Publicidad
¿Por qué florecen ahora las quilas?: una reflexión constituyente sobre el país que nos debemos Opinión

¿Por qué florecen ahora las quilas?: una reflexión constituyente sobre el país que nos debemos

Ziley Mora
Por : Ziley Mora Etnógrafo, educador, filósofo, escritor y consultor. Por más de tres décadas se ha dedicado a difundir las joyas de la alta cultura y filosofía mapuche, recolectadas a través de kimches, arrieros, lonkos y machis. Es autor de más de una veintena de libros vinculados a la cosmovisión, tradición oral, prácticas y espiritualidad de los antiguos mapuches del sur, entre ellos “Yerpún, el Libro Sagrado de la tierra del sur” y el diccionario “Zungun, palabras que brotan de la tierra”. Actualmente se dedica a la enseñanza de la Ontoescritura, un método autobiográfico para la transformación personal, inspirado en las prácticas terapéuticas de la machi.
Ver Más

Las quilas florecen cada 70  años. Y lo están haciendo ahora. Este es un clásico signo, una antigua profecía mapuche que presagia crisis muy totales, “batallas muy grandes”, pero también renovación y brotes nuevos. En la Nueva Constitución, nos debemos un principio solidario, no subsidiario. A la política no le hace falta más racionalización ideológica, ni menos bilis resentida, sino solo integrar el corazón en el municipio, en el cabildo, en el trabajo social. Un corazón fervoroso de épica y valores superiores, sin la tentación de meter las manos de la codicia ni las patas de la mediocridad en la gestión del Estado.


Hace unos meses que las quilas del sur de Chile están floreciendo extrañamente. Lo hacen más o menos cada 70  años. Este es un clásico signo, una antigua profecía mapuche –es decir, de la Naturaleza– respecto a que vienen crisis muy totales, “batallas muy grandes”, donde habrá muertes y hambrunas, dicen ellos. Pero también significa renovación y brotes nuevos: “Después del fuego, la lluvia y la vida jovencita”.

Cuando los conquistadores aparecieron por el norte del Mataquito, floreció la quila al sur del Bío-Bío. Cuando Cornelio Saavedra articuló militarmente la línea del Malleco, invadiendo el wallmapu, en las laderas del Toltén, la quila floreció desde Villarrica a Boroa. Esto es lo que recuerdan las papai y los chachai viejos. Nos debemos una tierra, una mawida nacional, un monte verde de 4 mil km, donde la quila, el maqui, los canelos, los ulmos y el laurel florezcan y florezcan al lado de vertientes y cascadas con aves cantoras.

Tiempos de cambios. Es decir, tiempos en que el poder no desaparece, sino que recircula. La unidad central del poder se disgrega transformándose. Se desgrana en pequeños centros de autonomía, en una sociocracia donde lo local, lo comunal y su sumatoria dialogante se levanta como muy relevante.

Los congresistas se reparten en asambleístas. Así, cada ciudadano, cada familia se vuelve en unidad política con la oportunidad de ejercer un tipo de poder. Todo muy semejante a los lof, rehue y ayllarehue mapuche, las células base, las familias, agrupadas cooperativamente según la extensión del territorio. Un poder deslocalizado y que hasta hoy es la base de su espectacular resistencia frente a los imperios. Un poder local que se ejerce en red, en cadena integrada para la ayuda, que nunca se concentra o apropia como una riqueza o un bien. Un poder que cualquier persona está en situación de ejercerlo, aunque también de sufrirlo.

Para luchar contra el desierto, nos debemos un país con poder repartido, para respetar, cuidar, cada centímetro de tierra, cada árbol y plantita nativa, cada gota de agua. Un Estado garante de los intereses de la diversidad natural. Por tanto, un Estado que aminore al máximo las circunstancias del azar, del error o la estupidez humana que agravan el desequilibrio de los ecosistemas. Por eso nos debemos una comuna agroecológica como lo central del gobierno local. Si plantamos y comemos nuestro propio grano, sin glisfosato ni plaguicidas cancerígenos, ningún poder global, ningún «Gran Hermano» nos hundirá en guerras fratricidas.

En la Nueva Constitución, nos debemos un principio solidario, no subsidiario, un Estado que apuesta y arriesga con quien cocrea o estudia para mejorar Chile, que apoya a quien no tiene espaldas financieras pero sí voluntad de trabajo y transformación. Un Estado que se vuelve socio de toda pyme que arriesga en auténtica innovación y creatividad, la asiste y apoya si quiebra. Un Estado prestamista, accionista y reinversionista, es decir, que no permite la usura bancaria y que potencia los negocios éticos, de servicio, las empresas B innovando socialmente.

Y cuando a estos socios les va bien, el Estado invierte con inteligencia económica en las personas, las únicas que agregan valor a los recursos. Un Estado que de este modo asegura el derecho a la educación y a la salud universal. Un Estado mutualista, descentralizado, laico –nunca laicisista–, pero cuya religión es la gloria del Ser y no la voracidad del tener. Porque el laicista también se vuelve sectario, tal como aquellos cristianos que demolieron la Biblioteca de Alejandría, quemaron los libros y mataron a palos a la filósofa Hypatia.

Nos debemos un Estado educador en la responsabilidad individual por volverse persona: persona cada vez más responsable y estoica, consciente de la totalidad político-social interdependiente, ya que solo así –si cada uno crece en conciencia y se desarrolla equilibrado, pensante y claro en sus valores– podrá ser garante de la inviolabilidad de los Derechos Humanos. Reflexión y diálogo infinitos en las aulas y fuera de ellas, las dos alas de la nueva cultura mestiza.

Solo entonces, la nueva comunidad chilena podrá mirarse de nuevo a la cara, sin importar la clase social, porque antes la unirá el cordón de plata de la honestidad. A la política no le hace falta más racionalización ideológica, ni menos bilis resentida, sino solo integrar el corazón en el municipio, en el cabildo, en el trabajo social. Un corazón fervoroso de épica y valores superiores, sin la tentación de meter las manos de la codicia ni las patas de la mediocridad en la gestión del Estado. Solo así seremos éticamente más fuertes.

Sí, somos una tierra rocosa dura, larga y angosta, pero nos debemos un país con alma noble, ancha y profunda. Luego del fuego en las calles, para regenerar el alma es que ahora florecen las quilas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias