Enciclopedia de la Literatura en México

Los cronistas indígenas en el siglo XVII

mostrar Introducción

Desde los últimos años del siglo xvi, pero sobre todo durante la primera mitad del xvii, se produjeron en el centro de la Nueva España obras de contenido histórico escritas por hombres por cuyas venas corría sangre indígena. Estas crónicas, de importancia incuestionable, eran verdaderas síntesis de la información que del pasado de estas tierras contenían obras muy variadas que iban desde los códices pictográficos y las transcripciones de ellos, hasta los testimonios obtenidos directamente de boca de los ancianos. Los autores de dichas obras estaban, a excepción de alguno, vinculados por parentesco con la antigua nobleza indígena. Eran pues descendientes de aquellos que en otro tiempo, antes de la conquista española, habían gobernado los señoríos más importantes de la región donde estaba ya asentado el centro del poder político del naciente reino novohispano. Dado que toda obra realizada lleva en sí las huellas del momento histórico en que fue producida, la explicación de las obras que escribieron estos cronistas obliga a abordar las circunstancias que rodearon su realización.

El año 1521 marcó el inicio de un proceso histórico en extremo complejo. En efecto, la caída de México-Tenochtitlan produjo una serie de transformaciones cuya trascendencia es innegable. Fue el principio de una nueva realidad. Por lo que se refiere a los antiguos gobernantes de estas partes, tales cambios, al romperse las viejas instituciones económicas, políticas, sociales y culturales, los colocaron en un lugar distinto de aquel que habían ocupado en la sociedad de los tiempos anteriores a la conquista. Los nobles indígenas fueron desplazados del sitio privilegiado que correspondía a la cúspide de la pirámide social, desde el cual habían regido hasta entonces la vida de sus sujetos. En ese lugar preeminente se colocaba un nuevo grupo gobernante constituido por los conquistadores, quienes, al fin recién llegados, poco sabían de las peculiaridades de esta sociedad y no contaban, por ello, con los elementos adecuados para gobernar. Fue así como muchísimos nobles permanecieron en la administración colonial en calidad de funcionarios, esto es, de autoridades intermedias.

Hernando Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicana, José M. Vigil (ed.), México, Imprenta de Ireneo Paz, 1878, lámina 4. 

Su nueva situación les permitió continuar ejerciendo un poder, ciertamente limitado, y ser objeto de privilegios tales como la posesión de tierras, recibir como remuneración de sus servicios una parte de los tributos que sus comunidades pagaban a la corona, recibir una formación europea al lado de los evangelizadores, ya en los conventos, ya en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, e incluso vestirse como españoles, portar armas y ostentar en las fachadas de sus casas escudos de armas. Sin embargo, esta situación no duró largo tiempo. Conforme los españoles conocían la realidad de la Nueva España, podían administrarla mejor y poco a poco dejaban de ser necesarios, para tales actividades, los miembros del antiguo grupo gobernante. A esta situación se sumó la ascensión al trono de España del príncipe Felipe, que se convertía en el segundo rey de este nombre. Con él cobraba fuerza el régimen absolutista, para el cual el reinado de Carlos i, padre de Felipe, había sentado ya las bases.

El absolutismo español concentraba en el rey tanto poder como era posible. De esta suerte, los grupos novohispanos que habían recibido la sesión de algún poder por parte de la Corona, ya por merecimientos de armas, como fue el caso de los conquistadores y sus descendientes, los primeros criollos, ya por derechos de sangre, como ocurría con los antiguos nobles indígenas y quienes de ellos habían nacido, veían cómo, paulatinamente, la administración real retomaba para sí aquellos privilegios con los que hasta entonces los había honrado. En lo que toca a la política, uno de los primeros cambios que resintió la antigua nobleza fue el ver reducido el periodo durante el cual debían ocupar los cargos. En efecto, durante la época prehispánica, fue regla que los altos funcionarios, incluidos, por supuesto, los grandes señores, ocuparan sus puestos de manera vitalicia. La limitación de sus funciones a periodos determinados constituyó para ellos un cambio difícil, pues era un duro golpe tanto a la idea que ancestralmente tenían del ejercicio del poder, como una lesión al prestigio de que gozaban ante sus gobernados.

Los antiguos sistemas de sucesión se conservaron por algún tiempo, con la siguiente variante novedosa: toda designación de nuevos gobernantes indígenas debía ser sancionada por la Audiencia. Poco a poco la vigilancia de este órgano se hizo menos cuidadosa, hasta el punto en que, a finales del siglo xvi, los antiguos nobles elevaron un gran número de quejas ante el rey y su Consejo de Indias, señalando que los cargos de gobierno eran ocupados por indígenas macehuales (de estamentos inferiores), por mestizos e incluso por españoles. Ello significó que aunque la legislación amparaba el ejercicio del poder en manos de la antigua nobleza, en la práctica la administración colonial paulatinamente los apartaba de él.

Por lo que toca al aspecto económico, la nobleza indígena había sido en la época prehispánica un grupo rico, pues a través de diversas vías, entre ellas el sistema de tributación, participaba de los productos del trabajo de los macehuales. Después de ocurrida la conquista, durante algunos años los nobles funcionarios indígenas continuaron aprovechándose del tributo, pues en tanto funcionarios de la Corona se encargaban de la recaudación, no sin sacar de ella beneficios de manera fraudulenta, en detrimento de los macehuales tributarios. La Corona puso especial cuidado en solucionar estas problemáticas cuestiones. Coincidió el hecho de que los nobles comenzaron a ser vigilados en el ejercicio de dichas funciones con los problemas que en lo político se les comenzaban a presentar. El resultado fue desastroso para su situación económica, pues ya porque la Corona les prohibía recoger los tributos, ya porque los separaban de los puestos políticos que les permitían ocuparse de la recolección de tributos, dejaron de percibir una buena cantidad de bienes a los que pensaban tenían derecho. Poco a poco la antigua nobleza se acercaba a la situación de quienes antes había gobernado.

