuco están preocupadas por afirmar ante todo aquel comienzo sorprendente, aquella “revelación”: cf Exo 3:13-15; Exo 6:2-3.

A lo largo de su experiencia histórica, debidamente interpretada por sucesivas profecí­as y teologí­as, Israel irá comprendiendo cada vez mejor que el nombre de su Dios se va cargando de ulteriores significados sorprendentes en cada nueva situación y experiencia con él: era, pues, el mismo Yhwh el que habí­a llamado y acompañado a los patriarcas hebreos, lo mismo que fue Yhwh el que luego liberó a Israel de Egipto y el que se manifestó como Señor y rey de su pueblo y de la historia humana.

Son especialmente significativos dos momentos tardí­os de la evolución religiosa y de la teologí­a del pueblo hebreo. 1) Cuando el nombre es sustituido -para no volver a pronunciarse (más que una vez al año, en un momento solemne del culto)- por Adónay, no tanto en el texto escrito (ketiv) como en la pronunciación (qeré), o sea, en la lectura. No era solamente una alternativa literaria, sino una interpretación: se fijaba en cierto modo un significado (y un rostro) al Yhwh de la revelación sinaí­tica, el de “Señor” (Señor mí­o). 2) También resulta ser una interpretación -en la lí­nea de la anterior- la traducción al griego helenista (LXX) del AT: Yhwh se convierte en Kyrios, es decir, también “Señor”. Hay que precisar que las sucesivas traducciones y utilizaciones teológicas y litúrgicas no siempre fueron coherentes (cf sin embargo, el arameo mar-an: ¡Señor nuestro!), ya que a veces recurrieron a otros apelativos, como “el Eterno”, o bien simplemente a su sustitución por “el Nombre” (cf la expresión: “Bendito sea el Nombre!”), en lugar de Yhwh [! Exodo IV, 1].

c) Origen y significado de Abbá. También para este rostro de Dios se constata en la Biblia una historia análoga a la de Yhwh.

Existe una continuidad de revelación y de experiencia (es decir, de “diálogo”) entre el AT y el NT: el mismo Jesús lo hace presente varias veces, refiriéndose a muchas de las páginas de la teologí­a y de la revelación antigua. Es suficiente examinar algunos pasajes sobre el Dios de Jesucristo: aquel que “ve en lo secreto” (cf Mat 6:1-18), aquel que está presente y es providente (cf Mat 6:19-34), aquel que es el único a quien hay que amar con todo el corazón (cf Mar 12:28-34), etc.

La misma revelación progresiva (y la expresión teológica) sobre la “paternidad” de Dios -aunque relativamente presente en su vocablo especí­fico (‘ab = padre)- puede ser considerada como una prehistoria del Abbá de Jesús, tanto en el perí­odo más estrictamente veterotestamentario (véase, p.ej., el maravilloso Sal 103) como en el judaí­smo palestino más reciente (véanse algunas páginas del mismo Sir 2:6-18; Sir 23:1-6).

Sin embargo, claramente se subraya en los testimonios apostólicos que el rostro de Dios Abbá es una revelación por parte de Jesús. Algunos autores, como J. Jeremias y W. Marchel, opinan que los diferentes usos del apelativo “padre” en la lengua griega del NT (en nominativo, en vocativo y con el adjetivo posesi. vo) traducen probablemente la única expresión aramea Abbá, que utilizaba Jesús para designar a Dios y para dirigirse a él. Es este acontecimiento nuevo y sorprendente para los discí­pulos -que ya estaban iniciados en el Dios padre del AT- el que queda registrado e interpretado en la predicación apostólica y en los escritos neotestamentarios: ya en un texto misterioso de la tradición sinóptica (cf Mat 11:25-27), pero sobre todo en Pablo (cf Rom 8:14-17) y en Juan (cf Jua 8:31-59, y particularmente Jua 17:1-8).

El significado fundamental del apelativo divino Abbá es el de fuente de vida y de relación filial con él; para Jesús ante todo, pero también para todos aquellos que por su conversión a la primací­a real de Jesús se hacen discí­pulos y hermanos de Jesús (el Hijo de Dios) y disponibles a la acción del Espí­ritu del Padre y del Hijo. A pesar de eso hay que preguntar al mismo Jesús qué extensión de sentido y de experiencia supone la referencia a Dios Abbá. Y podemos acercarnos a la penetración plena, aunque siempre inagotable, del nombre y del rostro de Abbá cuando examinamos y acogemos la oración que enseñó Jesús a los discí­pulos como resumen de su mensaje sobre Dios (cf Luc 11:2-4; Mat 6:9-13). Los grandes momentos de la experiencia religiosa cristiana encuentran realmente a Dios Abbá como interlocutor y causa original, afirmando la iniciativa soberana de él sobre todo, pidiendo su intervención providencial y constante, apelando a su misericordia inagotable, pidiéndole que no lleve a sus hijos al “desierto” de la tentación.

3. “PERSONALIDAD” DE Dios. Este capí­tulo de la teologí­a bí­blica es enfocado por los autores de diversas formas y según proporciones diferentes. El hecho parece deberse, al menos en parte, a la diversidad posible y efectiva de las opciones teológicas sistemáticas (qué “atributos” de Dios se intentan buscar y se consideran indispensables), pero además parece influir no poco el abundante contenido de textos y de temas del mensaje bí­blico.

En un examen atento de las páginas bí­blicas sobre Dios y su “personalidad” nos encontramos ante todo frente a diversas formas de expresión: intentos humanos de aproximarse al misterio divino. Señalemos algunas de esas formas, de las más corrientes.

Los antropomorfismos: manera tí­pica y frecuentí­sima de hablar de Dios, acercándolo a los modelos de la experiencia humana. Lo hacemos por ví­a analógica, con afirmaciones y precisiones sucesivas, pero no sin un atrevimiento literario y teológico, siempre dispuestos a reconocer, cuando se corre el riesgo de simplificar las cosas, que Dios no es un hombre y que no se porta como los hombres (cf Núm 23:19; Ose 11:9; Isa 40:27-31; Isa 49:13-15; etc.).

La simbologí­a:. una ventana abierta al misterio divino, a partir de las referencias a realidades sensibles y concretas. Son sobre todo los poetas y los grandes teólogos los que recurren a la ví­a simbólica; está bastante presente, por ejemplo, en los escritos de Isaí­as; pero también en las palabras de Jesús (véanse las maravillosas /”parábolas” sobre el reino) [/Sí­mbolo].

En el texto griego del NT, y en dependencia de las posibilidades más evolucionadas de esta lengua, aparece un tercer modo de aproximarse al misterio de Dios: la afirmación de las múltiples “relaciones de causalidad” (de origen, de finalidad, de eficiencia, de instrumentalidad) entre Dios y el mundo. Un testimonio tí­pico de este hablar humano sobre Dios (Trinidad) pueden considerarse las fórmulas de “credo” y de himno recogidas en los escritos apostólicos (cf 1Co 8:6; Col 1:16; Efe 4:4-6; etc.).

En una mirada de conjunto sobre el AT y el NT, ¿cuáles son entonces los rasgos fundamentales de la “personalidad” de Dios? Es decir, ¿qué aparece con mayor frecuencia y coherencia sobre el misterio de Dios, sobre su identidad tí­pica, la que él mismo manifestó y que el pueblo de Dios captó y profesó? Parece que son cinco estas connotaciones, y es posible captarlas en cierto orden sucesivo: Dios es el viviente; se manifiesta a través de la palabra (y el diálogo); está presente y providente respecto a la historia humana y cósmica; será el fin y el sentido (juez) supremo de la misma; en Jesucristo el Dios único se ha revelado también como Trinidad. Tan sólo proponemos algunas lí­neas de reflexión.

a) El Dios vivo. Una declaración de Jesús contra los saduceos de su tiempo, que no creí­an en la posibilidad de la resurrección, puede resumir muy bien la fe del AT y del mensaje cristiano sobre el Dios vivo: “Y acerca de la resurrección de los muertos, ¿no habéis leí­do en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo le dijo Dios: `Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’? No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Me 12,26-27). Tenemos aquí­ no sólo el recuerdo de la constante profesión de fe del pueblo de Dios (cf I Apo 17:1; Eze 33:11; Deu 5:25-26; Dan 14:5.25; etcétera), sino también la certeza vivida ya por Israel en unDios vivo que es también el-que-hace-vivir; sucede ya así­ para el primer hombre (cf Gén 2:7), pero también es verdad en cada instante de la existencia humana y cósmica (cf Job 34:14-15; Sal 104:29-30).

Y es en esta lí­nea de “credo” en alguien que da la / vida al hombre como los textos proféticos y sapienciales confiesan que Yhwh es el que “engendra” a la manera de un padre o de una madre (aunque este simbolismo parental sirve también para hablar de la misericordia y del amor divinos). Véanse algunas páginas, como Isa 1:2; Isa 46:3; Isa 63:15-16; Jer 31:20; etcétera.

b) El Dios que habla. “Y dijo Dios”: esta fórmula del primer capí­tulo de la Biblia, con la que el autor sagrado hizo de la llamada a la existencia de todos los seres creados una gran / “vocación”, está de alguna forma al comienzo de toda novedad y de toda vicisitud humana, Porque la / palabra de Dios llega al hombre y a la historia como llamada y anuncio de un proyecto: así­ para Abrahán (cf Gén 12:1-3), para Moisés (cf Exo 3:4-12), para Israel (cf Exo 19:3-6), para los profetas (cf l Apo 17:2-4; Jer 1:4-10; etc.). Más aún, Dios asigna el nombre y la tarea (vocación) a todo (cf Sal 147:4; Isa 40:26; Bar 3:33-35).

Pero el Dios que se manifiesta hablando no sólo llama y orienta todo, sino que también “dialoga” con el hombre; y la Biblia es testimonio de un largo diálogo entablado entre Dios y el hombre, que culminó en la existencia humana del Hijo de Dios (cf Heb 1:1-2; Jua 1:1-18) y sigue siendo todaví­a “instrumento” disponiblepara un diálogo siempre abierto y actual del hombre con el interlocutor divino.

Así­ pues, el Dios vivo es elocuente: ésa es su nota distintiva respecto a los falsos dioses (cf Sal 115:5-7). Su silencio es castigo para el hombre, punición por el abuso de sus palabras y por la desobediencia e insubordinación a sus normas (cf Amó 8:11-12; Isa 28:11-13). Pero también a veces Dios se calla para “tentar” a su pueblo o a los que él quiere purificar y consolidar en la fe total en él; son entonces tiempos de t “desierto” (como se verá más adelante, / III, 3; cf el libro de Job).

c) El Dios presente y providente. Con esta fórmula nos referimos a esa tercera gran página bí­blica sobre Dios, que lo presenta y lo profesa como vecino y envuelto en la historia del hombre y del mundo. Las diferentes teologí­as proféticas y apostólicas ofrecen múltiples indicaciones en torno a este artí­culo del “credo” hebreo-cristiano.

La tradición de Isaí­as subraya -desde la página sobre la vocación del profeta (cf Is 6)- las dos manifestaciones fundamentales de la presencia divina en la historia: la / santidad y la gloria. Quizá en ningún otro lugar del AT se alcancen cimas tan altas como las de Isaí­as en la traducción de esta fe en la presencia y en la intervención divina dentro de la historia humana y cósmica: el anuncio de Emanuel (cf Isa 7:14); el oráculo sobre la “piedra angular” en Sión (cf Isa 28:16); la simbologí­a del alfarero, que luego se recogerá en el AT y en el NT (cf Isa 29:16; Isa 45:9-12; Jer 18:1-12; Rom 9:20-21). En un estudio sobre el Segundo Isaí­as (Gabalda, Parí­s 1972, 520-554), P.E. Bonnard ha recogido sesenta y tres expresiones diferentes del comportamiento de Dios con la historia.

Efectivamente, el Dios que habla es presentado por la Biblia al mismo tiempo como el Dios que actúa; y el examen de Bonnard podrí­a ampliarse a otros muchos escritos bí­blicos, con no menores resultados en cuanto a la confirmación del obrar divino. Quizá el acento de algunos teólogos (pensemos en el Sacerdotal para el AT y en Juan para el NT) puede resultar como preferencial para el Dios-que-habla más que para el Dios-que-actúa; pero en ese caso es la palabra de Dios la que interviene siempre eficaz y “operante” dentro de la historia humana y cósmica.

Jesús habló a sus discí­pulos de este Dios presente y providente, presentando al Abbá cercano y envuelto en todas las vicisitudes de los hombres de una forma que jamás habí­a conocido y expresado el AT. Se trata de las hermosas páginas tan conocidas sobre la “providencia” divina (cf Mat 6:25-34).

d) El Dios juez y sentido de la historia. La revelación de sí­ mismo por parte de Dios y la confesión progresiva de fe del pueblo de Dios tienen en el capí­tulo de la “escatologí­a” un cuarto gran aspecto del misterio de Dios: el viviente, origen y causa del mundo y de la historia humana con su palabra y su presencia providencial, es esperado como el fin de todo y como su último significado. En efecto, después de lo que Jesucristo nos ha dicho sobre Dios, no esperamos otra revelación más que la que resuma y manifieste hasta qué punto nuestra historia pertenecí­a a un proyecto más profundo de Dios (cf DV 4).

Las páginas bí­blicas más recientes en torno a Dios fin y significado de todo son las que escribe el NT, recurriendo incluso a la posibilidad de la lengua griega de expresar las relaciones de causalidad entre Dios y el mundo (pero teniendo siempre como referencia espléndida el mensaje que nos dejó Jesús); así­ en ICor 15,20-28; Rom 11:36; Ap 4-5.

Pero a estas cumbres de la fe y de la teologí­a bí­blica se llegó a través de un largo itinerario, que se fue abriendo poco a poco al hecho de que todo está orientado hacia Dios. De él habló el AT como del vencedor final de la historia (cf Ez 38-39); como del Señor que conforta y ofrece un alegre banquete a todos los que le han sido fieles (cf Is 24-27); como del juez que finalmente dará significado y orden a la historia humana (cf Eze 33:10-20); como del que ha de resucitar a todos, pero para un destino diferente según el comportamiento de cada uno en esta tierra (cf Dan 12:1-3; ,23).

e) Dios Trinidad. Si los cuatro capí­tulos anteriores sobre la “personalidad” de Dios según la Biblia lo han presentado en su relación y manifestación respecto al hombre y al mundo, este capí­tulo del Dios Trinidad remite al “en sí­”, a su vida í­ntima y misteriosa. Pero de hecho la Biblia no hace de esto un discurso teórico y abstraí­do de la historia. Todo lo que los destinatarios de la revelación y de la Biblia llegan a conocer de la intimidad y del inefable vivir de Dios, todo ello hace referencia no sólo al saber y al creer, sino también al vivir del israelita y del discí­pulo de Jesús.

Ya el AT habí­a dejado vislumbrar -y en cierto modo buscar y esperar- en el Dios vivo y único aquello que luego reveló de él Jesús: un Dios que actúa a través de su “palabra” (cf Isa 55:10-11; Sal 147:15; Sab 19:14-16), que habla por medio de su “ángel” (cf Exo 23:20-23; Jue 2:1), que derrama su “espí­ritu” y de este modo vivifica la tierra y los hombres (cf Gén 1:2; Núm 11:24-30; Jue 3:10; Isa 11:2; Joe 3:1-2; Eze 36:26-28; Eze 37:1-14).

Jesús revela el misterio del Dios vivo: él es Abbá para todos los hombres, que se hacen discí­pulos de Jesús convirtiéndose al reino de Dios; pero ante todo y de manera única y propia es Abbá para su Hijo (cf Jua 10:32-39; Jua 14:1-11; Jua 17:1-3; Mar 12:35-37). Lamutua relación entre Padre e Hijo es el Espí­ritu, que “procede” del Padre y del Hijo y suscita en los hombres una actitud filial para con Dios Padre y de transformación progresiva del misterio de Cristo muerto y resucitado (cf Jua 3:3-8; Jua 7:37-39; Jua 14:15-17.26; Jua 16:7-15; Rom 8:2-17).

4. ACTITUDES HUMANAS FRENTE A DIOS. El Dios que se reveló a Israel y en Jesucristo provoca, según los testimonios de la Biblia, múltiples actitudes de respuesta: la del “credo”, frecuentemente esbozado y diseñado, especialmente junto a los santuarios yahvistas y con ocasión de las celebraciones cultuales (tanto en el AT como en el NT); la de la formulación teológica del misterio de Dios que se ha revelado, de la que son espejo y documento los mismos escritos bí­blicos redactados bajo la acción inspiradora del Espí­ritu de Dios, que manifiestan la tradición (o escuela) en que vieron la luz (como, p.ej., los “documentos” del Pentateuco), o bien los autores sagrados que son sus responsables (como, p.ej., Jeremí­as, Amós, o bien Mateo, Lucas, Pablo, etc.).

Pero frente al Dios que se ha revelado, la Biblia nos hace captar otras formas de “respuesta” humana, que aquí­ podemos resumir simplemente en dos tendencias fundamentales de sentido opuesto: las de tendencia negativa y reductiva y las de acogida o de reconocimiento positivo.

a) Actitudes de signo negativo. No consideramos aquí­ la negación explí­cita de Dios (ateí­smo), si es que aparece alguna vez en el mundo bí­blico; es éste un tema de presentación independiente [/Ateo]. Los libros sagrados recuerdan además otras formas de infidelidad y de negación, al menos parcial, del Dios que se reveló. A veces se trata sólo de “tentaciones”; pero en otros casos la Biblia registra opciones conscientes y prolongadas en el tiempo, propias y verdaderas situaciones de pecado. Hay que recordar dos de ellas en particular.

La blasfemia: el AT y el NT atribuyen a esta actitud un significado más amplio y grave que la de simple expresión injuriosa contra el nombre (como suena generalmente en la acepción corriente actual). Podemos resumir algunos significados fundamentales de blasfemia contra Dios y contra su nombre en el orden siguiente: 1) cuando los no-israelitas niegan que Yhwh sea fuente de salvación y de esperanza (cf 2Re 19:3-7.22-24); 2) pero también un israelita puede injuriar el nombre maldiciéndolo; en este caso es reo de muerte (cf Lev 24, l0ss); 3) un significado probable del mandamiento que prohí­be mencionar el nombre de Yhwh (cf Exo 20:7; Deu 5:11) es el de apartar el riesgo de ofenderlo y, en cierto modo, de blasfemar contra él, comprometiéndolo falsa o inútilmente en los propios juramentos; 4) blasfemia es en tiempos de Jesús -¡por eso le acusaron de blasfemar contra Dios!- el atribuirse prerrogativas propias de Dios (cf Mar 2:7; Jua 10:32-36); 5) pero Jesús afirma que también constituye una blasfemia imperdonable negar que el Espí­ritu Santo actúa en él (cf Mar 3:28-29); 6) y los evangelistas consideran una blasfemia la negación de Cristo y de su mesianidad mientras está muriendo en la cruz (cf Mar 15:29).

La idolatrí­a: también es ésta una gran página, paralela a la de la religiosidad de Israel para con su Yhwh. Adorar solamente a Yhwh, vigilando atentamente para no caminar nunca detrás de otras divinidades. El pueblo nacido de la alianza del Sinaí­ pertenece exclusivamente a Yhwh; por eso no debe seguir a otras divinidades (cf Deu 4:3; Deu 1:14; Deu 13:5; Jer 2:2-3; Ose 11:10). Hubo dos tentaciones distintas -pero también paralelas- que acompañaron a la vida religiosa del antiguo pueblo de Dios: seguir a otras divinidades, las de los pueblos vecinos o las de sus dominadores (cananeos, egipcios, mesopotámicos, fenicios, etc.) y hacerse imágenes de Dios, con la pretensión de “tenerlo a su disposición” y a la medida de la simbologí­a figurada (luna divinidad a la medida del hombre!). La pedagogí­a divina se extiende a lo largo de toda la historia hebreo-bí­blica: con la prohibición de las imágenes (cf Exo 20:4-6 y Deu 5:8-10), que se repite a menudo, aparte del decálogo, en toda la tórah (cf Deu 4:15-20; Exo 34:17); con la predicación profética del perí­odo monárquico, especialmente contra el “baalismo” (cf l Re 18); con la burla posexí­lica de los falsos í­dolos de los pueblos (cf Isa 41:21-29; Isa 43:8-13; Isa 44:9-20; Dan 14; Bar 6). El pecado de idolatrí­a lleva a los pueblos a la depravación moral, como denuncian tanto el AT (cf Sab 13; Sal 115) como el NT (cf Rom 1:18-32). Pero también hay formas de idolatrí­a que acechan la vida de fe de los cristianos (cf lCor 5,9-13; 10,14; 1Jn 5:21); por lo demás, la misma avaricia es idolatrí­a (cf Efe 5:5; Col 3:5).

b) Actitudes de signo positivo. La acogida del misterio de Dios que se fue revelando progresivamente desde el tiempo de los patriarcas hasta Jesús de Nazaret, se vive y se traduce en muchas manifestaciones de culto y de vida. La Biblia ofrece la posibilidad de una larga reseña de fórmulas y de expresiones concretas de l fe en Yhwh. Pero hay sobre todo tres actitudes que resultan significativas y que resumen todas las demás.

Invocar el nombre: esta expresión está claramente en oposición al abuso del nombre divino, que se prohibe en el mandamiento. Pero nos acercamos a su significado original cuando tenemos en cuenta que no se trata sólo de algo meramente formal y externo, sino de una declaración de pertenencia y de total dependencia de Dios, cuyo nombre se invoca (ese nombre con el que Dios se manifestó y se hizo reconocer por Israel: Yhwh). Para la comprensión de esta actitud puede servir el recuerdo de la escena del Carmelo (cf IRe 18,24-29); véanse además otros pasajes proféticos y de los Salmos (cf Jer 14:7-9; Isa 48:1-11; Eze 20:44; Sal 79:6; Sal 99:6; Sal 116:4.13.17). En este contexto se carga de sentido el anuncio de J13,5, que el NT aplicará luego a la profesión de fe en Jesús Señor (cf Heb 2:21.36; Heb 3:6.16; Heb 4:8-12).

Buscar (el rostro de) Dios: para recordar una de las páginas significativas de este tipo de experiencia religiosa bí­blica, se puede acudir a ciertos salmos de desterrados (como Sal 42-43) o, al menos, de personas sedientas de Dios y de su misterio (como Sal 27; 62; 63). Pero esta búsqueda de Dios -que tiene tantas consonancias, pero también peculiaridades, respecto a la búsqueda religiosa humana- asume acentos muy propios en la tradición bí­blica: la experiencia religiosa hebreo-cristiana afirma efectivamente la espontaneidad natural de la sed de Dios, así­ como la conciencia de sentirse de hecho buscados y alcanzados por Dios mismo. Las páginas bí­blicas que cuentan esta aventura teologal e intentan interpretarla, acentuando unas veces el momento activo y otras el momento pasivo y sorprendente, son numerosas (cf Amó 5:4-7; Ose 2:16-25; Isa 43:1-13; Isa 55:6-8). No menos significativos y densos en indicaciones teológicas son algunos pasajes neotestamentarios (cf Flp 3:1-16; Jua 1:35-51; Jua 4:4-42; Jua 20:11-18).

La creaturalidad humana frente a Dios: en Rom 1:21 san Pablo afirma que el gran pecado del pueblo fue el de no asumir una actitud de creaturalidad ante el Dios vivo y verdadero: “No tienen excusa porque, conociendo a Dios, no le glorificaron ni le dieron gracias…” Con mucha frecuencia se resume en la Biblia la actitud correcta humana de subordinación al Señor que se reveló con las expresiones “glorificar” y “dar gracias”. No se trata de expresiones polares comprensivas de todas las demás (adorar, alabar, exaltar), sino que pueden muy bien representar dos momentos significativos del hombre que se ha encontrado con Dios: el de dejar sitio a la “gloria” de Dios (la palabra hebrea kabod está cargada de un sentido especial que ha perdido en nuestras lenguas modernas) y el de confesar que Dios ha intervenido providencialmente y de forma gratuita en la historia. Para captar el significado bí­blico de estas expresiones hay que tener presente: 1) el dar gloria a Dios puede referirse a Isa 6:1-4, pero también a 1Re 8:10-13 y al texto “sacerdotal” de Núm 9:15-23; un eco interpretativo de todo ello puede verse en 2Co 3:4-18 (cf Jua 1:14; Jua 2:11); 2) el dar gracias a Dios recuerda ante todo las manifestaciones cultuales para con Dios, traducidas en expresiones múltiples: bendecir, alabar, reconocer y dar gracias. A menudo estas actitudes están marcadas por el gozo y la sorpresa ante la intervención divina excepcional. Véanse algunas páginas bí­blicas como éstas: 1Sa 2:1-10; 2Sam 22; Sal 107; Luc 1:46-55 (Magní­ficat); Luc 1:68-79 (Benedictus); Apo 11:17-18 [t Jesucristo; /Espí­ritu Santo].

III. TIPOLOGíAS FUNDAMENTALES DE LA REVELACION Y DE LA EXPERIENCIA DE DIOS. Yhwh es un Dios vivo y presente en el pueblo hebreo-cristiano; es posible alcanzar su misterio, al menos en algunas de sus manifestaciones y expresiones, a través de la Biblia, asumida en su significado de libro sagrado (“inspirado”) de los “profetas” (AT) y de los “apóstoles” (NT). La teologí­a bí­blica sobre Dios parte, por consiguiente, de la misma “teologí­a” de los diversos autores del libro sagrado hebreo-cristiano; intenta ser la interpretación fiel y la sí­ntesis actualizante de los mismos.

Pero en este punto cabe preguntar: ¿Es posible dar un paso más, a saber: de la investigación de tipo teológico a la atención a ese Dios que habla de sí­, que se autorrevela, lógicamente a través de la misma Biblia? El objetivo seguirá siendo “teológico”, prolongación del que se buscaba por la ví­a que recorrí­amos en el capí­tulo anterior; pero el método que hemos de seguir y la actitud son diferentes.

Efectivamente, en la experiencia de fe vivida por el mundo israelita y por la comunidad de los discí­pulos de Jesús existen dos notas tí­picas de la “audición”, distintas y complementarias, que han fundamentado y alimentado las “lecturas” sinagogales y eclesiales de la Biblia:
– Dios se ha revelado realmente, en el tiempo que va desde Abrahán hasta Jesucristo, según tipologí­as y modelos humanos diferentes. Sus citas sucesivas con los hombres -sobre todo con los que fueron los destinatarios privilegiados de su autorrevelación- correspondí­an a la situación histórica en que ellos se encontraban y escuchaban al Dios vivo. Desde la tienda de los patriarcas se vislumbraba y se experimentaba un rostro divino distinto del que constituirí­a más tarde la experiencia del éxodo o la del desierto.

– Dios habló además con acentos y con formas humanas diferentes (cf Heb 1:1-2). En la conciencia y en la profesión de fe del pueblo hebreo- cristiano hay cuatro géneros fundamentales de “palabra”, que constituyen y caracterizan cuatro actitudes diferentes de “acogida”: tórah, profecí­a, sabidurí­a y evangelio [/supra, I, 2]. Este fue el criterio -no sin algunas incertidumbres de opción respecto a cada uno de los escritos-con que primero Israel y más tarde la Iglesia apostólica acogieron la “palabra” que les dirigí­a su Dios (cf el aspecto teológico del tema del “ca-non” de las Sagradas Escrituras).

Pues bien, esta “acogida” o audición sigue todaví­a, a través de la Biblia, en la sinagoga judí­a y en la liturgia cristiana. Y ese Dios que se reveló en otros tiempos -y cuyos acontecimientos y palabras se recogieron en los textos sagrados- puede ser buscado y encontrado de nuevo cada vez que se acoge la Biblia como testimonio privilegiado (inspirado) de su revelación.

Lógicamente, esta audición -para que pueda ser provechosa y auténtica- no tiene que sustraerse a las leyes de la /hermenéutica literaria del texto bí­blico, desde el momento que Dios eligió dirigirse a los hombres “por medio de hombres y a la manera humana” (DV 12). Aquí­ es donde se coloca, con su propia función de iluminación y de disciplina, el momento exegético y de “teologí­a bí­blica”. Pero las comunidades hebrea y cristiana solicitan del servicio exegético-teológico una atención más viva (y de fe) respecto al interlocutor divino: Dios habla de sí­ mismo (y del hombre en relación con él) según géneros diferentes de palabra y de invitación y según modelos y tipologí­as de encuentro múltiples.

¿Cuáles son entonces esos nombres y esos rostros del Dios vivo? Con vistas al trabajo teológico, pero también en orden a la vida teologal del pueblo de Dios, ¿se puede llegar a una clasificación de las tipologí­as fundamentales, según las cuales se ha revelado Dios?
¿Y qué acentos particulares contribuyen a captar y a vivir las diferentes modalidades (tórah, profecí­a, sabidurí­a, evangelio) con que Dios se re-veló a su pueblo a través de los hombres inspirados?
1. EL DIOS DEL NOMADISMO Y DE LA DIíSPORA. Una condición de existencia que nunca llegó a faltar en la historia del pueblo de la Biblia -aunque variaron las circunstancias y quizá las causas inmediatas-es la de la provisionalidad y la movilidad. En todas las fases de su epopeya histórica, desde el tiempo de los patriarcas hasta la época apostólica, hay páginas más o menos considerables en que el israelita o el discí­pulo de Jesús viven un diálogo con Dios en situación de tienda y de nomadismo.

Pues bien, la Biblia atestigua abundantemente una revelación divina dentro de esa condición humana. Hay un rostro, hay una identidad divina que se dibujan y se manifiestan a medida que los interlocutores humanos van caminando -más aún, son “llamados” a caminar por Dios-por los caminos del nomadismo y de la tienda. ¿Pero quién es, qué rostro revela el Dios viviente y presente al lado del hombre en condición de provisionalidad?
a) Dios roca y sostén. Cuando el israelita escuchaba -y escucha- el sábado la palabra de Dios como orientación de su vida, se le advierte repetidas veces que su condición de movilidad no es una fatalidad, sino una vocación. Y Dios está siempre cerca del hombre que vive esa experiencia como hecho religioso.

El acontecimiento primordial lo presenta el Génesis en las páginas relativas a los patriarcas hebreos (cf Gén 12-36). No se trata de un solo episodio: el examen atento de los textos y de aquella epopeya no permite reconstruir los detalles, pero las páginas del Génesis recuerdan cierta-mente un diálogo ocurrido, un rostro divino encontrado, “respuestas” da-das por los patriarcas a través de actos de culto, de los cuales fueron siempre conmemoración y garantí­a los santuarios de la tierra de Palestina (cf Gén 12:8; Gén 13:18; Gén 35:14-15).

¿Pero quién es el Dios que se hizo presente en la tienda de los patriarcas? El mismo con que se encontrará luego Moisés en tiempos del éxodo, como nos asegura siempre la tórah (cf Exo 3:6.15; Exo 6:2-4). Su nombre se acerca mucho a la situación de sus interlocutores nómadas: Dios altí­simo (El Elyón: Gén 14:18-24), Dios omnipotente (El-Ssadday Gén 17:1), Dios eterno (‘El-`Olam: Gén 21:33). Es el Dios de ciertos santuarios, junto a los cuales se detuvieron los patriarcas: Siquén, Betel, Fanuel, etc. Y el encuentro con Dios -en los numerosos diálogos o apariciones (con acentos teológicos diferentes, según los redactores del texto)- pone cada vez más de relieve un tipo de revelación de sí­ mismo, por parte de Dios: él es guí­a, sostén y “escudo” (cf Gén 15:1), amigo que alienta y se confí­a. Entre otras varias hay una nota teológica que destaca en el Dios de los patriarcas (y en todas las “tradiciones” registradas en Gén 12-36): Dios es el que se compromete por el futuro, es el Dios de las promesas, el Dios de la historia.

Hay otros capí­tulos de la tórah (Pentateuco) que confirman este rostro del Dios que defiende al desvalido y que se compromete en el tiempo: 1) pensemos en el empleo del tono de promesa y de anuncio cuando Israel es llamado a salir de Egipto (cf Ex 3-4); 2) además constituye una página independiente en el cuerpo legislativo de la tórah la que se refiere a los deberes de Israel para los que están desplazados y viven provisionalmente en medio del pueblo: la viuda, elhuérfano, el forastero y el asalariado, En relación con ellos, Dios vuelve a declararse sostén y defensa, como lo habí­a sido con los patriarcas (cf Exo 22:20-26; Deu 24:10-22).

Hay también una página de la tórah que encuentra aquí­ su colocación más oportuna: la que se refiere a la magia y a la adivinación. Semejantes prácticas eran una ofensa para el Señor del tiempo y de la providencia; un desconfiar de él; sustraerse a su plan sorprendente, pero siempre provechoso para el hombre. Véanse las duras prescripciones de Exo 22:17; Deu 18:9-12; Lev 19:26.31; Lev 20:6.27 (y véase una página histórica desconcertante: la de Saúl en Endor, 1Sa 28:3-25).

b) El que defiende al pobre. La palabra divina en cuanto “profecí­a” (no pretendemos entrar aquí­ en la cuestión de las diferentes asignaciones de algunos escritos, según las ediciones sucesivas de su “canon”) considera nuevas formas de provisionalidad humana y, consiguientemente, del Dios que se manifiesta en ella. Recordemos sólo algunas páginas principales.

Durante el tiempo de los profetas continúan aún ciertas formas menores y parciales de nomadismo: ante todo la de los pobres. Una expresión, que asumirá un tono especialmente significativo en labios de Jesús (cf Mat 26:11), puede caracterizar muy bien la experiencia de Israel durante el perí­odo monárquico y por tanto, de suyo, de la condición sedentaria. Se lee en Deu 15:11 : “Nunca faltarán pobres en la tierra; por eso te digo: Abre tu mano a tu hermano, al humillado y al pobre de tu tierra” (el texto forma parte de las prescripciones sobre el año sabático: véase Deu 15:7-11). Los profetas presentan a un Dios que protege a los pobres y que castiga todo abuso de los poderosos de turno: cf I Re 21 (la viña de Nabot); Amó 2:7; Amó 5:11-15; Amó 8:4-8; Miq 2:2; Miq 7:1-7; Isa 1:16-17; Isa 5:8-10).

Pero los profetas predican además una “pobreza” como opción espiritual, o mejor dicho, como respuesta a una llamada por parte de Dios: la de ponerse bajo su protección, la de una condición de desprendimiento incluso de las protecciones humanas y de la tierra. Es ciertamente ejemplar la página relativa a los recabitas (cf Jer 35). Tampoco carece de sentido y de mensaje -aunque no siempre se la viviera como vocación- la disposición de que la tribu de Leví­ no poseyera un territorio, ya que su herencia tení­a que ser el Señor; por eso los profetas recuerdan a los levitas la necesidad de superar sus infidelidades (cf Ose 4:4-10; Ose 6:9; Miq 3:11; Jer 6:13-15). También son páginas muy ricas de espiritualidad y de “teologí­a” las relativas a los “pobres del Señor” (cf Sof 2:3; Sof 3:11-13; Isa 49:13; Isa 62:2; 1Sa 2:1-10) [! Pobreza].

La nueva experiencia de provisionalidad que Israel está llamado a vivir en el tiempo “profético” es la del destierro y la diáspora. Después de varias desorientaciones y crisis de fe, la palabra profética por parte de Dios se hace oí­r; pero no es solamente un castigo de las culpas y de las infidelidades, ¡sino una “vocación”! Bajo esta nueva condición de movilidad hay un plan providencial, y por tanto es posible dialogar con Dios, encontrarlo incluso en las tierras de la diáspora. Puede verse Jer 24 (las dos cestas de higos y su simbologí­a) y 29 (la carta a los deportados de Babilonia). Es este mismo sentido hay que entender también Eze 12:1-20; 34-37.

c) El Dios providente. En su multiplicidad de géneros literarios, los escritos sapienciales atestiguan una tercera palabra de Dios sobre las situaciones de movilidad (bien sea la de la diáspora o bien la de otras experiencias más bien personales de provisionalidad): toda forma de ruptura y de pérdida de seguridad externa es de hecho vocación y providencia. Obsérvense los hechos siguientes: 1) en la diáspora y en situación de minorí­a el Señor llama a hacerse sensibles y abiertos a los nuevos pobres que se descubren (llamada a las “obras de misericordia”: cf ,10; Sir 29:8-13; Job 24:2-12; Job 31:16-32; Tob 4:7-11; ); 2) pero las diferentes condiciones de provisionalidad son también una escuela de desprendimiento de la riqueza y del bienestar, cuando el hombre siente la tentación de prescindir de Dios en su vida (cf Pro 13:7-8; Pro 15:16; Sir 5:1-11; Sir 11:12-28; Sir 14:3-19). Así­ se aprende a basarse sólo en Dios providente y cercano (cf Job 27:16-19; Sir 34:13-17; Sal 49; 73).

d) “Abbá, danos el pan de cada dí­a” Nos referimos a la palabra de Dios que nos dijo Jesús (y que nos atestigua todo el NT). No sólo Jesús vivió en el desprendimiento, y durante cierto tiempo, en el destierro, sino que también su comunidad inició su camino -como atestiguan especialmente algunos escritos del NT (cf 1Pe; Heb)- bajo el signo de la diáspora y de la persecución.

A las enseñanzas más densas de Jesús sobre la experiencia de Dios desde una condición de provisionalidad pertenecen: 1) la invitación a basar la propia confianza sólo en Dios Abbá presente y providente, desprendiéndose de los bienes y de la ambición (cf Luc 12:13-24); 2) la exhortación a no tener miedo cuando nos encontramos en situaciones de minorí­a y de persecución (cf Mat 10:26-31); 3) la exigencia de vivir la misión, sin garantizarse el propio futuro económico y personal (cf Mat 10:5-10).

Los escritos apostólicos señalan con más precisión las actitudes que han de vivir los nuevos discí­pulos: fundarse sólo en Dios (cf Heb 11); buscar una patria futura, que haga considerar la existencia presente como transitoria (cf l Pe 2,11-12; 5,6-9; Flp 3:18-21; Heb 13:14).

Puede considerarse como vértice de la enseñanza de Jesús la petición que propone a los discí­pulos en el Padrenuestro: que sea el Abbá el que nos dé el pan de cada dí­a, como habí­a hecho providencialmente con Israel en el desierto. Compárense Mat 6:11 y Exo 16:11-26 (y también Mat 6:25-34). Verdaderamente aquí­ el rostro del Dios presente y providente alcanza una cuma de su autorrevelación.

2. EL DIOS DE LA LIBERACIí“N Y DE LA ALIANZA. La tipologí­a del éxodo y de la alianza es la segunda gran tipologí­a de la revelación bí­blica. Se trata también en este caso de una cita constantemente viva y actual entre Dios y su pueblo, y no sólo del recuerdo de un episodio lejano y único; es lo que nos lleva a constatar el examen del AT y del NT. De esta experiencia siempre permanente y que se renueva a lo largo de la historia interesan aquellas revelaciones de sí­ mismo que fue haciendo el Dios de la / liberación y de la / alianza desde los tiempos del Sinaí­ hasta el mensaje de Jesús: ¿cuál es su nombre?, ¿con qué rostro fue captado y encontrado por sus destinatarios?
a) Dios libera y une con él en alianza. Al primer tipo fundamental de palabra divina en la Biblia le está reservado ante todo transmitir el recuerdo y el significado del acontecimiento primordial: Yhwh intervino triunfalmente para liberar y rescatar para sí­ a los descendientes de los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob.

Varios textos -que es posible fechar con cierta aproximación, en tiempos más lejanos respecto a la redacción actual del Pentateuco- evocan e interpretan aquel doble acontecimiento de liberación de la esclavitud de Egipto y de adhesión libre y total a Yhwh en forma de alianza (cf Deu 26:5-10; Núm 23:22; Núm 24:8-9; etc.). El éxodo y la alianza son ante todo “vocaciones” por parte de Dios: cf Exo 18:3-8; Exo 24:3-8.

Así­ pues, la teologí­a, es decir, los nombres y los rostros de Dios, aparece bastante variada en estas páginas ya desde las más arcaicas.

Yhwh es aquel que vence y triunfa, pues de manera inesperada y admirable sumergió en el mar al “caballo y al caballero” de los egipcios (cf Exo 15:19).

El tipo de intervención divina que lleva a Israel desde la esclavitud a la adhesión libre a su Dios se configura como un rescate y una conquista que engendra derechos de exclusividad sobre Israel por parte de Yhwh y de pertenencia total a él por parte de los rescatados (cf Exo 12:1-13, 16). En otras “teologí­as” más evolucionadas se recurrirá al término técnico, que indica el rescate-adquisición de esclavos, para calificar la intervención del Señor en Egipto (ga’ al: cf Exo 6:6; Exo 15:13).

El Dios que hizo salir a Israel y que lo llamó a una alianza con él afirma además -con otro antropomorfismo atrevido- que es “celoso”: no admite una fidelidad parcial y dividida en la espiritualidad israelita. Toda la tórah, en sus sucesivas redacciones, predica este rostro divino (cf Exo 20:3-6; Exo 34:14; Jos 24:19; Deu 4:23-27; Deu 5:9-10; Deu 6:14-15; Deu 32:15-25).

Pero hay por lo menos otro rasgo caracterí­stico y misterioso del Dios del éxodo-alianza: sus “celos” se compaginan con una infinita /misericordia. El episodio de la revelación se refiere en Exo 33:18-23 y 34,5-8. Pero la fórmula de autopresentación divina (34,6b-7) aparece con frecuencia, y con diferentes intentos de expresión, a lo largo de todo el Pentateuco (cf Exo 20:5-6 = Deu 5:9-10; Núm 14:18-19; Deu 7:9-10) y en otros lugares del AT (cf Jer 32:18; J12,13; Sal 86:15), sobre todo en el maravilloso salmo 103.

b) El esposo fiel y misericordioso. Yhwh sigue hablando de sí­ mismo, como Dios de liberación y de alianza, a través de los escritos proféticos. Su múltiple interpretación de la epopeya histórica del pueblo de Dios nos hace escuchar frecuentemente una palabra divina que no cesa de sorprender, mientras que revela nuevos aspectos del Dios celoso y misericordioso.

Los libros profético-históricos (de mano deuteronómica) resumen los siglos que van desde el tiempo de Josué hasta el destierro de Babilonia subrayando frecuentemente el doble tema de la infidelidad de Israel y de la fidelidad gratuita de Dios.

Oseas recurre expresamente a la tipologí­a familiar para predicar cuáles son las relaciones que vive Yhwh con el reino de Samaria: un esposo apasionado y traicionado (cf Ose 2:4-20), un padre amoroso no correspondido (cf Ose 11:1-9). Pero en el horizonte de esta revelación y experiencia de Dios resuenan con energí­a los acentos de esperanza y de recuperación(cf Ose 2:21-25; Ose 11:10-11; Ose 14:2-9).

De una alianza con Dios como desposorio hablan además otras profecí­as: algunas páginas de Jeremí­as (cf Jer 2:2-3, 5; Jer 30:12-17; Jer 31:3-4); Ezequiel, en textos que afirman que nunca se ha mantenido la fidelidad a Dios por parte de su pueblo (cf Ez 16; 23); el Segundo Isaí­as, para anunciar un nuevo tipo de relaciones entre Sión y el esposo divino (cf Is 54; 60; 62).

Un nuevo éxodo y una nueva alianza, según los profetas recordados, se deben al hecho de que Yhwh es, al mismo tiempo, misteriosamente “celoso” como un esposo herido y ofendido (cf Eze 16:38-42; Eze 23:25; Eze 35:11; Eze 36:5-6; Isa 59:17; Isa 63:15; etc.); “misericordioso”, como un padre y un madre (cf Ose 1:6-7; Ose 2:25; Jer 12:15; Jer 30:18; Jer 31:20; Isa 49:13-15; Isa 54:6-10; etc.); y “redentor” (gó ‘el), que rescata a su pueblo de sus múltiples cadenas (cf Ose 13:14; Miq 4:10; Jer 31:11; Isa 43:1-2; Isa 44:21-24; Isa 48:20; Isa 60:16; etc.).

c) El Dios que perdona y recupera. La palabra divina bajo la forma de “sabidurí­a” evoca e interpreta la relación í­ntima entre Israel y su Dios de maneras diferentes: la fidelidad para con aquel que libera y guí­a a su pueblo tiene que manifestarse a través de la acogida de su ley (cf Sal 119; Si 24; ,4); aparece con frecuencia la invitación a la confianza en Dios misericordioso, a través de fórmulas maravillosas de “confesión” de las culpas (cf Sal 25; 51; ,8; Dan 3:26-45; Dan 9:3-19).

Al tipo de palabra de Dios como sabidurí­a pertenece también la esperanza de nuevas intervenciones divinas de liberación, como en el tiempo de la esclavitud de Egipto. Es lo que se percibe en algunas oraciones, como las de Judit (cf Jdt 9), Ester (cf Est 4), el Sirácida (cf Sir 36:1-17). El libro de la Sabidurí­a evoca los acontecimientos del éxodo como motivo de esperanza de nuevas salvaciones divinas; en efecto, el Señor custodió y guió siempre a su pueblo (cf Sab 10-19).

El Cantar de los Cantares tiene páginas sublimes sobre las vicisitudes de la alianza entre Yhwh y su pueblo: el amor y la intimidad -no sin purificaciones y alternativas fatigosas de fidelidad- entre los dos amados se celebran a través de la tipologí­a esponsal, que ya trataban con gusto los profetas. El horizonte es el de la visión confiada de su posible realización y de su continuo crecimiento: Dios esposo no le fallará jamás a su esposa amada y su fidelidad logrará vencer las fragilidades temporales de esta última.

d) “Abbá, perdona nuestras ofensas’: Jesús se refirió con frecuencia al antiguo modelo de relaciones con Dios, bien sea para denunciar la imposible recuperación de la alianza sinaí­tica en sus expresiones actuales de religiosidad (propuestas y vividas por los escribas y los fariseos) y de culto (especialmente el del templo), bien para anunciar y realizar la institución de una nueva alianza (en la última cena con los discí­pulos).

Resulta entonces originalí­simo el anuncio que Jesús hace de Dios: él es un Padre (más aún, un Abbá) misericordioso; y la relación con él engendra confianza y esperanza respecto a la existencia propia, aunque marcada por la infidelidad y el pecado (cf Luc 6:35-38; Luc 15:11-32). Desarrollando una enseñanza concreta de Jesús, el NT pone constantemente en evidencia el hecho de que Dios es el “primero” en perdonar (en Cristo) y en “re-conciliar” consigo al mundo (cf 2Co 5:18-21; Rom 5:5-11; Col 1:18-23; Efe 2:4-18).

El nuevo éxodo consiste ante todo en la liberación del pecado; pero alcanzará su experiencia suprema al final de los tiempos, en los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando Dios sea todo en todos (cf el mensaje del Apocalipsis). Y la nueva alianza, que tendrá su cumplimiento en los cielos (cf de nuevo Ap 19-22), se celebra ya en esta tierra a través de los encuentros de Cristo esposo con los hombres, que se convierten al reino de Dios y forman la Iglesia (cf Mar 2:18-20; 2Co 11:1-4; Efe 5:25-32).

Jesús ordena a los discí­pulos que se dirijan a Dios, Abbá misericordioso, con infinita confianza, para pedirle perdón por sus propias infidelidades. De esta manera queda dibujado -en la oración del Padre-nuestro- el rostro de aquel Dios que se reveló como liberador y compañero de una experiencia de intimidad (de alianza esponsal y paternal) con el hombre.

3. EL DIOS DEL”DESIERTO”. Desde el tiempo de las peregrinaciones de Israel en el desierto de Sinaí­, las experiencias religiosas de prueba de la fidelidad a Yhwh marcan con frecuencia el camino del pueblo de Dios. El “desierto” no es sólo un lugar y un tiempo, sino también una especie de cita con Dios por parte de Israel. Los términos bí­blicos que evocan el desierto son más “teológicos” que geográficos; en efecto, se habla de Masá (tentación, prueba, verificación) y de Meribá (contestación, rebelión, protesta). ¡Es el Dios-que-tienta a su pueblo y al hombre! Tal es el rostro que a menudo se señala y se manifiesta en la revelación bí­blica: uno de los capí­tulos más misteriosos y apasionantes de la teologí­a hebreo-cristiana sobre el Yhwh del AT y sobre el Abbá del NT. Indiquemos algunos de sus rasgos:
a) El Dios de Masá y Meribá. También en este caso la autorrevelación divina tiene su tarjeta de presentación en el signo de una tórah, de una orientación fundamental de vida para el pueblo de Dios. Los sucesos de Masá y de Meribá se registran con frecuencia -y se repiten- en los cinco primeros libros de la Biblia (véanse las secciones de ,27; Núm 11-14; 20-25; ,8; etc.).

Interesa subrayar la frecuencia con que los antiguos redactores de aquellas páginas resumieron los episodios del desierto con la expresión: “Dios… tentó a Israel” (cf Exo 15:25; Exo 16:4; Exo 20:20; Deu 8:2.16; Deu 13:4). Ciertamente, la Biblia dice a veces que también Israel rebelándose “tentó a Dios” (cf Exo 17:2.7; Núm 14:2); pero no cabe duda de que la primera fórmula es mucho más misteriosa. La prueba de ello es que en algunos casos, en vez del sujeto divino que tienta (como en el episodio de David y del censo que habí­a ordenado: cf 2Sa 24:1), se procura sustituirlo por Satanás, más fácilmente “comprensible” como tentador del hombre (cf 1Cr 21:1 : ¡no es Yhwh, sino Satanás el que tentó a David!).

La tentación por parte de Dios no se la ahorró ni siquiera a Abrahán (cf Gén 22:1). Y aquí­ precisamente es donde hay que buscar un probable significado de esta automanifestación de Dios: es él quien “llama” al desierto; es él mismo -el que hizo salir a Israel de Egipto (cf Exo 20:2)-el que le hace atravesar también el desierto “para” tentar a su pueblo: así­ Deu 8:2-5. El Dios-que-tienta es el Señor de la historia; ¡y en el tiempo de la tentación se revela con un solo rostro y un nombre!
b) El que tienta a su pueblo. La revelación divina de sí­ mismo como “tentador” sigue siendo registrada y profundizada por los profetas: 1) la confrontación con el baalismo de Canaán (y las frecuentes caí­das en la infidelidad a Dios) se desarrolla en el libro de los / Jueces con episodios en los que Yhwh tentaba de éste modo a su pueblo (cf Jue 2:22; Jue 3:1.4); 2) también la sumisión de Ezequí­as frente al poder de Babilonia es transcrita por el libro de las Crónicas como una tentación por parte de Dios (cf 2Cr 32:31).

