IDENTIDAD

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Se define en Psicologí­a la capacidad de sentirse y aceptarse como uno es. Es la base de la conciencia, que se dice a sí­ misma: “Yo soy yo y no son otro”. El niño descubre su identidad poco a poco, desde el año y medio de vida, y la asocia con un cuerpo y una imagen, un nombre, un entorno afectivo y luego social, una capacidad de hacer o no hacer. Las etapas posteriores estimulan su afianzamiento y, a lo largo de la vida, será la plataforma de la conciencia, la fuente de las opciones, la referencia ante sí­ y ante los demás.

Hay en el contexto de la identidad diversos estamentos o campos: inteligencia y su capacidad, voluntad, libertad, posesiones, etc. Entre esos campos es importante también descubrir la identidad religiosa, o referencial a lo trascendente: Dios, otra vida, conciencia, alma… Es precisamente una de las tareas básicas de la educación de la fe: facilitar el descubrimiento de la identidad religiosa: la propia fe, la responsabilidad moral, la situación espiritual, la elección divina y la dignidad de ser hijos de Dios, el destino eterno. Todo ello son ráfagas que superan lo meramente intelectual e integran lo afectivo, lo social, lo moral, lo volitivo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. formación humana, persona-personalidad, vocación)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Concepto básico al menos bajo tres aspectos: el antropológico (en el sentido de la psicologí­a social), donde designa la autoconciencia que la persona llega a tener de sí­ misma a través de la mediación social; el lógico-metafí­sico, donde expresa la ley suprema del ser y también por tanto la del pensamiento, por la que todo ente es él mismo y no otro; y el teológico, donde, a la luz del misterio de la encarnación del Verbo y de la trinitariedad del Ser divino, quedan profundamente iluminados y reinterpretados, sin que se les contradiga, el concepto metafí­sico y el concepto antropológico de identidad.

1. Bajo el aspecto antropológico, hay que subrayar ante todo que la autoconciencia de la propia identidad, a la que llega la persona humana, está siempre socialmente mediada; por eso llega originalmente al conocimiento de sí­, ” identificándose con aquel que los hombres de su ambiente ven en él y con el que tratan en consecuencia” (G. Langemeyer). Esto significa también -a nivel de fenomenologí­a de la experiencia humana- que la identidad no se percibe primariamente en los objetos externos, sino que es dada en la experiencia que el sujeto tiene de sí­, y que es siempre un volver a sí­ mismo desde la experiencia del mundo y, sobre todo, de la relación con la persona que está en frente. Finalmente, hay que subrayar que la identidad de la persona que se ha alcanzado a través de esta actuación se desarrolla sólo volcándose y saliendo ” fuera de sí­ misma” en la relación con el otro y con el mundo. Así­ pues, la identidad es originalmente un fenómeno antropológico: de la persona humana como ser social y encarnado en el mundo.

2. En el aspecto lógico-metafí­sico el principio de identidad ha sido reconocido como la ley suprema del ser y, consiguientemente, del pensar. En Su historia se pueden reconocer fácilmente tres fases: a) en la primera, se reconoce la identidad en donde hay unidad de ser: bien sea en el sentido de Parménides (para quien el ser es uno y coincide con la totalidad de lo que es); bien en el sentido de Aristóteles (que afirma la identidad múltiple de los entes en cuanto substancias determinadas). Tanto en un caso como en el otro el principio de identidad es reconocido también como el principio lógico supremo. b) Con el giro hacia el sujeto de la época moderna, el principio de identidad es reconocido, no va a partir del objeto, sino del sujeto. para Kant, es el “yo pienso” como “apercepción” trascendental” lo que conduce a la unidad a todas las experiencias del sujeto y sus objetos (Crí­tica de la razón pura); y, en esta lí­nea, Schelling -al menos en una primera fase de su filosofí­a, que desembocará luego en la llamada “filosofí­a de la identidad”- llegará a afirmar que “es solamente el yo el que da unidad y persistencia a todo lo que es; toda identidad corresponde sólo a lo que está puesto en el yo” (El yo como principio de la filosofí­a). c) Úna formulación francamente nueva es sin duda la de Hegel, que -refiriéndose no en último lugar a la inspiración cristiana- intentará concebir dentro de la identidad la diferencia como momento intrí­nseco de desarrollo y de verdad de la misma. A nivel metafí­sico, Hegel piensa en la substancia como sujeto, cuya fuerza “es tan grande como su salida de sí­ misma, y su profundidad es profunda solamente en la medida en que se atreve a expansionarse y a perderse mientras se despliega” (Fenomenologí­a del espí­ritu). En consecuencia, a nivel lógico (que para Hegel es idéntico al ontológico), es preciso afirmar el principio de identidad de forma dialéctica, como “identidad de la identidad con la no identidad”. Pero -a pesar de sus intenciones- en el sistema hegeliano quedan borradas las diferencias por la identidad monista del todo que se despliega a sí­ mismo.

