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La Compañía de Jesús y su aporte a la modernidad en la sociedad
de Chile colonial (1593-1767)

Guillermo Bravo[1]

Introducción

Los primeros regulares de la Compañía de Jesús llegaron a Chile a fines del siglo XVI, en abril de 1593. Sus gastos de traslado fueron pagados por Felipe II, quien de esta forma satisfacía una antigua aspiración de la sociedad colonial chilena que, representada por el Gobernador y el cabildo de Santiago, había solicitado a la corona la presencia de este cuerpo de religiosos, tanto para atender las necesidades espirituales y educacionales de la población del reino, como para predicar las misiones entre los mapuches, con el objetivo de convertirlos a una vida social cristiana y contar con un medio pacífico para terminar con la guerra de Arauco.

Luego de 174 años, el 27 de febrero de 1767, Carlos III dictó la Real Pragmática Sanción que mandaba expulsar de sus dominios de España, Indias y Filipinas a la Compañía de Jesús (AHNM. Consejo. Lib. 1484). Ese mismo año, todos los jesuitas que habitaban en los reinos de Indias salieron de la región, con destino al puerto de Santa María en España.

Durante su permanencia en la sociedad del reino de Chile los regulares de la Compañía pusieron en marcha un proceso modernizador en los distintos ámbitos de su trabajo global, lo que hizo posible que al interior de la sociedad colonial chilena tuviera el perfil de una institución moderna, compleja y altamente calificada, cuya presencia e influencia le permitió introducir nuevos espacios educacionales e intelectuales, de desarrollar nuevas estrategias de evangelización y de conversión de infieles y de generar una empresa económica premoderna, dinámica, eficiente y rentable.

En esta perspectiva, este capítulo referido al aporte de la Compañía de Jesús en Chile tiene como propósito principal describir las características que asume la obra ilustrada de los jesuitas, en los campos de la educación, de las misiones y de la economía, para demostrar de qué forma es posible reconocer su contribución a la modernidad, en la sociedad colonial chilena.

La Compañía de Jesús y la modernidad

El concepto de modernidad es polisémico porque entre sus múltiples y variados significados algunos acentúan los rasgos históricos, sus formas de configuración temporal y espacial, otros marcan sus propiedades estructurales y funcionales, aunque no faltan aquellos que realzan sus propiedades sistémicas y sus riesgos (Robles, 2012).

En el marco de este escrito se entenderá que la modernidad puede ser pensada como una época y como una cultura. Cuando se presta atención a la época se la asocia con los tiempos modernos y se suele entablar una disputa, teórica e historiográfica, respecto al momento en que se inicia y en relación al período en que parece terminar. Por otra parte, al pensar la modernidad como cultura se tiene otro panorama porque se revelan algunas notas características que permiten presentarla con un perfil más definido.

Si bien es cierto que la modernización constituye un todo y que es en si misma un proceso histórico, lo que determina que no se puede separar el tiempo histórico del desarrollo cultural que lo acompaña, no lo es menos que esta forma de cultura moderna no surgió plena y acabada en un determinado momento de la historia de Europa. También habría que señalar que a pesar de ese carácter histórico que le es propio, la modernidad no tiene los rasgos de una cultura uniforme y homogénea, ni en su desarrollo ni en su asimilación, en las distintas sociedades que estuvo presente. Durante el período colonial americano, por ejemplo, la cultura hispánica dominante impuso ciertos elementos institucionales ordenadores para organizar lo político, y los distintos aspectos administrativos, sociales, económicos, culturales y religiosos dentro del proyecto general y común de la sociedad indiana, lo que facilitó su integración general con la institucionalidad y las normas del Imperio. No obstante, es claro que los resultados generales presentan matices particulares cuando se examina la realidad de cada una de las sociedades regionales americanas (Garrido, 2001).[2]

Por esta razón, los aspectos principales de la modernidad en la sociedad colonial americana deben ser entendidos como aquella cultura de origen europeo que privilegió el uso de la racionalidad como propuesta básica para mejorar las condiciones de vida social de los seres humanos. Sin embargo, ninguno de estos rasgos modernos era posible aplicarlos sin la existencia de instituciones que se propusieran llevar adelante el proceso. Por un lado, estaban las ideas políticas de la monarquía centralizada que fueron la base de la organización de las relaciones institucionales, políticas y administrativas con las colonias americanas y, por otro, la Iglesia cuyos principios orientadores, como la fe religiosa, permitieron reconocer el valor de cada vida individual.

En el caso de la Iglesia católica, fue el movimiento de Reforma del siglo XVI el que produjo una crisis religiosa tan profunda que quebró la unidad de la fe católica imperante por muchos siglos en el mundo de la Europa occidental. En conjunto con el Humanismo y el Renacimiento el protestantismo hizo posible que el hombre de la época moderna mirara su mundo con principios diferentes a los sustentados en la Edad Media. Como la Iglesia cristiana católica no fue indiferente a este movimiento reformista, para reafirmar sus principios y postulados se congregó en el Concilio de Trento (1545-1563), cuyos acuerdos permitieron frenar la difusión del movimiento reformista (Bravo, p. 2013).

La Contrarreforma, o renovación de sí misma que hizo la Iglesia, contó con tres factores esenciales: el Papado, el Concilio de Trento y las órdenes, religiosas, en especial, la Compañía de Jesús. El Papado, se alejó de sus ambiciones políticas y se consagró íntegramente a sus propias tareas de santificación y al apostolado evangélico, dicho de otra forma, comenzó por reformarse a si mismo. El Concilio Ecuménico de Trento se reunió para analizar, examinar y acordar los medios más efectivos para restaurar la pureza de la religión, del dogma y de la unidad de los cristianos (López, 1785). La Compañía de Jesús, aprobada por el papa Paulo III en 1540, nació con el objetivo de afirmar las creencias católicas y combatir la herejía, utilizando como armas la prédica, la confesión y la enseñanza para cumplir con el mandato de la Bula de Confirmación que señalaba:

cuidarán de las almas para que progresen en la doctrina y práctica cristiana; propagarán la fe mediante los sermones…proporcionarán instrucción cristiana a los niños y a los adultos ignorantes y rudos… (Bravo, 1985, p. 6).

Con una organización muy sólida y hábilmente dirigidos, los jesuitas se convirtieron en los más efectivos agentes de la Contrarreforma, pues su sólida preparación intelectual, su método de evangelización para combatir la herejía y su sistema educacional, cuya opción era “…la formación de ciudadanos disciplinados y católicos, con una concepción humanista y moderna del mundo” (Bravo, 2007, p. 171), les permitió oponerse a los protestantes y evitar una mayor propagación de su doctrina por Europa.

Desde su llegada al Nuevo Mundo en los primeros años de la Conquista, la orden de los jesuitas llevó a cabo un proceso de expansión ideológica, teológica y cultural que contribuyó a la afirmación del proyecto político de la Corona en América, aplicando el concepto de modernidad como una cultura racional y poniendo en marcha un proceso modernizador, en los distintos ámbitos culturales en que desarrolló su trabajo global, lo que representó “…el primer y decisivo resplandor de la cultura moderna en el mundo católico” (Bacigalupo, 2007). De este modo, la Orden ignaciana se transformó en una institución moderna, compleja y altamente calificada, cuya presencia e influencia permitió introducir nuevos espacios educacionales e intelectuales, de innovar en las estrategias de evangelización de los pueblos originarios con nuevas formas de sociabilidad y de generar una empresa económica premoderna, dinámica, eficiente y rentable que le permitió sostener sus obras educacionales y espirituales.

Los jesuitas y la educación humanista en Chile colonial

Como se ha señalado, la sociedad santiaguina solicitó a Felipe II que autorizara a la Compañía de Jesús para que instalara una casa profesa en el reino de Chile con el fin de que su trabajo pastoral pudiera servir de freno a una guerra que parecía ser interminable.[3] Dicha petición se basaba en el prestigio que tenían los jesuitas en el ámbito americano y que, precisamente, estaba basado en el proyecto modernizador global de la Compañía que incorporaba estrategias de trabajo sistemáticas, ordenadas racionalmente para los distintos niveles de la educación, de la evangelización y de la cultura que, por cierto, no eran ajenas a las tareas que deseaban los habitantes del reino de Chile.

La llegada de los primeros ocho jesuitas al reino de Chile, el 12 abril de 1593, fue todo un acontecimiento. Dice la crónica que la sociedad estaba tan emocionada que en la primera prédica que hizo el padre Baltazar Piñas en la catedral de Santiago, el día domingo de la misma semana que llegaron, los vecinos de Santiago les donaron 3.916 pesos. Con este dinero instalaron casa profesa y comenzaron sus trabajos educacionales y misioneros (Bravo, 1985, p. 14).

A partir de ese momento, los jesuitas se transformaron en activos agentes modernizadores, por medio de la educación y de la extensión de las misiones evangelizadoras con el propósito convertir a los infieles. Para hacer más efectivo este proceso, los regulares de la Compañía diseñaron una estrategia que concentró sus esfuerzos en la fundación de colegios donde educaron a todos los sectores de la sociedad, pero principalmente atendieron a la élite, tanto criolla como indígena. Así, casi de inmediato, la Orden ignaciana se transformó en una institución moderna, compleja y altamente calificada, cuya presencia e influencia permitió introducir nuevos espacios educacionales e intelectuales.

A pesar del clima de guerra que azotaba al reino, el padre Baltazar Piñas tomó en cuenta el interés de los vecinos de Santiago por la enseñanza y dispuso dos medidas: dictar un curso de gramática y abrir una escuela de primeras letras. Respecto de la primera señala Hanish: ”fueron tan abundantes las limosnas, que pudieron comprar las casas que habían sido de Rodrigo Quiroga y a pocos meses se empezó la enseñanza de la gramática, cuyo primer maestro fue el padre Juan de Olivares” (Hanisch, 1974, p. 8). Para la segunda, el testimonio del Padre Alonso de Ovalle dice que:

con este servicio que la Compañía hace a las repúblicas no queda ninguno en ellas por pobre que sea, que no aprenda a leer, escribir y contar, porque como servimos sin otro ningún interés que el bien de las almas, ninguno por pobre y por no tener con qué pagar al nuestro se excuse de aprender… (Hanisch, 1974, p. 43)

De esta forma, los jesuitas cumplían con dos propósitos simultáneamente, atender las necesidades de la población con la instalación de cursos del primer nivel de la enseñanza y a petición de las comunidades religiosas, el clero secular y el cabildo de Santiago dictar cursos de estudios superiores, el curso de gramática, al que agregaron los cursos de teología moral y eclesiástica (Silva, 1925, p. 32).

