53- JUNTO A LA PUERTA DE LAS OVEJAS

En la piscina de Betesda se juntan enfermos y enfermas esperando ser curados cuando un ángel mueva las aguas.

Antes de salir el sol, dejamos la taberna de Lázaro en Betania, camino a Jerusalén. Atravesamos el torrente Cedrón y nos acercamos a las murallas que rodeaban el templo. A aquella hora, por una de las puertas del norte, la que se llama Puerta de las Ovejas, entraban los rebaños para los sacrificios de Pascua.

Pedro – Oigan, pero ¿qué alboroto es ése? ¡Ésos berrean más que las ovejas!
Felipe – Es allí, por la piscina.
Pedro – Vamos a ver qué pasa.

Muy cerca de la Puerta de las Ovejas estaba el estanque de Betesda, que quiere decir Casa de la Misericordia. Tenía dos piscinas grandes rodeadas de columnas blancas y cinco portales de entrada.

Rezadora – ¡Ay, Altísimo, haz el milagro! ¡Haz el milagro! ¡Señor de los cielos, manda tu ángel! ¡Mándalo pronto, Señor!
Pedro – Oye, Santiago, ¿y qué le pasará a esta vieja? ¿Estará loca? Mira, mira cómo pone los ojos en blanco, fíjate…
Santiago – No seas pollino, Pedro. La vieja es ciega, ¿no te das cuenta?
Felipe – ¡Cuánta gente y todos enfermos! ¡Aquí se juntaron las diez plagas de Egipto!
Enferma – ¡Oye, tú, asqueroso, escupe por otro lado, que me pegas tus porquerías!
Enfermo – ¡Yo escupo donde se me antoja, tullida del demonio!
Vieja – ¡Piedad de mí, Dios santo, piedad de mí, Dios santo, piedad de mí!
Pedro – ¡Eh, Jesús, Santiago, Felipe… vamos a entrar, vamos!

Al cruzar por uno de los portales vimos el estanque de Betesda. Lo rodeaban decenas de hombres y mujeres enfermos. Tullidos, ciegos y cojos se arremolinaban junto al brocal de la piscina, empujándose unos a otros y mirando con ansiedad el agua. El aire olía intensamente a orines, a pus y a sudor. Y las moscas, borrachas de toda aquella suciedad, formaban una nube negra sobre los enfermos.

Santiago – Pero, ¿qué rayos pasa aquí? Todos enfermos, todos mirando la piscina… ¿esperando qué?
Jesús – Oye tú, muchacho, ven acá, dinos, ¿por qué hay tanta? Nada, ni caso. Mire usted, paisano, ¿me puede decir qué…? ¡Uff!
Felipe – No se puede, Jesús. En este guirigay no hay quien se entere de nada.
Pedro – Ni quien aguante la peste. ¡Ea, vamos a separarnos un poco, que en uno de estos empellones nos zumban de cabeza al agua!

Entonces regresamos al portal. La vieja seguía allí, con los ojos vueltos al cielo, llamando a un ángel misterioso.

Rezadora – ¡Ay, Altísimo, haz el milagro! ¡Pronto, pronto el milagro!
Felipe – Muchachos, ¿por qué no le preguntamos a ésta?
Santiago – Ya te dije que era ciega, Felipe. Ésa no sabe ni lo que tiene delante.
Felipe – No verá, pero oye. Y huele. Por el hocico se debe enterar de todo.
Rezadora – ¡Milagro, milagro, milagro! ¡Santo Dios, santo Fuerte, haz el milagro! ¡Que se mueva, aunque sea un meneíto! ¡Que se mueva, que se mueva!
Felipe – ¡Oiga, vieja, pare la música un rato! A ver, dígame, ¿quién tiene que moverse aquí?
Rezadora – ¿Y quiénes son ustedes que me han cortado la inspiración?
Felipe – Dígame, vieja, ¿qué milagro es ése por el que está gritando usted?
Rezadora – Échate para acá, mijo, déjame que te tiente la cara. Tú no debes ser de aquí, ¿verdad?
Pedro – No, ni éstos tampoco. Ninguno somos de aquí.
Rezadora – Claro, por eso preguntan. Por eso no saben. ¡Es el gran milagro del ángel de Dios! Dicen que ahora va a bajar…
Felipe – ¿Quién va a bajar?
Rezadora – El ángel, te digo.
Pedro – ¿Y para qué baja el ángel, vieja?
Rezadora – ¡Para qué va a ser! ¡Para mover el agua de la piscina! Y entonces, el primer enfermo que se tira en esa agua bendita, se cura, se sana, se limpia de toda enfermedad por los siglos de los siglos, amén.
Jesús – Y usted, vieja, ¿por qué se queda aquí entonces, junto a la puerta? ¿No quiere meterse en el agua para curarse de los ojos?
Rezadora – ¡Ay, muchacho, es que tú no sabes los arrempujones que hay ahí dentro para tirarse a la piscina! Se muerden, se arrancan los pelos, les da como un frenesí a todos para poder ser los primeros. Yo, pobre de mí, como no veo ni mi nariz, me estoy aquí quietecita, llamando al ángel, a ver si me oye y baja pronto.
Felipe – Pero entonces, así no va a curarse nunca…
Rezadora – Sí, es verdad. Pero al menos tengo mi negocio. Mira, cuando alguno se cura, como yo he sido la que he estado aquí reza que reza, ya tengo apalabrado con la gente para que me suelten una propinita, ¿tú entiendes?
Jesús – ¿Y ya le han dado muchas propinas, vieja?
Rezadora – Algo siempre cae, mijo, pero… Dios y el ángel me perdonen, pero para mí que en ese agua sucia no se cura nadie. Al revés, lo que hacen es pegarse todos las enfermedades. Así, tan revueltos, lo que uno escupe, el otro se lo traga. Pero yo, a lo mío, paisanos, que más vale creerlo que averiguarlo. ¡Milagro, milagro, milagro! ¡Ay, Altísimo, haz el milagro! ¡Señor de los cielos, envía tu ángel pronto, pronto! Perdonen ustedes, muchachos, pero yo tengo que seguir mi rezo a ver si a Dios se le destupen sus santas orejas y me hace caso. ¡Que se mueva, que se mueva el agua, Señor!