La nueva gran página histórica de “desierto”, que los profetas interpretan como “vocación” por parte de Dios, es la del destierro. Dios se ha revelado nuevamente, no ya sólo como “roca” en el tiempo del nomadismo y de la diáspora (/supra, III, 1 a), sino también como aquel que somete a prueba a su pueblo. A través de los profetas del destierro y de después del destierro, Israel aprende a buscar a un Dios más grande y misterioso que el que de vez en cuando se asignaba en su religiosidad y en su teologí­a. Yhwh es un Dios que provoca “porqués”, que quedan mucho tiempo sin respuesta, moviendo así­ a purificar la capacidad y la confianza superficiales respecto a él. Véanse algunas páginas maravillosas en los profetas: cf Lam; Isa 58:1-3 (y 59,1-2); Hab 1:2-4.12-17; Mal 1:2-5; ,5; Mal 3:13-18; etc.

c) Dios está más allá de toda experiencia y teologí­a. El estilo misterioso de Dios vuelve a presentarse como experiencia y como interrogante en la palabra divina dirigida a los hombres como “sabidurí­a”: ninguna formulación (teológica), ninguna sí­ntesis de su misterio es jamás adecuada para explicar sus sorpresas desconcertantes en la historia y en la vida de los hombres. Este parece ser el significado profundo de dos grandes libros sapienciales: / Job y / Qohélet. Dios está siempre más allá; el encuentro con él no repite nunca modelos precedentes; es menester aceptar siempre a un viviente continuamente original, que invita a un profundo sentimiento de humildad y de creaturalidad.

Son numerosos los /salmos que traducen en plegaria la experiencia del desierto, bien sea comunitaria o bien personal: las súplicas de los enfermos (cf Sal 6; 22; 31; 41; etc., que aparecen más tarde en los evangelios para interpretar la pasión de Jesús); las invocaciones de los desterrados (cf Sal 42-43; 102), de los acusados falsamente (cf Sal 7; 26; 35; 109), de los oprimidos (cf Sal 55; 57; 59; 69; etcétera). Como se deduce de estas plegarias, Dios es el único que salva. El desierto de la prueba afina la fe en Dios; el rostro divino, tan misterioso en determinados momentos, sigue siendo, sin embargo, aquel que busca el orante, como el único que puede confortar y sostener su existencia.

d) “Abbá, no nos dejes caer en la tentación’: Los evangelios se refieren al Dios del desierto y de la tentación a partir de la experiencia de Jesús. Hay páginas del NT que mantienen en este sentido un significado inagotable: “El Espí­ritu llevó a Jesús al desierto para ser tentado por el diablo” (Mat 4:1). Y también: “Jesús… fue probado en todo a semejanza nuestra…” (Heb 4:15). El significado de aquellas pruebas del desierto, lo mismo que las que Jesús sufrió durante su vida pública (cuando la causa inmediata son los hombres que le rodean: cf Mat 16:1-4; Mat 19:1-9; Mat 22:15-22; Mat 22:34-40), es siempre el de alejar-se del proyecto de su Padre respecto a la misión de salvación que ha de realizar. Y es en Getsemaní­ (cf Mar 14:32-42) donde Jesús pronuncia el último sí­ de total adhesión a la voluntad de Dios, al que invoca según lo recuerda Marcos como a su Abbá (Mar 14:36).

Aquí­ precisamente radica uno de los aspectos totalmente nuevos e inimaginables que Jesús revela sobre el significado de la experiencia de desierto-tentación: el rostro y el nombre de Dios que “llama” al desierto, más aún, que “induce (hace entrar) en la tentación”, es el rostro y el nombre paternal del Abbá. ¿Por qué? Para tomar conciencia de la propia fragilidad y recurrir a él para ser liberados del maligno. Esta es la actitud que se le sugiere al discí­pulo en la penúltima petición del Padrenuestro, la oración en que Jesús resume las experiencias fundamentales de encuentro entre el Abbá que está en los cielos y los que acogen su mensaje sobre Dios (cf Mat 6:13).

4. EL DIOS REY Y SEí‘OR DE LA HISTORIA. La tipologí­a del /”reino” de Dios, entendido como su iniciativa única sobre la historia humana y sobre el cosmos, llena toda la Biblia desde las primeras páginas hasta el Apocalipsis. El Dios vivo y presente. se ha revelado constantemente como Señor, hasta el punto de que Israel asignó de buen grado al misterioso nombre divino de Yhwh, como su traducción más adecuada, los nombres de Adónay (en hebreo) y de Kyrios (en griego), que indican precisamente el sentido de señorí­o.

a) Iniciativa de Dios en escoger y en llamar. Las primeras páginas de la Biblia se abren con el Dios creador, y por consiguiente Señor del universo. Pero en el orden de la revelación y de la experiencia, la “primeridad” de Dios es captada por Israel a través de otras muchas páginas. Lejana en el tiempo -aunque siempre nueva y actual- está para el pueblo de Dios la experiencia de la /elección y de la vocación: ¡todo comienza por esa iniciativa de Dios! Y cuando Dios llama, “da un nombre” y un sentido a la existencia del hombre. Véanse páginas como las de Gén 16:11; Gén 17:5.15; Gén 32:29; etc. El Deuteronomio recoge estas lí­neas de reflexión teológica (cf Deu 4:32-39; Deu 7:6-10).

Otra de las sorpresas vividas por Israel desde los años más remotos -y fijada por escrito de múltiples maneras teológicas- es la de haber encontrado en su Dios a un combatiente y a un guerrillero; solo y por sí­ mismo, Yhwh vence en batalla y guí­a a su pueblo (las “guerras de Yhwh”): cf Exo 14:1-15, 21; Exo 17:8-16; Núm 22-24; Deu 20:2-4; etc.

Esta iniciativa regia de Dios se traduce teológicamente con diversos recursos literarios por el último autor (el “sacerdotal”) del Pentateuco; los acontecimientos históricos son anunciados y descritos antecedentemente por Dios (cf Gén 1; Exo 6:2-12; Exo 7:1-13; Exo 9:8-12); cuando el Señor manda algo, el hombre no tiene nada que objetar ni que responder con palabras, sino que ha de ejecutar sus órdenes (cf Gén 17; Exo 7:6-7; Exo 16:4-16).

b) Yhwh, Señor de la historia. En el segundo modelo fundamental de palabra divina, la profecí­a, se encuentran numerosos textos de revelación y de interpretación profética sobre el señorí­o divino.

Un acontecimiento decisivo en orden a la experiencia del rostro soberano de Dios es en primer lugar la elección de la “casa de David” como signo del reinado divino sobre el pueblo de Dios. La profecí­a de Natán a /David se mostrará cargada de mensaje teológico: de esta manera Yhwh tomaba en sus manos la historia de los descendientes de los patriarcas. Los textos proféticos interpretativos se van redactando sucesivamente, con diferentes acentos, hasta abrirse cada vez más a unas perspectivas mesiánicas: cf 2Sam 7; lCrón 17; Sal 2; 72; 89; 110; etc.

Una página igualmente densa de contenido sobre el estilo misterioso de Dios, Señor único de la historia, es la de /Elí­as en el monte Horeb (cf I Apo 19:1-18): el profeta compren-de más tarde -después de haber pasado Yhwh (viéndolo “de espaldas”)- que Dios conduce la historia de una manera muy distinta de como él la concebí­a. Precisamente por eso la historia continúa, aunque los hombres pasen. El mismo Elí­as será sustituido por Eliseo.

Los profetas de la realeza divina son sobre todo Amós (el Señor es como un león que ruge), Miqueas (el Señor juzga a Samaria y a Jerusalén), Isaí­as (el Señor reina y su “gloria” llena toda la tierra). Cada uno de ellos requerirí­a un examen atento y una intensa mirada de fe ante el densí­simo mensaje que transmiten. El más rico de todos ellos es probable-mente Isaí­as (a través del desarrollo de su “escuela”): el libro del Emanuel (Isa 6:12), las imágenes vibrantes sobre la iniciativa real de Dios (como la del alfarero: cf Isa 29:15-16), su presentación de Dios como del Señor a cuyo servicio hemos de ponernos con la actitud del siervo descrito en la segunda parte de Isaí­as (cf Isa 42:1-4; Isa 49:1-5; Isa 50:4-9; Isa 52:13-53, 12).

En orden a la revelación de la realeza divina ocupa una función singular la “profecí­a” de tipo apocalí­ptico: Yhwh reasumirá la historia humana y cósmica, poniendo de manifiesto su profundo sentido y el proyecto con que la conducí­a. Quedará finalmente claro a los ojos de todos sus fieles el orden de Dios, por encima del desorden y de la perversidad de los hombres (cf Is 24-27; Ez 38-39; Daniel).

c) El que escudriña y juzga el corazón humano. Los escritos de género sapiencial, interesados por la autorrevelación de la realeza y de la primací­a de Dios, presentan el rostro divino como el único que sondea, discierne y juzga a los hombres, separando a los rectos de los impí­os. A diferencia de todo lo que consiguen hacer los jueces humanos, Dios atribuye con absoluta imparcialidad los méritos y responsabilidades, retribuyendo a cada uno según sus obras (cf Sab 2-5; Sir 17:13-19; Sal 49; 73).

Como sucedí­a ya con la tipologí­a divina de la misericordia (cf Exo 34:6-7), también para la de la realeza aparece con frecuencia en el AT y en el NT -especialmente en los textos de reflexión sapiencial- una fórmula que suena más o menos como una definición de Dios: ¡Dios es el que escudriña los pensamientos humanos! No hay nada que escape a su mirada, nada que sea impenetrable a sus ojos; ni siquiera lo más recóndito (y que según la simbologí­a hebrea se proyecta y se vive en los “riñones”: las pasiones, los deseos humanos más profundos y casi inconscientes). Pues bien, Yhwh “sondea y prueba los corazones (= las intenciones) y los riñones (= las aspiraciones)” de los hombres. Esta fórmula aparece de forma idéntica -o parcialmente modificada-ya en Jer 11:20; Jer 12:2-3; Jer 17:10; Jer 20:12; 1Re 8:38-40; Dan 13:42-44. Pero véase además en Job 7:17-18; Sab 1:6; Sal 17:3; Sal 26:2; Sal 33:13-15; Sal 139:23 (cf Apo 2:23).

Dios es Señor de la historia humana y del cosmos. La última sección del libro del Sirácida exalta la manifestación de la iniciativa divina en la creación y en la historia de Israel a través de su “gloria” (cf Sir 42:15-50, 21).

Además son numerosas las composiciones salmódicas que traducen en plegaria la celebración de la realeza divina en sus múltiples expresiones (cf Sal 47; 93; 94; etc.), o bien profesan su presencia y providencia al lado del hombre (cf Sal 139).

d) “Abbá, venga a nosotros tu reino” La palabra divina, que se ha hecho “evangelio” por medio del Verbo encarnado, revela finalmente ulteriores connotaciones del rostro soberano de Dios. A las gentes de Galilea Jesús les pidió sobre todo la conversión a la iniciativa soberana de Dios, ya a punto de realizarse, como primer paso para comprender luego las demás novedades sorprendentes de su mensaje sobre Dios y sobre el hombre (cf Mar 1:14-15). En la vida y en la “teologí­a” de sus destinatarios encuentra Jesús una “religiosidad” que no deja ya ningún sitio a la primací­a divina; denuncia una relación con Dios animada ahora más por una mentalidad de contrato y de derechos adquiridos que por el agradecimiento por todo lo que él concedí­a gratuitamente con su misericordia, con su providencia y con sus intervenciones en la historia (cf Luc 11:37-54; Luc 18:9-14; etc.).

A los que daban el paso de la conversión al reino de Dios y le seguí­an, Jesús les proponí­a una espiritualidad de obediencia y de servicio total a Dios, el Padre: sin pretensión alguna de ser recompensados según una contabilidad de méritos presente en el mundo judí­o de la época; contentos, de trabajar por el Señor y de estar a, su servicio. Véanse sobre todo ciertas “parábolas” (que constituí­an la fórmula predilecta de Jesús para revelar a las gentes los misterios de su Padre): los obreros de la viña (,16); siempre dispuestos y fieles y al servicio del Señor (Luc 12:35-48); simplemente siervos (Luc 17:7-10); siervos que hacen rendir a los dones recibidos en interés exclusivo de su Señor (cf Luc 19:11-28).

De esta manera habí­a vivido el mismo Jesús en la obediencia y en els servicio a Dios, el Abbá (cf Mat 11:25 26; Mat 26:36-46; Jua 5:19-20; Jua 17:4). Y en la /oración con que resume para. sus discí­pulos las actitudes fundamentales que hay que vivir en la relación con Dios, Jes’í­s les invita a pedir que venga su reino, es decir (como lo desarrolla Mateo respecto a Lucas), que se haga su voluntad así­ en la tierra como en el cielo (cf Mat 6:10).

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A. Marangon

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO

I. El Dios de la revelación:
1. El problema de Dios;
2. El debate actual;
3. Lógica del teí­smo cristiano;
4. El Dios de la revelación;
5. La fe de la Iglesia católica (F.A. Pastor).
II. Pruebas de la existencia de Dios
I. Reflexiones previas;
2. Tipos fundamentales de pruebas de la existencia de Dios (H. Verweyen).

I. El Dios de la revelación
I. EL PROBLEMA DE DIOS. a) La teologí­a cristiana. Un lenguaje teológico sobre la afirmación de Dios nace del encuentro entre la cultura filosófica griega y el mensaje religioso del cristianismo. En los primeros l apologetas cristianos surge un intento de recepción sistemática del concepto filosófico de Dios. El cristianismo proclamaba que el Dios desconocido y misterioso, creador del mundo, era el mismo Dios de Abrahán y Padre de Jesús, único Dios vivo y verdadero, revelado en la alianza y Señor de la historia universal, objeto trascendente del sentimiento religioso de todos los pueblos y principio último de toda realidad (He 17,23ss; Rom 1,18ss).Con ayuda de la filosofí­a griega, particularmente del platonismo y del estoicismo, los primeros pensadores cristianos pudieron describir el alma como realidad singular, espiritual e inmortal; acentuaron el carácter extático de la experiencia religiosa y señalaron los atributos determinantes de la realidad divina, en cuanto única y última, espiritual y trascendente, eterna y providente, oponiéndose al panteí­smo materialista de los estoicos y al deí­smo indiferente de los epicúreos (Justino, Ignacio de Antioquí­a, Clemente de Roma). La confrontación del monoteí­smo cristiano con el dualismo gnóstico (Valentino, Marción, Celso) llevó a la formulación ortodoxa del lenguaje del primer artí­culo de la fe, afirmando la absoluta singularidad y unidad de la monarquí­a divina al identificar inequí­vocamente al Dios creador de la vieja alianza con el Dios salvador y Padre de Jesús, de la alianza nueva (Ireneo, Tertuliano, Orí­genes).

En la teologí­a cristiana de Alejandrí­a o Capadocia, Dios emerge como realidad absoluta e infinita, trascendente y superesencial, de quien procede la realidad de la multiplicidad creada. A través del orden natural o del orden salví­fico, la luz divina todo lo ilumina. La presencia de Dios llena el universo y la historia. El hombre, en cuanto creatura, puede unirse al Creador no sólo por la “ví­a catafática” de la afirmación de los nombres divinos, sino sobre todo por la “ví­a apofática” de la teologí­a negativa y por la “ví­a mí­stica” de la unión extática (Clemente de Alejandrí­a, Gregorio de Nisa, Dionisio). La teologí­a latina subraya no sólo la trascendencia ontológica de la realidad divina, sino sobre todo la incomprensibilidad del designio salví­fico de la voluntad de Dios, absolutamente libre y omnipotente. Como amor absoluto, en su voluntad salví­fica imperscrutable,Dios atrae hacia sí­ el universo, revelando su misericordia infinita y su gracia predestinante en la elección y en la alianza, en el esplendor de la creación y en el misterio de la historia salutis. El hombre religioso busca y encuentra la verdad infinita no sólo contemplando los vestigia Dei en la creación sensible, sino principalmente por la “ví­a interior”, donde la verdad divina se revela de forma iluminante, inmediata e incondicionada como verdad amada, absoluta y cierta (Ambrosio, Victorino, Agustí­n). La Iglesia antigua, en sus I sí­mbolos de fe, no sólo afirmaba al Dios único y viviente como realidad absoluta, sino también como realidad personal, en su identidad de creador del universo y Señor de la historia, bienhechor omnipotente y Padre santo (DS 125,150). A1 negar un concepto de Dios comprensible y finito (DS 410), la comunidad creyente afirmaba a Dios como esencialmente incomprensible y misterioso, infinito e inefable, fundamento y abismo, Padre ingénito, origen sin origen y principium si ne principio de toda realidad, creada e increada, visible e invisible.

Con la recepción del aristotelismo, la teologí­a escolástica puede elaborar, en alternativa a la ví­a contemplativa del “descenso” del infinito al finito, tí­pica del platonismo agustiniano (Anselmo, Bernardo, Buenaventura), una ví­a “deductiva” del finito al infinito, de la creatura al Creador, a través de la analogí­a del ser (Tomás de Aquino). Supuesta una antropologí­a de la abertura humana a la trascendencia en el dinamismo de la verdad y del bien y supuesta la ontologí­a de la causalidad, se torna posible la legitimación lógica de la afirmación de Dios en su realidad absoluta y en su realidad personal, es decir, en los atributos de su ser subsistente y en las perfecciones de su vivir eterno y espiritual: actualí­simo y omniperfecto en su ser, eterno y omnipresente en su vivir, omnisciente y omnipotente en su actuar. Su sabidurí­a y bondad actúan concordemente, en el orden de la naturaleza, como creación y providencia, y en el orden de la salvación, como gracia y predestinación. En la perspectiva escolástica se unifican la concepción del platonismo cristiano de un Dios origen y meta del universo en cuanto sumo bien, con la ontologí­a de la causalidad del aristotelismo, afirmando a Dios como primera causa eficiente y necesaria para la universalidad de las creaturas y causa final última de su dinamismo, que sólo hallará su perfección y consumación en una participación de la beatitud divina. No sólo la teologí­a, sino también la Iglesia medieval, en sus declaraciones dogmáticas, mantiene vivo el horizonte del misterio al afirmar al Dios uno y único, verdadero y santo, eterno e inmutable, como “incomprensible, omnipotente e inefable”; con todo, el lenguaje sobre Dios será posible por ví­a de la participación creatural, ya que entre creatura y creador existen “semejanza y desemejanza”, aunque la desemejanza sea “siempre mayor” (DS 806; cf 800) (t Analogí­a). Por tanto, la teologí­a y la Iglesia hablarán siempre de un Deus semper maior.

b) La razón y la fe. Tanto la ví­a “apofática” y mí­stica del platonismo cristiano como la ví­a especulativa y “dialéctica” del aristotelismo cristiano deben confrontarse con la nueva perspectiva metódica de la razón autónoma, que busca en la matemática y en la ciencia del universo la posibilidad de una nueva teologí­a racional (Descartes, Leibniz, Newton). La nueva religión racional se enfrenta a la fe revelada como instancia crí­tica en la esfera teorética; a su vez, en la esfera práctica, como instancia ética, la religión racional polemiza con la intolerancia, el fanatismo y la superstición, presentes en las religiones históricas (Diderot, Voltaire, Hume). En alternativa a las religiones históricas y a la positividad de la revelación cristiana, el racionalismo teológico defiende la universalidad de la religión de razón y afirma a Dios como el artí­fice del universo, garante de las leyes matemáticas que lo rigen; defiende también el primado de la razón moral sobre la fe religiosa, que se convierte en mero corolario de la eticidad (Schaftesbury, Rousseau). Con el racionalismo, la teologí­a parecí­a disolverse en una filosofí­a panteistizante de la naturaleza omniperfecta (Spinoza, Lessing), o en una religión de razón como búsqueda popular de la honestidad moral (Kant). En alternativa al racionalismo, el fideí­smo cristiano (Lutero, Pascal, Jacobi) considera la dificultad de afirmar con certeza al infinito partiendo de la opacidad de la finitud. Dios no se revela como evidente a “la luz de la razón”, sino sólo a “la luz de la fe”. La historia de la salvación es una teofaní­a del Dios misterioso de Abrahán, y no del dios racional de los filósofos. Además, sólo la revelación conoce el misterio del hombre, como finitud nostálgica del infinito y como alienación necesitada de la corrección y de la gracia. Ya el racionalismo teológico era consciente de la imposibilidad de afirmar el Dios de la fe en su sublimidad esencial por la ví­a de una fe racional pura. El fideí­smo teológico es plenamente consciente de la originalidad del Dios de la fe en su inmanencia y trascendencia, en su personalidad e incondicionalidad.

Tanto en el racionalismo cuanto en el fideí­smo, las afirmaciones teológicas son fundamentales a partir de la subjetividad humana, como inteligencia crí­tica, como voluntad ética o como sentimiento creyente. Pero para la razón autónoma de la modernidad resulta siempre problemático tanto el antropomorfismo religioso cuanto el personalismo bí­blico. La dificultad de pensar el absoluto como infinito y simultáneamente como personal se agudiza en el idealismo filosófico (Fichte, Hegel); buscando una superación del hiato entre subjetividad y objetividad, entre la idea y la realidad, entre el yo y el mundo, el idealismo afirmará la orientación del sujeto finito hacia el objeto infinito, que posteriormente será reconocido como sujeto absoluto (Schelling). En la cuestión de la relación entre finito e infinito, el idealismo sufre la seducción del principio de identidad. Dada su convicción de la inobjetivabilidad del infinito y de la aconceptualidad del absoluto, el idealismo teológico parece condenado a un total apofatismo. La única ví­a de mediación consiste en la elaboración del sentimiento subjetivo de dependencia radical en relación a la realidad divina, reconociendo a Dios como fundamento absoluto de donde tal dependencia deriva (Schleiermacher). El riesgo de la teologí­a idealista, fascinada por el principio de identidad, consiste en perder la noción de la diferencia entre realidad condicionada y fundamento incondicionado, derivando hacia una forma de monismo panteí­sta.

En alternativa al idealismo romántico surge un pensamiento de carácter existencial, que valoriza al hombre en su concreticidad de cuerpo y espí­ritu, de sentimiento y razón, de instintualidad y normatividad, de alienación y angustia, de socialidad e historicidad (Feuerbach, Marx). Tal movimiento, cuando entra en rivalidad con la religión y la fe, puede derivar hacia una forma de nihilismo o de ateí­smo postulatorio, así­ como hacia un naturalismo y pesimismo existencial (Schopenhauer, Nietzsche). Con todo, la óptica existencial puede ayudar a profundizar el universo de la fe cuando se elabora la conciencia de la diferencia cualitativamente infinita entre el hombre concreto en su finitud y alienación, en su desesperación y pecado, y el absoluto en cuanto Dios personal de santidad (Kierkegaard). Para superar racionalismo y fideí­smo, panteí­smo y ateí­smo, el cristianismo eclesial deberá proponer una nueva metodologí­a de la dialéctica entre la razón, contemplativa y crí­tica, y la fe en el Dios de la religión y de la revelación. El concilio Vaticano I tendrá que confrontarse con tal problemática. Integrando la doble instancia de la l razón y de la fe, el magisterio eclesial deberá reafirmar el “teí­smo cristiano” frente a la duda del agnosticismo y escepticismo religioso, o frente a la negación de Dios como realidad absoluta y como realidad personal, en las diversas formas de ateí­smo y panteí­smo (DS 30013005). Entre Dios y el mundo se da una diferencia cualitativamente infinita, como entre Creador y creatura; pero entre el Dios misterioso de la creación y el Dios revelado como Señor de la historia de la salvación.se da una identidad profunda, como secularmente ha afirmado el primer artí­culo de la fe.

2. EL DEBATE ACTUAL. Apofatismo y catafatismo, racionalismo y fideí­smo, idealismo y existencialismo siguen confrontándose en el presente debate, confluyendo hacia direcciones opuestas y contrastantes: la de las teologí­as de la trascendencia y la de las teologí­as de la inmanencia.

1) Teologí­as de la trascendencia. En campo protestante, la superación de la teologí­a liberal, con su reducción del cristianismo a un teí­smo ético y su proclividad hacia un racionalismo panteí­sta, llegará con la teologí­a dialéctica, que revaloriza el momento trascendente de la experiencia religiosa, el personalismo de la revelación bí­blica y el cristocentrismo escatológico en la fe y en la teologí­a. El conocimiento de Dios sólo es posible en Cristo, su palabra divina, que llega a nosotros a través de la Escritura y de la predicación eclesial. El Dios de Abrahán y de Jesús se revela a sí­ mismo como el Dios que nos ama en la libertad. El encuentro con el Dios de la fe no puede realizarse por la ví­a dialéctica de la analogí­a entis, sino sólo por la ví­a paradójica de la analogia fidei, en el encuentro con la gracia divina que justifica al pecador (l K. Barth). El encuentro con la palabra divina de salvación, en el kerygma, significa también el descubrimiento de la propia existencia, cuando se acepta vivirla en la autenticidad y en la fe. La cruz nos revela el sentido de la autenticidad personal. El programa de una teologí­a de la palabra debe integrarse con el uso de una hermenéutica existencial y de una lectura desmitificadora (l R. Bultmann).

Si la teologí­a dialéctica subrayaba el hiato entre el “Dios escondido” de la religión, que podí­a conducir a la impiedad, y el “Dios revelado”, que conduce a la justificación por la fe y en la gracia, el método de correlación acentúa la identidad profunda entre el Dios de la experiencia de la trascendencia en la dimensión de lo incondicionado y el Dios de la irrupción de lo sagrado en la experiencia de la revelación cristiana. Si la revelación escatológica acontece en Cristo, su relevancia religiosa se verifica sólo en la resonancia existencial de los grandes sí­mbolos cristianos mediante un encuentro de la experiencia personal con la misma revelación. La realidad humana se encuentra amenazada, ónticamente por la muerte, éticamente por el mal moral, espiritualmente par el absurdo. En efecto, la condición humana se caracteriza por su finitud esencial, su alienación existencial y su ambigüedad vital. Dios sólo se revela de modo significativo en la confrontación metódica entre tal condición humana y los sí­mbolos cristianos, como irrupción del sentido incondicionado y último de toda realidad (l P. Tillich). Entre finito e infinito, entre el hombre y Dios, existen una tensión máxima y una correlación profunda: Dios es para el hombre fundamento y abismo. Aunque la teologí­a se ocupe fundamentalmente del Dios de la revelación de la fe, sólo podrá abordar satisfactoriamente la temática creyente desde la perspectiva de lo incondicionado y lo sagrado, que invade el mundo de la relatividad y profanidad, como fundamento del ser y del sentido último de la realidad. Sólo desde el “Dios escondido” se puede afirmar al “Dios revelado”; sólo desde el Dios de la religión se puede entender el Dios de la fe.

En campo católico, la superación de la crisis modernista, con su énfasis en el inmanentismo religioso, supuso la recuperación, junto al momento lógico y mediato, también del momento mí­stico e inmediato en la experiencia religiosa (l M. Blondel, l A. Gardeil). La llamada nouvelle théologie intentó un movimiento de renovación, orientado en diversas direcciones: recuperación del momento mí­stico en la experiencia religiosa, atención al Dios viviente de la revelación bí­blica, contacto con la espiritualidad apofática de la tradición patrí­stica, atención a la actualización de la historia salutis en la acción litúrgica, acogida del anhelo religioso de las grandes religiones orientales, confrontación cultural con el problema religioso en el mundo de la secularidad y del humanismo ateo (l H. de Lubac, J. Daniélou, ! H.U. von Balthasar). La sensibilidad al Dios de la trascendencia y de la mí­stica no impidió la elaboración de una teologí­a de la cultura y de la historia, del trabajo y de las realidades terrestres, de la polí­tica y de lo temporal, subrayando la perspectiva teónoma para el creyente inmerso en el mundo de la secularidad y la profanidad (M.D. Chenu, G. Thils, J. Maritain). A la búsqueda del Dios viviente, en la revelación bí­blica y en la mí­stica cristiana, en la doxologí­a litúrgica y en la tradición teológica (E. Przywara, ! R. Guardini, H. Rahner, J.A. Junmann), el método trascendental (1 Método: teologí­a sistemática) añade una elaboración teorética de la reflexión creyente en la perspectiva del giro antropológico de la modernidad, asociando gnoseologí­a trascendental y ontologí­a existencial a la perenne meditación del misterio cristiano. Un análisis de carácter trascendental sobre las condiciones necesarias a priori en el mismo sujeto que conoce descubre al hombre como “espí­ritu en el mundo”, en su estructura de libertad consciente y en su ubicación espacio-temporal, y como “oyente de la palabra”, abierto a una posible revelación divina e inmerso en el horizonte divino del misterio. El hombre se encuentra, pues, ante Dios como “misterio santo”, descubriéndose a sí­ mismo en su estructura creatural e histórica, espiritual y abierta a la trascendencia, como un ser angustiado en su finitud, inmerso en un mundo resistente a la gracia e invitado por la misma gracia victoriosa, como objeto y destinatario de la autocomunicación divina. Al hablar de esta gracia victoriosa, que envuelve el mundo y la historia humana, como de un auténtico “existencial sobrenatural”, se afirma una determinación ontológica positiva sobre el hombre histórico en cuanto objeto de la voluntad salví­fica universal de Dios (/K. Raliner). El hombre abierto al misterio, destinatario de una posible autocomunicación divina, que supera y repara el mal en la historia y recupera la dimensión sobrenatural del designio divino, recibe en la historia salutis de la revelación y de la gracia la autocomunicación libre de la misericordia del Padre, que se revela como absoluta verdad en el Hijo, mediador absoluto, y como bondad santificante en el Espí­ritu divino.

2) Teologí­as de la inmanencia. En campo protestante, acentuando la dimensión de inmanencia en la experiencia religiosa, la teologí­a de la secularización busca un lenguaje “mundano” sobre Dios para explicar al hombre secular el mensaje cristiano. La salvación será anunciada como liberación, y Cristo será proclamado como Señor del mundo en cuanto paradigma del comportamiento solidario. Desaparece una imagen supuestamente “religiosa” de Dios, concebida meramente como deus ex machina, al cual apelar en situaciones extremas de la existencia humana. Los teólogos de la secularización proponen la aceptación de Dios desde la realidad de la autonomí­a del mundo vivida en un horizonte de fe. El creyente vive en medio de la provocación de la secularización, en un mundo que parece funcionar perfectamente etsi deus non daretur. El Dios de la fe se revela en la teologí­a de la cruz, manifestándose como el Dios “que nos abandona”. En la humillación de Jesús, la revelación proclama no un Dios de potencia, que resuelve mágicamente los problemas humanos, sino un Dios de impotencia, afirmado en la paradoja de la fe (D. Bonhtiffer, F. Gogarten). Numerosos creyentes, al no poder vivir serenamente su fe en la forma convencional, pasan por una crisis de autenticidad humana y de sinceridad religiosa. En alternativa al cristianismo convencional, los teólogos de la secularización procuran superar toda comprensión antropomórfica de la experiencia religiosa y del lenguaje teológico, aceptando el programa de la demitización y la crí­tica de la superstición. Igualmente, procuran descubrir la dimensión de profundidad y ultimidad, donde el hombre se abre al infinito. Viendo al prójimo como “hermano” y como “vicario” de Jesús, se revaloriza la praxis cristiana de la mutua responsabilidad y solidaridad (J.A.T. Robinson, H.E. Cox, D. S611e). Para los teólogos de la “muerte de Dios”; el eclipse de lo sagrado en la cultura secular sólo puede ser elaborado teológicamente sustituyendo las categorí­as de la trascendencia del platonismo cristiano o la dialéctica de la contingencia del aristotelismo teológico por una confrontación empí­rica con el hecho religioso, incluso con la realidad de la irreligiosidad. La crisis del teí­smo convencional será superada acentuando la concentración cristocéntrica en la reflexión teológica; igualmente deberá acentuarse la dimensión de la praxis, aceptando el compromiso fraterno y la dimensión social e histórica. El Dios de la trascendencia se eclipsa; pero se revela el Dios de la inmanencia, manifestado en Cristo y en la historia (G. Vahanian, P.M. von Buren, T.J.J. Altizer, W. Hamilton, H. Braun). La dimensión de la historia y del futuro es también revalorizada en la teologí­a de la esperanza (J. Moltmann), acentuando la tensión del “todaví­a no” y la dialéctica del novum como tensión entre posibilidad y evento. La categorí­a del futuro es fundamental para la existencia humana individual y social. El hombre vive en la dimensión de la esperanza, y la comunidad vive en la perspectiva de la “utopí­a”. La revelación no debe ser pensada como epifaní­a del eterno presente, sino como manifestación histórica del Dios que viene, es decir, del Dios de la esperanza y del futuro.

También en campo católico la teologí­a ha sentido la necesidad de confrontarse con el desafí­o de la secularización y con la urgencia de buscar un nuevo paradigma teológico ante la secularidad (E. Schillebeeck, P. Schoonenberg, H. Küng, L. Dewart) intentando nuevos caminos. Así­ esta teologí­a de la modernidad procura integrar las exigencias de racionalidad crí­tica de la cultura secular y la tradición creyente de la comunidad cristiana, proponiendo vivir la experiencia de Dios en el fondo de la conciencia del ser, apelando a una “confianza de fondo” como base de la afirmación creyente, superando todo esquema de rivalidad entre libertad creada y libertad omnipotente o buscando en el empeño ético el nuevo paradigma de la trascendencia en el horizonte del futuro. El proceso de “mundanización”, o afirmación de lo secular en su autonomí­a, aparece como forma legí­tima de liberación de una heteronomí­a opresiva. En su opacidad mundana y en su ambigüedad histórica, el mundo manifiesta, sobre todo, los vestigia hominis. Sólo en cuanto realidad creatural y en una perspectiva trascendental, el mundo puede detectar los vestigia Dei. La afirmación de lo secular y lo mundano es vista como corolario de la experiencia cristiana en una consideración del mundo como creación y como alianza, como obra divina y como destinatario de la historia de la salvación (J.B. Metz).

En el contexto histórico concreto de la América Latina, ante la búsqueda de una nueva emancipación para las clases populares y las razas y culturas subalternas, la teologí­a de la liberación descubre la relevancia polí­tica del Dios de la revelación bí­blica como Dios libertador de los oprimidos y como Dios de la religión profética, es decir, un Dios de santidad y justicia, que condena la injusticia social y los pecados contra la fraternidad igual que los pecados contra la idolatrí­a (G. Gutiérrez, H. Assmann, J.L. Segundo). A través de la historia de la salvación, Dios se manifiesta como Señor de la esperanza y del futuro y como Dios de la liberación de los oprimidos y humillados. En la consideración teológica del significado de la revelación, el pobre se torna un “lugar epistémico” privilegiado, y el “paradigma del éxodo” ilumina la reflexión creyente sobre la actualidad histórica (L. Boff, C. Boff, E. Dussel). A la hora de leer el significado total del mensaje cristiano en un continente ensombrecido por una forma de pobreza infrahumana, el evangelio del reino divino, como momento de liberación y esperanza para los condenados y oprimidos de la historia, se torna una especie de “canon en el canon” que permite denunciar el contraste entre la realidad social conflictiva y el ideal cristiano de la fraternidad.

3. Lí“GICA DEL TEíSMO CRISTIANO. 1) Posibilidad de una teorí­a teológica. El problema de la afirmación de Dios, principalmente considerado a la luz del primer artí­culo de la fe cristiana, no puede prescindir de la cuestión del mejor método para analizar el lenguaje religioso tratando de descubrir el sentido y el significado del lenguaje cristiano sobre Dios, su articulación lógica y su significación teórica y práctica. Por ello será necesario explicitar algunos presupuestos metodológicos.

a) El lenguaje sobre Dios. El /lenguaje teológico del teí­smo cristiano puede ser considerada como una expresión lingüí­stica de la afirmación de Dios en la perspectiva del primer artí­culo de la fe. En efecto, la fe en Dios, como creador omnipotente y padre misericordioso, constituye la afirmación fundamental de la profesión creyente, no sólo para la comunión católica, sino también para todas las confesiones cristianas y, en cierto modo, también para las grandes religiones monoteí­stas. La secularización, al denunciar una comprensión mí­tica, antropomórfica, ingenua o supersticiosa del lenguaje creyente, ha provocado la crisis del lenguaje religioso convencional. La mejor respuesta a tal provocación se encuentra en la comprensión del significado exacto del lenguaje de la fe.

b) El método teorético. Importantes conceptos de lógica y de teorí­a de la ciencia, de filosofí­a del lenguaje y de teorí­a de la comunicación podrí­an ser aplicados útilmente para la construcción de una teorí­a general del lenguaje sobre Dios. Superando una metodologí­a puramente empirista e ingenuamente positivista, el método teorético debe proponer las hipótesis preliminares y la axiomática general, las reglas lingüí­sticas y los teoremas teológicos que mejor puedan expresar el sentido religioso, la significación teorética y la relevancia práctica del lenguaje cristiano sobre Dios.

c) Una teorí­a teológica. En cuanto teorí­a, deberá proceder metódicamente, a partir de hipótesis preliminares, posteriormente sometidas aun proceso de verificación y corroboración. Las hipótesis generales de comprensión del lenguaje de la fe serán verificadas en una confrontación con la experiencia cristiana normativa, objetivada en la revelación bí­blica. Ulteriormente, tales hipótesis podrán ser corroboradas al confrontarlas con las soluciones y fórmulas dogmáticas del lenguaje ortodoxo de la tradición eclesial. La inteligencia del problema deberá preceder parcialmente a la solución teológica del mismo, equilibrando útilmente la tensión de la inteligencia que busca la fe (intellectus quaerens fidem) con el impulso de la fe hacia la comprensión de su propia lógica Vides quaerens intellectum).

d) Kerygma y Logos. El discurso teológico no puede prescindir del uso de la razón lógica, que busca la inteligencia de la fe; pero tampoco puede olvidar el testimonio de la revelación bí­blica o el de la tradición ortodoxa. La tensión entre “teologí­a apologética”, o dialogal, y “teologí­a kerygmática”, de obediencia a la fe, no debe resolverse en una alternativa reductiva y excluyente. Para realizar su particular diaconí­a la teologí­a no puede renal ciar al diálogo con la situación cultural y social; pero tampoco debe renunciar a escuchar el evangelio de la fe y la tradición de la misma fe de la comunidad eclesial.

2) Hipótesis preliminares sobre el teí­smo. Sobre la cuestión de una posibilidad de la afirmación religiosa y de la confesión de fe, así­ como de su ulterior elaboración teorética en un sistema teológico, fundamentalmente se proponen cuatro hipótesis alternativas:
a) Hipótesis primera: La afirmación de Dios no es posible ni en la inmanencia de la historia ni en la trascendencia del espí­ritu. La realidad de Dios no puede ser encontrada, por ser inexistente o incognoscible tanto en cuanto realidad absoluta cuanto cómo realidad personal. Tal es la respuesta del ateí­smo y del antiteí­smo, del agnosticismo y, parcialmente, del panteí­smo.

b) Hipótesis segunda: La afirmación de Dios sólo es posible en la trascendencia al mundo. Tal es la respuesta de la vivencia mí­stica de la religión y de la teologí­a contemplativa, que subrayan el carácter trascendente de la experiencia religiosa, vivida principalmente como encuentro de la santidad de Dios y como presencia del misterio.

c) Hipótesis tercera: La afirmación de Dios sólo es posible como compromiso ético en la inmanencia histórica. Tal es la respuesta de la vivencia profética de la religión y de las teologí­as de la praxis, que tienden a subrayar exclusivamente la dimensión ética de la experiencia religiosa vivida como un encuentro, individual y social, con la justicia de Dios, reprobadora del mal, en el individuo y en la sociedad.

d) Hipótesis cuarta: La experiencia religiosa del cristianismo supone la sí­ntesis dialéctica de trascendencia e inmanencia de la realidad de Dios en la vida del creyente. El dilema que propone exclusivamente fe vertical o fraternidad horizontal como alternativas únicas de la opción religiosa contribuye a reducir y empobrecer la complejidad y riqueza de la experiencia religiosa cristiana, caracterizada por la tensión entre contemplación mí­stica y exigencia ética, que encontrará su sí­ntesis y superación en la experiencia de la misericordia de Dios a la luz misteriosa de la cruz y de la gracia.

3) Axiomática general. La denominación de axiomas se reservará para algunos postulados de carácter fundamental y general referentes a la lógica de la afirmación creyente y a la estructura de significado en la afirmación religiosa. Entre tales axiomas, se proponen los siguientes:
a) Axioma fundamental: “El Dios revelado es el Dios escondido”. Este axioma ecuaciona la antinomia fundamental del lenguaje teológico cristiano, es decir, la tensión entre revelación divina y misterio de Dios. En otras palabras, el Dios que se revela como misericordioso y fiel en la historia salutis es el mismo Dios velado y escondido, creador del universo, referente último de la realidad contingente, que habita en la luz inaccesible del misterio. El axioma fundamental formula la equivalencia del deus revelatus y el deus absconditus.

b) Axioma gnoseológico: “El Dios conocido es el Dios incomprensible”. Este axioma ecuaciona, en el plano teorético de la verdad, la antinomia noética propia de la afirmación de Dios, es decir, la tensión entre cognoscibilidad de Dios e incomprensibilidad divina. En tanto se puede hablar de la cognoscibilidad de Dios en cuanto Dios es afirmado como misterio incomprensible. El segundo axioma afirma la equivalencia lógica entre el deus cognoscibilis y el deus incomprehensibilis. Esto significa que Dios infinito es afirmado por el hombre trascendiendo los lí­mites de su propia finitud, dando razón al enunciado ftnitum capax infiniti.

c) Axioma ontológico: “El Dios inmanente es el Dios trascendente”. En lenguaje retórico, el axioma expresa la tensión entre “proximidad” y “distancia” en la experiencia religiosa. El Dios de la alianza y de la elección, de la predestinación y de la gracia es idéntico al Dios de la creación, metatemporal y metaespacial, trascendente al mundo. La inmanencia divina en la realidad y en la historia no niega, sino que supone la trascendencia divina. El tercer axioma enuncia la lógica de la equivalencia entre inmanencia y trascendencia en el lenguaje cristiano sobre Dios.

d) Axioma de la identidad: “Dios es Dios y sólo el Señor es Dios”. El cuarto axioma enuncia, en el plano teorético de la verdad, la absoluta singularidad de Dios en su identidad. La comprensión de la realidad divina bajo el principio de identidad sólo puede acontecer en la forma lógica de una tautologí­a; pero, como se ha observado, se trata de una “tautologí­a significante”. Solus deus est deus, proclama el monoteí­smo exclusivo de la religión profética, enunciando la monarquí­a divina sobre la religión y la historia.

e) Axioma de la realidad: “Dios necesariamente debe ser pensado como realidad”. El quinto axioma formula, en el plano teorético de la realidad, la necesidad de Dios como absoluta e incondicionada. En la ontologí­a del summun esse coinciden idea y ser, potencia y acto, existencia y esencia. La traducción lógica del quinto axioma requiere el uso del llamado “cuantificador existencial”, dado que se habla siempre del ipsum esse per se subsistens.

f) Axioma ético: “El Dios de la confianza es el Dios del temor, y viceversa”. La realidad divina no sólo se revela como absoluta y necesaria, trascendente e incondicionada, sino también como personal y espiritual, inteligente y libre. El sexto axioma expresa el doble aspecto del fascinans y del tremendum de la experiencia del misterio numinoso, en cuanto encuentro con el Dios del “temor y temblor” y con el Dios de “fidelidad” y “esperanza”. El presente axioma enuncia, en el plano práctico y pragmático, la tensión máxima provoca da en el creyente por la polaridad espiritual del amor Dei y del timorDei.

g) Axioma de la relación: “El lenguaje teológico supone la relación religiosa entre el hombre y Dios”. El axioma séptimo subraya el carácter relacional de la experiencia religiosa, subyacente al lenguaje sobre Dios. En el lenguaje de la fe carecerí­a de sentido hablar del objeto de la religión, olvidando el sujeto religioso; tanto más que Dios trasciende el esquema sujeto-objeto, siendo ontológicamente el sujeto absoluto, reconocido como realidad personal. El presente axioma, al sustituir la lógica silogí­stica por la lógica bivalente, permite entender de forma más adecuada, por ejemplo, el lenguaje bí­blico sobre la justicia y misericordia de Dios.

h) Axioma conclusivo: “El Dios santo y eterno se revela como señor de la alianza y padre de fidelidad y bondad”. El axioma octavo afirma la identificación entre el Dios encontrado en la teofaní­a sacral, en la vivencia sacramental o en el éxtasis mí­stico con el Dios de la revelación bí­blica, que proclama su justicia y fidelidad anunciando la victoria de la gracia sobre el mal y sobre el pecado. El axioma conclusivo reviste una gran significación ecuménica: el Dios buscado en las religiones históricas o en la espiritualidad personal es el mismo que se revela en la religión bí­blica y en la epifaní­a escatológica que da origen al cristianismo.

4) Reglas lingüí­sticas. Como reglas se proponen algunas indicaciones generales de carácter formal, referentes al lenguaje religioso, particularmente en la teologí­a cristiana.

a) Regla fundamental: “El lenguaje sobre Dios no debe olvidar que su referente es siempre el Dios inefable”. Esta regla afirma la paradoja básica del lenguaje religioso al recordar que la teologí­a pretende hablar de un Dios imposible de circunscribir adecuadamente en un discurso. El lenguaje teológico sólo puede existir conciliando afirmación y misterio. La inefabilidad de Dios es la versión lingüí­stica de su misterio e incomprensibilidad, de su infinita trascendencia e inaferrable libertad, de la santidad de su justicia y de la eternidad de su fidelidad y bondad.

b) Regla del uso lingüí­stico: “El lenguaje cristiano sobre Dios no puede reducirse a un único tipo de uso lingüí­stico”. Por ejemplo, el lenguaje de la doxologí­a cúltica será prevalentemente expresivo de la esperanza cristiana; el uso de la analogí­a en teologí­a será tendencialmente informativo; el lenguaje de un sí­mbolo de fe o de una declaración dogmática manifestará un uso lingüí­stico preferentemente normativo.

c) Regla del significado: “La hermenéutica del lenguaje sobre Dios debe atender a la múltiple relevancia semiótica de tal lenguaje. En el lenguaje teológico no sólo interesan el estudio del material significante o la sintaxis lógica del discurso, sino también su significado teórico y su significación práctica.

d) Regla de las funciones: “En la interpretación del sentido del lenguaje religioso será útil una consideración de las diversas funciones lingüí­sticas presentes en todo proceso de comunicación”. El lenguaje sobre
Dios supone una comunidad creyente y sirve como medio de comunicación de un mensaje, dentro de un complejo proceso de aceptación y recepción de la fe. También en la comunicación religiosa, como dialéctica de revelación y fe, de proclamación y conversión, de recepción y transmisión, están presentes las funciones lingüí­sticas fundamentales de todo proceso comunicativo: emisión y recepción, mensaje y referente, código y contacto.

e) Regla de la analogí­a: “La existencia del lenguaje doxológico y del lenguaje ortodoxo legitima el uso de la analogí­a en el discurso sobre Dios”. El lenguaje sobre Dios proclama al creyente la realidad suprema como revelada y misteriosa, afirmable e inefable, singular en su identidad e inaferrable en su libertad, objeto de amor infinito y de temor incondicionado. El lenguaje sobre Dios será positivo o “catafático”en cuanto afirma las perfecciones de Dios a través de los nombres divinos; será también negativo o “apofático” en cuanto niega en Dios las imperfecciones de la finitud o de la contradicción y en cuanto corrige ilimitadamente el sentido de la proposición creyente. El lenguaje de la analogí­a, que participa de esta dialéctica de afirmación, negación y corrección de sentido, no debe ser pensado como ví­a media entre equivocidad y univocidad, sino como una forma moderada de equivocidad y, por tanto, como una forma moderada de apofatismo.

f) Regla de la paradoja: “El lenguaje sobre Dios expresa el carácter paradójico de la afirmación creyente”. Lo paradójico se encuentra en el interior de toda analogí­a. En la analogí­a del ser, la tensión entre creatura y creador, finito e infinito, condicionado e incondicionado, necesariamente deberá encontrar un lenguaje donde lo incondicionado se expresa a través de formas condicionadas y, por tanto, en forma objetivamente paradójica. En la analogí­a de la fe, sólo un lenguaje paradójico puede expresar la tensión entre revelación de la gracia y justificación del pecador, por ser ambas totalmente inmerecidas y, por tanto, lógicamente inesperadas. En la analogí­a del sí­mbolo o de la imagen, el cristianismo mismo aparece como religión paradójica en su teologí­a de la elección y de la cruz. El reino de Dios elige a los humildes para confundir a los sabios, y la cruz es, lógicamente, locura y escándalo. El lenguaje cristiano sobre Dios se limita a mostrar el carácter paradójico del mismo cristianismo.

5) Teoremas teológicos. A diferencia de las reglas, referentes al aspecto formal del lenguaje religioso cristiano, los teoremas se refieren al contenido del lenguaje cristiano sobre Dios en la perspectiva del primer artí­culo de la fe.

a) Teorema fundamental: “Dios se revela a todos los hombres, aun permaneciendo incomprensible misterio, estrictamente inefable”. El primer teorema se refiere a la posibilidad real de una afirmación de Dios y a los lí­mites de tal afirmación. El teorema, que tiene como referente el “Dios revelado”, propone, bajo la forma de un enunciado complejo, tres cuestiones de gnoseologí­a teológica fundamental: la cuestión de la posibilidad real de la afirmación de Dios por la razón humana, como afirmación necesariamente posible in se y universalmente posible quoad nos; la cuestión de la incomprensibilidad divina; la cuestión de la inefabilidad de Dios y, por tanto, de la limitación de todo posible lenguaje teológico. Del primer teorema se deriva un corolario práctico fundamental: todo lenguaje teológico supone una experiencia religiosa de carácter numinoso como encuentro personal con el Dios de la fe, incomprensible e inefable.

b) Teorema de la santidad divina: “Dios se revela como ser infinitamente santo, necesario y omniperfecto, absolutamente singular y único”. El segundo teorema se refiere a la realidad divina en cuanto ser. Bajo la forma de un enunciado complejo, el teorema responde a tres cuestiones referentes al ser divino: su infinita santidad, su incondicionada necesidad y omniperfección, su absoluta singularidad y unicidad. Del segundo teorema se deriva un corolario práctico, referente al momento sacramental del acto creyente, en cuanto la experiencia religiosa significa también el encuentro existencial con la santidad de Dios.

c) Teorema de la presencia divina: “Dios se revela como viviente eterno, omnipresente e inmenso; la presencia divina se manifiesta como espiritual y personal”. El tercer teorema se refiere al “Dios revelado” en cuanto viviente. Bajo la forma de un enunciado complejo, el teorema responde a tres cuestiones referentes a la vida divina como eterna presencia: su eternidad; su omnipresencia; su carácter espiritual o personal. También del tercer teorema puede deducirse un corolario práctico: en la confrontación existencial con la presencia de Dios, el creyente experimenta el momento mí­stico de la vivencia religiosa.

d) Teorema de la justicia divina: “Dios se revela como omnisciente y omnipotente, también en su justicia y en su juicio de reprobación del mal”. El cuarto teorema afronta tres cuestiones decisivas referentes al “Dios revelado”, no sólo como realidad absoluta y suprema, sino también como realidad espiritual y personal, es decir, inteligente y libre: la cuestión de la infinita inteligencia y omnisciencia de Dios; la cuestión de su divina voluntad, como absolutamente libre y omnipotente; finalmente, la cuestión de su justicia, como omnisciente y omnipotente, también en su juicio sobre el mal. Igualmente, del cuarto teorema se deduce un corolario práctico: el creyente vive el momento ético de la experiencia religiosa cuando se confronta personalmente con la justicia de Dios.

e) Teorema de la fidelidad divina: “Dios se revela como creador bueno en su providencia misteriosa y santa; como señor fiel en su alianza universal de salvación; como padre misericordioso, lleno de fidelidad y bondad”. El quinto teorema se refiere a la realidad divina en cuanto actuante en el orden de la creación y en el de la salvación, aludiendo a tres cuestiones fundamentales: la acción creadora y providente de Dios; su voluntad salví­fica universal y su predestinación al bien; su comportamiento salví­fico en la historia de la salvación. Del presente teorema se deduce el siguiente corolario: en la confrontación existencial con la fidelidad misericordiosa de Dios, que inmerecidamente concede la gracia de la justificación al pecador, el creyente convertido puede. vivir el momento paradójico de la experiencia religiosa cristiana.

f) Corolario religioso: En los teoremas precedentes ha sido implí­citamente confirmada la compleja estructura del acto religioso cristiano en cuanto confrontación del creyente con el misterio de Dios, en su inefable santidad y presencia, en su justicia y fidelidad misericordiosa. En el cristianismo, el acto religioso, como dialéctica de revelación y fe, posee una gran complejidad y no puede ser reducido a un único principio: a la irrupción de lo incondicionado en lo sagrado, como revelación o como teofaní­a, responde la adoración mí­stica de la presencia divina como expresión del momento fascinante de la experiencia religiosa; pero se manifiesta también la exigencia incondicionada de la justicia divina como tensión de infinito temor y como norma moral. Si la vivencia mí­stica puede ser considerada bajo el principio de identidad, en cuanto tensión del finito al infinito, la vivencia ética sólo puede ser considerada bajo el principio de diferencia, como expresión de la tensión entre la santidad divina y la alienación del pecador. La tensión entre mí­stica y ética o la dialéctica de identidad y diferencia se resuelven de forma paradójica en la teologí­a de la gracia.

4. EL DIOS DE LA REVELACIí“N. 1) La fe en Dios. Examinemos primeramente las etapas fundamentales de la explicitación de la fe en Dios en la religión bí­blica:
a) Henoteí­smo arcaico. La religiosidad bí­blica primitiva reconoce un Dios misterioso, universal y benévolo (El), señor de la naturaleza y del mundo (Gén 33,20), y el Dios que se revela a Abrahán, Isaac y Jacob, Dios de los padres, que protege a sus adoradores (Gén 30,43). Tal polaridad se resuelve claramente en una identificación, en tiempos históricos, entre el Dios escondido del mundo y el Señor de los patriarcas revelado en la historia. Sucesivamente, la teologí­a del éxodo y de la alianza, propia del yavismo mosaico, proclama una monolatrí­a de liberación histórica y fidelidad ética. La fe religiosa del yavismo se encuentra en el origen de la experiencia histórica de liberación de la esclavitud (Ex 3,7). Esta vinculación í­ntima entre trascendencia religiosa e inmanencia salví­fica, tí­pica del teí­smo bí­blico, implica una concepción personal de lo sagrado, así­ como una teologí­a de la esperanza y del futuro (Ex 6,7). La teologí­a de la alianza impide oponer falsamente religión cúltica y religión ética (Ex 20,3ss). La religión de la alianza expresa claramente la valencia religiosa de la cuestión ética y subraya el momento personal en el encuentro con Dios, en la dialéctica existencial de la confianza y el temor (Ex 20,18ss).

b) La teologí­a profética. Los profetas transmiten el oráculo divino y la norma ética de la religión de la alianza. Como expresión de la conciencia ética y del sentimiento de diferencia, los profetas proclaman el adviento del juicio divino sobre la iniquidad humana (Am 5,18ss; Is 5,16). La eventual punición divina no adquiere nunca una valencia demoní­aca, sino que está condicionada por la voluntad de la santidad de Dios de destruir el mal y la injusticia (Am 8,4ss). La dialéctica de los profetas contrapone un momento ideal en la relación religiosa; vista como alianza en la historia (Os 12,10; Jer 2,7), a un momento real de contradicción moral, vista como apostasí­a (Os 4,2; Jer 3,lss). La polémica profética no concluye en este momento negativo, sino que invita a una conversión, es decir, a un retorno a la dimensión del incondicionado, posibilitado por la paradoja de la fidelidad de Dios (Am 5,15; Is 12,2; Jer 31,31). Con los profetas, el lenguaje religioso afirma un teí­smo trascendente y personal, es decir, un monoteí­smo teórico explí­cito (Is 43,10-11). Contra toda tentación politeí­sta, el profeta usa el arma de la ironí­a (Is 44,8-9). El Señor revelado a Israel se identifica con el Dios único y universal, creador trascendente-y señor incomparable del futuro, Dios justo y salvador de todas las naciones (Is 45,12-13.21-22).

c) Teologí­a sapiencial y apocalí­ptica. Para los sabios de Israel, el principio de la sabidurí­a coincide con el temor de Dios, identificado con un conocimiento práctico de la voluntad divina (Prov 1,7; 2,5). La reflexión sapiencial no olvida la dimensión contemplativa de la experiencia religiosa en cuanto admiración de la gloria de Dios revelada en las obras de la creación (Si 42,15ss) y en la historia de la salvación (Si 44,1ss). La teologí­a sapiencial medita también sobre el silencio de Dios, confrontándose con la cuestión del mal y con el sufrimiento del justo (Job 42,3.6). El sabio llega a interrogarse sobre el problema de la posibilidad de constatar, partiendo de la belleza y potencia del mundo como efecto creado, la omnipotencia e inteligencia del artí­fice divino como principio creador (Sab 13,1-9). A su vez, el profetismo apocalí­ptico mantiene vivo el interés por la relación entre Dios y la historia (Dan 10,21; 11,40; 12,1). El altí­simo guí­a infrustrablemente el curso de la historia y juzga escatológicamente individuos y naciones (Dan 10,13-14). La teologí­a apocalí­ptica de la historia es el corolario del monoteí­smo: un decreto divino inmutable predetermina la historia, que es una, como Dios es único (Dan 7,22; 8,13-14).

d) El mensaje de Jesús. El Dios del reino próximo, anunciado por Jesús, es el mismo Dios de los padres y Señor de la alianza (Me 12,26.29). El mensaje religioso de Jesús anuncia a Dios como Padre (Mt 6,6.9), manifestando una conciencia singular de su relación filial, hecha de confianza ilimitada en la bondad divina omnipotente (Me 14,36). El evangelio proclama también el l reino de Dios como Señor único y exclusivo (Mt 6,24). El discí­pulo debe buscar exclusivamente el cumplimiento de la voluntad divina siguiendo el designio de la providencia (Mt 6,10.32). Según la tradición sinóptica, sobre el mundo condicionado por la finitud y alienación, dominado por la iniquidad y el mal, se anuncia el adviento de la monarquí­a divina como potencia salví­fica (Me 1,15), hecha presente en el ministerio humilde de Jesús, maestro de la nueva ley y profeta del beneplácito divino, taumaturgo de la vida y exorcista del mal (Me 1,21ss), justo perseguido injustamente y siervo de la reconciliación con Dios (Me 1,11).

Jesús enseña los misterios del designio divino y la perfección de la divina observancia (Mt 11,27; 5,17). La nueva praxis del discí­pulo deberá imitar la perfección divina, particularmente la misericordia de Dios, que deberá traducirse en bondad fraterna, incluso con relación a los propios enemigos (Mt 5,48; Le 6,36).

e) Teologí­a del cristianismo primitivo. La comunidad de los primeros discí­pulos fundamenta su esperanza en una teologí­a de la resurrección: confiando en el Dios de la resurrección y de la vida, Padre omnipotente de Jesús (He 2,22-24), la comunidad toda se siente agraciada con la nueva justicia de la fe y espera en su propia resurrección (Rom 3,2425; 1Cor 15,20). La comunidad creyente profesa un panenteí­srno escatológico: la potencia divina someterá todas las fuerzas adversas, a través del dominio mesiánico del Hijo, a la soberaní­a del Padre (1Cor 15,28). Para la teologí­a paulina, el Dios desconocido puede ser reconocido a través de la creación y de la conciencia moral (Rom 1,19-20; 2,14-15), aunque los hombres, inexcusablemente, no reconozcan ni adoren a su creador. La palabra de la cruz adquiere un significado revelatorio: Dios Padre se revela como justo y justificante de cuantos, judí­os y gentiles, viví­an en la impiedad (Rom 3,25). El evangelio es la proclamación del amor paterno de Dios, revelado en la cruz de Jesús, escándalo y locura para la lógica de los sabios de este mundo (1 Cor 1,23). A su vez, para la teologí­a joanea, el conocimiento verdadero de Dios es mediado por la acción reveladora de Jesús, palabra eterna del Padre (Jn 10,14-1, cf 1 14), y por la acción iluminante del Espí­ritu, doctor de la comunidad y acusador del mundo (Jn 14,16-17; 16,7-8). El conocimiento divino no es fruto de pura reflexión, sino que requiere la praxis de la caridad (Un 4,16). Conocer a Dios es guardar sus mandamientos, particularmente el mandamiento nuevo del amor (Un 2,5). Tal deberá ser la respuesta básica del creyente al amor del Padre, revelado en el don de Jesús (Jn 3,16; 17,25-26).

2) El teí­smo bí­blico. Analizemos la afirmación de Dios en la revelación bí­blica como tensión entre misterio y teofaní­a, historia y trascendencia, exclusividad y universalidad, incondicionalidad y personalidad.

a) Epifaní­a del misterio. En la religión bí­blica, la dialéctica de revelación y misterio determina el carácter fascinante y tremendo de la vivencia religiosa (Is 45,15). La experiencia teofánica se resuelve en una epifaní­a velada del misterio (2Cor 5,7). A esta tensión religiosa fundamental corresponde la polaridad básica del lenguaje del teí­smo bí­blico como dialéctica de un Dios que se revela y esconde: el Dios revelado en el henoteí­smo primitivo (Ex 6,2-3), en el culto monolátrico (Dt 6,4), en el monoteí­smo profético (Is 6,3) o en la meditación sapiencial (Sab 13,5) se manifiesta a través del mundo como creación y a través de la historia como salvación (He 17,24.31). Pero el Dios “desconocido”(He 17,23) permanece invisible e inaccesible (Rom 1,20; Jn 1,18; 1Tiin 6,16). Por tanto, el lenguaje sobre Dios sólo expresa una situación religiosa básicamente inefable.

b) Historia y trascendencia. El teí­smo bí­blico se caracteriza por su convicción de una comunión con el Dios trascendente realizada en la inmanencia de la historia. La institución de la alianza constituye el paradigma de tal tipo de relación religiosa (Ex 19,4-6). Esta categorí­a fundamental domina toda la historia de la fe de Israel y condiciona teológicamente todas sus tradiciones: creación y elección (Gén 2,16-17; 9,9; 17,4), revelación y liberación (Ex 3,12-14), reino y gracia (Is 52,7-9; 54,7-8). La comunidad escatológica de la nueva alianza vive una intensa y definitiva experiencia de comunión con Dios (Un 1,3); en ella se radicaliza la tensión dialéctica entre historia y trascendencia. El Dios único se hace presente en Jesús (Col 1,13-15). La santidad y gloria del Padre se revela en el Hijo (Jn 1,18). La gracia divina nos vivifica en la fuerza del Espí­ritu (Rom 8,26-27; Jn 14,17), Jesús es mediador de la revelación definitiva (Heb 1,2) y mediador también de la nueva alianza de salvación (Heb 9,15).

c) La identidad de Dios. En el teí­smo bí­blico la cuestión básica del creyente con relación a Dios era su identidad. El Dios de la alianza y de la piedad religiosa de Israel se identificaba con el creador del universo y con el rey eterno (Sal 121,2; 47,3; 146,10). A diferencia del politeí­smo ambiental (Jos 24 2), de la henolatrí­a primitiva (Gén 15,1), la fe de Israel fue vivida como monolatrí­a exclusiva (Dt 12,2) y como monoteí­smo explí­cito (Is 46,9-10). El monoteí­smo salví­fico de Israel es, a la vez, nacional y universal, comunitario y personal. El horizonte religioso del teí­smo bí­blico nos permite comprender la originalidad del mensaje cristiano. El Dios del reino próximo, anunciado por Jesús, es el mismo Dios de los padres y de la alianza (Mt 22,32.37). El mensaje de Jesús anuncia a Dios como padre compasivo y como señor exclusivo (Mt 6,6.24). El reino divino, anunciado por Jesús en sus párabolas, es Dios mismo en su santidad y potencia, en su justicia y bondad (Mt 18,23ss; Le 15,11 ss).

d) Dios como realidad. A través de la identidad fundamental del Dios misterioso, creador del mundo, con el Señor de la alianza, revelado en la historia (Sal 95,3-7), el creyente se torna consciente de la realidad divina. Como el Señor de la historia es creador del mundo, puede ser contemplado a través de la creación. Por ello se juzga inexcusable la idolatrí­a (Sal 10,4; 14,1; cf 19,2; 33,6). La revelación de la realidad de Dios puede ser vivida de formas diversas: como afirmación de la posibilidad de una interrogación religiosa sobre la realidad última, como fundante de toda realidad creada (Rom 1,20; Sab 13,4); como vivencia religiosa de la conciencia del deber moral y como imperativo ético incondicionado (Sal 51,4; Rom 2,14); como revelación de una potencia salví­fica incondicionada de liberación y redención en la historia (Ex 3,12); como experiencia de lo divino, que en la paradoja de la cruz y de la gracia se revela y se esconde (1Cor 1,23; Flp 2,8).

e) Un monoteí­smo salví­fico. En la religión bí­blica, la afirmación de Dios asume la forma de un teí­smo exclusivo, trascendente y personal, universal, y salví­fico (Is 45,14.18.22). Dios se revela como uno y único (Ex 20,3; Dt 6,4), santo y eterno (Is 6,3; Jer 10,10). La realidad divina es absolutamente singular y omniperfecta, trascendente y omnipresente (Is 40,22; Jer 23,24). Dios es misterio de santidad inaccesible (Ex 33,19; Ez 10,18ss). Altí­simo en su majestad y gloria (Ez 11,22-23; Is 59,19), trascendente al espacio y al tiempo, a la naturaleza y a la historia (Sal 90,2; 139,7ss), Dios, como viviente eterno, domina la tierra y llena el cielo con su omnipresencia salví­fica (Job 11,710; Prov 15,3). El Dios vivo y verdadero se revela siempre no sólo como realidad absoluta e incondicionada, sino también como realidad personal: Dios es el santo de Israel y el Señor de la alianza (1Sam 6,20; Ex 20, lss), redentor de la servidumbre y libertador de la esclavitud (Ex 6,5-6), artí­fice del universo y alfarero del mundo (Gén l,lss; Sab 13,5). Como creador y como aliado, su presencia es una potencia personal y salví­fica, a la cual puede apelarse en la oración de súplica (Sab 9,lss). A diferencia de los í­dolos ciegos, sordos, mudos, impotentes, Dios permanece siempre fiel y veraz, firme en su propósito e inmutable en su identidad, omnipotente y omnisciente en su creación y providencia, en la elección y en la gracia (Sal 136,5; 135,6). El Dios vivo, omnisciente y omnipotente, es también el Señor justo y fiel, compasivo y misericordioso. Dios se revela como justo en cuanto es fiel a su alianza de salvación (Is 45,8; 51,7). Dios es justo porque salva, revelando su justicia en la defensa de los pobres y perseguidos (Sal 10,17-18; 18,3-4). Dios es el Señor de la esperanza y hace justicia al humillado (Is 33,5; 51,6-7). Dios es celoso del bien y su ira contrasta el mal (Ex 20,5; Dt 4,24). En el horizonte religioso de la alianza, el comportamiento divino se caracteriza por la fidelidad de su amor y benevolencia (Ex 34,6; Dt 7,9); Dios es constante en su misericordia y compasión (Sal 25,10-11; 89,3).

En la comunidad escatológica de la nueva alianza, Jesús actualiza el imperativo monolátrico (Me 12,2930). Jesús enseña también a venerar el nombre divino, expresión de su inaccesible santidad (Mt 6,9; cf 5,33ss). Sobre todo, Jesús enseña la confianza en la providencia divina, que no abandona a sus criaturas (Mt 6,25ss). El Padre es el señor del cielo y de la tierra (Le 10,21). El Dios vivo y padre de Jesús (Mt 16,16) se identifica con el creador omnipotente y omnisciente en su providencia salví­fica (Mt 6,26; 10,29). Con la revelación escatológica se desvela definitivamente el plan divino: Dios ha creado el mundo para salvarlo en Cristo (Ef 3,8-11; Col 1,26-27). El Padre de Jesús nos adopta y santifica en el Espí­ritu (Gál 4,4-7). En la comunidad de los discí­pulos, Jesús afirma el designio divino como absolutamente libre y lleno de amor, orientado hacia el triunfo divino de su misericordia y perdón (Mt 18, 14.35). En la cruz de Jesús se revela el amor definitivo del Padre (Jn 3,1617). El monoteí­smo bí­blico se confirma no sólo como un teí­smo trascendente y personal, sino también como un teí­smo de fidelidad y bondad: se afirma definitivamente la monarquí­a compasiva del Padre (1Jn 4,9.19).

5. LA FE DE LA IGLESIA CATóLICA. 1) Identidad y diferencia. En todos los sí­mbolos de la Iglesia antigua se afirma como primera proposición creyente la fe en el único Dios padre y creador. Así­ sucede en las fórmulas más arcaicas (DS 1-6) en el llamado sí­mbolo apostólico (DS 10, 40ss, 60), así­ como en los sí­mbolos sinodales de Nicea (DS 125) y Constantinopla (DS 150). Relevante aparece la declaración sinodal antiorigenista, reprobando toda negación de la divina infinitud e incomprensibilidad y, por tanto, afirmando un apofatismo primordial en el lenguaje sobre Dios (DS 410). Importantes son también las afirmaciones de una monarquí­a divina coexistente con una triplicidad hipostática (DS 112-115) y de la igualdad interpersonal en la única esencia divina indivisa (DS 71-76). Inicialmente, el lenguaje de la ortodoxia eclesial profesa su fe en el único Dios Padre omnipotente, creador de la realidad visible e invisible del universo (DS 13-19, 25-30), identificando así­, contra todo dualismo gnóstico, al Dios creador y providente de la antigua alianza con el Padre misericordioso de la nueva. El Dios ingénito y eterno, infinito e incomprensible, creador omnipotente, es identificado cada vez más ní­tidamente con el Padre santo del Hijo eterno divino, inspirador activo del Espí­ritu paráclito y juez omnisciente de la historia (DS 139, 441, 451 s, 490, 525, 617). El rey de los siglos, inmortal e invisible (DS 16, 21s, 29), es origen sin origen y principio sin principio de la vida intradivina y de la historia de la salvación (DS 71, 284, 470, 485, 525s).

En el Occidente latino, el magisterio eclesial propone constantemente la doctrina del primer artí­culo de la fe, defendiéndola contra toda interpretación herética. Los concilios Carisiaco (DS 623) y Valentino (DS 626s, 633) rechazaron diversos errores sobre la presciencia y predestinación de Dios en relación a una necesidad teológica del mal. También el concilio Senonense rechazó como heréticas algunas proposiciones de Pedro Abelardo referentes a la necesidad en el comportamiento divino, tanto en relación al bien, por lo cual Dios no habrí­a podido obrar en el mundo mejor de lo que obró, cuanto en relación al mal, que Dios mismo no podrí­a impedir (DS 726s). El concilio Remense (DS 745) criticó el lenguaje teológico de Gilberto de Poitiers por distinguir con distinción real la esencia divina, en cuanto realidad sustancial, y la trinidad en Dios, en cuanto realidad tripersonal.

Los albigenses y cátaros renovaron la herejí­a dualista distinguiendo un Dios creador, principio del mal, y un Dios salvador, principio del bien, separando insanablemente antigua y nueva alianza. Contra tal afirmación, el concilio Lateranense IV reafirmó la unicidad de la monarquí­a divina, confesando “un solo y único Dios verdadero, eterno, inmenso e inmutable, incomprensible, omnipotente e inefable” (DS 800). El concilio rechazó también la doctrina panteí­sta de Amalrico de Bena, que identificaba Dios y el todo universal (DS 808). La teorí­a analógica del concilio aparece como un intento de mediación entre una teologí­a de la identidad y una teologí­a de la diferencia: entre Creador y criatura existe una dialéctica de semejanza y desemejanza, donde la desemejanza es siempre mayor, colocándose así­ la doctrina conciliar en la proximidad de una posición moderadamente apofática (DS 806).

También el concilio Lugdunense II reafirmó la doctrina de la unidad y unicidad de Dios contra todo dualismo teológico y contra todo pesimismo cósmico (DS 851). Igualmente, el concilio Florentino confirmó la doctrina de la unidad de la monarquí­a divina (DS 1330-36 ).Juan XXII, en la constitución In agro dominico, condenó diversas proposiciones del maestro Eclchart, que parecí­an afirmar la eternidad del mundo, la unicidad personal de Dios y la imposibilidad de hablar de la bondad divina (DS 951ss, 973s, 978).

En los albores de la modernidad, el concilio Tridentino proclamó su fe, partiendo de la fórmula niceno-constantinopolitana, manifestando su fidelidad a la tradición eclesial (DS 1862). A través de tales sí­mbolos de fe, definiciones teológicas y declaraciones dogmáticas, el magisterio eclesial protestaba la fe de la Iglesia católica, proclamando la convicción creyente de una profunda identidad entre el Dios misterioso, creador y providente, manifestado en el AT, y el Dios revelado en el NT como señor de la historia salví­fica y padre de bondad y misericordia; simultáneamente, el magisterio afirmaba la insalvable diferencia entre Dios y el mundo, el Creador y la creación. Durante el primer milenio, el peligro para la fe deriva de una pérdida de la conciencia de la identidad de Dios, creador y padre, negando la monarquí­a divina al admitir una diarquí­a suprema, es decir, un doble principio último del mal y del bien, de la creación de la materia y de la salvación del alma, de las tinieblas y de la luz, de la antigua y de la nueva alianza. Durante el segundo milenio cristiano, el riesgo de negar el primer artí­culo de la fe viene también de una pérdida de la conciencia de la diferencia entre criatura y creador, finito e infinito, mundo y Dios, como sucede tanto en el panteí­smo cuanto en el ateí­smo.

En la modernidad, además, abandonando el modelo de integración profunda entre razón y fe, tí­pico del platonismo cristiano, así­ como el modelo de subordinación moderada de la razón a la fe, tí­pico del aristotelismo escolástico, se desemboca en modelos de exagerada subordinación de la razón crí­tica a la forma convencional de vivir la fe tradicional, como en el fideí­smo; o, por el contrario, se subordina la religiosidad y la fe al control de la razón crí­tica, con el riesgo de racionalismo. Ambos errores son rechazados por el magisterio, que reafirma la utilidad teológica de una integración de las exigencias de la fe con el método racional. Durante los pontificados de Gregorio XVI y de Pí­o IX fueron rechazados los errores fideí­stas de L.E. Bautain (DS 2751-56, 2765-68) y de A. Bonnety (DS 2811-14), así­ como las tesis racionalistas de A. Günther (DS 282829) y de I. Froschammer (DS 285357). El magisterio contrarresta también la tendencia al panteí­smo absoluto, esencial o evolutivo, defendiendo la libertad divina en su creación y providencia, así­ como la infinita diferencia entre el mundo y Dios (DAS 2841-47, 2901-05).

2) La afirmación de Dios. En el contexto de la crisis religiosa de la cultura secular, el magisterio del concilio Vaticano I adquiere una significación relevante al rechazar, como errores contra la fe, t ateí­smo y panteí­smo, i agnosticismo y deí­smo, l fideí­smo y I racionalismo (DS 302124). La doctrina conciliar reafirmó también la realidad e identidad de Dios y su diferencia esencial del mundo, confirmando la fidelidad al lenguaje religioso de la revelación bí­blica y de la tradición teológica católica (DS 3001-03). Una importancia particular debe ser atribuida a la enseñanza sobre una posibilidad real de la afirmación de Dios, partiendo de la realidad creada, por medio de la “luz natural de la razón humana” y también por la “luz de la fe” a partir de la revelación divina (DS 3004-05; cf 3026-27). Ante el desafí­o moderno de la incredulidad y del ateí­smo, la doctrina del magisterio sobre la afirmación de Dios a la luz del primer artí­culo de la fe propone la superación del nihilismo y de la indiferencia religiosa, anatematizando el ateí­smo teorético y toda negación del monoteí­smo cristiano (DS 3021). La condenación del ateí­smo y la propuesta de un teí­smo legitimable racionalmente no equivale a la aceptación de una forma de racionalismo teológico. El magisterio supone siempre una noción de Dios como misterio absoluto y santo, trascendente y personal, incomprensible e inefable, tanto en su realidad cuanto en su autocomunicación salví­fica. Igualmente, la afirmación de un “conocimiento natural de Dios” como precondición del acto de fe, superando la tesis del fideí­smo, no significa negar la influencia positiva de la comunidad creyente con su tradición de fe y su cultura de la religiosidad. Mucho menos significa negar la relevancia del hecho religioso o la utilidad de la revelación cristiana e incluso su necesidad moral, para que “universalmente, con certeza y sin error”, puedan ser conocidas y aceptadas las verdades referentes a la actitud religiosa y al comportamiento moral del hombre (DS 3032, 3041).

También el magisterio papal subraya la posibilidad de una afirmación de Dios. Con ocasión de la crisis modernista, Pí­o X indicó en la ví­a de la causalidad el itinerario de una demostrabilidad de la realidad de Dios, superando una forma de religiosidad reducida al inmanentismo de la subjetividad y al individualismo de la conciencia interior (DS 3538; cf 3420 y 3475-77). Posteriormente, tomando posición en el debate eclesial sobre la nouvelle théologie, también Pí­o XII propuso la tesis tradicional de una posibilidad real de la afirmación de Dios por la luz de la razón, llegando a una aceptación de su existencia como realidad única y trascendente, absoluta y personal (DS 3875; cf 3892). Por otra parte, la afirmación de una posible culpabilidad del ateí­smo no implica una exclusión de la misteriosa providencia salví­fica divina de quienes, desconociendo a Dios sin culpa, a su modo lo buscan (DS 3869-72).

Para el concilio Vaticano II es también determinante la cuestión teórica y práctica de la afirmación de Dios. Sobre el problema del ateí­smo aparece una referencia significativa en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual al constatar la gravedad del fenómeno en cuanto negación explí­cita de una posibilidad real de afirmación de Dios. La pérdida por el hombre de su conciencia de la trascendencia lo condena a permanecer como un problema no resuelto. Aunque frecuentemente más que negar al “Dios.del evangelio”, lo que se desea es negar una caricatura falsa y perversa de lo divino (GS 19). Más dramática es la situación de quienes parecen haber perdido la misma inquietud religiosa o la de los que atribuyen un valor incondicionado a los bienes terrestres. Otras veces la intención no es tanto la de negar a Dios, sino la de afirmar al hombre en su responsable autonomí­a, defendiendo una legí­tima emancipación de toda forma de opresión, así­ como de una vivencia de la religión como heteronomí­a. No raramente, la búsqueda de una liberación histórica se circunscribe al horizonte terreno, limitándose meramente a un actuar en la esfera social, económica y polí­tica (GS 20). Por otra parte, la religión no debe constituir un pretexto para una alienación irresponsable de los problemas de la justicia interhumana. Pero la lucha en la inmanencia histórica del vivir humano no debe olvidar la dimensión profunda de la inquietud religiosa ni la abertura existencial a la trascendencia y al Dios de la fe (GS 21).

Aunque la doctrina conciliar aluda a una posible culpabilidad moral del ateí­smo, no profundiza ulteriormente la cuestión; pero no deja de reconocer una participación en la responsabilidad de la incredulidad de los ateos, incluso por una influencia negativa de los creyentes, en la medida en que son inconsecuentes con su vivencia religiosa (GS 19). La cuestión de la posibilidad de un ateí­smo inculpable en la esfera teorética de la conciencia refleja, si coincidiese con una vida éticamente honesta, encuentra un eco en algunos documentos conciliares. En efecto, no puede considerarse excluido del reino de Dios a quien vive una vida recta, aunque no llegue a una afirmación teorética explí­cita del acto religioso, pues su honestidad moral no acontecé sin la gracia divina y los elementos de verdad y justicia presentes en tal forma de vida constituyen una verdadera “preparación evangélica” (LG 16). La doctrina conciliar afirma también que Dios puede atraer a la fe, de forma misteriosa, a cuantos inculpablemente desconocen el evárigelio, dada su voluntad salví­fica universal (AG 7).

Además ha sido mérito de la doctrina conciliar el constatar la realidad del acontecimiento religioso y la positividad de la experiencia de lo sagrado como búsqueda constante de lo divino, que encontrará en las grandes religiones históricas sus formas de expresión más significativas, sea en la experiencia religiosa del momento mí­stico en la adoración del misterio divino, sea en la vivencia de la revelación profética y de la fe abrahámica. Con ello se reconoce el valor teológico de la experiencia religiosa de Dios como creador providente y padre misericordioso. En la experiencia religiosa, los creyentes se debaten sobre las máximas cuestiones existenciales del ser y del vivir, del mal y del bien, del sufrimiento y la felicidad, del deseo de Dios y del temor religioso (NA 1). El magisterio conciliar reconoce la presencia de numerosos valores espirituales, morales y culturales en los adeptos de las religiones no cristianas, en las cuales pueden encontrar una ví­a de purificación y un refugio ético, la suprema iluminación del ánimo y un camino de liberación de las pasiones humanas y del egoí­smo mundano (NA 2). En las grandes religiones monoteí­stas, como el l islam o el /judaí­smo, se adora al único Dios vivo y eterno, creador providente del universo, protector de Abrahán y de los creyentes, Señor omnipotente y misericordioso de una alianza de salvación en la historia que culminará en el acontecimiento cristiano (NA 3-4).

Particularmente significativa es la doctrina conciliar sobre la revelación divina, donde se propone el misterio del Dios de la revelación y de la fe, que quiso revelarse a sí­ mismo y manifestar su designio de salvación movido por su sabidurí­a y bondad. De este modo se afirma la fe en un Dios invisible y misericordioso que habla a los hombres convidándolos a una participación misteriosa en su vida y en su beatitud infinita. La manifestación del misterio y del designio de Dios acontece en las palabras y en los hechos de la historia de la revelación y de la salvación, que culminará en Cristo, mediador y plenitud de la misma revelación salví­fica escatológica (DV 1). El Dios de la creación, a través de las obras creadas, ofrece un perenne testimonio de sí­. A cuantos perseveran en la práctica del bien, el Dios de la salvación ofrece la vida eterna. A través de la historia de la elección y alianza con el pueblo de la promesa, el Dios de la revelación se manifestó a la humanidad como único Dios vivo y verdadero, creador benévolo del mundo y juez justo de la historia universal (DV 2-3). La revelación de Dios culminó en la manifestación de su Hijo eterno, palabra divina encarnada para nuestra iluminación y salvación, así­ como en la misión del Espí­ritu divino, testimonio de la presencia de la gracia, que nos libra del mal y nos da la vida eterna en la comunión consumada con el amor infinito (DV 4). A1 Padre, que se revela en su Hijo Jesucristo, el creyente, movido por la luz y gracia del Espí­ritu Santo, debe prestar un asentimiento de entendimiento y voluntad total y libre (DV S). En la comunicación de sí­ y de su voluntad de salvación universal se revela el designio misterioso de Dios. Por ello, la revelación divina ofrece al creyente un conocimiento religioso universal y fácil, infalible y cierto, sobre Dios mismo como principio y fin del universo, fundamento del ser y del sentido de la realidad contingente e histórica (DV 6).

Los documentos conciliares manifiestan una continuidad doctrinal con el magisterio precedente, reafirmando su fe en el Dios único, revelado y misterioso, salvando la unidad y singularidad de la monarquí­a del Dios vivo y eterno, Padre omnipotente, principium sine principio (AG 2) y origen sin origen de la vida intradivina y de la historia de la salvación, absolutamente diferente y distinto del mundo creado; que restaura el universo por la acción redentora en su Hijo Jesucristo y lo santifica definitivamente por el don escatológico de su Espí­ritu divino (LG 2-4).

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F.A. Pastor

II. Pruebas de la existencia de Dios
1. REFLEXIONES PREVIAS. a) Si todo hombre es responsable ante Dios, entonces la razón humana, por su disposición esencial, ha de tener acceso al conocimiento de Dios. Desarrollar este “conocimiento natural de Dios” de forma filosófica y refleja es la finalidad propia de las “pruebas de la existencia de Dios”. La expresión “pruebas de la existencia de Dios” tiene como justificación que aquella disposición natural no es cuestión de mero sentimiento, sino precisamente de la razón, por lo cual debe poder desarrollarse con rigor racional. Su lí­mite le viene por principio a la expresión “pruebas de la existencia de Dios” de que el conocimiento de Dios sólo tiene lugar en libertad, y en este sentido no es “demostrable”. Por un lado, se supone un acto de libertad humana que puede negarse también a Dios; por otro, el conocimiento de Dios -igual que el conocimiento de una persona- sólo es posible gracias a una libertad que se me abre, por lo cual la actualización de la “disposición natural” a conocer a Dios está ligada a una libre condescendencia de su parte (/ ANSELMO DE CANTERBURY, Prosl. 1).

Además de este lí­mite de principio, las pruebas de la existencia de Dios tropiezan en varios aspectos con dificultades de comprensión históricamente condicionadas.

b) Los intentos de demostrar la existencia de Dios se remontan a los comienzos de la filosofí­a occidental (y también oriental). Con rigor sistemático se desarrollan por primera vez cuando la teologí­a reconoce a la filosofí­a como disciplina que se sitúa frente a ella con relativa independencia, al menos en el aspecto metodológico. Tal es el caso en el Occidente cristiano desde principios de la escolástica (l Razón y fe). En la época de la ilustración las pruebas de la existencia de Dios sirven a menudo para intentar fundamentar una religión universal de la razón prescindiendo (en parte de forma hostil) de las religiones constituidas de modo histórico-positivo, incurriendo así­ por parte de la teologí­a en la sospecha de ser una empresa descaminada. Como elemento de reanimación de la filosofí­a escolástica apoyada por el magisterio católico, las pruebas de la existencia de Dios fueron consideradas además reaccionarias frente al pensamiento moderno, y desde entonces no gozan de buena fama en el aspecto teológico y filosófico.

c) Junto a estas dificultades debidas a condicionamientos históricos, los intentos de establecer las pruebas de la existencia de Dios tropiezan también con hostilidad e incomprensión a causa de la evidencia que les sirve respectivamente de base. En una época en que el hombre se sabí­a seguro en un mundo ordenado por el Logos divino, pudieron contar con gran aceptación las pruebas de la existencia de Dios que partí­an de la experiencia del mundo. Ante un mundo visto más bien como una amenaza y abandonado a sí­ mismo, el sujeto moderno buscó cada vez más ví­as de conocimiento racional de Dios en las que aquel orden cósmico no sirve ya de premisa. Pero también las ví­as que parten de la experiencia personal del yo aparecen obstruidas en la medida en que el sujeto se vuelve extraño a sí­ mismo. La cuestión de la validez de las pruebas de la existencia de Dios está ligada de la manera más estrecha a las posibilidades que surgen en cada momento (o parecen excluirse) de una “filosofia primera”, o sea, de un pensamiento que no se siente sólo fragmentado o incluso manipulado, sino que puede expresarse en el horizonte de un amplio proyecto de sentido.

2.. TIPOS FUNDAMENTALES DE PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS. En la sucinta panorámica siguiente sólo se pueden abordar las pruebas “clásicas” de la existencia de Dios, es decir, los argumentos que, por su fuerza de persuasión, han desafiado constantemente al pensamiento. Se puede establecer una primera división desde su respectivo punto de partida, que, por un lado, reside en la experiencia del mundo y, por otro, en el descubrimiento del hombre de sí­ mismo. Esta división la sugiere también la argumentación de los dos primeros capí­tulos de la carta a los Romanos (cf Rom 1,19s; 2,14s).

a) Experiencia del mundo como punto de partida. Kant, en una división de las pruebas de la existencia de Dios, menciona dos clases de argumentos que parten de nuestra experiencia del mundo sensible, a saber: el argumento “fí­sico-teológico” (llamado también teleológico) y el argumento “cosmológico”. El primero parte de una “experiencia determinada y de la particular condición de nuestro mundo sensible así­ conocido; el segundo tiene por base una “experiencia indeterminada” (cf KrV, B 618s). Por razones históricas y sistemáticas se recomienda seguir esta división.

1) El argumento teleológico o fí­sico-teológico. Kant consideró el argumento “fí­sico-teológico” como el “más antiguo, más claro y más apropiado para la razón común del hombre” (cf KrY, B 651). En efecto en Occidente es posible remontarse hasta Sócrates (cf HWP 3,820), y está también muy difundido en la filosofí­a india (cf TRE 13,751). Esta prueba, que de una naturaleza razonablemente ordenada (“teleológica2) concluye la existencia de una inteligencia divina, se encuentra en una forma más sencilla en Tomás de Aquino (S. Th. 1, 2,3, “quinta ví­a”), donde sólo se supone que en el mundo sensible algunos seres que no están dotados de razón obran siempre, o al menos frecuentemente, por un fin. En cambio, en la ilustración se toma a menudo como punto de partida el orden del mundo como un todo, por analogí­a con el mecanismo de un reloj. Todaví­a en el agnóstico Hume, e incluso en Kant dentro de la crí­tica de principio de todas las pruebas de la existencia de Dios hechas desde la razón teórica, el argumento goza de gran estima; pero en una visión evolucionista del mundo pierde su aceptación.

2) El argumento cosmológico. La prueba de Dios cosmológica, transmitida ante todo por Aristóteles a través de eruditos musulmanes y judí­os al Occidente cristiano, ejerció un gran influjo, especialmente por sus formulaciones en las tres “ví­as” del Aquinate. Al tener por base sólo una “experiencia indeterminada” (según Kant) del mundo sensible, no se puede realizar tan fácilmente por esta abstracción como el argumento teleológico; pero a causa de la base más amplia de experiencia parece también menos impugnable. La idea central es que el ser contingente, para una explicación suficiente de su existencia, necesita un ser necesario. Su formulación lógicamente más convincente se encuentra, sin duda, en la versión que ha dado Tomás de Aquino en la “primera ví­a” de la Summa Theologica a la “prueba tomada del movimiento”: lo que de una mera posibilidad llega a la realización de esta posibilidad, necesita para ello un “suplemento de energí­a”. Si ese aumento se transmite por algo que sólo transmite esta “energí­a”, pero no la tiene de por sí­ originariamente, entonces el supuesto de una serie indefinida de tales “manos transmisoras” sencillamente no responde a la pregunta inicial sobre el origen del aumento de realidad. Una respuesta suficiente sólo se puede obtener de un “primer motor”, cuya pura realidad no está unida a ninguna simple posibilidad. La evidencia de esta demostración supone también un mí­nimo de orientación del sentido del movimiento. En el contexto de una visión de la naturaleza, donde los cambios se entienden sólo como desplazamientos de energí­a dentro de un cuanto de energí­a que permanece constante, difí­cilmente resulta convincente la idea.

Además de las dificultades indicadas en el contexto de los actuales paradigmas de explicación de la naturaleza, hay que notar brevemente los problemas filosóficos de principio de la argumentación teleológica y la cosmológica.

3) Problemas fundamentales de la pruebas de la existencia de Dios que parten de la experiencia del mundo. Si partiendo de la experiencia del mundo la huella conduce a Dios, entonces hay que considerar el mundo básicamente ordenado, no carente de sentido. Ya la visión de los trastornos parciales sensibles, de los cuales no se puede hacer responsable a ninguna libertad finita (malum physicum), plantea el problema de la teodicea, al que no se puede dar respuesta con los medios de la razón teórica. A este problema puede escapar la contemplación de la naturaleza mediante la reducción de sus perspectivas a lo meramente cuantificable, eliminando la categorí­a de lo sensible (lo “cósmico” en el significado originario). Pero con ello desaparecen también de su horizonte, como se ha indicado antes, las pruebas “cosmológica” o “teleológica” de la existencia de Dios. Sin embargo, también después del fin de una metafí­sica que parte de un mundo debidamente ordenado será posible seguir refiriéndose al fenómeno de la belleza de la naturaleza que irrumpe a veces a la manera de un rayo, que difí­cilmente se ajusta a una consideración cuantificadora y por lo menos puede mantener viva la pregunta sobre Dios.

Un defecto de principio de las pruebas de la existencia de Dios que parten de la experiencia del mundo es que generalmente no inducen al sujeto mismo a la reflexión. En consecuencia, por un lado, no se distingue qué parte de su experiencia hay que atribuir realmente a la realidad que descubre en su experiencia y qué parte hay que considerar como inversión de su propia precomprensión. La razón, que trasciende los objetos que encuentra remontándose a sus causas supremas, ¿es ya trascendida en este trascender, o debe comprenderse a sí­ misma como algo último frente a todo este mundo de objetos con sus causas supremas e, incluso, últimamente como la fuente de la constitución del “mundo absolutamente”?

b) Autodescubrimiento como punto de partida. 1. El argumento ontológico. La inclusión de la prueba de la existencia de Dios designada por Kant como “ontológica” entre los argumentos subjetivo-lógicos requiere una explicación más puntual. No todas las formulaciones de esta prueba de la existencia de Dios parten de la subjetividad. Por ejemplo, partiendo del concepto del “ente perfectí­simo” (Descartes) o “realí­simo” (Kant) se concibe a Dios de forma absolutamente objetivo-teórica. Sólo la forma más originaria del argumento, como se encuentra en ! Anselmo de Canterbury (Prosl. 2-4), puede designarse como “subjetivo-teórica”, pues la expresión “aquello por encima de lo cual no es posible pensar nada más grande” (id quo nihil maius cogitar¡ potest”) expresa a Dios a través de la reflexión sobre las supremas posibilidades de la misma razón humana. El pensamiento en la formación de este concepto no se enfrenta con Dios como con un “lo más grande” (con ello subsiste la tentación de rebasar una vez más con un “n+1” cualquier concreción previamente concebida de este “más grande”, igual que en la serie potencialmente indefinida de los números naturales en matemáticas). Más bien la razón, al gustar (como el doctor Fausto en el pacto con Mefistófeles) su propia dignidad de trascender, que no puede detenerse en nada dado objetivamente, percibe una infinitud y trascendencia completamente distintas, que no encuentran sitio en el ámbito de las posibilidades de proyección del pensamiento. Este concepto de Dios no se descubre por proyección (Feuerbach) partiendo de la experiencia de objetos o de sus cualidades, sino que sólo puede comprenderse como razón última de toda capacidad humana de proyección (cf más adelante).

La crí­tica de la “prueba ontológica de la existencia de Dios” va dirigida ante todo contra el hecho de concluir de un mero concepto una existencia real: algo que existe serí­a “más grande” que algo meramente pensado. Por eso la expresión “… quo nihil maius…” incluirí­a la existencia de lo aquí­ pensado; si no, no concluirí­a. Kant (como ya de modo parecido Gaunilo y más tarde Frege, Scholz y Russell) objetó que la afirmación de la existencia se mueve en un plano completamente distinto al de la predicación conceptual; por tanto, no se puede deducir en forma conceptual-analí­tica. El lí­mite de esta crí­tica está en la generalización de una lógica obtenida de objetos contingentes (cf la indignación de Hegel a propósito del ejemplo de Kant de los “cien táleros”). Anselmo afirma la í­ndole apodí­ctica de su conclusión exclusivamente en relación con su concepto de Dios -y Kant admite al menos para esta formación conceptual del “yo pienso” la evidencia simultánea de la facticidad de este yo (cf KrV, B 157). Habrá que conceder a Anselmo que la existencia de Dios se concibe necesariamente en la formación del concepto por él formulado (cf Prosl. 3). Pero no se ve con ello claramente por qué esta necesidad lógica debe encontrar correspondencia en la realidad. Este defecto sólo se supera en el argumento lógico-trascendental.

2. El argumento lógico-trascendental. En la expresión “prueba lógico-trascendental de la existencia de Dios” agrupamos varias formas de argumentación, que, por lo demás, han recibido diversas denominaciones (p.ej., prueba de la existencia de Dios “noética”, “noológica”, “ideológica”, “antropológica”, “trascendental’. La forma primigenia del argumento se encuentra ya en t Agustí­n (cf en particular De libero arbitrio II, 3-15).

Como punto de partida adopta Agustí­n la certeza del propio ser consciente asegurada en la duda metódica (“si fallor, sum’. Esta razón consciente de sí­ misma se reconoce superior a sus percepciones sensibles y al “sentido interior” que las coordina, puesto que juzga todo esto. La cuestión de si hay todaví­a algo superior y, a distinción de la razón humana, inmutable, se reduce a preguntar por algo a cuyo juicio está sometida la misma razón. En esto -o en “algo que se encuentra aún por encima”- hay que reconocer a Dios, “quo nullus est superior”. Esta realidad inmutable y de validez general, a cuyo juicio se somete la razón, la ve dada Agustí­n en el “número y la sabidurí­a”. El “número” es, para él, el supremo valor normativo en el ámbito de lo estético, igual que la “sabidurí­a” constituye la pauta en el ámbito de la búsqueda de la felicidad.

Otra forma más desarrollada de este tipo de argumentación la ha presentado Descartes (Meditación III). Partiendo igualmente del terreno de la evidencia “yo pienso/ yo soy”, que ninguna duda puede conmover, busca Descartes un contenido de este pensamiento, que no puede referirse más que a Dios. Entre todos los contenidos del pensamiento, sólo la idea de Dios llena esta condición. No puede llegar a la razón por un procedimiento a posteriori; ni tampoco se la puede conseguir por la negación de lo finito. El concepto “finito” supone más bien el concepto de lo infinito en la óptica lógico-trascendental, lo mismo que ya la duda misma universal -el punto de partida de las “Meditaciones sobre la filosofí­a primera’!- tiene esta idea de algo incondicional como condición de su posibilidad.

Lo fascinante de este tipo de argumentación está en el nexo inseparable entre el concepto de Dios y la certeza de la existencia, que no se da en la “prueba ontológica de la existencia de Dios”: la razón se reconoce a sí­ misma, incluso en sus realizaciones aparentemente más descaminadas, como marcada en lo más hondo por un ser incondicionado.

Pero también en este caso sólo se podrá hablar de una prueba real de la existencia de Dios con reservas. Pues el ineludible problema de teodicea que se plantea a partir de la experiencia del mundo, sólo en apariencia se supera en la duda metódica con la eliminación de todos los factores empí­ricos de inseguridad. En realidad, “la prueba lógico-trascendental de la existencia de Dios” no es otra cosa que la formulación más concluyente de la situación del absurdo (en el sentido de A. Camus): la certeza fatal de “Sí­sifo” por la idea de un ser incondicionado, pero que aparece como irrealizable. Por más que haya que referir necesariamente esta idea también a “Dios”, serí­a “mejor para Dios que no existiera”, puesto que Sí­sifo no puede ver en tal “maldición de Dios” ningún sentido. Sin embargo, el autodescubrimiento del hombre realizado en el argumento lógico-trascendental mantiene viva con mayor intensidad que la experiencia del mundo la pregunta sobre un posible sentido a pesar de la situación de absurdo, y por tanto sobre “algo por encima de lo cual no se puede concebir nada más grande”.

3) La prueba moral de la existencia de Dios. Kant dio por terminada la lista de las pruebas de la existencia de Dios realizadas (pero no concluyentes) por la razón teórica con los argumentos fí­sico-teológico, cosmológico y ontológico. No consideró la posibilidad de una prueba de la existencia del Dios lógico-trascendental, aunque era evidente al preguntar de dónde le viene a la idea de Dios su carácter regulador de todos los usos de la razón (cf KrY, 8,380,384-386).

Sin embargo, basándose en la razón moral-práctica, Kant desarrolló un argumento independiente, que él mismo designó como “prueba moral de la existencia de Dios” (KU 87). El argumento presenta varias versiones, de las cuales sólo convence la última (en la Crí­tica del juicio y La religión dentro de los lí­mites de la razón pura).

El supuesto del conocimiento de la necesidad de este “postulado de la existencia de Dios” es, primero, la evidencia de un deber incondicional en el cual la razón individual se sabe obligada por la “pura razón práctica” (no, p.ej., por Dios como legislador heterónomo). Pero el deber incondicional exige no sólo una conciencia en consonancia con él, sino también su realización en el mundo sensible. La configuración general del mundo sensible según la ley moral que obliga a todos los hombres es la meta de la pura razón práctica.

Pero el mundo sensible obedece en realidad a su propia ley natural, por lo cual el curso de las cosas sólo rara vez parece estar conforme con las leyes de la razón práctica. Si, pues, la obligación del hombre de promover el fin último no ha de ser absurda por no responder en principio ningún poder a este deber, entonces el hombre ha de aceptar como garante de una armoní­a entre la ley de la libertad y la ley de la naturaleza en definitiva posible a Dios como la fuente última de ambas normativas. Estructuralmente afines a la prueba moral de la existencia de Dios de Kant son los intentos contemporáneos de concebir a Dios, partiendo de la idea de una solidaridad universal, como el horizonte último de esta idea, en particular la aproximación desde la perspectiva teórico-comunicativa a la teolo gí­a fundamental de H. Peukert.

