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Columna
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Contra la meritocracia

La idea de mérito y excelencia vertebra nuestra noción de justicia. Sin embargo, igual que estudiar duro no garantiza aprobar un examen, el esfuerzo no siempre es suficiente para lograr un objetivo

Pablo Simón
Estudiantes de Granada delante de un cartel sobre becas.
Estudiantes de Granada delante de un cartel sobre becas.M. Zarza

La meritocracia es uno de los pilares legitimadores de nuestro tiempo. Sus premisas son bien sencillas: se asume que todas las posiciones sociales están abiertas a la competencia y que, gracias a la educación, podemos desarrollar las aptitudes para disputarlas. Así, las desigualdades sociales se basarían en el éxito, en el mérito, el cual nace de la combinación de nuestras capacidades naturales y el propio esfuerzo personal.

Esta tesis ha tenido dos implicaciones clave; ha fijado un principio de justicia y, a la vez, ha favorecido la cultura del esfuerzo individual. Sin embargo, la sociología de la estratificación ha mostrado los límites en la práctica de este argumento. Por ejemplo, Erikson y Goldthorpe señalaron hace décadas como un factor propio de una sociedad meritocrática, la movilidad o “ascensor” social, es menos común de lo que pensamos.

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Ciertamente, una gran parte de la población europea experimentó una movilidad social ascendente desde la II Guerra Mundial. Sin embargo, esta transformación tuvo dos características.

De un lado, que la escalera podía ser de subida, pero escasamente de bajada. Es decir, los hijos de las clases acomodadas no solían perder dicha condición lo cual, si las capacidades se distribuyen aleatoriamente en la lotería genética, no deja de ser sospechosamente llamativo.

Del otro lado, que esta movilidad ascendente realmente se debió más a cambios estructurales en la sociedad que al esfuerzo individual en un entorno de igualdad de oportunidades. Unas sociedades de enorme desarrollo económico y expansión educativa hicieron fácil que, como pasó en España, un baby boomer hijo de un ganadero pudiera mejorar con mucho el nivel educativo y posición laboral que tenían sus padres. Sin embargo, cuando dicho cambio se moderó, el agua se volvió a estancar.

Este hecho, contrastado a nivel general, se observa también en los estudios sobre el efecto del entorno social y familiar en el éxito educativo. Indudablemente, la inteligencia y el esfuerzo influyen positivamente en el desempeño académico. Sin embargo, decenas de investigaciones han mostrado cómo las familias acomodadas logran el éxito de alumnos mediocres a través de refuerzos extraescolares y ayuda en casa. Asimismo, los alumnos de familias con recursos se pueden permitir fallar más ya que siempre tienen una segunda oportunidad, incluso pudiendo cambiar a centros educativos de menor exigencia.

La idea de mérito y excelencia vertebra nuestra noción de justicia. Sin embargo, igual que estudiar duro no garantiza aprobar un examen, el esfuerzo no siempre es suficiente para lograr un objetivo. Quizá por eso merece la pena meter en la ecuación las circunstancias particulares (compensar a quien no llega) y la igualdad de oportunidades (al margen del talento que se tenga). Dos componentes sutiles, pero más revolucionarios que entronizar al talento: ser tratados igual cuando seamos mediocres.

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Sobre la firma

Pablo Simón
(Arnedo, 1985) es profesor de ciencias políticas de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor por la Universitat Pompeu Fabra, ha sido investigador postdoctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Está especializado en sistemas de partidos, sistemas electorales, descentralización y participación política de los jóvenes.

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