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La palabra piesa
Cómo se escribe

Comó se escribe piesa o pieza?

Cual es errónea Pieza o Piesa?

La palabra correcta es Pieza. Sin Embargo Piesa se trata de un error ortográfico.

El Error ortográfico detectado en el termino piesa es que hay un Intercambio de las letras z;s con respecto la palabra correcta la palabra pieza

Más información sobre la palabra Pieza en internet

Pieza en la RAE.
Pieza en Word Reference.
Pieza en la wikipedia.
Sinonimos de Pieza.


la Ortografía es divertida


Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras z;s

Reglas relacionadas con los errores de z;s

Las Reglas Ortográficas de la Z

Se escribe z y no c delante de a, o y u.

Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.

Ejemplos: pedazo, terraza

Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.

Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez

La X y la S

Las Reglas Ortográficas de la S

Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz

Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad

Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa

Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso

Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima

Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.

Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.

Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.

Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece pieza

La palabra pieza puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1952
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En el fondo de la pieza estaba el pesado carro que rodaba hasta los últimos límites de la provincia para traer las compras de vino. ...

En la línea 2156
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Vivía en continuo contacto con su arma, la pieza más moderna de su casa, siempre limpia, brillante y acariciada con ese cariño de moro que el labrador valenciano siente por su escopeta. ...

En la línea 544
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Era una pieza estrecha y larga, que aún parecía más grande por lo denso de la atmósfera y la escasez de luz. En el fondo estaba el hogar, en el que ardía una lumbre de boñiga seca, despidiendo un olor infecto. Un candil marcaba su llama como una lágrima roja y titilante en este ambiente nebuloso. El resto de la pieza, completamente a oscuras, tenía en sus tinieblas palpitaciones de vida. Adivinábase la presencia de una muchedumbre bajo la mortaja de sombras. ...

En la línea 1391
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Registró las habitaciones del capataz: nadie. Creyó encontrar cerrada la puerta del cuarto de Mariquita; pero cedió aquélla al primer impulso. La cama estaba vacía y toda la habitación en orden, como si nadie hubiese entrado. Igual soledad en la cocina. Atravesó a tientas la vasta pieza que servía de dormitorio a los trabajadores. ¡Ni un alma! Asomó luego la cabeza en el departamento de los lagares. La luz difusa del cielo, penetrando por las ventanas, proyectaba en el suelo unas manchas de tenue claridad. Dupont, en este silencio creyó oír el sonido de una respiración, el tenue remover de alguien tendido en el suelo. ...

En la línea 1586
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Le bastó a Fermín anunciarse, para que le hiciesen pasar al despacho del señor. Un criado descorrió las cortinas de las ventanas para que entrase toda la luz de la tarde. Don Pablo, apoyado en la pared, inclinábase ante la bocina de un aparato telefónico, manteniendo el receptor en el oído. Con un gesto indicó a su empleado que se sentase, y Fermín, hundido en un sillón, dejó vagar su mirada por esta pieza, en la que no había entrado nunca. ...

En la línea 1593
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Cuando, e n una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sos pechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habi tuales del establecimiento. ...

En la línea 2318
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Una mesa cua drada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza. ...

En la línea 3637
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Señor O'Reilly -le dijo el duque, conduciéndolo a la capilla-, ved estos herretes de diamantes y decidme cuánto vale cada pieza. ...

En la línea 3638
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:-Mil quinientas pistolas la pieza, milord -respondió. ...

En la línea 594
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Dentro de la Seo, donde vive ahora el gobernador, hay una magnífica biblioteca, que ocupa una inmensa pieza abovedada, como la nave de una catedral; en un aposento contiguo hay una colección de cuadros de autores portugueses, principalmente retratos, entre los que se halla el de don Sebastián. ...

En la línea 5174
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Lleváronme a la _jefatura_, donde está el despacho del _corregidor_, y me introdujeron en una vasta pieza, invitándome con el gesto a tomar asiento en un banco de madera. ...

En la línea 6463
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Sin proferir palabra nos dejó entrar en una pieza muy vasta, con piso de tierra. ...

En la línea 7031
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Lo restante del piso ocupábalo una vasta pieza, reservada para mí, y que comunicaba con el terrado por dos puertas. ...

En la línea 158
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. ...

En la línea 252
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. ...

En la línea 382
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. ...

En la línea 384
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. ...

En la línea 537
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Durante nuestras varias travesías al sur del Plata dejaba yo con mucha frecuencia en la estela del buque una red de cáñamo, que me permitió recoger algunos animales curiosos. De este modo recogí algunos crustáceos muy notables pertenecientes a géneros no descritos. Uno de estos crustáceos, relacionado bajo ciertos puntos de vista a los Notopoda (cangrejos que tienen las patas posteriores casi en el dorso, lo que les permite adherirse a la superficie inferior de las rocas), es muy notable por la estructura de dichas patas. La penúltima pieza, en lugar de terminar en una simple pinza, se compone de tres apéndices de desigual longitud, que parecen cerdas: el más largo de estos apéndices lo es tanto como toda la pata. Las pinzas son sumamente delgadas y armadas de dientes muy finos dirigidos hacia atrás; su extremidad encorvada es aplanada, y en la parte plana lleva cinco cupulitas o elevaciones diminutas que parecen gozar de las mismas propiedades que las ventosas de los tentáculos de la jibia. Como este animal vive en alta mar y experimenta probablemente la necesidad del descanso, supongo que esta admirable conformación, aunque muy anormal, le permite adherirse al cuerpo de otros animales marinos. ...