El fundamento de la prueba moral de la existencia de Dios no es una certeza indubitable, sino un hecho de libertad absolutamente comprometida. Lo que el argumento parece perder de esta manera en “fuerza demostrativa”, lo gana, por otro lado, respecto a la afirmación hecha al principio de que el conocimiento real de Dios sólo se puede alcanzar en una realización de libertad.
Basándose en el argumento desarrollado por Kant, se puede dar una respuesta filosófica al problema de la teodicea. Según esto, Dios aparece en el horizonte del hombre en la medida en que éste se compromete con una solidaridad incondicional respecto a otros hombres y no rompe este compromiso ni siquiera a la vista del aparente absurdo de la existencia que se manifiesta en el sufrimiento de ví­ctimas inocentes. Esta solidaridad constante ante el espectáculo de un aniquilamiento incomprensible es como firmar un cheque en blanco que sólo Dios puede pagar.

BIBL.: Indicaciones generales: CLAYTON J., Gottesbeweise II-III, en TRE724-784; $CftLUTEa D., Gottesbeweise, en HWP III, 818-830. En relación más directa con nuestro artí­culo: ALBRECHT M., Kants Antinomie derpraktischen Vernunft, Hildesheim-Nueva York 1978; ALQme F., La découverte métaphysique de Iltomme chez Descartes, Parí­s 1950; Hua>:a H., Die Got tesidee bel Immanuel Kant, en “ThPh” 55 (1980) I-43; KIENZLER K., Glauben und Denken bel Anselm von Canterbury, Friburgo 1981; NEUMANN W.M., Die Stellungdes Gottesbeweises in Augustins De libero arbitrio, Hildesheim 1986; Peu KfiRT H., Wissenschaftstheorie-Handlungstheorie-Fundamentale Theologie, Frankfurt 19782; Roets J., Theologie und Metaphysik. Der ontologisehe Gottesbeweis urid seine Kritiker, Gütersloh 1987; SEII)L H. (ed.), 77zomas von Aquin, Die Gottesbeweise in der “Summe gegen die Heiden”und der “Summe der 7heologie”; Hamburgo 19862; SPLETT J., Über die Mdglichkeit, Gott heute zu denken, en HFTh I, 136-155; VsaweveN H., Nach Gott fiagen. Anselms Gottesbegriff als Aleitung, Essen 1978; In, Kants Gottespostulat und das Problem sinnlosen leidens, en “ThPh” 62 (1987) 580-587; WEISSMAHR B., Teologí­a natural, Barcelona 1986; WELTE $., Filosofí­a de la religión, Barcelona 1982; WrnTee A., Der Gottserweis aus praktischer Vernunft. Das Argument Kants und seine Tragjühigkeit vor dem Hintergrund der Vernunftkritik, en KREMER K. (ed.), Um Máglichkeit oder Unmóglichkeit natürlicher Gotteserkentnis heute, Leiden 1985, 109-178.

H. Verweyen

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Cualquier cosa que se adore puede denominarse un dios, puesto que el adorador le atribuye un poder superior al suyo y la venera. Una persona incluso puede hacer de su vientre un dios. (Ro 16:18; Flp 3:18, 19.) En la Biblia se mencionan muchos dioses (Sl 86:8; 1Co 8:5, 6), pero al mismo tiempo dice que los dioses de las naciones son dioses inútiles. (Sl 96:5; véase DIOSES Y DIOSAS.)

Términos hebreos. Entre las palabras hebreas que se traducen †œDios† se encuentra ´El, que probablemente signifique †œPoderoso; Fuerte† (Gé 14:18); se emplea para referirse a Jehová, a otros dioses e incluso a hombres. También se usa mucho en nombres propios compuestos, como Eliseo (Dios Es Salvación) y Miguel (¿Quién Es Como Dios?). En algunos lugares aparece el término ´El acompañado del artí­culo definido (ha·´El, literalmente, †œel Dios†) para referirse a Jehová, con el objeto de distinguirlo de otros dioses. (Gé 46:3; 2Sa 22:31; véase NM, apéndices 1F y 1G, pág. 1566.)
En Isaí­as 9:6 a Jesús se le llama en términos proféticos ´El Guib·bóhr, †œDios Poderoso† (no ´El Schad·dái, Dios Todopoderoso, expresión que se aplica a Jehová en Génesis 17:1).
El plural ´e·lí­m se emplea para referirse a otros dioses, como ocurre en Exodo 15:11 (†œdioses†), pero también se usa como plural mayestático y de excelencia, por ejemplo, en el Salmo 89:6: †œ¿Quién puede parecerse a Jehová entre los hijos de Dios [bi·venéh ´E·lí­m]?†. Aquí­, como en muchos otros lugares, la forma plural se utiliza para referirse a una sola persona, conclusión que sustenta el que la Septuaginta griega traduzca ´E·lí­m por la forma singular The·ós, y la Vulgata latina, por Deus.
La palabra hebrea ´elo·hí­m (dioses) parece derivarse de una raí­z cuyo significado es †œser fuerte†. Es la forma plural de ´elóh·ah (dios). Aunque a veces con la forma plural se alude a una pluralidad de dioses (Gé 31:30, 32; 35:2), se emplea con más frecuencia como plural mayestático, de dignidad y excelencia. En las Escrituras se usa con referencia al propio Jehová, a los ángeles, a í­dolos (tanto en singular como en plural) y al hombre.
Cuando ´Elo·hí­m se utiliza con referencia a Jehová, tiene el sentido de plural mayestático, de dignidad y excelencia. (Gé 1:1.) A este respecto, una obra comenta lo siguiente: †œElohim †˜es uno de estos plurales de abstracción del que el hebreo y otras lenguas semí­ticas proporcionan muchos ejemplos, y su empleo corriente con verbos y cualificaciones en singular deberí­a bastar para que no se reconociese en ello un vestigio de politeí­smo†™. †˜Es un plural de plenitud y fuerza y de poder†™ o un plural de intensidad semí­tico, para recalcar enfáticamente la idea trascendental de divinidad con todo lo que ella incluye. […] Elohim es el Creador de todas las cosas, el Dios único, Señor del universo†. (Biblia Comentada, Profesores de Salamanca, vol. 1, págs. 47, 48.)
El tí­tulo ´Elo·hí­m singulariza el poder de Jehová como el Creador. Aparece 35 veces en el relato de la creación, y en cada uno de los casos el verbo que determina la acción está en singular. (Gé 1:1–2:4.) En él residen la suma y sustancia de los poderes infinitos.
En el Salmo 8:5 el término ´elo·hí­m se usa también con referencia a los ángeles, un uso que Pablo refrenda en Hebreos 2:6-8 al citar ese mismo pasaje. En Génesis 6:2, 4 y Job 1:6; 2:1, se les llama benéh ha·´Elo·hí­m, †œhijos de Dios† (Val), o †œhijos del Dios verdadero† (NM). Por otra parte, el Lexicon in Veteris Testamenti Libros, de Koehler y Baumgartner (1958), en la página 134 los define como †œseres divinos (individuales), dioses†, y en la página 51 se refiere a †œlos dioses (individuales)†, después de lo cual cita Génesis 6:2; Job 1:6; 2:1; 38:7. En consecuencia, en el Salmo 8:5 ´elo·hí­m se traduce †œángeles† (LXX), y también †œlos que tienen parecido a Dios† (NM).
El término ´elo·hí­m se usa también para referirse a los í­dolos. A veces este plural significa sencillamente †œdioses†. (Ex 12:12; 20:23.) En otras ocasiones es un plural mayestático que hace referencia a un solo dios o diosa. Sin embargo, es evidente que las deidades así­ aludidas no eran trí­adas. (1Sa 5:7b [Dagón]; 1Re 11:5 [la †œdiosa† Astoret]; Da 1:2b [Marduk].)
En el Salmo 82:1, 6 —Salmo que Jesús citó en Juan 10:34, 35— se usa ´elo·hí­m para referirse a criaturas humanas, los jueces de Israel, a quienes se podí­a llamar dioses por el puesto que ocupaban como representantes y voceros de Jehová. De modo parecido, a Moisés se le dijo que sirviese de †œDios† a su hermano Aarón y ante Faraón. (Ex 4:16, nota; 7:1.)
Hay un buen número de casos en la Biblia en los que ´Elo·hí­m aparece antecedido del artí­culo definido ha. (Gé 5:22.) F. Zorell dice respecto a esta construcción: †œEn las Santas Escrituras, esta expresión designa principalmente al único Dios verdadero, Jahvé; […] †˜Jahvé es el [único] Dios [verdadero]†™, Dt 4:35; 4:39; Jos 22:34; 2Sa 7:28; 1Re 8:60, etc.†. (Lexicon Hebraicum Veteris Testamenti, Roma, 1984, pág. 54.) (Los corchetes son del autor.)

El término griego equivalente. En la Septuaginta, así­ como en las Escrituras Griegas Cristianas, el término griego acostumbrado para ´El y ´Elo·hí­m es the·ós.

El Dios verdadero Jehová. El Dios verdadero no es un Dios innominado. Su nombre es Jehová. (Dt 6:4; Sl 83:18.) El es Dios debido a que es el Creador. (Gé 1:1; Rev 4:11.) El Dios verdadero es real (Jn 7:28), una persona (Hch 3:19; Heb 9:24); no es una ley natural que actúe sin un legislador vivo ni tampoco una fuerza ciega que produzca algo determinado por medio de accidentes. Respecto a la persona de Dios, el Diccionario Enciclopédico Salvat (1967, vol. 4, pág. 635) dice en el artí­culo †œDios†: †œSupremo Ser, criador del Universo, que lo conserva y rige por su providencia. […] Es un ser real, viviente, personal, distinto del mundo, cuya existencia es absolutamente necesaria. […] Una inteligencia sapientí­sima que todo lo ordena con miras a un fin. […] Todos los pueblos, primitivos o modernos, […] han creí­do en la divinidad. Testimonio tan universal y constante no puede menos de ser voz de la verdad†.

Pruebas de la existencia del †œDios vivo†. El orden, el poder y la complejidad de la creación, tanto macroscópica como microscópica, así­ como la relación de Dios con su pueblo a lo largo de la historia, prueban la realidad de la existencia de Dios. Al investigar lo que se podrí­a llamar el †œLibro de la creación divina†, los cientí­ficos aprenden mucho, y solo se puede aprender de un libro que sea producto de la preparación y el pensamiento inteligente del autor.
En contraste con los dioses inanimados de las naciones, a Jehová se le llama †œel Dios vivo†. (Jer 10:10; 2Co 6:16.) En todas partes hay testimonio de su actividad y grandeza: †œLos cielos están declarando la gloria de Dios; y de la obra de sus manos la expansión está informando†. (Sl 19:1.) Los hombres no tienen ninguna razón o excusa válida para negar a Dios, ya que †œlo que puede conocerse acerca de Dios está entre ellos manifiesto, porque Dios se lo ha puesto de manifiesto. Porque las cualidades invisibles de él se ven claramente desde la creación del mundo en adelante, porque se perciben por las cosas hechas, hasta su poder sempiterno y Divinidad, de modo que ellos son inexcusables†. (Ro 1:18-20.)
La Biblia dice que Jehová Dios vive desde tiempo indefinido hasta tiempo indefinido, para siempre (Sl 90:2, 4; Rev 10:6), que es el Rey de la eternidad, incorruptible, invisible y el único Dios verdadero. (1Ti 1:17.) No ha existido ningún dios antes que El. (Isa 43:10, 11.)

Infinito, pero abordable. El Dios verdadero es infinito y su total comprensión está más allá de la mente del hombre. La criatura humana jamás podrí­a esperar llegar a ser igual a su Creador ni comprender a cabalidad Su mente (Ro 11:33-36); no obstante, El puede ser hallado y suministra a los que le adoran todo lo necesario para su bienestar y felicidad. (Hch 17:26, 27; Sl 145:16.) Dios tiene todo el poder y la completa disposición para dar dádivas buenas y dones a sus criaturas, como dijo el discí­pulo Santiago: †œToda dádiva buena y todo don perfecto es de arriba, porque desciende del Padre de las luces celestes, y con él no hay la variación del giro de la sombra†. (Snt 1:17.) Jehová siempre actúa según sus propias normas justas, haciendo todas las cosas sobre una base legal. (Ro 3:4, 23-26.) Por esta razón, todas sus criaturas pueden tener absoluta confianza en El, sabiendo que siempre actúa en armoní­a con los principios que ha establecido. Dios no cambia (Mal 3:6), y no hay †œvariación† en El en cuanto a la aplicación de sus principios. Tampoco es parcial (Dt 10:17, 18; Ro 2:11), y es imposible que mienta. (Nú 23:16, 19; Tit 1:1, 2; Heb 6:17, 18.)

Sus atributos. El Dios verdadero no es omnipresente, pues se dice que tiene una ubicación concreta. (1Re 8:49; Jn 16:28; Heb 9:24.) Su trono está en el cielo. (Isa 66:1.) Como Dios Todopoderoso, es omnipotente. (Gé 17:1; Rev 16:14.) †œTodas las cosas están desnudas y abiertamente expuestas a los ojos de [El]†, y Dios es †œAquel que declara desde el principio el final†. (Heb 4:13; Isa 46:10, 11; 1Sa 2:3.) Su poder y conocimiento se extienden a todas partes y alcanzan toda región del universo. (2Cr 16:9; Sl 139:7-12; Am 9:2-4.)
El Dios verdadero es espí­ritu, no carne (Jn 4:24; 2Co 3:17), aunque a veces asemeje sus atributos de vista, poder y otros a facultades humanas. De forma que habla de manera figurada de su †œbrazo† (Ex 6:6), sus †œojos† y sus †œoí­dos† (Sl 34:15), y señala que, como el Creador de los ojos y oí­dos humanos, puede ver y oí­r. (Sl 94:9.)
Algunos de los principales atributos de Dios son el amor (1Jn 4:8), la sabidurí­a (Pr 2:6; Ro 11:33), la justicia (Dt 32:4; Lu 18:7, 8) y el poder. (Job 37:23; Lu 1:35.) El es un Dios de orden y de paz. (1Co 14:33.) Es completamente santo, limpio y puro (Isa 6:3; Hab 1:13; Rev 4:8), feliz (1Ti 1:11) y misericordioso. (Ex 34:6; Lu 6:36.) En las Escrituras se mencionan muchas otras cualidades que conforman su personalidad.

Su posición. Jehová es el Soberano Supremo del universo, el Rey eterno. (Sl 68:20; Da 4:25, 35; Hch 4:24; 1Ti 1:17.) La posición de su trono es suprema. (Eze 1:4-28; Da 7:9-14; Rev 4:1-8.) El es la Majestad (Heb 1:3; 8:1), el majestuoso Dios, el Majestuoso. (1Sa 4:8; Isa 33:21.) Es la Fuente de toda vida. (Job 33:4; Sl 36:9; Hch 17:24, 25.)

Su justicia y gloria. El Dios verdadero es un Dios justo. (Sl 7:9.) Es el glorioso Dios. (Sl 29:3; Hch 7:2.) Disfruta de eminencia sobre todo (Dt 33:26); se viste de eminencia y fuerza (Sl 93:1; 68:34), con dignidad y esplendor. (Sl 104:1; 1Cr 16:27; Job 37:22; Sl 8:1.) †œSu actividad es dignidad y esplendor mismos.† (Sl 111:3.) Hay gloria y esplendor en su gobernación real. (Sl 145:11, 12.)

Su propósito. Dios tiene un propósito que va a realizar y que no se puede frustrar. (Isa 46:10; 55:8-11.) Este propósito es, según se expresa en Efesios 1:9, 10: †œReunir todas las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas en los cielos y las cosas en la tierra†. Así­, por mediación de Cristo, todas las criaturas racionales llegarán a estar en plena armoní­a con Dios. (Compárese con Mt 6:9, 10.) Por ser Jehová el Creador, nadie —ni ningún otro dios— ha existido antes que El; por lo tanto, es †œel primero† y †˜después de él no habrá dios alguno†™, porque la gente de las naciones jamás podrá encontrar a otro dios real y vivo que sea capaz de profetizar. (Isa 44:6; 43:10; 46:9, 10.) Como el Alfa y la Omega (Rev 22:13), es el único Dios Todopoderoso, y conducirá a feliz término la cuestión surgida en torno a su soberaní­a, quedando así­ vindicado para siempre como el único Dios Todopoderoso. (Rev 1:8; 21:5, 6.) Nunca olvida o abandona sus propósitos o sus pactos, lo que le convierte en un Dios confiable y leal. (Sl 105:8.)

Un Dios comunicativo. Debido a que tiene un gran amor a sus criaturas, ofrece muchas oportunidades para que le conozcan y sepan de sus propósitos. En tres ocasiones se ha oí­do su propia voz en la Tierra. (Mt 3:17; 17:5; Jn 12:28.) También se ha comunicado por medio de ángeles (Lu 2:9-12; Hch 7:52, 53) y a través de hombres, como Moisés, a quienes dio instrucciones y revelaciones, y de manera especial por medio de su Hijo Jesucristo. (Heb 1:1, 2; Rev 1:1.) El medio de comunicación con los que forman parte de su pueblo es Su Palabra escrita, que los capacita para estar completamente equipados como sus siervos y ministros, y los instruye en el camino de la vida. (2Pe 1:19-21; 2Ti 3:16, 17; Jn 17:3.)

Contraste con los dioses de las naciones. Del Dios verdadero, el Creador de los gloriosos cuerpos celestes, emana una gloria y un resplandor que la vista humana no puede resistir, pues Jehová mismo dijo: †œNingún hombre puede verme y sin embargo vivir†. (Ex 33:20.) Solo los ángeles, criaturas espí­ritus, pueden contemplar su rostro en un sentido literal. (Mt 18:10; Lu 1:19.) Sin embargo, como muestra de bondad amorosa a los seres humanos, Dios les permite ver sus excelentes cualidades por medio de su Palabra, donde se revela a sí­ mismo mediante su Hijo Cristo Jesús. (Mt 11:27; Jn 1:18; 14:9.)
En el libro de Revelación Dios nos da una idea del efecto de su presencia. El apóstol Juan tuvo una visión que le reveló el efecto de contemplarle en su trono. Dios no tení­a la apariencia de un ser humano, pues su figura no le ha sido revelada al hombre, como más tarde dijo Juan mismo: †œA Dios ningún hombre lo ha visto jamás†. (Jn 1:18.) Más bien, se le representa con la apariencia de gemas sumamente pulidas, preciosas, brillantes y hermosas, gemas que atraen la vista y provocan una deleitable admiración. Su †˜apariencia era semejante a una piedra de jaspe y a una piedra preciosa de color rojo, y alrededor del trono habí­a un arco iris de apariencia semejante a una esmeralda†™ (Rev 4:3); todos estos detalles hacen que la apariencia de Dios sea hermosa y agradable a la vista y que provoque admiración. También hay gloria alrededor de su trono y un ambiente de calma y serenidad. Esto es lo que indica la presencia de un arco iris perfecto, de color esmeralda, que, además, evoca la calma agradable y silenciosa que sigue a una tormenta. (Compárese con Gé 9:12-16.)
Por lo tanto, qué diferente es el Dios verdadero de los dioses de las naciones, a quienes a menudo se representa como grotescos, enojados, feroces, implacables, inmisericordes, caprichosos al bendecir o maldecir, horripilantes, diabólicos y dispuestos a torturar a criaturas terrestres (almas humanas) en un †˜infierno†™.

†œUn Dios que exige devoción exclusiva.† †œAunque hay aquellos que son llamados †˜dioses†™, sea en el cielo o en la tierra, así­ como hay muchos †˜dioses†™ y muchos †˜señores†™, realmente para nosotros hay un solo Dios el Padre.† (1Co 8:5, 6.) Jehová es el Dios Todopoderoso, el único Dios verdadero y quien con todo derecho exige devoción exclusiva. (Ex 20:5.) Sus siervos no deben permitir que otras personas ocupen en su corazón y acciones el lugar que le corresponde a Dios. Asimismo, El requiere que sus adoradores le adoren con espí­ritu y con verdad. (Jn 4:24.) Es el único por el que deben sentir reverencia respetuosa. (Isa 8:13; Heb 12:28, 29.)
Entre los otros poderosos a los que se llama †œdioses† en la Biblia está Jesucristo, quien es †œel dios unigénito†. No obstante, él mismo fue claro al decir: †œEs a Jehová tu Dios a quien tienes que adorar, y es solo a él a quien tienes que rendir servicio sagrado†. (Jn 1:18; Lu 4:8; Dt 10:20.) Los ángeles son †œlos que tienen parecido a Dios†, pero uno de ellos impidió que Juan le adorase, diciéndole: †œÂ¡Ten cuidado! ¡No hagas eso! […] Adora a Dios†. (Sl 8:5; Heb 2:7; Rev 19:10.) A los hombres poderosos de los hebreos se les llamaba †œdioses† (Sl 82:1-7); pero Dios no se habí­a propuesto que ningún hombre recibiese adoración. Cuando Cornelio empezó a rendir homenaje a Pedro, el apóstol le detuvo con las palabras: †œLevántate; yo mismo también soy hombre†. (Hch 10:25, 26.) Ciertamente, no deben adorarse los dioses falsos que los hombres han inventado y formado a través de los siglos desde la rebelión en Edén. La ley mosaica da una advertencia enérgica en contra de abandonar a Jehová para volverse a esos dioses falsos. (Ex 20:3-5.) Jehová, el Dios verdadero, no tolerará indefinidamente la rivalidad de los dioses falsos que nada valen. (Jer 10:10, 11.)
Después del reinado milenario de Cristo, durante el que reducirá a la nada toda autoridad y poder en oposición a Dios, Cristo le entregará el reino a su Dios y Padre, quien entonces llegará a ser †œtodas las cosas para con todos†. (Ro 8:33; 1Co 15:23-28.) Con el tiempo, todos los vivientes reconocerán la soberaní­a de Dios y alabarán su nombre constantemente. (Sl 150; Flp 2:9-11; Rev 21:22-27; véase JEHOVí.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Premisas: 1. Historia de la religión de Israel y teologí­a bí­blica; 2. Cuatro géneros principales de palabra de Dios. II. El nombre ylos nombres del Dios de ¡a Biblia: 1. ?1 y sus derivados: a) Los datos literarios, b) El significado de ??-??????; 2. Yhwh y Abbá: nombres de revelación: a) Los datos literarios, b) Origen y significado de Yhwh, c) Origen y significado de Abbá; 3. †œPersonalidad† de Dios: a) El Dios vivo, b) El Dios que habla, c) El Dios presente y providente, d) El Dios juez y sentido de la historia, e) Dios Trinidad; 4. Actitudes humanas frente a Dios: a) Actitudes de signo negativo, b) Actitudes de signo positivo. III. Tipologí­as fundamentales de la revelación y de la experiencia de Dios: 1. El Dios de! nomadismo y de la diáspora: a) Dios roca y sostén, b) El que defiende al pobre, c) El Dios providente, d) †œAbbá, danos el pan de cada dí­a; 2. El Dios de la liberación y de la alianza: a) Dios libera y une con él en alianza, b) El esposo fiel y misericordioso, c) El Dios que perdona y recupera, d) †œAbbá, perdona nuestras ofensas; 3. El Dios del †œdesierto†™: a) El Dios de Masa y Meribá, b) El que tienta a su pueblo, c) Dios está más allá de toda experiencia y teologí­a, d) †œAbbá, no nos dejes caer en la tentación†™; 4. El Dios rey y Señor de la historia: a) Iniciativa de Dios en escoger y en llamar, b) Yhwh, Señor de la historia, c) El que escudriña y juzga el corazón humano, d) †œAbbá, venga a nosotros tu reino†™.
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1. PREMISAS.
Desde siempre la búsqueda del nombre, del rostro y del misterio divinos ha acompañado el camino del pueblo de Dios, tanto del hebreo como del cristiano: en el intento de entreverlo mejor y de encontrarlo (dimensión cultual y espiritual); para afrontar el diálogo con otras †œreligiones† (momento apologético y misionero); a fin de expresar y de orientar de la mejor manera posible el propio †œcredo† y la comprensión de uno mismo en relación con Dios (investigación teológica).
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1. Historia de la religión de Israel y teologí­a bí­blica. Han sido varias las actitudes y los criterios de aproximación al tema de Dios a partir de la Biblia. Entre ellos hay dos que parecen caracterizar los estudios y publicaciones más recientes del área cultural y †œteológica† cristiana (o que se refiere a ella): el que busca a Dios a través del estudio de la †œreligión de Israel† y el que puede calificarse como †œteo-logí­a bí­blica†™, aun cuando sus métodos y sus realizaciones se manifiestan como bastante distintos y no siempre posibles de clasificar.
Se trata realmente de dos ciencias diferentes, aunque en definitiva son complementarias y se enriquecen mutuamente.
La primera considera a Israel -y al cristianismo apostólico- en su experiencia religiosa: prevalece la atención a la fenomenologí­a de esa experiencia, que lógicamente estaba motivada y sostenida por una referencia más o menos concreta a Dios. A pesar de ello, el interés es sobre todo por el hombre (o por el pueblo), que vive en cierta relación con la divinidad, no ya por el Dios al que llega más o menos directamente el mismo Israel o el cristianismo apostólico. La opción ideológica y el método de la †œhistoria de la religión† -que se afianzó sobre todo en el mundo alemán (como †œReligionsgeschichtliche Schule†) en la segunda mitad del siglo pasado y en los primeros decenios del actual- han influido no sólo en una larga serie de investigaciones cientí­ficas sobre el mundo israelita y pro-tocristiano, sino también en exposiciones divulgativas y de la llamada †œcultura religiosa† reciente, que legitima la actitud de presunta objetividad y de distanciamiento ante el Dios de la Biblia y de la propuesta cristiana con la referencia a los pasados maestros de la escuela de historia de las religiones.
La ¡teologí­a bí­blica, en sus diferentes caminos de realización, se propone, por el contrario, llegar al Dios de Israel, tal como fue vivido y expresado por el pueblo hebreo y por la comunidad apostólica. Y de este camino en relación con Dios son testimonio y documento los escritos bí­blicos.
La diferencia de método y de objetivos entre estas dos ciencias atañe también a otros aspectos no secundarios en orden al planteamiento correcto del tema que estamos examinando.
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No es ciertamente inútil, sino que puede incluso resultar complementaria de la investigación teo-lógica sobre la Biblia (como se ha observado) la investigación sobre el fenómeno religioso de Israel y del cristianismo apostólico, siempre que no se parta del presupuesto de que Dios es sólo el objeto y el producto de la †œreligión† de un hombre o de un pueblo. En un artí­culo reciente (de 1981) de H. Ca-zelles en DBS puede verse un balance de las investigaciones pasadas, junto con una presentación esencial del tema †œReligión de Israel†.
La actitud fundamental de la teologí­a bí­blica puede resumirse de este modo: a través de la Biblia es posible reconocer el rostro del Dios que buscó Israel y que se le reveló a Israel. Así­ pues, a diferencia de los que se limitan a la investigación sobre la †œreligión† de Israel y del cristianismo de los orí­genes -para quienes la Biblia es sólo un documento junto a otros (arqueológicos, literarios, etc.) del fenómeno religioso examinado-, los que estudian el Dios de Israel y del cristianismo consideran la Biblia como documento de un diálogo posible, bien sea con los autores humanos que allí­ expresaron una experiencia y un mensaje sobre Dios, bien con el autor divino que les †œinspiró† y que continúa así­ hablando de sí­ mismo y de su relación con los hombres. Luego para llegar a escuchar al interlocutor Dios a través de la Biblia es necesario captar la intención de los autores humanos de la misma (como nos enseña el Vaticano II:
DV 11-12).
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2. Cuatro géneros principales de palabra de Dios.
En orden al presente artí­culo -evidentemente de †œteo-logí­a bí­blica†- consideramos útil y oportuno precisar la manera de asumir la Biblia como documento y fuente de la reflexión teológica sobre Dios. Cabe preguntarse, a la luz de lo dicho hasta ahora: ¿Es suficiente -iy hasta necesario e inevitable!- limitarnos a los autores (y teólogos) inspirados por Dios que redactaron la Biblia (hablando sobre Dios), o será preciso, al menos en cierta medida, alcanzar la palabra misma de Dios?
En el primer tipo de recurso a la Biblia se tienen múltiples posibilidades de llegar a una investigación teológica sobre Dios. Y de hecho se han recorrido estos caminos: según la historia de la redacción de los escritos bí­blicos, según un orden eminentemente †œsistemático† (quizá previamente vislumbrado y decidido), atendiendo a criterios más bien filológicos o literarios, etc.
Pero la fe de Israel (y luego la cristiana), al asumir la Biblia como testimonio e instrumento del Dios-que- habla, propone un camino ulterior de escucha-investigación sobre Dios, sin renunciar, como es lógico, a un uso adecuado de los criterios literarios, ya que sigue siendo verdad que Dios habló y sigue hablando †œa los hombres, por medio de hombres y a la manera humana† (DV 12). Pues bien, Dios se expresó fundamentalmente como tórah (orientación de la vida de Israel), como †œprofecí­a† (interpretación de la historia del pueblo de Dios… y de la humanidad), como †œsabidurí­a† (interpretación y orientación sobre la existencia humana) y como †œevangelio† (en la palabra definitiva dicha en Jesús: ¡ ¡nfra, III).
No le corresponde a este artí­culo precisar las caracterí­sticas y la extensión concreta de estos cuatro géneros principales de palabra de Dios en cada uno de los escritos bí­blicos; pero creemos de gran utilidad
-en una investigación teológica sobre Dios- tener presente y recurrir a este criterio †œtradicional† de atención al Dios-que-habla-de-sí­, mientras se examinan y se sintetizan los autores inspirados que (al mismo tiempo) hablan de Dios.

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II. EL NOMBRE Y LOS NOMBRES DEL DIOS DE LA BIBLIA.
fiHablar de Dios y hablar con Dios! En la historia de la religión hebreo-cristiana, así­ como en la de otras religiones (icf el islam!), se observan reacciones diferentes -de miedo y embarazo por un lado, de confianza y presunción por otro- a la hora de hablar de Dios y de hablar con Dios. La Biblia parece venir en ayuda de los que tienen miedo de hablar de Dios y con Dios, sugiriendo rostros y nombres, orientando hacia experiencias diversas de encuentro con él; sin embargo, la misma Biblia es escuela de reticencias y de modestia para el que sintiera la tentación de falsa competencia y de superficialidad respecto al Dios vivo que se ha revelado: sus nombres ayudan a encontrarle y a hablar con él, pero indican también un †œmás allá, que disuade de dar por cerrado el discurso sobre él e invita a detenerse en los umbrales del misterio.
Esta actitud -en continua búsqueda de un mejor hablar sobre Dios con vistas a llegar al diálogo con él y a la contemplación en silencio- caracteriza también a la teologí­a (en su sentido etimológico: discurso sobre Dios) bí­blica. Más aún, los intentos nunca agotados de captar todo lo que la Biblia dice de Dios (y todo lo que Dios dice de sí­ mismo a través de ella) son una confirmación de los resultados siempre parciales y provisionales de toda investigación teológica bí­blica.
En el intento de una primera aproximación al misterio del Dios de la Biblia a través de los nombres con que se manifestó o fue invocado en la Biblia, proponemos un breve itinerario en cuatro etapas o momentos sucesivos.
759
1. Ely sus derivados.
Una larga historia caracteriza a este apelativo divino en la Biblia, también en dependencia de las diferentes teologí­as y experiencias de los sucesivos autores sagrados, además de las probables preocupaciones apologéticas, litúrgicas y, por así­ llamarlas, pedagógicas y pastorales de los dirigentes religiosos de Israel.
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a) Los datos literarios.
†˜El aparece unas 240 veces en el AT: en casi todas las teologí­as, desde las más antiguas hasta las más recientes. Con mucha mayor frecuencia aparece su forma paralela, †˜Elohim: ¡unas 2.600 veces! Hay que añadir además las combinaciones de †˜El en formas compuestas distintas: bien en los nombres de personas o de localidades, como Ismael (Gn 16,11), Betel (Gn 28,16-19), o bien en los apelativos divinos unidos a experiencias sobre todo patriarcales, como †˜El-†™Elyon (Dios altí­simo: Gn 14,19-22), ??-Sadday (Dios omnipotente o de las montañas: Gn 17,1), †˜El-†™OIam (Dios eterno: Gn 21,23), †˜El-Betel (Dios de Betel:
Gn 35,7), etc.
761
b) El significado de †˜El- †˜Elohim.
Aunque con matices y acentuaciones distintas, este doble apelativo fundamental con que Israel habla de la divinidad y se dirige a ella manifiesta algunas caracterí­sticas constantes de significado.
El nombre pertenece a la cultura de la época y del ambiente, cuando los diversos pueblos semitas se refieren a lo divino. Al asumir e ir madurando con el tiempo la lengua de Canaán, Israel carga con toda la intensidad y la originalidad de su experiencia religiosa estos nombres (especialmente †˜Elohim), que en la etimologí­a original designaban a Dios de forma probablemente vaga y no tan †œexperienciar.
†˜Ely †˜Elohim mantienen, sin embargo, cierto valor de universalidad: se designa con respeto al Dios de los otros pueblos (Is 43,12-13); pero sobre todo Israel afirma con fe que Yhwh, su †˜Elohim, es también el único †˜Elohim para todos los pueblos y el Señor de todos (SaI 58,12 y Jb, como los libros sapienciales en su diálogo apologético sobre Dios).
Hay además un nivel ulterior de comprensión y de utilización del apelativo †˜El- †˜Elohim, atestiguado por el AT: en las profesiones de fe, cuando al nombre propio y de revelación, Yhwh, se le añade el de †˜El y sobre todo el de †˜Elohim. En semejantes casos, el antiguo apelativo divino se carga de un nuevo sentido: Yhwh es nuestro (vuestro) Dios, con exclusión de cualquier otra divinidad o í­dolo (como en la introducción al decálogo: Ex 20,2-3 así­ también en el †œvcredo† fundamental Israel, el Serna†™, que el mismo Jesús profesó: Dt 6,4 y Mc 12,29; Mc 12,32); Yhwh es Dios (en el mismo nombre teofórico de Elias, y sobre todo en el reto del Carmelo: IR 18,39); más aún, Yhwh es Dios de toda la tierra (IR 8,60; Dt 4,35; Dt 4,39). Con un nuevo significado, en orden a la profesión de la fe israelí­tica, se enriquece la fórmula Yhwh-†™Elohirn utilizada en Gen 2,4b-3,24 (debida quizá al redactor tardí­o del texto yahvista antiguo), pero presente además en otros lugares de la Biblia (Ex 9,30; Sal 72,18 etc. ).
762
2. Yhwh y Abbá: nombres de revelación.
Si la Biblia atestigua una multiplicidad de apelativos para hablar de su Dios y para dirigirse a él, no se puede menos de subrayar un hecho: para Israel el nombre de Yhwh y el de Abbá para el cristianismo apostólico expresan con claridad la conciencia (de fe) de haberlos recibido por revelación de parte de Dios. No cabe duda de que es lí­cito y provechoso buscar la etimologí­a, el origen y los contactos de estos nombres divinos con las culturas religiosas contemporáneas, así­ como sus vicisitudes †œteológicas†; de todas formas, parece necesario respetar y destacar su entrada en Israel y en la comunidad de los discí­pulos de Jesús como una sorpresa vivida y una novedad recibida, y no simplemente conquistada a costa de una búsqueda progresiva.
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a) Los datos literarios.
Para esta parte remitimos a los instrumentos de investigación filológica y literaria que se interesan expresamente por este nivel de profundización (como el DTATy el GLNT). Tan sólo recordaremos algunos puntos.
Yhwh aparece unas 6.830 veces en el AT (en su sección hebrea); ordinariamente se utiliza en la forma completa de cuatro letras (tetragra-ma sagrado), aunque se encuentra con menos frecuencia (y quizá era ésta su formulación más antigua) su forma reducida Yah (y Yhw). Esta última aparece en los nombres teofó-ricos, que sonaban entonces como profesiones de fe: Zacarí­as = Ze-karya(hu)=Yhwh se ha acordado; Isaí­as = Yesaya(hu) = Yhwh ha salvado; etc.
Abbá, en cuanto a su fórmula literaria, es posexí­lico y arameo; pero no aparece referido a Dios más que con Jesús (Mc 14,36) y debido a su enseñanza (Ga 4,6; Rrn 8,15). Precisando ulteriormente los datos bí­blicos de que disponemos: en el AT el apelativo de padre (†˜ab) se usa de ordinario para las relaciones humanas de paternidad-filiación (unas 1.180 veces), mientras que para la relación con Dios sólo se dice raras veces a manera de parangón (†œcomo un padre†) que Yhwh es padre (Sal 103,13; Dt 8,5) o que es misericordioso porque es padre (Os lIls 63,15-64,11). En el NT, debido al anuncio de Jesús, la categorí­a y el apelativo de la paternidad se predican frecuentemente de Dios: 254 veces (respecto a las 157 veces en usos no teologales). Los estudios de JL Jeremí­as (Abbá) y de W. Marchen (Abbá, Pere) han contribuido recientemente a iluminar, a través de la presentación de la fe del judaismo en Dios padre, el ví­nculo de continuidad entre el AT y el NT, pero también la absoluta novedad del mensaje de este último sobre Dios Abbá respecto a los momentos anteriores de fe en Dios.
764
b) Origen y significado de Yh wh.
Aquí­ no interesa directamente el origen etimológico tan discutido del nombre por excelencia del Dios de Israel. Desde el momento que sigue siendo exclusivamente un nombre y un rostro hebreo de Dios, es dentro de esta experiencia y de su teologí­a donde hemos de buscarlos y comprenderlos. Así­ pues, puede ser útil distinguir tres grandes momentos de la comprensión de este nombre divino.
El momento inicial, cuando Israel tiene conciencia de que se trata de †œDios que se revela así­†, es el acontecimiento de Ex 3. Moisés recibe en el Horeb (Sinaí­) por primera vez la revelación del nombre: es ciertamente en conexión con un suceso y con un primer significado posible (el que interviene †œpara† liberar a Israel); pero ese nombre desborda enseguida su etimologí­a verbal y su significación histórica inmediata. Las teologí­as-redacciones del / Pentateuco están preocupadas por afirmar ante todo aquel comienzo sorprendente, aquella †œrevelación†: cf Ex 3,13-15; 6,2-3.
A lo largo de su experiencia histórica, debidamente interpretada por sucesivas profecí­as y teologí­as, Israel irá comprendiendo cada vez mejor que el nombre de su Dios se va cargando de ulteriores significados sorprendentes en cada nueva situación y experiencia con él: era, pues, el mismo Yhwh el que habí­a llamado y acompañado a los patriarcas hebreos, lo mismo que fue Yhwh el que luego liberó a Israel de Egipto y el que se manifestó como Señor y rey de su pueblo y de la historia humana.
Son especialmente significativos dos momentos tardí­os de la evolución religiosa y de la teologí­a del pueblo hebreo. 1) Cuando el nombre es sustituido -para no volver a pronunciarse (más que una vez al año, en un momento solemne del culto)- por †˜Adónay, no tanto en el texto escrito (ketiv) como en la pronunciación (qeré), o sea, en la lectura. No era solamente una alternativa literaria, sino una interpretación: se fijaba en cierto modo un significado (y un rostro) al Yhwh de la revelación sinaí­tica, el de †œSeñor† (Señor mí­o). 2) También resulta ser una interpretación -en la lí­nea de la anterior- la traducción al griego helenista (LXX) del AT: Yhwh se convierte en Kyrios, es decir, también †œSeñor†. Hay que precisar que las sucesivas traducciones y utilizaciones teológicas y litúrgicas no siempre fueron coherentes (cf sin embargo, el arameo mar-an: Señor nuestro!), ya que a veces recurrieron a otros apelativos, como †œel Eterno†, o bien simplemente a su sustitución por †œel Nombre† (cf la expresión: †œBendito sea el Nombre!†), en lugar de Yhwh [1 Exodo IV, 11.
765
c) Origen y significado de Abbá.
También para este rostro de Dios se constata en la Biblia una historia análoga a la de Yhwh.
Existe una continuidad de revelación y de experiencia (es decir, de †œdiálogo†) entre el AT y el NT: el mismo Jesús lo hace presente varias veces, refiriéndose a muchas de las páginas de la teo-logí­a y de la revelación antigua. Es suficiente examinar algunos pasajes sobre el Dios de Jesucristo: aquel que †œve en lo secreto† (Mt 6,1-18), aquel que está presente y es providente (Mt 6,19-34), aquel que es el único a quien hay que amar con todo el corazón (Mc 12,28-34), etc.
La misma revelación progresiva (y la expresión teológica) sobre la †œpaternidad† de Dios -aunque relativamente presente en su vocablo especí­fico (†˜ab = padre)- puede ser considerada como una prehistoria del Abbá de Jesús, tanto en el perí­odo más estrictamente veterotesta-mentario (véase, p.ej., el maravilloso SaI 103) como en el judaismo palestino más reciente (véanse algunas páginas del mismo Si 2,6-18; Si 23,1-6).
Sin embargo, claramente se subraya en los testimonios apostólicos que el rostro de Dios Abbá es una revelación por parte de Jesús. Algunos autores, como J. Jeremí­as y W. Marchel, opinan que los diferentes usos del apelativo †œpadre† en la lengua griega del NT (en nominativo, en vocativo y con el adjetivo posesi-†™ yo) traducen probablemente la única expresión aramea Abbá, que utilizaba Jesús para designar a Dios y para dirigirse a él. Es este acontecimiento nuevo y sorprendente para los discí­pulos -que ya estaban iniciados en el Dios padre del AT- el que queda registrado e interpretado en la predicación apostólica y en los escritos neotestamentarios: ya en un texto misterioso de la tradición sinóptica (Mt 11,25-27), pero sobre todo en Pablo (Rm 8,14-17) y en Juan (cf Jn 8,31-59, y particularmente Jn 17,1-8).
El significado fundamental del apelativo divino Abbá es el de fuente de vida y de relación filial con él; para Jesús ante todo, pero también para todos aquellos que por su conversión a la primací­a real de Jesús se hacen discí­pulos y hermanos de Jesús (el Hijo de Dios) y disponibles a la acción del Espí­ritu del Padre y del Hijo. A pesar de eso hay que preguntar al mismo Jesús qué extensión de sentido y de experiencia supone la referencia a Dios Abbá. Y podemos acercarnos a la penetración plena, aunque siempre inagotable, del nombre y del rostro de Abbá cuando examinamos y acogemos la oración que enseñó Jesús a los discí­pulos como resumen de su mensaje sobre Dios (Lc 11,2-4; Mt 6,9-13). Los grandes momentos de la experiencia religiosa cristiana encuentran realmente a Dios Abbá como interlocutor y causa original, afirmando la iniciativa soberana de él sobre todo, pidiendo su intervención providencial y constante, apelando a su misericordia inagotable, pidiéndole que no lleve a sus hijos al †œdesierto† de la tentación.
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3. †œPersonalidad† de Dios.
Este capí­tulo de la teologí­a bí­blica es enfocado por los autores de diversas formas y según proporciones diferentes. El hecho parece deberse, al menos en parte, a la diversidad posible y efectiva de las opciones teológicas sistemáticas (qué †œatributos† de Dios se intentan buscar y se consideran indispensables), pero además parece influir no poco el abundante contenido de textos y de temas del mensaje bí­blico.
En un examen atento de las páginas bí­blicas sobre Dios y su †œpersonalidad† nos encontramos ante todo frente a diversas formas de expresión: intentos humanos de aproximarse al misterio divino. Señalemos algunas de esas formas, de las más corrientes.
Los antropomorfismos: manera tí­pica r y frecuentí­sima de hablar de Dios, acercándolo a los modelos de la experiencia humana. Lo hacemos por ví­a analógica, con afirmaciones y precisiones sucesivas, pero no sin un atrevimiento literario y teológico, siempre dispuestos a reconocer, cuando se corre el riesgo de simplificar las cosas, que Dios no es un hombre y que no se porta como los hombres (cf Núm 23,19; Os 11,9; Is 40,27-31; Is 49,13-15 etc. ). … La simbologí­a: una ventana abierta al misteriff divino, a partir de las referencias a realidades sensibles y concretas. Son sobre todo los poetas y los grandes teólogos los que recurren a la ví­a simbólica; está bastante presente, por ejemplo, en los escritos de Isaí­as; pero también en las palabras de Jesús (véanse las maravillosas ¡†œparábolas† sobre el reino) [1 Sí­mbolo].
En el texto griego del NT, y en dependencia de las posibilidades más evolucionadas de esta lengua, aparece un tercer modo de aproximarse al misterio de Dios: la afirmación de las múltiples †œrelaciones de causalidad† (de origen, de finalidad, de eficiencia, de instrumentalidad) entre Dios y el mundo. Un testimonio tí­pico de este hablar humano sobre Dios (Trinidad) pueden considerarse las fórmulas de †œcredo† yde himno recogidas en los escritos apostólicos (lCo 8,6; Col 1,16; Ef 4,4-6 etc. ).
En una mirada de conjunto sobre el AT y el NT, ¿cuáles son entonces los rasgos fundamentales de la †œpersonalidad† de Dios? Es decir, ¿qué aparece con mayor frecuencia y coherencia sobre el misterio de Dios, sobre su identidad tí­pica, la que él mismo manifestó y que el pueblo de Dios captó y profesó? Parece que son cinco estas connotaciones, y es posible captarlas en cierto orden sucesivo: Dios es el viviente; se manifiesta a través de la palabra (y el diálogo); está presente y providente respecto a la historia humana y cósmica; será el fin y el sentido (juez) supremo de la misma; en Jesucristo el Dios único se ha revelado también como Trinidad. Tan sólo proponemos algunas lí­neas de reflexión.
767
a) El Dios vivo.
Una declaración de Jesús contra los saduceos de su tiempo, que no creí­an en la posibilidad de la resurrección, puede resumir muy bien la fe del AT y del mensaje cristiano sobre el Dios vivo: †œY acerca de la resurrección de los muertos, ¿no habéis leí­do en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo le dijo Dios:
†˜Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob†™? No es un Dios de muertos, sino de vivos† (Mc 12,26-27). Tenemos aquí­ no sólo el recuerdo de la constante profesión defe del pueblo de Dios (IR 17,1; Ez 33,11; Dt 5,25-26; Dn 14,5; Dn 14,25 etcétera), sino también la certeza vivida ya por Israel en unDios vivo que es también el-que-hace-vivir; sucede ya así­ para el primer hombre (Gn 2,7), pero también es verdad en cada instante de la existencia humana y cósmica (Jb 34,14-15; Sal 104,29-30).
Y es en esta lí­nea de †œcredo† en alguien que da la ¡vida al hombre como los textos proféticos y sapienciales confiesan que Yhwh es el que †œengendra† a la manera de un padre o de una madre (aunque este simbolismo parental sirve también para hablar de la misericordia y del amor divinos). Véanse algunas páginas, como lsl,2; 46,3; 63,15-16; Jer 31,20; etcétera.
768
b) El Dios que habla.
†œY dijo Dios†: esta fórmula del primer capí­tulo de la Biblia, con la que el autor sagrado hizo de la llamada a la existencia de todos los seres creados una gran ¡ †œvocación†, está de alguna forma al comienzo de toda novedad y de toda vicisitud humana, Porque la ¡ palabra de Dios llega al hombre y a la historia como llamada y anuncio de un proyecto: así­ para Abrahán (Gn 12,1-3), para Moisés (Ex 3,4-12), para Israel Ex 19,3-6), para los profetas (IR 17,2-4; Jr 1,4-10 etc. ). Más aún, Dios asigna el nombre y la tarea (vocación) a todo (Sal 147,4; Is 40,26; Ba 3,33-35).
Pero el Dios que se manifiesta hablando no sólo llama y orienta todo, sino que también †œdialoga† con el hombre; y la Biblia es testimonio de un largo diálogo entablado entre Dios y el hombre, que culminó en la existencia humana del Hijo de Dios (Hb 1,1-2; Jn 1,1-18) y sigue siendo todaví­a †œinstrumento† disponible para un diálogo siempre abierto y actual del hombre con el interlocutor divino.
Así­ pues, el Dios vivo es elocuente: ésa es su nota distintiva respecto a los falsos dioses (Sal 115,5-7). Su silencio es castigo para el hombre, punición por el abuso de sus palabras y por la desobediencia e insubordinación a sus normas (Am 8,11-12; 1s28,I1-13). Pero también a veces Dios se calla para †œtentar† a su pueblo o a los que él quiere purificar y consolidar en la fe total en él; son entonces tiempos de ¡ †œdesierto† (como se verá más adelante, ¡ III, 3; cf el libro de Jb).

