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La mujer vanidosa

Concepción Gimeno de Flaquer





No hay cosa que más presto rinda y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas, que la misma vanidad puesta en las lenguas de la adulación.

Esto decía Cervantes, y es una verdad inconcusa: la mujer vanidosa está a merced de cualquier hombre que sepa explotar su vanidad; por eso exclama Madame de Deffand: «¡La vanidad pierde más mujeres que el amor!».

¡La vanidad produce una hinchazón moral, que nos hace ridículas y odiosas!

La vanidad es una de las pasiones que más empequeñecen a la mujer y más rebaja sus méritos.

La vanidad suele apoderarse de los dos sexos; pero el sexo que se apellida fuerte, procura ocultarla con gran empeño, porque la vanidad siempre se ha considerado pasión femenina.

La vanidad que solo se aposenta en cabezas hueras, altera completamente la expresión de nuestro rostro: en el rostro de la mujer vanidosa encontrareis dureza de líneas, torvo ceño, airado arqueamiento de cejas, despreciativa mirada y frío desdén.

La vanidad presta al semblante de la mujer una rigidez que le hace perder los mayores encantos.

La vanidad nos hace antipáticos: esa elección, esa arrogancia con que se presenta la mujer vanidosa, hace suponer que trata de imponerse y rebajar a los que la rodean; así es que todos huyen de ella satirizándola severamente y dirigiéndole las más duras increpaciones.

Las personas que se hallan endiosadas por su posición, su figura o su talento, suelen faltar con gran facilidad a las reglas de urbanidad y aparecen mal educadas. Nada es tan de mal tono como ocuparse de sí mismo constantemente; y las mujeres endiosadas, no pueden ni saben hacer otra cosa, faltando de este modo a las conveniencias y fórmulas exigidas por la buena sociedad.

La vanidad es hija de la soberbia, y la soberbia hizo perder a Luzbel las preeminencias y la felicidad que gozaba en el paraíso.

Todo el que anhela encumbrarse mucho, necesita hallarse dotado de gran serenidad y de cabeza muy firme, pues la excesiva elevación produce vértigos y desvanecimientos. Siempre es peligroso hallarse en las alturas.

Se cree vulgarmente que el orgullo es una virtud; pero tal creencia es errónea: podrá ser noble la satisfacción que se experimente al practicar acciones heroicas, generosas, sublimes y santas; pero hacer alarde de ellas es una jactancia punible. Toda ostentación es presuntuosa, y la presunción es la vanidad en su más alto grado.

Al orgullo y la vanidad, las haríamos voces sinónimas, pues si acaso se hallan separadas, debe ser por una línea tan invisible, que para distinguirla es preciso proveerse de un lente especial, que no todas las personas saben graduar.

También hay quien supone que el amor propio y la dignidad son hermanos gemelos, y sin embargo, no existe entre ellos el más lejano parentesco.

La dignidad es la estimación de nosotros mismos, que nos impide descender a cosas groseras o dejarnos ultrajar por nuestros semejantes, y el amor propio es la vanagloria de nuestras acciones, considerándolas irreprochables, es el desordenado amor a nosotros mismos, y el desprecio hacia los demás; es la vanidad, en fin, en sus múltiples manifestaciones.

Nada más dulce que la humildad: los más miopes no podrán confundirla jamás con la humillación. Ser humilde es deponer la vanidad; humillarse es abdicar la dignidad.

La modestia que huye de los esplendores mundanales, es la virtud cristiana llamada humildad; el servilismo que siempre degrada y envilece es la humillación.

Jesucristo ofreció a los humildes que reinarían en el cielo.

San Pablo decía en sus predicaciones: «Conviene que las mujeres se vistan de un modo decente y que sus mejores adornos sean el pudor y la humildad».

El filósofo inglés Young, recomienda encarecidamente a la mujer la humildad y la modestia, diciéndola constantemente: «No tengas nada desnudo: hasta los encantos del espíritu debes ocultarlos con el velo de la modestia».

Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, tan respetada y admirada por todos los sabios de su época, brilló siempre por la humildad. Santa Catalina de Sena, Santa Ildegarda, Santa Perpetua y Santa Paula, fueron notables por su talento y humildad.

Santa Gertrudis y Santa Marcela, se distinguieron por su modestia y sabiduría.

Las mujeres, hermanas de las flores, deben semejarse a la violeta que se esconde entre el césped y no a la altiva dalia que alza su corola queriendo cautivar la atención general.

La mujer modesta exhala, cual la violeta, un suave perfume, que penetra dulcemente en el corazón. La mujer modesta, como la luciérnaga, brilla más en la oscuridad.

Debemos huir de todos los resplandores que tanto ama la vanidad.

Para ser contempladas a la luz eléctrica o a la luz solar, necesitamos ser muy perfectas.

La envidia perdona más fácilmente los méritos callados que solo descubre la casualidad, que los méritos ruidosos proclamados por el bombo.

Una mujer hermosa y modesta es dos veces bella.

Una de las reinas más amadas de Europa, es indudablemente María Pía de Saboya, esposa del rey de Portugal. ¿Sabéis cuál es el talismán que tan seductora la hace, y el filtro que tantos afectos le proporciona? La modestia.

Esta virtud, nacida en el alma de la ilustre princesa italiana, se refleja en su semblante, como se reflejan en un lago tranquilo los azulados lirios que bordan sus orillas. El rostro de la reina portuguesa tiene una dulzura, un encanto tal, que ningún pincel puede reproducir. Hay en ella más esencia divina, que naturaleza humana: tiene más de ángel que de mujer. Sus párpados caídos, seméjanse a los velos crepusculares del cielo napolitano; su mirada angélica tiene el suave fulgor que imprime la modestia. En su melancólica frente reverbera un rayo de inspiración que ilumina su soñadora fantasía. La reina María Pía está dotada de una belleza tan pura, que jamás podrá encender una pasión terrenal. La reina de Portugal es una figura poética, en la cual hay algo de la sublime belleza de los serafines pintados por Fra Angélico; algo extraordinario que sumerge el pensamiento en muda contemplación, algo misterioso e inexplicable que atrae, que fascina y que la hace sagrada.

El pueblo, que siempre suele tener buen instinto en sus apreciaciones, la denomina: «Ángel de la caridad».

¡Bendita sea la modestia que tan encantadora hace a la mujer!





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