Los cursos superiores fueron dictados en la casa profesa de la Compañía, pero al año siguiente, cuando dos vecinos donaron bienes suficientes para organizar un colegio, los jesuitas fundaron el Colegio de San Miguel (Barros Arana, 1872, p. 15). A partir de la fundación de este colegio el progreso de la enseñanza superior atendida por los jesuitas fue evidente, de tal manera que fue necesario fundar otro colegio con el nombre de Convictorio de San Francisco Javier, como complemento de las funciones universitarias que se impartían en el Colegio Máximo y además, “…para dar albergue a numerosos estudiantes que concurrían a las aulas de San Miguel (Lira, 1977, p. 21-22).

La ampliación de la educación impartida en los colegios jesuitas estaba sostenida por un sistema educativo que se inspiraba en la Ratio Atque Instituto Studiorum Societas Iesus (Método y Programa de Estudios de la Compañía de Jesús), más conocido como Ratio Studiorum,

documento que sistematiza y organiza el método pedagógico y, al mismo tiempo, entrega una concepción moderna del plan de estudios que se pone en práctica en Colegios y Universidades de la Compañía en Chile y en toda América Colonial (Bravo, 2007, p. 175).

Entonces, los pilares de la educación jesuita estaban centrados en la formación de ciudadanos disciplinados y católicos, con una concepción humanista y moderna del mundo, rasgos que coincidían con los ideales de la modernidad. Además, la Ratio promovía la uniformidad de la enseñanza en los colegios y universidades jesuitas, al mismo tiempo que facilitaba la inserción curricular en diversas realidades favoreciendo la consolidación universal del sistema educativo de la Orden y pieza fundamental para imprimirle un sello característico, haciendo realidad lo que decían los antiguos jesuitas: “los colegios se fundan para enseñar letras y buenas costumbres a la juventud” (Kolvenbach, 2002).

El texto de la Ratio es un manual práctico[4] cuyo contenido se refiere al conjunto de normas, reglas, funciones, tareas y competencias para los diferentes agentes que deben participar en las instancias educativas de los colegios y universidades. En el fondo, es un manual de pedagogía inspirado en la espiritualidad de Ignacio de Loyola, la de los Ejercicios Espirituales y la de la Parte IV de las Constituciones de la Compañía de Jesús (Remolina, 1999).

De esta manera, la Ratio promovió́ la uniformidad de la enseñanza en los colegios jesuitas, a la vez que su adaptabilidad permitió́ reflejar muy bien el modelo de hombre que los jesuitas se propusieron formar e indudablemente formaron eficientemente en diversas realidades (Codima, 1999).

Como en todos los colegios jesuitas la organización de los estudios superiores seguía de cerca lo establecido en la Ratio, lo que determinaba que el sistema educativo de los colegios de la ciudad de Santiago era similar al que se practicaba en los colegios limeños, de tal manera que la enseñanza superior no era una función exclusiva de la universidad, sino que también podía ser impartida en colegios y seminarios.

Lo esencial para que funcionara la estructura educacional propuesta por la Compañía era la fundación de la unidad administrativa básica: el Colegio. Según las Constituciones, desde el punto de vista académico, el Colegio era la unidad en la cual se enseñaba un conjunto de materias dictadas por cursos y especialización, destacando como materias fundamentales la gramática, las humanidades y la retórica. No obstante, desde la perspectiva económica, un Colegio se debía fundar dentro de una provincia, siempre y cuando hubiera bienes suficientes para su mantención futura.

El colegio, entonces, bajo la dirección del padre rector, se transformaba en una unidad administrativa que tenia una doble dimensión de trabajo. Por un lado, era necesario que mantuviera un servicio educacional y misional eficiente y, por otro, debía ejercer una activa gestión administrativa-económica…” (Bravo, 2006, p. 40)

En los Colegios se impartían dos ciclos de enseñanza, la inferior y la superior, siendo la diferencia entre ellas el tipo de estudios que se enseñaba. Los estudios inferiores comprendían cinco años, de los cuales se destinaban los tres primeros a la gramática, dividida en tres niveles: elemental, medio y superior. El cuarto año correspondía a Humanidades, que se ocupaba principalmente de la literatura clásica, poetas y oradores, en tanto que en el quinto año se estudiaba Retorica. El ciclo de estudios superiores se impartía en la Universidad, la cual, por disposición académica de las Constituciones, comprendía sólo tres de las cinco Facultades que solían constituir las universidades de la época (Remolina, 1999, p. 3).

En la ciudad de Santiago, el Colegio Máximo de San Miguel cumplía con lo dispuesto en las Constituciones y la Ratio para los Colegios, pero era necesario establecer una universidad para diferenciar los ciclos de enseñanza y otorgar grados académicos, pues la única universidad que existía en el reino era la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino, conocida también con el nombre de Universidad Pontificia de Nuestra Señora del Rosario, a cargo de la Orden de Santo Domingo (Lira, 1977, p. 15)

Considerando este escenario, los jesuitas pidieron facultad al rey Felipe III para otorgar grados académicos a los estudiantes de Filosofía y Teología del Colegio Máximo de San Miguel. Este colegio, a partir del 27 de marzo de 1623, fecha en que la real Audiencia dio el pase a la Bula del Papa Gregorio XV del 8 de agosto de 1621 que autorizaba una Universidad Pontificia a cargo de la Compañía, puede otorgar dichos grados académicos (Bravo, 1985, p. 21).

La urgencia de abrir universidad en Santiago de Chile, no obstante la importancia de la universidad limeña, era una necesidad perentoria, porque esa universidad no era suficiente para atender las demandas de educación universitaria de la juventud chilena. El nuevo centro universitario fundado en Santiago no era de carácter estatal, sino privado y congregacional, y, por esa razón, recibió́ la denominación de Universidad Pontificia, pues funcionaba bajo la tuición de una institución independiente de la autoridad real, la Compañía de Jesús, a la que el Papa y el Rey le otorgaron el privilegio de conferir grados académicos (González, s/f; p. 82-83).

En esta nueva universidad instalada en la ciudad de Santiago, los jesuitas organizaron los estudios universitarios de acuerdo con lo especificado en la Ratio Studiorun incluyendo Filosofía, cuyas materias se concentraban en tres años, dictando en el primero temas Lógica y Matemática, en el segundo, Física y Ética, para terminar en el tercero con Metafísica, Psicología y Matemática Superior. Además, el currículo de los estudios de Teología era cursado durante cuatro años por los aspirantes al sacerdocio (RS, 1599)

Con la fundación de la universidad en Santiago, bajo la supervisión académica del colegio Máximo de San Miguel, el sistema educacional jesuita de esta parte del reino estaba consolidada. Pero, cabe hacerse la pregunta ¿ cuál era la situación de las otras regiones de Chile colonial?

Sin duda, lo importante para que funcionara adecuadamente el sistema educacional propuesto por la Compañía era la fundación de Colegios, pues de esta forma se aseguraba la continuidad del trabajo educacional y misionero, aunque también era fundamental que dependiera administrativa y académicamente de una Provincia[5] (Hanisch, 1974, p. 15-152).

De esta manera, en el siglo XVII, la extensión de los servicios educacionales desde Santiago comenzó con la fundación de la Residencia jesuita en Mendoza en 1607, que se transformó en Colegio en 1613. Asimismo, los jesuitas fundaron Residencia en Concepción en 1611, la que derivó en Colegio en 1616. Durante este siglo, el crecimiento continúo con la fundación de los siguientes Colegios: Noviciado de Bucalemu en 1627, colegio de La Serena en 1657, colegio de Castro en 1662, colegio de San Pablo en Santiago, en 1678, con ciclo primario y secundario (Bravo, 1985, p. 25-27).

Dos testimonios del siglo XVII dan cuenta del estado de la enseñanza que se impartía en la Pontificia Universidad dependiente de la Compañía y en el colegio Máximo de San Miguel.

El padre Diego de Rosales transcribe un testimonio de 1668 que señala que los estudios que se cursan en la Universidad de Santiago de Chile son similares a los que se imparten en las Universidades de Córdoba y de Tucumán (Villalba, 1998).

De acuerdo con lo mencionado por el padre Alonso de Ovalle, concurrían a las clases de enseñanza primaria impartidas en el colegio cerca de cuatrocientos niños. Por otra parte, en 1630 había ocho estudiantes jesuitas de facultad, los que aumentaron a 11 en 1641; treinta seminaristas y convictores; un maestro de Artes, dos de Teología, uno de Gramática, en tanto que 1641 se mantienen los datos para maestros de Artes y Teología, aumentan a dos los maestros de Gramática y se reconoce a un maestro de Escuela (Villalba, 1998).

Hacia fines del siglo XVII, con la creación de la Provincia Jesuita de Chile, la situación institucional de la Compañía de Jesús era la siguiente

los jesuitas tenían en Chile cinco colegios y un convictorio, para la formación y estudio de sus hermanos escolares, y de los jóvenes externos, y además casa de tercera probación; tres colegios incoados [incompletos]; dos residencias; cuatro misiones adjuntas a colegios y residencias; y otras cinco simples misiones; con ciento catorce sujetos, setenta y cuatro de los cuales eran sacerdotes y los demás hermanos estudiantes y coadjutores (Enrich, 1891, T. II, p. 2).

Los regulares de la Compañía, preocupados por la situación educacional y misional en el mundo indígena de la Frontera fundaron en la ciudad de Chillán, en 1700, un colegio seminario denominado Colegio de Caciques con el propósito de atender a la educación de los hijos de los caciques mapuche vecinos a la ciudad y, además, para establecer una solución efectiva que los incorporara social y cristianamente a la sociedad colonial. Esta iniciativa se vio interrumpida con la sublevación de 1723, año en que los caciques pidieron que se les devolviera a sus hijos (Bravo, 1985, p. 28).