Pasada la conquista, la inclusión de la nobleza indígena en la cultura europea se planteaba como algo necesario. Primero porque constituía un medio de evangelizar profunda y cuidadosamente a los antiguos nobles, quienes a su vez podían convertirse en portadores de la nueva fe para introducirla en sus comunidades. Luego, porque en la medida en que los miembros de este grupo compartieran más profundamente la cultura de los conquistadores, estarían en situación de convertirse, aunque fuera de manera transitoria, en funcionarios de la nueva administración a la manera europea. Éstas fueron algunas de las causas, sumado el proyecto de creación de un clero indígena, a las que se debió la fundación del Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Creada por los franciscanos, esta institución abrió sus puertas en 1536, apenas quince años después de la caída de Tenochtitlan. Los estudios que en ella se realizaban se ceñían a los programas clásicos de la formación humanística y el cuerpo de profesores incluía a antiguos egresados de universidades europeas entre las que se contaban la de París y la de Salamanca. En Tlatelolco se formaron varias generaciones de indígenas a quienes se les puede considerar verdaderos humanistas (vid. Gonzalbo Aizpuru).

La imposibilidad de que existiera un clero indígena, las epidemias que diezmaban a la población nativa, la creación de la Universidad, realizada para los mismos fines que el Colegio tlatelolca, y también el desinterés de la Corona para formar nobles indios que se ocuparan de los puestos de gobierno en sus comunidades, muchas ya por entonces gobernadas por individuos ajenos al antiguo grupo dominante, hicieron entrar en crisis el proyecto original. El colegio quedó reducido a escuela de primeras letras. Con ello concluía la posibilidad de hacer de la nobleza indígena un grupo cultivado en el saber europeo. No obstante el descrédito en el que cayó, Tlatelolco había logrado impactar la cultura de la nobleza indígena. Puede pensarse que los jóvenes miembros de este grupo, ya por entonces en crisis, fueron conscientes de la posibilidad intelectual que les asistía para instruirse en la cultura europea, cristiana y universalista.

Las complejas circunstancias someramente descritas incidieron en la creación de obras históricas, cuyos autores fueron precisamente nobles indígenas. Son tres los más representativos: Hernando Alvarado Tezozómoc, Domingo Francisco Chimalpain y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. El último, aunque no era indígena puro, sino castizo, abrazó los intereses de la nobleza de estas tierras, que por lazos familiares no le era extraña, y escribió una obra acorde con ellos. Estos cronistas elaboraron sus historias entre el final del siglo xvi y los últimos años de la primera mitad del xvii. Escritas en español y en lengua náhuatl, sus obras constituyen, al tiempo que fuentes de incuestionable valor para el conocimiento de la antigüedad mexicana, verdaderos ejemplos literarios que guardan no pocos pasajes escritos con calidad y elegancia que, en el caso del español, evidencian ya un uso peculiar de la lengua que puede ser considerado como propio de estas tierras.

 

mostrar Hernando Alvarado Tezozómoc

Nacido alrededor de diez años después de la conquista, Hernando Alvarado Tezozómoc perteneció a la antigua casa reinante de México Tenochtitlan. Por línea materna fue nieto de Moctezuma Xocoyotzin, el señor de México que recibió a Cortés; por su padre era bisnieto de Axayácatl, quien también había sido gobernante del mismo señorío. Hasta ahora no ha sido encontrado dato alguno respecto a dónde pudo haberse formado. Por su calidad de noble y por el tiempo en que hemos situado su nacimiento, puede casi asegurarse que fue alumno del Colegio de Tlatelolco.

Sabemos a ciencia cierta que Hernando Alvarado fue traductor, “lengua”, en la Real Audiencia de México, pero desconocemos por cuánto tiempo se ocupó de estas funciones. Precisamente de su paso por dicho organismo ha quedado un documento que se presume de su puño y letra, en el que, además, puede verse, ciertamente estilizado, su retrato. Allí aparece vestido como español y portando una espada. El documento en cuestión, llamado el “Papel de tierras de Cuauhquilpa”, está fechado en 1598. Precisamente en ese año Tezozómoc se encontraba escribiendo una de sus obras, la Crónica mexicana; la otra que conocemos, la Crónica mexicáyotl, la escribió alrededor de 1609. Desconocemos cuándo murió Hernando Alvarado Tezozómoc. Sólo podemos conjeturar que esto debió ocurrir poco después de 1609, año que comúnmente se acepta para la elaboración de su Crónica mexicáyotl.

1.1. Las crónicas de Tezozómoc

Hasta nosotros han llegado dos obras escritas por este cronista de origen mexica: la Crónica mexicana, redactada enteramente en español, y la Crónica mexicáyotl, en lengua náhuatl. Para escribir la Crónica mexicana, Tezozómoc recurrió a una antigua crónica hoy perdida, que suponemos estaba escrita en náhuatl, la cual tradujo al español.[1] Para la elaboración de la Crónica mexicáyotl, el autor debió tener enfrente algunos antiguos códices y documentos referentes a la historia genealógica de los mexicas.