En contra del monismo hegeliano, pero también contra una afirmación abstracta y aislada del principio de identidad, han reaccionado sobre todo las filosofí­as del diálogo, el personalismo y últimamente la filosofí­a de la alteridad (Lévinas). En efecto, como ha escrito P. Florenskij, el principio de identidad, absolutizado, “no es más que el grito del egoí­smo puesto al desnudo, dado que, donde no hay diversidad, tampoco puede haber reunión” (La columna y el fundamento de la verdad). En otras palabras, la identidad tiene que concebirse en términos personalistas, a partir de la experiencia de la persona como ser en relación.

3. Y es precisamente en esta última perspectiva donde se coloca la aportación original de la fe cristiana. Ante todo, en el sentido de que la identidad de la persona humana – como creada por Dios- se revela en la vocación al ser y al existir en comunión con Dios, que le viene de él; por consiguiente, en cierto modo, esa identidad se ve puesta fuera de sí­ misma. En segundo lugar en el sentido de que el misterio cristológico – según la formulación dogmática de Calcedonia (cf. DS 302)- se expresa como el misterio de la identidad en la única persona del Verbo encarnado de la infinita diferencia entre el ser divino y el ser humano (las dos naturalezas).

Finalmente, en el sentido de que en Cristo, y sobre todo en su acontecimiento pascual de muerte y resurrección), el Ser mismo de Dios se nos revela como misterio original y trascendente de perfecta unidad en la distinción de las tres divinas Personas, en una relación de relacionalidad recí­proca. Un misterio – el de la Trinidad que a su vez arroja luz sobre la verdad de la identidad antropológica, va que revela al hombre como aquella – criatura que, la única en ser querida por Dios por sí­ misma, “no puede encontrarse más que a través de un don sincero de sí­” (cf. GS 24). Todo esto -como ha observado W. Kern- no puede menos de tener importantes consecuencias a nivel ontológico (por ejemplo, en el modo de concebir la relación entre la naturaleza y la gracia, pero también entre la persona y la comunión), a nivel gnoseológico (razón y fe) y a nivel epistemológico (filosofí­a y teologí­a).

P. Coda

Bibl.: W Kern, Identidad, en SM, III, 573581; J. 1. González Faus, Este es el hombre, Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Sal Terrae. Santander 1980; J. Sobrino, Identidad cristiana, en CFC, 568587

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

1. La experiencia fundamental de la identidad
El que una cosa es idéntica consigo, se considera como el principio más simple y más evidente de la lógica y de toda la filosofí­a. Sin el principio de i. (A = A) no serí­a posible en modo alguno pensar y hablar de manera clara y congruente. Sin embargo la i. no se experimenta originalmente en objetos externos, sino que se da en la experiencia que de sí­ mismo tiene el sujeto humano. En la ->conciencia de sí­ mismo el yo se conoce como mismidad que permanece en el cambio de todas las transformaciones que le afectan, como una mismidad individual que está delimitada frente a todo lo demás, incluso frente a sus propios estados, relaciones, actividades, etc., que van y vienen. El “yo pienso”, que implí­citamente es pensado siempre en todo esto, confiere (como “apercepción transcendental” según Kant [-> kantí­smo]: Crí­tica de la razón pura, 116-169) a todas las funciones del hombre su punto unitario de referencia y su conexión interna. No se trata de un mero pensamiento sistemático del ->idealismo alemán o en general de la moderna filosofí­a de la subjetividad, cuando se dice que en la mismidad experimentada en el yo participa asimismo la experiencia de las cosas en su identidad: “Sólo el yo es lo que confiere unidad y consistencia a todo lo que es; toda identidad corresponde solamente a lo puesto en el yo … ” (F.W.J. SCHELLING, VOm Ich… [1795]: Obras completas, i [St-Au 1856] 178). También la reflexión no idealista ve lo siguiente: El hecho de que las cosas existen y son así­ en i. real, sólo se percibe gracias a la -> experiencia del ser, de la realidad, de la i. que se realiza en la experiencia de sí­ mismo, pues el mero empirismo no ve esto en las cosas (más exactamente: en los complejos fenoménicos que se llaman “cosas”).

