La fe es la virtud teologal que se refiere directamente a Dios. Por ella creemos en Dios, en todo lo que Él ha dicho y revelado, y que la Iglesia nos propone. Por la fe, la persona se entrega entera y libremente a Dios. Por ello, el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella. Pero la fe sin obras está muerta. Junto con la esperanza y la caridad, la fe une plenamente el fiel a Cristo y hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.
La fe se profesa, se testimonia con firmeza y se difunde. El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).
La vida verdadera. En su admirable encíclica Spe Salvi, el santo Padre hace una exégesis sobre la fe en un texto de la Carta a los Hebreos. Llega a poner de manifiesto que por la fe, de manera incipiente, ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. “Y precisamente –dice Benedicto XVI– porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta ‘realidad’ que ha de venir no es visible aún en el mundo externo (no ‘aparece’), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma”.
La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía ausente, sino que la fe da más: nos da aquí y ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para el creyente prueba ( elencos ) de lo que aún no se ve. Esta prueba atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro “todavía-no”. El hecho de que para el creyente este futuro existe, cambia el presente. El presente está marcado por la realidad futura. Así, las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras.
Es por ello que la misma encíclica explica la distinción que en el mismo texto de la Carta a los Hebreos se hace entre los bienes que necesitamos en este mundo para el diario vivir ( hyparchonta en griego) y los bienes mejores y permanentes ( hyparxis en griego).
Bienes duraderos. La fe hace ver la importancia de los bienes duraderos, inmarcesibles, respecto de los cuales resultan despreciables los bienes transitorios. Ello otorga al creyente una nueva libertad frente a los bienes transitorios, sin negar su sentido normal. Esta nueva libertad, la conciencia de los verdaderos bienes, es la que actúa en la decisión de los mártires, que los hizo enfrentar serenamente la prepotencia de la ideología y de sus órganos políticos, con lo que han renovado el mundo con su muerte. Esa misma nueva libertad es la que explica las grandes renuncias desde los monjes de la Antigüedad a Francisco de Asís y tantos otros miles. Es que se percataron, por la auténtica fe, de que los bienes de este mundo son nada comparados con los que la fe hace ver desde ahora: “Pues ¿qué provecho sacará un hombre si ganare el mundo entero, pero malograre su alma.” (Mt 16, 26).
Cuando el protomártir Esteban fue requerido por el Sanedrín, después del elocuente discurso que allí dijo, y cuando la rabia de los que lo malquerían se iba a traducir en su muerte, dicen los Hechos de los Apóstoles que clavó los ojos en el cielo y “vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y dijo: ‘He aquí que contemplo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios’”. Cuando ya agonizaba apedreado, hincó las rodillas y clamó con grande voz: “Señor, no les demandes este pecado. Y, esto dicho, se durmió en el Señor”.
La verdadera fe hace ver al creyente todas las cosas de otra manera. La fe da nuevos ojos para ver. Y ello se traduce en lo que recordaba S. Pablo en su Carta a los Hebreos : “Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio”.
Hay que cuidar con esmero el don de la fe.