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¿Qué hace el Rey?

Juan Luis Cebrián

El Rey reina, no gobierna. Esta antigua máxima monárquica. manida de puro evidente., ha sido el lema regularmente exhibido por los defensores de la Corona en su versión constitucional.Su sentido entronca con el de las monarquías y los reyes de la Europa de Occidente, desprovistos casi todos ellos de poderes, o de la tentación de usarlos cuando los tienen, y relegados o sublimados a un papel institucional y de arbitraje en las grandes ocasiones históricas. A decir verdad sin embargo, la máxima no ha sido siempre fielmente servida por los soberanos. No lo fue por Alfonso XIII en España, ni por Victor Manuel en la Italia fascista, o por Leopoldo en la Bélgica ocupada, ni más recientemente, por Constantino de Grecia. Todos ellos sucumbieron al deseo de ser beligerantes en decisiones políticas que dividían a sus pueblos. Y si en el proceso de las intenciones pueden ser absueltos, la Historia, de un modo u otro, ha emitido su veredicto contrario a esta actitud.

La memoria de España está plagada de ejemplos semejantes, y el siglo XIX y el primer tercio del XX son un buen modelo de la disposición que nuestros reyes tuvieron en el pasado a intervenir directamente en las cuestiones de la gobernación. Casi siempre esta afición tuvo su meta - y después su fin- en la entrega del poder a los militares y la búsqueda de una solución de fuerza a ¡os problemas de la política.

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¿Que hace el Rey?

(Viene de primera página)

Estas meditaciones, nada extemporáneas, nacen al amparo de la actual situación española, ni tan caótica como los profesionales del terrorismo verbal se empeñan en decirnos a diario, ni tan halagüeña que la preocupación no embargue gravemente a amplios círculos de ciudadanos. Muchos de éstos se encuentran un tanto absortos ante el rosario de silencios o de diálogos para besugos con que la clase política nos viene regalando en medio de la deprimente situación económica y de los ataques del terrorismo. ¿Qué hace el Parlamento -se pregunta la gente-, qué hace el Gobierno, qué hace el Rey? Cuestiones heterogéneas desde el punto de vista del análisis pofflico, pero muy explicables y absolutamente homologables en la acepción popular. En definitiva, el vulgo se demanda sobre la capacidad de respuesta de la autoridad -en el más amplio sentido del verbo- a una situación de desorden. Monarca, presidente, y hasta diputados, caen casi todos en un mismo saco de responsabilidades y de quejas. Los malandrines de la dictadura saben aprovecharlo y arrojan sus críticas y su descrédito lo mismo contra la Corona que contra la Democracia, igual contra el gobierno que contra la oposición. Tanto como las bombas, mucho más que ellas, destruyen al sistema las palabras de Fraga llamando al Ejército desde la tribuna del Parlamento, o los artículos de algunos periódicos que han hecho de la injuria profesión y de la calumnia salario. Nada nuevo: unos y otros siempre hablaron y vivieron de esta forma. Lo único que ahora sucede es que, al menos, no pueden secuestrar desde el Estado la noción del honor ni del patriotismo.

No obstante, el hecho de que estas preocupaciones populares sean manipuladas y tergiversadas no quiere decir que no existan. La gente, en la calle, es consciente de las ventajas de la libertad, pero comienza a aprender duramente sus riesgos. Frente a ellos se encuentra un Gobierno que ha hecho gala de ineptitudes y aturdimientos ante los problemas y una oposición en plena crisis interna. ¿Qué tenemos también? Un jefe del Estado, cargo que se ve todavía inevitablemente rodeado de míticos carismas en este país acostumbrado a la emanación divina del poder; un Rey. ¿Y qué es lo que hace?

La Constitución española, que consagra el sistema de la Monarquía parlamentaria, limita enormemente los poderes del soberano. En la práctica sólo dos grandes atribuciones mantiene: ser el jefe supremo de las Fuerzas Armadas y proponer al Congreso un candidato para la Presidencia del Gobierno. Todos los demás actos reales están sometidos a la caución o refrendo de la ley y, en realidad, se limitan a una función representativa y simbólica. Cuando se puso a debate esta cuestión durante el trabajo de las Cortes constituyentes, algunos senadores reales y miembros de UCD consideraban que eran excesivamente pocas las atribuciones que se le dejaba a la Corona. Sin embargo, parecía lógico que así fuera en un régimen adjetivado de parlamentario en el que las Cámaras adquirían un papel predominante. Por aquel entonces un periodista y observador político británico, de viaje por España, me comentó que la reina de Inglaterra mantenía un considerable mayor número de prerrogativas en su mano. «Lo que pasa», añadió, «es que no las emplea.» Pues bien, le contesté, aquí va a suceder exactamente al revés. La ley limita seriamente los poderes constitucionales de la Corona, pero el peso personal de don Juan Carlos y el papel histórico que ha jugado en la transición hacen prever que su presencia en los asuntos de Estado será todavía necesaria y evidente durante los próximos años. La consolidación democrática del país así lo exige.