Ningún saber y ninguna ciencia puede fundarse a la postre en la referencia a otro saber racional, conceptual; no todo puede definirse, o sea, delimitarse a base de algo distinto; esto nos llevarí­a a un cí­rculo vicioso. Una última fundamentación del saber sólo es posible de antemano si hay un conocimiento de carácter prerracional, no conceptual, que se justifica a sí­ mismo, que se funda en sí­ y por sí­, un ->conocimiento originario que no remite a otro, sino que se refiere a sí­ mismo. Ese conocimiento originario recibe distintos nombres: experiencia de sí­ mismo, presencia en sí­ mismo, realización de la i. entre sujeto y objeto, reditio completa in seipsum (Tomás de Aquino), estar en sí­ (Hegel), claridad propia (Heidegger), a la que damos el nombre de espí­ritu. Por consiguiente, toda fundamentación teórica del saber y de la ciencia en último término depende de la experiencia del yo que tiene el espí­ritu humano. El cogito – sum de Descartes, cuyas implicaciones desarrollan de diversas maneras Fichte y Husserl, es el foco escondido de todo conocimiento (cf. a este respecto: W. KERN, Das Selbstverständnis der Wissenschaften als philosophisches Problem, en Grenzprobleme der Naturwissenscha ften [ Wü 19661 111-141).

2. Lugares de irrupción de la diferencia en la identidad
Cómo la i. no significa una igualdad sin articulación, sin diferencias, se pone de manifiesto por la estructura interna de la relación de i., que se caracteriza por una diastasis o diferencia. El yo se experimenta a sí­ mismo: en esta experiencia surge una tensión entre sujeto y objeto (entendida en el sentido más amplio), una duplicidad en la unidad. El estar en sí­ del hombre es constantemente un volver a sí­ mismo (reditio). A gran escala esto puede aplicarse al proceso filogenético y ontogenético por el que la humanidad en su conjunto y el individuo alcanzan su mismidad. A pequeña escala, dicha relación tiene lugar en cada uno de los actos de la conciencia (de sí­ mismo). El yo sólo puede devenir y ser en medio de un tránsito permanente a través de otro. La i. tiene un carácter originariamente dialéctico o también dialogí­stico. Todo adquirir conciencia de sí­ mismo está vinculado ineludiblemente al impulso de “fuera”, dado por lo otro (los objetos empí­ricos), y, más profundamente, a las exigencias que se nos presentan frente al otro, frente a la ->persona; asimismo la ciencia se desarrolla solamente en la manifestación, en la expresión hacia “fuera”. El destino del hombre es peregrinación, tránsito a través de lo otro, que aparentemente es extraño para él. La entrada en el propio yo sólo se produce en unión con la salida hacia el mundo; la mismidad y el mundo guardan entre sí­ una correlación fundamental. “La fuerza del espí­ritu no es mayor que la de su manifestación; su profundidad es la que le da la audacia de desarrollarse a través de su propia interpretación” (HEGEL, Phänomenologie des Geistes [1807]: Obras completas, II [B 1832] 9). La vinculación del yo a lo otro trae consigo la posibilidad de caer prisionero bajo el poder de lo externo, de lo extraño, pero también la posibilidad de conservarse y acreditarse a través de un fértil intercambio con ello. Se abre el ámbito en el que el hombre se decide por sí­ mismo y se realiza con libertad. Precisamente la -. libertad (ii) es fuerza que crea distancia y así­ capacita para el compromiso. Como facultad de elección, presupone la diferencia de diversos modos de actuar frente a los objetos del mundo, con los cuales el yo se puede identificar, y de los cuales él debe elegir uno con exclusión de todos los demás en la realización de la libertad. Podemos ver ahí­ una i. dinámica, el proceso de la identificación (del mundo). La profunda libertad esencial del hombre que aquí­ se manifiesta y actúa está puesta desde siempre ante la elección de sí­ misma, que debe realizarse en la aceptación personal del ser humano natural con inclusión de todos sus condicionamientos y caracterí­sticas sociales e históricos: como propia identificación (tan universal como radical) del hombre. También aquí­ irrumpe una última diferencia en la i., la de un devenir ya logrado ya desviado de la mismidad. La i. del mundo es el “sacramento” (sacramentum naturale) de la i. del yo del hombre: siempre como identificación antes de y en las diferencias.