Volvimos a entrar en el estanque. Los enfermos seguían allí, peleando entre ellos, mirándose unos a otros con ojos envidiosos. A veces, alguno se tiraba a la piscina, imaginando que las aguas se habían movido, pero volvía a salir igual que antes, empapado y triste a colocarse otra vez en el borde.

Felipe – ¿Qué les parece a ustedes, compañeros? ¿Será verdad eso del ángel meneando el agua?
Santiago – Haz la prueba, Felipe. Métete ahí en esa barahúnda y date un chapuzón.
Pedro – Yo lo que digo es que la gente es tonta. Mira que creerse este cuento del angelito…
Santiago – Y si te inventas otro con un arcángel o con todo el batallón de los serafines del cielo, también se lo creen. Demonios, es que tienen unas tragaderas así de grandes: les pasa una rueda de molino y sobra sitio… ¡tontos de remate!
Jesús – No, Santiago, la gente no es tonta. La gente sufre, que es distinto. Y cuando uno sufre, se agarra hasta de un clavo ardiendo… o de la pluma de un ángel.
Enferma – ¡Oye tú, so puerco, yo estaba aquí primero! ¡Vete para atrás!
Enfermo – ¡Maldita sea, desgraciada, que lo único que haces es chillar! ¡Ojalá te quedaras coja de las dos piernas!
Enferma – ¡Mira quién echa la maldición! ¡Tú que andas arrastrándote por ahí como una culebra!
Enfermo – ¡Vete al cuerno, mala bruja!

Algo alejado del avispero de enfermos, vimos a un viejo tendido en su camilla. Tenía la piel pegada a los huesos, el pelo más blanco que la harina y unos ojos pequeños de ratón que miraban a todos lados sin descanso. Cuando pasamos junto a él, agarró a Pedro por la túnica y lo hizo detenerse.

Pedro – Eh, ¿qué pasa, viejo?
Sifo – Nada, que les veo dando vueltas por aquí como unos trompos y me pregunto qué diablos andan buscando. Porque ustedes no están enfermos.
Santiago – Si nos quedamos más tiempo, vamos a estarlo pronto.
Sifo – No les gusta esto, ¿verdad? ¡Pues a mí tampoco, qué caramba! ¡Aquí cada uno sólo piensa en su pellejo!
Felipe – Y si no le gusta, ¿por qué viene?
Sifo – ¡Qué gracioso, muchacho! ¡Porque yo también pienso en mi pellejo! ¡Qué remedio me queda!
Pedro – Oye, mira a aquel la patada que le dio al jorobado…
Sifo – ¡Ay, muchachos, cuando anuncian que viene el ángel esto es el acabose! Mordidas, patadas, apeñuscones… Pero, ¿qué vamos a hacer? Si hay un sólo hueso para tantos perros, tenemos que pelear a ver quién se lo come. Ese dichoso angelito es nuestra única esperanza. Porque miren, yo no creo ya en los médicos. Para mí, ésos no saben ni dónde tienen puesta la cabeza.
Jesús – ¿Cuánto tiempo hace que está enfermo, viejo?
Sifo – Echa una cuenta, muchacho, que te vas a quedar corto.
Jesús – No sé… ¿diez años?
Sifo – A diez le sumas diez y todavía otros diez, y aún te faltan años. ¡Hace treinta y ocho que estoy así como ves, aplastado. Me he hecho viejo esperando que llegara el día de estar sano. Se me han caído todos los dientes. Pero la esperanza no, ésa sí que no se me ha caído.
Jesús – Entonces, abuelo, tiene usted una esperanza casi tan grande como la de nuestro padre Abraham.
Sifo – ¡Qué va a hacer uno, hijo mío, más que esperar! Aunque uno se desengaña de todo, hasta del angelito ése, que lo que hace es echarnos a pelear. Porque, mira, aquí nadie ayuda a nadie. Aquí no hay caridad. Si uno se descuida, te rompen la cabeza para que haya uno menos en la cola.
Enferma – ¡Mal nacido! ¡Vete de aquí o te parto la crisma en pedacitos!
Enfermo – ¡A ti es que te voy a partir cuatro costillas por entrometida! ¡Toma, para que aprendas!
Sifo – Esa es una mujer muy peleona. Bueno, y él no se queda atrás. ¡Ja! Nos pasamos el día gritando contra los de arriba, porque nos aplastan el gañote, pero, ¿sabes lo que te digo?, que nosotros que somos todos unos muertos de hambre, hacemos lo mismito. Uno se desengaña, ¿sabes? Aquí no hay caridad. Yo que soy viejo, ya he visto muchas cosas con estos ojos.
Jesús – Pero, usted, cuando estaba más joven, también daría sus empujones, ¿verdad?
Sifo – ¿Yo? Sí, claro. ¿Y qué iba a hacer? Pero ahora que estoy así, ¿tú crees que alguno de ésos más jovencitos me ayuda a acercarme al agua? Ninguno, mi hijo. Ninguno. Aquí no hay caridad. Y yo que sólo sé andar brincando como los sapos, no llego nunca el primero. Como ese ángel no venga donde estoy yo, no sé lo que voy a hacer.
Jesús – ¿Quiere que le ayude a acercarse al agua?
Sifo – No, mi hijo, mira, si me quieren ayudar, sáquenme de aquí. Yo creo que a ese angelito hoy no le vemos las alas. Dicen que los ángeles madrugan mucho y ya ves por dónde anda ya el sol… Mejor me voy y le echo algo a las tripas. El tufo que hay aquí me abre siempre el apetito, ¡mira tú qué cosas!

Entonces, Jesús se acercó al viejo y lo agarró por los brazos…

Sifo – Con cuidadito, muchacho, ¡que a mí cada hueso se me va por su lado!
Jesús – No va a hacer falta, viejo. Salga usted mismo. Vamos, levántese…
Sifo – ¿Cómo dices, mijo?
Jesús – Que se levante. No, no, usted solo… Vamos…

El viejo miró a Jesús extrañado. Después, se enderezó sobre las piernas y comprobó que se sostenía de pie. Mientras tanto, los enfermos seguían peleando y gritando junto al estanque. El viejo volvió a mirar a Jesús, agarró su camilla y, sin decir palabra, salió corriendo.

Sifo – ¡Vieja, vieja, me he curado! ¡Estoy curado!
Rezadora – ¿Qué dices tú? A ver… deja que te toque las piernas… ¿Tú no eres Sifo, el tullido del barrio de los fruteros?
Sifo – ¡Ése mismo, vieja, soy yo, yo!
Rezadora – ¡El ángel ha bajado! ¡El ángel del Señor ha bajado a la tierra, Dios santo! ¡Milagro, milagro, milagro!
Sifo – ¡Te prometo que mañana te pagaré la propina!
Rezadora – Espérate, Sifo, no te vayas. Dime, ¿cómo era el ángel? ¿Lo viste?
Sifo – Claro que lo vi. Era un ángel muy raro. Tenía barbas y era muy moreno. ¡Pero mañana te cuento! ¡Mañana regreso, vieja, y te traigo dos denarios! ¡O cuatro! ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!

Después de aquello, salimos enseguida de la piscina de Betesda y nos perdimos entre la multitud que abarrotaba las estrechas calles de Jerusalén. Sifo, aquel viejo, pobre y enfermo, que llevaba treinta y ocho años esperando en el estanque, corrió por la ciudad la noticia de que el ángel lo había curado. Y toda Jerusalén supo que algo extraño había ocurrido aquella mañana junto a la Puerta de las Ovejas.

Juan 5,1-18

Notas

* La Puerta de las Ovejas estaba situada en la muralla norte de Jerusalén. Por ella entraban en el Templo las ovejas que iban a servir para los sacrificios. Cerca de esta puerta se encontraba un estanque de agua. Se le llamaba con dos nombres: Betesda (Casa de Misericordia) o Bezata (El Foso). En tiempos de Jesús, Jerusalén era una ciudad que padecía una aguda escasez de agua. El agua era un artículo que se vendía y se compraba. En la mayoría de las casas existían cisternas para recoger el agua de lluvia y aprovecharla. En la ciudad había dos grandes piscinas o estanques: Siloé, fuera de las murallas, y esta Betesda, llamada también, en griego, Piscina Probática.

* La piscina tenía cinco pórticos de entrada y estaba dividida en dos por una hilera de columnas. En torno al estanque se reunían los enfermos para pedir a Dios su curación. Muchos de ellos tenían prohibida la entrada al Templo precisamente por sus enfermedades y en las aguas esperaban encontrar la misericordia de Dios que las leyes religiosas les negaban al apartarlos del lugar sagrado. 70 años después de Jesús aún se hallaron ex-votos en las excavaciones hechas en el lugar donde estuvo la piscina. Las ruinas de lo que fue el estanque de Betesda se han encontrado cerca de una iglesia dedicada a Santa Ana, la madre de María. En la actualidad no hay apenas agua en este lugar.