En la línea 737
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... La perfecta igualdad que reina entre los individuos que componen las tribus fueguenses retrasará por mucho tiempo su civilización. Sucede a las razas humanas lo mismo que a los animales, a quienes el instinto impulsa a vivir en sociedad;.son más a propósito para el progreso cuando obedecen a un jefe. Sea ello una causa o un efecto, los pueblos más civilizados tienen siempre el gobierno más artificial. Los habitantes de Otahiti, por ejemplo, estaban gobernados por monarcas hereditarios en la época de su descubrimiento y habían adquirido mayor grado de civilización que otra rama del mismo pueblo, los neo-zelandeses, que, aun cuando hayan hecho grandes progresos porque se les obligó a ocuparse de agricultura, eran republicanos en el más absoluto sentido de la palabra. Parece imposible que el estado político de la Tierra del Fuego pueda mejorarse mientras no surja un jefe cualquiera armado de poder bastante para asegurar la posesión de los progresos adquiridos; el dominio de los animales, por ejemplo. En la actualidad, si se le da a uno de ellos una pieza de tela, la rasga en pedazos y cada uno toma su parte: ningún individuo puede ser más rico que su vecino. ...

En la línea 2691
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¿Cómo que no puede ser? Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina. ...

En la línea 7976
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Era una especie de resurrección del ánimo, de la imaginación y del sentimiento la aparición de aquella arrogante figura de caballo y caballero en una pieza, inquietos, ruidosos, llenando la plaza de repente. ...

En la línea 1534
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Bustamante lamentaba la decadencia de .tan eminente amigo. Su silencio diplomático, célebre al otro lado del Océano, se cortaba ahora durante sus visitas con un jadeo acompañado de movimientos aprobativos de cabeza. Hablaba con lentitud, y como muchas veces la otra celebridad diplomática visitada por él era igualmente vieja y tarda en palabras y pensamientos ocurrió que las dos excelencias iban bajando el tono de su voz y acababan por adormecerse, quedando en meditativa inmovilidad, hasta que un estrépito venido de la calle o un ruido en la pieza inmediata los despertaba sobresaltados continuando su pausada conversación. ...

En la línea 1124
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... En el vasto declive comprendido entre el edificio y el cordón de tropas acampado abajo fueron desplegando dichas piezas de tela, que sus ayudantes cosieron rápidamente gracias a unas máquinas portátiles de vertiginosa celeridad. Así quedo formada una pieza única y enorme, que cubría todo un lado de la colina, y el más viejo de los maestros, consultando un cuaderno cuyas hojas llenaba de cálculos matemáticos, trazo con un pincel blanco sobre la tela las líneas que debían seguir los cortadores. Así como iban quedando separadas las diversas piezas del traje se apoderaban de ellas los ayudantes, haciendo trabajar de nuevo sus máquinas de coser. Todos los costureros eran hombres, pues las labores de aguja únicamente se consideraban compatibles con la debilidad del sexo masculino. En cambio, los maestros cortadores eran mujeres, así como los empleados del gobierno que vigilaban la operación. ...

En la línea 1162
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cuando Flimnap quedó a solas con Gurdilo, en una pieza modestamente amueblada, se apresuró a hacer su propia presentación. ...

En la línea 98
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Si estaba jugando al tute o al mus, únicos juegos que sabía y en los que era maestro, primero se hundía el mundo que apartar él su atención de las cartas. Era tan fuerte el ansia de charla y de trato social, se lo pedía el cuerpo y el alma con tal vehemencia, que si no iban habladores a la tienda no podía resistir la comezón del vicio, echaba la llave, se la metía en el bolsillo y se iba a otra tienda en busca de aquel licor palabrero con que se embriagaba. Por Navidad, cuando se empezaban a armar los puestos de la Plaza, el pobre tendero no tenía valor para estarse metido en aquel cuchitril oscuro. El sonido de la voz humana, la luz y el rumor de la calle eran tan necesarios a su existencia como el aire. Cerraba, y se iba a dar conversación a las mujeres de los puestos. A todas las conocía, y se enteraba de lo que iban a vender y de cuanto ocurriera en la familia de cada una de ellas. Pertenecía, pues, Estupiñá a aquella raza de tenderos, de la cual quedan aún muy pocos ejemplares, cuyo papel en el mundo comercial parece ser la atenuación de los males causados por los excesos de la oferta impertinente, y disuadir al consumidor de la malsana inclinación a gastar el dinero. «D. Plácido, ¿tiene usted pana azul?».—«¡Pana azul!, ¿y quién te mete a ti en esos lujos? Sí que la tengo; pero es cara para ti». —«Enséñemela usted… y a ver si me la arregla»… Entonces hacía el hombre un desmedido esfuerzo, como quien sacrifica al deber sus sentimientos y gustos más queridos, y bajaba la pieza de tela. «Vaya, aquí está la pana. Si no la has de comprar, si todo es gana de moler, ¿para qué quieres verla? ¿Crees que yo no tengo nada qué hacer?».—«Lo que dije; estas mujeres marean a Cristo. Hay otra clase, sí señora. ¿La compras, sí o no? A veinte y dos reales, ni un cuarto menos».—«Pero déjela ver… ¡ay qué hombre! ¿Cree que me voy a comer la pieza?»… «A veinte y dos realetes». —«¡Ande y que lo parta un rayo!».—«Que te parta a ti, mal criada, respondona, tarasca… ». ...

En la línea 98
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Si estaba jugando al tute o al mus, únicos juegos que sabía y en los que era maestro, primero se hundía el mundo que apartar él su atención de las cartas. Era tan fuerte el ansia de charla y de trato social, se lo pedía el cuerpo y el alma con tal vehemencia, que si no iban habladores a la tienda no podía resistir la comezón del vicio, echaba la llave, se la metía en el bolsillo y se iba a otra tienda en busca de aquel licor palabrero con que se embriagaba. Por Navidad, cuando se empezaban a armar los puestos de la Plaza, el pobre tendero no tenía valor para estarse metido en aquel cuchitril oscuro. El sonido de la voz humana, la luz y el rumor de la calle eran tan necesarios a su existencia como el aire. Cerraba, y se iba a dar conversación a las mujeres de los puestos. A todas las conocía, y se enteraba de lo que iban a vender y de cuanto ocurriera en la familia de cada una de ellas. Pertenecía, pues, Estupiñá a aquella raza de tenderos, de la cual quedan aún muy pocos ejemplares, cuyo papel en el mundo comercial parece ser la atenuación de los males causados por los excesos de la oferta impertinente, y disuadir al consumidor de la malsana inclinación a gastar el dinero. «D. Plácido, ¿tiene usted pana azul?».—«¡Pana azul!, ¿y quién te mete a ti en esos lujos? Sí que la tengo; pero es cara para ti». —«Enséñemela usted… y a ver si me la arregla»… Entonces hacía el hombre un desmedido esfuerzo, como quien sacrifica al deber sus sentimientos y gustos más queridos, y bajaba la pieza de tela. «Vaya, aquí está la pana. Si no la has de comprar, si todo es gana de moler, ¿para qué quieres verla? ¿Crees que yo no tengo nada qué hacer?».—«Lo que dije; estas mujeres marean a Cristo. Hay otra clase, sí señora. ¿La compras, sí o no? A veinte y dos reales, ni un cuarto menos».—«Pero déjela ver… ¡ay qué hombre! ¿Cree que me voy a comer la pieza?»… «A veinte y dos realetes». —«¡Ande y que lo parta un rayo!».—«Que te parta a ti, mal criada, respondona, tarasca… ». ...