3. ¿La identidad en la diferencia es sólo una nota especí­fica de lo finito?
Las determinaciones del lugar de la diferencia en la i. examinadas hasta ahora, sugieren la suposición de que la i. en la diferencia es una nota especí­fica de lo finito, una nota exclusiva de la libertad y razón del hombre en su mundo. Ciertamente, el carácter diferencial del enunciado de la i. (que esparce el referirse de la i. a sí­ misma en diversas palabras y fases de pensamiento) se debe en parte a la forma de conocimiento meramente humana, conceptual y abstractiva, de manera que esta relación diastática, como mera relatio rationis, pertenece más al mundo de expresión (en términos escolásticos: modus quo) que al contenido expresado (id quod). Pero con esto hemos avanzado poco. Entre la razón que conoce y la voluntad libre debe existir una diferencia irreductible. De otro modo, o bien, la (aparente) libertad se hundirí­a en la necesidad de un universal encadenamiento lógico y en último término meramente racionalista del conocimiento, o bien éste se disolverí­a en los impulsos irracionales de la voluntad. Si el espí­ritu es i. de sujeto y objeto, para no caer unilateralmente en un -> racionalismo ni en un ->irracionalismo (-> voluntarismo), él debe oscilar en una doble dirección, en una doble y unificada realización total, a saber: como relación de objeto hacia el sujeto (conocimiento); y como relación del sujeto hacia el objeto (voluntad, que se consuma en el amor). Como ser en sí­ (cf. antes, 1) el espí­ritu subsiste solamente realizándose en lo diferente (cf. antes, 2). Los dos momentos funcionales del espí­ritu, el conocimiento y la voluntad, se condicionan y determinan recí­procamente (en una perikhoresis del espí­ritu, usando un término trinitario), bajo los distintos aspectos del “qué” (naturaleza, forma, determinación especí­fica, etcétera = momento cognoscitivo) y del hecho de “estar ahí­” (ser, acto, realidad y actividad, etc. = momento de la voluntad). Cómo esta i. en la diferencia entre el conocimiento y la voluntad es constitutiva para el espí­ritu en cuanto tal, independientemente de su manera de realizarse (y por tanto es una transposición de la doctrina escolástica de los -> transcendentales a la metafí­sica del espí­ritu; doctrina según la cual todo ente es ontológicamente verdadero [referencia al conocimiento] y bueno [referencia a la voluntad]), se pone de manifiesto por la reflexión sobre la originaria e infinita realidad “espiritual” de Dios. La ->creación del mundo en cuanto acción de la voluntad soberanamente libre de Dios, a diferencia de su necesario conocimiento del mundo, exige una diastasis (una distinción formal [o más bien: funciona] ex natura re¡: Escoto) entre dos momentos fundamentales de la única acción del espí­ritu divino. Ya el conocimiento divino de la multitud ilimitada de entes distintos de Dios en virtud de una única e infinita mismidad, sólo parece posible a base de una fundamental diferenciación interna de la absoluta i. del espí­ritu, que es Dios. Por esta razón lo -> absoluto no debe “tenerse por una noche donde todas las vacas son negras” (HEGEL, Phänomenologie…: ibid. 14). Constituye un mero “prejuicio” el pensar que “una mismidad muerta y carente totalmente de mediación es la forma óntica más perfecta del ser absoluto” (K. RAHNER: MySal 11 384). La i. en la diferencia como naturaleza fundamental del espí­ritu en general (y en consecuencia también del ser) debe mantenerse firmemente como condición previa de la procesión del Hijo y del Espí­ritu Santo en la ->Trinidad y de sus relaciones con el mundo (sobre este apartado, cf. G. Siewerth, E. Coreth y W. Kern).

