De siempre, se ha buscado y valorado el Cociente Intelectual de hijos y alumnos como factor imprescindible para alcanzar el triunfo personal. Era la forma tradicional de medir la inteligencia por la que se evaluaba a una persona como apta o no para estudios y trabajos. No obstante, es fácil comprobar cómo gente que logró un expediente académico brillante fracasó en la vida y a la inversa. Situaciones éstas que hemos pasado por alto, atribuyéndolas a la suerte. Vivimos tiempos en los que se precisa cada vez más de la inteligencia pero ya no es de gran utilidad la brillante capacidad, pongo por caso, de resolver difíciles problemas matemáticos, algo que concierne a la inteligencia racional. Hoy se habla mucho de Inteligencia Experiencial o Emocional, relacionada con las emociones y la personalidad. Se basa en los pensamientos que aparecen en la mente de manera automática ante cualquier acontecimiento, y en modos más generales de ver el mundo, a nosotros y a los demás.

El inconveniente del tradicional CI es que pasa por alto factores que son los más valorados hoy en las organizaciones: Autocontrol, curiosidad, habilidad para comunicar y colaborar y capacidad de empatizar. La Inteligencia Experiencial consiste, pues, en el conjunto de capacidades que permiten captar y aplicar eficazmente las emociones con el objeto de intercambiar información, establecer relaciones sólidas y ejercer influencia.

Las tácticas actuales de negociación ponen énfasis en la transmisión de sentimientos para alcanzar el éxito. Se podría decir entonces que Inteligencia Experiencial es el uso sabio de las emociones: En esta era el progreso del trabajador no depende de cómo utilice su intelecto sino de cómo controle sus emociones. La Inteligencia Racional y la Experiencial trabajan juntas sin que seamos conscientes, salvo si hay contradicciones y nos vemos obligados a decidir con la cabeza o el corazón.