En la línea 99
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Era muy fino con las señoras de alto copete. Su afabilidad tenía tonos como este: «¿La cúbica? Sí que la hay. ¿Ve usted la pieza allá arriba? Me parece, señora, que no es lo que usted busca… digo, me parece; no es que yo me quiera meter… Ahora se estilan rayaditas: de eso no tengo. Espero una remesa para el mes que entra. Ayer vi a las niñas con el Sr. D. Cándido. Vaya, que están creciditas. ¿Y cómo sigue el señor mayor? ¡No le he visto desde que íbamos juntos a la bóveda de San Ginés!»… Con este sistema de vender, a los cuatro años de comercio se podían contar las personas que al cabo de la semana traspasaban el dintel de la tienda. A los seis años no entraban allí ni las moscas. Estupiñá abría todas las mañanas, barría y regaba la acera, se ponía los manguitos verdes y se sentaba detrás del mostrador a leer el Diario de Avisos. Poco a poco iban llegando los amigos, aquellos hermanos de su alma, que en la soledad en que Plácido estaba le parecían algo como la paloma del arca, pues le traían en el pico algo más que un ramo de oliva, le traían la palabra, el sabrosísimo fruto y la flor de la vida, el alcohol del alma, con que apacentaba su vicio… Pasábanse el día entero contando anécdotas, comentando sucesos políticos, tratando de tú a Mendizábal, a Calatrava, a María Cristina y al mismo Dios, trazando con el dedo planes de campaña sobre el mostrador en extravagantes líneas tácticas; demostrando que Espartero debía ir necesariamente por aquí y Villarreal por allá; refiriendo también sucedidos del comercio, llegadas de tal o cual género; lances de Iglesia y de milicia y de mujeres y de la corte, con todo lo demás que cae bajo el dominio de la bachillería humana. A todas estas el cajón del dinero no se abría ni una sola vez, y a la vara de medir, sumida en plácida quietud, le faltaba poco para reverdecer y echar flores como la vara de San José. Y como pasaban meses y meses sin que se renovase el género, y allí no había más que maulas y vejeces, el trueno fue gordo y repentino. Un día le embargaron todo, y Estupiñá salió de la tienda con tanta pena como dignidad. ...

En la línea 423
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La casa era tan grande, que los dos matrimonios vivían en ella holgadamente y les sobraba espacio. Tenían un salón algo anticuado, con tres balcones. Seguía por la izquierda el gabinete de Barbarita, luego otro aposento, después la alcoba. A la derecha del salón estaba el despacho de Juanito, así llamado no porque este tuviese nada que despachar allí, sino porque había mesa con tintero y dos hermosas librerías. Era una habitación muy bien puesta y cómoda. El gabinetito de Jacinta, inmediato a esta pieza, era la estancia más bonita y elegante de la casa y la única tapizada con tela; todas las demás lo estaban con colgadura de papel, de un arte dudoso, dominando los grises y tórtola con oro. Veíanse en esta pieza algunas acuarelas muy lindas compradas por Juanito, y dos o tres óleos ligeros, todo selecto y de regulares firmas, porque Santa Cruz tenía buen gusto dentro del gusto vigente. Los muebles eran de raso o de felpa y seda combinadas con arreglo a la moda, siendo de notar que lo que allí se veía no chocaba por original ni tampoco por rutinario. Seguía luego la alcoba del matrimonio joven, la cual se distinguía principalmente de la paterna en que en esta había lecho común y los jóvenes los tenían separados. Sus dos camas de palosanto eran muy elegantes, con pabellones de seda azul. La de los padres parecía un andamiaje de caoba con cabecera de morrión y columnas como las de un sagrario de Jueves Santo. La alcoba de los pollos se comunicaba con habitaciones de servicio, y le seguían dos grandes piezas que Jacinta destinaba a los niños… cuando Dios se los diera. Hallábanse amuebladas con lo que iba sobrando de los aposentos que se ponían de nuevo, y su aspecto era por demás heterogéneo. Pero el arreglo definitivo de estas habitaciones vacantes existía completo en la imaginación de Jacinta, quien ya tenía previstos hasta los últimos detalles de todo lo que se había de poner allí cuando el caso llegara. ...

En la línea 422
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... John Canty se apartó murmurando amenazas y maldiciones, y desapareció de la vista, tragado por la multitud. Handon subió tres tramos de escalera hasta su cuarto en compañía del niño, después de ordenar que les sirvieran de comer. Era una pobre pieza, con una destartalada cama y algunos muebles viejos, y alumbrada vagamente por dos moribundas velas. El rey niño se arrastró hasta la cama y se tendió en ella, casi exhausto de hambre y de fatiga. Había estado en pie gran parte del día y de la noche (entonces eran las dos o tres de la mañana), y no había comido nada. Soñoliento, bulbueió: ...

En la línea 907
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Cuando terminó el desayuno, ésta dijo al rey que lavara los platos. Semejante orden dejó de una pieza un instante a Eduardo y lo puso al borde de la rebelión; pero en seguida se dijo: ...

En la línea 115
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada. ...

