Los israelitas que acudían al río Jordán para ser bautizados por Juan se preguntaban si él era el Mesías prometido, anunciado por los profetas. Juan lo niega terminantemente y les advierte: “Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego”. Fue así como en un bautismo general tuvo lugar el bautizo de Jesús, que, de acuerdo al texto bíblico, “mientras oraba se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma y vino una voz del cielo: –Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto” (Lucas 3, 21-22).

Este es el momento en que Jesús asumió el mandato de su Padre de hacerse solidario con todos los hombres, con sus penas y alegrías, instaurando un mundo donde reine la paz. Su comportamiento será para nosotros criterio y norma. No es de extrañarse que en los primeros siglos de nuestra Iglesia solamente se bautizaba a los adultos, luego de una seria preparación en la cual intervenían no solo sus padres, sino también la comunidad a la que pertenecían.

No sin razón los teólogos han considerado la introducción del bautismo generalizado de los niños, como una falla de la Iglesia que afortunadamente fue superada en parte cuando el ritual vigente da a los sacerdotes la posibilidad de postergar la administración del sacramento hasta que los padres del que recibirá el bautismo estén debidamente capacitados para asegurar el crecimiento en la fe. ¿Los sacerdotes cumplimos con este mandato?

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Como señala Francisco Bartolomé González, el bautismo no es para quitar el pecado “original” mal entendido –seguimos siendo pecadores– ni para hacernos hijos de Dios –lo somos todos los hombres–. Nuestro bautismo es signo de nuestro compromiso de querer vivir, según el camino que nos marcó Jesús, camino de justicia y libertad, de amor y paz”. ¿Los males que aquejan a nuestra patria no tendrán que ver con la reflexión que nos hemos permitido hacer?