769
c) El Dios presente y providente.
Con esta fórmula nos referimos a esa tercera gran página bí­blica sobre Dios, que lo presenta y lo profesa como vecino y envuelto en la historia del hombre y del mundo. Las diferentes teologí­as proféticas y apostólicas ofrecen múltiples indicaciones en torno a este artí­culo del †œcredo† hebreo-cristiano.
La tradición de Isaí­as subraya -desde la página sobre la vocación del profeta (Is 6)- las dos manifestaciones fundamentales de la presencia divina en la historia: la / santidad y la gloria. Quizá en ningún otro lugar del AT se alcancen cimas tan altas como las de Isaí­as en la traducción de esta fe en la presencia y en la intervención divina dentro de la historia humana y cósmica: el anuncio de Emanuel Is 7,14); el oráculo sobre la †œpiedra angular† en Sión (Is 28,16); la simbologí­a del alfarero, que luego se recogerá en el AT y en el NT (Is 29,16; Is 45,9-12; Jr 18,1-12; Rm 9,20-21). En un estudio sobre el Segundo Isaí­as (Gabalda, Parí­s 1972, 520-554), P.E. Bonnard ha recogido sesenta y tres expresiones diferentes del comportamiento de Dios con la historia.
Efectivamente, el Dios que habla es presentado por la Biblia al mismo tiempo como el Dios que actúa; y el examen de Bonnard podrí­a ampliarse a otros muchos escritos bí­blicos, con no menores resultados en cuanto a la confirmación del obrar divino. Quizá el acento de algunos teólogos (pensemos en el Sacerdotal para el AT y en Juan para el NT) puede resultar como preferencial para el Dios-que-habla más que para el Dios-que-actúa; pero en ese caso es la palabra de Dios la que interviene siempre eficaz y †œoperante† dentro de la historia humana y cósmica.
Jesús habló a sus discí­pulos de este Dios presente y providente, presentando al Abbá cercano y envuelto en todas las vicisitudes de los hombres de una forma que jamás habí­a conocido y expresado el AT. Se trata de las hermosas páginas tan conocidas sobre la †œprovidencia† divina (Mt 6,25-34).
770
d) El Dios juez y sentido de la historia.
La revelación de sí­ mismo por parte de Dios y la confesión progresiva de fe del pueblo de Dios tienen en el capí­tulo de la †œescatologí­a† un cuarto gran aspecto del misterio de Dios: el viviente, origen y causa del mundo y de la historia humana con su palabra y su presencia providencial, es esperado como el fin de todo y como su último significado. En efecto, después de lo que Jesucristo nos ha dicho sobre Dios, no esperamos otra revelación más que la que resuma y manifieste hasta qué punto nuestra historia pertenecí­a a un proyecto más profundo de Dios (DV 4).
Las páginas bí­blicas más recientes en torno a Dios fin y significado de todo son las que escribe el NT, recurriendo incluso a la posibilidad de la lengua griega de expresar las relaciones de causalidad entre Dios y el mundo (pero teniendo siempre como referencia espléndida el mensaje que nos dejó Jesús); así­ en iCo 15,20-28; Rom 11,36; Ap 4-5.
Pero a estas cumbres de la fe y de la teologí­a bí­blica se llegó a través de un largo itinerario, que se fue abriendo poco a poco al hecho de que todo está orientado hacia Dios. De él habló el AT como del vencedor final de la historia (Ez 38-39); como del Señor que conforta y ofrece un alegre banquete a todos los que le han sido fieles (Is 24-27); como del juez que finalmente dará significado y orden a la historia humana (Ez 33,10-20); como del que ha de resucitar a todos, pero para un destino diferente según el comportamiento de cada uno en esta tierra (Dn 12,1-3 Sg 4,20-5,23).
771
e) Dios Trinidad.
Silos cuatro capí­tulos anteriores sobre la †œpersonalidad† de Dios según la Biblia lo han presentado en su relación y manifestación respecto al hombre y al mundo, este capí­tulo del Dios Trinidad remite al †œen sí­†™, a su vida í­ntima y misteriosa. Pero de hecho la Biblia no hace de esto un discurso teórico y abstraí­do de la historia. Todo lo que los destinatarios de la revelación y de la Biblia llegan a conocer de la intimidad y del inefable vivir de Dios, todo ello hace referencia no sólo al saber y al creer, sino también al vivir del israelita y del discí­pulo de Jesús.
Ya el AT habí­a dejado vislumbrar -y en cierto modo buscar y esperar- en el Dios vivo y único aquello que luego reveló de él Jesús: un Dios que actúa a través de su †œpalabra† (Is 55,10-11; SaI 147,15; Sb 19,14-16), que habla por medio de su †œángel† (Ex 23,20-23; Jc 2,1), que derrama su †œespí­ritu† y de este modo vivifica la tierra y los hombres (Gn 1,2 Núm Gn 11,24-30; Jc 3,10; Is 11,2; JI 3,1-2; Ez 36,26-28; Ez 37,1-14
Jesús revela el misterio del Dios vivo: él es Abbá para todos los hombres, que se hacen discí­pulos de Jesús convirtiéndose al reino de Dios; pero ante todo y de manera única y propia es Abbá para su Hijo Jn 10,32-39; Jn 14,1-11; Jn 17,1-3; Mc 12,35-37). La mutua relación entre Padre e Hijo es el Espí­ritu, que †œprocede† del Padre y del Hijo y suscita en los hombres una actitud filial para con Dios Padre y de transformación progresiva del misterio de Cristo muerto y resucitado (Jn 3,3-8; Jn 7,3 7-39; Jn 14,15-17; Jn 14,26; Jn 16,7-15; Rm 8,2-17).
772
4. Actitudes humanas frente a Dios.
El Dios que se reveló a Israel y en Jesucristo provoca, según los testimonios de la Biblia, múltiples actitudes de respuesta: la del †œcredo†, frecuentemente esbozado y diseñado, especialmente junto a los santuarios yahvistas y con ocasión de las celebraciones cultuales (tanto en el AT como en el NT); la de la formulación teológica del misterio de Dios que se ha revelado, de la que son espejo y documento los mismos escritos bí­blicos redactados bajo la acción inspiradora del Espí­ritu de Dios, que manifiestan la tradición (o escuela) en que vieron la luz (como, p.ej., los †œdocumentos† del Pentateuco), o bien los autores sagrados que son sus responsables (como, p.ej., Jeremí­as, Amos, o bien Mateo, Lucas, Pablo, etc.).
Pero frente al Dios que se ha revelado, la Biblia nos hace captar otras formas de †œrespuesta† humana, que aquí­ podemos resumir simplemente en dos tendencias fundamentales de sentido opuesto: las de tendencia negativa y reductiva y las de acogida o de reconocimiento positivo.
773
a) Actitudes de signo negativo.
No consideramos aquí­ la negación explí­cita de Dios (ateí­smo), si es que aparece alguna vez en el mundo bí­blico; es éste un tema de presentación independiente [1 Ateo]. Los libros sagrados recuerdan además otras formas de infidelidad y de negación, al menos parcial, del Dios que se reveló. A veces se trata sólo de †œtentaciones†; pero en otros casos la Biblia registra opciones conscientes y prolongadas en el tiempo, propias y verdaderas situaciones de pecado. Hay que recordar dos de ellas en particular.
La blasfemia: el AT y el NT atribuyen a esta actitud un significado más amplio y grave que la de simple expresión injuriosa contra el nombre (como suena generalmente en la acepción corriente actual). Podemos resumir algunos significados fundamentales de blasfemia contra Dios y contra su nombre en el orden siguiente: 1) cuando los no-israelitas niegan que Yhwh sea fuente de salvación y de esperanza 2R 19,3-7; 2R 19,22-24); 2) pero también un israelita puede injuriar el nombre maldiciéndolo; en este caso es reo de muerte (cf Lev 24,lOss); 3) un significado probable del mandamiento que prohibe mencionar el nombre de Yhwh (Ex 20,7; Dt 5,1; Dt 1) es el de apartar el riesgo de ofenderlo y, en cierto modo, de blasfemar contra él, comprometiéndolo falsa o inútilmente en los propios juramentos; 4) blasfemia es en tiempos de Jesús -ipor eso le acusaron de blasfemar contra Dios!- el atribuirse prerrogativas propias de Dios (Mc 2,7; Jn 10,32-36); 5) pero Jesús afirma que también constituye una blasfemia imperdonable negar que el Espí­ritu Santo actúa en él (Mc 3,28-29); 6) y los evangelistas consideran una blasfemia la negación de Cristo y de su mesianidad mientras está muriendo en la cruz (Mc 15,29).
La idolatrí­a: también es ésta una gran página, paralela a la de la religiosidad de Israel para con su Yhwh. Adorar solamente a Yhwh, vigilando atentamente para no caminar nunca detrás de otras divinidades. El pueblo nacido de la alianza del Sinaí­ pertenece exclusivamente a Yhwh; por eso no debe seguir a otras divinidades :(Dt 4,3; Dt 1,14; Dt 13,5; Jr 2,2-3 Os til, Os 1). Hubo dos tentaciones distin-í­as -pero también paralelas- que acompañaron a la vida religiosa del antiguo pueblo de Dios: seguir a otras divinidades, las de los pueblos vecinos o las de sus dominadores (ca-naneos, egipcios, mesopotámicos, fenicios, etc.) y hacerse imágenes de Dios, con la pretensión de †œtenerlo a su disposición† y a la medida de la simbologí­a figurada (iuna divinidad a;la medida del hombre!). La pedagogí­a divina se extiende a lo largo de toda la historia hebreo-bí­blica: con la prohibición de las imágenes (Ex 20,4-6 y Dt 5,8-10), que se repite a menudo, aparte del decálogo, en toda la tórah (Dt 4,15-20; Ex 34,17); con la predicación profética del perí­odo monárquico, especialmente contra el †œbaalismo† (IR 18); con la burla posexí­lica de los falsos í­dolos de los pueblos (Is 41,21-29; Is 43,8-13; Is 44,9-20; Dn 14; Ba 6). El pecado de idolatrí­a lleva a los pueblos a la depravación moral, como denuncian tanto el AT (Sb 13; SaI 115) como el NT (Rm 1,18-32). Pero también hay formas de idolatrí­a que acechan la vida de fe de los cristianos (1Co 5,9-13; ICo 10,14 ICo 5,21); por lo demás, la misma avaricia es idolatrí­a (Ef 5,5; Col 3,5).
774
b) Actitudes de signo positivo.
La acogida del misterio de Dios que se fue revelando progresivamente desde el tiempo de los patriarcas hasta Jesús de Nazaret, se vive y se traduce en muchas manifestaciones de culto y de vida. La Biblia ofrece la posibilidad de una larga reseña de fórmulas y de expresiones concretas de ¡fe en Yhwh. Pero hay sobre todo tres actitudes que resultan significativas y que resumen todas las demás.
Invocar el nombre: esta expresión está claramente en oposición al abuso del nombre divino, que se prohibe en el mandamiento. Pero nos acercamos a su significado original cuando tenemos en cuenta que no se trata sólo de algo meramente formal y externo, sino de una declaración de pertenencia y de total dependencia de Dios, cuyo nombre se invoca (ese nombre con el que Dios se manifestó y se hizo reconocer por Israel: Yhwh). Para la comprensión de esta actitud puede servir el recuerdo de la escena del Carmelo (IR 18,24-29); véanse además otros pasajes proféticos y de los Salmos (Jr 14,7-9; Is 48,1-11; Ez 20,44; SaI 79,6; SaI 99,6; SaI 116,4; SaI 116,13; SaI 116,17). En este contexto se carga de sentido el anuncio de JI 3,5, que el NT aplicará luego a la profesión de fe en Jesús Señor (Hch 2,21; Hch 2,36; Hch 3,6; Hch 3,16; Hch 4,8-12).
Buscar (el rostro de) Dios: para recordar una de las páginas significativas de este tipo de experiencia religiosa bí­blica, se puede acudir a ciertos salmos de desterrados (como SaI 42-43) o, al menos, de personas sedientas de Dios y de su misterio (como SaI 27; SaI 62; SaI 63). Pero esta búsqueda de Dios
-que tiene tantas consonancias, pero también peculiaridades, respecto a la búsqueda religiosa humana- asume acentos muy propios en la tradición bí­blica: la experiencia religiosa hebreo-cristiana afirma efectivamente la espontaneidad natural de la sed de Dios, así­ como la conciencia de sentirse de hecho buscados y alcanzados por Dios mismo. Las páginas bí­blicas que cuentan esta aventura teologal e intentan interpretarla, acentuando unas veces el momento activo y otras el momento pasivo y sorprendente, son numerosas (Am 5,4-7; Os 2,16-25; Is 43,1-13; Is 55,6-8). No menos significativos y densos en indicaciones teológicas son algunos pasajes neotesta-mentarios (Flp 3,1-16; Jn 1,35-51; Jn 4,4-42;Jn 20,11-18).
La creaturalidad humana frente a Dios: en Rom 1,21 san Pablo afirma que el gran pecado del pueblo fue el de no asumir una actitud de creaturalidad ante el Dios vivo y verdadero: †œNo tienen excusa porque, conociendo a Dios, no le glorificaron ni le dieron gracias…†™ Con mucha frecuencia se resume en la Biblia la actitud correcta humana de subordinación al Señor que se reveló con las expresiones †œglorificar† y †œdar gracias†™. No se trata de expresiones polares comprensivas de todas las demás (adorar, alabar, exaltar), sino que pueden muy bien representar dos momentos significativos del hombre que se ha encontrado con Dios: el de dejar sitio a la †œgloria† de Dios (la palabra hebrea kabod está cargada de un sentido especial que ha perdido en nuestras lenguas modernas) y el de confesar que Dios ha intervenido
providencialmente y de forma gratuita en la historia. Para captar el significado bí­blico de estas expresiones hay que tener presente: 1) el dar gloria a Dios puede referirse a Is 6,1-4, pero también a 1 R 8,10-13 y al texto †œsacerdotal† de Núm 9,15-23; un eco interpretativo de todo ello puede verse en 2Co 3,4-
18 (Jn 1,14; Jn 2,11); 2) el dar gracias a Dios recuerda ante todo las manifestaciones cultuales para con Dios, traducidas en expresiones múltiples: bendecir, alabar, reconocer y dar gracias. A menudo estas actitudes están marcadas por el gozo y la sorpresa ante la intervención divina excepcional. Véanse algunas páginas bí­blicas como éstas: 1S 2,1-10; 2S 22; Ps 107; Lc 1,46-55 (Magní­ficat); 1,68-79 (Benedictus); Ap 11,17-18 [/Jesucristo; ¡ Espí­ritu Santo].
775
III. TIPOLOGIAS FUNDAMENTALES DE LA REVELACION Y DE LA EXPERIENCIA D& DIOS.
Yhwh es un Dios vivo y presente en el pueblo hebreo-cristiano; es posible alcanzar su misterio, al menos en algunas de sus manifestaciones y expresiones, a través de la Biblia, asumida en su significado de libro sagrado (†œinspirado†) de los †œprofetas† (AT) y de los †œapóstoles† (NT). La teologí­a bí­blica sobre Dios parte, por consiguiente, de la misma †œteologí­a† de los diversos autores del libro sagrado hebreo-cristiano; intenta ser la interpretación fiel y la sí­ntesis actualizante de los mismos.
Pero en este punto cabe preguntar: ¿Es posible dar un paso más, a saber: de la investigación de tipo teológico a la atención a ese Dios que habla de sí­, que se autorrevela, lógicamente a través de la misma Biblia? El objetivo seguirá siendo †œteológico†, prolongación del que se buscaba por la ví­a que recorrí­amos en el capí­tulo anterior; pero el método que hemos de seguir y la actitud son diferentes.

Efectivamente, en la experiencia de fe vivida por el mundo israelita y por la comunidad de los discí­pulos de Jesús existen dos notas tí­picas de la †œaudición†™, distintas y complementarias, que han fundamentado y alimentado las †œlecturas† sinagogales y eclesiales de la Biblia:
– Dios se ha revelado realmente, en el tiempo que va desde Abrahán hasta Jesucristo, según tipologí­as y modelos humanos diferentes. Sus citas sucesivas con los hombres -sobre todo con los que fueron los destinatarios privilegiados de su auto-rrevelación- correspondí­an a la situación histórica en que ellos se encontraban y escuchaban al Dios vivo. Desde la tienda de los patriarcas se vislumbraba y se experimentaba un rostro divino distinto del que constituirí­a más tarde la experiencia del éxodo o la del desierto.
– Dios habló además con acentos y con formas humanas diferentes (Hb 1,1-2). En la conciencia y en la profesión de fe del pueblo hebreo-cristiano hay cuatro géneros fundamentales de †œpalabra, que constituyen y caracterizan cuatro actitudes diferentes de acogida: tórah, profecí­a, sabidurí­a y evangelio [1 supra, 1, 2]. Este fue el criterio -no sin algunas incertidumbres de opción respecto a cada uno de; los escritos- con que primero Israel y más tarde la Iglesia apostólica acogieron la †œpala-tora†™ que les dirigí­a su Dios (cf el ¡aspecto teológico del tema del †œcatión† de las Sagradas Escrituras). – Pues bien, esta †œacogida† o audición sigue todaví­a, a través de la Biblia, en la sinagoga judí­a yen la liturgia cristiana. Y ese Dios que se reveló en otros tiempos -y cuyos acontecimientos y palabras se recogieron en los textos sagrados- puede ser buscado y encontrado de nuevo cada vez que se acoge la Biblia como testimonio privilegiado (inspirado) de su rebelación.
Lógicamente, esta audición -para que pueda ser provechosa y auténtica- no tiene que sustraerse a las leyes de la / hermenéutica literaria del texto bí­blico, desde el momento que Dios eligió dirigirse a los hombres †œpor medio de hombres y a la manera humana† (DV 12). Aquí­ es donde se coloca, con su propia función de iluminación y de disciplina, el momento exegético y de †œteologí­a bí­blica. Pero las comunidades hebrea y cristiana solicitan del servicio exegético-teológico una atención más viva (y de fe) respecto al interlocutor divino: Dios habla de sí­ mismo !j(y del hombre en relación con él) se-:gún géneros diferentes de palabra y de invitación y según modelos y tipo-dogí­as de encuentro múltiples.
¿Cuáles son entonces esos nombres y esos rostros del Dios vivo? Con vistas al trabajo teológico, pero también en orden a la vida teologal del pueblo de Dios, ¿se puede llegar a una clasificación de las tipologí­as fundamentales, según las cuales se ha revelado Dios?
¿Y qué acentos particulares contribuyen a captar y a vivir las diferentes modalidades (tórah, profecí­a, sabidurí­a, evangelio) con que Dios se reveló a su pueblo a través de los hombres inspirados?
776
1. El Dios del nomadismo y de la diáspora.
Una condición de existencia que nunca llegó a faltar en la historia del pueblo de la Biblia -aunque vanaron las circunstancias y quizá las causas inmediatas- es la de la provisionalidad y la movilidad. En todas las fases de su epopeya histórica, desde el tiempo de los patriarcas hasta la época apostólica, hay páginas más o menos considerables en que el israelita o el discí­pulo de Jesús viven un diálogo con Dios en situación de tienda y de nomadismo.
Pues bien, la Biblia atestigua abundantemente una revelación divina dentro de esa condición humana. Hay un rostro, hay una identidad divina que se dibujan y se manifiestan a medida que los interlocutores humanos van caminando -más aún, son †œllamados† a caminar por Dios- por los caminos del nomadismo y de la tienda. ¿Pero quién es, qué rostro revela el Dios viviente y presente al lado del hombre en condición de provisionalidad?
777
a) Dios roca y sostén.
Cuando el israelita escuchaba -y escucha- el sábado la palabra de Dios como orientación de su vida, se le advierte repetidas veces que su condición de movilidad no es una fatalidad, sino una vocación. Y Dios está siempre cerca del hombre que vive esa experiencia como hecho religioso.
El acontecimiento primordial lo presenta el Génesis en las páginas relativas a los patriarcas hebreos Gn 12-36). No se trata de un solo episodio: el examen atento de los textos y de aquella epopeya no permite reconstruir los detalles, pero las páginas del Génesis recuerdan ciertamente un diálogo ocurrido, un rostro divino encontrado, respuestas†™ dadas por los patriarcas a través de actos de culto, de los cuales fueron siempre conmemoración y garantí­a los santuarios de la tierra de Palestina (Gn 12,8; Gn 13,18; Gn 35, 14-15).

¿Pero quién es el Dios que se hizo presente en la tienda de los patriarcas? El mismo con que se encontrará luego Moisés en tiempos del éxodo, como nos asegura siempre la tórah (Ex 3,6; Ex 3,15; Ex 6,2-4). Su nombre se acerca mucho a la situación de sus interlocutores nómadas: Dios altí­simo (†˜EI-†™Elyón: Gen 14,18-24), Dios omnipotente (†˜El-Sadday. Gen 17,1), Dios eterno (??-†˜Olam: Gn 21,33). Es el Dios de ciertos santuarios, junto a los cuales se detuvieron los patriarcas: Siquén, Betel, Fanuel, etc. Y el encuentro con Dios -en los numerosos diálogos o apariciones (con acentos teológicos diferentes, según los redactores del texto)- pone cada vez más de relieve un tipo de revelación de sí­ mismo, por parte de Dios: él es guí­a, sostén y †œescudo† (Gn 15,1), amigo que alienta y se confí­a. Entre otras varias hay una nota teológica que destaca en el Dios de los patriarcas (y en todas las †œtradiciones† registradas en Gn 12-36): Dios es el que se compromete por el futuro, es el Dios de las promesas, el Dios de la historia.
Hay otros capí­tulos de la tórah (Pentateuco) que confirman este rostro del Dios que defiende al desvalido y que se compromete en el tiempo: 1) pensemos en el empleo del tono de promesa y de anuncio cuando Israel es llamado a salir de Egipto (Ex 3-4); 2) además constituye una página independiente en el cuerpo legislativo de la tórah la que se refiere a los deberes de Israel para los que están desplazados y viven provisionalmente en medio del pueblo: la viuda, el huérfano, el forastero y el asalariado. En relación con ellos, Dios vuelve a declararse sostén y defensa, como lo habí­a sido con los patriarcas (Ex 22,20-26;
Dt 24,10-22).
Hay también una página de la tórah que encuentra aquí­ su colocación más oportuna: la que se refiere a la magia y a la adivinación. Semejantes prácticas eran una ofensa para el Señor del tiempo y de la providencia; un desconfiar de él; sustraerse a su plan sorprendente, pero siempre provechoso para el hombreA Véanse las duras prescripciones de Ex 22,17; Dt 18,9-12; Lev 19,26.31; 20,6.27 (y véase una página histórica desconcertante: la de Saúl en Endor, IS 28,3-25).
778
b) El que defiende al pobre.
La palabra divina en cuanto †œprofecí­a† (no pretendemos entrar aquí­ en la cuestión de las diferentes asignaciones de algunos escritos, según las ediciones sucesivas de su †œcanon†) considera nuevas formas de provisiona-lidad humana y, consiguientemente, del Dios que se manifiesta en ella. Recordemos sólo algunas páginas principales.
Durante el tiempo de los profetas continúan aún ciertas formas menores y parciales de nomadismo: ante todo la de los pobres. Una expresión, que asumirá un tono especialmente significativo en labios de Jesús Mt 26,11), puede caracterizar muy bien la experiencia de Israel durante el perí­odo monárquico y por tanto, de suyo, de la condición sedentaria. Se lee en Dt 15,11: †œNuncafaltarán pobresen la tierra; poresote digo: Abre tu mano a tu hermano, al humillado y al pobre de tu tierra† (el texto forma parte de las prescripciones sobre el año sabático: véase Dt 15,7-11). Los profetas presentan a un Dios que protege a los pobres y que castiga todo abuso de los poderosos de turno: cf 1 R 21 (la viña de Nabot); Am 2,7; 5,11- 15; 8,4-8; Miq 2,2; 7,1-7; Is 1,16-17; 5,8-10).
Pero los profetas predican además una †œpobreza† como opción espiritual, o mejor dicho, como respuesta a una llamada por parte de Dios: la de ponerse bajo su protección, la de una condición de desprendimiento incluso de las protecciones humanas y de la tierra. Es ciertamente ejemplar la página relativa a los recabitas (Jr35). Tampoco carece de sentido y de mensaje -aunque no siempre se la viviera como vocación- la disposición de que la tribu de Leví­ no poseyera un territorio, ya que su herencia tení­a que ser el Señor; por eso los profetas recuerdan a los levitas la necesidad de superar sus infidelidades (Os 4,4-10; Os 6,9 Miq Os 3,11; Jr6,13-15). También son páginas muy ricas de espiritualidad y de †œteologí­a† las relativas a los †œpobres del Señor† (So 2,3; So 3,11-13; Is 49,13; Is 62,2; IS 2,1-10) [/Pobreza].
La nueva experiencia de provisio-nalidad que Israel está llamado a vivir en el tiempo †œprofético† es la del destierro y la diáspora. Después de varias desorientaciones y crisis de fe, la palabra profética por parte de Dios se hace oí­r; pero no es solamente un castigo de las culpas y de las infidelidades, 5iflO una †œvocación†! Bajo esta nueva condición de movilidad hay un plan providencial, y por tanto es posible dialogar con Dios, encontrarlo incluso en las tierras de la diáspora. Puede verse Jer 24 (las dos cestas de higos y su simbologí­a) y 29 (la carta a los deportados de Babilonia). Es este mismo sentido hay que entender también Ez 12,1-20; 34-37.
779

c) El Dios providente.
En su multiplicidad de géneros literarios, los escritos sapienciales atestiguan una tercera palabra de Dios sobre las situaciones de movilidad (bien sea la de la diáspora o bien la de otras experiencias más bien personales de provisionalidad): toda forma de ruptura y de pérdida de seguridad externa es de hecho vocación y providencia. Obsérvense los hechos siguientes: 1) en la diáspora y en situación de minorí­a el Señor llama a hacerse sensibles y abiertos a los nuevos pobres que se descubren (llamada a las †œobras de misericordia†: cf Si 3,29-4,10; 29,8-13; Jb 24,2-12;Jb 31,16-32; Tb 4,7-11); 2) pero las diferentes condiciones de provisionalidad son también una escuela de desprendimiento de la riqueza y del bienestar, cuando el hombre siente la tentación de prescindir de Dios en su vida(Pr 13,7-8 15,16;5i5,1-11; Pr 11,12-28; Pr 14,3-19). Así­ se aprende a basarse sólo en Dios providente y cercano (Jb 27,16-19; Si 34,13-1 7; Sal 49; Sal 73).
780
d) †œAbbá, danos el pan de cada dí­a†.
Nos referirnos a la palabra de Dios que nos dijo Jesús (y que nos atestigua todo el NT). No sólo Jesús vivió en el desprendimiento, y durante cierto tiempo, en el destierro, sino que también su comunidad inició su camino -como atestiguan especialmente algunos escritos del NT (cf 1 P; Heb)- bajo el signo de la diáspora y de la persecución.
A las enseñanzas más densas de Jesús sobre la experiencia de Dios desde una condición de provisionalidad pertenecen: 1) la invitación a basar la propia confianza sólo en Dios Abbá presente y providente, desprendiéndose de los bienes y de la ambición (Lc 12,13-24); 2) la exhortación a no tener miedo cuando nos encontramos en situaciones de minorí­a y de persecución (Mt 10,26-31); 3) la exigencia de vivir la misión, sin garantizarse el propio futuro económico y personal (Mt 10,5-10).
Los escritos apostólicos señalan con más precisión las actitudes que han de vivir los nuevos discí­pulos:
fundarse sólo en Dios (Hb 11); buscar una patria futura, que haga considerar la existencia presente como transitoria (1 P IP 2,11-12 1 P IP 5,6-9; Flp 3,18-21; Hb 13,14).
Puede considerarse como vértice de la enseñanza de Jesús la petición que propone a los discí­pulos en el Padrenuestro: que sea el Abbá el que nos dé el pan de cada dí­a, como habí­a hecho providencialmente con Israel en el desierto. Compárense Mt 6,11 y Ex 16,11-26 (y también Mt 6,25-34). Verdaderamente aquí­ el rostro del Dios presente y providente alcanza una cima de su autorrevelación.
781
2. El Dios de la liberación y DE LA alianza.
La tipologí­a del éxodo y de la alianza es la segunda gran tipologí­a de la revelación bí­blica. Se trata también en este caso de una cita constantemente viva y actual entre Dios y su pueblo, y no sólo del recuerdo de un episodio lejano y único; es lo que nos lleva a constatar el examen del AT y del NT. De esta experiencia siempre permanente y que se renueva a lo largo de la historia interesan aquellas revelaciones de sí­ mismo que fue haciendo el Dios de la ¡liberación y de la ¡ alianza desde los tiempos del Sinaí­ hasta el mensaje de Jesús: ¿cuál es su nombre?, ¿con qué rostro fue captado y encontrado por sus destinatarios?
782
a) Dios libera y une con él en alianza.
Al primer tipo fundamental de palabra divina en la Biblia le está reservado ante todo transmitir el recuerdo y el significado del acontecimiento primordial: Yhwh intervino triunfalmente para liberar y rescatar para sí­ a los descendientes de los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob.
Varios textos -que es posible fechar con cierta aproximación, en tiempos más lejanos respecto a la redacción actual del Pentateuco- evocan e interpretan aquel doble acontecimiento de liberación de la esclavitud de Egipto y de adhesión libre y total a Yhwh en forma de alianza (Dt 26,5-10 Núm Dt 23,22; Dt 24,8-9 etc. ). El éxodo y la alianza son ante todo †œvocaciones† por parte de Dios: cf Ex 18,3-8; 24,3-8.
Así­ pues, la teologí­a, es decir, los nombres y los rostros de Dios, aparece bastante variada en estas páginas ya desde las más arcaicas.
Yhwh es aquel que vence y triunfa, pues de manera inesperada y admirable sumergió en el mar al
caballo y al caballero de los egipcios (Ex 15,19).
El tipo de intervención divina que lleva a Israel desde la esclavitud a la adhesión libre a su Dios se configura como un rescate y una conquista que engendra derechos de exclusividad sobre Israel por parte de Yhwh y de pertenencia total a él por parte de los rescatados (cf Ex 12,1-13,16). En otras †œteologí­as más evolucionadas se recurrirá al término técnico, que indica el rescate-adquisición de esclavos, para calificar la intervención del Señor en Egipto (ga†™al: Ex 6,6; Ex 15,13).
El Dios que hizo salir a Israel y que lo llamó a una alianza con él afirma además -con otro antropomorfismo atrevido- que es †œceloso: no admite una fidelidad parcial y dividida en la espiritualidad israelita. Toda la tórah, en sus sucesivas redacciones, predica este rostro divino (Ex 20,3-6; Ex 34,14; Jos 24,19; Dt 4,23-27; Dt 5,9-10; Dt 6,14-15; Dt 32,15-25).
Pero hay por lo menos otro rasgo caracterí­stico y misterioso del Dios del éxodo-alianza: sus †œcelos† se compaginan con una infinita / misericordia. El episodio de la revelación se refiere en Ex 33,18-23 y 34,5-8. Pero la fórmula de autopresentación divina (34,6b-7) aparece con frecuencia, y con diferentes intentos de expresión, a lo largo de todo el Pentateuco (Ex 20,5-6 = Dt 5,9-10 Núm Dt 14,18-19; Dt 7,9-10) y en otros lugares del AT (Jr 32,18; JI 2,13; Sal 86,15), sobre todo en el maravilloso salmo 103.
783
b) El esposo fiel y misericordioso.
Yhwh sigue hablando de sí­ mismo, como Dios de liberación y de alianza, a través de los escritos proféticos. Su múltiple interpretación de la epopeya histórica del pueblo de Dios nos hace escuchar frecuentemen-ife una palabra divina que no cesa de sorprender, mientras que revela nuevos aspectos del Dios celoso y misericordioso.
Los libros profético-históricos (de mano deuteronómica) resumen los siglos que van desde el tiempo de Josué hasta el destierro de Babilonia subrayando frecuentemente el doble tema de la infidelidad de Israel y de la fidelidad gratuita de Dios.
Oseas recurre expresamente a la tipologí­a familiar para predicar cuáles son las relaciones que vive Yhwh con el reino de Samarí­a: un esposo apasionado y traicionado (Os 2,4-20), un padre amoroso no correspondido (Os 11,1-9). Pero en el horizonte de esta revelación y experiencia de Dios resuenan con energí­a los acentos de esperanza y de recuperación (Os 2,21-25; Os 11,10-11; Os 14,2-9).
De una alianza con Dios como desposorio hablan además otras profecí­as: algunas páginas de Jeremí­as (cf Jer 2,2-3,5; 30,12-17; 31,3-4); Eze-quiel, en textos que afirman que nunca se ha mantenido la fidelidad a Dios por parte de su pueblo (Ez 16; Ez 23); el Segundo Isaí­as, para anunciar un nuevo tipo de relaciones entre Sión y el esposo divino (Is 54; Is 60; Is 62).
Un nuevo éxodo y una nueva alianza, según los profetas recordados, se deben al hecho de que Yhwh es, al mismo tiempo, misteriosamente †œceloso como un esposo herido y ofendido (Ez 16,38-42; Ez 23,25; Ez 35,11; Ez 36,5-6; Is 59,17; Is 63,15 etc. ); †œmisericordioso†™, como un padre y un madre (Os 1,6-7; Os 2,25; Jr 12,15; Jr 30,18; Jr 31,20; Is 49,13-15; Is 54,6-10 etc. ); y †œredentor† (go †˜el), que rescata a su pueblo de sus múltiples cadenas (Os 13,14 Miq Os 4,10; Jr 31,11; Is 43,1-2; Is 44,2 1-24; Is 48,20; Is 60,16 etc. ).
784
c) El Dios que perdona y recupera.
La palabra divina bajo la forma de †œsabidurí­a† evoca e interpreta la relación í­ntima entre Israel y su Dios de maneras diferentes: la fidelidad para con aquel que libera y guí­a a su pueblo tiene que manifestarse a través de la acogida de su ley (Sal 119; Si 24 Bar 3,9-4,4); aparece con frecuencia la invitación a la confianza en Dios misericordioso, a través de fórmulas maravillosas de †œconfesión† de las culpas (Sal 25; Sal 51 Bar 1,15-3,8; Dn 3,26-45;Dn 9,3-19).
Al tipo de palabra de Dios como sabidurí­a pertenece también la esperanza de nuevas intervenciones divinas de liberación, como en el tiempo de la esclavitud de Egipto. Es lo que se percibe en algunas oraciones, como las de Judit (Jdt 9), Ester (cf Est4),elSirácida(Si 36,1-17). El libro de la Sabidurí­a evoca los acontecimientos del éxodo como motivo de esperanza de nuevas salvaciones divinas; en efecto, el Señor custodió y guió siempre a su pueblo (Sb 10-19).
El Cantar de los Cantares tiene páginas sublimes sobre las vicisitudes de la alianza entre Yhwh y su pueblo: el amor y la intimidad -no sin purificaciones y alternativas fatigosas de fidelidad- entre los dos amados se celebran a través de la tipologí­a esponsal, que ya trataban con gusto los profetas. El horizonte es el de la visión confiada de su posible realización y de su continuo crecimiento: Dios esposo no le fallará jamás a su esposa amada y su fidelidad logrará vencer las fragilidades temporales de esta última.
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d) †œAbbá, perdona nuestras ofensas
Jesús se refirió con frecuencia al antiguo modelo de relaciones con Dios, bien sea para denunciar la imposible recuperación de la alianza si-naí­tica en sus expresiones actuales de religiosidad (propuestas y vividas por los escribas y los fariseos) y de culfo† (especialmente el del templo), bien para anunciar y realizar la institución de una nueva alianza (en la última cena con los discí­pulos).
Resulta entonces originalí­simo el anuncio que Jesús hace de Dios: él es un Padre (más aún, un Abbá) misericordioso; y la relación con él engendra confianza y esperanza respecto a la existencia propia, aunque marcada por la infidelidad y el pecado (Lc 6,35-38; Lc 15,11-32). Desarrollando una enseñanza concreta de Jesús, el NT pone constantemente en evidencia el hecho de que Dios es el †œprimero†™ en perdonar(en Cristo)yen †œreconciliar consigoal mundo (2Co 5,18-21;Rm 5,5-11; Col 1,18-23; Ef 2,4-18).
El nuevo éxodo consiste ante todo en la liberación del pecado; pero alcanzará su experiencia suprema al final de los tiempos, en los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando Dios sea todo en todos (cf el mensaje del Apocalipsis). Y la nueva alianza, que tendrá su cumplimiento en los cielos (cf de nuevo Ap 19-22), se celebra ya en esta tierra a través de los encuentros de Cristo esposo con los hombres, que se convierten al reino de Dios y forman la Iglesia (Mc 2,18-20; 2Co 11,1-4; Ef 5,25-32).
Jesús ordena a los discí­pulos que se dirijan a Dios, Abbá misericordioso, con infinita confianza, para pedirle perdón por sus propias infidelidades. De esta manera queda dibujado-en la oración del Padrenuestro- el rostro de aquel Dios que se reveló como liberador y compañero de una experiencia de intimidad (de alianza esponsal y paternal) con el hombre.
786
3. El Dios del †œdesierto†.
Desde el tiempo de las peregrinaciones de Israel en el desierto de Sinaí­, las experiencias religiosas de prueba de la fidelidad a Yhwh marcan con frecuencia el camino del pueblo de Dios. El †œdesierto†™ no es sólo un lugar y un tiempo, sino también una especie de cita con Dios por parte de Israel. Los términos bí­blicos que evocan el desierto son más †œteológicos† que geográficos; en efecto, se habla de Masa (tentación, prueba, verificación) y de Meribá (contestación, rebelión, protesta). ¡Es el Dios-que-tienta a su pueblo y al hombre! Tal es el rostro que a menudo se señala y se manifiesta en la revelación bí­blica: uno de los capí­tulos más misteriosos y apasionantes de la teologí­a hebreo-cristiana sobre el Yhwh del AT y sobre el Abbá del NT. Indiquemos algunos de sus rasgos:
787
a) El Dios de Masó y Meribá.
También en este caso la autorrevela-ción divina tiene su tarjeta de presentación en el signo de una tórah, de una orientación fundamental de vida para el pueblo de Dios. Los sucesos de Masa y de Meribá se registran con frecuencia -y se repiten- en los cinco primeros libros de la Biblia (véanse las secciones de Ex 15,22-18,27; Núm 11-14; 20-25; Dt 1,6-4,8; etc.).
Interesa subrayar la frecuencia con que los antiguos redactores de aquellas páginas resumieron los episodios del desierto con la expresión: †œDios… tentó a Israel† (Ex 15,25; Ex 16,4; Ex 20,20; Dt 8,2; Dt 8,16; Dt 13,4). Ciertamente, la Biblia dice a veces que también Israel rebelándose †œtentó a Dios† Ex 17,2; Ex 17,7 Núm Ex 14,2); pero no cabe duda de que la primera fórmula es mucho más misteriosa. La prueba de ello es que en algunos casos, en vez del sujeto divino que tienta (como en el episodio de David y del censo que habí­a ordenado: 2S 24,1), se procura sustituirlo por Satanás, más fácilmente †œcomprensible† como tentador del hombre (cf ICrón 21,1: ¡no es Yhwh, sino Satanás el que tentó a David!).
La tentación por parte de Dios no se la ahorró ni siquiera a Abrahán (Gn 22,1). Y aquí­ precisamente es donde hay que buscar un probable significado de esta automanifesta-ción de Dios: es él quien †œllama†™ al desierto; es él mismo -el que hizo salir a Israel de Egipto (Ex 20,2)- el que le hace atravesar también el desierto †œpara† tentar a su pueblo: así­ Dt 8,2-5. El Dios-que-tienta es el Señor de la historia; ¡y en el tiempo de la tentación se revela con un solo rostro y un nombre!
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b) El que tienta a su pueblo.
La revelación divina de sí­ mismo como †œtentador† sigue siendo registrada y profundizada por los profetas:
1) la confrontación con el baalismo de Ca-naán (y las frecuentes caí­das en la infidelidad a Dios) se desarrolla en el libro de los / Jueces con episodios en los que Yhwh tentaba de éste modo a su pueblo Jc 2,22; Jc 3,1; Jc 3,4); 2) también la sumisión de Ezequí­as frente al poder de Babilonia es transcrita por el libro de las Crónicas como una tentación por parte de Dios (2Cr 32,31).
La nueva gran página histórica de †œdesierto†™, que los profetas interpretan como †œvocación† por parte de Dios, es la del destierro. Dios se ha revelado nuevamente, no ya sólo como †œroca† en el tiempo del nomadismo y de la diáspora (1 supra, III, la), sino también como aquel que somete a prueba a su pueblo. A través de los profetas del destierro y de después del destierro, Israel aprende a buscar a un Dios más grande y misterioso que el que de vez en cuando se asignaba en su religiosidad y en su teologí­a. Yhwh es un Dios que provoca †œporqués†™, que quedan mucho tiempo sin respuesta, moviendo así­ a purificar la capacidad y la confianza superficiales respecto a él. Véanse algunas páginas maravillosas en los profetas:
cf Lam; 1s58,1-3 (y 59,1-2); Ha 1,2-4.12-1 7; Mal 1,2-5; 2,17-3,5; 3,13-18; etc.
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c) Dios está más allá de toda experiencia y teologí­a.
El estilo misterioso de Dios vuelve a presentarse como experiencia y como interrogante en la palabra divina dirigida a los hombres como †œsabidurí­a†: ninguna formulación (teológica), ninguna sí­ntesis de su misterio es jamás adecuada para explicar sus sorpresas desconcertantes en la historia y en la vida de los hombres. Este parece ser el significado profundo de dos grandes libros sapienciales: / Jb y / Qohélet. Dios está siempre más allá; el encuentro con él no repite nunca modelos precedentes; es menester aceptar siempre a un viviente continuamente original, que invita a un profundo sentimiento de humildad y de creatu-ralidad.
Son numerosos los / salmos que traducen en plegaria la experiencia del desierto, bien sea comunitaria o bien personal: las súplicas de los enfermos (Sal 6; Sal 22; Sal 31; Sal 41 etc., que aparecen más tarde en los evangelios para interpretar la pasión Jesús); las invocaciones de los desterrados (Sal 42-43; Sal 102), de los acusados falsamente (Sal 7; Sal 26; Sal 35; Sal 109), de los oprimidos (Sal 55; Sal 57; Sal 59; Sal 69 etcétera). Como se deduce de estas plegarias, Dios es el único que salva. El desierto de la prueba afina la fe en Dios; el rostro divino, tan misterioso en determinados momentos, sigue siendo, sin embargo, aquel que busca el orante, como el único que puede confortar y sostener su existencia.
790
d) †œAbba, no nos dejes caer en la tentación†.
Los evangelios se refieren al Dios del desierto y de la tentación a partir de la experiencia de Jesús. Hay páginas del NT que mantienen en este sentido un significado inagotable: †œEl Espí­ritu llevó a Jesús al desierto para ser tentado por el diablo† (Mt 4,1). Y también: †œJesús… fue probado en todo a semejanza nuestra…† (Hb 4,15). El significado de aquellas pruebas del desierto, lo mismo que las que Jesús sufrió durante su vida pública (cuando la causa inmediata son los hombres que le rodean: Mt 16,1-4; Mt 19,1-9; Mt 22,15-22; Mt 22,34-40), es siempre el de alejarse del proyecto de su Padre respecto a la misión de salvación que ha de realizar. Y es en Getsemaní­ (Mc 14,32-42) donde Jesús pronuncia el último sí­ de total adhesión a la voluntad de Dios, al que invoca según lo recuerda Marcos como a su Abbá (14,36).
Aquí­ precisamente radica uno de los aspectos totalmente nuevos e inimaginables que Jesús revela sobre el significado de la experiencia de desierto-tentación: el rostro y el nombre de Dios que †œllama† al desierto, más aún, que †œinduce (hace entrar) en la tentación†, es el rostro y el nombre paternal del Abbá. ¿Por qué? Para tomar conciencia de la propia fragilidad y recurrir a él para ser liberados del maligno. Esta es la actitud que se le sugiere al discí­pulo en la penúltima petición del Padrenuestro, la oración en que Jesús resume las experiencias fundamentales de encuentro entre el Abbá que está en los cielos y los que acogen su mensaje sobre Dios (Mt 6,13).
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4. El Dios rey y Señor de la historia.
La tipologí­a del ¡†œreino† de Dios, entendido como su iniciativa única sobre la historia humana y sobre el cosmos, llena toda la Biblia desde las primeras páginas hasta el Apocalipsis. El Dios vivo y presente se ha revelado constantemente como Señor, hasta el punto de que Israel asignó de buen grado al misterioso nombre divino de Yhwh, como su traducción más adecuada, los nombres de Adónay (en hebreo) y de Kyrios (en griego), que indican precisamente el sentido de señorí­o.
792
a) Iniciativa de Dios en escoger y en llamar.
Las primeras páginas de la Biblia se abren con el Dios creador, y por consiguiente Señor del universo. Pero en el orden de la revelación y de la experiencia, la †œprimeridad†™ de Dios es captada por Israel a través de otras muchas páginas. Lejana en el tiempo -aunque siempre nueva y actual- está para el pueblo de Dios la experiencia de la ¡ elección y de la -vocación: ¡todo comienza por esa iniciativa de Dios! Y cuando Dios llama, †œda un nombre†™ y un sentido a la existencia del hombre. Véanse páginas como las de Gen 16,11; 17,5.15; 32,29; etc. El Deuteronomio recoge estas lí­neas de reflexión teológica (Dt4,32-39; Dt 7,6-10).
Otra de las sorpresas vividas por Israel desde los años más remotos -y fijada por escrito de múltiples maneras teológicas- es la de haber encontrado en su Dios a un combatiente y a un guerrillero; solo y por sí­ mismo, Yhwh vence en batalla y guí­a a su pueblo (las †œguerras de Yhwh): cf Ex 14,1-15,21; 17,8-16; Núm 22-24; Dt 20,2-4; etc.
Esta iniciativa regia de Dios se traduce teológicamente con diversos recursos literarios por el último autor (el †œsacerdotal†™) del Pentateuco; los acontecimientos históricos son anunciados y descritos antecedentemente por Dios (Gn 1; Ex 6,2-12; Ex 7,1-13; Ex 9,8-12); cuando el Señor manda algo, el hombre no tiene nada que objetar ni que responder con palabras, sino que ha de ejecutar sus órdenes Gn 17; Ex 7,6-7; Ex 16,4-16).
793
b) Yhwh, Señor de la historia.
En el segundo modelo fundamental de palabra divina, la profecí­a, se encuentran numerosos textos de revelación y de interpretación profética sobre el señorí­o divino.
Un acontecimiento decisivo en orden a la experiencia del rostro soberano de Dios es en primer lugar la elección de la †œcasa de David† como signo del reinado divino sobre el pueblo de Dios. La profecí­a de Natán a ¡ David se mostrará cargada de mensaje teológico: de esta manera Yhwh tomaba en sus manos la historia de los descendientes de los patriarcas. Los textos proféticos interpretativos se van redactando sucesivamente, con diferentes acentos, hasta abrirse cada vez más a unas perspectivas me-siánicas: cf 2S 7; ICrón 17; Ps2; 72; 89; 110; etc.
Una página igualmente densa de contenido sobre el estilo misterioso de Dios, Señor único de la historia, es la de ¡ Elias en el monte Horeb (IR 19,1-18): el profeta comprende más tarde -después de haber pasado Yhwh (viéndolo †œde espaldas†)- que Dios conduce la historia de una manera muy distinta de como él la concebí­a. Precisamente por eso la historia continúa, aunque los hombres pasen. El mismo Elias será sustituido por Elí­seo.
Los profetas de la realeza divina son sobre todo Amos (el Señor es como un león que ruge), Miqueas (el Señor juzga a Samarí­a y a Jerusalén), Isaí­as (el Señor reina y su †œgloria† llena toda la tierra). Cada uno de ellos requerirí­a un examen atento y una intensa mirada de fe ante el densí­simo mensaje que transmiten. El más rico de todos ellos es probablemente Isaí­as (a través del desarrollo de su †œescuela†™): el libro del Emanuel (Is 6,12), las imágenes vibrantes sobre la iniciativa real de Dios (como la del alfarero: 1s29,15-16 ), su presentación de Dios como del Señor a cuyo servicio hemos de ponernos con la actitud del siervo descrito en la segunda parte de Isaí­as (Is 42,1-4; 1s49,1-5; 1s50,4-9 52,13-53,12).
En orden a la revelación de la realeza divina ocupa una función singular la †œprofecí­a† de tipo apocalí­ptico:
Yhwh reasumirá la historia humana y cósmica, poniendo de manifiesto su profundo sentido y el proyecto con que la conducí­a. Quedará finalmente claro a los ojos de todos sus fieles el orden de Dios, por encima del desorden y de la perversidad de los hombres (Is 24-27; Ez 38-39 Daniel).

794
c) El que escudriña y juzga el corazón humano.
Los escritos de género sapiencial, interesados por la auto-rrevelación de la realeza y de la primací­a de Dios, presentan el rostro divino como el único que sondea, discierne y juzga a los hombres, separando a los rectos de los impí­os. A diferencia de todo lo que consiguen hacer los jueces humanos, Dios atribuye con absoluta imparcialidad los méritos y responsabilidades, retribuyendo a cada uno según sus obras Sb 2-5; Si 17,13-19; Sal 49; Sal 73).
Como sucedí­a ya con la tipologí­a divina de la misericordia (Ex 34,6-7), también para la de la realeza aparece con frecuencia en el AT y en el NT -especialmente en los textos de reflexión sapiencial- una fórmula que suena más o menos como una definición de Dios: Dios es el que escudriña los pensamientos humanos! No hay nada que escape a su mirada, nada que sea impenetrable a sus ojos; ni siquiera lo más recóndito (y que según la simbologí­a hebrea se proyecta y se vive en los †œrí­ñones†: las pasiones, los deseos humanos más profundos y casi inconscientes). Pues bien, Yhwh †œsondea y prueba los corazones (=las intenciones) y los rí­ñones (=las aspiraciones)† de los hombres. Esta fórmula aparece de forma idéntica-o parcialmente modificada-ya en Jer 11,20; 12,2-3; 17,10; 20,12; 1R 8,38-40; Dan 13,42-44. Pero véase además en Jb 7,17-18; Sg 1,6; Ps 17,3; 26,2; 33,13-15; 139,23 (Ap 2,23).
Dios es Señor de la historia humana y del cosmos. La última sección del libro del Sirácida exalta la manifestación de la iniciativa divina en la creación y en la historia de Israel a través de su †œgloria† (cf Si
42,15-50,21).
Además son numerosas las composiciones salmódicas que traducen en plegaria la celebración de la realeza divina en sus múltiples expresiones (Sal 47; Sal 93; Sal 94 etc. ), o bien profesan su presencia y providencia al lado del hombre (Sal 139).
795
d) †œAbbá, venga a nosotros tu reino†.
La palabra divina, que se ha hecho †œevangelio† por medio del Verbo encarnado, revela finalmente ulteriores connotaciones del rostro soberano de Dios. A las gentes de Galilea Jesús les pidió sobre todo la conversión a la iniciativa soberana de Dios, ya a punto de realizarse, como primer paso para comprender luego las demás novedades sorprendentes de su mensaje sobre Dios y sobre el hombre (Mc 1,14-15). En la vida y en la †œteologí­a† de sus destinatarios encuentra Jesús una †œreligiosidad† que no deja ya ningún sitio a la primací­a divina; denuncia una relación con Dios animada ahora más por una mentalidad de contrato y de derechos adquiridos que por el agradecimiento por todo lo que él concedí­a gratuitamente con su misericordia, con su providencia y con sus intervenciones en la historia (Lc 11,37-54; Lc 18,9-14 etc. ).
A los que daban el paso de la conversión al reino de Dios y le seguí­an, Jesús les proponí­a una espiritualidad de obediencia y de servicio total a Dios, el Padre: sin pretensión alguna de ser recompensados según una contabilidad de méritos presente en el mundo judí­o de la época; contentos de trabajar por el Señor y de estar a su servicio. Véanse sobre todo ciertas †œparábolas† (que constituí­an la fórmula predilecta de Jesús para revelar a las gentes los misterios de su Padre): los obreros de la viña (Mt 19,30-20,16); siempre dispuestos y fieles y al servicio del Señor(Lc 12,35-48); simplemente siervos Lc 17,7-10); siervos que hacen rendir a los dones recibidos en interés exclusivo de su Señor(Lc 19,11-28).
De esta manera habí­a vivido el mismo Jesús en la obediencia y en el servicio a Dios, el Abbá
Mt 11,25-26; Mt 26,36-46; Jn 5,19-20; Jn 17,4). Y en la / oración con que resume para sus discí­pulos las actitudes fundamentales que hay que vivir en la relación con Dios, Jesús les invita a pedir que venga su reino, es decir (como lo desarrolla Mateo respecto a Lucas), que se haga su voluntad así­ en la tierra como en el cielo (Mt 6,10).
796
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Testamento y su proyección en el Nuevo, CSIC, Madrid 1968; Besnard AM., Le mystére du Nom, Du Cerf,
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deIl†™Antico Testamento, Paideia, Brescia 1983.
A. Mar angón
797

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Dios en el hombre y en sí­ mismo.