En el siglo XVIII, la labor educacional de la Compañía se consolidó aún más, pues junto con la fundación de nuevas residencias y colegios la influencia social y cultural de los regulares fue teniendo mayor presencia en la sociedad. Entre 1713 y 1716 se estableció residencia en San Martín de la Concha [Quillota], que en 1718 pasó a ser colegio incoado [incompleto]. Asimismo, en 1724, se fundó la residencia de Valparaíso (Bravo, 1985, p. 30).

El Plan de Poblaciones Nuevas, impulsado por la corona, permitió que los jesuitas participaran activamente. En efecto, los gobernadores se hicieron asesorar por los regulares en todas las materias relacionadas con educación y evangelización de indígenas y, al mismo tiempo, entregaron un solar a la Compañía en cada nueva villa que fue fundada para que se levantara residencia o colegio. La consecuencia inmediata de la aplicación de esta medida fue que “…hubo por consiguiente residencia y escuela de la Compañía de Jesús en San Felipe en 1741, en Copiapó y en Melipilla en 1743, en San Fernando en 1744, y en Talca en 1746” (Hanisch, 1974, p. 61).

En definitiva, los jesuitas de la Provincia de Chile podían atender con sus trabajos educacionales y pastorales a la población de la sociedad colonial chilena desde Copiapó por el norte, con el Colegio de San Francisco de la Selva, hasta el Colegio de Castro, en la isla de Chiloé, por el sur.

Desde luego, los servicios que prestaba la Compañía, como se ha señalado, tenía como base los ideales de la modernidad y los principios de una educación moderna basada el sistema pedagógico de la Ratio, el cual requería del uso didáctico de los textos de estudios.

Según lo establecido en la Ratio, los textos debía ser leídos por los estudiantes con la mayor objetividad posible, comparando las interpretaciones más autorizadas y considerando los antecedentes del tema analizado. Pero, también señalaba que hubiera una cantidad suficiente para que todos los estudiantes pudieran tener acceso a su lectura. De acuerdo con el inventario practicado por los Comisionados al momento de la expulsión de los jesuitas en 1767, en la biblioteca del Colegio Máximo de San Miguel habían 2.061 volúmenes, a los cuales habría que sumar 447 textos hallados en las habitaciones de los padres y 87 encontrados en las oficinas del almacén de la provincia (AHNS. JCH. Vol 7).

Las materias de la colección de textos de la biblioteca del colegio Máximo se pueden agrupar en 15 temáticas, destacando libros referidos a Filosofía, Gramática, Historia, Latín, Literatura, Teología, Retórica y con respecto a los autores, a manera de ejemplo, se encuentran en Filosofía: Aristóteles, Santo Tomás, Suárez, Toledo, Valera; en Geografía: Ptolomeo; en Historia: Mariana, Tito Livio; en Gramática: padre Valdivia; en los Misceláneos: Palafox, Lebrija; en Teología: Fabro, Gibón, Suárez, Zamora (AHNS. JCH. Vol 7).

En los demás colegios jesuitas de la provincia se inventarió la cantidad de 5.635 libros (AHNS. JCH. Vol 7; Hanisch, 1974), lo que demuestra que el uso de textos de estudios no sólo estaba destinado para los estudiantes del colegio Máximo o el de Concepción, sino que en todos se aplicaba con rigurosidad lo establecido en la Ratio.

La clave principal de este sistema pedagógico estaba en la posibilidad de formar individuos dentro de una propuesta racional, perfectible y de libertad desarrollada por un sistema educativo que perseguía mejorar el aprendizaje, como punto de partida, y el crecimiento integral del ser humano como finalidad.

En suma, el aporte jesuita a la modernidad en la sociedad colonial chilena no sólo se manifestó en el ámbito educacional, por medio de la Ratio Studiorun, cuyo modelo formativo se apoyaba en un método pedagógico y en el uso de textos como soporte didáctico, sino que también, a través de la herencia cultural, que, en forma de bibliotecas, legó a las instituciones educativas del Chile al momento de la expulsión en 1767.

Las estrategias misioneras jesuitas en el reino de Chile

La rivalidad entre España y Portugal surgida en el siglo XV por el dominio del mar océano encontró una solución parcial en varias bulas papales y en acuerdos bilaterales que se pactaron entre las dos monarquías. Cuando Colón se encontró con el Nuevo Mundo y el escenario geográfico mundial cambió, españoles y portugueses recurrieron al Papa Alejandro VI, quien dictó la Bula Intercaetera de 1493, dividiendo el mundo de los descubrimientos entre la monarquía española y la lusitana para legitimar la posición de vanguardia de ambas monarquías en los descubrimientos frente a las otras potencias europeas.

Sin embargo, ni la corona de España ni la de Portugal quedaron conformes con esa repartición y decidieron firmar el Tratado de Tordesillas de 1494 que trazaba una línea de norte a sur, a 370 leguas al este de las islas Azores. Así, los hispanos adquirieron capacidad legal para incorporar a su soberanía todas las tierras descubiertas o por descubrir al occidente de esa línea, en tanto que los lusitanos tenían el mismo derecho hacia el oriente de dicha línea.

Esta fue la primera línea fronteriza establecida para el Nuevo Mundo, línea de frontera excluyente, porque sólo permitió que las monarquías de la península ibérica incursionaran en las nuevas tierras, de acuerdo con los derechos otorgados en las regalías del Papa Alejandro VI, y en la firma del mencionado Tratado de Tordesillas.

La ocupación de los territorios por la corona española estuvo condicionada por los avances de las empresas de conquista, las cuales fueron estableciendo fronteras capitulares. Simultáneamente con este proceso, surgieron espacios fronterizos marginales o espacios fronterizos geopolíticos, donde era necesario asentar la soberanía y controlar a la población indígena, para dar una señal dinámica de la efectiva colonización y de la vigencia de las instituciones españolas trasplantadas en el área, así como también, del compromiso adquirido por los reyes de España y Portugal de atender a la evangelización y cristianización de los indígenas.

En estos espacios fronterizos marginales, especialmente en América del Sur, se ubicaron, por ejemplo, el mundo indígena guaraní, cuyo territorio era limítrofe con el imperio portugués, y el mundo indígena chileno, que ocupaba el espacio de la Frontera y la isla de Chiloé, puerta de entrada a América en el Pacífico Sur.

Las zonas fronterizas periféricas tuvieron bajos niveles de desarrollo social y escasas posibilidades de crecimiento económico y, aunque sea paradójico, fueron estas mismas áreas del fin del mundo español en América las que permitieron que en su suelo se organizaran formas de vida que escapaban a los modelos impuestos desde el centro por el gobierno monárquico.

En estos mundos fronterizos la Compañía de Jesús inició una experiencia misionera que trató de integrar en un solo modelo los principios políticos y religiosos de la modernidad para salvaguardar la integridad territorial del imperio español. A pesar de que las condiciones de vida en estas zonas fronterizas eran diferentes, los regulares de la Compañía asumieron la responsabilidad de civilizar y pacificar a los indígenas, al mismo tiempo que los preparaban para ser personas valiosas a la naciente sociedad cristiana americana. Por otra parte, para asegurar el éxito del trabajo misionero, los jesuitas crearon, al igual que en otras regiones americanas, una poderosa empresa económica, con perfiles precapitalistas que sustentó su trabajo pastoral, educacional y cultural.

En consecuencia, la misión encargada al rey de España en las bulas de Alejandro VI, para evangelizar a los indígenas del Nuevo Mundo, fue asumida en las áreas fronterizas de América por la Compañía de Jesús, la cual diseñó una estrategia cultural diferente, cuyo objetivo era asumir el desafío de integrar el mundo indígena con una nueva estrategia cultural moderna. Los factores ordenadores del modelo utilizado mezclaron, en una triple dimensión, los fundamentos de orden político e institucionales del Imperio, los elementos de la defensa de la fe y de la educación cristiana católica y los intereses institucionales de la Compañía y de su empresa económica, que garantizaba el éxito de sus trabajos espirituales.

Los factores del modelo evangelizador

En el orden político el poder real en el espacio colonial, a contar del inicio del siglo XVI, se afirmó en el establecimiento de instituciones y nombramiento de autoridades peninsulares para el gobierno de América, aunque la idea del orden estaba vinculada a una forma concreta de colonización que reflejara la concepción de sociedad cristiana occidental que se pretendía imponer como modelo.

Este proceso de ocupación territorial consideraba, además del ejercicio del poder político, a través de instituciones propias del gobierno hispano, la utilización del trabajo indígena por medio de la encomienda. En este contexto, se inauguraron nuevas formas de relaciones políticas, sociales y económicas, derivadas en su conjunto de la concepción del gobierno, por parte de la monarquía, y de la política mercantilista que aplicó para dinamizar la economía colonial americana. Como consecuencia, siempre hubo una lucha de poder que enfrentó los intereses antagónicos de la corona, de los colonizadores y de la iglesia, siendo la fuente de este antagonismo la apropiación del trabajo indígena, de sus tierras y de su tributo.

Por otra parte, la idea del orden se ligaba con la estabilidad del gobierno colonial, la defensa del territorio, el asentamiento de la población en ciudades o villas y la observancia de la religión. En otras palabras, el ideal del orden era la vida urbana donde se mezclaran los arquetipos religiosos con los civiles y militares, reforzados por las órdenes mendicantes que se habían trasladado a América con el propósito de cristianizar a los naturales, financiadas por la corona, la que les asignaba un territorio donde no tendrían competencia de otros agentes colonizadores (Borges, 1992, p. 431-435).

De este modo y con el objeto de reafirmar el orden social y político, el Imperio, a fines del siglo XVI, sugería a la Iglesia que instruyera a las órdenes mendicantes que los indígenas debían ser persuadidos u obligados por la autoridad real a congregarse en lugares convenientes y en ciudades razonables, donde pudieran vivir de manera pacífica y cristiana, para lograr su verdadera conversión.

