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29 de febrero de 2008

CHAZA, EL TENIS PASTUSO

Por: Julián Ortiz Cordero. pupocd@gmail.com

En nuestra América ya existía una versión de un tenis primitivo, “tlachli” para los toltecas, “chaza” para los descendientes de los incas en el sur de Colombia y el norte del Ecuador. Antes de la conquista española, nuestros aborígenes ya lo practicaban. Hoy, como hace mas de 500 años, este deporte auténticamente colombiano sigue cautivando a cientos de personas.

Cae la tarde y el silencio invade cada rincón del barrio Miraflores. Desapareció ya el azul intenso que tapiza el cielo del invierno pastuso. La soledad y un viento helado que cala en los huesos invitan mas a buscar el calor de un refugio que a desandar las calles de esta ciudad del sur de Colombia que se levanta a 2.600 metros sobre el nivel del mar.

Una nube de polvo que se levanta entre una multitud eufórica, indica que algo está ocurriendo en los terrenos baldíos de este populoso sector. “¡Son los jugadores de pelota nacional! como hasta hace poco se conocía a la chaza en el resto del país, ¡Cada vez que juegan, esto es una fiesta!”, cuenta Manolito Calle, un vendedor de caramelos de 12 años que desde que advierte la presencia de un extraño, que por aquello de la cámara no podría según el pequeño ser otra cosa que un periodista, me sigue a todos lados y no para de hablar del deporte rey de su pueblo.

“Acá en Pasto se juega duro a la chaza” , dice y enseguida se pierde entre la gente intentando vender su mercadería; mientras yo me instalo sobre un montículo como un lugareño mas para admirar la destreza de diez hombres (cinco por cada equipo), que “armados” con una especie de raqueta gigante con pupos de caucho se pasan una pelota de un extremo a otro a manera de tenis, pero sin una red de por medio.

“ ¡Márquele la chaza juez!” grita enojado un jugador de unos cincuenta y pico de años y abdomen voluptuoso que tiene una potencia tremenda en su brazo derecho y que casi no se mueve de su sector, pero que se cansa de dar órdenes a sus otros cuatro compañeros. Observo que no se necesita tener porte atlético y no hay límite de edad para practicar este deporte.

Pasan los minutos, todavía no tengo idea de lo que es una chaza pero ya estoy, como otras cuarenta personas a mi alrededor, cautivado por el juego.

A mi lado, Edmundo Calvache, un ipialeño de 48 años que también practica el juego, empieza a explicarme el deporte: “La cancha es un rectángulo de por lo menos 9 metros de ancho y 100 metros de largo, marcada en la mitad por una línea en el piso sin red.
Allí se miden dos equipos, cada uno integrado por cinco jugadores, que se ubican estratégicamente: sacador, torna, media torna y dos medios. Luego del sorteo que realiza el juez para determinar a los “sacadores” y “volvedores”, uno de los sacadores impulsa la pelota al lado opuesto del terreno de juego; la misma que sólo puede dar un rebote y es devuelta por el equipo contrario. Así sigue el encuentro hasta que uno de los equipos falla; o sea: que lancen la pelota fuera de la cancha, no la recepten o el sacador sobrepase con la pelota la línea de tranca”.

Poco a poco voy comprendiendo que los puntos se cuentan como en el tenis: 15, 30 y 40. También que se juegan 3 mesas (sets) y que cada mesa se compone de cinco juegos (games). Obvio, el ganador de la partida es el mejor de tres mesas. Durante el juego se pueden realizar hasta dos cambio de jugadores por equipo.

El mismo señor Calvache describe: “Se le denomina chaza a una jugada que puede ser salvada o neutralizada por cualquiera de los 2 equipos, cuando la pelota devuelta es lanzada fuera de la cancha, entrando en contacto con ésta por lo menos con un bote”.

Ya en confianza con los apasionados espectadores, caigo en cuenta que la mayoría de jugadores tienen entre 40 y 60 años de edad . Jorge Luís Villalba, un escultor que trabaja sobre madera y tiene 53 años, cuenta que empezó a jugar hace ocho: “Me enganché un poco tarde por mis obligaciones, pero en casa, la chaza era una especie de tradición familiar: la jugaban mis tíos, mi padre y mi abuelo”.

Jorge Luís es de Túquerres, un pueblo cercano a Pasto, dice que ha jugado fútbol, baloncesto y hasta participado en competencias de ciclismo, la chaza le genera emociones difíciles de explicar: “Es como si mis antepasados me llamaran a jugar. Tal vez porque este es un deporte ancestral”.

Origen ancestral

En efecto, la pelota nacional tiene sus orígenes hace poco más de 500 años en Colombia y Ecuador, en tiempos del Tahuantinsuyo. Según una reseña histórica que recoge la ASOCHANAR (asociación de chaza de Nariño) los conquistadores españoles, a raíz del descubrimiento de América, encontraron que nuestros aborígenes de la región interandina jugaban con pelotas de piel de animales y que utilizaban como implementos para impulsar la bola, maderos de cuti y guasmo, los mismos que empleaban además como herramientas de trabajo para la agricultura. Cuenta la historia que los Incas realizaban encuentros amistosos entre los equipos formados por criollos y aborígenes: “Los indígenas encontraron en el golpe de la pelota y en la victoria final un motivo de liberación de su raza y desfogue de sus penas”.

En la actualidad, si bien el deporte evolucionó y hoy tiene reglas oficiales, sigue siendo algo exótico, pintoresco y desconocido para el común de la gente, sobre todo para las nuevas generaciones.

Chamorro bordea los 50 años y para mantenerse económicamente siembra papas, arvejas y cebada en un campo cercano al pueblo de Buesaco en Nariño: “Lamentablemente de la chaza no se puede vivir. Ya sabe, en este país el único deporte que hace ganar dinero es el fútbol ”, afirma.

Entre apuestas y amigos

Si bien no es una actividad remunerada, los peloteros, como se conoce a sus practicantes, se las ingenian para obtener algo de dinero. Tarquino Zambrano tiene 40 años y toca música nacional en bares y fiestas de pueblos, cuando no canta pasillos se prende a un partidito de chaza con sus amigos: “Jugamos los sábados y domingos, a veces hasta cuatro partidos y apostamos a razón de 20 mil pesitos por jugador. Como somos cinco, ponemos los cien, si ganamos, nos llevamos 200”, cuenta emocionado.

La mayoría de los asistentes a los encuentros barriales son gente de la tercera edad: “Es una pena que los jóvenes no gusten mucho de este deporte que es autóctono de Colombia. Es triste que los chicos de ahora se la pasen copiando modas y deportes extranjeros”, se queja Tarquino, mientras dirige su mirada a las gradas desde donde una veintena de ancianos aplaude cada buena jugada: “Esos señores que usted ve ahí, son nuestros mejores hinchas.”

Don Manuelito Hidalgo, Hilario Endara y Pedro Solá, son apenas tres claros ejemplos de esos hombres que ya pintan canas y que casi no ven ni escuchan pero que mueven cada tarde su cabeza y sus corazones al vaivén de una pelota. En esta tarde, en que el silencio invade cada rincón de Miraflores, un grupo de peloteros desafían el tiempo y el espacio, practicando un sublime deporte ancestral que se resiste a morir. La chaza nació en la era incaica impulsado por la pasión de su gente y promete no desaparecer jamás.

Balón de taller y artesano

Antonio Tarapúes tiene 47 años que parecen más por la inclemencia del sol y de la vida. A simple vista es un tipo normal, pero no. El hombre confecciona las bolas “modernas” con las que se juega la chaza: “Las hago en mi casa del barrio Potrerillo. Les pongo una tapa de caucho de cada lado. El caucho se lo saca de las pelotas que se revientan, y luego se le pone extra peso para que la pelota tenga aguante. El peso ideal es de 900 gramos. Confecciono tres pelotas por día. Trabajo sólo en mi taller hace nueve años”.

Cristóbal Merlo, en cambio, confecciona las tablas: “Las mejores son de madera de Ubillo y Urapán que se traen del Putumayo. El caucho para los pupos de las tablas lo obtengo de llantas de tractores. Vendo cada raqueta por 100 mil pesos”.

Antonio Tarapúes y Cristóbal Merlo, el uno hace balones, el otro tablas, son genios artesanos muy queridos en los pueblos peloteros. “¡Quien quita, tal vez algún día nuestor apellidos lleguen a ser tan famosos como Adidas y Wilson!”, manifiesta con ironía uno de ellos.

Después de una corta conversación acompañada por una taza de café, tortillas y empanadas, alimentos que se consiguen a un precio módico a los alrededores de la cancha, Cristóbal Merlo con cierto dejo de desconfianza accede a prestarme su tabla de juego. Esta exótica herramienta se constituye para los deportistas en el tesoro mas preciado y custodiado.

En un torpe intento de destreza física, mi primer ensayo de levantar la tabla consigue desencajar las articulaciones de mi hombro, todos los lugareños ríen ante el bochornoso espectáculo. Merlo se acerca sonriendo y hace una jocosa conclusión sobre mi masculinidad: “La chaza es para hombres”, haciendo alarde de su impecable motricidad cuando me muestra la forma correcta para levantar la tabla. La “niña” como se la conoce popularmente a la raqueta, dista mucho de lo inocente de una criatura, de hecho, muchos de los practicantes de chaza han sido víctimas de su peso que oscila entre los 9 y 12 kilos. Muchas personas se dislocan el hombro y el codo cuando tratan de jugar sin conocer bien la técnica de este deporte nariñense.

En un segundo intento logré alzar la tabla, este acto es solo el primer paso para poder impactar la bola que se desplaza a una velocidad fascinante. Es muy difícil correr con la “niña” colgando de una de las extremidades, es impensable creer que en un acto casi mesiánico en un primer intento un hombre logre regresar la bola a campo contrario.

Visité los campos de chaza casi diariamente por 3 semanas mas, me encontraba fascinado por el exquisito olor de empanada que se fusionaba con el polvo. Me resultaba atractivo la estructura social a la que rápidamente había logrado entrar, el pase de honor para alistarse a este círculo es sin duda hacerse acreedor a un seudónimo.
“Mono Parado” suplantaría mi nombre de pila para esa temporada, apodo al que nunca le encontré explicación.

Me doy cuenta que la chaza es todo un ballet, es un mundo propio que se formó de un deporte pero ahora es lo mas cercano a una hermosa convivencia social. La chaza es una meca para sus practicantes y admiradores donde cada uno de estos cumple rigurosamente con un papel en donde la tradición se revive día a día.