El «modelo español», en su camino hacia la democracia, ha sido repetidas veces malentendido por los observadores, que atribuían a Suárez el protagonismo del cambio. Sin restar un ápice de los méritos del actual presidente, cabría preguntarse de qué manera se hubiera podido dar aquí la amnistía política, legalizar los partidos y establecer las bases democráticas del nuevo Estado si el vacío de poder creado tras la muerte de Franco no lo hubiera llenado la Corona. La voluntad democratizadora de don Juan Carlos no sucumbió a la fácil tentación de echarse en brazos de sólo un sector del país o de alargar con modificaciones superficiales y reformistas el contenido y las formas de la dictadura. La democracia existe sin duda por la voluntad popular, pero ésta ha podido expresarse, exenta de tensiones revolucionarias y de cataclismos sociales, también gracias a la prudencia y a la firmeza del Monarca. Y ellas no sólo han sido visibles en las relaciones con las Fuerzas Armadas, a las que el actual presidente del Gobierno ha enervado innecesaria e inopinadamente en más de una ocasión. También en la acción internacional, exenta todavía de un rumbo concreto, dejada de la mano por unos dirigentes que son expertos en el manejo de las jefaturas provinciales, pero incapaces de encastrar el concepto de nuestra soberanía nacional en el mapa geopolítico del mundo. El Rey ha buscado los caminos de Europa y de América, que luego han cegado embajadores ineptos o ministros titubeantes; viaja ahora a Marruecos, en una misión de extremada importancia para la paz en el norte del continente africano, como viajó al Sahara a finales de 1975 para explicar a nuestro Ejército la necesidad de adoptar una actitud digna en el abandono de aquel territorio en circunstancias de alto dramatismo. Cuando el ejecutivo se mostró medroso de las insubordinaciones militares, don Juan Carlos apeló pública y sonoramente a la disciplina de los Ejércitos. La Corona ha devuelto, además, un marco de dignidad política e institucional,a la cultura. Y en la economía el Rey emplea su prestigio personal y sus relaciones de Estado para garantizar el abastecimiento de crudos y de energía a un país como el nuestro, en el que la inexistencia de una política clara y definida en este aspecto amenaza con la parálisis. Para mayor abundamiento: los oficios del Rey van a ser imprescindibles en la solución final, si es que solución tiene, del problema vasco, y ante el que la indiferencia pública del Gobierno es ya exasperante.

¿Todo lo ha hecho bien el Monarca? Por supuesto que no. Ha sido demasiado benevolente con Adolfo Suárez y su partido, de modo que aquél ha identificado su figura y sus hábitos con los de la propia institución. Suárez ha abusado de la confianza real, la ha utilizado en la creación del vacío político en torno suyo y ha producido una situación en la que las amenazas contra la ineficacía gubernamental se vuelven malintencionada o inconscientemente contra la propia Jefatura del Estado. Esto, junto con la incomprensible reticencia de los socialistas ante la Corona, ha alimentado la confusión popular a la hora de comprender la actitud del Monarca, en un país donde la inexistencia de tradiciones afectas a la institución ha tenido que ser suplida con el buen hacer y el talante personal de don Juan Carlos.

Lo que digo, en definitiva, no es nada original, lo piensa y lo sabe mucha gente, aunque el pudor de contarlo nos puede llevar a una situación de aislamiento de la Corona en medio de la opinión pública. Y es en momentos así en los que los Reyes han sido tentados de buscar caminos expeditivos como los que evocábamos al principio del artículo. Don Juan Carlos ha dado ya las pruebas suficientes de no creer en ellos y de no querer utilizarlos. La historia actual de la democracia española está unida, en su origen y cara al futuro, a la institución monárquica. No es un problema de convicciones, sino de realismo político. El Rey supo renunciar a un papel más poderoso en el panorama de la vida española porque quiso promover un régimen de libertades y de igualdad. Ha sido respetuoso con la Constitución, cuya redacción amparó desde la cumbre del Estado, y ese mismo respeto le obliga al silencio y a no inmiscuirse en las responsabilidades del Gobierno. Intentar minar o destruir su imagen por ello, hacerle responsable de los errores o de los problemas del momento, es disparar contra la estabilidad política de este país, tratar de asesinar la convivencia de los españoles. Esto lo saben muy bien quienes lo hacen. Por eso lo hacen.

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