La Crónica mexicana fue elaborada, según dijimos, alrededor de 1598. Su autor la redactó en español, hecho que llama la atención pues el náhuatl era su lengua materna. Para tal cuestión no hay respuesta plenamente satisfactoria. Se podría aducir que como probablemente el autor se formó en Tlatelolco, tuvo siempre la cultura europea por superior, y por lo tanto tratara, a través de la elaboración de una crónica en español, mostrar hasta qué punto estaba integrado al mundo de los conquistadores. Otra posible respuesta sería el pensar que Tezozómoc buscaba poner al alcance de los españoles una historia del pueblo sojuzgado. Tal historia haría evidente el glorioso pasado indígena y, sobre todo, el poder y la honra característicos de la nobleza.

La Crónica mexicana está compuesta por ciento diez capítulos que pueden muy bien ordenarse en tres partes. La primera narra la salida de los mexicas de Aztlan Chicomóztoc, su migración y su llegada a un islote en medio de los lagos que existían en el hoy llamado Valle de México, donde fundaron su ciudad. Compuesta sólo de tres capítulos, esta primera parte contiene múltiples referencias a la promesa que Huitzilopochtli, deidad tutelar de los mexicas, hizo a este pueblo diciéndoles que los conduciría hasta un sitio desde el que dominarían al mundo. La segunda parte, que se incia con el capítulo cuatro y concluye con el nueve, da cuenta de los primeros años de la existencia de la ciudad que habían fundado los mexicas, desde los tiempos en que este pueblo tuvo en Acamapichtli a su primer tlahtoani, gobernante legítimo sucesor de los antiguos caudillos militares, hasta la época en que el señorío mexica había acumulado la fuerza suficiente para liberarse del yugo con el que, desde la fundación de la ciudad, lo sujetaba Azcapotzalco. La última parte, la más extensa por el número de capítulos que la componen y la más importante por la riqueza y la centralidad de la narración, se inicia a la mitad del capítulo nueve con este enunciado: “Comienza el memorial de los valerosos soldados, conquistadores de Azcapotzalco.” Concluye con la llegada de Cortés y sus hombres a Tlaxcala, estado vecino, independiente y rival de los tenochcas.

El relato contenido en la Crónica mexicana concierne al devenir de los mexicas, cuya historia se compone primordialmente de guerras y conquistas en busca de honores y riquezas. En efecto, si preguntáramos cuál es el contenido de la Crónica mexicana, la respuesta idónea podría ser: los mexicas hacen la guerra para obtener honores y riquezas. Sobre esta sola frase se arma un imponente árbol que se ramifica hasta resultar en una gran fronda que oculta incluso el tronco-frase que la sostiene. Siendo ésta la esencia del discurso contenido en la crónica, abordaremos la historia narrada en ese mismo orden frástico: los mexicanos serán el sujeto; la acción desarrollada es hacer la guerra; y el complemento resultante de esta acción son los honores y las riquezas.

Se podría pensar que los mexicas a los que se refiere la Crónica mexicana son todos los habitantes de Tenochtitlan. Sin embargo, tal suposición encierra un error pues Tezozómoc da los elementos para conocer la identidad de aquellos que realizan la acción, base del relato. La clave está al inicio de la tercera parte, cuando el autor dice: “Aquí comienza el memorial de los valerosos soldados, conquistadores de Azcapotzalco.”[2] El relato que sigue a esta advertencia es largo y corresponde a casi un siglo, hasta la aparición de Cortés por estas tierras; los hombres que actúan a lo largo de él son precisamente los descendientes de aquellos “valerosos conquistadores”, con cuya mención se inicia la parte más extensa de esta crónica de Tezozómoc. En efecto, se trata de los nobles mexicas: los altos dignatarios, los sacerdotes de mayor rango, los militares que ocupaban los cargos más importantes y, por supuesto, el tlahtoani y el cihuacóatl, los dos dignatarios de mayor rango en el estado mexica. El pueblo no está ausente. En ese escenario que es la antigua realidad tenochca, los macehuales aparecen a la manera de los coros de las tragedias griegas. Ellos escuchan los discursos, actúan según las órdenes que salen de la boca de las primeras figuras; sin embargo, sus acciones, si bien no carecen de importancia, son sólo la consecuencia del actuar de los hombres prominentes.

Hacer la guerra es el núcleo de la frase que resume el discurso contenido en la Crónica mexicana. La acción militar está presente desde el principio de la obra, aun antes de que tuviera lugar la primera batalla. Es así como Huitzilopochtli se refiere a sí mismo como aquél cuyo cargo es hacer la guerra, actividad que pasa a ser en seguida la de su pueblo. La guerra es pues un mandato que los mexicas reciben de su dios. Ya sea en la guerra de conquista, ya en la guerra punitiva o en la realizada con el fin de hacer cautivos para el sacrificio, los mexicas estaban llamados a cumplir la misión compartida con el dios. Los objetivos de las guerras que los mexicas realizaban son siempre los mismos en la Crónica mexicana: conseguir honores y riquezas. En muchas ocasiones el discurso que esta crónica contiene identifica al campo de batalla con un campo de gloria, esto es con un sitio de honor. Por otro lado, desde los primeros momentos de la migración, Huitzilopochtli promete a su pueblo grandes riquezas. La guerra sería el medio para acceder a ellas. El dios finalmente cumplió su promesa, pues los mexicas fueron esforzados en la tarea que éste les había encomendado. Así explicaban el sitio tan relevante que ocupaban cuando llegaron los españoles. La historia narrada en esta crónica es un relato cerrado, concluido. En efecto, cuando los mexicas vivían el cumplimiento de la promesa hecha por Huitzilopochtli al inicio de su historia, aparecieron los signos que presagiaban la destrucción de su señorío. Los españoles estaban por llegar.