En el amplio espacio territorial que abrió la conquista y colonización de América, el orden político, la educación cristiana y la evangelización, tenían un papel fundamental para mantener la paz con los pueblos conquistados. Así, las órdenes mendicantes, especialmente los franciscanos, que tomaron la responsabilidad de misionar para enseñar los valores cristianos a la población americana, trataron de ejercer su ministerio bajo las condiciones en que tradicionalmente se había hecho, porque “No existía una tradición misional en la cual apoyarse, ninguna experiencia en el área había sido efectivamente ensayada y probada” (Prien, 1999, p. 373). Dicho de otro modo, usaron el castellano y los elementos culturales hispano-occidentales como base de la educación y de la actividad misionera, sin emplear ningún referente del imaginario indígena. Por tanto, no consideraron la peculiaridad de las culturas originarias y siempre fueron inflexibles en materias de prácticas religiosas, no dando lugar a que las comunidades indígenas comprendieran cabalmente los misterios de los dogmas de la religión cristiana. El resultado práctico de esta acción fue que las primeras generaciones de mapuches que se contactaron con los hispanos se incorporaron a un“… mundo ajeno, desconocido, hostil…”, en el cual el uso de las pautas culturales mapuches como el de la propia lengua fue considerado un lastre…” (Hernández; Ramos, 2004, p. 49).

En consecuencia, como el método de cristianización utilizado por la mayoría de estos primeros misioneros fue anunciar la palabra de Dios en idioma español creando una brecha insalvable, pues al comunicar elementos abstractos del catolicismo, como la noción de pecado original o el dogma de la Santísima Virgen María, estos se tornaron ininteligibles para la mentalidad indígena, lo que disminuyó la posibilidad de asimilar la nueva forma religiosa que se trataba de imponer.

Considerando estos aspectos, la Compañía de Jesús diseñó una nueva estrategia cultural sobre la base de que la educación cristiana debía ser desarrollada través de la enseñanza y del ejercicio de la misión, con lo cual se cumplían dos objetivos simultáneamente: la instrucción como sistema de socialización y la cristianización como forma de a adquirir valores cristianos.

De esta manera, los regulares de la Compañía pusieron en práctica una fórmula que contemplaba un declarado sincretismo religioso, que produjo importantes cambios en el sistema de comunicaciones, puesto que aprovecho las ideas, las prácticas y los valores de la cultura indígena como instrumento para transmitir las innovaciones que requería el proceso de colonización. Al mismo tiempo, utilizaron la lengua indígena, para trasmitir los valores abstractos de la religión cristiana, lo cual produjo un cambio en el manejo de símbolos y en las expresiones religiosas. En el fondo, los jesuitas decidieron respetar los particularismos religiosos de la sociedad indígena, hasta donde fuera posible, con la intención de utilizarlos para el adoctrinamiento cristiano.

Como complemento de esta acción educacional-misionera los jesuitas redactaron gramáticas, catecismos y confesionarios en lengua indígena. Una de las obras que es importante destacar es el texto del Padre Luis de Valdivia, publicado en 1606, titulado “Arte y gramática general de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile”, en donde se incluía también un breve vocabulario y un confesionario en mapudungun para el uso de los misioneros destinados a la Araucanía (Barros Arana, 2000, p. 397). Según su percepción, era la forma de promover una educación cristiana formal, la que no dejaba de incluir el aprender a leer, escribir y contar y la enseñanza de conocimientos y habilidades para diversos oficios. De este modo, los jesuitas introdujeron una educación que tuvo como propósito trasmitir una forma de enseñanza humanista, occidental, centrada en el objetivo de permitir a los indígenas comprender el contexto de la cultura hispano-cristiana.

El modelo se mejoraba con la convivencia activa de los misioneros jesuitas en los pueblos indígenas, para comprender sus formas de vida cotidiana y observar el escenario de sus relaciones de sociabilidad, ya que la finalidad de socialización “…era misional y religiosa y la conducción y las actividades de los pueblos estaban subordinabas a este objetivo” (Maeder, 1992, p. 174). Asimismo, y siguiendo este patrón de socialización, era necesario utilizar auxiliares indígenas, para multiplicar los conocimientos doctrinales impartidos por el cura misionero.

Si los vecinos comprendían los objetivos de la Compañía no podían tener dudas. En ellos se señalaba que el propósito de la Orden era la salvación de las almas, la conversión de los herejes, especialmente la de los infieles, y el aumento de la piedad y de la religión. Para conseguirlo se consagraba al voto de pobreza evangélica, en común y particular, con excepción de los colegios de estudios, a los que se permitía tener rentas para sostener sus actividades (AHNM. Consejo, 1773).

Reforzando su posición, al pasar a América colonial los regulares de la Compañía respetaron esta normativa porque debían regirse por las normas establecidas en las Constituciones que mandaban observar voto de pobreza con prohibición de poseer bienes, rentas, censos y otros emolumentos permitiendo sólo a los colegios, establecidos en las universidades, que poseyeran las temporalidades necesarias, para aplicarlas a los fines de estudio y alimento de los estudiantes. Al mismo tiempo, señalaban expresamente que las casas donde residieran los profesos no podían poseer o manejar bienes y rentas (Constituciones, 1967).

Las misiones en el reino de Chile

De acuerdo con los privilegios otorgados a los regulares de la Compañía se destaca la exclusividad de atención misional que consideraba la estrategia jesuita, razón por la que “Los privilegios y los éxitos pregonados por los jesuitas siempre molestaron a las otras órdenes religiosas y al clero secular” (Grageda, 2003, p. 35), ya que esta situación otorgaba una ventaja a los regulares. En efecto, al clero secular no se le permitía la entrada a las comunidades indígenas mientras hubiera en ellas misioneros jesuitas, con lo cual dicho clero quedaba excluido de cobrar el sínodo[6] (Negro, 2005, p. 450) que el rey pagaba por los servicios misionales. Al mismo tiempo, tampoco era posible que los españoles colonizadores accedieran libremente a las zonas en que se aplicaba el sistema misionero ideado por jesuitas.

Instalados en la ciudad de Santiago, los jesuitas comenzaron sus trabajos pastorales predicando en la catedral de Santiago y en el sermón el padre Baltasar Piñas explicó que debían atender las necesidades de todo el Reino ejercitando su ministerio, por lo que no se podían establecer sólo en Santiago. Sin embargo, terminó su prédica diciendo que: “A cualquier hora del día o de la noche nos podéis llamar para vosotros, para vuestros indios o vuestros esclavos” (Barros Arana, 1872, p. 13).

La presencia de los jesuitas en la sociedad de Santiago colonial causó un extraordinario revuelo, primero, porque en el ejercicio de la catequesis predicaron en lengua de los naturales, luego, porque hicieron aprobar los Obispos de Santiago y Concepción el examen de conciencia o confesión en idioma indígena y junto con los padres agustinos admitieron la comunión de los indígenas (Bravo, 1985 p, 13). Sin embargo, lo más audaz frente a la sociedad fue que

En sus predicaciones tomaron como tema los contratos, porque viesen claro sus obligaciones los encomenderos en el asunto del servicio personal y también hablaron claro contra la embriaguez tan común en indios y negros (Hanisch, 1974, p. 9)

La actitud asumida por los jesuitas era comprendida por las autoridades y los vecinos, pues los regulares no sólo se preocupaban por la divulgación del evangelio, sino que también, por todo aquello que se relacionaba con la cultura moderna, siendo lo más destacable en ambos aspectos, la difusión y propagación del cristianismo entre los naturales y la atención a la función educacional de la juventud criolla. Esta doble actividad no significaba que fueron caminos opuestos, por el contrario, la misma estructura institucional de la Compañía determinaba que la fundación de una casa, residencia o colegio implicaba el compromiso de atención espiritual para españoles e indígenas, unos a través de ejercicios espirituales y los otros por medio de misiones. Con esta línea de trabajo son los jesuitas quienes llevarían la delantera en la evangelización y culturización en el territorio chileno. Convencidos de su celo apostólico y de su fe en el trabajo catequístico, los primeros jesuitas que residieron en el Reino se distribuyeron las funciones para atender a la población que tan dispuesta estuvo a facilitar su labor. El padre Luis de Valdivia trabajó en la catequesis de indígenas, el padre Luis de Estrella le correspondió el catecismo y enseñanza de los niños y al padre Gabriel de Vega, el ministerio de los negros. Los padres Olivares, Aguilera y el superior Piñas, estuvieron a cargo del servicio religioso de los españoles (Bravo, 1985, p. 12). Pero, lo más importante de la labor de los jesuitas fue que no sólo se limitó a la ciudad de Santiago, por el contrario, el padre Luis de Valdivia, el más celoso defensor de los mapuche, predicó en chacras y haciendas. Lo mismo hicieron los padres Gabriel de la Vega y Hernando de Aguilera, quienes fueron de hacienda en hacienda hasta llegar al río Bío-Bío, virtual frontera de guerra desplegando una activa, intensa y significativa labor pastoral y cultural.

Este era un primer objetivo del trabajo que los jesuitas debían desarrollar en la sociedad chilena, pues la población esperaba, sin duda, que si lograban evangelizar y educar cristianamente a los indígenas, la dura guerra que azotaba su vida cotidiana sería, al menos, más llevadera.

Tempranamente, el trabajo realizado ya tenía el sello distintivo de los jesuitas. Era este el terreno común donde se unían su sentido práctico y su organización racional con sus ideales de modernidad, que se convirtió en la guía de todas sus obras, fueran materiales o espirituales.

La actividad desplegada en lo directamente relacionado con su labor misionera siempre estuvo ligada a la difusión de la cultura cristiana, pero al mismo tiempo, era fundamental contar con los sínodos entregados por la corona que permitían sostener las misiones y los colegios de primera enseñanza. Con este método tan práctico y particular, para enfrentar su trabajo, los jesuitas se distinguieron en la tarea de evangelizar y de culturizar a criollos y naturales.

La actitud realista de la Compañía de Jesús se ajustaba perfectamente a la organización del imperio hispánico. Para éste, la Iglesia era el organismo responsable de la cristianización de los naturales y herejes y el elemento preciso para difundir la cultura, en tanto que a él le quedaba reservado el proceso de gobernar y administrar civilmente los territorios. En otras palabras, los nobles y guerreros o los simples colonos españoles venían a América a defender los intereses de la corona y el patronato, porque la Iglesia estaba comprometida con la tarea de evangelizar (Dussel, 1972, p. 59).