En la línea 115
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada. ...

En la línea 2250
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... »¡Y luego nos insulta! Llama cinismo, esto es, perrismo o perrería, a la impudencia o sinvergüencería, él, el animal hipócrita por excelencia. El lenguaje le ha hecho hipócrita. Como que la hipocresía debería llamarse antropismo si es que a la impudencia se le llama cinismo. ¡Y ha querido hacernos hipócritas, es decir, cómicos, farsantes, a nosotros, a los perros! A los perros, que no fuimos sometidos y domesticados por el hombre como el toro o el caballo, a la fuerza, sino que nos unimos a él libremente, en pacto sinalagmático, para explotar la caza. Nosotros le descubríamos la pieza, él la cazaba y nos daba nuestra parte. Y así, en contrato social, nació nuestro consorcio. ...

En la línea 614
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El capitán Nemo se levantó y yo le seguí. Por una doble puerta situada al fondo de la pieza entré en una sala de dimensiones semejantes a las del comedor. ...

En la línea 713
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Tras la cocina se hallaba el dormitorio de la tripulación, en una pieza de cinco metros de longitud. Pero la puerta estaba cerrada y no pude ver su interior que me habría dado una indicación sobre el número de hombres requerido por el Nautilus para su manejo. ...

En la línea 715
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Nada más entrar, me sorprendió el olor sui generis que llenaba la pieza. El capitán Nemo advirtió mi reacción. ...

En la línea 1030
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... En aquel momento, vi al capitán apuntar su arma hacia algo que se movía entre la vegetación. Salió el tiro, que produjo un débil silbido, y un animal cayó fulminado a algunos pasos. Era una magnífica nutria de mar, el único cuadrúpedo exclusivamente marino. La pieza, de un metro y medio de longitud, debía tener un precio muy alto. Su piel, de color pardo oscuro por el lomo y plateado por debajo, era de esas que tanto se cotizan en los mercados rusos y chinos. La finura y el lustre de su pelaje le aseguraban un valor mínimo de dos mil francos. Contemplé con admiración al curioso mamífero de cabeza redondeada con pequeñas orejas, sus ojos redondos, sus bigotes blancos, semejantes a los del gato, sus pies palmeados con uñas y su cola peluda. Este precioso carnicero, sometido a la intensa persecución y caza de los pescadores, va haciéndose extremadamente raro. Se ha refugiado principalmente en las zonas boreales del Pacífico, en las que muy probablemente no tardará en extinguirse la especie. ...

En la línea 1114
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... No faltaba nada en la casa, y a excepción de estar apagada la bujía, la cual se hallaba en una mesa entre la puerta y mi hermana y a espaldas de ésta cuando fue herida, no se notaba ningún desorden en la cocina más que el que ella misma originó al caer y al derramar sangre por la herida. Pero en aquel lugar había una pieza de convicción. La habían golpeado con algo muy pesado y de cantos redondeados en la cabeza y en la columna vertebral; después de haberla herido y mientras ella estaba tendida de cara al suelo, le arrojaron algo muy pesado con extraordinaria violencia. Y en el suelo, a su lado, cuando Joe levantó a su mujer, pudo ver un grillete de presidiario que había sido limado. ...

En la línea 1372
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - ¡No hagas ruido! - le gritó el señor Trabb con la mayor severidad ,- o, de lo contrario, te voy a quitar la cabeza de un manotazo. Hágame el favor de sentarse, caballero. Éste-dijo el señor Trabb bajando una pieza de tela y extendiéndola sobre el mostrador antes de meter la mano por debajo, para mostrar el brillo - es un artículo muy bueno. Púedo recomendarlo para su objeto, caballero, porque realmente es extra superior. Pero también verá otros. Dame el número cuatro, tú - añadió dirigiéndose al muchacho y mirándole de un modo amenazador, pues temía el peligro de que aquel desvergonzado me hiciera alguna trastada con la escoba a otra demostración cualquiera de familiaridad. ...