La Crónica mexicáyotl es la única otra obra de Tezozómoc que conocemos. Él mismo nos dice estar redactándola en 1609.[3] A diferencia de la obra que acabamos de comentar, ésta fue escrita en lengua náhuatl. El texto conserva, además de lo escrito por Tezozómoc, un breve relato también en náhuatl escrito por Alonso Franco, de quien sólo sabemos que era mestizo, que vivía en México Tenochtitlan y que murió en 1602. Por otro lado, Chimalpain, cronista chalca, hizo algunas correcciones a lo escrito por Tezozómoc, además de realizar la copia más antigua que conocemos de esta obra. Comentaremos únicamente lo escrito por Tezozómoc, que constituye la mayor parte de la obra. La Crónica mexicáyotl muestra a los mexicas, desde la época de su migración, como poseedores de un fuerte carácter guerrero. Ello constituye una de las diferencias de esta obra respecto de la Crónica mexicana. En esta última la actividad bélica del pueblo de Huitzilopochtli se hace más evidente sólo a partir de la lucha armada a través de la cual se independizó de Azcapotzalco. En su mayor parte, la Crónica mexicáyotl contiene exhaustivas genealogías de los gobernantes de Tenochtitlan. Los acontecimientos narrados en la Crónica mexicana, esto es, campañas guerreras, conquistas y triunfos militares, están casi ausentes en esta parte de la Crónica mexicáyotl. Las historias familiares ocupan en esta última obra un lugar preponderante. Tales historias aparecen en el texto siguiendo el orden de la sucesión de los gobernantes. A la noticia de la ascensión al poder de cada uno de ellos, sigue su relación genealógica. El sentido de esta parte de la crónica es el del devenir de un grupo más que el de la historia de una nación. Se trata de la historia genealógica de la nobleza mexica que no se interrumpe con la conquista, pues nobles indígenas siguieron existiendo después de este hecho trascendente. Según lo declara su autor (Tezozómoc, Crónica mexicáyotl, p. 6), este relato está destinado a ser fuente de identidad para las nuevas generaciones de tenochcas. Es pues una obra que no carece de sentido didáctico.

La Crónica mexicáyotl viene a ser una suerte de complemento de lo contenido en la Crónica mexicana. Se trata de la historia de la nobleza mexica. La primera da cuenta de la historia genealógica del grupo que actúa en la segunda; ambas constituyen la justificación del poder ejercido por la nobleza antes de la llegada de los españoles. Las dos crónicas muestran cuánto la nobleza indígena de finales del siglo xvi había perdido: poder, riqueza y honores. Todo ello merecido en la guerra durante los tiempos anteriores a la llegada de los españoles a estas tierras.

mostrar Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpain Cuauhtlehuanitzin

Según él mismo lo informa, este autor, a quien se le conoce generalmente sólo por uno de sus apellidos, el de Chimalpain, nació en Amaquemecan, en la antigua provincia de Chalco, en 1579.[4] Descendía de dos linajes cuyo origen se remontaba a uno de los fundadores del señorío chalca. Se trata pues de un cronista perteneciente a la más rancia nobleza de su región. Hasta la fecha se desconoce dónde recibió su rica y sólida formación intelectual. Como era común entre los jóvenes nobles indígenas, es posible que en el convento dominico de su natal Amaquemecan iniciara algunos estudios elementales. Siendo aún muy chico pasó a la ciudad de México,[5] donde es casi seguro que continuara su formación intelectual. A este respecto se ha llegado a afirmar que Chimalpain fue alumno del Colegio de Tlatelolco. Sin embargo, tal aseveración es poco probable; y si tal hubiese sido el caso, habría pasado por esa institución en una época en la que ya estaba reducida a una escuela de primeras letras y poco habría influido en la formación intelectual del cronista. Lo cierto es que Chimalpain fue poseedor de una gran cultura en la que se anudaban ricos elementos provenientes del pasado indígena: el manejo correcto y elegante de la lengua náhuatl, conocimiento ricos y profundos de religión cristiana, además de historia, filosofía y geografía europeas.

Cuando contaba con quince años de edad,[6] entró a servir como donado a la ermita de San Antonio Abad, en el barrio indígena de Xóloc, en las afueras de la ciudad. Allí escribió sus obras históricas. Sin duda, la cercanía con la capital del virreinato le permitió vivir en continuo contacto con la vida de esa ciudad, de la cual registró datos de sumo interés. Debió vivir en San Antonio Abad por largo tiempo, posiblemente hasta su muerte, que pudo ocurrir a mediados del siglo xvii.

2.1. Las obras de Chimalpain

Chimalpain dejó para la posteridad una vasta obra compuesta de ocho relaciones y un Memorial breve acerca de la fundación de la ciudad de Culhuacan, conjunto que actualmente recibe el nombre de Diferentes historias originales, así como otro trabajo al que se le ha llamado Diario. Esta producción se refiere a la historia de diversos señoríos del Valle de México, entre los que se cuentan Culhuacan y México Tenochtitlan, sin perder nunca de vista que el núcleo de su narración era el devenir de Chalco, región de donde era oriundo.[7] Es claro que una de las intenciones de la obra de Chimalpain era situar la historia que narraba en el devenir universal, entendido éste con un claro sentido cristiano y vinculado al misterio de la salvación. Tal es la razón por la cual Chimalpain incluyó en sus escritos un gran número de referencias a filósofos de la antigüedad y padres de la Iglesia, así como a pasajes bíblicos y a sucesos de la historia universal.