Para el caso de la continua guerra, llevada a cabo por los mapuche en defensa de su territorio invadido por el conquistador español, el jesuita Luis de Valdivia realizó una interesante labor en torno a las políticas llamadas de Guerra Defensiva. Llevó adelante este plan que consistía en consolidar una línea defensiva en el río Bíobío, inmovilizando al ejército español y el mapuche. No obstante, el jesuita veía en este plan una táctica para pacificar el Reino y toda su acción estuvo encaminada a lograr este objetivo. Sin embargo, su actitud creó graves problemas con la autoridad civil, especialmente el gobernador, Alonso de Ribera, razón por la que debió abandonar Chile.

La labor misionera del padre Valdivia, se puede considerar como una unidad, no sólo se preocupó de defender los derechos del indígena amenazado por la guerra y sometido a esclavo si era hecho prisionero en ella, sino que también, su labor lingüística debe ser considerada como catequística, porque las gramáticas, catecismos, confesionarios y sermones fueron medios para trasmitir la fe católica adaptada a las lenguas y culturas indígenas. A través de ellos se intentaba desarraigar en los mapuche “… su cosmovisión pagana y alejarlos del pecado para que tuviesen, como meta de comportamiento, los diez mandamiento de la ley de Dios”(Zapater, 1993, p. 220-223).

Pese a las dificultades de la guerra, la labor misional no se dejó de extender en ningún momento y todos estos años fueron de una constante preocupación y dedicación, por parte de los jesuitas, a este trabajo que tantas veces fuera destruido por las sublevaciones de los mapuche.

El colegio de Concepción sirvió de enlace para las futuras misiones. Desde este último, dependieron las Misiones de Arauco y Buena Esperanza, muy cercanas a la línea fronteriza del río Bíobío. En 1617, el padre Melchor Venegas, “…que había realizado excursiones misionales en 1609 y 1611 por las islas de Chiloé, fundó dicha misión en la ciudad de Castro” (Hanisch, 1974, p. 17).

Las misiones de frontera

La época de los primeros trabajos misioneros comenzó a quedar atrás cuando los jesuitas fueron consolidando su presencia en el Reino y pudieron separarse de la provincia del Paraguay formando, en 1625, la Viceprovincia de Chile dependiente del Perú, contando con bienes materiales o temporalidades, que les permitieron fundar Colegios, Residencias o Misiones, para atender las necesidades educacionales y de evangelización para toda la población chilena.

El escenario de la guerra de Arauco, por esos años, había determinado que el territorio sur fuera abandonado a los indígenas dejando como frontera de guerra el río Bíobío, tal como en su oportunidad lo había sugerido el padre Luis de Valdivia. Como consecuencia, a la zona indígena sólo se internaban misioneros que trataban de incorporar a los naturales al proceso de cristianización y a una vida más ordenada que permitiera, en definitiva, una convivencia pacífica, para el común desarrollo del Reino.,

Internarse en las tierras de Arauco para los misioneros de la Compañía era una empresa que no estaba exenta de peligros, pues, todavía se recordaba el sacrificio de tres misioneros jesuitas que, el 14 de Diciembre de 1612, habían sido muertos por el cacique Ancanamún, porque no aceptaron su convivencia matrimonial poligámica (Hanisch: 1974, p. 32)[7]. Pese a este recuerdo, los mejores esfuerzos de evangelización desarrollados por los jesuitas se volcaron hacia esta región fronteriza, aunque las adversas condiciones de vida, los innumerables peligros, la falta de alimentos y vestuario fueran serios obstáculos para su tarea, no cejaron en su empeño de llevar adelante la misión.

En todo caso, el problema más serio que enfrentaron fue de orden cultural y correspondía a las costumbres arraigadas en las comunidades indígenas de frontera. En éstas era común la poligamia, las borracheras, los ritos mágicos y el conjunto de la vida cotidiana era tan típico y connatural al indígena, que era casi imposible realizar una labor evangélica duradera. Al opinar de esta verdad, un historiador chileno dijo: “Los jesuitas acometieron una empresa irrealizable en la confianza de que los indios de Chile eran menos belicosos de lo que en realidad eran…” (Barros Arana, 1872, p. 32).

El panorama no era el más propicio para que se difundieran las misiones en tierra mapuche. Sin embargo, la ampliación de las mismas contrasta con el estado de rechazo cultural que existía. En 1646 se fundaron las misiones de Santa Fe, Santa Juana y San Cristóbal; en 1648, Boroa, Toltén, Imperial y en 1649 Peñuelas en Purén (Hanisch, 1974, p. 32).

Durante este período, los jesuitas no sólo tenían como objetivo primordial sostener las misiones de indígenas, sino que también, gran parte de su tarea estaba dedicada a la defensa de los derechos del indio. Particularmente, combatían la crueldad y excesos de los españoles que, gracias a autorización real, podían tomar a los indios que se resistiesen, luego herrarlos y, finalmente, venderlos como esclavos.

La falta de mano de obra había motivado a los españoles a incursionar en el territorio mapuche, con el único objeto de observar si era posible tomar prisioneros de guerra y, de este modo, solucionar su falta de mano de obra. El sistema usado era la maloca (Jara, 1971, p. 145-146)[8], pero, se cometían toda clase de arbitrariedades y abusos, hasta el punto que los procedimientos usados desataban la venganza de los mapuche y corría la flecha,[9] dando comienzo a otro capítulo de una guerra que, poco a poco se iba prolongando en el tiempo.

Poseedores de un temperamento bélico innato, los mapuche se resistieron a los excesos y abusos de los españoles y propiciaron una gran rebelión en 1655, que se extendió por todo el territorio sur de Chile, hasta el río Maule, por el norte. Las acciones bélicas destruyeron ciudades, haciendas, misiones y las bases de un trabajo evangelizador en una zona que ya se tenía por pacificada.

A esta rebelión indígena sólo escaparon de la destrucción las misiones de Chiloé. Al cabo de algún tiempo, los jesuitas restauraron las misiones de Arauco y Buena Esperanza (1664), Santa Fe, Santa Juana y San Cristóbal (1666) y Peñuelas (1668), siguiendo con sus proyectos evangelizadores e impartiendo instrucción a los indígenas, aún cuando hubo varios intentos, por parte de las autoridades civiles y militares de quitar este ramo eclesiástico a la Compañía.

Las misiones en el siglo XVIII

El sólido crecimiento institucional, el prestigio cultural y misionero de los jesuitas sumados a la consolidación económica en el territorio chileno, llevaron a las autoridades superiores de la Compañía a autorizar, en 1683, el establecimiento de una Provincia independiente, en atención a que en 58 años de viceprovincia, las dificultades en las comunicaciones con la sede principal y el buen número de casas y colegios así lo aconsejaban.

A ese año, se contaba con cinco colegios y un Convictorio, en los cuales se formaban y estudiaban los hermanos escolares y los jóvenes externos. También, una casa de tercera probación, tres colegios incoados, dos residencias, cuatro misiones adjuntas a colegios y otras cinco misiones simples. Las actividades eran desarrolladas por ciento catorce sujetos, divididos en setenta y cuatro sacerdotes y cuarenta hermanos coadjutores y estudiantes (Enrich, 1891, T. II, p. 2).

Si durante los primeros noventa años el crecimiento de la Compañía de Jesús había sido de gran magnitud, nada se puede comparar con el desarrollo que, a partir de 1683, tiene la obra jesuita en Chile, tanto por su acción efectiva como por su consolidación institucional. Al mismo tiempo, se va perfilando como un gran centro de poder económico y social y, también, de irradiación cultural y evangélica.

En el plano misional, llenó una brecha importante en la asimilación del indígena hacia los valores cristianos. Junto con ello, los jesuitas lucharon por la libertad de los indios, pidieron una guerra más justa y humana, hicieron abolir definitivamente la costumbre de herrar en el rostro a los indios capturados como prisioneros de guerra, denunciaron la esclavitud indígena, mantuvieron una actitud contraria al servicio personal de la encomienda y, por último, sus misioneros de adentraron en el territorio mapuche, predicaron el evangelio y trataron de acercar a los indios a la fe y al cristianismo.

En una palabra, trataron de que la misión fuera un vehículo de integración social y humana, entre una comunidad que luchaba por sus derechos de sobrevivencia cultural y otra que, sin proponérselo como objetivo, desestructuraba las tradiciones y costumbres de la sociedad a la que quería imponer una nueva mentalidad colectiva.

Esta es la razón que explica, sin lugar a dudas, que el empeño puesto por los misioneros de la Orden, para adoctrinar a los indígenas mapuche, haya tenido un gran apoyo institucional y un gran desarrollo, a pesar de todas las interrupciones motivadas por los alzamientos mapuches; alzamientos que no tenían otro propósito que luchar por su libertad y su identidad histórica.

El fruto de las misiones se puede valorar señalando que, cada misión emprendida, tanto en zona de paz como de guerra, era un elemento esencial en la difusión cultural y cristiana, pues la tarea no sólo conllevaba la prédica del evangelio a los naturales, sino que también se revestía con el sello de la educación, al instruirlos en las primeras letras y otros ramos y oficios más prácticos.

Las diferentes formas de enfrentar la tarea, la variada gama de atenciones que comprendía, en medio de la oposición de encomenderos y de los mismos a quienes se quería llevar la palabra de Cristo, el plan misional de la Compañía se llevó invariablemente a cabo,

desde la misión circulante, especialmente organizada al norte del [río] Bíobío, en las zonas de paz, a las conversiones de Arauco y Valdivia y el archipiélago de Chiloé, con sus más distantes proyecciones allende la cordillera, entre los pehuenches, de Chillán al oriente; a las de chonos y onas, en las islas al sur de Chiloé, hasta la Tierra del Fuego, son múltiples las soluciones y resultados de un proyecto evangelizador cuya sola enunciación abisma (Guarda, 1993, p. 215).