En la línea 2013
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pareciéndome que el domingo era el mejor día para escuchar las opiniones del señor Wemmick en Walworth, dediqué el siguiente domingo por la tarde a hacer una peregrinación al castillo. Al llegar ante las murallas almenadas observé que ondeaba la bandera inglesa y que el puente estaba levantado, pero, sin amilanarme por aquella muestra de desconfianza y de resistencia, llamé a la puerta y fui pacíficamente admitido por el anciano. -Mi hijo, caballero-dijo el viejo después de levantar el puente, - ya se figuraba que usted vendría y me dejó el encargo de que volvería pronto de su paseo. Mi hijo pasea con mucha regularidad. Es hombre de hábitos muy ordenados en todo. 140 Yo incliné la cabeza hacia el anciano caballero, de la misma manera que pudiera haber hecho Wemmick, y luego entramos y nos sentamos ante el fuego. - Indudablemente, caballero - dijo el anciano con su voz aguda, mientras se calentaba las manos ante la llama, - conoció usted a mi hijo en su oficina, ¿no es verdad? - Yo moví la cabeza afirmativamente. - ¡Ah! - añadió el viejo-. He oído decir que mi hijo es un hombre notable en los negocios. ¿No es cierto? - Yo afirmé con un enérgico movimiento de cabeza. - Sí, así me lo han dicho. Tengo entendido que se dedica a asuntos jurídicos. - Yo volví a afirmar con más fuerza. - Y lo que más me sorprende en mi hijo - continuó el anciano - es que no recibió educación adecuada para las leyes, sino para la tonelería. Deseoso de saber qué informes había recibido el anciano caballero acerca de la reputación del señor Jaggers, con toda mi fuerza le grité este nombre junto al oído, y me dejó muy confuso al advertir que se echaba a reír de buena gana y me contestaba alegremente: - Sin duda alguna, no; tiene usted razón. Y todavía no tengo la menor idea de lo que quería decirme o qué broma entendió él que le comunicaba. Como no podía permanecer allí indefinidamente moviendo con energía la cabeza y sin tratar de interesarle de algún modo, le grité una pregunta encaminada a saber si también sus ocupaciones se habían dedicado a la tonelería. Y a fuerza de repetir varias veces esta palabra y de golpear el pecho del anciano para dársela a entender, conseguí que por fin me comprendiese. - No - dijo mi interlocutor -. Me dediqué al almacenaje. Primero, allá - añadió señalando hacia la chimenea, aunque creo que quería indicar Liverpool, - y luego, aquí, en la City de Londres. Sin embargo, como tuve una enfermedad… , porque soy de oído muy duro, caballero… Yo, con mi pantomima, expresé el mayor asombro. - Sí, tengo el oído muy duro; y cuando se apoderó de mí esta enfermedad, mi hijo se dedicó a los asuntos jurídicos. Me tomó a su cargo y, poquito a poco, fue construyendo esta posesión tan hermosa y elegante. Pero, volviendo a lo que usted dijo - prosiguió el anciano echándose a reír alegremente otra vez, - le contesto que, sin duda alguna, no. Tiene usted razón. Yo me extrañaba modestamente acerca de lo que él habría podido entender, que tanto le divertía, cuando me sobresaltó un repentino ruidito en la pared, a un lado de la chimenea, y el observar que se abría una puertecita de madera en cuya parte interior estaba pintado el nombre de «John». El anciano, siguiendo la dirección de mi mirada, exclamó triunfante: -Mi hijo acaba de llegar a casa. Y ambos salimos en dirección al puente levadizo. Valía cualquier cosa el ver a Wemmick saludándome desde el otro lado de la zanja, a pesar de que habríamos podido darnos la mano con la mayor facilidad a través de ella. El anciano, muy satisfecho, bajaba el puente levadizo, y me guardé de ofrecerle mi ayuda al advertir el gozo que ello le proporcionaba. Por eso me quedé quieto hasta que Wemmick hubo atravesado la plancha y me presentó a la señorita Skiffins, que entonces le acompañaba. La señorita Skiffins parecía ser de madera, y, como su compañero, pertenecía sin duda alguna al servicio de correos. Tal vez tendría dos o tres años menos que Wemmick, y en seguida observé que también gustaba de llevar objetos de valor, fácilmente transportables. El corte de su blusa desde la cintura para arriba, tanto por delante como por detrás, hacía que su figura fuese muy semejante a la cometa de un muchacho; además, llevaba una falda de color anaranjado y guantes de un tono verde intenso. Pero parecía buena mujer y demostraba tener muchas consideraciones al anciano. No tardé mucho en descubrir que concurría con frecuencia al castillo, porque al entrar en él, mientras yo cumplimentaba a Wemmick por su ingenioso sistema de anunciarse al anciano, me rogó que fijara mi atención por un momento en el otro lado de la chimenea y desapareció. Poco después se oyó otro ruido semejante al que me había sobresaltado y se abrió otra puertecilla en la cual estaba pintado el nombre de la señorita Skiffins. Entonces ésta cerró la puertecilla que acababa de abrirse y apareció de nuevo el nombre de John; luego aparecieron los dos a la vez, y finalmente ambas puertecillas quedaron cerradas. En cuanto regresó Wemmick de hacer funcionar aquellos avisos mecánicos, le expresé la admiración que me había causado, y él contestó: -Ya comprenderá usted que eso es, a la vez, agradable y divertido para el anciano. Y además, caballero, hay un detalle muy importante, y es que a pesar de la mucha gente que atraviesa esta puerta, el secreto de este mecanismo no lo conoce nadie más que mi padre, la señorita Skiffins y yo. - Y todo lo hizo el señor Wemmick - añadió la señorita Skiffins -. Él inventó el aparatito y lo construyó con sus manos. Mientras la señorita Skiffins se quitaba el gorro (aunque conservó los guantes verdes durante toda la noche, como señal exterior de que había visita), Wemmick me invitó a dar una vuelta por la posesión, a fin 141 de contemplar el aspecto de la isla durante el invierno. Figurándome que