Chimalpain escribió sus obras desde aproximadamente 1606 hasta 1631. Cabe aclarar que el orden en que las redactó no es exactamente el mismo que actualmente tienen, pues se conservan según el criterio de alguno, no sabemos cual, de sus ulteriores poseedores. Para escribir sus relaciones, este autor debió allegarse información muy variada y de fuentes diversas. Destacan, en primer lugar aquellas de tradición indígena. En su “Octava relación” él mismo da cuenta de una serie de testimonios indígenas de contenido histórico que le sirvieron para escribir sus trabajos. Hay entre ellos desde información recogida directamente de boca de algunos ancianos chalcas y códices pictográficos, algunos con anotaciones en caracteres latinos, hasta una obra que relata la historia de varios señoríos de la región de Chalco. A estos documentos se deben agregar otros de procedencia europea como la Historia Sagrada, algunas obras de contenido filosófico, así como otras en las que se relataba la historia de España, además del Reportorio de los tiempos, publicado en 1606, del cosmógrafo Henrico Martínez (1555-1632), del cual tradujo algunos pasajes. Con los elementos extraídos de fuentes tan diversas, el autor chalca elaboró una obra hoy sorprendente por su riqueza y, sobre todo, por el sentido de que la dotó.

A lo largo de las llamadas relaciones, Chimalpain ofrece el relato de la historia indígena como parte del devenir universal. Así, el principio obligado es la narración bíblica de la creación del hombre por Dios, seguido del drama de la enemistad entre ambos. Es éste el inicio de la historia cuya trama se resuelve a través de una búsqueda constante, sembrada de encuentros y desencuentros que constituyen la esencia de las narraciones bíblicas. Esta etapa del devenir de la humanidad está presente en la “Primera relación” de Chimalpain. Allí se refieren los pasajes de la creación, la caída del hombre, el Diluvio, la confusión de lenguas en la Torre de Babel, así como una serie de profecías a través de las cuales queda patente el anuncio de la redención. El advenimiento de Cristo constituye el eje de las historias elaboradas con un sentido providencialista. En la obra de Chimalpain este acontecimiento tiene su lugar en la “Segunda relación”. Después de este relato, el autor incluye una descripción, traducida de la obra de Henrico Martínez, de los continentes hasta entonces conocidos. Cabe recordar que Oceanía no había sido aún descubierta. Con todos estos temas, el autor construye el gran escenario en el cual se desarrollarán las historias que narrará en las siguientes relaciones y que abordan temas mesoamericanos.

Para abordar dichos temas, Chimalpain tenía que establecer un vínculo que uniera la historia a que había hecho referencia en las dos primeras relaciones, y que podía ser definida como universal, providencialista e íntimamente relacionada con la salvación, con el devenir del hombre prehispánico. Así, en la “Cuarta relación”, narra cómo en el año 50 de nuestra era el hombre había pasado del antiguo al nuevo continente. En este relato sigue lo que al respecto había expuesto Henrico Martínez en su Reportorio de los tiempos, cuando afirmaba que el hombre americano provenía de una región, llamada Curtland, del Este de Europa, cuyos habitantes guardaban un gran parecido con los hombres del Nuevo Mundo (Martínez, Reportorio, tratado segundo, cap. viii). Si el indígena provenía del Viejo Mundo y descendía de la primera pareja, habría sufrido las consecuencias del pecado de aquellos primeros padres, y por lo tanto era partícipe de la Redención y debía ser considerado plenamente un ser humano. Establecido el vínculo, Chimalpain se aplica a narrar la historia prehispánica de estas tierras. El devenir de Culhuacan, uno de los señoríos más importantes del Valle de México, antes de la fundación de Tenochtitlan, es abordado en el Memorial breve acerca de la fundación de la ciudad de Culhuacan.

La historia de los mexicas es el tema principal de la “Tercera relación”. En ella, Chimalpain informa sobre el origen de este grupo, en la ciudad de Aztlan, su migración y las circunstancias de la fundación de México Tenochtitlan, hasta las épocas en que, constituidos en un gran imperio, esos mexicas dominaban gran parte de Mesoamérica. La historia no se interrumpe allí. También incluye relatos de la conquista de estos territorios por los españoles, hecho que puso fin a la preponderancia tenochca en la región. A lo largo de las demás relaciones, el autor aborda diferentes asuntos relacionados con la historia de su región natal. Trata el poblamiento de la misma por diversos grupos llegados a ella en distintas épocas, la formación de sus principales señoríos, sus vínculos con los demás estados del Valle, la formación de las hegemonías en la región, la llegada de los españoles y su conquista de estos territorios, para concluir con el devenir de la región de Chalco en la época colonial. La “Octava relación” merece mención aparte pues, por su contenido, se le puede considerar el más personal de los trabajos de este autor, ya que en ella nos informa de la historia genealógica de su familia. Sin embargo, el interés de esta relación de Chimalpain radica, sobre todo, en que es en ella donde da cuenta, extensa y ordenadamente, de las fuentes que usó en la elaboración de sus historias. Por otro lado, es en la “Octava relación” donde vierte también su idea de la historia, definida como un discurso verdadero y ordenado, útil para comprender de manera correcta el presente.

El llamado Diario, aún en lengua náhuatl, constituye un documento de incuestionable interés para el conocimiento de la vida cotidiana de la ciudad de México entre los últimos años del siglo xvi y los primeros del xvii. Escrito con una gran frescura, registra cronológicamente los acontecimientos más sobresalientes de la capital del virreinato. Tanto las inundaciones y otras desgracias, como las celebraciones religiosas y las fiestas civiles llenan sus páginas, y ponen al lector en contacto con una vida llena de color y actividad.