B) Posibilidad de conocer a Dios.

C) Pruebas de la existencia de Dios.

D) Atributos de Dios.

E) La comunicación de Dios mismo al hombre.

F) Relación entre Dios y el mundo.

A) DIOS EN EL HOMBRE Y EN SI MISMO

I. La cuestión de Dios y la revelación
La existencia misma del hombre incluye una tendencia a un -> absoluto en ser, sentido, verdad y vida, que la revelación cristiana describe con el concepto “Dios” (filosofí­a de la -> religión). La realidad asida en ese concepto es, según la mente cristiana, un dato primigenio del carácter trascendental del espí­ritu humano, que hemos de afirmar, por más que en la historia de la religión no esté claro el origen de la idea de D. Aquí­ siguen contraponiéndose una teorí­a puramente evolucionista, a partir de nociones muy primitivas, y la teorí­a de un primer monoteí­smo (fe en un D. sumo). Una prueba exacta del proceso de nacimiento y desarrollo no es posible a ninguna de las dos teorí­as, si bien habla en favor de un monoteí­smo original el hecho de que la explicación de la fe en D. partiendo de la naturaleza, de la magia y del animismo no es evidente. La fe en una revelación primitiva en que se comunicó al hombre un saber (irreflexivo) sobre un ser personal divino, no es asequible por el método de la historia de la religión y no puede probarse ni impugnarse a base de esta ciencia.

El pensamiento cristiano no está ligado absolutamente a las conclusiones de la historia de la religión, que llevan siempre consigo cierta ambivalencia; pues está persuadido de que con la revelación del AT aparece una nueva conciencia de D. Esta de ningún modo puede deducirse de algo anterior, aunque también aquí­, en la evolución histórica de lo nuevo, pueden mostrarse las vinculaciones con las antiguas ideas sobre D. y, por eso, cabe hablar de un “desarrollo” del monoteí­smo veterotestamentario. El que el hombre haya de hablar de D., (el cual, según la doctrina revelada y las experiencias de los espí­ritus más profundos de la humanidad, es precisamente el inefable, no es un objeto ni puede objetivarse), a primera vista y propiamente constituye una “tarea imposible”. Mas, por otra parte, el hombre tiene que acometer esa tarea, pues la cuestión de D. que va implicada en la existencia humana y determina el carácter problemático de ésta, no puede pasarse por alto con el silencio. Esto tiene que reconocerlo hoy a su modo hasta el ateí­smo militante, que, al negar a D., da testimonio de lo ineludible de la cuestión de D.; o, de lado cristiano, el movimiento extremo de “la muerte de D.” , que sustituye la idea de un Dios personal, considerada inaceptable, por la conciencia normativa de la libertad humana que aparece en Jesús. Tampoco la filosofí­a moderna que conscientemente piensa en forma inmanente ha podido descartar esta cuestión, aun cuando desdeña el concepto de D. y pone en su lugar el principio del universo (G. Bruno), el espí­ritu absoluto (G.W.F. Hegel), la vida que vibra en sí­ misma (F. Nietzsche) o el carácter supramundano (transcendencia) del poder del ser que limita al hombre (M. Heidegger). Aun frente al decidido ateí­smo de J: P. Sartre hemos de resaltar cómo él tiene que plantear la cuestión de D., para poder hacer inteligible la titánica decisión humana por la libertad absoluta.

La explicación de esta cuestión de D., que va aneja a la existencia humana, sólo es posible remitiendo a la constitución responsiva del hombre, que está fundamentalmente bajo el llamamiento de Dios, y se halla orientado por su oí­do a la primigenia palabra divina.

Un pensamiento filosófico puramente “teórico” no podrá desde luego poner nunca en plena evidencia si este llamamiento viene realmente de algo extrahumano y absoluto, o es sólo un eco a la voz del ser humano, que, por su finitud y fragilidad, no hace aquí­ sino moverse dentro de un cí­rculo irrompible donde está cautivo y en un monólogo sin término. Por eso, en definitiva, el hombre sólo está cierto de D. al aceptar una -> revelación, en que él se le manifiesta con libertad completa en su propio poder y hace con ello que el llamamiento humano pase a ser diálogo entre D. y el hombre.

Claro que, al admitir la relación entre D. y el hombre en un contexto efectivo de historia e historicidad, se planteará la nueva cuestión de por qué D., en su obrar, y en su ser, sigue presentándose al hombre como un interrogante problemático. Eso está relacionado con la recta inteligencia de la revelación que, ni considerada desde el punto de vista del D. absoluto, ni vista desde el hombre finito, es capaz de ofrecer un esclarecimiento pleno del misterio de Dios. Aun para los profetas y apóstoles, testigos propiamente dichos de la revelación, el Dios revelarte sigue a la vez envuelto en su recóndita esencia. Así­, desde los padres griegos y la “teologí­a negativa” que ellos inauguraron, pasando por Agustí­n, los mí­sticos alemanes, Nicolás de Cusa (Dialogus de Deo abscondito) y Lutero, hasta Pascal y Newman; la oscuridad de la revelación de D. ha sido un tema constante de un pensamiento sobre Dios guiado por la revelación. De ahí­ que incluso el pueblo escogido por la revelación divina pudiera preguntar, significativamente, por el nombre de D., pregunta que no nací­a de curiosidad intelectual, sino del deseo de cerciorarse de la presencia activa y auxiliante de Dios en la oscuridad de la fe y en las ví­as de la historia, para la cual, el Dios inmutable, a pesar de la más í­ntima cercaní­a, tiene que permanecer transcendente a la vez (cf. Ex 3, 1-15).

II. Pruebas de la existencia de Dios y carácter misterioso del mismo
El hecho de que el hombre viva siempre el misterio de Dios en una especie de ausencia del mismo D. y, también por eso, haya de preguntar por él, tiene su razón última en el alejamiento de Dios originado por el pecado y en la consiguiente perturbación de su conocimiento (cf. Rom 1, 18-21; cf. también –>pecado original). Esta perturbación, sin embargo, no va tan lejos que no quede en el hombre un punto de enlace para el llamamiento de Dios que viene del orden de la creación (–> naturaleza y gracia, ->potencia obediencial). Ese punto de apoyo es indispensable hasta para la comunicación de la revelación “sobrenatural” (en cuanto garantiza la responsabilidad personal en la recepción de la palabra divina), pero no debe explicarse como camino de un conocimiento natural de Dios con igual rango que el conocimiento de la revelación por la fe (Dz 1785; cf. también –> teologí­a natural).

Con esta no evidencia de D. que procede de muchas razones, está también relacionado el hecho de que, desde muy antiguo, el pensamiento cristiano se ha ocupado de la posibilidad de probar naturalmente la existencia de D.; y esa interrogación reflexiva ha sido recogida y reconocida por la teologí­a cristiana bajo la forma de pruebas de la existencia de D. Ahora bien, en muchos aspectos estas “pruebas de la existencia de D.” se han tornado problemáticas al hombre moderno, incluso al hombre religioso, aunque nada menos que Hegel (si bien partiendo de su idea filosófica de la divinidad) consideraba como < prejuicio de formación" la aversión a las pruebas de la existencia de D. Este tenaz prejuicio procede en no pequeña parte de una mala inteligencia de la especial estructura y finalidad de estas pruebas, que, en su formulación histórica (cf. p. ej., las cinco ví­as de Tomás de Aquino, ST i q. 2 a. 3) son de todo punto atacables en sus pormenores; pero no debieran abandonarse en lo fundamental como indicios de lo que subyace como absoluto en todos los fenómenos contingentes del mundo, y que se hace sentir particularmente en un imperativo absoluto que afecta al hombre. En otro caso, la fe cristiana en Dios se expondrí­a a la sospecha de una ilusión y la teologí­a se evadirí­a deslealmente de la cuestión postrera de la verdad respecto de su más alto "objeto". III. El problema teológico del ateí­smo El carácter oculto y no evidente del D. de la revelación, juntamente con la perturbación del conocimiento humano y la quebrada orientación de la voluntad a lo absolutamente bueno, ofrecen también las bases para juzgar el fenómeno de la negación de D. y del --> ateí­smo en el mundo. Este fenómeno negativo es atribuido hoy dí­a en muchos casos a una deficiencia de la predicación cristiana sobre D. y a la ausencia de testimonios vivos que despierten la fe en él. Con todo, sin que podamos poner un momento en tela de juicio esta falta de fe práctica en Dios, es evidente que el problema se capta superficialmente si se despacha el ateí­smo como mera consecuencia de una deficiencia en la realización práctica de la fe en D. En tal caso, el ateí­smo podrí­a interpretarse también como mero teí­smo mal entendido y como crí­tica a una anacrónica imagen de D., crí­tica que tenderí­a precisamente a una realización más auténtica de la fe. Esta posibilidad puede desde luego concederse cuando el hombre, negando externa y verbalmente a Dios, mantiene un principio o valor absoluto, aun cuando dote a algo derivado y relativo con el carácter de lo absoluto. Pareja posibilidad hay que reconocerla sobre todo, cuando, como sucede en algunas formas religiosas del oriente, el absoluto aceptado y venerado no está sometido, por falta de una teologí­a teórica y refleja, a una fundamentación doctrinal, de forma que no puede plantearse siquiera adecuadamente la cuestión del teí­smo o ateí­smo. A esta concepción corresponde aquella afirmación, entre otras, del concilio Vaticano ii según la cual también en las religiones no cristianas hay una ” percepción de un poder oculto”, la cual “no raras veces implica el reconocimiento de un Dios supremo y hasta de un padre” (Declaración sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas, n .o 2), aunque lo significado no reciba una adecuada expresión personal. Un correctivo del personalismo mantenido teóricamente se halla aquí­ frecuentemente en la piedad popular práctica, que, en la formación de un culto a dioses o espí­ritus, se crea un sustitutivo del apersonalismo monológí­co que no satisface al hombre como persona. Para que pareja actitud pudiera pasar como “teí­smo enmascarado”, habrí­a que preguntar también si de él resultan una total entrega de la voluntad y el reconocimiento de normas éticas absolutas, que se realicen en la postura del hombre en cuestión ante el mundo y en una religiosidad que afecte al hombre en el centro de su ser y lo impulse a la actitud de la adoración (cf. también teologí­a de la religión). Pero no será éste el caso en un ateí­smo que desarrolle una altí­sima reflexión teórica sobre sí­ mismo y piense, p. ej., al estilo del “ateí­smo postulatorio” de N. Hartmann, que precisamente por la dignidad de la persona moral debe rechazar la existencia de un centro absoluto de valores. Tampoco puede interpretarse como un teí­smo mal entendido aquel virulento ateí­smo moderno que, apoyándose en la dialéctica hegeliana de “señor y esclavo”, ve expresada en todo teí­smo la insoportable heteronomí­a de la conciencia desgraciada, la cual sólo puede ser superada por el reconocimiento de la divinidad y humanidad del espí­ritu en su evolución.

Aunque en el juicio fundamental de un ateí­smo teórico y que reflexiona sobre sí­ mismo puede demostrarse por deducción transcendental que él, con la negación de una realidad, incondicional y absoluta, implica su afirmación entre sus presupuestos y se halla así­ en contradicción consigo mismo; sin embargo, desde el punto de vista de la oposición subjetiva del hombre, hay que ver cumplido ahí­ el hecho del ateí­smo. Esto es válido también en el caso de que (desde el punto de vista de la fe cristiana en D.) hay que admitir además que no puede haber argumento lógico alguno que pruebe la no existencia de Dios, y que, por ende, la convicción subjetiva de esa no existencia sólo puede ser aparente (y en general una prueba de la no existencia de un ente sólo es concluyente cuando cabe demostrar eta forma de una demonstratio ab absurdo el carácter contradictorio de la existencia afirmada), y que el ateí­smo es objetivamente infundado, y no puede, consiguientemente, destruir la constitución objetiva y óntica del hombre en su orientación a Dios y en la imagen divina que lleva. Pero querer hablar por eso de la imposibilidad del ateí­smo significarí­a desconocer que el hombre constituido como ser finito puede negar, en una decisión de su voluntad finita, este orden objetivo del que puede, de hecho, evadirse. Ello funda suficientemente la realidad del ateí­smo. Aquí­ hay que considerar además que en este punto nunca se trata únicamente de un juicio intelectual, pues también está siempre en obra una decisión de la voluntad. Por ahí­ puede reconocerse que el ateí­smo no es un problema exclusivamente intelectual, concepción que llevarí­a, a la postre, a la teorí­a del puro error de la razón, y, con ello, de hecho, a la impugnación de la posibilidad de un ateí­smo formal. Como quiera que en él se trata también de una claudicación moral, que tiene su raí­z en la cerrazón del hombre en sí­ mismo y en el hecho de que él concede un valor absoluto a su finitud; la negación de D. debe juzgarse como un “aprisionar” voluntariamente (Rom 1, 18) la idea y experiencia de D. que invade al hombre, y por tanto hay que tomar en serio su carácter de pecado y culpa. Lo cual no significa que el grado de culpa pueda afirmarse y fijarse desde fuera para cada caso.

IV. El problema del hablar de Dios
Pero el interrogar sobre D. no es el fin último del esfuerzo teológico. Este radica más bien en el recto hablar sobre D., que en el fondo también es una meta buscada por el llamamiento divino. Ahora bien, este hablar aspira al familiar diálogo personal con el tú absoluto de D., que se consumará en la visión inmediata del mismo. Así­, el problema del preguntar por D. pasa al del recto hablar sobre él y a él. La problemática nace de que nuestros conceptos y palabras, dada su limitación y su orientación a objetos finitos, no pueden asir lo divino, que por esencia es ilimitado y no es un objeto, que precede a toda determinación y, como D. divino, es precisamente el firmamento originario que envuelve todo pensar y hablar acerca de él. La primitiva teologí­a cristiana (fuertemente marcada particularmente por el Pseudo-Dionisio), fundada en la experiencia viva de que D. es absolutamente diferente y no es un objeto, llegó al reconocimiento de una auténtica inefabilidad de D. y a no admitir más que los predicados negativos sobre él. Obraba ahí­ como trasfondo el principio agustiniano de que D. es sabido y reconocido más por un no saber que por un temerario intento humano de saber, el cual sólo puede conducir a un D. hechura del hombre. Pero el programa de una “teologí­a negativa” nunca fue ejecutado seriamente, pues, llevado a sus últimas consecuencias, conducirí­a a un silencio total sobre Dios, que contradecirí­a a la teleologí­a de la cuestión de D. ingénita en el hombre.

Esto hemos de decir también sobre una forma moderna de teologí­a negativa que, bien sea por motivos de oculto agnosticismo, o bien por un pensamiento extremadamente actualista y existencialista, sólo admite aquellos enunciados teológicos que se hagan en forma de una interpretación existencial del hombre afectado por la fe. En esa forma de enunciados meramente indirectos, donde D. es reconocido solamente como el origen de mi inquietud (H. Braun), él ya no aparece como el que existe por sí­ mismo. Aquí­ se llega incluso a sugerir directamente que se olvide la palabra “Dios” (P. Tillich), y que tanto el término como las consecuencias deducidas de él por la religiosidad teí­sta, sean formulados nuevamente para el hombre moderno en forma “no religiosa”. Aunque tras este programa se esconde la problemática auténtica de la relación entre la inmanencia y la trascendencia divina, problemática que una fe no reflexiva desvirtúa ilegí­timamente al inclinar el fiel de la balanza hacia el segundo polo de la relación dialéctica; sin embargo, en este nuevo planteamiento radical la dialéctica entre el aspecto mundano y el trascendente de la fe en D. ha quedado de nuevo desplazada hacia el otro extremo. Corremos así­ el peligro de que la teologí­a como palabra sobre D. desemboque en una ” pistologí­a” o doctrina sobre el hombre afectado por la fe, en una interpretación existencial del hombre donde ya no se puede decir si ella necesita de un D. objetivo y que está realmente enfrente, ni si llega en absoluto al reconocimiento de un D. personal.

Esto hay que decir igualmente de aquellos autores según los cuales D. sólo se hace evento en el encuentro entre hombres, negándose, por tanto, a “hablar sin más de un D. personal” (J.A.T. Robinson). Aquí­ está también en el fondo el reproche de que ni siquiera la categorí­a de lo personal es adecuada para D., pues él serí­a concebido a la manera de un “ser supremo” por encima del hombre y de su mundo. Que aquí­ va entrañada una contradicción en el propio pensamiento, se ve claro por las soluciones propuestas como sustitución, en las cuales la experiencia de D. es equiparada con el hecho de que el hombre “se siente aceptado”, o con la vivencia del poder obligante del incondicional a la luz del amor sin reservas al mundo y al prójimo. Ese “sentirse aceptado” como experiencia de la persona humana presupone, lo mismo que la vivencia de lo incondicional, una persona que acepta y pone lo condicionado. Así­, para el hombre personal, D. no puede ser menos que persona, si el hombre no quiere alzarse como única grandeza absoluta reconocida.

Al hablar de D., el hombre está obligado a retener la categorí­a de lo personal también en virtud de la revelación bí­blica, aun cuando aquí­ no se use formalmente el concepto de persona. Pero, en forma implí­cita, éste se halla evidentemente contenido en lo que allí­ se dice sobre el “nombre” de D. y el uso de los nombres divinos, sancionado por D. mismo (cf. entre otros textos Ex 3, 14; 6, 3; Is 42, 8). La sagrada Escritura, por una parte, pone de manifiesto que D. no puede ser designado ni entendido a base de un solo nombre, idea que la tradición resaltó todaví­a más al hablar de los muchos nombres divinos o del “innominado” (cf. también Dz 428 ); pero, por otra parte, muestra con la misma claridad que, en el nombre, D. se manifiesta como realidad formal, subjetiva e individual, como un “yo” sumamente concreto y dotado de suprema dignidad, y que, en cuanto tal, establece con los hombres una relación personal, la cual – ontológicamente considerada- posibilita en absoluto el fenómeno de la personalidad humana y de la relación interhumana. Este carácter personal se expresa, sobre todo, en el pronombre personal “yo”, que la Escritura aplica innumerables veces a D. El miedo a trasladar a Dios la categorí­a de lo personal identifica, precipitadamente, ese procedimiento con la conversión de D. en un objeto. Pero este peligro no existe cuando se reconoce que tampoco la personalidad de D. es una designación uní­voca, pues tal denominación no delimita a D. como un “yo” muy poderoso, pero, a la postre, limitado, no lo circunscribe como un sujeto que esté enfrente de manera fija; sino que mira a Dios como la razón universal de toda personalidad y como la totalidad del propio poder, de la propia pertenencia y de la propia responsabilidad. Así­ entendida, la personalidad divina sigue siendo lo que envuelve la estructura yo-tú del hombre en su relación a D. y, con ello, supera también la función de ser solamente la absoluta razón óntica de la existencia personal del hombre y de su referencia al otro.

V. Las maneras de hablar de Dios
Las dificultades que aquí­ surgen son las del recto pensar y hablar sobre Dios. La tradicional teologí­a escolástica ha buscado salir de estas dificultades por la doctrina de la analogí­a de todo hablar sobre D. (analogí­a del ser). En ella se da por supuesto que D. es totalmente -> distinto de lo que pueden asir nuestros conceptos y palabras. Partiendo de esta posición negativa, que encierra en sí­, sin embargo, la conciencia tácita de la singularidad de Dios, el espí­ritu se determina a dar el paso de articular el conocimiento positivo ahí­ contenido mediante conceptos que, si bien por su naturaleza sólo analógicamente pueden aprehender lo divino (cf. Dz 432), sin embargo, dan a nuestro hablar la dirección hacia el misterio de D. y le confieren por ello un auténtico sentido. Así­ los enunciados sobre el ser personal de D. o sobre sus atributos tocan una verdadera realidad de D., pero no pueden aceptar ni expresar, por razón de la disparidad en medio de la semejanza, el modo de esta realidad. De lo contrario, el hablar sobre D. carecerí­a completamente de fin y sentido y se pararí­a en un agnosticismo perfecto que, en la cuestión de D., lleva siempre al ateí­smo.

Mas como el pensamiento analógico, a pesar de la desigualdad en la semejanza, tiende a definir a Dios con precisión y a delimitar en su singularidad al que lo envuelve todo, o incluso a deslindar partes del que, por su esencia, es indivisible; en el hablar sobre D. se requiere un complemento mediante los predicados dialécticos, los cuales, por razón de la grandeza de lo divino, no lo miran desde un solo punto y dirección, sino desde muchos puntos, incluso antitéticos, y en direcciones diversas. Ya el pensamiento analógico, al resaltar la semejanza en la disparidad, contiene en sí­ un factor dialéctico. Por otra parte, los predicados dialécticos que, p. ej., presentan la divinidad de D. a par como oculta y manifiesta, transcendente e inmanente, absoluta y momento de la historia, teocéntrica y antropocéntrica; no pueden prescindir del ingrediente analógico en sus respectivas denominaciones. Esto puede llevar además a que los predicados sobre D., referidos siempre a una determinada forma de pensar, sean mejor conocidos en su insuficiencia y queden abiertos para ser completados por otra forma de pensar.

VI. La revelación histórica como garantí­a de nuestro hablar sobre Dios
Aunque de este modo el hombre sólo puede pensar sobre D. mediatamente y sólo puede hablar de él con palabras imperfectas, sin embargo, la palabra salida de D. mismo por la –> revelación hace posible y necesaria una teologí­a. Por la revelación, D. mismo se ha introducido en la palabra humana y la ha capacitado permanentemente para expresarlo. De este modo, lo que para una teologí­a -> dialéctica hay de escandaloso en la -> analogí­a del ser queda superado gracias a la -> analogí­a de la fe, en que Dios mismo, desde arriba, escoge y capacita la palabra creada como expresión parabólica de su misterio. La alta pretensión que supone la posibilidad afirmada de un certero hablar de Dios por parte del espí­ritu creado, no debe rebatirse con el reproche de que así­ D. queda deformado y desvirtuado antropomórficamente (-> antropomorfismo); más bien se deberí­a tomar igualmente en serio el hecho de que, por la creación y la gracia, el hombre es un ser “teomórfico” que está llamado a hablar de D. y con D.

Mas si ese hablar no quiere perder su objeto, que es el D. absoluto, ha de permanecer en la ruta por la que D. mismo en la revelación se ha acercado al hombre, o sea, debe estar en conformidad con la revelación. Ahora bien, el D. de la revelación no es una idea abstracta o el ser supremo, sino el Señor que en la historia se inclina hacia el hombre, le concede su gracia y lo salva. Y la conformidad de los enunciados sobre D. con la revelación no sólo exige que toda palabra religiosa y cristiana acerca de él se pronuncie a base del testimonio normativo de la revelación bí­blica, que en el -> dogma y el magisterio de la Iglesia logra una forma de expresión en consonancia con el tiempo; sino que exige también que las afirmaciones sobre el “en sí­” metafí­sico de Dios y su deducción desde un concepto clave no tengan la primací­a, la cual corresponde a las acciones salví­ficas dirigidas al hombre en las que el D. de la revelación se muestra en su conversión al mundo en su santidad y justicia, en su pro me.

Pero la forma plena del acercamiento de D. al mundo, el verdadero ser de D. para “con nosotros”, se ha revelado en el Hijo encarnado, en ->Jesucristo. Esto significa que un hablar de D. conforme con la revelación ha de estar referido siempre al D. sumamente concreto, al que se hizo evento en la aparición del Dios-hombre. Así­, la imagen de D. conforme con la revelación ha de brillar siempre bajo la luz que viene de Cristo. Lo que el amor, la verdad, la santidad y la justicia de D. significan, en una forma de hablar concorde con la revelación ha de leerse en la “faz de Cristo” (2 Cor 4, 6). Cf. también –> hermenéutica bí­blica, –> Escritura, -> teologí­a.

VII. El ser “en sí­” de Dios y su ser “para nosotros”: el concepto de Dios
Esto lleva luego el pensamiento creyente a la cuestión de si los enunciados sobre un “ser en sí­” de D. y, por ende, un hablar ontológico y metafí­sico sobre D. en categorí­as ónticas son imposibles y, por tanto, deben ser rechazados. Aquí­ debiera ya exhortarnos a la precaución lo que dice la Escritura, la cual da a entender que en el obrar de Dios en el mundo se manifiesta también un ser divino que puede y debe ser hecho objeto de enunciados por parte de una fe refleja (teológica); pues D. no se agota con su relación a la revelación y su significación para el hombre. Semejante concepción puramente funcional de Dios, que pretendiera eliminar totalmente el “ser en sí­” de D., a la postre habrí­a de convertir a D. en hechura del hombre. Tampoco el D. revelador en la antigua alianza es un mero auxilio para la vida y existencia de su pueblo. El preguntar retrospectivo sobre el “ser en sí­” de Dios, que se anuncia ya en el uso bí­blico de los llamados atributos absolutos de Dios, los cuales no pueden deducirse de la mera relación al mundo, sino que la superan (cf. entre otros lugares Núm 23, 19; Sal 102, 28), no sólo tiende a evitar que el carácter mundano y humano de D. manifestado en la acción histórica caiga en el peligro de una interpretación antropomórfica (en la cual D. a la postre serí­a simplemente un demiurgo más alto o un espí­ritu cósmico superior), sino que sirve también para reconocer y adorar el misterio profundí­simo de Dios, el cual no radica únicamente en su acción dentro del mundo por su gracia y misericordia, sino que además radica en su ser, que no se agota ni puede agotarse con dicha acción.

En este punto para un hablar cristiano sobre D. en conformidad con la revelación, es indiscutible que a los atributos que han actuado en la historia de D. con la humanidad se les debe dar la primací­a sobre los derivados de su esencia metafí­sica; y así­ se hablará preferentemente del señorí­o de D. en el acontecer de la creación y de la alianza, de aquel amor, de aquella gloria, santidad y paternidad que impresionaron al hombre bí­blico. Claro que al proclamar estos atributos, con indudable fundamento bí­blico y referidos a nosotros en la revelación, se planteará la cuestión hermenéutica de si esa referencia suya a la existencia humana puede mostrársele claramente al hombre actual en su nueva situación sociológica, de si a través de ellos la teologí­a en su función de predicar es capaz de afectar a la existencia humana. Aquí­ será ineludible una traducción; pero ésta, como auténtica traducción, tiene como presupuestos el atenerse al original y el reconocer a la vez una inalienable comunidad en el espí­ritu. Trasladado a lo ontológico, este principio significa que dicha traducción no puede olvidar el presupuesto de que D. no cambia, aunque cambie el pensamiento humano; e incluso el concepto mismo de Dios, aun cuando se transforme en una nueva imagen del mundo e inteligencia del ser, lleva en sí­ algo inmutable, a lo que corresponde en lo humano mismo algo permanente. Si no se deja a salvo este supuesto y se afirma, p. ej., con D. Bonhoeffer, que el hombre moderno se ha hecho formalmente ateo y no conoce ya ningún a priori religioso; entonces no queda para los atributos mencionados ningún punto de apoyo en el hombre, y es imposible una traducción, pues se ha perdido la inteligencia de la lengua original. Pero, en tal caso, no sólo es superfluo pasar a D. “de contrabando” (Bonhoeffer) para ponerlo como “tapagujeros” en las situaciones lí­mite y sin salida del hombre, sino que se hace también imposible confrontar al hombre con D. en su “lugar más fuerte”, es decir, ” en medio de la vida”, en su “salud, fuerza, seguridad y sencillez”; pues, en esta concepción, el hombre entiende su mayorí­a de edad transcendental y radicalmente, y así­ él ya no puede considerarse como el ser necesitado de Dios. Una “sinceridad intelectual de la predicación cristiana sobre D.” así­ entendida se verí­a forzada, de ser consecuente, a sacar la conclusión contra sí­ misma y eliminar totalmente la causa de D. de la conciencia del hombre.

Donde ese entusiasmo por lo negativo es reconocido en su insuficiencia, será también posible señalar en la nueva imagen del mundo el lugar existencial de los conceptos bí­blicos. En tal caso, el D. que se revela como Señor en la historia de la alianza, no acarrea la minorí­a dé edad y la esclavitud del hombre, sino que trae una llamada a la comunidad con él; y en ella, ciertamente no reina una paridad de derechos, pero, precisamente por la conciencia de la distancia infinita, el hombre experimenta su grandeza que se levanta hacia lo infinito de D. Entonces la santidad de D. se hace inteligible para el hombre como la plenitud que recubre su necesidad y miseria, como la gracia que juzga su pecado, pero eleva a la vez, como el poder que lo obliga a la más profunda reverencia; y la paternidad de Dios no podrá tergiversarse como la instauración de una autoridad externa y heterónoma, sino que se verá en ella la raí­z trascendente de la vida, el fundamento que posibilita la libertad y la dignidad humanas y que capacita al hombre para alcanzar, precisamente como mandatario de D., su plena grandeza de criatura en el orden empí­rico.

El amor singular de D. que se revela en la paternidad y que, según 1 Jn 4, 8, puede entenderse como la afirmación decisiva del NT acerca de la esencia divina, puede también tomarse en absoluto como trasunto del obrar divino sobre el mundo, que alcanza su revelación suprema en la entrega del Hijo para la expiación del pecado (Jn 3, 16). Ahí­ también se manifiesta inmediatamente la referencia al mundo de este atributo esencial de Dios, que saca a la luz el evangelio en su acción reveladora, y se manifiesta como el poder que afecta al hombre en lo más í­ntimo. La forma de amor misericordioso que acepta la muerte y la supera, proyecta también luz sobre el enigma fundamental de la existencia humana, que va dado con el -> mal. Cómo en el amor misericordioso realiza D. algo más alto que el amor guiado por la estima de un valor y que el de amistad (aquí­ es de considerar la distinción entre eros y agape), se ve claro en el poderí­o con que él, si no esclarece plenamente el oscuro misterio del pecado, por lo menos lo penetra con sus rayos y hace surgir muchos puntos luminosos en esta oscuridad. Lo cual tiene validez, no sólo con relación a la economí­a objetiva de la salvación, sino también en la experiencia subjetiva del hombre redimido, que percibe en lo más profundo el poder con que este amor borra los pecados en la situación del hijo pródigo (Lc 15, 11-32).

El amor de Dios que en la resistencia del pecado brilla con toda su grandeza, parece perder toda su soberaní­a cuando, al final de la historia, el misterio de la iniquidad desemboca en el misterio de la reprobación (–> infierno). Aquí­ parece que el amor de D. no logra imponerse frente al pecado y que esa realidad activa de D. queda desvirtuada en su capacidad de llegar a la meta. La hipótesis de una doble predestinación divina, por la que unos son destinados a la salvación eterna y -> otros a la perdición (-> calvinismo), mermarí­a ya en su primer momento la autenticidad de este amor de D. que lo abarca todo. Y tampoco serí­a una solución el que, en una segunda edición de la doctrina de la –> apocatástasis, se afirmara que al final el poder divino absorberá el mal.

Aquí­ K. Barth reconoce francamente el peligro de merma en la libertad y el carácter gratuito del amor divino, y el de que éste se convierta en un poder cósmico de orden natural. De todos modos, una fe convencida de la sabidurí­a infinita y de la finalidad del amor de Dios que brilla en la revelación no podrá desde luego discutir el fenómeno de la reprobación al margen de este amor y sin tenerlo en cuenta. Comprobará más bien cómo la libertad inherente a ese amor tampoco puede suprimir en el hombre y en el pecador la decisión libre, y cómo lo único que puede es llamarlo reiteradamente. En tal caso, el misterio de la pérdida del fin bienaventurado no puede atribuirse a la deficiencia o al enfriamiento del amor divino para con determinados hombres, sino a un amor que reconoce siempre la libertad de la criatura y sufre pacientemente el endurecimiento del pecador. Así­, en el misterio del alejamiento definitivo de Dios, el amor de Dios se muestra como un amor que respeta la total libertad de decisión del hombre y sufre su resistencia, a la manera como Cristo en la cruz no sólo superó el pecado del que se convirtió, sino que sufrió también el del no convertido y obstinado. Según esto, también el misterio de la reprobación está comprendido en el amor divino, por más que sólo pueda ya revelarse a los réprobos en el oscuro resplandor de su desordenado amor propio y endurecimiento.

La oscuridad de este misterio recibe ya cierta iluminación en las experiencias históricas que tiene el hombre del amor de Dios, así­ cuando él conoce que en la revelación del amor divino se muestra también la justicia de Dios, la justicia con que el Santo tiene que rechazar el mal, al cual el hombre se adhiere, y abandonarlo a su propia nada. Tampoco la justicia divina, que según el expresivo lenguaje del AT. se revela en la ira y el celo de Dios (Ex 32, 11; 34, 14, etc.), puede considerarse -teológicamente hablando- como un camino secundario de las disposiciones divinas, como un camino independiente de la corriente universal del amor divino, aun cuando la plena armonización ideal de ambos conceptos sea imposible para la inteligencia humana. Pero ésta puede reconocer que Dios debe medir y juzgar según la medida de su amor el amor finito del hombre y sus manifestaciones deficientes. Todo amor humano pide que se guarden la medida y el orden; ahora bien, la medida del amor que se exige al hombre es el amor de Dios, y en esa medida se descubren también las deficiencias y las formas falsas. El hombre experimenta el no cumplimiento de esta medida que se le exige como justicia y juicio punitivo de D. Pero aquí­ hemos de tener en cuenta que para el hombre en el estado de vida, como lo muestra ejemplarmente la historia de la salvación, todo juicio divino lleva siempre consigo una oferta de -> salvación. Por eso, el concepto bí­blico de justicia de D. puede también significar aquella constancia, inherente a la esencia divina, con que él impone en el mundo su deseo de salvación y de amor, y con ello se hace justicia a sí­ mismo, es decir, logra el triunfo de su gracia. Pero con esto se afirma a la vez que, en el reverso de esta justicia divina que impone la salud, va también la función diacrí­tica, que actúa como juicio y condenación allí­ donde el hombre se opone a la gracia divina y se obstina en esta determinación. Por eso la justicia de Dios puede mirarse también como un factor de su amor vertido hacia el mundo y, con ello, impuesto como medida al hombre. Así­ considerado el amor, permanece siempre el principio universal y rector de la acción divina en el mundo; por lo que el hombre que busca seriamente su salvación eterna puede convencerse de que la justicia de D. jamás se opondrá a su amor y el más grande amor tiene siempre junto a sí­ la claridad suma del juicio.

Como inclinación viva a un ser querido, el amor sólo alcanza su plena realización cuando es aceptado y correspondido por el amado. Así­, también el amor de Dios, que carece totalmente de concupiscencia y necesidad, tiende objetivamente a la respuesta amorosa de la criatura, que despierta y provoca el amor mismo de Dios. Esto acaece en el hombre primeramente en el acto de amor a Dios, que va inseparablemente unido al acto de -> amor al prójimo (cf. Mt 25, 40; 1 Jn 4, 20). La razón de esta unidad no radica sólo en la dinámica inherente al verdadero amor a D., que debe abrazar también todo lo que D. ha creado. Se funda más profundamente en el carácter cohumano de cada hombre, en virtud del cual no es posible la realización del propio yo sin incluir al tú. Por eso, el amor perfecto a Dios como acto sumo de la propia realización del hombre sólo puede llevarse a cabo juntamente con el amor al prójimo, o falla juntamente con él. Pero de ahí­ resulta también la conclusión, contra una interpretación del amor de D. puramente existencial y antropocéntrica, de que el acto del amor humano de D. no es idéntico con el acto del amor al prójimo, y de que el amor de D. no se realiza únicamente en el acontecer interhumano del amor. La inversión propuesta por L. Feuerbach de la frase contenida en 1 Jn 4, 16, convirtiéndola en esta otra: “El amor es Dios”, que hace de la intangible subjetividad de Dios un predicado humano, conduce a una religiosidad puramente horizontal, que, llevada a sus últimas consecuencias, no puede ya mantener a Dios como realidad, y pronto podrí­a prescindir también del nombre de D. En el fondo destruye también la particular cualidad del amor cristiano al prójimo, que procede de que Dios, anteriormente a todo amor humano, se da al hombre en gracia incomprensible, y sólo así­ lo capacita para amar al prójimo de un modo que va mucho más allá de toda consideración utilitaria o de toda razón humaní­stica. Sólo el que ha experimentado antes el amor de D. en Cristo, puede amar desinteresadamente y sin reservas al prójimo como imagen de D.

Una interpretación puramente horizontal del amor de D., que implique una total reducción de la transcendencia divina a la inmanencia humana, le está vedada al pensamiento cristiano por otra razón más, que apunta al misterio de la ->Trinidad. A saber, el amor de D. al mundo no puede entenderse como un movimiento natural y forzoso hacia la criatura, si no se quiere que Dios aparezca como ser necesitado y dependiente. Ahora bien, esta impresión sólo puede evitarse si el ser divino es también independiente de la referencia al mundo y es creí­do en sí­ mismo como movimiento de amor, que sólo puede darse entre personas. Así­, el reconocimiento de D. como el amor que, en su esencia, no depende del mundo, conduce a la admisión de relaciones personales dentro del ser divino (ad intra), las cuales constituyen el misterio de la Trinidad. Naturalmente, esta conclusión sólo es posible a base de una revelación divina positiva sobre las tres personas de D., la cual se halla en la historia de la salvación. Sobre todo el NT nos da a conocer cómo el ser de D.,’ que mira al mundo y crea la salvación eterna, alcanza en jesucristo, el Hijo del Padre, su perfecta revelación y cómo, por el Espí­ritu Santo, esa revelación se torna en el mundo realidad constante que abraza y penetra al hombre. Así­ el hecho mismo de la revelación muestra una fijación personal del obrar de D. en el principio sin principio del amor, que es el Padre, en el fruto perfecto de este amor, que es el Hijo, y en la interioridad pneumática donde se actualiza constantemente la obra salví­fica, que es el Espí­ritu Santo, el cual, como verdad (Jn 14, 17 ), caridad (Rom 5, 5) y santidad (1 Pe 1, 15), transmite permanentemente la revelación como principio de vida. En este sentido, la fe trinitaria es auténtico kerygma bí­blico, aunque ella no puede demostrarse por enunciados trinitarios filológicamente inatacables. Una fundamental conciencia trinitaria, que se expresa en muchas formulaciones trinas, está evidentemente contenida en el NT (cf. 2 Cor 13, 13; 1 Cor 12, 4ss; Ef 1, 3; 1 Pe 1, 2). En ella se despliega la plenitud de la revelación dada con Cristo, tanto hacia atrás, hacia el origen de la revelación, oculto para nosotros, como hacia adelante, hacia el poder revelador del Espí­ritu Santo que habita en nosotros. Así­ considerado, el misterio de la Trinidad no es un mysterium logicum, que sólo forzarí­a a una sumisión de la razón, sino que es el misterio de la redención completa, en que el misterioso “Dios sobre nosotros” (el Padre) se hace “Dios con nosotros” (el Hijo encarnado, -> Jesucristo) y “Dios en nosotros” (Espí­ritu Santo: –>gracia).

Desde luego, semejante explicación de la Trinidad, que se guí­a por el aspecto salví­fico de los testimonios de la revelación, pudiera producir la impresión de que aquí­ no se conserva y asegura la verdadera personalidad de los principios que actúan en la economí­a salví­fica. De hecho, una doctrina clara sobre esos principios sólo es posible desarrollando el tratado de la “Trinidad inmanente” y empleando conceptos ontológicos (substancia, relación, propiedad). Esta doctrina, que se elaboró en las luchas cristológicas y trinitarias de la era patrí­stica, no es una mera adición externa al kerygma del NT, centrado esencialmente en la historia de la salvación (cf. p. ej., Dz 39s); y, en realidad, ya las primeras controversias trinitarias perseguí­an un interés soteriológico o salví­fico. Es efectivamente evidente que, una economí­a trina que no se fundara en las relaciones inmanentes de las tres personas divinas y en su unidad de esencia, pronto aparecerí­a como una triplicidad y una economí­a aparente. La estructura trina de la historia y de la realidad salví­fica (que no ha de entenderse sólo como sucesión temporal del obrar de las tres personas), de no afirmar una trinidad inmanente de tres personas iguales en esencia, habrí­a de interpretarse únicamente como la manifestación del D. uno bajo figuras distintas (-> modalismo). Esa economí­a aparente nunca podrí­a sustentar el contenido de realidad y de salvación que encierra el acontecer salví­fico de la creación, redención y escatologí­a, operado por el Padre, el Iüjo y el Espí­ritu Santo. En virtud de este pensamiento pudo concluir Orí­genes: “(El creyente) no alcanzará la salvación eterna, si la Trinidad no es completa.”
La salvación y su fundamentación teórica quedan completas con el hecho de la inhabitaci6n de la Trinidad en el justo (-> justificación, -> gracia). Se tiende cada vez más a explicar este hecho afirmando una vinculación de las tres personas divinas según su peculiaridad personal con el hombre en gracia. Sólo así­ halla el ser divino ad intra, por medio de la acción salví­fica de D. en el mundo, su perfecta correspondencia en el hombre, en quien se produce una imitación de la vida trinitaria. De este modo, el misterio del D. infinito se prosigue en el misterio del hombre finito; la “teologí­a” se torna “antropologí­a”, sin que la una se disuelva en la otra, ni se pueda esgrimir la una contra la otra.

Leo Schejfczyk

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

oí†lam (µl;/[ lae , 410, 5769), “Dios de la eternidad; Dios eterno; Dios sempiterno”. Hay formas relacionadas con el término >oí†lam en varias lenguas del Oriente Medio antiguo; todas se refieren a la extensión del tiempo o al tiempo muy distante. La idea parece ser cuantitativa en vez de metafí­sica. Por eso, en la literatura ugarí­tica, >bd >lm significa “esclavo permanente”; el término >lm (al igual que el hebreo >oí†lam) expresa un perí­odo inmensurable o de larga duración. Únicamente en contados pasajes poéticos, como Psa 90:2, se juzga que estas categorí­as temporales no alcanzan a describir la naturaleza de la existencia de “Dios” como oí†lam. En estos casos, se considera que el Creador ha sido “desde la eternidad hasta la eternidad”; pero aun este uso de >oí†lam expresa la idea de una existencia continua y mensurable en vez de una condición idependiente de consideraciones temporales. El nombre de oí†lam se asoció predominantemente con Beerseba (Gen 21:21-34). El asentamiento de Beerseba se fundó quizás en la Edad de Bronce temprana, y la narración de Génesis explica que el término significa “pozo del juramento” (Gen 21:31). Sin embargo, también podrí­a significar “pozo de los siete”, debido a los siete corderos que se apartaron como testigos del juramento. Abraham plantó un árbol conmemorativo en Beerseba e invocó el nombre del Señor como oí†lam. El hecho que Abraham permaneciera muchos dí­as en la tierra de los “filisteos” parece sugerir que asociaba continuidad y estabilidad con oí†lam, quien no lo limitaba las vicisitudes del tiempo. Aunque Beerseba tal vez fuera en su origen un lugar en que los cananeos adoraban, el local se asoció más tarde con la veneración al Dios de Abraham. Más tarde Jacob viajó a Beerseba para ofrecer sacrificios al Dios de su padre Isaac. Sin embargo, no ofreció sacrificios a oí†lam por nombre; y aunque tuvo una visión de Dios, no recibió una revelación que este fuese el Dios que Abraham veneró en Beerseba. Es más, Dios omitió mencionar el nombre de Abraham declarando que era el Dios del padre de Jacob. Génesis 21.33 es el único lugar en el Antiguo Testamento en el que aparece el tí­tulo de oí†lam. Isaí­as 40.28 es el único caso donde >oí†lam se usa junto con un nombre que significa “Dios”. Véase también SEí‘OR.

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

theos (qevo”, 2316). (A) En el politeí­smo de los griegos, denotaba a un dios o deidad (p.ej., Act 14:11; 19.26; 28.6; 1Co 8:5; Gl 4.8). (B) (1) De ahí­, la palabra fue tomada por los judí­os y retenida por los cristianos para denotar al Dios único y verdadero. En la LXX theos traduce, con pocas excepciones, a las palabras hebreas Elohim y Jehová, indicando la primera su poder y preeminencia, y la segunda su existencia inoriginada, inmutable, eterna y autosustentante. En el NT se afirman estos y todos los otros atributos divinos. A El se ascriben, p.ej., su unidad o monismo (p.ej., Mc 12.29; 1Ti 2:5); existencia propia no originada (Joh 5:26); inmutabilidad (Jam 1:17); eternidad (Rom 1:20); universalidad (Mat 10:29; Act 17:26-28); poder infinito (Mat 19:26); conocimiento infinito (Act 2:23; 15.18; Rom 11:33); poder creador (Rom 11:36; 1Co 8:6; Eph 3:9; Rev 4:11; 10.6); santidad absoluta (1Pe 1:15; 1 Joh 1:5); justicia (Joh 17:25); fidelidad (1Co 1:9; 10.13; 1Th 5:24; 2Th 3:3; 1 Joh 1:9); amor (1 Joh 4:8,16); misericordia (Rom 9:15,18); veracidad (Tit 1:2; Heb 6:18). Véase BUENO, C, Nº 2 (b). (2) También se afirman o indican los atributos divinos de Cristo de una manera patente (p.ej., Mat 20:18-19; Joh 1:1-3; 1.18; 5.22-29; 8.58; 14.6; 17.22-24; 20.28; Rom 1:4; 9.5; Phi 3:21; Col 1:15; 2.3; Tit 2:13; Heb 1:3; 13.8; 1 Joh 5:20; Rev 22:12,13). (3) También del Espí­ritu Santo (p.ej., Mat 28:19; Luk 1:35; Joh 14:16; 15.26; 16.7; Rom 8:9,26; 1Co 12:11; 2Co 13:14). (4) Theos se usa: (a) con el artí­culo definido; (b) sin él. “La lengua castellana puede tener necesidad o no del artí­culo en la traducción. Pero esto no es así­ en la lengua griega. Así­, en Act 27:23 (“el Dios de quien yo soy”, lit.), el artí­culo señala al Dios especial al que Pablo pertenece, y tiene que ser preservado en castellano. En el versí­culo que sigue de inmediato a este (jo theos) no precisamos de este artí­culo en castellano” (adaptado de A. T. Robertson, Grammar of Greek, N.T., p. 758). En cuanto a esto último, es usual emplear el artí­culo con un nombre propio, cuando se menciona por segunda vez. Hay, naturalmente, excepciones a ello, como cuando la ausencia del artí­culo sirve para acentuar o para precisar, el carácter o la naturaleza de lo que se expresa en el nombre. Un caso notable de ello se halla en Joh 1:1, “y el Verbo era Dios”; habiendo aquí­ un doble énfasis sobre theos, por la ausencia del artí­culo y por la posición enfática en la estructura de la oración. Traducirlo literalmente como “un dios era el Verbo” es totalmente engañoso. Además, el hecho de que “el Verbo” es el sujeto de la oración ejemplifica la norma de que el sujeto debe ser determinado por su posesión de artí­culo cuando el predicado carece de él. En Rom 7:22, en la frase “la ley de Dios”, ambos nombres tienen el artí­culo; en el v. 25, ninguno de ellos lo tiene. Esto está de acuerdo con una norma general de que si hay dos nombres unidos por el caso genitivo (el caso posesivo, “de”), o bien ambos nombres poseen el artí­culo, o ambos carecen de él. Aquí­, en el primer caso, ambos nombres, “Dios” y “la ley”, son definidos, en tanto que en el v. 25 la palabra “Dios” no es simplemente titular, destacando la ausencia del artí­culo su carácter de dador de la Ley. Allí­ donde se aplican dos o más calificativos a la misma persona o cosa, por lo general un artí­culo sirve para los dos (siendo la excepción cuando un segundo artí­culo destaca diferentes aspectos de la misma persona o sujeto; p.ej., Rev 1:17). En Tit 2:13 se traduce correctamente “gran Dios y Salvador Jesucristo”. Moulton (Prol., p. 84) muestra, a base de escritos en papiros de la temprana era cristiana, que entre los cristianos de habla helénica esta era una “fórmula corriente” aplicada a Cristo. Igualmente sucede en 2Pe 1:1 (cf. 1.11; 3.18). En los siguientes tí­tulos Dios es descrito por ciertos de sus atributos; el Dios de gloria (Act 7:2); de paz (Rom 15:33; 16.20; Phi 4:9; 1Th 5:23; Heb 13:20); de amor y paz (2Co 13:11); de paciencia y consolación (Rom 15:5); de toda consolación (2Co 1:3); de esperanza (Rom 15:13); de toda gracia (1Pe 5:10). Estos le describen, no en distinción de otras personas, sino como la fuente de todas estas bendiciones; de ahí­ el empleo del artí­culo determinado. En frases como “el Dios de una persona” (p.ej., Mat 22:32), la expresión marca la relación que aquella persona tiene con Dios, y Dios con él. (5) En los siguientes pasajes se usa el caso nominativo en lugar del vocativo, y siempre con el artí­culo: Mc 15.34; Luk 18:11,13; Joh 20:28; Act 4:24 en algunos mss.; Heb 1:8; 10.7. (5) La frase “las cosas de Dios”, traducida literalmente, o de otras maneras, se usa: (a) de sus intereses (Mat 16:23; Mc 8.33); (b) de sus consejos (1Co 2:11); (c) de cosas que le son debidas (Mat 22:21; Mc 12.17; Luk 20:25). La frase “lo que a Dios se refiere” (Rom 15:17; Heb 2:17; 5.1), describe, en los pasajes en Heb el servicio sacrificial del sacerdote; en el pasaje en Ro, el ministerio del evangelio como ofrenda a Dios. (C) Esta palabra se usa de los jueces divinamente designados en Israel, como representantes de la autoridad de Dios (Joh 10:34, citado del Psa 82:6), lo cual indica que el mismo Dios juzga a aquellos a los que El ha designado. La aplicación de este término al diablo (2Co 4:4), y al vientre (Phi 3:19), sitúa a estos pasajes bajo (A). Notas: (1) Daimonion, demonio (véase DEMONIO, A, Nº 2) se traduce “dioses”, en el plural, en Act 17:18; (2) filotheos, amador de Dios (2Ti 3:4);¶ véase AMADOR; (3) theodidaktos, enseñado de Dios (theos, Dios, y didaktos, enseñado), aparece en 1Th 4:9, lit.: “de Dios enseñados”, y se traduce “aprendido de Dios”; en tanto que los misioneros habí­an enseñado a los convertidos a que se amaran unos a otros, era el mismo Dios quien habí­a sido el maestro de ellos. Cf. Joh 6:45; véase APRENDER;¶ (4) el verbo theomaqueo aparece en algunos mss. en Act 23:9, de resistir a Dios: “no resistamos a Dios”; véase la Nota que sigue; (5) theomacos, adjetivo que lit. significa “luchadores contra Dios” (theos, Dios, y maque, lucha), aparece en Act 5:39; véase LUCHAR¶; (6) theopneustos, inspirado por Dios (theos, Dios, pneo, respirar); se usa en 2Ti 3:16, de las Escrituras, distinguiéndolas de los escritos no inspirados. La Biblia de Reina (1569) dice “Toda Escritura inspirada”, y da la nota al margen: “Dada por Espí­ritu de Dios”; en la RVR77 se da la nota aclaratoria: “Lit., dada por el aliento de Dios”;¶ (7) theosebes denota “reverenciador de Dios” (theos, Dios; sebomai, véase ADORAR, A, Nº 3), y se traduce “temeroso de Dios” en Joh 9:31 (VM: “teme a Dios”);¶ (cf. teosebeia, piedad (1Ti 2:10);¶ (8) theostuges, (de theos, Dios, y stugeo, aborrecer, que no se halla en el NT, aunque sí­ su adjetivo derivado, stugetos; véase ABORRECER, C), se usa en Rom 1:30 “aborrecedores de Dios” (RV, RVR, RVR77); véase ABORRECER, B, etc.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

(Theos)

Se menciona 548 veces a Dios en el corpus paulino. Excepto cuando se atribuye este tí­tulo a Jesús (Rom 9,5), Theos designa al Dios que se reveló a Israel, pero la experiencia cristiana lleva al apóstol a insistir en el tí­tulo de Padre. Señor (Kyrios) no se utiliza para Dios (Padre) más que en las citas del Antiguo Testamento; en todos los demás casos, designa a Cristo. Lo que caracteriza a Dios es que no solamente es el Dios de los padres, como en el Antiguo Testamento, sino el Dios y Padre de Jesucristo (2 Cor 1,3; 11,31…). La fe de Israel veí­a ante todo en Dios a aquel que lo habí­a hecho salir de Egipto (Ex 20,2). Para Pablo, Dios es el que resucitó a Jesús de entre los muertos (1 Cor 6,14; Gal 1,1…) por la acción de su espí­ritu (Rom 8,11). En las cartas pastorales, Dios recibirá también la denominación de Salvador (1 Tim 1,1; 2,3; 4,10; Tit 1,3).