4. Historia del concepto de identidad
Las fases principales de la historia del pensamiento confirman la concepción dialécticamente diferenciada de la i. Este problema aparece ya en el origen de la filosofí­a, entre los -> presocráticos. Frente a la mitologí­a de lo igual (“así­ pues, todo es uno”: Fragmento B 57, ed. Diels), Heraclito opone la -> dialéctica de la referencia mutua, de la relación entre los muchos que forman una unidad (cf. Fragm. 8 10 51 54 59 67 88) Parménides hace la prueba negativa; para él, en la visión de la verdad absolutamente todo se identifica con el único ser (Fragm. B 2-8). Los diálogos posteriores de Platón desarrollan la dialéctica de lo mismo y lo otro, del uno y de los muchos como conceptos fundamentales (Teeteto 1851; Parménides 139/); aquí­ se rechaza una “mala” i.: “¿No es, pues, la naturaleza de lo uno la misma que la de lo igual?” (Parm. 139d). Aristóteles en el marco de la doctrina sobre el -> acto y la potencia explica diversas maneras de i. (Metaph. v 9, vii 11, x 3, 8; Top. i 5); su identidad en sentido accidental o en sentido propio (Metaph. v 9; 1018a 7) guarda relación con la identificación del mundo o del yo (cf. antes 2).

El idealismo alemán trata de resolver el problema fundamental del infinito-uno y de lo finito-múltiple en el sentido de la unidad (-> monismo) sobre la base del método transcendental de Kant. Schelling, en la “filosofí­a de la identidad” de 1801-1804 (cf. Darstellung meines systems der Philosophie [1801], donde se encuentra por vez primera esta expresión: Obras completas r/4 [18591 113), concibe el absoluto como la i. de sujeto y objeto, de espí­ritu y naturaleza en absoluta indiferencia. Por el contrario Hegel subraya decisivamente el poder de lo negativo: la i. auténtica, es decir, concreta, dialéctica, es esencialmente “i. de la i. y de la no i.”, es oposición y unidad a la vez. “Tanto como en la i. debe insistirse en la separación” (1801): Obras completas i [1832] 124; cf. 1812: Obras completas iii [1834] 68); sí­, la i, “es en sí­ misma absoluta no i.” (1816: ibid. iv [18341 32). Aquí­ se manifiesta el automovimiento del espí­ritu como ley de toda realidad: él es la “mediación entre el hacerse otro y la mismidad”, es “la reflexión sobre sí­ mismo en medio de lo otro” (1807: ibid ii [1832] 15). Sólo en virtud de este camino, que constituye el mundo, el espí­ritu absoluto deja de ser el “solitario sin vida” ibid. 612). Pero ya L. Feuerbach objeta a Hegel con razón que la diferencia de los momentos individuales a la postre queda superada por la i. del todo. Según Th. W. Adorno, que actualmente hace suya esta crí­tica, la i. es “la forma originaria de ideologí­a” (Negative Dialektik [F 1966] 149). El subrayar excesivamente la i. en el absoluto mismo tiene como consecuencia la infravaloración de la i. de la realidad mundana. Integrada en el absoluto, ésta no recibe suficiente autonomí­a en su mismidad. Sólo la diferencia de la libertad, y no simplemente la no i. de la materia, puede ser el momento suficiente de equilibrio interno de la i. (->dialéctica, A 4).