En las relaciones escritas por Chimalpain subyacen problemas de incuestionable importancia. Uno de ellos es el de la humanidad del indígena. Para este autor cristiano, cuyos orígenes familiares se remontaban a la época prehispánica, resultaba en extremo importante esclarecer los vínculos del hombre de estas latitudes con el pasado bíblico, pues sólo así podía ser considerado criatura de Dios y partícipe de la Redención. Al encontrar tales vínculos, solucionaba un problema, objeto de reflexiones y propuestas por parte de distintos autores de la época, como el dominico fray Diego Durán (1537-1588) y el jesuita José de Acosta (1539-1600). Quedaba pues el indígena en situación de ser considerado hijo de Dios, incluido en el plan salvífico, cuyo momento culminante era la Redención, y por lo tanto dotado de plena espiritualidad. El indígena quedaba pues totalmente reconocido como ser humano y, por lo tanto, objeto de la evangelización tan afanosamente llevada a cabo por los misioneros.

mostrar Fernando de Alba Ixtlilxóchitl

Todo parece apuntar que fue hacia 1578 cuando nació este cronista. Descendía en quinta generación de Nezahualpilli, tlahtoani de Tetzcoco e hijo de Nezahualcóyotl. Los matrimonios de su abuela y de su madre con españoles, hacían de este personaje un castizo, esto es un hombre por cuyas venas corrían tres cuartas partes de sangre hispana. No conocemos dato alguno respecto de la formación intelectual de este personaje. Se desprende de sus obras que era un hombre cultivado, conocedor tanto de la cultura indígena de su linaje materno, como de la cultura española de su ascendencia paterna. Ocupó en la administración colonial algunos puestos tales como el de intérprete en el Juzgado de Indios, en el que se desempeñaba hacia 1604; también fue sucesivamente gobernador de Tetzcoco y de Tlalmanalco, y, finalmente, juez gobernador en la provincia de Chalco. Sabemos, por otro lado, de la actuación de Ixtlilxóchitl en los litigios por los que trató de asegurar para su madre la sucesión del cacicazgo de Teotihuacan que había pertenecido a su bisabuelo. Este cacicazgo fue conservado por la familia y recibido finalmente en sucesión por Francisco de Navas, hermano mayor de Fernando de Alva. En el mes de octubre de 1650, Alva Ixtlilxóchitl murió. Poco antes había dejado una memoria testamentaria en la que, ante el escribano, reconocía a sus hijos Juan, Ana y Diego de Alva Cortés. El 26 del mismo mes, el cuerpo del cronista fue sepultado en la capilla de la Preciosa Sangre en la Parroquia de Santa Catarina Mártir en la ciudad de México.

3.1. Los escritos de Alva Ixtlilxóchitl

Han llegado hasta nosotros cinco obras escritas por este cronista, probablemente durante el primer cuarto del siglo xvii. Todas se conservan en español y conciernen sobre todo al pasado prehispánico, principalmente al antiguo señorío de Tetzcoco. Las obras de Ixtlilxóchitl son el resultado de la reunión de materiales muy diversos. Podemos contar entre ellos, en primer lugar, a los antiguos códices pictográficos. En efecto, repetidas veces en sus historias, el cronista alude a la consulta que realizó de “pinturas” y “pinturas originales”. De ellas hay una en particular que llama la atención; se trata de la denominada por el autor como “historia original”, de cuyo contenido no sólo se sirvió ampliamente, sino que, todo parece indicar, fue el hilo conductor de la narración en algunas de sus obras. Al uso de códices debemos agregar el empleo de obras escritas por indígenas originarios de diversos señoríos del Valle de México; cabe mencionar a Alonso Axayaca, quien, a decir del propio Ixtlilxóchitl, había logrado reunir una importante colección de documentos originales. De ellos, don Alonso sacó una rica información para componer una obra, hoy perdida, y consultada ampliamente por Ixtlilxóchitl. No pocas veces el autor tetzcocano hace mención de testimonios orales, obtenidos de ancianos indígenas principales. Es indudable que estos relatos, conservados en la memoria de los nobles, significaron para Ixtlilxóchitl la ocasión de trabar contacto con narraciones caracterizadas por la gran frescura que suelen tener los recuerdos de los ancianos.

De la formación europea del autor queda constancia en algunas citas suyas de autores clásicos, Platón y Jenofonte, por ejemplo, a las que se agregan otras, mayores en número, que provienen de autores como Francisco López de Gómara (1511-1562) o Antonio de Herrera (1549-1624). A estos cronistas debe sumarse fray Juan de Torquemada (1557?-1624), autor de la Monarquía indiana (1615), obra que Ixtlilxóchitl conoció y admiró. El autor tetzcocano incluyó en sus obras el fruto de sus propias observaciones. Es el caso de la alusión a antiguas ciudades prehispánicas como Teotihuacan o Tula, ya en ruinas por ese entonces, y que, a juzgar por los comentarios del autor, fueron visitadas por él. Con elementos provenientes de estos materiales tan variados, Ixtlilxóchitl elaboró sus obras. En ellas aborda temas que corresponden a una temporalidad muy dilatada. La historia que el cronista relata se inicia con las sucesivas creaciones de los soles cósmicos, a través de las cuales las antiguas deidades habían establecido el universo en el que el hombre actuaba. Este relato es interpretado por el cronista como la manera en que los indígenas refirieron la verdadera creación, narrada en la Biblia. Según Ixtlilxóchitl, estas tierras fueron pobladas primero por los toltecas, a quienes caracterizaba la posesión de una cultura refinada y que fueron ejemplo para otros grupos posteriores. Cuando los toltecas se dispersaron dejando deshabitadas las ciudades que habían fundado, penetraron en estas regiones los chichimecas, los segundos pobladores según el cronista tetzcocano. Este grupo nómada, cuya principal característica era la valentía, fundó también ciudades y sus miembros se mezclaron con los toltecas que aún vivían en el área. Ambos grupos, toltecas y chichimecas, constituyen, en estas crónicas, las raíces del señorío de Tetzcoco, del cual provenía el linaje indígena del cronista. Es precisamente de la historia tetzcocana de la que se ocupa Ixtlilxóchitl en seguida, integrándola a la historia del Valle de México y ponderando las calidades de sus gobernantes, especialmente las de Nezahualcóyotl. Puede decirse que los muchos detalles de la vida de tal personaje los conocemos a través de este historiador. Finalmente, la historia se cierra con la conquista española realizada por Hernán Cortés, a quien se alió Fernando Cortés Ixtlilxóchitl, señor de Tetzcoco; según el cronista, fue el primero en ese señorío en recibir el bautismo.