No hay más que un solo Dios: Pablo recoge esta fórmula del Credo judí­o (1 Cor 8,6; Gal 3,20; cf. igualmente Ef 4,6; 1 Tim 2,5). Pero conviene observar un deslizamiento significativo: como Dios es único, no sólo es el Dios de Israel, sino también el de las naciones (Rom 3,30). Ante un auditorio pagano, Pablo denunciaba con vigor el culto a los falsos dioses (1 Cor 8,4) y sus í­dolos (1 Tes 1,9). Como buen judí­o, siente horror ante todas las manifestaciones de idolatrí­a (Rom 1,22s; 1 Cor 6,9; 10,7); el culto que se da a los dioses del paganismo se dirige en realidad a los demonios (1 Cor 10,19s).

Dios es el creador del universo (Rom 1,25). Lo afirma una vez más Ef 3,9, pero es la Carta a los Colosenses la que precisa el papel de Cristo en la creación: Todo ha sido creado por él y para él (Col 1,15-16). En una argumentación de tipo filosófico, Pablo reconoce que, por su razón, los hombres deberí­an haber reconocido la existencia de Dios (1 Cor 1,21; Rom 1,20 con el empleo del término theiotés, deidad), pero en su pecado se alejaron del verdadero Dios para adorar a los í­dolos (Rom 1,1.21-23). Las cartas pastorales insistirán en el misterio de Dios, inmortal e invisible (1 Tim 1,17), el único que posee la inmortalidad y que habita en una luz inaccesible (1 Tim 6,16).

Más que la creación como tal, Pablo destaca el designio eterno de Dios: A los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8,29; cf. el desarrollo de este tema en Ef 1,3s). Así­ explota la libertad de Dios, tanto en el acto de la creación (Rom 9,19-21) como en el de la salvación. No es legí­tima ninguna contestación de la criatura respecto a su Creador (Rom 9,19-24).

Ante todo Dios es conocido por su palabra, absolutamente cierta. Pablo recoge constantemente los textos bí­blicos que refieren las promesas de Dios a su pueblo, los oráculos y las exhortaciones de los profetas. Todas las promesas de Dios han encontrado su “sí­” definitivo en Jesucristo (2 Cor 1,20). Porque Dios no miente (Tit 1,2s). Todos tendrán que dar cuenta de sus actos cuando venga el juicio de Dios (Rom 2,2s; 3,6; 1 Cor 5,13). Se alcanzará la meta final de la historia cuando Cristo haya acabado de triunfar sobre las fuerzas del mal, para poner el reino en manos de su Padre. Entonces Dios será todo en todos (1 Cor 15,28).

Pablo no intentó nunca hacer una lista de los atributos de Dios, ni de sus acciones. Recoge las expresiones tradicionales del Antiguo Testamento: poder, cólera, justicia, severidad…, pero acentúa todo lo que manifiesta el amor (agapé), la misericordia (eleos), la gracia (charis). Aunque Pablo siente un temor religioso ante el carácter impenetrable de los caminos de Dios (Rom 11,34), habla ante todo de Dios Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo (2 Cor 1,3), paciente (Rom 2,4), fiel para con todos y contra todo (1 Cor 1,9; 10,13; 1 Tes 5,24; 2 Tes 3,3), amigo de los hombres (propio de Tit 3,4).

E. Co.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La Biblia no contiene tratado alguno sobre Dios. No se retira ni se distancia como para describir un objeto, no nos invita a hablar de Dios, sino a escucharle cuando habla y a responderle confesando su gloria y sir-viéndole. A condición de permanecer en la obediencia y en la acción de gracias, es posible formular lo que de sí­ mismo dice Dios en la Biblia. Dios no habla de sí­ de la misma manera en el AT y en el NT, cuando se dirige a nosotros por sus profetas y cuando nos habla nor su Hijo (Heb 1,1s). En éste más que en ningún otro asunto se impone en forma rigurosa la distinción entre el AT y el NT, ya que “nadie vio jamás a Dios; sólo lo ha dadb a conocer el Hijo único que está en el seno del Padre” (Jn 1,18). Así­ como hay que desechar la oposición herética entre el Dios vindicativo del AT y el Dios de bondad del NT, así­ también hay que mantener que sólo *Jesús nos descubre el secreto del único Dios de los dos Testamentos.

AT. I. DIOS ES PRIMERO. Desde “el principio” (Gén 1,1; Jn 1,1) existe Dios, y su existencia se impone como un hecho inicial, que no tiene necesidad de ninguna explicación. Dios no tiene origen ni devenir; el AT ignora las teogoní­as que, en las religiones del antiguo Oriente, explican la construcción del mundo por la génesis de los dioses. Dado que sólo él es “el primero y el último” (Is 41,4; 44,6; 48,12), el mundo entero es obra suya, es “creación” suya.

Siendo Dios el primero, no tiene que presentarse, se impone al espí­ritu del hombre por el mero hecho de ser Dios. En ninguna parte se supone un descubrimiento de Dios, un proceder progresivo del hombre que le conduzca a establecer “su existencia. Conocerle es ser conocido (cf. Am 3,2) y descubrirle en la raí­z de la propia existencia ; huir de él es todaví­a sentirse perseguido por su mirada (Gén 3,10; Sal 139,7).

Como Dios es primero, tan luego se da a conocer se acusan francamente su personalidad, sus reacciones, sus designios. Por poco que todaví­a se sepa de él, desde el instante en que se le descubre se sabe que Dios quiere algo preciso y que sabe exactamente adónde va y lo que hace.

Esta anterioridad absoluta de Dios está expresada en las tradiciones del Pentateuco en dos formas complementarias. La tradición llamada yahvista pone en escena a Yahveh desde el comienzo del mundo, y ya mucho antes del episodio de la zarza ardiente lo muestra persiguiendo su único *designio. Las tradiciones elohí­stas subrayan, por el contrario, la novedad que aporta la revelación del *nombre divino a Moisés, pero marcan al mismo tiempo que con vocablos diversos, que son casi siempre epí­tetos del nombre divino El, se habí­a dado ya Dios a conocer. En efecto, Moisés no puede reconocer a Yahveh como el verdadero Dios si no tení­a ya, en forma oscura, pero neta, conocimiento de Dios. Esta identidad del Dios de la razón y del Dios de la *revelación, esta prioridad de Dios, presente al espí­ritu del hombre desde su primer despertar, está. indicada a todo lo largo de la Biblia por la identificación inmediata y constante entre Yahveh y Elohí­m, entre el Dios que se revela a Israel y el Dios que pueden nombrar las *naciones.

Por eso, todas las veces que Yahveh se revela presentándose, se nombra y se define pronunciando el nombre de El/Elohí­m, con todo lo que evoca : “el Dios de tu padre” (Ex 3,6), “el Dios de vuestros padres” (Ex 3,15), “vuestro Dios” (Ex 6,7), “Dios de ternura y de piedad” (Ex 34,6), “tu Dios” (Is 41,10; 43,3), o sencillamente “Dios” (lRe 18,21. 36s). Entre el nombre de Dios y el de Yahveh se establece una relación viva, una dialéctica : el Dios de Israel, para poder revelarse como Yahveh, se afirma como Dios, pero revelándose como Yahveh dice en forma absolutamente nueva quién es Dios y qué es.

II. EL, ELOHíM, YAHVEH. En la práctica, El es el equivalente arcaico y poético de Elohí­m; como Elohí­m, como nuestra palabra Dios, El es a la vez nombre común, que designa la divinidad en general, y nombre propio, que designa la persona única y definitiva, que es Dios. Elohí­m es plural; no un plural mayestático, ignorado por el hebreo, como tampoco una supervivencia politeí­sta, inverosí­mil para la mentalidad israelita en un punto tan sensible, sino probablemente resto de una concepción semí­tica común, que percibe lo di-vino como una pluralidad de fuerzas. 1. El. El es conocido y adorado fuera de Israel. Como nombre común designa la divinidad en casi todo el mundo semí­tico; como nombre propio es el de un gran dios, que parece haber sido dios supremo en el sector oeste de este mundo, en particular en Fenicia y en Canaán. ¿Fue El desde los orí­genes semí­ticos un dios común, supremo y único, cuya religión, pura, pero frágil, habrí­a sido más tarde eclipsada por un politeí­smo más seductor y corrompido? ¿Fue más bien el dios jefe y guí­a de los diferentes clanes semitas, dios único para cada clan, pero in-capaz de hacer prevalecer su unicidad cuando tropezaba con otros grupos, y luego degradado como una de las figuras del panteón pagano? Esta historia es oscura, pero lo cierto es que los patriarcas nombran a su Dios El con diferentes epí­tetos, El “Elyón (Gén 14,22), El Rói (16,13), El í‘addai (17,1; 35,11; 48,3), El Betel (35,7), El Olam (21,33), y que, en particular en el caso de El `Elyón, el dios de Melquisedec, rey de Salem, este El es presentado como idéntico con el Dios de Abraham (14,20ss). Estos hechos muestran no sólo que el Dios de Israel es el “*juez de toda la tierra” (18,25), sino también que es susceptible de ser re-conocido y adorado efectivamente como el verdadero Dios aun fuera del pueblo elegido.

Sin embargo, este reconocimiento es excepcional; en la mayorí­a de los casos los dioses de las naciones no son dioses (Jer 2,11; 2Re 19,18). El/Elohí­m no es prácticamente re-conocido como el verdadero Dios sino revelándose a su pueblo con el nombre de Yahveh. La personalidad única de Yahveh da al rostro divino, siempre más o menos pálido y constantemente desfigurado por los diversos paganismos, una consistencia y una vida que se imponen.

2. Yahveh. En Yahveh revela Dios lo que hace y lo que es, su nombre y su acción. Su acción es maravillosa, inaudita, y su nombre, misterioso. Al paso que las manifestaciones de El a los patriarcas sobrevienen en un paí­s familiar, en formas sencillas y próximas, Yahveh se revela a Moisés en el marco salvaje del *desierto y en el desamparo del exilio, en la figura temerosa del *fuego (Ex 3,1-15). La revelación complementaria de Ex 33,18-23; 34,1-7 no es menos terrorí­fica. Sin embargo, este Dios de santidad devoradora es un Dios de fidelidad y de salvación. Se acuerda de Abraham y de sus descendientes (3,6), está atento a la miseria de los hebreos en Egipto (3,7), resuelto a liberarlos (3,8) y a hacer su felicidad. El nombre de Yahveh, con el que se manifiesta, responde a la obra que tiene entre manos. Sin duda alguna este nombre comporta un *misterio; por sí­ mismo dice algo inaccesible: “Yo soy quien soy” (3,14); nadie puede forzarlo y ni siquiera penetrarlo. Pero dice también algo positivo, una *presencia extraordinariamente activa y atenta, un *poder invulnerable y liberador, una promesa inviolable : “Yo soy.” El verbo ser, al que ciertamente hace alusión el nombre de Yahveh, si ya no expresa inmediatamente el concepto metafí­sico de la existencia absoluta, designa en todo caso una existencia siempre presente y eficaz, un adesse más bien que un esse. Pero esta presencia abarca al universo desde su primero hasta su último dí­a, y unifica el pasado, el presente y el futuro: “El que desde el principio llamó a las gene-raciones, yo, Yahveh, que era al principio, y soy el mismo siempre y seré en los últimos tiempos” (Is 41, 4). Así­, a condición de no olvidar el acento de presencia salví­fica y personal, la traducción de los LXX, “el que es”, y la traducción francesa adoptada por las versiones judí­as l’Eternel (el Eterno), son equivalen-tes sugestivos.

Los nombres de El/Elohí­m muestran el nexo que puede relacionar con el verdadero Dios las religiones naturales; el nombre de Yahveh, por el contrario, no se reveló sino a Israel y sólo tiene sentido para el pueblo que hizo la experiencia de su conducta. Por eso, si es legí­timo tratar de precisar lo que fue la religión de los patriarcas y la fisonomí­a del Dios al que adoraban, es vano preguntarse si el Dios Yahveh era conocido antes de Moisés. Si su mismo nombre se hallara en otras religiones, sólo podrí­a tratarse de una continuidad material: Yahveh no se revela sino en su iniciativa única y sobrenatural, el gesto por el que rescata a Israel y crea su pueblo.

III. DIOS HABLA DE Sí MISMO. Yahveh es el eco, repetido por los hombres en tercera persona, de la *revelación hecha por Dios en primera persona: ehyeh, “yo soy”. Este nombre que lo dice todo, Dios mismo lo comenta constantemente con las diversas fórmulas que da de sí­ mismo.

1. Dios viviente. La fórmula “Vivo yo” en la boca de Dios es quizás una creación tardí­a de Ezequiel; en todo caso es el eco de una fórmula muy antigua y muy popular de la fe de Israel: “Vive Yahveh” (Jue 8,19; IRe 17,1…). Expresa seguramente la impresión que tiene el hombre frente a Yahveh, impresión de una presencia extraordinariamente activa, de una espontaneidad inmediata y total “que no se fatiga ni se cansa” (Is 40,28), “que no duerme ni dormita” (Sal 121,4). Su lenguaje en el Horeb, en el momento en que revela su nombre, traduce sin duda esta intensidad de *vida, esta atención a su obra: “He visto… he prestado oí­dos… conozco… estoy resuelto… te enví­o” (Ex 3,7-10); el “Yo soy”, preparado por estas expresiones no puede ser menos dinámico que ellas.

2. Dios santo. “Lo juro por mi santidad” (Am 4,2), “Yo soy el Santo” (Os 11,9). Esta vitalidad irresistible, y sin embargo totalmente interior, este ardor que devora y hace vivir a la vez, es la *santidad. Dios es santo (Is 6,3), su nombre es santo (Am 2,7; Lev 20,3; Is 17,15…) y la irradiación de su santidad santifica a su pueblo (Ex 19,6). Su santidad abre ante Dios un abismo infranqueable a toda criatura ; ninguna puede afrontar su proximidad, el firmamento vacila, las *montañas se derriten (Jue 5,4s; Ex 19,16…) y toda *carne tiembla, no sólo el hombre pecador que se ve perdido, sino hasta los serafines inflamados, indignos de parecer ante Dios (Is 6,2).

3. “Yo soy un Dios celoso” (Ex 20,5). El *celo intransigente de Dios es otro aspecto de su intensidad interior. Es la pasión que pone en todo lo que hace y en todo lo que toca. No puede soportar que una mano extraña venga a profanar las cosas que le importan, las cosas que su atención “santifica” y hace sagradas. No puede soportar que de-caiga ninguna de sus empresas (cf. Ex 32,12; Ez 36,22…), no puede “ceder a nadie su gloria” (Is 48,11).

4. “No tendrás otros dioses fuera de mí­” (Ex 20,3). La intransigencia de Dios tiene por objeto esencial a “los otros dioses”. El monoteí­smo israelita no es fruto de una reflexión metafí­sica, de una integración polí­tica, ni de una evolución religiosa. Es una afirmación de la fe y es tan antiguo en Israel como la fe, es decir, como la certeza de su elección, de haber sido escogido entre todos los pueblos por Dios, de quien son todos los pueblos. Este monoteí­smo de la fe pudo durante largo tiempo conciliarse con representaciones que implicaban la existencia de “otros dioses”, por ejemplo, de Kamó3 en Moab (Jue 11,23s), o la imposibilidad de adorar a Yahveh fuera de las fronteras de “su heredad” (ISa 26,19). Pero desde los orí­genes no puede Yahveh soportar una presencia concurrente, y toda la historia de Israel es un despliegue de sus *victorias sobre sus rivales, los dioses de Egipto, los Baales de Canaán, las divinidades imperiales de Asur y de Babilonia, hasta el triunfo definitivo que pone en evidencia la nada de los falsos dioses. Triunfo que se alcanza a veces con milagros, pero que es constantemente el triunfo de la fe. Jeremí­as, que anuncia la ruina total de Judá y de Jerusalén, nota con el tono de una mera observación que los dioses de las naciones “no son siquiera dioses” (Jer 2,11), sino “seres inexistentes” (5,7). En pleno exilio, frente a los prestigios de la *idolatrí­a, del seno de un pueblo vencido y deshonrado irrumpen las afirmaciones definitivas: “Antes de mí­ no hubo dios alguno, y ninguno habrá después de mí­; yo, yo soy Yahveh, y fuera de mí­ no hay salvador” (Is 43,10s…). El recuerdo del Horeb parece evidente, y es significativa la continuidad espiritual entre textos tan profundamente diferentes: Yahveh es el único Dios porque es el único capaz de salvar, “el primero y el último”, siempre presente, siempre atento. Si la idolatrí­a le hiere “mortalmente”, es que pone en tela de juicio su capacidad y su voluntad de *salud, es que niega que esté siempre presente y activo, que sea realmente Yahveh.

5. “Yo soy Dios y no hombre” (Os 11,9). Dios es absolutamente diferente del hombre ; es *espí­ritu, y el hombre es *carne (cf. Is 31,3), frágil y perecedero como la hierba (Is 40,7s). Esta diferencia es tan radical que el hombre la interpreta siempre falsamente. En el *poder de Dios ve la *fuerza eficaz, pero no la *fidelidad del corazón (cf. Núm 23,19), en su *santidad sólo ve distancia infranqueable, sin sospechar que es a la vez proximidad y ternura: “Yo soy el santo en medio de ti y no me complazco en destruir” (Os 11,9). La trascendencia incomprensible de Dios hace que sea al mismo tiempo “el altí­simo” en su “*morada elevada y santa”, y el “que habita con el hombre contrito y humillado” (Is 57,15). Es el todopoderoso y el Dios de los pobres, hace resonar su voz en el estruendo de la tormenta (Ex 19,18ss) y en el murmullo de la brisa (lRe 19,12), es invisible y ni siquiera Moisés vio su *rostro (Ex 33,23), pero al recurrir, para revelarse, a los reflejos del corazón humano, descubre su propio corazón; prohibe toda representación de él, toda *imagen de la que el hombre pudiera hacer un *í­dolo adorando la obra de sus manos, pero se ofrece a nuestra imaginación con los rasgos más concretos; es el “completamente otro” que desborda toda comparación (Is 40,25), pero en todas par-tes está en su casa y en modo alguno es para nosotros un extraño; sus reacciones y su comportamiento se traducen por nuestros gestos más familiares : “modela” con sus manos la arcilla de que saldrá el hombre (Gén 2,7), acerroja tras Noé la puerta del arca (Gén 7,16) para estar seguro de que no se ha de perder ninguno de sus moradores ; tiene el í­mpetu triunfal del jefe de *guerra (Ex 15,3…) y la solicitud del *pastor por sus animales (Ez 34,16); tiene el universo en su mano y tiene para el minúsculo Israel el apego de un viñador a su *viña (Is 5,1-7), la ternura del padre (Os 11,1) y de. la madre (Is 49,15), la pasión del hombre que ama (Os 2,16s). Los antropomorfismos pueden ser ingenuos, pero siempre expresan en forma pro-funda un rasgo esencial del verdadero Dios : si creó al hombre a su *imagen, es capaz de revelarse a través de las reacciones del hombre. Sin genealogí­a, sin esposa, sin sexo, si es diferente de nosotros, no es que sea menos hombre que nosotros, sino que, por el contrario, es en perfección el ideal del hombre que nos-otros soñamos: “Dios no es un hombre para mentir ni un hijo de hombre para retractarse” (Núm 23,19). Dios nos supera siempre, y siempre en la dirección en que menos lo esperábamos.

IV. LOS NOMBRES DADOS A DIOS POR EL HOMBRE. El Dios del AT se revela finalmente en el comportamiento de los que le conocen y en los nombres que le dan. A primera vista se cree poder distinguir los tí­tulos oficiales, empleados en el culto comunitario, y los epí­tetos creados por la piedad personal. En realidad se descubren los mismos epí­tetos, con las mismas resonancias, en la oración colectiva y en la oración individual. Dios es tanto “la *roca de Israel” (Gén 49,24; 2Sa 23,3…) como “mi roca” (Sal 18,3s; 144,1) o sencilla-mente “roca” (Sal 18,32), “mi escudo” (Sal 18,3; 144,2) y “nuestro escudo” (Sal 84,10; 89,19), “el *pastor de su pueblo” (Miq 7,14…) y “mi pastor” (Sal 23,1). Signo de que el encuentro con Dios es personal y vivo.

Estos epí­tetos son de una sencillez sorprendente, están tomados de las realidades familiares, de la vida cotidiana. La Biblia ignora las interminables letaní­as de Egipto o de Babilonia, los tí­tulos que se multiplican en torno a las divinidades paganas. El Dios de Israel es infinita-mente grande, pero está siempre al alcance de la mano y de la voz; es el altí­simo (‘elyón), el eterno Colom), el santo, pero al mismo tiempo .”el Dios que me ve” (El Rói, Gén 16, 13). Casi todos sus nombres lo definen por su relación con los suyos: “el terror de Isaac” (Gén 31,42.53), “el fuerte de Jacob” (49,24), el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex 3,6), el Dios de Israel, nuestro Dios, mi Dios, mi Señor. Incluso el epí­teto “el santo”, que lo aparta ri-gurosamente de toda carne, se con-vierte en sus labios en “el santo de Israel” (Is 1,4…) haciendo de esta santidad algo que pertenece al pueblo de Dios. En esta posesión recí­proca aparece el misterio de la alianza y el anuncio de la relación que une con su Hijo único al Dios de nuestro Señor Jesucristo.

NT. I. ACCESO A DIOS EN JESUCRISTO. En *Jesús se reveló Dios en forma definitiva y total: habiéndonos hecho el don de su propio Hijo, no tiene ya nada que reservarse y no puede ya menos de dar (cf. Rom 8, 32). La certeza fundamental de la Iglesia, el descubrimiento que ilumina todo el NT es que con la vida, la muerte y la resurrección de Jesús ha realizado Dios su gesto supremo, y que ahora ya todo hombre puede tener acceso a él. Este gesto único y definitivo puede adoptar nombres diversos según las perspectivas. Las fórmulas más arcaicas proclaman sencillamente: “A este Jesús crucificado… Dios lo ha hecho Señor y Cristo… la promesa es para vosotros, para vuestros hijos y para los que están lejos” (Act 2,36-39). “Por él, arrepentimiento y remisión de los pecados” (Act 5,31). Estas expresiones parecen modestas, pero, aunque menos explí­citas, llevan ya tan lejos como las fórmulas más plenas de Pablo sobre el “*misterio de Dios, que es Cristo” (Col 1,27; 2,2), “en quien tenemos… acceso al Padre” (Ef 2,18; 3,12) o como las de Juan: “A Dios nadie le ha visto jamás; el *Hijo único que está en el seno del Padre lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Desde el primer dí­a sabe la fe cristiana que sobre el *Hijo del hombre se abrieron los cielos (Act 7,56; Jn 1,51; cf. Mc 1,10), morada de Dios. Bajo formas variadas y nombres diversos, “revelación de la justicia de Dios” (Rom 3,21), “*reconciliación” (Rom 5,11; Ef 2,16), “irradiación de la *gloria de Dios sobre nuestros rostros” (2Cor 3,18), “conocimiento de Dios” (Jn 17,3), el fondo de la experiencia cristiana es idéntico: Dios está a nuestro alcance ; con una demostración inaudita de poder y de amor, se ofrece en la persona de Cristo a quien quiera acogerle.

Así­ es una misma cosa adherirse a Jesucristo en la *fe y *conocer al verdadero Dios: “la vida eterna es… conocer al único Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Ante el hecho de Jesucristo, el hombre que llega a la fe, ya venga del judaí­smo o del paganismo, ya haya sido formado por la razón o por la tradición de Israel, descubre el verdadero semblante y la presencia viva de Dios.

II. REVELACIí“N DEL VERDADERO DIOS, EN JESUCRISTO. 1. El idólatra. El idólatra, enfrentado por Pablo con el Evangelio (Rom 1,16s), descubre en él, en Cristo, el verdadero semblante de Dios y el de su propio pecado. El Evangelio de Cristo desenmascara a la vez la perversión de la sabidurí­a pagana que “trueca la gloria del Dios incorruptible por la imagen de un ser perecedero” (Rom 1,23); la raí­z de esta perversión, “la preferencia dada a la criatura sobre el Creador” (1,25), “el negarse a darle gloria” (1,21); y su remate fatal, la degradación del hombre y la muerte (1,32). “Renunciando a los ido los… para esperar a Jesucristo”, des-cubre el pagano “al Dios vivo y verdadero” (1Tes 1,9);. vuelve a hallar en el *rostro de Cristo la *gloria de Dios (2Cor 4,6), de la que estaba apartado (Rom 3,23).

2. Para el pagano que *busca a Dios a tientas (Act 17,27) y por la sabidurí­a es capaz de alcanzar a Dios (lCor 1,21; Rom 1,20), el des-cubrimiento que hace en Cristo no es menos nuevo, ni es menos profundo el cambio. En el Dios de Jesucristo reconoce, sí­, la “naturaleza” divina, el ser eterno, inalterable, todopoderoso, omnisciente, infinitamente bueno y deseable; pero estos atributos no tienen ya la luz igual y lejana de la evidencia metafí­sica, sino el esplendor fulgurante y misterioso de las iniciativas, por las que Dios ha manifestado su *gracia y vuelto hacia nosotros su *rostro (cf. Núm 6,25). Su omnisciencia se convierte en la mirada personal que nos sigue en lo secreto (Mt 6,4ss) y escudriña el fondo de los corazones (Lc 16,15); su omnipotencia es su capacidad de “suscitar de estas piedras hijos de Abraham” (Mt 3,9), “de llamar la nada a la existencia” (Rom 4,17), ya se trate de hacer surgir la creación, de hacer que nazca un hijo a Abraham o de resucitar de entre los muertos al señor Jesús (Rom 4,24); su eternidad es la fidelidad de su *pa-labra y la solidez de su *promesa, es “el reino que Dios prepara a los suyossdesde la fundación del mundo” (Mt 25,34); su bondad es la maravilla inaudita de que “Dios nos haya *amado el primero” (lJn 4,10.19) cuando éramos sus enemigos (Rom 5,10). El *conocimiento natural de Dios que, por muy real que sea, no es al fin y al cabo más que un cono-cimiento más profundo de este mundo, la revelación de Jesucristo lo sustituye por la presencia inmediata, el abrazo personal del Dios vivo. Porque conocer a Dios es ser conocido por él (Gál 4,9).

3. El judí­o, que aguardaba a Dios, lo conocí­a ya. En la elección le habí­a hecho Dios oir su *vocación; en la *alianza habí­a tomado por su cuenta su existencia; por sus *profetas le habí­a realmente dirigido la palabra (Heb 1,1); delante de él era Dios un ser vivo que lo invitaba al diálogo. Pero hasta dónde debí­a llegar este diálogo, hasta qué compromiso por parte de Dios y qué res-puesta por parte del hombre, todo esto no puede decirlo el AT. Persiste cierta distancia entre el Señor y sus más fieles servidores. Dios es un “Dios de ternura y de piedad” (Ex 34,6), tiene la pasión del esposo y la ternura de un padre, pero tras estas imágenes, que son capaces de dar indefinidamente pábulo á nuestros sueños, aunque todaví­a nos di-simulan la realidad, ¿cuál es el secreto que nos reserva?

El secreto se revela en Jesucristo. Ante él se opera un *juicio, la división de los corazones. Los que se niegan a creer en Jesús, por mucho que digan de su Padre : “Es nuestro Dios”, no lo conocen y sólo profieren una mentira (Jn 8,54s; cf. 8,19). A los que creen no los detiene ya secreto alguno, o, mejor dicho, éstos han entrado en el secreto, en el misterio impenetrable de Dios, se hallan como en su casa en este misterio, oyen al Hijo de Dios hacerles la confidencia: “Todo lo que he oí­do a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Ya nada de figuras, nada de parábolas; Jesús habla del Padre con toda claridad (16,25). Ya no hay que hacerle preguntas (16,23), ya no hay inquietudes (14,1), los discí­pulos “han visto al Padre” (14,7). 4. Dios es amor. Tal es el secreto (1Jn 4,8.16), al que no se tiene acceso sino por Jesucristo, “reconociendo” en él “el amor que Dios nos tiene” (4,16). El AT habí­a podido presentir que siendo el *amor el gran mandamiento (Dt 6,5; Mt 22,37) y el valor supremo (Cant 8,6s), debí­a ser la definición más exacta de Dios (cf. Ex 34,6). Pero todaví­a se trataba de un lenguaje creado por el hombre, de imágenes que habí­a que traducir. En Jesucristo, Dios mismo nos da la prueba decisiva, exenta de todo equí­voco, de que el acontecimiento de que depende el destinodel mundo, es un gesto de su amor. Al entregar Dios a la muerte por nosotros a “su Hijo muy amado” (Mc 1,11; 12,6), nos demostró (Rom 5,8) que su actitud definitiva para con nosotros consiste en “amar al mundo” (Jn 3,16) y que con este gesto supremo e irrevocable nos ama con el amor mismo con que ama a su Hijo único y nos hace capaces de amarle con el amor que tiene a su Hijo; nos hace don del amor que une al. Padre y al Hijo y que es el Espí­ritu Santo.

III. LA GLORIA DE Dios EN EL ROSTRO DE JESUCRISTO. La certeza cristiana de ser admitidos en el secreto mismo de Dios no se basa en una deducción : el razonamiento puede explicarse así­ : “El, que entregó a su Hijo único, ¿cómo no nos dará todo?” (Rom 8,32), pero su fuerza no viene de nuestra lógica, sino de la revelación absoluta que, para nos-otros, que vivimos en la carne, constituye la presencia del Verbo, que vive en la carne. Realmente. en Cristo “apareció el amor de Dios hacia el hombre” (Tit 3,4). Aquel al que “nadie ha visto nunca” (Jn 1,18), Jesús-no sólo nos lo describió y pintó, no sólo nos dio una idea exacta de él. Siendo él el “resplandor de la gloria de Dios y figura de su sustancia” (Heb 1,3), nos lo hizo *ver y en cierto modo nos lo hizo sensible : “el que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,9). No se trata sólo de una reproducción, incluso perfecta, de un doble idéntico con el original. Jesús, siendo el Hijo único, estando en el *Padre y poseyendo en sí­ al Padre (14,40), no puede decir una palabra, no puede hacer un gesto sin tornarse al Padre, sin recibir de él su impulso y orientar conforme a él toda su acción (5,19s.30). Como no puede hacer nada sin mirar al Padre, no puede decir lo que él mismo es sin referirse al Padre (Mt 11,27). Como fuente de todo lo que hace y de todo lo que es, hay la presencia y el amor de su Padre; ahí­ está el secreto de su personalidad, de la *gloria que irradia su rostro (2Cor 4,6) y caracteriza todos sus gestos.

IV. EL DIOS DE NUESTRO SEí‘OR JESUCRISTO. El Dios de Nuestro Señor Jesucristo es su Padre; y Jesús, cuando se dirige a él, lo hace con la familiaridad y el arranque del hijo: Abba. Pero es también su Dios, porque el Padre, que posee la divinidad sin recibirla de ningún otro, la da entera a su Hijo, al que engendra desde toda la eternidad, y-al Espí­ritu Santo, en el que los dos se unen. Así­ Jesús nos revela la identidad del *Padre y de Dios,. del misterio divino y del misterio trinitario. Tres veces repite Pablo la fórmula que expresa esta revelación : “el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6; 2Cor 11,31; Ef 1,3). Cristo nos revela la Trinidad divina por el único camino que nos es, si podemos decirlo así­, accesible, al que Dios nos ha predestinado creándonos a su *imagen, el camino de la dependencia filial.

Como el Hijo delante de su Padre es el ejemplar perfecto de la criatura delante de Dios, nos revela en el Padre la figura perfecta del Dios que se da a conocer a la recta sabidurí­a y que se reveló a Israel. El Dios de Jesucristo posee con una plenitud y con una originalidad que el hombre no podrí­a imaginar, los rasgos que revelaba de sí­ mismo en el AT. Es para Jesús, como no lo es para ninguno de nosotros, “el primero y el último”, aquel de quien viene Cristo y al que retorna, el que todo lo explica y de quien todo desciende, cuya voluntad debe cumplirse a toda costa y que siempre basta. Es el santo, el único bueno, el único Señor. Es el único, al lado del cual nada cuenta; y Jesús, para mostrar lo que vale, “a fin de que sepa el mundo que él ama a su Padre” (Jn 14,31), sacrifica todos los esplendores de la creación y afronta el poder de Satán, el horror de la cruz. Dios es el Dios vivo, siempre activo, atento a todas sus criaturas, apasionado por todos sus hijos, y su ardor devora a Jesús en tanto no haya entregado el Reino a su Padre (Lc 12,50).

V. DIOS ES ESPíRITU. Este encuentro del Padre y del Hijo se hace en el *Espí­ritu Santo. En el Espí­ritu oye Jesús al Padre decirle “Tú eres mi Hijo” y recibe su gozo (Mc 1,10). En el Espí­ritu hace que vuelva a elevarse al Padre su gozo de ser su Hijo (Lc 10,21s). Como no puede unirse al Padre sino en el Espí­ritu, no puede revelar al Padre sin revelar al mismo tiempo al Espí­ritu Santo.

Jesucristo, revelando que el Espí­ritu es una persona divina, por el mismo hecho revela también que “Dios es espí­ritu” (Jn 4,24) y lo que esto significa. Si el Padre y el Hijo se unen en el Espí­ritu, no se uñen para gozar el uno del otro en la posesión, sino en el *don; es que su unión es un don y produce un don. Pero si el Espí­ritu, que es don, *sella así­ la unión del Padre y del Hijo, esto indica que en su esencia son don de sí­ mismos, que su esencia común consiste en darse, en existir en el otro y en hacer que exista el otro. Ahora bien, este poder de vida, de comunicación y de libertad, es el *espí­ritu. Dios es espí­ritu quiere decir que es a la vez omnipotencia y omni-disponibilidad, afirmación soberana de sí­ mismo y desasimiento total; quiere decir que al tomar posesión de sus criaturas las hace existir en toda su originalidad. Es algo muy distinto de no estar hecho de materia, es escapar a todas las barreras, a todos los retraimientos, es ser eternamente y en cada instan-te fuerza nueva e intacta, de vida y de comunión.

– Esposo – Espí­ritu de Dios – Jesús – Nombre – Padre – Presencia de Dios – Señor.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Puesto que el tema Dios es inmanejablemente extenso, este artículo simplificará las cosas mediante una división entre los datos bíblicos y los problemas filosóficos que ellos suscitan. Por cierto, esta división es ligeramente arbitraria. La teología bíblica debe sistematizar su material hasta algún punto y la teología sistemática, si es definidamente cristiana, constantemente apela al texto de las Escrituras. Sin embargo, hay una diferencia. La teología bíblica está más cerca del texto en su desarrollo cronológico y es más fácil de entender; la teología sistemática sigue un orden lógico, saca implicaciones, y puede llegar a ser altamente técnica.

  1. Teología bíblica.
  2. Los nombres de Dios. La primera palabra que se traduce «Dios» en el AT es ʾēlōhîm. Es también la más general y la menos específica en significado. Así correspondería a zeos en griego y a Dios o Divinidad en castellano. A diferencia de Jehová, explicada más abajo, ʾēlōhîm se puede usar para referirse a dioses paganos (Gn. 31:30; Ex. 12:12).

Dado este uso, y puesto que es un sustantivo en plural, algunos críticos han visto en ello una indicación de un politeísmo original. Esta teoría no está bien fundada porque la forma singular, ʾĕlôah, es poética y rara. En prosa hay que usar el plural sea en sentido politeísta o monoteísta, porque no hay otra palabra adecuada. Por lo tanto, su uso no puede probar un politeísmo subyacente en la religión bíblica.

Por otra parte, algunos cristianos han explicado el plural como una anticipación de la Trinidad. Pero, repito, sin un singular usado con frecuencia, nadie en tiempos del AT podría haber desarrollado ideas trinitarias a partir de la palabra solamente. El plural sugeriría politeísmo con más facilidad que el trinitarianismo si no fuera por ciertas ayudas distintas de la palabra misma cuando se usa con un verbo en singular. Esto no quiere decir que los materiales del AT no pueden ayudar para notar algunas distinciones dentro de la Divinidad.

La forma plural se entiende mejor como una indicación de plenitud de poder. Aunque la etimología es oscura, la palabra podría haber procedido de alguna raíz que significara «fuerte». Su singular poético, ʾĕlôah, parece indicar un objeto de terror. En todo caso, este nombre se usa principalmente en conexión con el gobierno de Dios sobre el mundo y la humanidad en general.

Otra palabra, ʾēl, que no está relacionada directamente con ʾēlōhîm, aparece más de 200 veces, principalmente en Job, Salmos e Isaías. Con frecuencia es acompañada por alguna palabra descriptiva o en combinaciones tales como El-Shaddai, Dios Todopoderoso, o El-Elyon, Dios Altísimo.

En contraste con este nombre más general de Dios está yahveh, el más específico. Algunas versiones tratan de apegarse a la pronunciación original, y escriben «Yavé» o «Yahveh», pero la RV60 registra «Jehová». La forma usada por la RV60 se explica de la siguiente manera: Antes del tiempo de Cristo, los judíos desarrollaron un temor supersticioso a pronunciar el nombre yahveh. Así que, cada vez que encontraban la palabra en el texto bíblico la pronunciaban en forma distinta. Para esto tomaron las cuatro consonantes hebreas yhvh y les adaptaron las vocales de la palabra hebrea adonai. Siguiendo esta práctica, los masoretas introdujeron al texto bíblico las formas yehovi y yehovah, que se esperaba se leyeran adonai, y no Jehová. Así es como la RV60 salió con la palabra Jehová, que no es la mejor opción. Hoy en día, la Biblia Hebraica Stutgarttensia usa la forma yehwah que sigue el patrón de las vocales de la palabra aramea sema (= nombre).

En Ex. 3:13–15 se da una explicación básica del nombre: «Yo soy el que soy,» o, mejor aún, «Seré el que seré». Los judíos helenistas equivocadamente identificaban a YHVH con el Ser Puro de la filosofía griega. Completamente a la inversa, mientras Elohim designa la acción universal de Dios, JHVH es el nombre usado en conexión con la elección de Dios del pueblo del pacto, su revelación a él, en el cuidado especial que tiene por ellos. Es el nombre que casi siempre se usa en sus teofanías, y casi siempre la revelación es «la palabra de JHVH». O, más brevemente, JHVH es el nombre redentor de Dios.

La crítica alta con frecuencia ha tratado de sostener que un autor no podía, posiblemente, haber usado ambos nombres de Dios, y que por lo tanto, el primer capítulo de Génesis fue escrito por un individuo y el capítulo dos por otro. No es necesaria la teoría de los dos autores para explicar el uso de los dos nombres. El primer capítulo nos habla de la relación general de Dios con el mundo, y luego, el segundo comienza a relatar el cuidado especial de Dios para con los hombres que por la caída de Adán pronto estuvieron necesitados de la redención. Dios en su sabiduría proporcionó estos dos nombres como un método conveniente de resumir lo que las Escrituras enseñan acerca de Dios: ʾēlōhîm, su obra de creación; y Jehová su obra de redención.

  1. Dios como creador. La Biblia se inicia con el relato de la creación del universo por Dios. El primer capítulo de Génesis da la impresión de que, aparte de Dios mismo, todo lo que existe ha sido creado. Sólo Dios existe por sí mismo. Nada más existe por derecho propio, independientemente, o sin principio. Esta impresión inicial es corroborada por muchos pasajes posteriores. Neh. 9:6 afirma: «Tú solo eres Jehová; tú hiciste los cielos, y los cielos de los cielos, con todo su ejército, la tierra y todo lo que está en ella, los mares y todo lo que hay en ellos; y tú vivificas todas estas cosas, y los ejércitos de los cielos te adoran». Cf. Ex. 20:11; Is. 42:5; Jn. 1:3; Heb. 3:4. etc.

Las expresiones de las Escrituras acerca de la extensión del acto creativo de Dios son tan exhaustivas que podemos decir que Dios creó todas las cosas ex nihilo, de la nada. Dios creó en forma absoluta antes que comenzara cualquier proceso natural. No hizo uso de materiales previamente existentes para formar el mundo, a la manera del escultor que de un feo pedazo de piedra hace una hermosa estatua; sino que «Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca» (Sal. 33:6); y «Dios dijo: Sea la luz; y fue la luz» (Gn. 1:3), «Porque él dijo y fue hecho» (Sal. 33:9). Esto se llama comúnmente (véase) creación fiat. Esto no quiere decir que después de hacer que existiera el universo, Dios no haya usado sustancias previamente creadas para completar su creación. Por ejemplo, la Biblia específicamente afirma que «Dios formó al hombre del polvo de la tierra».

Puesto que hablar y crear son acciones voluntarias, el primer capítulo de Génesis enseña la personalidad de Dios. Dios no es una primera causa física, inanimada, mecánica. Tampoco es un principio descriptivo abstraído de los fenómenos de la naturaleza. Él preparó las partes del universo para que cumplan un propósito (Gn. 1:14, 16, 26, 28). La inteligencia y la volición son atributos de la personalidad.

La mayoría de las religiones han preservado alguna noción de un Dios personal. En los tiempos modernos aun algunos panteístas como Spinoza y Hegel, aun cuando negaban la creación e identificaban como una misma cosa a Dios y el universo, consideraban su Todo o Absoluto como un ser vivo. En la antigüedad, Aristóteles enseñó que el Primer Motor piensa. Todos estos puntos de vista muestran un trazo de personalidad, pero solamente un trazo. Spinoza negaba que Dios tuviera voluntad, y Aristóteles negaba que Dios conociera la historia. En realidad, los politeístas parecen tener una mejor apreciación de la personalidad, aun cuando sus personas divinas son más limitadas y humanas que divinas. Además, se podría decir, que una creación universal presupone, no el politeísmo, sino la unidad de la Divinidad.

Hay niveles o grados de idolatría pagana. Los efesios (Hch. 19:35) creían que Diana misma vivía arriba. Se suponía que Júpiter había arrojado a la tierra una imagen de madera de Diana. En los días de Pablo, los plateros efesios habían desarrollado un oficio lucrativo haciendo pequeñas réplicas de esta imagen. Así los efesios distinguían claramente entre la diosa y las imágenes. Pero, en otros casos, la depravación de la mente idólatra era tal, aunque su psicología es un enigma para nosotros, que se hacía completamente confusa la distinción entre el ídolo inanimado y el dios o diosa. De algún modo se identificaban las dos cosas como una sola. Cuando hacían esta identificación debe de haber sido muy mordaz el sarcasmo del Salmista cuando dice: «Sus ídolos … tienen boca pero no hablan; ojos tienen, pero no ven; … los que los hacen son semejantes a ellos» (Sal. 115:4–8). Cf. Is. 44:17; 45:20; 46:7. Véase también Dioses.

En contraste con el paganismo antiguo y el panteísmo moderno, las Escrituras atribuyen a Dios una personalidad completa. El no solamente creó todas las cosas, no sólo controla el universo, no sólo piensa y conoce, no sólo oye las oraciones de su pueblo, sino que muy particularmente y de un modo que es imposible en los sistemas de Spinoza y Hegel, él habla al hombre. Conocemos la naturaleza y los atributos de Dios no por un estudio científico de la naturaleza, sino por una revelación verbal (véase). La idea de revelación o comunicación divina del conocimiento, así como la justicia y el amor por los cuales esa revelación distingue tan agudamente a Dios de las imaginaciones de los paganos, alcanza su más clara expresión en las obras de providencia y redención. Sin embargo, por un momento es necesario considerar más detenidamente lo referente a la creación.

Si Dios ha creado todas las cosas de la nada, sencillamente por su palabra, su fiat, su mandamiento, es conclusión lógica que él es omnipotente. No se puede concebir un poder mayor, ni una tarea que sea tan imposible. El concepto bíblico de Dios Todopoderoso difiere radicalmente del paganismo y la idolatría. Donde hay muchos dioses cada uno limita al otro. Puesto que ninguno de ellos es creador de todos, ninguno de ellos tiene todo el control.

El Señor Dios Todopoderoso, creador de los cielos y la tierra, tiene un poder y control que es universal en alcance y total en profundidad. La omnipotencia, vista primero en la creación, se declara y ejemplifica a través de toda la Biblia. Todos los milagros vienen al caso. Cuando Abraham desesperaba ya de tener un hijo por medio de su esposa Sara, Dios introdujo la promesa diciendo: «Yo soy el Dios todopoderoso» y «¿Hay para Dios alguna cosa difícil?» (Gn. 17:1; 18:14). Porque creyó esto, Abraham estuvo dispuesto más adelante a sacrificar a Isaac «pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos» (Heb. 11:19). Después de Abraham, estuvieron los tratos de Moisés con Faraón, el agua en el desierto, la captura de Jericó, las obras de Elías, la sombra de Ezequías, y los milagros de Cristo y los apóstoles. A la inversa, los ataques que los autores hacen contra los milagros uniformemente, aunque no siempre de manera explícita, están basados en un rechazo a priori de la omnipotencia.

Además de estos ejemplos de omnipotencia hay muchas declaraciones doctrinales o abstractas de ella. «Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti» (Job. 42:2). «Todo lo que Jehová quiere, lo hace en los cielos y en la tierra» (Sal. 135:6). «El hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?» (Dn. 4:35). «Que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11). Cf. Dt. 32:39; 1 Cr. 29:12; Sal. 62:11; Is. 45:5–7; Jer. 32:27; Mt. 19:26; Ro. 9:18–24; etc.

Tanto la omnisciencia, como la omnipotencia están involucrada en la creación. Una no puede ser separada de la otra. Por lo menos, si un Dios omnipotente pudiera tenerse por ignorante de algo, aún podría aprenderlo; de otro modo, habría algo que no podría hacer. Pero aun una ignorancia momentánea sería una limitación momentánea de la omnipotencia. Por lo tanto, los dos atributos son inseparables.

La omnisciencia está más particularmente relacionada con la creación en que las obras de creación y de providencia siguen un plan eternamente existente en la mente divina. El control de todas las cosas presupone el conocimiento de todas las cosas. «Conocidas para Dios son todas sus obras desde el principio del mundo» (Hch. 15:18). Este conocimiento incluye hasta los más mínimos detalles: «Aun vuestros cabellos están todos contados» (Mt. 10:30). Las acciones que involucran la voluntad y el propósito (Ef. 1:11), puesto que inician una serie de hechos encadenados entre sí, exigen el conocimiento del futuro. Isaías se refiere a Dios como el «que anunció el porvenir desde el principio» (Is. 46:10). Sin que exista el conocimiento y el control de todo el futuro y sus detalles no puede haber una profecía digna de confianza. De aquí que todas las predicciones de las Escrituras ilustran este punto. Otras pocas declaraciones de omnisciencia son: «Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Heb. 4:13). «El que hizo el oído, ¿no oirá? El que formó el ojo, ¿no verá?» (Sal. 94:9). «Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos» (Pr. 15:3). Cf. Sal. 139:1–6, 12; 147:5; Pr. 15:11; 1 Jn. 3:20.

La creación ejemplifica otra de las prerrogativas divinas. En realidad es un aspecto de la omnipotencia, aun cuando comúnmente no se piensa en ese sentido. En el relato de Génesis, Dios es presentado no solamente como el creador del universo físico sino también como el creador de las distinciones morales. Cuando Dios creó a Adán y Eva y los puso en el huerto, les hizo ciertas demandas. Adán tenía que cultivar el huerto; con una excepción, Adán y Eva iban a comer del fruto de los árboles; y ellos debían reproducirse y poblar la tierra. Este «pacto de obras,» que incluía la amenaza de un castigo por la desobediencia, es la legislación moral original.

La prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal demuestra la esencia más profunda de la obligación moral. Fue una prueba de pura obediencia a la autoridad divina. Si Dios hubiera mandado a Adán que no diera muerte a Eva, él podría haber obedecido porque ella era hermosa, o podría haber desobedecido porque ella era una arpía. En cualquiera de esos casos su acción habría tenido motivos compuestos. Pero el árbol era tan indiferente como un objeto puede ser. No podía haber otros motivos involucrados sino solamente la obediencia al Creador. Lo bueno o lo malo era un asunto de pura legislación divina. Nada había en el árbol en sí que hiciera que comerlo fuese malo. Dios podría haber escogido otro árbol. En forma similar, el ritual mosaico se hizo obligatorio por legislación divina. Las designaciones del tabernáculo y los detalles de los sacrificios podrían haber sido completamente diferentes. Eran lo que eran, y debían ser observados solamente por su imposición divina.