En efecto, la cronología de las misiones a cargo de los jesuitas y su presencia en la mayor parte del territorio del Reino, deja en evidencia la labor desplegada por la Compañía en la materia. En 1687 se fundó la Misión de la Mochita en Concepción; 1693, la de Imperial en Carahue; 1694, Boroa y Repocura en la zona de guerra; 1698, Santo Tomás de Colgué; 1700, la Misión de Culé; 1703, la Misión de Nahuelhuapi, en el territorio oriental de los Andes; 1714, la Misión de Villarrica, contigua al lavadero de oro y ciudad del mismo nombre fundada por Pedro de Valdivia; 1727, Misión de Bajo Toltén, en el centro del espacio de las rebeldes comunidades mapuches; 1729, la Misión de Tucapel que había sido servida por los franciscanos, pasa a los jesuitas; 1746, Misión de Chonchi, en la isla de Chiloé; 1759, se restablecieron las misiones de Bajo Imperial y la de Colhue o Chamulco; 1764, se funda la Misión de Cailén y de Rucalhue en Chiloé, para reforzar la prédica del evangelio en el archipiélago chilote. En suma, si se evalúa un período de 150 años, desde 1600 y 1750, todas las misiones en la zona de extendida entre el río Bíobío y Chiloé estuvieron a cargo de los jesuitas, “salvo breves y contadas excepciones de dos que tuvieron los franciscanos y otras dos de los clérigos seculares; estas cuatro misiones duraron poco tiempo” (Hanisch, 1974, p. 62-64).

Al momento en que Carlos III, en 1767, decretó la expulsión de la Compañía de todos sus dominios de España, Indias y Filipinas, la Provincia Jesuita de Chile contaba “…con quince colegios, ocho residencias, siete misiones., cuatro casas de ejercicios” (Gay, 2000, p. 101). La medida del monarca privó al Reino, de la noche a la mañana, de un valioso contingente de misioneros y educadores que gozaban de un gran prestigio político, social y cultural, en esta sociedad colonial.

La empresa económica jesuita en la sociedad colonial chilena

Los jesuitas llegaron al reino de Chile en 1593, en calidad de misioneros y educadores, con el objetivo de atender las necesidades espirituales y educacionales de la sociedad colonial santiaguina. En el siglo XVIII, el 27 de febrero de 1767, Carlos III dictó la Real Pragmática Sanción que mandaba expulsar de sus dominios de España, Indias y Filipinas a la Compañía de Jesús. Ese mismo año, todos los jesuitas que habitan los reinos de Indias salieron de la región hacia el puerto de Santa María en España, conformando el primer exilio masivo en la historia de América (AHNM. AJ, 1772).

Los primeros ocho jesuitas que llegaron a Santiago de Chile, contaron de inmediato con el apoyo de los vecinos de la ciudad, quienes como muestra de confianza les donaron una cantidad de dinero que les permitió adquirir la primera propiedad de la Orden en Chile. En ella fundaron la Casa Profesa, ampliaron los edificios existentes y construyeron una Iglesia provisoria (Bravo, 1985, p. 40-41)

La adquisición de esta propiedad y la fundación de la Casa Profesa permitió a los regulares iniciar sus trabajos misionales y, al mismo tiempo, preparar los cimientos de una obra educacional de vastas proporciones. También, en forma modesta, pudieron entrar en posesión de sus primeros bienes materiales o temporalidades. Con el tiempo y, con la aplicación de un moderno y eficiente sistema económico-administrativo, las temporalidades se convirtieron en la mayor riqueza institucional que hubo en Chile colonial. Como consecuencia, entonces, los jesuitas tuvieron que desarrollar un triple trabajo, pues, junto con ser evangelizadores y educadores se constituyeron en hábiles empresarios agrícolas (Bravo, 2006).

La calificación de empresarios agrícolas aplicada a los jesuitas pareciera ser, en principio, objetable si sólo se consideran sus condiciones de agentes espirituales y socioculturales. Sin embargo, si se enfoca este concepto desde la perspectiva económica, no cabe duda que los regulares administraban sus recursos de una manera racional, con el propósito de incrementarlos y obtener de ellos la mayor rentabilidad (Colmenares, 1984).

En el contexto de la economía colonial, que apenas se empinaba a los umbrales de la economía moderna, el sistema económico-administrativo centralizado diseñado por los jesuitas se puede considerar como excepcional debido a la racionalidad con que se aplicaba y superior a toda actividad agrícola desarrollada por iniciativa individual. Además, es preciso tener en cuenta que, dicho sistema, coordinaba los factores productivos eficientemente, que el método contable utilizado le permitía controlar efectivamente costos y beneficios y que los mercados internos que relacionaba posibilitaban una mayor redistribución de los excedentes productivos.

En el orden práctico, por medio del sistema económico en referencia, los jesuitas buscaban acrecentar sus recursos económicos para hacer más sólida e influyente su institución y para sostener adecuadamente sus obras, aunque sin disociar los objetivos espirituales y materiales que perseguían. En esta dualidad de funciones institucionales, los jesuitas siempre se esforzaron por “… encontrar un terreno común donde ambas exigencias fueran compatibles…” (Macera, 1966, p. 28)

Por otra parte, es interesante recordar que el sistema económico jesuita funcionó como un complejo urbano-rural, puesto que en las villas estaban los colegios y en las áreas rurales las haciendas y estancias. De este modo, junto al crecimiento de colegios, en las ciudades, y la expansión de los trabajos misioneros, en toda la sociedad colonial, los regulares desarrollaron en el espacio rural un proceso de acumulación de capital, establecieron haciendas y llevaron a cabo una gestión productiva que siempre reflejó sus condiciones de empresarios agrícolas que administraban y organizaban sus propiedades partiendo de la mayor rentabilidad posible (Ewald, 1976, p. 153).

Organización del sistema económico jesuita

El alto valor de los bienes temporales que poseía la Compañía de Jesús al momento de su expulsión de los dominios de España, ha sido uno de los motivos por los cuales se han realizado numerosas investigaciones, con el objeto de comprender cómo los regulares de esta Orden lograron acumular esta extensa riqueza. La primera conclusión que se puede inferir de la extensa gama de investigaciones publicadas sobre la organización económica diseñada por la Compañía de Jesús es que se trata de un sistema único, que fue aplicado con regularidad en toda la América hispana (Bravo, 1995).[10]

La estructura organizativa y las reglas que deben seguir los regulares de la Compañía de Jesús se estipulan en las llamadas Constituciones de la Orden. En éstas existe un principio general relativo al voto de pobreza individual que deben respetar todos los miembros de la Compañía, con prohibición expresa de poseer bienes, rentas, censos o cualquier otro emolumento, con la sola excepción de las rentas que puedan poseer los colegios

… establecidos en las Universidades, con tal que no se abuse de estas rentas a beneficio de la Compañía ni tengan otra aplicación que para los fines del estudio y alimento de los estudiosos, prohibiendo a las casas donde deben residir los profesos toda posesión o manejo de bienes y rentas (Campomanes, 1977, p. 95).

Siguiendo este principio la Compañía de Jesús construyó una simple, pero, eficiente organización institucional, cuya consecuencia más inmediata fue facilitar el crecimiento económico de la Orden. Tal fue la importancia lograda en la materia que, el fiscal Campomanes, designado por Carlos III y su Consejo de Estado, para estudiar una acusación formal contra los jesuitas, estableció en el número 270 de su dictamen lo siguiente:

De aquí resulta que el llamar colegios a las casas que los jesuitas tienen fuera de las Universidades,… es una transgresión visible de las Constituciones y un medio con que la Compañía ha multiplicado las casas capaces de adquirir rentas, contra la expresa y claramente idea de los fundadores de la Compañía (Campomanes, 1977, p. 95).

La Compañía de Jesús organizaba su estructura institucional partiendo de la Provincia. En ésta se establecía la Casa Profesa, con su correspondiente Colegio Máximo que, de acuerdo a las calificaciones educacionales de la época, tenía el rango de Universidad, pues en él se podían otorgar grados académicos.

En la sede provincial se decidía la fundación de los nuevos Colegios que tendría la Provincia, siempre y cuando éstos contaran con bienes suficientes para su manutención. Por último, los Colegios eran los encargados de impartir enseñanza, en sus diferentes niveles, de realizar trabajos pastorales y misioneros y de organizar las actividades productivas de los recursos que producirían sus rentas.

En la estructura institucional descrita se insertaba la organización económica diseñada por la Compañía para la administración de sus temporalidades. En la Casa Profesa y Colegio Máximo residía el Provincial, cuya misión era controlar el funcionamiento de todos los trabajos realizados en la Provincia a su cargo. Bajo sus órdenes se ubicaba el Procurador General, con la tarea de supervisar las actividades económicas de todos los Colegios, especialmente en lo relativo a la revisión de sus cuentas, inventarios y rendimientos productivos.

Los Colegios estaban a cargo del Rector, que controlaba los trabajos educacionales y misionales que correspondían a su unidad, en tanto que las actividades productivas y el manejo contable de los bienes los llevaba el Procurador.

Cada Colegio, como ya se señaló, se establecía como un complejo económico urbano-rural que aseguraba su funcionamiento. Por tanto, correspondía al Procurador determinar las responsabilidades de cada uno de los participaban en el proceso productivo. Las actividades que se realizaban en la ciudad las dirigía personalmente, en tanto que en las áreas rurales, cada una de las haciendas que poseía el Colegio estaba a cargo de un Administrador, generalmente un hermano coadjutor, cuya misión esencial era administrar, hacer producir las tierras y llevar una cuidadosa contabilidad de entrada y gastos (Chevalier, 1950).

La estructura de funcionamiento de la hacienda era sencilla. A la cabeza de ella se encontraba el Administrador que recibía las órdenes de la jerarquía superior representada por el Rector del Colegio y el Procurador. A su vez, dependían de él un mayordomo, capataces, indígenas alquilados o contratados ocasionalmente, y esclavos, que desarrollaban las tareas propias de la unidad productiva.

De acuerdo al esquema de funcionamiento descrito, la estructura de mando se basaba en la verticalidad de las instrucciones. Los trabajadores de la hacienda, indígenas y esclavos, obedecían al capataz y, éste al mayordomo. El mayordomo a su vez respondía ante el Administrador; cuyo trabajo era supervigilado por el Procurador del Colegio, quien estaba bajo el mando del Rector. Por su parte, el Rector recibía las órdenes del Procurador Provincial, que estaba bajo la autoridad del Provincial.