La historia que ofrece Fernando de Alva es narrada cronológicamente, comenzando por un tema tan general como puede ser la creación, en la que están implicadas todas las personas. Concluye con lo particular, la historia de los señores de Tetzcoco, con quienes el cronista estaba vinculado por lazos de sangre. En la obra de este cronista, la historia prehispánica adquiere un sentido plenamente identificado con la historia universal, cristiana y providencialista. A lo largo de las cinco relaciones que conocemos, repetidas veces los acontecimientos relevantes ocurridos en estas regiones encuentran su sitio en un devenir que incluye el europeo. En efecto, la referencia a tales hechos aparece acompañada de la mención de ciertos acontecimientos del Viejo Mundo, por ejemplo, en tiempos de qué papado ocurría o con qué reinados de los más importantes soberanos coincidía. Existe, sin embargo, otro nivel en los vínculos que Ixtlilxóchitl pretende establecer entre el Viejo y el Nuevo Mundos. Se trata del sentido de ciertos pasajes en los que el autor se muestra como un extraordinario ejemplo del hombre novohispano que comparte dos culturas.[8] Para Ixtlilxóchitl, la historia prehispánica, no obstante darse alejada de la fe cristiana, única en cuanto a posibilidades de salvación eterna se refiere, debía presentar, de algún modo, elementos que permitieran pensarla como parte de la historia universal, de aquel devenir cuyo origen había sido la creación, cuyo momento culminante era la redención y cuyo fin sería un segundo advenimiento de Cristo con el que concluiría su transcurrir. En efecto, Ixtlilxóchitl encontró en el devenir prehispánico de su región de origen elementos que de algún modo vinculaban su historia con el devenir cristiano y universal.

A través de diversos pasajes de su obra, Ixtlilxóchitl va construyendo la imagen de Nezahualcóyotl, tlahtoani de Tetzcoco, ciudad bajo cuyo reinado se convierte en la más culta de toda la región. Artistas plásticos –pintores, orfebres, plumajeros– conviven allí con sabios y poetas; el mismo tlahtoani tiene fama de ser un excelente poeta que ha sabido dar cuenta, a través de sus cantos, de la sapiencia que lo caracteriza. Ocurrió que cuando su señorío atravesaba por circunstancias penosas y desesperadas, Nezahualcóyotl accedió a realizar, aconsejado por los nobles de su reino, sacrificios humanos en honor a los dioses. Después tomó conciencia de su nula eficacia,[9] y, según lo narra la Historia de la nación chichimeca, se apartó a ayunar en un bosque durante cuarenta días –la cifra puede resultar significativa–, a lo largo de los cuales rindió culto a un Dios hasta entonces desconocido, invisible y creador de todo cuanto existía. El fino espíritu del tlahtoani compuso una serie de cantos con los cuales, al honrar a este Dios que recién acababa de descubrir, daba cuenta de su existencia.

Los lazos que acercan, en la obra de Ixtlilxóchitl, al México antiguo con la Europa cristiana no se limitan al conocimiento del verdadero Dios al que accedió Nezahualcóyotl. Existe en la vida de este personaje un episodio que dramáticamente lo acerca a la historia sagrada contenida en la Biblia. Se trata de un pasaje que guarda una asombrosa similitud con un acontecimiento del Antiguo Testamento, del cual fue protagonista el rey David. Este gobernante, enfermo de amor por la esposa de Urías el hitita, uno de sus cercanos generales, decide mandarlo a la guerra. Ordena que se le dé sitio en la vanguardia del ejército, con la seguridad de que moriría en el campo de batalla como en efecto ocurrió.[10] En Tetzcoco, Nezahualcóyotl se enamora de la esposa de Cuacuauhtzin a quien envía a la guerra con la esperanza de que muera. Cuando eso acontece, toma como esposa a la joven viuda con quien tuvo descendencia. A este pecado correspondió un castigo que hizo que el tlahtoani se arrepintiera. La similitud de ambos pasajes acerca de forma incuestionable al Israel de la época de David, que esperaba al Redentor, con el Tetzcoco de Nezahualcóyotl, el de los tiempos anteriores a la conquista y a la llegada de la verdadera fe. Estos sendos pasajes desarrollados en circunstancias precristianas, de espera del advenimiento de un Redentor, establecen un vínculo entre las dos realidades que tiempo después entrarían en un violento contacto. Una de las consecuencias de ese intercambio vendría a ser el anuncio del Evangelio en estas tierras y con él la posibilidad de salvación para los indígenas.

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Los tres nobles indígenas, autores de las obras que hemos comentado, se ocuparon de la historia prehispánica desde muy diferentes perspectivas. A través de sus trabajos intentaron resolver problemas muy distintos a los cuales sus situaciones muy particulares los enfrentaban. Se puede afirmar que el conjunto de las obras escritas por ellos nos permite apreciar al menos dos caras de la realidad en la que vivieron y desde la cual escribieron sus obras.