Los cristianos devotos que han crecido bajo el cuidado y la amonestación del Señor, imbuidos con los principios de la monogamia, la honestidad y la verdad, a veces piensan que estas obligaciones son independientes de la voluntad divina. Suponen que Dios no podría haber creado una raza para la cual fuera beneficiosa la poligamia; escapa a la atención de ellos que Dios podría haber hecho a los hombres como ángeles, sin casamiento, de modo que los mandamientos quinto y séptimo habrían quedado nulos y sin razón de ser. Sin embargo, los no cristianos nos recuerdan que Dios podría haber aprobado la destrucción de los enfermos y de los ancianos, y podría no haber aprobado la propiedad privada. Nosotros debemos recordarles por nuestra parte que, aunque Dios podría haberlo hecho así, realmente no lo hizo. Los mandamientos para este mundo están establecidos.

Considerar la moralidad como establecida en forma independiente de Dios es incongruente con el concepto de omnipotencia. Platón y Leibniz trataron de concebir a Dios como subordinado a principios morales independientes. Así, ellos limitaron a Dios por una realidad externa a él. Tal punto de vista no tiene cabida en la Biblia. La norma moral más alta es la ley de Dios. Es el mandamiento de Dios lo que hace que un acto sea bueno o malo. Esto queda establecido a través de las Escrituras por la amenaza de un castigo, como en el caso de Adán; por la promesa de una recompensa, como en el caso de Abraham y muchos otros, y por la insistencia constante en la obediencia a los preceptos de Dios.

Por esta razón las filosofías seculares no logran resolver el problema de la ética por medio de la apelación a un imperativo categórico, al mejor bienestar de la mayoría, o a los valores pretendidamente descubiertos en la experiencia.

  1. Dios como redentor. Hasta aquí Dios ha sido considerado solamente como Creador. La teología bíblica revela mucho más acerca de Dios como Redentor. Naturalmente las dos actividades con frecuencia exhiben los mismos atributos divinos. Por ejemplo, el plan bíblico de redención necesariamente presupondría la personalidad de Dios; algunos planes concebibles aun cuando involucren el futuro podrían no necesariamente requerir omnisciencia y omnipotencia; pero no cabe duda de que el plan bíblico sí requiere tales atributos. Al mismo tiempo, la redención revela mucho más que estos atributos en particular.

Hay un factor, obvio, pero solamente implícito en el relato de la creación, que, aunque explícito y enfatizado en el plan de redención, no siempre resulta tan obvio a la mente pecadora. Es la soberanía divina sobre todo, la soberanía absoluta. Así como no hubo fuerza externa alguna que impulsara o motivara a Dios a crear, así también la iniciación de la redención está en la decisión divina solamente. Cuando Adán violó el pacto de obras, Dios con perfecta justicia podría haber ejecutado inmediatamente todo el castigo. El no tenía obligación alguna de volverle a hablar. Tampoco Adán buscó a Dios ni le rogó que lo visitara. Antes al contrario, Adán trató de evitar el encuentro. «No hay quien busque a Dios … ni siquiera uno» (Sal. 14:2; 53:2; Ro. 3:11–12). La iniciativa es de Dios solamente.

Abraham es otro ejemplo. Dios llamó al idólatra Abram; Abram no buscó a Dios. Dios podría haber llamado a otro ciudadano de Ur, o podría haber llamado a un egipcio. La iniciativa y la elección fue enteramente de Dios. «Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti» (Sal. 65:4). «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn. 15:16).

Esta iniciativa es amor, atributo divino que impregna enfáticamente tanto el AT como el NT. Este amor no lo motiva ninguna dignidad que haya en el objeto de él. Dios no ama a nadie debido a lo que es, sino a pesar de lo que es. Los méritos del hombre son «como trapos de inmundicia» (Is. 64:6). El hombre es enemigo de Dios (Col. 1:21); sin embargo, «siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios» (Ro. 5:10). «Dios encarece su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).

Quienquiera que trace una antítesis entre un Dios airado del AT y un Dios de amor distinto del NT, demuestra estar ciego a las palabras de la Escritura. El amor y la elección divinos se combinan con la indignidad humana en los versículos: «Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial … No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová sino por cuanto os amó …». (Dt. 7:6–8). «En su amor y en su clemencia los redimió» (Is. 63:9). «Cuando Israel era muchacho, yo lo amé … Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor» (Os. 11:1, 4). «Con amor eterno te he amado …». (Jer. 31:3). Y el amor, la clemencia y las tiernas misericordias que se presentan en los Salmos son demasiado numerosas para mencionarlas. Todas se resumen en la afirmación, «Dios es amor» (1 Jn. 4:8).

Tanto en el AT como en el NT, el amor de Dios se representa bajo dos figuras de lenguaje. A veces Dios es el padre de sus hijos; otras veces es el marido de una mujer.

La paternidad de Dios (véase) es una idea importantísima. Muestra el amor de Dios por sus hijos. Jesús enseñó a sus discípulos a orar: «Padre nuestro …». (Mt. 6:6, 8, 9). Las aves del cielo no siembran ni siegan, pero «vuestro padre celestial las alimenta …». pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas» (Mt. 6:26, 32). «Si vosotros, siendo malos sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará buenas cosas a los que le pidan?» (Mt. 7:11). Cf. Mt. 10:20, 29; 13:43; 18:14; 23:9.

Como todos los conceptos bíblicos importantes, la paternidad de Dios ha sido tergiversada. En primer lugar, Dios ha sido considerado como el Padre de todos los hombres. Esta interpretación errada confunde la relación del Creador con la criatura y la relación entre Dios como redentor y los elegidos. Puesto que el evangelio requiere que los hombres hayan nacido de nuevo, es evidente que el nacimiento natural no es suficiente para entrar en la familia de Dios. Las Epístolas también usan la idea de adopción (véase). «No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios» (Ro. 9:8). «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues … habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Ro. 8:15). Cf. Ro. 9:4; Gá. 4:5; Ef. 1:5. Además, Jesús reprendió a los judíos incrédulos: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo» (Jn. 8:44). Así que la idea de una paternidad universal de Dios es contradictoria con la Escritura y destruye la gracia y la redención.

Un segundo error acerca de la paternidad de Dios es el que la convierte en una nueva idea que por primera vez es enunciada por Jesús en el Nuevo Testamento. A la inversa, la paternidad de Dios es una idea del AT, y la identidad esencial del mensaje de ambos testamentos no debe ser rota. «Él me clamará: Mi Padre eres tú» (Sal. 89:26). «Tú eres nuestro Padre» (Is. 63:16; 64:8). «Me llamaréis: Padre mío» (Jer. 3:19). Cf. 2 S. 7:14; 1 Cr. 29:10; Mal. 1:6.

Usualmente la paternidad de Dios está relacionada con los redimidos en forma individual y distributiva; pero cuando se considera colectivamente el pueblo o la iglesia, Dios es representado como marido o esposo. La figura del matrimonio es una aplicación particular de la noción siempre presente del pacto (véase). Dios hizo un pacto con Noé, Abraham, David y con la simiente de ellos después de ellos. Cuando se considera esta posteridad como una nación, Dios es representado como el marido; la nación, como la esposa, y los individuos, como los hijos. La interpretación del pacto como un vínculo matrimonial es especialmente prominente en Oseas; pero también aparece en Is. 54:1; 62:5; Jer. 31:32; Ez. 16:8. Sin embargo, no es una invención posterior de la era profética. Implícitamente está bajo la condenación de la idolatría como «fornicar en pos de otros dioses» (Ex. 34:15, 16; Lv. 17:7; Nm. 15:39; Dt. 31:16). Por esta razón, el culto a dioses extraños, como el adulterio, es una violación de la ley. Han sido quebrantadas las condiciones del contrato (Os. 4:1; 8:1; Am. 2:4).

Todo esto agudiza el concepto de Dios como Dios celoso. Por extraño que parezca a la mente moderna, el celo es uno de los atributos que la Biblia atribuye a Dios. Ex. 34:15, 16, citado más arriba, se introduce con el mandamiento: «No te has de inclinar a ningún otro dios, pues Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es» (Ex. 34:14). Por cierto, esta idea está engastada en el Decálogo (Ex. 20:5). Cf. Dt. 4:24; Nah. 1:2. Este concepto de celo está en armonía con la soberanía de Dios. Toda atribución de las prerrogativas divinas a otro es una violación del primer mandamiento que es el básico. «Yo Jehová … y a otro no daré mi gloria» (Is. 42:9).

En el NT, la idea del pacto retiene la misma importancia (Gá. 3:6ss.), pero su aparición en la forma de un voto matrimonial no resulta tan prominente. Sin embargo, se dice que la iglesia es la esposa de Cristo (2 Co. 11:2; Ap. 21:2; 22:17). No son tan completamente explícitos Mt. 25:1–13; Jn. 3:29; Gá. 4:26–28; Ef. 5:23–25.

El pacto interpretado como un contrato matrimonial enfatiza otro aspecto de la naturaleza de Dios. Por mucho que el contrato matrimonial pueda reflejar el amor entre las partes, es al mismo tiempo una obligación legal. La violación resulta en la posibilidad de castigo. Más allá de la relación del pacto, el hombre además está sujeto a las leyes de Dios, y la infracción de ellas lleva consigo castigo. Así, la Escritura representa al hombre como que está bajo la ira y la maldición de un Dios justo. El concepto cristiano de Dios, el plan de redención y aun el amor de Dios, no se pueden entender sin el atributo de la justicia. Por lo tanto, Dios no es de un carácter que sólo perdona y olvida. El perdón solo podría ser injusto. Y cuando un juez humano da libertad a un criminal culpable, el acto de misericordia podría en alguna forma justificarse por la presión de las circunstancias, pero el carácter estricto de la ley ha sido ignorado.

Puesto que Dios es justo, su plan de redención debe mantener la majestad de la ley. Son incompatibles la justicia y el simple descarte del pecado. Por lo tanto, la sentencia debe ser ejecutada. Debe haber una expiación (véase) o satisfacción. Ésta era la enseñanza del ritual mosaico; este ritual también enseñaba que Dios provee un sustituto para sufrir el castigo. Por lo tanto, la expiación es una expresión de amor y de justicia. Con el propósito de realizar la redención, Dios puso a Jesucristo para que fuese un sacrificio propiciatorio con el fin de declarar, publicar y ejemplificar su justicia; de modo que Dios, al justificar al pecador pueda seguir siendo justo al hacerlo (Ro. 3:25–26; 5:8; 2 Co. 5:21; 1 P. 1:18–19; 1 Jn. 2:2 etc.).

La crucifixión de Cristo como sacrificio del Cordero de Dios para satisfacer la justicia del Padre, muestra un rasgo más de la deidad. Al principio se señaló la personalidad de Dios. Ahora es evidente que Dios no es una Persona, sino más de una. Si el Hijo es enviado desde el cielo, mientras el Padre no es enviado; si el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre; si el Hijo se sacrifica y paga un rescate al Padre, se sigue que el Padre y el Hijo son personas diferentes. Así, con el material bíblico que hay en cuanto al Espíritu Santo, el concepto de Dios es el concepto de una Trinidad (véase).

Una velada anticipación de la Trinidad se puede encontrar en las apariciones del Ángel de Jehová a los patriarcas. Dado que se usa el artículo definido, este ángel debe ser en algún modo diferente de otros ángeles. Cuando el Ángel le apareció a Agar, ella lo llamó Jehová y le habló como a Dios (Gn. 16:7–13). En una aparición a Abraham, el Ángel se llama a sí mismo Jehová (Gn. 22:11–15). Cuando el Angel habló a Jacob, nuevamente se llamó a sí mismo Dios (Gn. 31:11). Los pasajes indican una unidad entre el Ángel y el Dios que lo envía, pero al mismo tiempo muestra una diferencia. Ninguno de estos pasajes, ni los posteriores concernientes al Rey venidero, un Mesías, un Siervo sufriente, fueron suficientemente explícitos como para producir un concepto trinitario en la mente de los israelitas. El NT aclara lo que está oscuro en el AT. Todos los pasajes que enseñan la divinidad de Cristo tienen relación con la doctrina de la Trinidad (Mt. 11:25–27; Jn. 1:1, 14; Ro. 9:5; Fil. 2:6; Col. 1:13–19; 2:9, etc.). La conocidísima bendición (2 Co. 13:14) sería incongruente si las tres Personas no fueran iguales en poder y gloria en la única Divinidad.

  1. Teología filosófica.
  2. Teología propia. La primera mitad de este artículo ha sido un breve resumen de lo que la Biblia dice acerca de Dios. Sus afirmaciones son engañosamente sencillas en forma; las ideas son profundas y sus implicaciones han confundido a muchas mentes, devotas o irreligiosas. Por lo tanto, el método descriptivo de la teología bíblica debe dar paso a un análisis más sistemático y filosófico. Pero, otra vez, así como el resumen descriptivo fue breve, así también esta sección apenas puede indicar el trabajo de siglos en cuanto a estos problemas. Se mencionarán solamente tres tipos de problemas: teología propia, ciencia, y ética.

Dado que la Biblia en todo lugar afirma la existencia de Dios, la primera pregunta de la teología sistemática o filosófica tiene que ver con la prueba de esta afirmación. ¿Depende nuestra creencia en la existencia de Dios solamente de la autoridad de las Escrituras, o depende de alguna suerte de prueba? En el segundo caso, ¿es la «prueba» una experiencia mística directa de Dios, o es un proceso silogístico que comienza con la observación de la naturaleza?

La filosofía tomista de la Iglesia Católica Romana, derivada de Aristóteles, comienza con la experiencia sensorial de cuerpos en movimiento, y, por medio de una intrincada serie de argumentos, llega a la conclusión de que existe un Movedor Inamovible, Dios. El lenguaje de Tomas de Aquino indica que él pensaba que todo el argumento era válido y que la conclusión necesariamente se derivaba de las premisas. Los filósofos David Hume e Immanuel Kant alegaban que el «argumento cosmológico» era una falacia. Algunos teólogos protestantes parecen aceptar el argumento, mientras otros reconocen que no es «matemático» (estrictamente lógico); pero que es de algún valor. Este autor cree que el argumento carece de valor porque (1) es circular, en que la existencia misma de Dios se usa para negar una serie infinita de causas, lo cual se hace necesario para probar la existencia de Dios; (2) sus premisas usan la palabra existencia en un sentido espacio temporal, mientras que la conclusión usa la palabra en un sentido diferente; y (3) un argumento de efecto a causa puede asignar a la causa solamente atributos suficientes para dar razón del efecto por medio del cual la causa es conocida, y esto nos daría un Dios que no es omnipotente, omnisciente ni perfectamente justo.

San Anselmo, al comienzo del siglo XII, dio forma al argumento ontológico para probar la existencia de Dios. No está basado en una observación de la naturaleza sino en un análisis del concepto de Dios. Como un hombre que niega que el triángulo tiene 180 grados sencillamente no entiende el significado del triángulo, así el que niega la existencia de Dios no ha captado el concepto de Dios. Dios, como el ser del que uno mayor no se puede concebir, no se puede concebir como inexistente; porque si se pudiera concebir que no existe, seria posible concebir la existencia de un ser mayor que Dios; pero, concebir un ser mayor que el ser de quien no se puede concebir uno mayor es una contradicción.

A Immanuel Kant tampoco le gustó el argumento ontológico, pero detrás estaba su prejuicio de que Dios está más allá de lo que los conceptos humanos pueden captar, lo cual en sí también es una idea muy vulnerable.

Es difícil discutir una seguridad mística de la existencia de Dios, porque el misticismo es una palabra completamente ambigua. En forma amplia se podría referir al hecho de saltar hacia una conclusión por medio de una corazonada; en el sentido más estricto de un trance no racional, no tiene algo inteligible que comunicar.

Entonces, si los argumentos racionales no demuestran la existencia de Dios (como uno demuestra un teorema de geometría por medio de inferencias válidas a partir de axiomas), debemos aceptar la existencia de Dios sobre la sola base de la autoridad bíblica, o debemos aceptarla como el primer principio indemostrable de nuestro pensamiento, y estas dos cosas podrían ser la misma.

Algunos filósofos virtualmente implican que la existencia de Dios no es un problema tan importante como se piensa comúnmente. Spinoza y otros panteístas identifican el universo con Dios. Concedemos que el universo existe. El profesor H.N. Wieman ha definido a Dios como «ese carácter de acontecimientos a los que el hombre debe ajustarse a sí mismo con el fin de lograr el más grande de los bienes y evitar el más grande de los males». Concedemos nuevamente que los acontecimientos tienen un carácter. Y así, por medio de una suerte de argumento ontológico, esto es, por definición, Dios debe existir. El ateísmo ha llegado a ser imposible.

Por lo tanto, la pregunta importante no es, ¿Hay Dios?, sino ¿Qué es Dios? Y esto nos lleva de regreso a la descripción de la teología bíblica.

Aunque las pruebas de la existencia de Dios han sido prominentes en la discusión teológica, son sólo parte de un problema más general: ¿Puede ser conocido Dios? Algunos filósofos seculares, por ejemplo, Kant y Spencer, han afirmado la existencia de entidades incognoscibles. Se puede pensar en un absoluto filosófico tan trascendente que está fuera del alcance del pensamiento. O, como en el caso de Tomás de Aquino, la mente humana tomando como punto de partida la experiencia sensorial, podría ser completamente incapaz de conocer mucho, si es que puede conocer algo, de un Ser eterno. O, más popularmente, la mente finita no puede captar al Dios infinito, sencillamente porque lo finito no puede captar lo infinito.

Quienes afirman la existencia de objetos incognoscibles parecen contradecirse a sí mismos, porque si el objeto fuera completamente incognoscible, uno no podría saber que existe o que es incognoscible. Entonces, este tipo de filosofía también cae usualmente bajo la sospecha de hacer que todo conocimiento sea imposible, aun el conocimiento de la aritmética y del clima. Así, tenemos que el escepticismo es autodestructivo.

Quienes, a la manera de Tomás de Aquino, basan el conocimiento en la experiencia sensorial encuentran que es necesario asignar un papel importante a los cuadros o imágenes visuales. Algunos filósofos han enseñado que todo conocimiento está formado por imágenes sensoriales. Si así fuera, el hombre jamás podría tener un concepto de Dios, porque Dios no es un objeto perceptible por los sentidos y no es posible formarse una imagen de él. Entonces un creyente en Dios debe rechazar el empirismo y encontrar alguna base a priori de conocimiento, o debe luchar, como Tomás lo hizo (con tan poco éxito), por establecer un puente sobre el abismo que hay entre los conceptos abstraídos de la sensación y el conocimiento del Espíritu sin tiempo ni espacio.

La imposibilidad de conocer lo que Dios es también ha sido argumentado a partir de una teoría de la definición. Cuando se define un manzano o una ardilla, se los pone en un género. El manzano pertenece a la especie de las rosáceas; y la ardilla, a la de los roedores. Pero Dios no pertenece a género alguno. «¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? dice el Santo» (Is. 40:18, 25). Puesto que el conocimiento de lo que una cosa es, es su definición, se deduce que Dios no puede ser conocido. El teísta, para evitar esta conclusión debe producir una teoría de definición que sea diferente; y se debe enfatizar su conveniencia señalando que si solamente se pueden conocer las especies y definirlas, los géneros, especialmente los géneros o el género más alto, permanecen desconocidos.

¿Pero puede lo finito tener esperanzas de captar lo infinito? La negación de esto huye al enfrentar las matemáticas ordinarias. Se pueden entender perfectamente bien las series infinitas; su infinitud no nos impide conocer la ley de su construcción, su suma o límite cuando tienen un límite, «y muchos otros hechos prometedores acerca del cuadrado de la hipotenusa». Cualquiera que sea el caso, no es la infinitud de Dios lo que nos impide conocerlo.

Platón y Hegel estructuraron teorías del conocimiento que, si se llevan a su extremo lógico, implican que el hombre debe ser omnisciente o completamente ignorante. Si cada punto de conocimiento está tan íntimamente conectado con cada parte del resto que su naturaleza no se puede ver si no es en su relación con el todo, entonces o lo sabemos todo, o no sabemos nada. Platón y Hegel lo pasaron muy preocupados tratando de eludir este dilema.

Ahora bien, Moisés dijo: «Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y nuestros hijos para siempre» (Dt. 29:29). La Biblia, por lo tanto, aquí y en todo lugar, supone que nosotros podemos conocer algunas verdades sin necesidad de conocer todas las verdades. En consecuencia, nos incumbe desarrollar una epistemología en que las relaciones no sean tales que nos enfrenten con la disyuntiva de una total ignorancia o de omnisciencia.

Esta epistemología podría seguir el punto de vista de Agustín de que Cristo es la luz de todo hombre: esto es, la humanidad posee como una dote a priori por lo menos los rudimentos del conocimiento; de modo que cuando alguien conoce algo, está en contacto con Dios que es la verdad. O la epistemología requerida podría ser más escéptica en comparación con la geometría y la ciencia e insistir sencillamente que Dios, siendo omnipotente, por una revelación verbal puede hacer comprensibles sus verdades a los hombres. Véase también Epistemología.

Para un diccionario de este tipo, estos temas son demasiado técnicos para seguir más adelante. El propósito aquí sólo puede ser llamar la atención a algunos de los problemas más importantes.

En el siglo veinte, la discusión sobre nuestro conocimiento de Dios ha asumido una forma diferente, y, debido a su oportunidad, no está fuera de lugar una mención especial de ella.

La reacción contra el racionalismo ambicioso de Hegel y la posterior desilusión con el optimismo de la teología modernista, en estos días han producido la así llamada escuela de la neortodoxia (véase). Barth y Brunner enseñan que el lenguaje racional expresa el conocimiento abstracto de las cosas, mientras que hay otro tipo de conocimiento que no se puede captar en forma de conceptos. Esta es una confrontación directa con una persona. Por lo tanto, los conceptos bíblicos, sin tomar en cuenta los errores históricos que la crítica destructiva podría alegar, no puede ser conocimiento de Dios. Los conceptos intelectuales son solo señaladores, no pueden ser la verdad real. Cuando hablamos acerca de Dios, no estamos hablando acerca de Dios.

Barth, en particular, sostiene que toda expresión religiosa es figurada o simbólica. La lógica y las matemáticas son sencillamente elaboraciones humanas, y quizás todo esto permita un sentido literal; pero todo lenguaje acerca de Dios es una parábola. Dado que la interpretación de la parábola en sí misma sería una parábola (porque éste también sería lenguaje religioso), o, en otras palabras, puesto que la interpretación de un símbolo sería simbólica en sí misma, ¿no se sigue que es imposible el conocimiento literal de Dios? No sólo eso, pero si no hay una norma literal por la cual probar lo adecuado de las parábolas y símbolos, el Corán parecería ser tan satisfactorio como la Biblia.

El sistema hegeliano, con su Absoluto completamente cognoscible y su rechazo previo de la idea de creación, es una forma de panteísmo. El principio divino no está fuera del universo. Sin duda el universo depende de él, pero también él depende del universo, como un árbol depende de sus hojas y las hojas dependen del árbol. Así, el Absoluto (o Dios) es un principio inmanente y no uno trascendente.

Al oponerse al panteísmo como destructor de la verdadera religión y de la sencilla adoración, como ciega a la realidad del mal en la naturaleza humana, y como menospreciadora de la gracia libre, la neortodoxia enfatiza la trascendencia de Dios y niega su inmanencia. En un tiempo algunos de ellos designaban a Dios como el Enteramente Otro. Pero esto pone a Dios completamente fuera del mundo, niega la imagen de Dios en la cual el hombre fue creado, y reduce todo el problema religioso en una paradoja sin solución.

El cristianismo ortodoxo no ve conflicto entre la inmanencia y la trascendencia. La soberanía del fiat creador es evidencia de la trascendencia y, debido a la creación, el poder de Dios se extiende a todo lugar. Esto es la inmanencia. En efecto, en lugar de decir que Dios está en el mundo, es mejor decir que el mundo está en Dios, porque en él vivimos, nos movemos y tenemos el ser.

Baste esto como un ejemplo de la problemática de la teología propia. La Trinidad y otros temas se discuten en artículos separados.

  1. Ciencia. El siguiente tipo de problema es científico. Con el surgimiento de la moderna ciencia mecanicista en el siglo diecisiete, se comenzó a cuestionar la posibilidad de los milagros; y con la aceptación popular de la evolución (véase) desde mediados del siglo diecinueve, se ha atacado con fuerza cualquier punto de vista teísta del mundo. Lo que antes había sido especulación naturalista, ahora se presentaba como un resultado seguro de la infalible ciencia.

El cristiano podría replicar que los evolucionistas no han presentado una prueba empírica de que la vida surgió espontáneamente de la materia inanimada. También podría hacer notar que el operacionalismo ya no mira la ciencia como infalible o como descriptiva de la realidad antecedente; al mismo tiempo, podría reconocer humildemente que estaba equivocado al suponer que las especies de Linneo eran la creación especial de Génesis. Y, finalmente, podría muy bien haber reclamado que, así como sus opositores encubiertamente suponen la falsedad del teísmo a fin de minar la creación y los milagros (y de ese modo incurren en petición de principio), estos últimos puntos no se pueden discutir en forma provechosa hasta que no se hayan puesto al descubierto todas las presuposiciones.

  1. Ética. Además de la teología propia y la ciencia, hay una tercera área en la que surgen problemas a partir del teísmo: el campo de la moralidad y el mal.

El concepto bíblico de Dios como Creador soberano, y, en algunos casos, todos los conceptos de Dios, han sido repudiados debido a la manifiesta maldad en el mundo. Al principio de la historia cristiana se hizo la objeción: Dios quiere pero no puede erradicar el mal, o él puede, pero no quiere hacerlo; en el primer caso, él es bueno, pero no omnipotente; y en el segundo caso, podría ser omnipotente pero no podría ser bueno. En la historia moderna, John Stuart Mill, aun más que David Hume, atacó vigorosamente al cristianismo sobre esta base.

Los católicos romanos y algunos protestantes han hecho débiles réplicas tratando de atribuir el mal al resultado del libre albedrío de Satanás o de Adán. Por cierto que esto no responde a la objeción, porque si Dios es omnipotente, todavía podría erradicar el mal si lo quisiera; en realidad, él podría haber impedido el mal al principio creando un tipo de mundo diferente o aun no creándolo.

El problema es tan fastidioso que muchos cristianos han decidido no pensar en ello con la esperanza de que sus contrarios no lo saquen a luz.

La paradoja de la bondad de Dios y el mal manifiesto, con el agravante de los dolores del infierno para siempre, en parte es el resultado de un tema tomado de la religión pagana natural. El paganismo primitivo miraba generalmente a Dios como un Dios de la naturaleza. A veces Dios es identificado con la naturaleza. Por lo tanto, cuando la reflexión ha avanzado una distancia pequeña y se capta alguna noción de regularidad en la naturaleza, se concluye que Dios debe tratar a todos por igual. La naturaleza en todo lugar es uniforme. Entonces, si se atribuye bondad a Dios, se sigue que Dios debe ser bueno con todos.

Esta imparcialidad divina no solamente entra en conflicto con la idea de la gracia, sino que más fundamentalmente niega la soberanía divina implicando que las criaturas imponen una obligación moral sobre el Creador.

Sin embargo, las Escrituras enseñan que Dios es el Alfarero que, de la misma masa de greda, puede hacer un vaso de honra y otro de deshonra. «Mira pues, la bondad y la severidad de Dios» (Ro. 11:22).

Ahora bien, finalmente, el problema del mal (véase), hasta donde respecta a la conducta del hombre, se centra en la identificación de lo bueno y lo malo. En la primera parte de este artículo se mostró que el bien es lo que Dios ordena y el pecado es toda falta de conformidad o transgresión de la ley de Dios.

Si algunas fases de la teología filosófica son molestas cuando confrontamos la incredulidad moderna, ésta es una en que el enemigo es derrotado con prontitud.

Cuando el modernismo, siguiendo a su fundador, Schleiermacher, repudió las Escrituras para basar su teología en la experiencia, creyó que todavía podía preservar los valores cristianos. En su desarrollo, el punto crucial llegó a ser la identificación de los valores. ¿Pueden descartarse diversos artículos del credo como la cáscara y el envoltorio del cristianismo hecho por la historia, mientras el sentimiento de absoluta dependencia de Schleiermacher preservan lo que es esencial? O, ¿debe este primitivo valor modernista dar lugar al ideal posterior de la integración de la personalidad? ¿Hay que abandonar la Trinidad y hay que definir a Dios como «ese carácter de sucesos a los cuales el hombre debe ajustarse con el fin de lograr el mayor de los beneficios y evitar el mayor de los males»?

El humanismo se desarrolló a partir del modernismo debido a que el modernismo no basó en forma armoniosa sus ideales en la experiencia. El modernismo tenía un apego incongruente hacia Jesús. ¡Rechazando esta irracionalidad, el humanismo llegó a la conclusión que Jesús no sentía aprecio por la inteligencia o la ciencia, que no tenía una teoría política, y que su punto de vista del trabajo y las relaciones laborales era positivamente malo! La honestidad exige la aceptación de otros ideales. La vida cristiana, en el mejor de los casos, es una vida semimoral.

El humanismo pretende que sus ideales (una sociedad colectivista, la independencia de un Dios imaginario, la seguridad materialista, etc.) se encuentran en la experiencia. Sin embargo, aun los humanistas reconocen que los ideales cambian de era en era. No hay normas absolutas, no hay verdades fijas, no hay principios universales. La ética, y por lo tanto, la economía, la sociología son relativas.

En la historia actual esto se reduce a la sencilla pregunta en cuanto a quién será el que imponga sus ideales sobre una determinada época y sociedad. Los dictadores responden a esto en concreto.

La destrucción socialista de la libertad política con la brutalidad que los gobiernos totalitarios siempre han ejercido, nos fuerza a considerar un punto que los humanistas no quieren tocar. Sin importar qué conjunto de ideales pueda aceptar un individuo o una sociedad, ¿vale la pena tratar de realizarlos? O, en otras palabras, ¿vale la pena vivir la vida?

En tiempos de relativa paz, prosperidad y libertad, la pregunta se desecha como tonta o perversa. La vida es agradable. Pero en la teoría ética es fundamental. El solo hecho de que varias personas o un gran número de ellas encuentre agradable la vida no hace que sea universalmente digna de vivirse. Esto es sencillamente preferencia personal, no una teoría normativa. Tomando la posición humanista, ¿por qué no mato a mis mejores amigos y luego de terminar con sus inútiles esfuerzos me suicido?

El humanismo no tiene respuesta para esto. La única teoría que garantiza los valores de la vida misma y que hace que el suicidio sea inmoral es una teoría en la que Dios ha prohibido el homicidio y castiga la desobediencia en la vida futura. La ética normativa depende de una legislación soberana y de castigos omnipotentes.

Si otras fases de la teología, la filosofía y la ciencia a veces son difíciles de elaborar, por lo menos, aquí el teísmo bíblico es fácilmente vindicado.

Véase también Atributos Divinos.

BIBLIOGRAFÍA

  1. Harris, The Self-Revelation of God; God the Creator and Lord of All; Carl F. Henry, Notes on the Doctrine of God; C. Hodge, Systematic Theology, I, pp. 191–441; F.L. Patton, Fundamental Christianity, pp. 1–95; J. Orr, The Christian View of God and the World, pp. 73–115; A. Seth Pringle-Pathison, The Idea of God; W.G.T. Shedd, Dogmatic Theology, I, pp. 151–546; G. Vos, Biblical Theology.

Gordon H. Clark

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Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (169). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Dios existe, y puede ser conocido. Estas dos afirmaciones forman la base y la inspiración de todas las religiones. La primera es una afirmación de fe, la segunda de la experiencia. Como la existencia de Dios no está sujeta a demostración científica, debe ser un postulado de la fe; y dado que Dios trasciende toda su creación, sólo podemos conocerlo en la medida en que se revela a sí mismo.

La religión cristiana se distingue en que afirma que se puede conocer a Dios como Dios personal solamente en la revelación que de sí mismo hace en las Escrituras. La Biblia no fue escrita para probar que Dios existe, sino para revelarlo por medio de sus actos. Por ello la revelación bíblica de Dios es de naturaleza progresiva, y alcanza su plenitud en Jesucristo, su Hijo.

A la luz de su propia revelación en las Escrituras, tenemos varias afirmaciones acerca de Dios.

I. Su existencia

Dios existe por sí mismo. Su creación depende de él, pero él es completamente independiente de la creación. No sólo tiene vida, sino que sustenta la vida de su universo, y tiene en sí mismo la fuente de esa vida.

Este misterio de la existencia de Dios le fue revelado a Moisés en épocas muy tempranas en la historia bíblica, cuando, en el desierto de Horeb, se encontró con Dios en forma de fuego en una zarza (Ex. 3.2). Lo distintivo de aquel fenómeno fue que “la zarza ardía en fuego, … y … no se consumía” (Ex. 3.2). Para Moisés esto debe haber significado que el fuego era independiente del medio ambiente; que se autoalimentaba. Tal es Dios en su ser esencial: es completamente independiente del medio o ambiente en que desea hacerse conocer. Esta cualidad del ser de Dios probablemente encuentra expresión en su nombre personal Yahvéh y en su propia afirmación “Yo soy el que soy”, es decir “Yo soy el que tiene ser dentro de sí mismo” (Ex. 3.14).

Esta percepción se insinúa en la visión que Isaías tuvo de Dios: “… Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra … No desfallece, ni se fatiga con cansancio … Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas” (Is. 40.28–29). Él es el Dador, y todas sus criaturas son los receptores. Cristo dio su más clara expresión a este misterio cuando dijo: “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (Jn. 5.26). Esto hace de la independencia de la vida una cualidad distintiva de la deidad. En toda la Escritura Dios se revela como la fuente de todo lo que existe, animado e inanimado, Creador y Dador de la vida, el único que tiene vida en sí mismo.

II. Su naturaleza

En su naturaleza Dios es espíritu puro. Muy al principio de su revelación como autor del universo creado, se representa a Dios como el Espíritu que produjo la luz en medio de las tinieblas y el orden en medio del caos (Gn. 1.2–3). A la mujer samaritana Cristo le hizo la siguiente revelación acerca de Dios como objeto de nuestra adoración: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn. 4.24). Entre estas dos afirmaciones tenemos frecuentes referencias a la naturaleza de Dios como espíritu puro y espíritu divino. Se le llama Padre de los espíritus (He. 12.9), y frecuentemente se usa la combinación “Espíritu del Dios vivo”.

A este respecto debemos distinguir entre Dios y sus criaturas que son espirituales. Cuando decimos que Dios es espíritu puro lo hacemos para poner de manifiesto que no es parcialmente espíritu y parcialmente cuerpo, como es el caso del hombre. Es espíritu simple sin forma ni partes, razón por la cual no tiene presencia física. Cuando la Biblia dice que Dios tiene ojos, oídos, manos, y pies, lo hace en un intento de trasmitir la idea de que está dotado de las facultades que corresponden a dichos órganos, porque si no habláramos de Dios en términos físicos no podríamos hablar de él de ninguna manera. Por cierto que esto no sugiere ninguna imperfección en Dios. El espíritu no es una forma limitada o restringida de existencia, sino la unidad perfecta del ser.

Cuando decimos que Dios es espíritu infinito, nos encontramos completamente fuera del alcance de nuestra experiencia, ya que nosotros estamos limitados con respecto al tiempo y el espacio, como así también con respecto al conocimiento y el poder. Dios es esencialmente ilimitado, y cada elemento de su naturaleza es ilimitado. Llamamos a su infinitud con respecto al tiempo eternidad, con respecto al espacio omnipresencia, con respecto al conocimiento omnisciencia, y con respecto al poder omnipotencia.

Su infinitud significa también que Dios trasciende todo su universo. Pone de manifiesto su independencia de todas sus criaturas como espíritu autoexistente. No está limitado por lo que llamamos la naturaleza, sino infinitamente exaltado por encima de ella. Incluso aquellos pasajes de la Escritura que dan realce a su manifestación local y temporal también nos muestran su exaltación y omnipotencia ante el mundo como Ser eterno, Creador y Juez soberano (cf. Is. 40.12–17).

Al mismo tiempo la infinitud de Dios expresa su inmanencia. Con ello queremos hacer referencia a su presencia en todo lo creado y su poder dentro de su creación. No se mantinene apartado del mundo, como simple espectador de la obra de sus manos. Está en todo, lo orgánico y lo inorgánico, y actúa desde adentro hacia fuera, desde el centro de cada átomo, y desde las más recónditas fuentes del pensamiento, la vida y el sentimiento, como una continua secuencia de causa y efecto.

En pasajes como Is. 57 y Hch. 17 tenemos una expresión de la trascendencia y la inmanencia de Dios. En el primero vemos su trascendencia en la expresión “el alto y sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo”, y su imanencia en cuanto “habita … con el quebrantado y humilde de espíritu” (Is. 57.15). En el segundo pasaje Pablo se dirige a los atenienses afirmando la trascendencia del “Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas”, y luego afirma su inmanencia como el que “no esta lejos de cada uno de nosostros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hch. 17.24, 28).

III. Su carácter

Dios es personal. Cuando decimos esto afirmarnos que Dios es racional, que tiene conciencia de sí mismo, que se autodetermina, que es un agente moral inteligente. Como mente suprema es el origen de toda la racionalidad en el universo. Dado que las criaturas racionales creadas por Dios poseen carácter propio e independiente, Dios debe poseer un carácter que sea divino tanto en su trascendencia como en su inmanencia.

El AT nos revela un Dios personal en función de su propia autorrevelación y de las relaciones entre sus criaturas y él, y el NT muestra claramente que Cristo hablaba con Dios en términos que solo resultan significativos en una relación de persona a persona. Por ello podemos hablar de ciertas cualidades mentales y morales de Dios en la forma en que lo hacemos del carácter humano. Se ha tratado de clasificar los atributos divinos bajo títulos como mentales y morales o comunicables e incomunicables, o relacionados y no relacionados. Aparentemente la Escritura no apoya ninguno de estos tipos de clasificaciones y, de todos modos, Dios es infinitamente más grande que la suma de todos sus atributos. Para nosotros los nombres de *Dios son designación de sus atributos, y resulta significativo que sus nombres aparecen en el contexto de las necesidades de su pueblo. Por lo tanto, parecería más acorde con la revelación bíblica tratar cada atributo como una manifestación de Dios en la situación humana que la hizo necesaria: compasión en presencia del sufrimiento, paciencia y tolerancia ante aquello que merece castigo, gracia en presencia de la culpa, misericordia frente a la penitencia, todo lo cual sugiere que los atributos de Dios designan la relación en la cual él se brinda a quienes lo necesitan. En ello encontramos la indudable verdad de que Dios en toda la plenitud de su naturaleza se encuentra en cada uno de sus atributos, de modo que nunca hay más de un atributo que de otro, nunca más amor que justicia, o misericordia que rectitud. Si existe un atributo de Dios que lo comprende todo y se encuentra en todo, ese atributo es su *santidad, rasgo que caracteriza todos los otros atributos divinos: su amor es santo, su compasión es santa, su sabiduría es santa.

IV. Su voluntad

Dios es soberano. Esto significa que prepara sus propios planes y los lleva a cabo en su propio momento y a su manera. Es simplemente una expresión de su inteligencia, su poder, y su sabiduría supremos. Significa que la voluntad de Dios no es arbitraria, sino que actúa en completa armonía con su carácter. Es la expresión de su poder y su bondad, por lo que es la meta final de toda la existencia.

Debemos hacer, sin embargo, una distinción entre la voluntad de Dios que prescribe lo que debemos hacer nosotros, y la voluntad por la cual determina lo que él mismo ha de hacer. Los teólogos distinguen entre la voluntad decretiva de Dios, por medio de la cual decreta todo lo que va a pasar, y su voluntad preceptiva, por medio de la cual asigna a sus criaturas los deberes que les corresponden. La voluntad decretiva de Dios siempre se cumple, mientras que a veces se desobedece su voluntad preceptiva.

Cuando consideramos el imperio soberano de la voluntad divina como la base última de todo lo que acontece, ya sea activamente, haciendo que ocurra, o pasivamente, permitiendo que suceda, reconocemos la distinción entre la voluntad activa de Dios y su voluntad permisiva. Por lo tanto, debemos atribuir la entrada del pecado en el universo a la voluntad permisiva de Dios, ya que el pecado es una contradicción de su santidad y su bondad. Hay así una esfera en la que predomina la voluntad de Dios, y una en la que el hombre tiene libertad para actuar. La Biblia nos muestra ambas en acción. La nota predominante en el AT es la que expresa Nabucodonosor: “… él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dn. 4.35). En el NT encontramos un impresionante ejemplo de la voluntad divina resistida por el descreimiento del hombre, cuando Cristo dio expresión a su grito de dolor ante la actitud de Jerusalén: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt. 23.37). Sin embargo, la soberanía de Dios nos asegura que un día todo se rectificará a fin de que contribuya a su propósito eterno, y que finalmente será contestada la petición de Cristo: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.”

Es verdad que no podemos reconciliar la soberanía de Dios con la responsabilidad del hombre porque no entendemos la naturaleza del conocimiento divino, y porque nos falta la comprensión de todas las leyes que gobiernan la conducta humana. En la Biblia vemos que toda la vida se vive según la voluntad de Dios, quien la sostiene, “en quien vivimos, y nos movemos, y tenemos nuestro ser”, y que de la misma manera en que el ave es libre en el aire y el pez en el mar, el hombre encuentra su verdadera libertad en la voluntad de Dios que lo creó para él.

V. Su subsistencia

En su vida esencial Dios es una comunión. Esta es quizás la revelación suprema de Dios que nos ofrecen las Escrituras: que la vida de Dios es, eternamente y dentro de sí mismo, una comunión de tres personas iguales y a la vez perfectamente distinguibles entre sí: el Padre, el Hijo, y el Espíritu, y que en su relación con su creación moral Dios es estaba extendiendo esa comunión que esencialmente es propia de sí mismo. Quizás se pueda inferir esto de la orden divina que expresa la voluntad deliberada de crear al hombre: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”, que fue expresión de la voluntad de Dios, no solamente de revelarse como comunión, sino también de abrir esa vida de comunión a las criaturas morales que hizo a su imagen, y a las que dotó para que la disfrutaran. Si bien es cierto que por el pecado el hombre perdió su capacidad de gozar de esa comunión santa, también es cierto que Dios quiso que fuera posible devolvérsela. En efecto, se ha observado que probablemente fue ese el supremo fin de la redención, la revelación de Dios en tres Personas actuando en aras de nuestra restauración: con amor electivo que nos reclamaba, con amor redentor que nos emancipaba, y con amor regenerador que nos recreaba para la comunión con él. (* Trinidad )

VI. Su paternidad

Como Dios es persona puede tener relaciones personales, la más cercana y tierna de las cuales es la de Padre. Es la designación más común que empleaba Cristo para Dios, y en teología se la reserva especialmente para la primera persona de la Trinidad. En las Escrituras hay cuatro tipos de relaciones en las cuales se aplica a Dios el término Padre.

Está la paternidad creadora. La relación fundamental entre Dios y el hombre que creó a su propia imagen encuentra su más completa y adecuada ilustración en la relación natural que comprende el don de la vida. Al llamar a su pueblo a la fidelidad a Dios y la consideración del prójimo, Malaquías pregunta “¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?” (Mal. 2.10). Isaías, cuando pide a Dios que no abandone a su pueblo, exclama: “Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste” (Is. 64.8). Pero es más particularmente en lo que hace a la naturaleza espiritual del hombre que se afirma esta relación. En He. se llama a Dios “Padre de los espíritus” (12.9, y en Nm. “Dios de los espíritus de toda carne (16.22). Cuando Pablo predicó desde el monte de Marte, utilizó este argumento para hacer comprender la irracionalidad del hombre racional cuando adora ídolos de madera y piedra, y cita al poeta Arato (“Porque linaje suyo somos”) para indicar que el hombre es criatura de Dios. Por lo tanto el hombre como criatura es la contrapartida de la paternidad general de Dios. Sin el Padre Creador no habría raza ni familia humana.

Está la paternidad teocrática, que es la relación entre Dios y el pueblo de su pacto, Israel. Como esta es más bien una relación colectiva y no personal, Israel como pueblo del pacto era la criatura de Dios, y se la intimó a reconocer y responder a esa relación filial: “Si, pues, yo soy Padre, ¿dónde esta mi honra?” (Mal. 1.6). Pero como la relación del pacto era redentora en su significado espiritual, podemos considerarla como anticipación de la revelación neotestamentaria de la paternidad divina.

Luego está la paternidad generativa, que pertenece exclusivamente a la segunda persona de la Trinidad, designada como Hijo de Dios e Hijo único. Por lo tanto es única, y no se aplica a ninguna otra criatura. Mientras estuvo en la tierra Cristo habló con la mayor frecuencia de esta relación, que era peculiarmente suya. Dios era su Padre por generación eterna, lo que expresa una relación esencial e intemporal, que trasciende nuestra comprensión. Es significativo que Jesús, cuando enseñaba a los Doce, nunca empleó la expresión “nuestro Padre” como algo común a él y a sus discípulos. En el mensaje de la resurrección por medio de María indicó dos relaciones diferentes: “Mi Padre, y… vuestro Padre” (Jn. 20.17), pero ambas partes de la afirmación están relacionadas de tal manera que una se convierte en el fundamento de la otra. Su condición de Hijo, aunque en un nivel totalmente único, constituía la base para la condición filial de sus discípulos.

También tenemos la paternidad adoptiva, que es la relación redentora que pertenece a todos los creyentes, y en el contexto de la redención se la considera en dos aspectos, en el de su relación en Cristo, y en el de la obra regeneradora del Espíritu Santo en ellos. Esta relación con Dios es básica para todos los creyentes, como les recuerda Pablo a los cristianos de Galacia: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gá. 3.26). En esta unión viva con Cristo, se los adopta en la familia de Dios, y se convierten en objeto de la obra regeneradora del Espíritu Santo, que les otorga la naturaleza de hijos: uno es el aspecto objetivo, el otro el subjetivo. Debido a su nueva condición (justificación) y relación (adopción) con Dios Padre en Cristo, llegan a ser coherederos de la naturaleza divina, y nacen en el seno de la familia de Dios. Juan lo aclaró perfectamente en el capítulo inicial de su evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad (autoridad) de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1.13). Y así reciben todos los privilegios que corresponden a esa relación filial. La secuencia natural es, por lo tanto: “Y si hijos, también herederos” (Ro. 8.17).

La enseñanza de Cristo sobre la paternidad de Dios claramente restringe la relación al pueblo creyente. En ningún caso vemos que considere que esta relación exista entre Dios y los que no creen. No sólo no nos da ningún indicio de una paternidad redentora de Dios para con todos los hombres, sino que les dice elocuentemente a los judíos que lo criticaban: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo” (Jn. 8.44).

Si bien es en esta relación de Padre que el NT nos muestra los aspectos más tiernos del carácter de Dios, su amor, su fidelidad, y su cuidado, también nos muestra nuestra responsabilidad de manifestar a Dios la reverencia, la confianza, y la obediencia amorosa que los hijos deben manifestar hacia sus padres. Cristo nos enseñó a orar no solamente a “nuestro Padre” sino a “Padre nuestro que estás en los cielos”, inculcándonos de esta manera reverencia y humildad.

Bibliografía. H. H. Esser, H. Seebass, “Dios”, °DTNT, t(t). II, pp. 31–45; W. H. Schmidt, “Dios”, °DTMAT, t(t). I, cols. 242–262; Ringgren, aelōhı̄m (“Dios, dioses”), °DTAT, t(t). I, cols. 282–302; G. H. Clark, “Dios”, °DT, pp. 157–167; J. Auer, Dios, uno y trino, 1982; H. Küng, ¿Existe Dios?, 1979; A. Pink, Los atributos de Dios, 1964; id., La soberanía de Dios, 1966; W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento, 1975, t(t). I, pp. 163–262; H. K. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1977, t(t). I, pp. 363–467; L. Berkhof, Teología sistemática, 1972, pp. 19–116; R. Schnackenburg, “Dios”, °DTB, cols. 273–295; °J. I. Packer, Hacia el conocimiento de Dios, 1979. T. J. Crawford, The Fatherhood of God, 1868; J. Orr, The Christian View of God and the World, 1908; A. S. Pringle-Pattison, The Idea of God, 1917; G. Vos, Biblical Theology, 1948; H. Bavinck, The Doctrine of God, 1951; J. I. Packer, Knowing God, 1973; J. Schneider, C. Brown, J. Stafford Wright, en NIDNTT 2, pp. 66–90; H. Kleinknecht, et al., en TDNT 3, pp. 65–123.

R.A.F.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

El tema sobre Dios se tratará en los siguientes artículos:

  • Etimología de la palabra Dios: Discute el significado de la raíz del nombre “Dios”, el cual se deriva de raíces góticas y sánscritas.
  • Existencia de Dios: El ateísmo dogmático formal se refuta a sí mismo, y nunca ha ganado el asentimiento razonado de ningún número considerable de hombres. Ni el politeísmo podrá satisfacer nunca la mente de un filósofo. Pero hay muchas variedades de lo que puede describirse como ateísmo virtual, que no pueden descartarse tan fácilmente.
  • Naturaleza y Atributos de Dios: En este artículo, procedemos, por un análisis deductivo, a examinar la naturaleza y los atributos de Dios hasta el punto requerido por nuestro alcance filosófico limitado. Trataremos por lo tanto la infinitud, la unidad, y la sencillez de Dios, agregando algunas observaciones sobre la personalidad divina.
  • Relación de Dios con el Universo: El mundo es esencialmente dependiente de Dios, y esta dependencia implica (1) que Dios es el Creador del mundo, el productor de toda su substancia; y (2) que su continuidad de ser en cada momento se debe a Su poder sustentador.
  • Santísima Trinidad: Trinidad es el término usado para denotar la doctrina central del cristianismo—la verdad de que en la unidad de la Divinidad hay tres personas verdaderamente distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
  • Atributos Divinos: Para formar una idea más sistemática de Dios y, hasta donde sea posible, exponer las implicaciones de la verdad, Dios es el Perfectísimo, esta perfección infinita es vista, sucesivamente, bajo varios aspectos, cada uno de los cuales es tratado como una perfección y característica separada inherente a la Substancia o Esencia Divina. Cierto grupo de éstas, de significado supremo, es llamado los Atributos Divinos.

Fuente: “God.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. 3 Mar. 2010
http://www.newadvent.org/cathen/06608a.htm

Traducido por Armando Llaza Corrales. L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica