Por: Juliana Leal, Licenciada en filosofía y Magíster en filosofía. Profesora del Centro de Ética y Democracia de la Universidad Icesi. ***** etica En Colombia, en todos los Proyectos Educativos de los colegios y universidades se ha establecido como directriz que los estudiantes tomen cursos de ética. Sin embargo, uno de los grandes desafíos que enfrentan tanto las instituciones educativas como los profesores y los estudiantes en las aulas de clases es cómo darle sentido a la misma, en otras palabras, cómo hacer valer su importancia y su puesta en práctica.
A este desafío se le suma la gran dificultad de que algunos estudiantes ven los cursos de ética como “materias de comodín o relleno”, dado que es más valioso, para ellos, estudiar para un examen de química, biología, economía o matemáticas que ponerse a pensar cómo construir una sociedad más incluyente y participativa, cómo aliviar la pobreza o cómo combatir la injusticia y la corrupción. Incluso, hay quienes evitan plantearse estas preguntas y se sumergen en la apatía e indiferencia política.
Esta trivialización de la ética no solo ha sido fomentada por ciertas políticas educativas en nuestro país que han privilegiado el saber de las ciencias “duras” sobre las humanidades y las ciencias sociales, restándoles importancia a estas últimas, sino porque, además, la ética se ha confundido muy a menudo con la aprehensión de reglas morales o códigos deontológicos institucionales o profesionales. Como muy bien lo señala Adela Cortina, desde hace varios años la ética ha aparecido en los proyectos educativos de los bachilleratos, e incluso, en los currículos universitarios como una especie de “disciplina sinuosa, competidora de la religión; una especie de moral para creyentes, sin serlo”. El problema que plantea inmediatamente esta interpretación es que la ética se confunde erróneamente con la memorización de una serie de normas que los estudiantes deben replicar y aplicar. Dicha confusión ha contribuido a que en la vida cotidiana se identifique la ética con la moral y que a menudo se intercambien los términos como si fueran sinónimos. Sin embargo, si queremos ser precisos desde una perspectiva conceptual, es fundamental observar que ambos términos no tienen el mismo significado. La moral hace referencia a un conjunto de normas, opiniones, creencias y prácticas sociales propias de un contexto cultural. Aquí es necesario advertir que la moral es relativa a los contextos sociales y puede variar de acuerdo con los patrones culturales de cada comunidad. En cambio, la ética es la reflexión crítica y deliberada sobre el conjunto de normas, creencias y prejuicios imperantes en una sociedad con el propósito de examinar su validez, y además, es la reflexión sobre nuestra realidad y sobre cómo conducir nuestras decisiones y acciones. Dicho de otro modo, la ética tiene como uno de sus objetos de estudio la moral. Pero no podemos caer en el error de reducirla a esta última, puesto que es una expresión de la capacidad que tenemos todos los seres humanos de pensar y decidir. Y esta reflexión crítica y deliberada puede también centrar su atención en los problemas políticos, sociales, económicos y psicológicos, dada la multiplicidad de dimensiones y quehaceres de los seres humanos. La reflexión crítica y la autonomía que fomenta la ética es fundamental para generar la participación ciudadana, que es la piedra angular de las democracias. Cuando no se crean espacios críticos para pensar y actuar autónomamente, sino para reproducir determinados compartimientos, se termina generando una sociedad de sonámbulos que obran irreflexivamente. En la historia de la humanidad, ha habido múltiples casos de cómo la irreflexión colectiva ha fomentado regímenes políticos tiránicos o totalitarios, que han violado sistemáticamente los derechos humanos de diversas comunidades. Piénsese en el régimen nazi, las dictaduras latinoamericanas de los años 70 o el estado de Apartheid en Suráfrica, por solo citar algunos ejemplos.
Por supuesto, el desafío que se enfrenta desde el mundo de la academia no es fácil. Hay quienes confunden la ética con el estudio exegético de algunas obras filosóficas. Y más bien, de lo que se trata es de pensar nuestro propio presente a través de herramientas conceptuales, problemas y ejercicios reflexivos que nos brindan esas diversas perspectivas. En otras palabras, en las aulas de clase hay que propiciar el ejercicio del pensamiento crítico, no la repetición mecánica de ideas de los principales filósofos en la historia de la filosofía. Este ejercicio de pensar críticamente no solo pasa por el cuestionamiento de la realidad que vivimos día a día, sino también por analizar los problemas políticos, sociales, económicos y coyunturales que nos afectan desde múltiples enfoques, poniéndonos en el lugar de cada una de las partes, y adoptando una posición propia.
Nuestro país ha sentido en carne propia los grandes estragos del conflicto armado. Los múltiples daños sociales y políticos han inhibido y, en ocasiones, impedido la participación ciudadana en las decisiones públicas a través del uso de varios métodos de agresión. Lo más grave es que los mecanismos de violencia han intentado acabar con la vida política de la ciudadanía y nos hemos visto confinados a opinar críticamente en esferas privadas. Sin embargo, también se han dado actos de resistencia en algunas instituciones educativas que buscan fomentar el pensamiento ético y gestar cambios en la educación ciudadana. Este desafío no sólo lo debe asumir el mundo de la academia, sino la ciudadanía colombiana en general si queremos construir una sociedad que realmente garantice el respeto de los derechos humanos y ponga en práctica los principios consagrados constitucionalmente que fundan nuestra democracia. He aquí el desafío y el valor que puede tener la ética en nuestra vida cotidiana. ¿Estamos dispuestos a asumir este desafío para constuir una sociedad más justa y equitativa?