lo hacía con objeto de darme la oportunidad de conocer sus opiniones de Walworth, aproveché la circunstancia tan pronto como hubimos salido del castillo. Como había reflexionado cuidadosamente acerca del particular, empecé a tratar del asunto como si fuese completamente nuevo para él. Informé a Wemmick de que quería hacer algo en favor de Herbert Pocket, refiriéndole, de paso, nuestro primer encuentro y nuestra pelea. También le di cuenta de la casa de Herbert y de su carácter, y mencioné que no tenía otros medios de subsistencia que los que podía proporcionarle su padre, inciertos y nada puntuales. Aludí a las ventajas que me proporcionó su trato, cuando yo tenía la natural tosquedad y el desconocimiento de la sociedad, propios de la vida que llevé durante mi infancia, y le confesé que hasta entonces se lo había pagado bastante mal y que tal vez mi amigo se habría abierto paso con más facilidad sin mí y sin mis esperanzas. Dejé a la señorita Havisham en segundo término y expresé la posibilidad de que yo hubiera perjudicado a mi amigo en sus proyectos, pero que éste poseía un alma generosa y estaba muy por encima de toda desconfianza baja y de cualquier conducta indigna. Por todas estas razones-dije a Wemmick-, y también por ser mi amigo y compañero, a quien quería mucho, deseaba que mi buena fortuna reflejase algunos rayos sobre él y, por consiguiente, buscaba consejo en la experiencia de Wemmick y en su conocimiento de los hombres y de los negocios, para saber cómo podría ayudar con mis recursos, a Herbert, por ejemplo, con un centenar de libras por año, a fin de cultivar en él el optimismo y el buen ánimo y adquirir en su beneficio, de un modo gradual, una participación en algún negocio. En conclusión, rogué a Wemmick tener en cuenta que mi auxilio debería prestarse sin que Herbert lo supiera ni lo sospechara, y que a nadie más que a él tenía en el mundo para que me aconsejara acerca del particular. Posé mi mano sobre el hombro de mi interlocutor y terminé diciendo: - No puedo remediarlo, pero confío en usted. Comprendo que eso le causará alguna molestia, pero la culpa es suya por haberme invitado a venir a su casa. Wemmick se quedó silencioso unos momentos, y luego, como sobresaltándose, dijo: - Pues bien, señor Pip, he de decirle una cosa, y es que eso prueba que es usted una excelente persona. - En tal caso, espero que me ayudará usted a ser bueno - contesté. - ¡Por Dios! - replicó Wemmick meneando la cabeza -. Ése no es mi oficio. - Ni tampoco aquí es donde trabaja usted - repliqué. - Tiene usted razón - dijo -. Ha dado usted en el clavo. Si no me equivoco, señor Pip, creo que lo que usted pretende puede hacerse de un modo gradual. Skiffins, es decir, el hermano de ella, es agente y perito en contabilidad. Iré a verle y trataré de que haga algo en su obsequio. - No sabe cuánto se lo agradezco. - Por el contrario - dijo -, yo le doy las gracias, porque aun cuando aquí hablamos de un modo confidencial y privado, puede decirse que todavía estoy envuelto por algunas de las telarañas de Newgate y eso me ayuda a quitármelas. Después de hablar un poco más acerca del particular regresamos al castillo, en donde encontramos a la señorita Skiffins ocupada en preparar el té. La misión, llena de responsabilidades, de hacer las tostadas, fue delegada en el anciano, y aquel excelente caballero se dedicaba con tanta atención a ello que no parecía sino que estuviese en peligro de que se le derritieran los ojos. La refacción que íbamos a tomar no era nominal, sino una vigorosa realidad. El anciano preparó un montón tan grande de tostadas con manteca, que apenas pude verle por encima de él mientras la manteca hervía lentamente en el pan, situado en un estante de hierro suspendido sobre el fuego, en tanto que la señorita Skiffins hacía tal cantidad de té, que hasta el cerdo, que se hallaba en la parte posterior de la propiedad, pareció excitarse sobremanera y repetidas veces expresó su deseo de participar en la velada. Habíase arriado la bandera y se disparó el cañón en el preciso momento de costumbre. Y yo me sentí tan alejado del mundo exterior como si la zanja tuviese treinta pies de ancho y otros tantos de profundidad. Nada alteraba la tranquilidad del castillo, a no ser el ruidito producido por las puertecillas que ponían al descubierto los nombres de John y de la señorita Skiffins. Y aquellas puertecillas parecían presa de una enfermedad espasmódica, que llegó a molestarme hasta que me acostumbré a ello. A juzgar por la naturaleza metódica de los movimientos de la señorita Skiffins, sentí la impresión de que iba todos los domingos al castillo para hacer el té; y hasta llegué a sospechar que el broche clásico que llevaba, representando el perfil de una mujer de nariz muy recta y una luna nueva, era un objeto de valor fácilmente transportable y regalado por Wemmick. Nos comimos todas las tostadas y bebimos el té en cantidades proporcionadas, de modo que resultó delicioso el advertir cuán calientes y grasientos nos quedamos al terminar. Especialmente el anciano, podría haber pasado por un jefe viejo de una tribu salvaje, después de untarse de grasa. Tras una corta pausa de 142 descanso, la señorita Skiffins, en ausencia de la criadita, que, al parecer, se retiraba los domingos por la tarde al seno de su familia, lavó las tazas, los platos y las cucharillas como pudiera haberlo hecho una dama aficionada a ello, de modo que no nos causó ninguna sensación repulsiva. Luego volvió a ponerse los guantes mientras los demás nos sentábamos en torno del fuego y Wemmick decía: - Ahora, padre, léanos el periódico. Wemmick me explicó, en tanto que el anciano iba en busca de sus anteojos, que aquello estaba de acuerdo con las costumbres de la casa y que el anciano caballero sentía el mayor placer leyendo en voz alta las noticias del periódico. - Hay que perdonárselo-terminó diciendo