5. Aplicaciones teológicas de la diferencia en la identidad
El hombre es una totalidad unitaria, según se acentúa actualmente contra toda concepción dualista. Sin embargo, la i. del ser personal humano no excluye, sino que incluye, la diferencia entre espí­ritu y materia como momentos y principios internos. El menosprecio de esta diferencia constitutiva llevarí­a a una visión unilateral y monista del hombre, ya bajo el prisma espiritualista ya bajo el prisma materialista (y lo uno se trocarí­a en lo otro: extrema se tangunt). -> Alma y -> cuerpo en cierto modo son en el hombre los aspectos parciales de la i. en medio de la diferencia entre espí­ritu y materia. La unidad de cuerpo y alma en el hombre es como una semejanza natural de la insuperable y estrecha unión personal en -> Jesucristo (unión hipostática), que abarca la diferencia infinita entre divinidad y humanidad: “sin separación” (identidad de persona) y “sin mezcla” (diferencia de naturalezas: concilio de Calcedonia, DS 302). La disolución de esta unidad polar se produce o por la dualidad de personas (mera diferencia) o por la unidad de naturaleza (“pura” i.). La encarnación de Dios, hecho central de la revelación (cf. Jn 1, 14), nos remite retrospectivamente al eterno acontecer originario de la i. en la diferencia: Dios es trino en la más real diferencia de Padre, Hijo y Espí­ritu y en la más estricta unicidad de la naturaleza divina, que incluso en sí­ mismo, en medio de su necesaria subsistencia trinitaria, no puede carecer de toda diferencia (cf. antes, 3). Mirando hacia adelante, hacia la significación soteriológica y edesiológica del ser humano de Dios en Jesucristo: Jesús como hombre se “diferencia” de Dios en medio de la i. con él; en Cristo, Dios se “identifica” con nosotros los hombres en un marco de tensión por la diferencia infinita entre Dios y hombre. Eso se produce en una identificación representativa, que no conduce a una mezcla í­ntima y a una simple igualación, porque se da allí­ una no i. (cf. D. SÖLLE 185). Sólo esa identificación penetrada por la diferencia puede redimirse, es decir, ayudar al pecador, que no está en i. consigo mismo, a los publicanos y las prostitutas, a lograr su propia i. ante Dios. De este modo, Jesucristo es el camino hacia la verdad y hacia la libertad (“nombre neotestamentario de la i.”: ibid. 179) del hombre que alcanza su auténtica mismidad. Jesús es el í­ndice y la fuerza operante del hombre, su básico acontecer sacramental, su realización fundamental. que crece hacia la -> comunión de los santos. “En el ser para otros está además la búsqueda de la propia identidad” (ibid. 197): este indicativo es a la vez un imperativo. La -> Iglesia, respecto al mundo, se encuentra en una relación variable, encomendada a nosotros, de i. en la diferencia: ella es “el cosmos universal en una forma limitada” (H. SCHLIER, Der Brief an die Epheser [Ds 1965] 96); es el mundo, no sólo en una estática i. parcial, sino en una i. que está en camino hacia la totalidad escatológica de su realización (cf. Ef 4, 13), pues, en principio, las medidas de la Iglesia coinciden por su fin con las del cosmos (ibid. 94). También aquí­, ahora en formato grande, tenemos la identificación del mundo como identificación de la mismidad personal (cf. antes 2).

La concepción diferenciada de la i. también tiene importancia metodológica y hermenéutica para la teologí­a cristiana. Las teologí­as del NT no dicen cosas iguales pero sí­ dicen lo mismo (H. Schlier, con apoyo en M. Heidegger); expresan cosas idénticas en formas diferenciadas. Algo parecido puede decirse sobre los enunciados doctrinales de la tradición, las formulaciones dogmáticas, etc. La i. en la diferencia tiene una función normativa como actitud hermenéutica. Uniendo los postulados metódicos y las estructuras objetivas para la teologí­a es una cuestión clave el entender que, en diversos planos, la -> naturaleza y la gracia (ontológicamente), la -> fe y el saber (gnoseológicamente), la -> filosofí­a y la teologí­a (epistemológicamente), se relacionan entre sí­ como i. en la diferencia. La gracia, la fe y la teologí­a, presuponen cada una a su manera la naturaleza, la ciencia y la filosofí­a, en el sentido de que las ponen previamente; y sólo son ellas mismas en cuanto presuponen el otro término correlativo en su mismidad, en su valor propio y sus leyes propias, etc., en cuanto lo conservan y lo retienen comprobándolo, y en cuanto en su interior le dan su libertad y lo llevan hacia sí­ mismo. Es función de un polo en su plena totalidad contribuir a la propia identificación del otro. También esta captación de la unidad en la división sin mezcla ni separación, presupone una actitud cognoscitiva largamente practicada a través de un análisis metódico. Y esa actitud no puede perderse, pues, de otro modo, la unidad tan buscada desembocarí­a subrepticiamente en un “igualitarismo” (ideologizado), y la i. concreta se convertirí­a en i. abstracta.

Walter Kern

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica