El proyecto de Dios, un proyecto de liberación y vida para todos.

3 0La liturgia de este domingo irradia optimismo; es un canto a la vida que presenta al hombre como un ser para la vida y la felicidad. Desde la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría,  se transmite este mensaje de vida: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte”. En esta misma línea de optimismo, en el evangelio, en la narración del drama de dos personas agobiadas por la desesperanza, vemos cómo actuó Jesús a favor de la vida venciendo así a la enfermedad y a la muerte,  devolviendo la alegría a esas dos personas.

28Dios es Dios de vivos. ¿Por qué iba a querer la muerte? La muerte, el mal, no es obra suya. El destino del hombre es la inmortalidad, no la corrupción; la paz, no la guerra; la tranquilidad, no la angustiosa inseguridad; no la lucha extenuante contra las criaturas, sino el disfrute entre ellas, que por muy dañinas que parezcan, pues han sido creadas para el bien del hombre. Ése es el plan de Dios que no ha querido la muerte sino la vida. No dijo “hágase el dolor”, “hágase la enfermedad”, o “hágase la muerte”, sino “hágase la vida” (Gen 1, 11-27). Según el plan del Dios de la vida, el destino del hombre es vivir para siempre: lo hizo a imagen de su propio ser, que es todo vida eterna. El dolor, la enfermedad, la muerte no son criaturas de Dios, ni el error, el odio o la mentira. El mundo iba saliendo de la nada y Dios veía que cada cosa era buena, salían de sus manos limpias, hermosas, ordenadas, bien orientadas para existir y vivir. También  lo era el hombre, su obra maestra, por ser imagen y semejanza suya, hecho para ver la luz, para amar la verdad, para vivir eternamente; tiene por destino y fin nada menos que al mismo Dios.

En todo caso, estamos ante el gran interrogante de todos los tiempos: si Dios ha hecho las27 cosas bien y buenas, ¿cómo es que el hombre, criatura excelsa, transcurre su existencia sobrecogido de espanto, acosado de males y amenazado siempre de muerte? ¿Cómo explicar la presencia del mal? He ahí un problema que atormentó al hombre antiguo, como atormenta al moderno; problemas de fondo en la experiencia humana. Ciertamente que las lecturas que acabamos de hacer no nos proporcionan «la solución», como nosotros querríamos, por mucha fe que tengamos, pero sí nos iluminan para que sepamos aceptarla desde la fe en Dios. El autor del libro de la Sabiduría atribuye la existencia de la muerte al pecado, que trastornó el plan de Dios e introdujo el mal en el mundo. Más concretamente, fiel a la mentalidad del pueblo de Israel, lo atribuye al Maligno: Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; pero, por la  envidia del diablo entró la muerte en el mundo.

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Los primeros capítulos del Génesis nos cuentan el acontecimiento: entre el hombre y el Dios bondadoso se interpuso un ser misterioso y lleno de envidia que logró atraer hacia sí la amistad del hombre, enfrentándolo hostilmente con Dios. Se interpuso el pecado que ha conseguido del hombre su adhesión. Ese ser maligno es el mismo hombre, al que Dios había dotado de un precioso don que lo hacía ser tal: la libertad. En el plan de Dios, el hombre no era un “ser para la muerte”; era un “ser para la vida”. En el mal uso de la libertad está la causa. El hombre rechazó la amistad que Dios le ofrecía y se apartó de él. De ahí todos los males. El pecado lo ha desordenado todo. El pecado, ése es el mal grave, el único mal y fuente de los otros. Por eso se encuentra el hombre y el mundo como se encuentran: muerte, dolor, envidia, odio, mentira, error y engaño. Una verdadera tragedia. El hombre se ha extraviado; sujeto a la muerte, habiendo sido creado para la vida; seguidor de la mentira, hecho para la verdad; amigo de su yo, destinado a ser amigo de Dios.

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La cosa parecía perdida y el destino del hombre abocado a la destrucción más completa, pero la misericordia de Dios ha intervenido en Cristo a favor del hombre. Vuelve la Luz, vuelve la Verdad, vuelve la Vida, vuelve la Unión con Dios. Las cosas no se han torcido del todo. En el fondo conservan el destino que Dios les dio. El pecado perturba, el mundo gime; pero la voluntad de Dios sigue en pie. El libro de la Sabiduría apunta a una solución: Dios persigue un fin. Ese fin es la vida, no la muerte. La muerte, para quien se aleja. Para quien se acerca, la vida. La vida, en cambio, alumbrará a todo aquél que ame la justicia. En Cristo el problema del mal y del dolor tendrá una solución más clara. Cristo mismo es la solución. Cristo que sufre, Cristo que muere, Cristo que resucita, es la clave para dar sentido a la muerte y a todo dolor humano. Sin duda alguna, los sufrimientos y la muerte nos ligan al pecado, pero también, y en mayor grado, nos unen a Cristo. Ya no son una mera consecuencia del pecado, son con y en Cristo un medio de salva­ción. Han cambiado de signo gracias a la bondad y sabiduría de Dios.

Así, el reino de Dios sigue presente y va actuando en nuestro mundo. El proyecto de Dios6 es proyecto de vida, y eso se ve en el poder liberador que muestra Jesús, su Predilecto. Si en los domingos anteriores aparecía como el que domina y lucha contra las fuerzas del mal, hoy quiere comunicarnos su poder liberador sobre la enfermedad y la muerte. Se presenta como Señor de la vida, y en él vamos a encontrar una perspectiva más esperanzadora: “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10), que nos recuerda sus palabras después de la resurrección de Lázaro: «Yo soy la Resurrección y la Vida» (Jn 11,25). Marcos no lo dice, pero presenta a Cristo como el dador y Señor de la vida, y el médico auténtico de una humanidad doliente, a la que  puede curar y librar de la muerte. Desde la perspectiva de Cristo, la muerte no es definitiva: “La niña no está muerta; está dormida”. Es una muerte transitoria. En el plan de Dios la muerte no es la última palabra, sino el paso a la existencia definitiva. Él mismo, Jesús, resucitará del sepulcro a una nueva vida, experimentándola en su misma carne. La disposición primera de Dios sobre nosotros de poseer la vida eterna se cumple ya, de modo maravilloso, en Cristo.

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11Las dos mujeres, que Marcos ha unido en este relato, son imagen de Israel, y por extensión de toda la humanidad adormecida. Israel llevaba tiempo “perdiendo la vida”, la sangre, y, a pesar de los remedios “costosos”, en lugar de mejorar, “iba cada vez peor”. Hasta el punto de que, como en el caso de la niña, todos lo dan por muerto. En ese contexto, Jesús es presentado como el hombre compasivo y fuente de salud y de vida. Es compasivo: se siente “tocado”, se acerca a quien se halla postrado y se preocupa porque la niña sea alimentada. Es fuente de salud y de vida: de él sale una fuerza que cura, restablece y comunica vida, devolviendo al hombre su destino primitivo, que nos recuerda la primera lectura.

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Es el mismo que ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que, tanto en los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte, sepamos dar a ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a Él en su dolor y en su destino de victoria y de vida. La muerte y el dolor cambian de signo en él: antes pena del pecado y ahora medio de salvación. La fe es el primer paso, y la unión con él, condición necesaria y causa. Las sombras de las tinieblas amenazan continuamente con apoderarse de nosotros, y en nosotros hay todavía residuos de error y de muerte. La purificación debe continuar adelante. Se impone la lucha y el trabajo. Por eso la necesidad de permanecer en estrecha unión con Cristo, de seguirle hasta el fin.

4 0El salmo responsorial invita a agradecer a Dios estos dones: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”. Me has librado de la muerte. Ésa es la disposición propia de Dios: salvar de la muerte. La muerte física ha cambiado de signo, y Dios es el Dios bueno que alarga la mano para salvar. Es el fundamento de nuestra esperanza. La acción salví­fica de Dios, por la que se dan gracias, tuvo lugar en Cristo, que ha hecho posible la vuelta a la amistad, la vuelta a la vida. Y este agradecimiento, como nos pide la segunda lectura, se debe concretar en compartirIMG_20180630_134837 con los necesitados, imitando la generosidad de Jesús, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriqueceros con su pobreza: “Vuestra abundancia remedia la pobreza que tienen los hermanos pobres”. No es cristiano disfrutar de lo superfluo, cuando otros carecen de lo necesario. Dar lo que sobra a los que lo necesitan, y procurar que nos sobre todo. Es la única forma de vencer las tinieblas y de ser luz para los que lloran. Para ello hay que despegarse de la codicia que llevamos dentro. Nos llevará trabajo, pero la unión con Cristo nos comunicará fuerza. La oración, los sacramentos, en especial la Eucaristía, nos darán valor para ello.

Y así, también la Iglesia es dadora de vida y transmisora de esperanza, cuidando a los enfermos como ha hecho a lo largo de dos mil años, poniendo remedio a la incultura y defendiendo la vida contra todos los ataques del hambre, de las guerras, de las escandalosas injusticias de este mundo, del terrorismo, así como de todo atentado contra la vida en sus comienzos o en sus finales. Somos hijos de la luz, y la luz debe ser generosa. Nos lo recuerda San Pablo en su carta. Cristo fue generoso con nosotros. La generosidad para con otros será fruto de la luz que llevamos dentro. Dios ha creado la bondad, es generoso; ha llegado a nosotros. No podemos detener 1la generosidad, ni apagar la luz. Debe iluminar otros ojos, confortar otros corazones, como ha confortado el nuestro. Ricos por su pobreza, nuestra riqueza debe llegar a otros. Es la lucha contra la muerte, contra la enfermedad, contra el abandono, contra todo aquello que supone dolor y necesidad. Luchemos contra el pecado y contra sus consecuencias. Difundamos la vida, no la muerte, la luz no las tinieblas, pues Dios lo hizo primero en nosotros. Es menester aliviar al prójimo.

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