Wemmick, - pues el pobre no puede gozar con muchas cosas. ¿No es verdad, padre? - Está bien, John, está bien - replicó el anciano, observando que su hijo le hablaba. - Mientras él lea, hagan de vez en cuando un movimiento de afirmación con la cabeza - recomendó Wemmick -; así le harán tan feliz como un rey. Todos escuchamos, padre. — Está bien, John, está bien - contestó el alegre viejo, en apariencia tan deseoso y tan complacido de leer que ofrecía un espectáculo muy grato. El modo de leer del anciano me recordó las clases de la escuela de la tía abuela del señor Wopsle, pero tenía la agradable particularidad de que la voz parecía pasar a través del agujero de la cerradura. El viejo necesitaba que le acercasen las bujías, y como siempre estaba a punto de poner encima de la llama su propia cabeza o el periódico, era preciso tener tanto cuidado como si se acercase una luz a un depósito de pólvora. Pero Wemmick se mostraba incansable y cariñoso en su vigilancia y así el viejo pudo leer el periódico sin darse cuenta de las infinitas ocasiones en que le salvó de abrasarse. Cada vez que miraba hacia nosotros, todos expresábamos el mayor asombro y extraordinario interés y movíamos enérgicamente la cabeza de arriba abajo hasta que él continuaba la lectura. Wemmick y la señorita Skiffins estaban sentados uno al lado del otro, y como yo permanecía en un rincón lleno de sombra, observé un lento y gradual alargamiento de la boca del señor Wemmick, dándome a entender, con la mayor claridad, que, al mismo tiempo, alargaba despacio y gradualmente su brazo en torno de la cintura de la señorita Skiffins. A su debido tiempo vi que la mano de Wemmick aparecía por el otro lado de su compañera; pero, en aquel momento, la señorita Skiffins le contuvo con el guante verde, le quitó el brazo como si fuese una prenda de vestir y, con la mayor tranquilidad, le obligó a ponerlo sobre la mesa que tenían delante. Las maneras de la señorita Skiffins, mientras hacía todo eso, eran una de las cosas más notables que he visto en la vida, y hasta me pareció que, al obrar de aquel modo, lo hacía abstraída por completo, tal vez maquinalmente. Poquito a poco vi que el brazo de Wemmick volvía a desaparecer y que gradualmente se ocultaba. Después se abría otra vez su boca. Tras un intervalo de ansiedad por mi parte, que me resultaba casi penosa, vi que su mano aparecía en el otro lado de la señorita Skiffins. Inmediatamente, ésta le detenía con la mayor placidez, se quitaba aquel cinturón como antes y lo dejaba sobre la mesa. Considerando que este mueble representase el camino de la virtud, puedo asegurar que, mientras duró la lectura del anciano, el brazo de Wemmick lo abandonaba con bastante frecuencia, pero la señorita Skiffins lo volvía a poner en él. Por fin, el viejo empezó a leer con voz confusa y soñolienta. Había llegado la ocasión de que Wemmick sacara un jarro, una bandeja de vasos y una botella negra con corcho coronado por una pieza de porcelana que representaba una dignidad eclesiástica de aspecto rubicundo y social. Con ayuda de todo eso, todos pudimos beber algo caliente, incluso el anciano, que pronto se despertó. La señorita Skiffins hizo la mezcla del brebaje, y entonces observé que ella y Wemmick bebían en el mismo vaso. Naturalmente, no me atreví a ofrecerme para acompañar a la señorita Skiffins a su casa, como al principio me pareció conveniente hacer. Por eso fui el primero en marcharme, después de despedirme cordialmente del anciano y de pasar una agradable velada. Antes de que transcurriese una semana recibí unas líneas de Wemmick, fechadas en Walworth, diciendo que esperaba haber hecho algún progreso en el asunto que se refería a nuestra conversación particular y privada y que tendría el mejor placer en que yo fuese a verle otra vez. Por eso volví a Walworth y repetí dos o tres veces mis visitas, sin contar con que varias veces nos entrevistamos en la City, pero nunca me habló del asunto en su oficina ni cerca de ella. El hecho es que había encontrado a un joven consignatario, recientemente establecido en los negocios, que necesitaba un auxilio inteligente y también algo de capital; además, al cabo de poco tiempo, tendría necesidad de un socio. Entre él y yo firmamos un contrato secreto que se refería por completo a Herbert, y entregué la mitad de mis quinientas libras, comprometiéndome a realizar otros pagos, algunos de ellos en determinadas épocas, que dependían de la fecha en que cobraría mi renta, y otros cuando me viese en posesión de mis propiedades. El hermano de la señorita Skiffins llevó a 143 su cargo la negociación; Wemmick estuvo enterado de todo en cualquier momento, pero jamás apareció como mediador. Aquel asunto se llevó tan bien, que Herbert no tuvo la menor sospecha de mi intervención. Jamás olvidaré su radiante rostro cuando, una tarde, al llegar a casa, me dijo, cual si fuese una cosa nueva para mí, que se había puesto de acuerdo con un tal Clarriker (así se llamaba el joven comerciante) y que éste le manifestó una extraordinaria simpatía, lo cual le hacía creer que, por fin, había encontrado una buena oportunidad. Día por día,sus esperanzas fueron mayores y su rostro estuvo más alegre. Y tal vez llegó a figurarse que yo le quería de un modo extraordinario porque tuve la mayor dificultad en contener mis lágrimas de triunfo al verle tan feliz. Cuando todo estuvo listo y él hubo entrado en casa de Clarriker, lo cual fue causa de que durante una velada entera no me hablase de otra cosa, yo me eché a llorar al acostarme, diciéndome que mis esperanzas habían sido por fin útiles a alguien. En esta época de mi vida me ocurrió un hecho de la mayor importancia que cambió su curso por completo. Pero antes de proceder a narrarlo y de tratar de los cambios que me trajo, debo dedicar un capítulo a Estella. No es mucho dedicarlo al tema que de tal manera llenaba mi corazón. ...