Como se puede deducir, el eje central del sistema descansaba en la verticalidad, la cual suponía una suerte de supervigilancia por parte de los administradores superiores. Sin embargo, cada Colegio tenía autonomía de gestión y sólo el Provincial podía efectuar visitas, cada dos años, para controlar su funcionamiento, en tanto que el Procurador Provincial controlaba anualmente los libros de cuentas que le presentaban los Procuradores de los Colegios, con ocasión de la estadía que hacían estos en la Casa Profesa con motivo de los ejercicios espirituales ordenados en las Constituciones de la Orden. De igual modo, los Administradores de haciendas debían rendir cuantas de gestión al Procurador del Colegio, en similares circunstancias.

El cumplimiento de estas normas de control obligaba a todas las unidades a operar con un sistema contable muy claro y preciso llevado en libros y cuadernos de cuentas tales como borrador, caja, inventario general de bienes, mercedes de tierras siembra y cosechas (Chevalier, 1950, p. 172-178). De esta forma, cada asiento contable que se registraba era sometido a una doble revisión. Cada hacienda tenía sus propias libros de cuentas que estaban incluidos en la contabilidad general del Colegía a que pertenecía. La Procuraduría General de la Provincia, a su vez, llevaba las cuentas de todos los Colegios de la Provincia.

Si bien este sistema de control contable tenía indudables ventajas, para asegurar una eficiente gestión, la clave del éxito económico de la Compañía descansaba en su estructura de funcionamiento y en la complementación de capitales. En efecto, en materia económica, cada Colegio dentro de una Provincia contaba con sus propios bienes lo que le permitía llevar sus negocios y trabajos particularmente, siendo su propia gestión la que aseguraba su subsistencia.

Para que el sistema funcionara, la ejecución de los trabajos tenía un cierto grado de independencia, pues la producción de las haciendas de un Colegio era decidida por su Administrador, quien era responsable del éxito o fracaso de los bienes a su cargo. Así, las haciendas debían producir rentas suficientes para atender los gastos y compromisos adquiridos, cuidando que la producción fuera entregada a otro colegio a título de venta y con recibos detallados, lo que garantizaba al hermano coadjutor que administraba llevar ordenadamente las cuentas de cargo y data.

La estructura de esta organización que se ha señalado fue un factor principal en el éxito de la empresa agrícola jesuita, especialmente, porque las haciendas y estancias fueron racionalmente explotadas y, por lo mismo, fuesen altamente productivas y rentables.

Administración de haciendas

Es conocido que el objetivo que perseguía la gestión administrativa de los jesuitas en sus haciendas y estancias era la utilización racional de la tierra, para conseguir de ella un optimo rendimiento. Para lograr dicho objetivo se coordinaba la explotación agrícola con la crianza de animales; se utilizaban técnicas de cultivo eficientes, herramientas adecuadas, construcción de canales de regadío y buenos pastos, entre otros factores.

Bajo las condiciones que los jesuitas trabajaban la tierra, cada hacienda se convertía en una unidad productiva diversificada y funcional. Por tanto, no fue extraño que al interior de éstas hubiera curtiembres para procesar pieles de animales; molinos para moler trigos, propios o ajenos; ramadas para elaborar charqui y sebo; galpones para la fabricación de jarcias e hilos de acarreto; obrajes para la fabricación de telas; e incluso canteras que producían cal (AHNS. RA. Vol. 408).

Desde luego, el hermano coadjutor que administraba una unidad productiva, si bien tenía un cierto grado de independencia en su gestión, podía apoyarse en un conjunto de normativas que facilitaban sus decisiones. Las instrucciones que por escrito manejaban los administradores y que implicaban tanto la facultad como la obligación para actuar, han permitido precisar algunos puntos importantes en el manejo de las haciendas jesuitas. Estas normativas resumían la experiencia que los jesuitas habían alcanzado en la materia y presentaban en palabras sencillas los términos de una administración racional de los bienes temporales[11].

Podría señalarse que estas normativas, que corresponden a dos experiencias diferentes, tanto en tiempo como espacio geográfico, no son aplicables al caso chileno. Pero, la serie de coincidencias, que no son casuales y, por tanto, no obedecen al azar, permiten generalizar su aplicación a todas las haciendas de las Provincias jesuitas de América hispana.

Uno de los elementos que se destaca en las instrucciones que deben seguir los administradores de haciendas es la tenencia de libros de contabilidad. El libro más importante mencionado es el libro de entradas y gastos, que debía llevarse en borrador. El libro en limpio, era revisado periódicamente, por el visitador, el Provincial o el Procurador Provincial. Este libro se cotejaba, además, con el libro que existía en la procuraduría del Colegio, en el que se anotaba todo lo que se había remitido desde la hacienda y que por lo general consistía en dinero, herramientas, producción o vestuario.

Otro libro necesario que llevaba el hermano coadjutor era el libro de inventarios de todos los bienes de la hacienda, el que debía ser revisado y actualizado cada vez que hubiera un cambio en las partidas o cuando hubiera cambio de administrador.

El libro de gastos y entradas era de gran utilidad para conocer el movimiento contable de la hacienda. Este reflejaba en forma de data o cargo las diferentes partidas permitiendo estimar exactamente, a final de un mes o de un año, con ocasión del balance, el estado de la gestión económica.

Entre los libros que debía mantener el administrador de hacienda figuraba el llamado libro de la raya. En este libro se controlaba la asistencia diaria de los trabajadores libres de la hacienda, ya fueran indios alquilados o mestizos, para llevar una exacta cuenta de los salarios y ración que debían recibir. La instrucción que debía seguir el administrador era la siguiente: anotar con una raya la asistencia por día completo o media raya, si el trabajador trabajaba medio día.

Pasando ahora al trabajo mismo de explotación de la hacienda, el administrador debía seguir atentamente las instrucciones que señalaba el manual. En cuanto a la mano de obra, en las haciendas jesuitas chilenas, a diferencia de las haciendas mexicanas o peruanas, debía provenir de campesinos mestizos libres, indios alquilados o esclavos, puesto que la Compañía había renunciado expresamente a los indios de encomienda, en la Primera Congregación Provincial de 1608 (Hanisch, 1974, p. 18 y ss; Jara, 1971, p. 171 y ss).

Los trabajadores libres o indios alquilados, según las instrucciones, recibirían el salario y ración ordinario que se acostumbraba a pagar en las haciendas de la zona, advirtiéndoles que no se les pagaría salario adelantado,”… sino que ha de correr mes cumplido, y mes pagado…”, aunque a los indios alquilados por su pobreza, será necesario suplir les un adelanto (Chevalier, 1950, p. 124-136).

En cuanto a los esclavos, el administrador debía convertirse en un verdadero padre de familia, siendo moderado en el trato y en la convivencia, no excesivamente riguroso en los castigos y benigno en admitir los fugitivos. Además, debería procurar una instrucción cristiana y fomentar los matrimonios entre los africanos (Chevalier, 1950; Macera, 1966).

El resultado práctico de esta actitud paternalista con los esclavos fue positivo para la Compañía en Chile, pues al momento de la expulsión los inventarios registraron la cantidad de 1.190 (Bravo, 1989, p. 71). Esta importante cantidad de morenos que poblaron las haciendas jesuitas estaban dedicados al trabajo artesanal y al agrícola, permitiendo un ahorro importante en los costos de producción.

Respecto del trabajo propio de la tierra, ya sea explotación agrícola o crianza de ganado, las instrucciones que debieron seguir los administradores eran precisas, pues se referían a los instrumentos de campo, los ganados y las operaciones a realizar .

Los instrumentos de campo señalados se refieren a las herramientas propias para el cultivo de la tierra. Si se consideran los inventarios practicados en las haciendas en 1767, se puede inferir que su número y calidad aseguraban una apropiada faena.

Por su parte los ganados de las haciendas, clasificados por tipos: bueyes, para arar la tierra y para el tiro de carretas; caballos y yeguas, para la era y cabalgaduras; mulas para el transporte de los frutos de los potreros a las bodegas, galpones, molinos y lugares de venta; ovejas, para proporcionar lana, eran más que suficientes para mantener un alta rendimiento productivo, si se considera la estadística consignada en los inventarios de 1767.

Por último, las haciendas debían ser rentables, siempre y cuando estuvieran bien cultivadas. Con este objeto los administradores ponían en práctica una serie de reglas y normas que, según las instrucciones, debían seguir el sentido común y no lo que cada administrador estimare más conveniente.

Para hacer una buena siembra, señalan las Instrucciones, hay que preparar buenos barbechos, en los cuales la semilla, de buen grano y sembrada en tiempo oportuno, se arraigará sí la tierra esta floja, mullida y limpia de malezas. Llegado el tiempo de la cosecha. El administrador prepara los recursos de la hacienda para realizarla preocupándose al menso de tres aspectos: segar las mieses en el campo, trillarlas en la era y remitir los frutos a la Procuraduría del Colegio.

El administrador cumplía estos mandatos contratando mano de obra extraordinaria (peones de temporada) porque los campesinos de planta, no bastaban para este efecto, preparando la era, que hacía desenyerbar, y teniendo suficiente cantidad de yeguas y herramientas para la faena de la trilla. Por último, cumplía con lo más importante de su gestión, que consistía en anotar las cargas diarias que se recogían en el libro de siembras y cosechas de la hacienda, para dar adecuada cuenta a las autoridades del Colegio.

Esta gestión administrativa en haciendas y estancias dio un impulso considerable a otras faenas productivas. La instalación de molinos, curtiembres, obrajes, viñas, bodegas, herrerías son el testimonio de esta afirmación y avalan la idea que los jesuitas montaron en Chile colonial unidades productivas diversificadas y funcionales, cuyo conjunto integraba parte de la empresa agrícola jesuita.

La aplicación racional de este sistema económico-administrativo diseñado por los jesuitas, en el contexto de la economía colonial que sólo rozaba los umbrales de la economía moderna, se puede considerar como excepcional porque coordinaba los factores productivos, controlaba costos, obtenía rentabilidad y se conectaba con los mercados internos y regionales (Bravo, 2008).