Quedó dicho que durante los últimos decenios del siglo xvi y los primeros del xvii, la nobleza indígena sufrió un proceso de verdadera disolución. Paulatinamente, los privilegios económicos, políticos y sociales que había recibido de la Corona le fueron retirados hasta asimilarla con el grupo al que antaño había gobernado. Por otro lado, aunque ya había sido discutida, y la Iglesia no abrigaba dudas al respecto, la plena humanidad del indígena era cuestión que aún constituía un objeto de reflexiones y de propuestas muchas de las cuales quedaron plasmadas en obras historiográficas, tal fue el caso de José de Acosta quien en su Historia natural y moral de las Indias da por hecho que el origen del hombre americano era la primera pareja bíblica, estableciendo sin lugar a dudas la humanidad del indígena. Estas dos cuestiones, de órdenes distintos, están presentes en formas y medidas diferentes en las obras de los autores que hemos evocado.

La obra de Hernando Alvarado Tezozómoc, al narrar la historia de la antigua nobleza como un devenir de gloria y honores, constituía una denuncia velada, discreta, de la situación deplorable en la que ese grupo y su poderío se encontraban a finales del siglo xvi. Todo ello gracias a las medidas, en consonancia con el régimen absolutista, a través de las cuales la Corona recuperaba el poder que consideraba le correspondía. Tales medidas hacían de la nobleza indígena, descendiente de los valerosos y ricos mexicas de otro tiempo, un grupo débil, sumido en un proceso que la alejaba a pasos agigantados de la magnífica posición de sus antepasados.

Chimalpain Cuauhtlehuanitzin, por su lado, si bien es cierto que narra en sus Diferentes historias originales el devenir de los grupos gobernantes de algunos señoríos del Valle de México, principalmente los de su original Chalco, parece, por el sentido de su obra toda, buscar solución a un problema que va más allá de establecer el devenir de la nobleza indígena. En efecto, la búsqueda de los vínculos originales entre el antiguo y el nuevo continentes constituye un afán ontológico que se funda en la necesidad de ver en el indígena de estas tierras a un partícipe de la historia universal, del plan divino de la Redención, un ser humano pleno. Es posible que esta búsqueda del autor esté relacionada con un aspecto de su vida personal. Como quedó dicho, Chimalpain optó, aún muy joven, por una vida de donado en la ermita de San Antonio Abad. Esto implicaba, a todas luces, una profunda vocación religiosa, en un tiempo en que el proyecto de la formación de un clero indígena había fracasado. En esta perspectiva, el sentido de la obra del cronista adquiere otra dimensión: establecer plenamente la espiritualidad del indígena para demostrar que la política de negar a los indígenas las órdenes sacerdotales era infundada.

Ixtlilxóchitl nos ofrece en Nezahualcóyotl la imagen de un personaje que, inmerso en una realidad de gentiles, dados a la adoración de deidades falsas, descubre la existencia del Dios verdadero, el de los cristianos que aún no llegaban a estas tierras. Percepción significativa, pues prepara, en el contexto de la historia prehispánica, la llegada de los hombres portadores de la verdadera fe. Asimismo, y es posiblemente lo más importante de la obra, tiende un vínculo de validez incuestionable entre las dos realidades –la indígena y la europea–, pues el verdadero Dios se muestra al entendimiento humano en ambos lados del mar. Con ello el indígena encuentra su sitio en una circunstancia distinta, acaso de menos desventaja en materia de fe, ante el hombre del viejo continente, quien con su llegada le aportaría la luz del Evangelio. Estas pretensiones del cronista tetzcocano son cercanas a las de Chimalpain, pues se relacionan con el ser del indígena prehispánico y su capacidad para abrazar la nueva religión. Es posible, asimismo, considerar la obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, como la de Tezozómoc, el resultado de una compleja empresa que obedecía tanto a intereses personales como de grupo. Tales intereses sólo pueden explicarse teniendo en cuenta el complicado devenir colonial, en el que grupos de diferente origen luchaban entre sí y acudían constantemente al poder real para pedir justicia y conservar la situación que consideraban les correspondía en la sociedad novohispana.

Los tres cronistas constituyen ejemplos elocuentes de la producción literaria de contenido histórico. En sus obras se entretejieron elementos provenientes de las tradiciones indígenas con otros de origen claramente europeo. A través de ellas, sus autores dieron cuenta de los afanes del grupo social al que pertenecían, cuyo pasado glorioso los llenaba de orgullo dotándolos de una sólida conciencia de sus derechos. También es cierto que esa misma conciencia les permitió responder, con argumentos sólidos, a las inquietudes que el ser indígena había despertado en el ánimo de los conquistadores dado el hecho incuestionable del aislamiento geográfico del Nuevo Mundo.

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Ediciones

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----, Obras históricas, ed. de Edmundo O’Gorman, 2 vols., México, D. F., Universidad Nacional Aautónoma de MéxicoInstituto de Investigaciones Históricas, 1975.

Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Domingo Francisco de San Antón Muñón, "Diferentes historias originales", en Corpus codicum americanorum Medii Aevii, ed. facs., introd. de Ernest Mengin, Copenhague, Emar Munksgaard, 1949, vol. 3, partes 1 a 3.

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Crítica

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Romero Galván, José Rubén, “Fernando de Alva Ixtlilxóchitl”, en J. R. Romero Galván (coord.), Historia de la historiografía mexicana, vol. 1, Historiografía de tradición indígena, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de MéxicoInstituto de Investigaciones Históricas, en preparación.

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Velazco, Salvador, “La imaginación historiográfica de Fernando de Alva Ixtlilxochitl: etnicidades emergentes y espacios de enunciación”, Colonial Latin American Review, núm. 1, vol. 7, 1998, pp. 33-58.

Zimmermann, Günter (ed.), Die Relationem Chimalpahin’s zur Geschichte Mexico’s, Hamburgo, Cran Gruyter, 1963-1965.