En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...

En la línea 167
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita. ...

En la línea 556
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí… Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó… , pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta. ...

En la línea 670
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces. ...

En la línea 752
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua. Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño. Raskolnikof se dirigió a uno de ellos. ...

En la línea 104
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Había entonces en D. una buena posada que, según la muestra, se titulaba 'La Cruz de Colbas', y hacia ella se encaminó el hombre. Entró en la cocina; todos los hornos estaban encendidos y un gran fuego ardía alegremente en la chimenea. El posadero estaba muy ocupado en vigilar la excelente comida destinada a unos carreteros, a quienes se oía hablar y reír ruidosamente en la pieza inmediata. Al oír abrirse la puerta preguntó sin apartar la vista de sus cacerolas: ...

En la línea 796
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Fantina echó a correr, y volvió a su pieza. Releyó la carta de los Thenardier. A la mañana siguiente, cuando Margarita entró en el cuarto de Fantina antes de amanecer, porque trabajaban siempre juntas y de este modo no encendían más que una luz para las dos, la encontró pálida, helada. ...

En la línea 917
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Prefería Miranda el salón de lectura, donde hallaba cantidad de periódicos españoles, incluso el órgano de Colmenar, que leía dándose tono de hombre político. A Perico se le encontraba con más frecuencia en otro departamento tétrico como una espelunca, las paredes color de avellana tostada, los cortinajes gris sucio con franjas rojas, donde una hilera de bancos de gutapercha moteada hacía frente a otra hilera de mesas, cubiertas con el sacramental, melodramático y resobadísimo tapete verde. Así como la marea al retirarse va dejando en la playa orlas paralelas de algas, así se advertían en los respaldos de los bancos de gutapercha roja series de capas de mugre, depositadas por la cabeza y espaldas de los jugadores, señales que iban en aumento desde el primer banco hasta el último, conforme se ascendía del inofensivo piquet al vertiginoso écarté, porque la hilera empezaba en el juego de sociedad, acabando en el de azar. Los bancos de la entrada estaban limpios, en comparación de los del fondo. Aquella pieza donde tan nefando culto se tributaba a la Ninfa de las aguas fue testigo de hartas proezas de Perico, que, por su semejanza con todas las de la misma laya, no merecen narrarse. Ni menos requiere ser descrito el espectáculo, caro a los novelistas, de las febriles peripecias que en torno de las mesas se sucedían. Tiene el juego en Vichy algo de la higiénica elegancia del pueblo todo, cuyos habitantes se complacen en repetir que en su villa nadie se levantó la tapa de los sesos por cuestión del tapete verde, como sucede en Mónaco a cada paso; de suerte que no se presta la sala del Casino a descripciones del género dramático espeluznante; allí el que pierde se mete las manos en los bolsillos, y sale mejor o peor humorado, según es de nervioso o linfático temperamento, pero convencido de la legalidad de su desplume, que le garantizan agentes de la Autoridad y comisionados de la Compañía arrendataria, presentes siempre para evitar fraudes, quimeras y otros lances, propios solamente de garitos de baja estofa, no de aquellas olímpicas regiones en que se talla calzados los guantes. Es de advertir que Perico, aun siendo de los que más ayudaban a engrasar y bruñir con la pomada de su pelo y el frote de sus lomos los bancos de gutapercha, no realizaba el tipo clásico del jugador que anda en estampas y aleluyas morales y edificantes. Cuando perdía, no le ocurrió jamás tirarse de los cabellos, blasfemar ni enseñar los puños a la bóveda celeste. Eso sí, él tomaba cuantas precauciones caben, a fin de no perder. Análogo es el juego a la guerra: dícese de ambos que los decide la suerte y el destino; pero harto saben los estratégicos consumados que una combinación a la vez instintiva y profunda, analítica y sintética, suele traerles atada de manos y pies la victoria. En una y otra lucha hay errores fatales de cálculo que en un segundo conducen al abismo, y en una y otra, si vencen de ordinario los hábiles, en ocasiones los osados lo arrollan todo y a su vez triunfan. Perico poseía a fondo la ciencia del juego, y además observaba atentamente el carácter de sus adversarios, método que rara vez deja de producir resultados felices. Hay personas que al jugar se enojan o aturden, y obran conforme al estado del ánimo, de tal manera, que es fácil sorprenderlas y dominarlas. Quizá la quisicosa indefinible que llaman vena, racha o cuarto de hora no es sino la superioridad de un hombre sereno y lúcido sobre muchos ebrios de emoción. En resumen: Perico, que tenía movimientos vivos y locuacidad inagotable, pero de hielo la cabeza, de tal suerte entendió las marchas y contramarchas, retiradas y avances de la empeñada acción que todos los días se libraba en el Casino, que después de varias fortunitas chicas, vino a caerle un fortunón, en forma de un mediano legajo de billetes de a mil francos, que se guardó apaciblemente en el bolsillo del chaleco, saliendo de allí con su paso y fisonomía de costumbre, y dejando al perdidoso dado a reflexionar en lo efímero de los bienes terrenales. Aconteció esto al otro día de aquel en que Lucía manifestara a Pilar tal interés por la salud de la madre de Artegui. Era Perico naturalmente desprendido, a menos que careciese de oro para sus diversiones, que entonces escatimaría un maravedí, y avisando a Pilar que estaba en el salón de Damas, reuniose con ella en la azotea, y le dijo dándole el brazo: ...

En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...

En la línea 1046
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y el vasco y la valerosa amiga cruzaron las manos y alzaron blandamente en el improvisado trono a la enferma, que se dejó ir como un cuerpo inerte, recostando la cabeza en el cuello de Lucía y humedeciéndoselo con el viscoso sudor de la calentura. Subieron así las escaleras hasta el entresuelo, donde introdujo Sardiola a ambas mujeres en una ancha y desahogada habitación en que no faltaba su marmórea chimenea, sus monumentales camas colgadas, su alfombra de moqueta algo desflorada y raída a trechos, sus lavabos y sus perchas clásicas. Caía la pieza a un jardinete, en cuyo centro ligero kiosco de madera y cristales servía de sala de baño. Depositaron a Pilar en una butaca y Sardiola se quedó en pie esperando órdenes. Su mirada, negra y reluciente como la de un cachorro de Terranova, se clavaba en Lucía con sumisión y afecto verdaderamente caninos. Ella, por su parte, se mordía los labios para retener las preguntas que impacientes asomaban a ellos. Sardiola adivinó, con su instinto fiel de animal doméstico, y prevínole el deseo. ...

En la línea 1057
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y Sardiola obedeció. Era que entraban Duhamel, Miranda y Perico. Duhamel examinó con minuciosidad aquella pieza, y declarola, en su jerga luso-franca, abrigada, cómoda, baja asaz y ventilada mucho, y en todo conveniente para la enferma. Miranda y Perico se retiraron a la del lado, a asearse, y tácitamente, sin discusión alguna, se resolvió que enferma y enfermera se quedasen juntas, y los dos hombres ocupasen, juntos también, la cámara próxima. Miranda no puso reparo a este sacrificio de Lucía, porque Duhamel, llamándole aparte, le notició que la cosa se iba por la posta, y que apenas creía que la enferma durase un mes: en vista de lo cual propuso él en su corazón de tomar el portante dentro de ocho o diez días, llevándose a su mujer con cualquier pretexto. Pero el hado, que de muy distinta manera tenía resuelto atar los cabos de estos sucesos, dispuso, sirviéndole de instrumento Perico, que Miranda comenzase presto a hallarse satisfecho, entretenido y regocijado en aquella babilonia y golfo parisiense, por cuyos arrecifes y bajíos le piloteó el pollo Gonzalvo con más acierto y destreza que buena intención. ...

En la línea 755
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Y como pieza de convicción, he aquí los zapatos del profanador- añadió el escribano colocando un par de ellos encima de la mesa. ...

En la línea 1149
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Al día siguiente por la mañana, los hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a un pasajero que, con la vista medio embobada, el andar vacilante, la cabeza espantada, salía de la carroza de segundas y venía a sentarse, vacilante, sobre una pieza de respeto. ...

En la línea 1385
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Picaporte, hacia las nueve de la mañana, salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo estaba frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las brumas, parecía como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en piezas esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un personaje bastante extraño. ...

Errores Ortográficos típicos con la palabra Pieza

Cómo se escribe pieza o piesa?

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