Estas características definían los elementos constitutivos de la empresa agrícola jesuita, pues la moderna y compleja estructura corporativa de la Compañía, sumada al objetivo final de su actividad económica permite afirmar que existe una relación entre los conceptos de empresa y empresario (Colmenares, 1984, p. 23), toda vez que la actitud y mentalidad moderna de los jesuitas, junto a su disciplina de trabajo, fue el primer elemento constitutivo de su eficiente empresa agrícola.

El segundo elemento constitutivo de este empresa se relaciona con el sistema administrativo ya descrito, pero, además, los regulares estimaban que el éxito de su empresa no estaba en tener una posición económica de rentistas o censualistas, sino que debían tener un comportamiento empresarial y de riesgo como inversores.

El tercer lugar dentro de los elementos constitutivos de la empresa agrícola lo ocupaban los recursos económicos que tenían a su disposición, y los capitales de inversión que permitían su crecimiento. Uno y otro conformaban una unidad, puesto que, por una parte, los bienes generales conformaban una riqueza y, por otra, la explotación de esos mismos bienes permitía obtener rentas para acrecentar la riqueza. Por tanto, la actividad económica de esta empresa no se explicaría sino en función del análisis de este elemento fundamental de la institución (Bravo, 2006, p. 122).

Dentro de los factores productivos de la empresa, el principal estaba conformado por la tierra porque las más altas rentas que obtenía la empresa agrícola provenía de la explotación de su riqueza, constituida principalmente por grandes haciendas y estancias.

En este contexto, se analizarán dos casos: la hacienda de Bucalemu y el complejo económico que administraba el Colegio Máximo de San Miguel, para demostrar las características productivas y la eficiencia del trabajo realizados por los hermanos coadjutores administradores de las haciendas.

La hacienda de Bucalemu, perteneciente al colegio del mismo nombre fue la más extensa administrada por la Compañía en Chile. Ubicada en la zona costera Chile de central, tenía una cabida de 42.000 cuadras, lo que le permitía contar con buenas tierras de pan llevar, pastos naturales para criar ganado, abundante agua de regadío, clima apropiado para toda clase de cultivos y diversas instalaciones como molino, curtiembre y ramadas de matanza (AHNS. RA. VOL. 408).

El sistema de trabajo empleado en Bucalemu para explotar eficientemente la hacienda fue mixto porque el hermano administrador “…contrató peones de temporada, indios y mestizos para abarcar las múltiples faenas que demandaban la crianza del ganado y la producción de bienes derivados”. (Bravo, 2012, p. 267). Además, dicho hermano disponía 322 esclavos, 159 hombres y 163 mujeres, según lo establece el inventario de 1767 practicado por el comisionado encarado de la ocupación de temporalidades (AHNS. RA. VOL. 408). Con esta mano de obra, el hermano administrador debía atender a las actividades productivas de la hacienda, es decir, debía sembrar sementeras de trigo, cebada, legumbres y posteriormente cosechar las mismas. También debía cuidar de la crianza del ganado que en número abundante poblaba los campos de la hacienda: vacunos 14.600; bueyes 144; caballos 573; yeguas 810; potrillos 139; ovejas 14.200; caprinos 2.305, entre otros animales (AHNS. RA. VOL. 408).

En definitiva, los recursos de esta unidad productiva se combinaban perfectamente pudiendo calificarla como una hacienda funcional y de producción diversificada.

El colegio Máximo de San Miguel tenía bajo se administración cinco haciendas: Rancagua o La Compañía, San Pedro y Limache, La Punta, Calera de Tango y Chequén, la chacra de la Ollería y el molino de Las Canteras, por un valor conjunto de 328.126 pesos 4 reales, que representaba el 28.77% del valor total de las propiedades de la Provincia Jesuita de Chile y el 16.73% de todas sus temporalidades (Bravo, 1985, p. 384-386).

Los recursos de este conjunto de propiedades agrícolas permite demostrar que el colegio administraba un complejo económico de gran envergadura, en el que cada unidad productiva se especializaba en producir aquellos productos que le dejaban mayor utilidad.

La fuerza de trabajo esclava alcanzada a 267 morenos, que representaban el 22.4% del total de esclavos que poseía la Compañía en Chile al momento de su expulsión (AHNS. JCH. Vol. 130); cantidad de fuerza de trabajo que le permitía al complejo ahorrar capital en el pago de salarios y rebajar los costos de producción y de esta manera competir con mejores precios en el mercado local y regional.

Las unidades productivas del complejo tenían ganados suficientes como para levantar una producción de cueros y charqui o para participar en el proceso de producción de trigo, dándole funcionalidad en las operaciones productivas a cada una de las haciendas que formaban el complejo. Los datos aportados por los inventarios de 1767 indican que el complejo tenía 17.337 vacunos, 2.810 yeguas y 14.814 ovejas, entre otros ganados, que representaban el 23.15%, el 27.40% y el 24.05%, respectivamente de los ganados que poseía la empresa agrícola jesuita en Chile colonial al momento de la expulsión (AHNS. RA. VOL. 408).

Resumiendo, los jesuitas imprimieron un ritmo de trabajo productivo principal a sus haciendas con el objetivo de obtener productos competitivos para ofrecer en los mercados locales y regionales y, al mismo tiempo, desarrollar actividades secundarias para producir alimentos a la gente que prestaba su trabajo y para reducir los cotos productivos. De esta forma, las haciendas pueden ser calificadas como unidades funcionales, complementarias y diversificadas.

Consideraciones finales

Desde el principio de la colonización la educación y la actividad misionera fueron reconocidas como factores fundamentales para mantener el orden y las paz en tierras americanas. Para hacer más efectivo este proceso, los regulares de la Compañía diseñaron una estrategia que concentró sus esfuerzos desde su llegada a Chile (1593), fundando colegios en los que educaron principalmente a la elite, tanto criolla como indígena. El prestigio de la educación impartida por los jesuitas estaba radicado en su sistema educativo diseñado en la Ratio Studiorum, modelo pedagógico cuyo fin era formar un ciudadano católico, disciplinado y con una concepción humanista y moderna del mundo, características que coincidían con las ideas de la modernidad. Así, fundaron universidades, colegios mayores, convictorios, escuelas de primeras letras para entregar educación e instrucción a la juventud criolla, y los colegios de caciques y escuelas de lenguas nativas, que pusieron en funcionamiento tempranamente, para convivir, en la comunidades indígenas y conocer los valores de su cultura.

Paralelamente al trabajo educativo, los regulares desplegaron una intensa actividad misional, centrada en los valores cristianos, humanistas y modernos que permitieran integrar el mundo indígena a la sociedad cristiana occidental, pero a diferencia de otras ordenes mendicantes, lo hicieron con una estrategia que respetó su cultura, que predicó en idioma nativo porque habían asumido la responsabilidad de civilizar y pacificar a los indígenas, al mismo tiempo que los preparaban para ser personas valiosas a la naciente sociedad cristiana americana

Respecto de la formación de la empresa agrícola, se puede comentar que los jesuitas al pasar a América colonial, observaron que las condiciones de funcionamiento del sistema mercantilista y la organización de su sistema productivo les brindaba la oportunidad de tener una actitud económica más activa. Decidieron, que las Provincias no podían vivir del dinero ajeno, recaudado a través de donaciones, hipotecas o censos, sino que debían emplear el capital que recibían en comprar grandes propiedades rurales, lo que les permitía incorporar nuevas haciendas, a su patrimonio institucional, las cuales mejoraban y trabajaban ellos mismos. Por esta actitud económica, netamente racionalista y moderna, los jesuitas se consideran, al interior del sistema colonial mercantilista como precursores del capitalismo pre-moderno, por el manejo empresarial de sus haciendas, colegios, misiones, además de sus actividades comerciales conexas, cuya finalidad era mantener con respaldo económico las actividades educacionales y misioneras propias de la Compañía. También, se les considera como administradores eficaces y prudentes, que pusieron al servicio de su causa la racionalidad moderna, para lograr la máxima rentabilidad en sus inversiones y trabajos, en el ámbito de las innovaciones técnicas y productivas. La fundación de esta empresa de carácter agrícola en Chile gestionada a través de una unidad básica, el Colegio, funcionaba con un sistema administrativo racional, rentable y eficaz, que avala la calificación de empresarios pre-capitalistas.

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  1. Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos. Contacto: gbravo@anepe.cl.
  2. En este volumen se pueden leer capítulos que demuestran la diversidad de situación sociales, políticas, económicas que se presentan en todas las sociedades coloniales del espacio andino.
  3. El conflicto fue denominado por la historiografía tradicional como «Guerra de Arauco». Comenzó con la fundación de Santiago de Chile en 1541 y terminó en 1883, cuando el gobierno de la República incorporó definitivamente la región de la Araucanía a la soberanía nacional.
  4. El documento es similar al texto de las instrucciones para administrar haciendas jesuitas.
  5. En los primeros tiempos, 1593-1607, los contactos de los jesuitas afincados en Chile fueron muy estrechos con Lima. Entre 1607 y 1625, Chile fue parte de la Provincia del Paraguay; entre 1625 y 1683, fue Vice-Provincia del Perú; y desde 1683 hasta 1767, funcionó como Provincia de Chile.
  6. El sínodo era el estipendio que recibían los religiosos por su labor evangelizadora y era pagado por la monarquía española a través del regio Patronato.
  7. Los misioneros son conocidos como los mártires de Elicura y sus nombres eran: Miguel de Aranda Valdivia, Horacio Vecchi y Diego Montalbán.
  8. Maloca es una palabra de origen mapuche que se incorporó al idioma español significando invasión en tierra de indios, con pillaje y exterminio. Los indígenas chilenos eran pobres y poco botín podía conseguirse, por tanto, mejor presa y de mayor demanda es su propia persona.
  9. Correr la flecha, significa anunciar la guerra entre los mapuches.
  10. Para América, a manera de ejemplo, consultar: Colmenares, (1969); Colmenares, (1984); Cushner, (1986); Konrad, (1989); Riley, (1976). En Chile, se han preocupado del problema Valdés, (1985); Bravo, (1985).
  11. La información que permite describir el sistema administrativo, contable y productivo de los jesuitas en sus haciendas proviene de estos manuales.


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